Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 150. MAYO. Año 1977
0. SUMARIO
LA IGLESIA celebra las fiestas de los Santos, no para alimentar el mito a que es propenso remitirse el hombre elemental, sino precisamente para ir des montándolo, de modo que, esas figuras destacadas que nos recuerdan, al reproducirlo, el rostro de Cristo presente en su Iglesia, sean cada vez menos una substitución de los héroes mitológicos del paganismo, y nos introduzcamos en la realidad sobrenatural de aquello que la fe, convertida en vida, pudo lograr en los que de veras se han entregado al Evangelio y puede, todavía, lograr en nosotros si, como ellos, nos abrimos a la Palabra del llamamiento definitivo al bien, al Reino de Dios, sin búsqueda de prestigios que la vanidad podría sugerir incluso en las apariencias de la misma santidad, sin huidas enajenantes del deber inmediato de hombres de esta tierra, aunque para el cielo. Como fueron los santos: enamorados, realistas y sobrenaturales.
PARA SER SANTOS
EL ORATORIO
SAN FELIPE NERI
LA ORIGINALIDAD DEL ORATORIO
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
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1. PARA SER SANTOS
Si me pedís lo que hay que hacer para ser perfectos, os lo digo inmediatamente, sin dudar:
―no dejéis que la pereza os retenga en cama ni un minuto más del señalado para levantaros,
―que vuestro primer pensamiento sea para Dios;
―id a su encuentro en la Eucaristía;
―haced bien vuestras oraciones;
―tomad el alimento para mantener vuestras fuerzas usadas para glorificar a Dios;
―no os disipéis;
―higienizad la mente;
―un paréntesis, cada atardecer, para el estudio y la meditación de Dios;
―luego mirad, con calma, vuestra conciencia, cada día;
―acostaos a la hora debida, para el descanso necesario.
Esto basta para ser perfectos.
Estar pendientes de grandes resultados como consecuencia de los esfuerzos hechos con finalidad religiosa es algo tan natural como inocente, y nos ocurre por la inexperiencia de la clase de trabajo que debemos emprender, y que tiene más de constancia que de heroicidad o cosa extraordinaria: se trata de transformar el corazón y la voluntad del hombre.
Card. J. Henry Newman, C. O.
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2. El Oratorio
Distante de cualquier concepción estructural previa, de cualquier plan ni siquiera catequético, fue la actuación de san Felipe, de la que se derivó el Oratorio. Ei Oratorio, en la mente de san Felipe y en la realidad histórica de su origen, no surgió del apostolado de un grupo de clérigos dados a la formación cristiana de una m9A o grupo más amplio de seglares, simpatizantes de san Felipe o parroquianos del Oratorio.
Sucedió a la inversa que de un grupo de seglares, amigos, hijos espirituales, seguidores y entusiastas de san Felipe. Algunos se hicieron sacerdotes para colaborar en lo que había resultado una obra o ―todavía más― un ambiente de encuentro con el Padre de todos, surgido de la espontaneidad de un apostolado más bien informal, apoyado en la relación de amistad, cuyo centro era la personalidad de san Felipe.
Las leyes aún eclesiásticas, los métodos aún espirituales, tenían poca cabida en el modo de hacer de san Felipe. Y por eso pasó desapercibido en un principio y resultó difícil de comprender más tarde y hasta fue combatido y perseguido, porque sólo podía reconocerse, en él, junto a una gran libertad en el proceder, la afirmación y el influjo constante de una personalidad irreemplazable: todos aquellos seguidores eran sus amigos y, de 18A Amistad, acaban un modo nuevo y generoso de entregarse a Dios y vivir el cristianismo con alegría. San Felipe sólo pudo ser acusado de personalista Y en efecto, no podía negarse que se destacaba de los demás; pero la fuerza de su personalidad no resultaba del desahogo de la vanidad que crea, por el Activismo, su propio marco, sino que procedía del desarrollo de un corazón optimista y cristiano, que contagiaba a los demás para el bien. Sin leyes, sin métodos, sin fórmulas.
Algunos han entendido el Oratorio como un pequeño grupo de clérigos especializados para atender a una especie de consultorio espiritual de urgencias y problemas de la conciencia. El pensamiento de san Felipe era más Amplio y más sencillo; si bien se trataba de una simplicidad ―no dejadez, descuido, pereza mental...― inteligente, un modo de hacer profundamente humano. IA ofrenda de una Amistad y lealtad en el trato y acercamiento do Cristo, en el estudio de su Palabra y en la transformación en vida de la verdad sobrenatural que se descubría en la oración, en la espontaneidad del momento, en la oportunidad del lugar, en la exigencia del amor, sin escrúpulos ni artificios.
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3. SAN FELIPE NERI, fundador de la CONGREGACIÓN DEL ORATORIO
POR LAS CALLES de Roma, allá por el año 1590, se veía pasar a aquel hombre lleno de bondad, de frente clara, barba frondosa, alto, desgarbado, que se movía con amplios gestos y reía y hablaba con todo el mundo. Se llamaba Felipe Neri. Nada le agrada tanto como decir una agudeza, mezcla chispeante de inteligencia, picardía bondadosa, conocimiento de los hombres y optimismo cristiano, que provoca la risa a quien le oye, pero que, a flor de un nivel que parece simplemente humano, siempre ofrece una simpática lección de las cosas del espíritu y un irresistible estímulo para el bien obrar.
