Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 141. MAYO. Año 1976.
0. SUMARIO
NOS ALEGRAMOS de ser hijos de Dios, miembros de la Iglesia y discípulos de los santos, en este mundo y en esta hora, cuando todavía es tiempo de Dios y la tierra campo de la Iglesia para la fecundidad de la gracia.
VOLVER AL EVANGELIO
LOS SANTOS, COMO CURIOSIDAD
¿QUÉ HACÉIS AHÍ PLANTADOS?...
CALCAR LE STELLE
EL ESPÍRITU DE SAN FELIPE NERI
VENDER LOS LIBROS
IGNACIO DE LOYOLA Y FELIPE NERI
Te damos gracias, Señor.
Te damos gracias,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno:
porque llenaste con los dones de tu gracia
al bienaventurado Felipe
y lo abrasaste en amoroso fuego.
El cual,
inflamado por esta caridad inefable,
una nueva Congregación instituía
para el bien de las almas,
y completo con el ejemplo de sus obras
las enseñanzas de salvación que a otros daba,
Rogamos, pues, a tu clemencia,
que al celebrar su fiesta
nos llenes de santa alegría,
nos muevas a seguir el ejemplo de su vida,
con su palabra nos instruyas
y con su intercesión a ti tan grata
nos protejas.
Por eso,
te damos gracias, Señor,
y te bendecimos.
{2 (82)}
1. Volver al Evangelio
TAL VEZ sea hora do que vayamos acercándonos al Evangelio, purificados de la buscada utilidad para remediar los males del mundo. El Evangelio no es el remedio del hombre, sino el alimento de la fe. Sin esta fe es inútil abrir sus páginas, porque no se entenderá casi nada.
Los santos lo leyeron con fe: ésta les iba llevando la verdad del Evangelio a la vida. Para ellos vivir significaba hacer algo bueno y hermoso y mantenerse, sin arrepentimiento ni concesiones, en este afán. De esta búsqueda y vuelta incondicionada al Evangelio hicieron toda su vida, y fueron felices A partir de la fidelidad y constancia en su propósito. No e detuvieron a pensar que se «sacrificaban» por nada, sino que pensaron que «ganaban» felicidad, ya desde ahora y para ahora, y que esta felicidad se les iba haciendo mayor, serenamente, en la medida en que la vida evangélica ―o «apostólica», como se llamó en los primeros tiempos del Cristianismo― lee emparejaba con los primeros inmediatos seguidores de Cristo, como fueron los apóstoles.
De donde, In primera y tal vez más peligrosa tentación que pudiera tener la primitiva Iglesia, hubiera sido la de abandonar el mundo y escapar al desierto, para evitar el riesgo de las contradicciones y sufrimientos que la realidad temporal y humana aparejaba a la que no evita su contacto. Hubo, inmediatamente antes de los tiempos de Cristo y hasta su contemporaneidad, el grupo judío de los esenios, observantes de una vida austera y espiritual, pero alejada, separada del resto del pueblo, que Cristo seguramente conoció pero no imito ni enseñó a sus discípulos.
En cambio, Cristo, a sus inmediatos seguidores, les dio el mandato de ser predicadores y testigos suyos en todo el mundo, no fuera del mundo. Le obedecieron así, porque después de la Resurrección del Señor, el anuncio de su Palabra se centrifuga por toda la humanidad entonces conocida, con perseverancia y paciencia y venciendo persecuciones con tesón y gozo interior, que el martirio no apagaba. Fueron fuerte, porque eran felices. Creyeron siempre que el Señor les había llamado a la felicidad: «¡Bienaventurados...!».
Más adelante, en el transcurso de la historia de la Iglesia, cada vez que se opera un esfuerzo de crecimiento y so hace general un deseo de purificación (porque esta presencia necesaria en medio del mundo salpica de polvo la blanca vestidura de la Esposa de Cristo), se producen «vueltas al Evangelio» {1}.
{3 (83)} que tampoco son huidas del mundo, aunque faltos de perspectiva, los mundanos lo juzguen así.
La primera importante reacción de este género, es el monacato, iniciado en Oriente y enseguida, extendido a Occidente. Merced a él se remodelan los rasgos evangélicos de la Iglesia, se cultiva y guarda el estudio de la Biblia, se desarrolla la doctrina de la fe, y, desde nuestra posición, San Benito puede ser considerado como ―Padre de Europa―, por lo que contribuyó él y los monasterios en él inspirados, a ordenar el caos causado por el desmoronado imperio romano Occidental.
En la Edad Media, en otros momentos de oscuridades, dejaciones o ignorancias, serán las Ordenes mendicantes las que asumirán la instrucción del pueblo, con métodos que podríamos considerar, atendidas las circunstancias de aquella sociedad, como revolucionarios, y obtienen, en efecto, entre su labor y la desarrollado por el anterior movimiento monástico de Cluny, una reacción beneficiosa para la Iglesia y para los pueblos europeos, ignorantes, violentos y mal organizados.
En el Renacimiento, después del rompimiento luterano, serán las organizaciones religiosas nacidas del impulso de los santos, todavía más abiertos que sus predecesores, los que harán la verdadera reforma, desde la Iglesia.
Y encontrarán dificultades parecidas a las que relativamente, ha encontrado el movimiento legitimado por el reciente Concilio, en los conservadurismos inmovilistas, del orden social en el que la reforma incide. Hubo, en el Renacimiento, impulsos renovadores con miras organizativas universales, como la de san Ignacio de Loyola, y las hubo más ceñidas a la constancia de una labor mantenida en un lugar, como san Felipe, apóstol ciudadano, que cumple bien reformando la ciudad de Roma, con sus prelados, clero y pueblo, después de una larga vida consagrada a la ciudad a la que llegó como forastero, pero acabó amando como propia.
Todos procedieron del mismo modo: volviendo, desde la fe, al Evangelio, que les era nuevo, siempre nuevo, para cada situación, para su propia con:
Versión, que nunca creyeron acabada, y para la evangelización de los demás, tanto más necesaria cuanto más se daba por supuesta.
Los santos no huyeron del mundo. Sin dejarlo, se hicieron con medios por los cuales, aun estando en el mundo, no fueron absorbidos por él, aino, al contrario, influyeron en él sin ser rebasados. Sólo por falta de fijarnos en ellos los creemos tan distantes del mundo: imaginamos A san Antonio solitario en el desierto, pero olvidamos que sostuvo espiritual y moralmente a su amigo san Atanasio, comprometido en una de las más difíciles batallas que tuvo que soportar la Iglesia, frente a los errores y al abuso del poder político sobre la Iglesia: vemos a san Bernardo, pero no nos fijamos en el influjo y Asistencia que prestó al papa Inocencio III: y parecidamente podríamos decir de otros santos, como de san Felipe en la Roma de su tiempo.
Los santos eran frescor del Evangelio en medio del mundo, para renovar a la Iglesia en cada momento que era más necesario recordar su juventud.
Y, cada vez que el mundo, con su egoísmo se hacía triste y con sus tristezas se hacía viejo, rejuvenecían esperanzas de verdad nueva, de parte de Dios, que la Iglesia, presente en el mundo, especialmente por ellos, ofrecía con mensaje nuevo, más nuevo, a todos los hombres.
La Iglesia es hermosa, sigue siéndolo, porque puede, especialmente por ellos, ofrecer todavía, siempre, la libertad de la verdad y la fuerza de la felicidad.
{4 (84)}
2. Los santos, como curiosidad
COMO otra forma de heroísmo, también los santos, despiertan la curiosidad, tan propia del hombre. Pero de poco le sirve que se fije en ellos, si la curiosidad no evoluciona en interés por conocerlos mejor.
La curiosidad es superficial, el interés profundiza.
Hay personas que se precipitan por tener algún dato superficial sobre lo que sea, pero que no persisten en agotar el conocimiento que inician con las primeras noticias de lo interesante.
Su posición responde más a una actitud novelera y cambiante, que una vez satisfecha apenas, abandona un objeto para pasar a otro, que igualmente relegará... El curioso ni acepta ni rechaza nada; se pasca, simplemente, por lo nuevo, o que le parece nuevo.
Es diferente la actitud del que es capaz de interesarse. Este es como una puerta abierta desde donde mira y busca, para añadir a sus encuentros, la decisión de la voluntad, la responsabilidad de hacer una opción.
Los santos fueron personajes que se interesaron fuertemente por Dios, y no pueden ser entendidos por quien no sea capaz por interesarse en algo bueno, más allá de la sola curiosidad, superficial y fugaz.
Al querer popularizar a los santos se ha incurrido, alguna vez, en tomarlos por los aspectos que pudieran llamar más la atención, en singularidades intrascendentes, en fijarnos y poner el énfasis en aspectos meramente accidentales que, tomados singularmente, conducían a verdaderas deformaciones y falsificaciones... La Iglesia, cada vez que ha querido emprender una labor depuradora de leyendas aplicadas a las historias de los santos, ha tropezado con los fanáticos que han opuesto sus fantasías a la realidad histórica que se les quería hacer entender, y que rechazaban encerrados en indolencias o conveniencias que les hacían más cómodo el error que la verdad. Hay derivaciones del culto a los santos que son verdadera idolatría material.
Pero los santos no han podido tener mejor suerte que Cristo. También de él los curiosos, los simplemente curiosos han hecho objeto de estudio (?) parcial e intrascendente, con menoscabo de lo que es esencial en el Evangelio. Ello ha llevado, en ocasiones, a deformaciones prácticas que reducirían el adoctrinamiento de Cristo a pura traducción moralizante, fruto de un esfuerzo que trata de esculpir un hombre nuevo, sólo de nombre, pero descuidando la conversión interior, {5 (85)} que es la verdadera renovación que Cristo impone desde la fe.
Lo mejor de los santos no son que anécdotas, ni sus "milagros", sino la evolución de sus almas compenetradas con Dios, su entender a Dios, su entrega a la Iglesia, su sinceridad evangélica... Todo lo demás es resultado no medido, pero amplísimo y generoso, de una conversión profunda, interior, creciente, rejuveneciéndose incesantemente, hasta el mismo momento de su muerte, con una juventud de alma sin límites, que las dificultades no amilanan ni las oposiciones detienen. Aman a los hombres, pero miran a Dios.
Los santos no son extáticos, sino activos, profundamente activos, si bien el alma está pendiente de Dios en todo cuanto ven y hacen, en todo cuanto dicen e impulsan. Nada les es indiferente, pero son indiferentes a lo espectacular y, por eso mismo, no hacen ni dicen para ser vistos, para exhibiciones ni espectacularidades, aunque la presencia de Dios les comunica una valentía y aplomo, audaz y sencillo a un mismo tiempo, y parecen exigentes simplemente porque son sinceros y porque entienden noblemente que, pedir menos, seria engañar a los que quieren llevar a Cristo o a los que hablan de Dios.
No tienen importancia los milagros de los santos. Son de escaso interés las anécdotas que de ellos se cuentan ―a veces las mismas atribuidas a santos distintos...― cuando no ponen en descubierto la profunda dedicación a Dios y el amor con que dedican su vida a los hombres.
Los santos no son seres a los que hemos de remitir la santidad de la Iglesia como si ellos ya nos excusaran a los demás bautizados. Los santos son seguidores de Cristo, como nosotros que, igual que ellos, hemos de hacer de Cristo nuestra vida.
Los que se acercan a sus vidas con espíritu de curiosidad, nada entenderán de lo mejor de los santos. Serán a lo sumo, los curiosos, coleccionistas de biografías, con datos relativos a personajes ilustres, auténticos o supuestos, pero no penetrarán nunca en lo único realmente importante que fueron. Pasarán de largo, sin comprenderlos y sin aprender nada.
Los primeros cristianos y los santos no disponían de pruebas más convincentes que las que tenemos nosotros; sólo que su fe era más vigorosa.
Card. John H. Newman, C. O.
{6 (86)}
3. jóvenes: «¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al aire?»
ESTAS mismas palabras, que están entre los primeros versículos del libro de los Hechos de los Apóstoles, se podrían decir a multitud de embobados, como las hubiera podido decir ese joven zaragozano, hace unas semanas, a un buen grupo de conciudadanos suyos, espectadores pasmados de un incendio que ―según relato de los periódicos― "contemplaban sin reaccionar ante las voces de auxilio" que salían de una casa envuelta en llamas. Pensarían, seguramente, que "ya se había avisado a los bomberos, que para eso están". Así de previsores, de organizados y cómodos; así de egoístas, de pobres y de miedosos.
Pero el joven no les dijo nada.
Pasaba ocasionalmente por allí montado en su moto. Simplemente:
se detuvo, descendió del pequeño vehículo, paró el motor, vio y oyó lo que todos y, sin dudarlo ni hablar, se metió en la casa ardiendo y al poco rato, sacó sus seis únicos habitantes, que eran todos niños...
Una vez a salvo los niños, el joven cogió rápido el manillar de su moto y, sin más ceremonias, se marchó acelerando y echando humo.
Gracias.
Dicen que ahora aquellos transeúntes y vecinos espectadores del incendio y testigos del gesto del salvador desaparecido han acudido al Ayuntamiento de Zaragoza para que se averigüe la identidad del joven motorista y, una vez localizado, se le tribute un homenaje.
Pero pensamos que ojalá no lo encuentren. ¿Para qué? Un homenaje no limpia la vergüenza de la pasividad y negligencia de muchos que acudirían a aplaudir. Ni contemplar incendios ni aplaudir homenajes. Menos fiesta para todo, y todo para la vida. Para la vida de uno y de los demás, porque todos y todo es de Dios.
El muchacho de la moto será igualmente feliz ―o más feliz― si no turban su gozo puro y sencillo de haber cumplido con su deber.
Seguramente, como buen joven, pensaría que no hay que premiar {7 (87)} lo debido, ni hay que convertir el deber en negocio ni tampoco en autopremio.
Dicen de la juventud... Y habrá, como en todo, de todo. Pero hay buena juventud.
Nos impresiona y llama la atención esa noticia captada por el informador, porque revela la belleza, no sólo de salvar la vida de cinco seres humanos, sino porque se trataba de niños, y los niños, sin tópicos, son la esperanza de la humanidad.
Pero es bella, además y sobre todo, por el modo de hacerlo. Los cobistas, los vanidosos, los que se componen y se esfuerzan por "parecer" fuertes, o bellos, o sabios, o poderosos... pero esconden, envuelta en corteza de apariencias, la mediocridad vergonzante con que se arrastran por el mundo, nunca sabrán imitar gestos adverbializados con esta simplicidad elegantísima ―ágil, oportuna y transparente― como "de ángel de la guarda", que lo es porque se ignora a ella misma, que no se busca a sí misma, sino que busca el bien y lo hace.
Alegra ver, alguna vez, en los periódicos, noticias confortadoras, como ésta. El bien no sólo es posible, sino que existe, y existe entre los jóvenes. Aunque estas noticias, cuando aparecen, no se destaquen en grandes titulares, como las que a veces se conceden a las creaciones o deformaciones de noticias que pretenden sensacionalismos a base de la verdad bastarda.
No se trata de mirar al cielo, ni de pararse ante las hogueras de la tierra. Se trata de mirar al corazón y, desde el corazón, salir a apagar las llamas o, por lo menos, a salvar las esperanzas. Las esperanzas son la semilla cierta de la vida, la vida es de Dios, y el cielo es el corazón.
Que mire sin ver, que discuta sin entender, que se pare sin oír la bobería, pronta siempre al espectáculo morboso del mal, o a la divertida fabricación de héroes para un día. Pero la vida es hermosa porque hay que seguir andando; los caminos nos esperan. Ni la veneración de los santos nos libra de ser virtuosos, ni los héroes provisionales de cumplir con el propio deber.
Adelante. El nombre no importa.
«La palabra "amor" no estuvo referida a Dios hasta que apareció Jesucristo».
Paul Valéry
{8 (88)}
4. CALCAR LE STELLE
Se l'anima ha da Dio l'esser perfetto,
Sendo, com'è, creata in un istante,
E non con mezzo di cagion cotante,
Come vincer la dee mortal oggetto?
Là 've speme, desio, gaudio e dispetto
La fanno tanto da sè stessa errante,
Si che non veggia, e l'ha pur sempre innante,
Chi bear la potria sol con l'aspetto.
Come ponno le parti esser rubelle
Alla parte miglior, nè consentire?
E questa servir dee, comandar quelle?
Qual prigion la ritien, ch'indi partire
Non possa, e alfin col piè calcar le stelle,
E viver sempre in Dio, e a sè morire?
SAN FELIPE NERI, en su juventud 9 (89)
{9 (89)}
5. El espíritu de san Felipe Neri en el cardenal Bevilacqua
JEAN GUITTON, académico francés, al referir su encuentro romano con el cardenal Bevilacqua, relata la imagen que el ilustre oratoriano le daba de san Felipe, en la cual, sin darse cuenta, se revelaba a sí mismo. Jean Guitton estaba en Roma con ocasión del Concilio Vaticano II, en el que participaba como observador laico, y acababa de dar una conferencia en el Oratorio, sobre Newman, cuyo conocimiento revela en varias de las obras que ha publicado. Aquí transcribimos un fragmento de un trabajo como homenaje al cardenal Giulio Bevilacqua, al producirse su muerte, precisamente en el mes de mayo y cerca de la celebración de la Fiesta de san Felipe...
NO ES frecuente que, a la edad en que he llegado, ocurra el fenómeno de nacer, crecer y desarrollarse una de aquellas amistades profundas cuya raíz se encuentra en la admiración.
Durante el Concilio un amigo me presentó al Padre Bevilacqua, diciéndome: "Se trata de un religioso del tipo de aquel Monsieur Pouget que usted mismo ha descrito y dado a conocer en Francia; es un hombre único en su género, desconocido y maravilloso". Yo vi a un oratoriano, con el cuello blanco, y pensé enseguida en Bérulle, Malebranche, Gratry, Newman...; pero era diverso.
{10 (90)} Bevilacqua me condujo al Oratorio de Roma, en donde yo acababa de hablar sobre La actualidad de Newman: en compensación me hizo visitar las capillas, las reliquias de san Felipe Neri, fundador de los Oratorianos. Hablaba con entusiasmo, anhelante: recuerdo que se sentó frente a la mascarilla de san Felipe, una de las más puras que existen en el mundo, humana y sacerdotal al mismo tiempo. Me tomó la mano y se puso a hablarme en estos términos (he encontrado en mi Journal las huellas de esta conversación. Permítaseme transcribirla sin enmiendas, porque contienen la vida del Padre, destilando gota a gota desde su espontaneidad...) "Es un santo extraordinario. Posee la arrogancia, la alegría, el genio y el espíritu de independencia de los florentinos, pero además el grancejo sobre sí mismo que es como la flor y la sal y la gracia del verdadero humor (recordar aquel "spernere se {11 (91)} sperni" —burlarse de ser burlado, que es la razón de sus ocurrencias y de sus bromas).
Pero tiene también el sentido humano del buen pueblo de Roma, el sentido de la "buena vida", tan distante del de la "dolce vita" que la frivolidad internacional atribuye a los venecianos. Felipe se mezclaba con el pueblo, se le podía encontrar por los mercados y tiendas, amaba las fiestas romanas. Su vida mística, tan fuera de serie, pero libre en absoluto de morbosidades; el fuego de su corazón, vivo, lleno de vida y vivificante, hasta agitarlo arrobadamente, pero con fervor que quería mantener en secreto. Para contenerlo, cuando celebraba la Misa, tenía que rezarla deprisa, y así ocultar emociones. Pero aquí, en esta capilla donde ahora nos encontramos, decía la Misa despacio, tan despacio que quien le ayudaba podía largarse un buen rato, desayunar incluso, y volver más tarde...
San Francisco de Asís experimentaba gracias místicas que lo alejaban fuera de las condiciones humanas, por lo menos al final de su vida. Y no podía ocultarlas; diría, casi, que no que ría ocultarlas. Don Bosco era muy poco crítico sobre sus estados, y muy hábil en los negocios. Pero aquí no se trata de eso.
Diría, con Bergson, que se trata del misticismo en su plenitud, el misticismo completo.
Y, entre paréntesis, yo encuentro vuestro Bergson como un pensador también único y fuera de serie, un pensador de la raza de san Felipe: su búsqueda dura toda la vida, es hombre y filósofo, lo mismo que Felipe es hombre y santo. Bergson, al final, se inclina ante Dios que ha descubierto a través de los místicos completos, que sólo el Cristianismo puede producir.
Yo entiendo por místico completo el místico desconocido por los demás, que vive la vida que viven todos, la vida más común, la más independiente y la más jovial, sin sistema, aunque no sin intuiciones fulgurantes; sin narcisismo, sin ostentación, sin "devoción particular": y ved cuán raro es encontrar esto en la historia del misticismo.
{12 (92)} Con todo esto, y diría que incluso a causa de esto, una autoridad tan notable sobre todos, incluso sobre Carlos Borromeo que lo criticaba, incluso sobre el Papa (a quien frecuentaba Baronio). Sin nada extraordinario en apariencia, muy al contrario de Catalina de Siena, y sin ideas políticas personales, si se exceptúan la ideas de reconciliación (sobre España y Luis IV, o por la vuelta de Enrique IV). Con una gran admiración por Savonarola (próximo, en eso, a Catalina de Ricci); mientras que Savonarola representa la Edad Media, Felipe anuncia la época moderna, el verdadero Humanismo cristiano.
Yo no sé si vosotros, los franceses, habéis entendido esto del Oratorio. Porque el espíritu oratoriano es lo opuesto al espíritu cartesiano.
Y en Francia sois demasiado cartesianos...
Decía estas últimas palabras con la benevolencia de una sonrisa, y luego continuaba:
Ningún particularismo, ni siquiera en la santidad. No tenía programas. Solamente el corazón lleno, colmado, encendido por el Espíritu Santo, y aquello que en cada momento se le hacía espontáneamente reclamo. Un punto y {13 (93)} basta. Era totalmente él mismo, pero abierto al Impulso divino:
ninguna composición previa, ninguna puesta en escena, ningún aparato teatral. Alegría, alegría, lágrimas de alegría. La vida humana asumida enteramente en la cruz y en el gozo.
Y pasar todo el día hablando con todo el mundo. La puerta siempre abierta. Acoger, sublimar. Un poco de fantasía, un poco de improvisión, agudeza y gracia, pero todo divino. La familiaridad constante con el más grande y con el más pequeño.
San Felipe fue el tipo más acabado de italiano y, me atrevo a decir, de romano: una nobilísima sencillez sonriente con todo el mundo. Contemplad este rostro, que la muerte no pudo apagar..." Yo lo oía, pensando que me estaba dando, en silencio, la llave de oro para conocerle precisamente a él mismo.
Una de las ideas más amadas por Bergson era la división entre "cerrado" y "abierto": Bevilacqua era un espíritu tan naturalmente abierto que puede decirse de su vida que fue empleada para abrir un poco más a cuantos se le acercaron a él y le trataron.
Se debe venir a la Iglesia (desde la conversión), no para ponernos a salvo de las desilusiones que haya podido darnos el mundo, sino para hacernos santos.
Si llevamos este motivo, no sufriremos decepción alguna; si llevamos otro, estamos ya engañados.
Card. J. HENRY. NEWMAN, C. O.
{14 (94)}
6. Vender los libros
HUBO un tiempo en que los libros eran un tesoro. Todavía, ahora, son la mayor riqueza para un estudioso. Aunque, en nuestro tiempo, queda muy diversificada la clase de libros: no es lo mismo un libro de texto o científico, uno literario o narrativo, un libro-reportaje o informe, un libro de referencia fundamental, etc. No envejecen todos de la misma manera: la permanencia del interés de un libro-reportaje puede superar muy poco el de un número de revista o hasta de periódico informativo de vigencia fugaz, mientras que un libro científico o de referencia fundamental tardará más en hacerse viejo. De todas formas, en las librerías, cuando alguien medianamente entendido va a comprar un libro, inevitablemente mira la fecha de edición y se exige siempre la más reciente, como si un libro no acabara de ser nunca algo definitivo, como si los libros, aun los científicos, "crecieran".
Cuando los libros no "crecían", cuando no había, apenas, ediciones posteriores de una obra "corregida y aumentada", los libros conservaban un valor constante, tanto como instrumento científico o cultural, como material y económico. Desprenderse de ello suponía una doble abnegación y renuncia.
Hace cuatro siglos, cuando los libros eran así de valiosos y tener algunas docenas representaba algo más que tener ahora unos cientos, san Felipe, que terminaba de estudiar con éxito filosofía y teología en Roma, recoge todos sus libros y los vende.
En nuestros días, vender los libros, no representaría el mismo desprendimiento. Existen, es cierto, cerca de las universidades, en callejuelas inmediatas al emplazamiento de las buenas y bien provistas librerías más o menos especializadas, que están al día de las novedades que puedan interesar al curioso o necesitar el estudioso, las librerías de lance, pero tienen menos importancia que en otros tiempos porque los libros envejecen en las mismas librerías de nuevo, rechazados, si no pertenecen a su última edición. El valor de los libros viejos en las librerías de lance, se debate entre la excepción de dar con algún ejemplar de ediciones ya agotadas, o el del papel viejo, excepto en los de narrativa de desigual interés y valor.
¿Por qué vendió todos sus libros san Felipe, en especial, cuando sabemos que, de sacerdote y entrado en años, tenía buenos libros en su celda y estaba al corriente de las cuestiones debatidas en las aulas de los estudios romanos y gustaba de discutirlas, con verdadera agilidad mental, entre los jóvenes estudiantes? ¿Es que se había cansado, como cuentan de algún centro de estudios donde el aprender algunas {15 (95)} materias se toma como camino y carga inevitable para empleos y condición indispensable, pero odiada, por ello, finalizado el último examen, se quema el último libro de texto de la materia aprobada, o se clava en la pared?
San Felipe jamás despreció la ciencia ni tuvo de ella la idea de ser utilizable en provecho propio y nada más.
Él, sin pensar ser sacerdote, acudió a las aulas de la Sapienza de Roma, para estudiar la ciencia de Dios. Si luego resultó que al ser ordenado sacerdote, varios años más tarde, ya tenía, sin haberlo pretendido, los conocimientos exigidos para ejercer el ministerio que asumía por la ordenación, fue algo que había dispuesto la Providencia, sin previos cálculos del mismo Felipe.
De joven y seglar aprovechaba sus conocimientos de Dios para hablar con todo el mundo, sin énfasis ni arrogancias, y llevar muchos a la conversión y a una vida sinceramente cristiana Fue, antes que sacerdote, un apóstol seglar espontáneo, pero documentado.
Debió comprender que, casi siempre, lo que se llama crisis de fe o crisis religiosa y los problemas que dicen tener los creyentes en relación con Dios y la Iglesia, se reducen a la pura realidad de su ignorancia.
Pero los libros tampoco lo son todo sin la conversión del alma. Y la conversión es imposible donde no hay desprendimiento. Por eso se quiso desprender de su única riqueza y, sin duda, de lo que, materialmente, más quería.
Que el producto de la venta lo dedicara a obras de piedad y de misericordia era normal en su espíritu, ya que al apostolado espontáneo llevaba consagrado todo su tiempo y todo su hacer, excluido el tiempo indispensable para ganarse honestamente el pan que comía. No tuvo codicias, no fue pordiosero, no molestó a nadie, conservó su aire juvenil y simpático, estudio, se dedicó intensamente a Dios, habló de Dios sin previos preparativos exteriores, pero habiendo estudiado, rogado y reflexionado largamente, ininterrumpidamente sobre Dios, la Iglesia y el ambiente donde se movía. Luego, cuando a los treinta y cinco años fue ordenado sacerdote, casi sin darse cuenta, no tuvo que hacer otra cosa que continuar una vida que ya llevaba de tiempo ordenada a un mismo fin invariado.
Volvió a tener libros y quiso que los de su casa los tuvieran, y estimuló las vocaciones intelectuales de los suyos, cuando el sujeto se prestaba a ello. Sin perder su sencillez, pero sin degeneración plebeya, ni la ciencia ni tampoco las artes le fueron indiferentes y fue, el Oratorio romano, un cenáculo de mentes inteligentes, de talentos artísticos y de hombres apostólicos.
El egoísmo, el apego al dinero, es suficiente para hacer estériles todas las gracias.
Card. J. H. Newman, C. O.
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7. De un imperio, de una ciudad: Ignacio de Loyola y Felipe Neri
CONSTITUYERON dos figuras características de su tiempo y de su lugar de origen. Coinciden en su amor a Dios y a la Iglesia, viven una misma época, llegan a encontrarse en un mismo lugar, Roma, pero realizan su apostolado de modo totalmente diferente. Surgen de ellos dos organizaciones u obras que perpetúan su influjo ―la Compañía en san Ignacio, el Oratorio en san Felipe―, que igualmente reflejan el diverso origen e inspiración, como método.
No se trata aquí de comparar para preferir, o para menospreciar. Los dos santos eran amigos y, mientras san Ignacio lamentaba no haberlo reclutado para su Compañía, san Felipe decía, para ésta y otras ocasiones, parafraseando un salmo, que "la Iglesia se adorna con la variedad".
La referencia a los dos santos tiene algún interés por la relevancia universal que tuvo san Ignacio. Si san Ignacio hubiese sido de Castilla, habría seguido pensando en los moros, como la contemporánea y gran santa Teresa, castellana; pero san Ignacio era vasco, de un país periférico y abierto al mar, no propenso a confundir el tesón con la obsesión, ni aun con propósito de bien, Santa Teresa, cuando el mundo se hace súbita y geográficamente grande, no piensa en continentes lejanos, sino que ahonda para descubrir moradas interiores, los continentes del alma. San Ignacio piensa en el mundo, en "la conquista del mundo" y concibe una organización rígida, honesta y poderosa, como un ejército espiritual, la Compañía. Era soldado y le va bien el esquema militar, sin deshumanizarle; llegaba a Roma como español, y no podía desprenderse del prejuicio imperial de su oriundez. Para él era preciso conquistar el mundo, y el mundo, le parecía poco para Dios. Estudia, medita, reflexiona, reza, organiza, conquista elementos y emprende. Su eficacia, admirada o envidiada, despertará la atención de todos, en todas partes. Otros, creyendo imitar algo diverso, repetirán casi todos o por lo menos algunos de los rasgos de su técnica organizativa y apostólica. Existen {17 (97)} pocos hombres inventores y el mimetismo es también una constante de los paralelos históricos. A esta imitación no escaparon muchos conventos de otras Ordenes y Congregaciones, ni los Seminarios y Casas de formación. Lo cual no es necesariamente un mal en sí mismo. Todavía, en nuestra época, serían repetibles formas actualizadas de las renacentistas de san Ignacio, en obras que parecen totalmente distintas, algunas ni siquiera religiosas.
San Felipe era diferente. San Felipe era toscano, florentino, y también llegó a Roma con su peculiar bagaje de la tierra que le vio nacer, que abandonó en la adolescencia, pero que jamás olvidó. El Renacimiento, en la historia, no es Roma, aunque Roma lo reciba, sino que es Florencia, que se lo da sin perderlo. La Roma renacentista la hicieron los florentinos. Florencia no era un imperio, sino un centro de arte, civilización, ciudadanía, laboriosidad y libertad. En Florencia había las "botteghe" de artesanos y artistas, de comerciantes, de tejedores, de ceramistas; había estudios, escritores, políticos y poetas. Allí lo material no era jamás simple cantidad, sino receptáculo de la forma cualitativa de la belleza o del orden sabio de la utilidad común. Y había fiestas, alegría compartida, no para no trabajar, sino por haber trabajado y merecido el gozo, sólo turbado por injerencias extrañas, cuando la ambición interna de la minoría triste, se aliaba con la envidia lejana de los despotismos amenazantes, o de rivalidades europeas.
Savonarola, admirado y venerado por fan Felipe, había sido uno de esos mártires a la fuerza, víctima de la última de esas crisis que turbó Florencia, poco antes de abandonarla san Felipe.
San Felipe, en Roma, no pensará en organizaciones, sino en la espontaneidad y saber democrático florentinos.
El no concebirá ninguna organización a modo centralizado, imperialista y controlador, sino que, tal vez para evitar degeneraciones, ni siquiera querrá, en principio, fundar obra alguna.
No se le ocurre. Forzado, casi, accederá, presionado por el Papa, a constituir la "Congregación del Oratorio" y tendrá siempre muy poca confianza en leyes, reglas, votos o métodos... Que los adopten, que las sigan, que los hagan los que sientan inclinación por ello. El ama la genuina espontaneidad.
Bevilacqua ha descrito este espíritu característico de san Felipe. Pero san Felipe será constante en esta misma sencillez; san Felipe permanecerá toda la vida en Roma, y cambiará a Roma.
San Ignacio primero hizo unas leyes, las guardó y luego fundó, meditada y prudentemente, su Compañía. San Felipe no quiso escribir ni una sola ley.
Por eso su comunidad, como ocurre en las familias, vivió de costumbres más que de reglas y, cuando éstas fueron escritas por sus discípulos tuvieron más bien estilo de crónica que de cuerpo legal. Y, cada casa, luego, sería, también como las familias, autónoma, aunque amiga, también como en las familias cuando, de muchos hijos, crecen nuevos hogares, y siguen amándose.
San Ignacio llamaba a san Felipe *campana" porque "tocaba a Misa y se quedaba fuera" pues le había mandado algunas vocaciones que fueron luego óptimos jesuitas, pero él, a pesar de ser instado, no fue. Rivalidades no hubo entre los dos santos. San Felipe {18 (98)} seguía con lágrimas en los ojos la lectura de las cartas que Javier mandaba de misiones y casi le entró en duda de si debía, él mismo, hacer otro tanto.
Pero un buen religioso al que consultó le dijo tajantemente después de atenderle y encomendarlo a Dios: "Felipe, tus Indias son Roma". Y Felipe lo siguió al pie de la letra. De gran corazón, no se dejó llevar de impulsos románticos, ni de aventuras que Dios no le pedía. Roma, pi grandeza de gestos, ni jugarse la vida, sino gastarla cada día junto al mismo corazón de la Iglesia, en aquel momento un tanto grandilocuente y paganizada por influjo de grandezas que habían llegado de fuera, incompatibles con el Evangelio.
Le iría bien, a Roma, adonde llegaban embajadores imperiales, convirtiendo en Corte del mundo el rodal de la Silla de Pedro, alguien que no pretendiera hacer nada grande, sino una "bottega" de santidad que, en principio, ni casa necesitaba, porque el bien, sin hábitos incluso, se podía hacer en la misma calle, en las plazas, en los mercados, tanto como en las iglesias.
El llevó a Roma la simplicidad, el sentido de la cultura no ostentosa, el espíritu de libertad de su ciudad, ese tener tiempo también para lo bello, no reñido con la diligente laboriosidad:
la independencia para seguir siendo uno mismo con el fin de poderse entregar mejor a los demás. Y todo, no como un juego de protesta, como una explosión anárquica, sino como un servicio que se ignora a sí mismo, como una disponibilidad simpática y leal, purificada de ambiciones, allí mismo donde las ambiciones llegaban de lejos no siempre para pedir perdón de sus excesos, sino para conseguir bendiciones a sus respectivos proyectos de grandeza.
No habría bastado pensar en "conquistar" el mundo, como san Ignacio imaginó, convirtiendo a Dios el prejuicio imperialista que le acompañaba si se hubiese dejado de lado el corazón mismo de la Iglesia, es decir Roma.
Pero lo más bello es que san Felipe tampoco imaginó que le fuese asignada esa tarea, como una exclusividad carismática. Simplemente lo hizo, con la perseverancia de todo su amor por aquella ciudad que habían pisado los apóstoles y que era la sede de los Papas.
Los del Oratorio nos esforzamos por interpretar y actuar otra vez la vida que se hacía en la primitiva Iglesia.
Card. Francisco M. Tarugi, C. O.
Hacer algo bueno es todo lo contrario a resignarse con una bondad mediocre.
Es imposible que haga oración el que no está dispuesto a mortificarse; como es imposible que un pájaro pueda volar sin alas.
El que esté dominado por la avaricia, o piense en haciendas o las desee, jamás tendrá espíritu.
Se convierte antes un sensual que un avaro.
Dadme diez personas verdaderamente desprendidas y, con ellas, convertiré el mundo.
El tiempo de esta vida no es tiempo de dormir:
el cielo no se ha hecho para los poltrones.
Huid de las malas compañías, no miméis con delicadezas vuestros cuerpos, aborreced la ociosidad, orad mucho y recibid los Sacramentos.
Confiad en Dios y pensad que si quiere alguna cosa de vosotros, Él os hará buenos y os dará con seguridad las fuerzas para obrar.
SAN FELIPE NERI