A veces se diría que se propone no decir nada en serio. Pero no es más que una forma de ejercer la humildad; humildad y desenvoltura, mezcladas de gentileza, que atraen infaliblemente a las almas.
Camina por las calles, más bien de prisa: siempre le aguarda, más cerca o más lejos, un deber de caridad, de celo apostólico. De todas maneras, si encuentra a un conocido, no deja de saludarle y, en la mayoría de las ocasiones, se une a él, deteniéndose, si le sobra tiempo, o arrastrándolo a paso largo, y riendo, mientras dice algo que pueda ser beneficioso para el acompañante, difícilmente indemne a la observación del padre Felipe, que se fija en todo y habla y mira al interlocutor, no se sabe si en broma o leyendo en el alma lo que Dios le revela.
ALGO MÁS QUE "DON DE GENTES"
Siempre descubre algo de que reírse y algo bueno que decir: envuelve las sentencias serias con una sonrisa y, cuando reprende, parece que acaricia el corazón; pero no le gustan las dulzonerías pseudopiadosas. Es compasivo, humano; sonríe siempre y, sin dejar de hacerlo, alienta y empuja a todos en el cumplimiento sencillo y abnegado del deber de cada día y de cada instante.
Tiene muchos adeptos, porque todos {4 (84)} quieren ser amigos suyos. Sus discípulos forman una alegre brigata, que todos conocen en Roma. Diríase que en ella solamente se busca el jolgorio, y no pasa día sin que el padre Felipe gaste una broma a alguien, o a varios de los que se le acercan. Su continua hilaridad de espíritu es comunicativa, y el sentido del humor del cual nunca se desprende, es el punto de confluencia de la ternura con la ironía, del consejo moral y de la broma, la encrucijada en que, la libertad del espíritu cristiano, estalla en alegría clara y limpia.
UN MÍSTICO QUE NO LO PARECE
Sin embargo, al mismo tiempo, este personaje tan curioso y tan desconcertante, es un hombre de maravillosa pureza de espíritu y un gran místico, a quien el cielo colma de gracias visibles y de carismas espirituales. Cuéntase que, el mismo Jesucristo, lo ha marcado con una señal, en un misterioso cara a cara del cual Felipe no habla jamás; se dice que, en uno de sus largos ratos de oración, fue tal la vehemencia de sus suspiros, que se sentía morir; sobre todo cuando, aun antes de ser sacerdote, en vísperas de la fiesta del Espíritu Santo, vio descender un globo de fuego que le entró en el corazón, hinchándolo hasta arquearle las costillas, que cedieron a la turgencia milagrosa del órgano dilatado, incapaz de contener la inmensidad de su amor sobrenatural. La dulce angustia de aquel momento pasará, pero ya para siempre sentirá un calor sobrenatural y unas palpitaciones anunciadoras de los éxtasis que lucha por evitar y que acabarán por obligarle a decir misa en su habitación, porque ya le es imposible celebrarla sin esos arrobamientos habituales, que le confunden y que, ni las bromas ni las agudezas, de que es prodigo su hablar, son capaces de disimular {5 (85)} mientras mezcla sus sonrisas con lágrimas...
APÓSTOL SIN MÉTODO
Su deseo de hacer el bien, no tiene límites, ni pretende fines especiales, con tal que puedan inscribirse en la órbita inmensa de la caridad. No pretende apoyarse, ni establecer una espiritualidad propia; pero los que se acercan a él y siguen sus consejos, se dan cuenta cómo se les simplifica la vida espiritual, que cada vez se parece más a la de los cristianos de la primera generación de la Iglesia. No inventa métodos, ni le preocupa demasiado la organización, ni confía mucho en los sistemas. Dice siempre que, si le dejan tiempo para orar, no le preocupa ni le asusta nada y se siente con fuerzas para todo. Vive en una época agitada, convulsa, cuando el protestantismo ha causado profundas heridas en el cuerpo de la Iglesia. No faltan los que se preocupan organizando, estudiando, planeando obras y emprendiendo santas batallas para el triunfo del bien: él aplaude y hasta ayuda generosamente todas estas empresas; sin embargo se apoya y confía en motivos todavía más sobrenaturales y, por lo tanto, más sencillos, más universales, más duraderos. Oración, sacramentos, liturgia, caridad: eso es todo y todo está en eso.
CAMBLA A LOS HOMBRES Y CAMBIA ROMA
Respeta la fisonomía espiritual de cada alma, y conduce a cada una según el particular modo de ser de ella y lo especial que Dios le pide. Acuden a su confesonario y recogen lecciones santas, más bien breves; pero siempre certeras, que les orientan hacia el trato con Dios, por la oración y los sacramentos, y al ejercicio vital de la caridad. Y todo con sinceridad, con alegría, con sencillez y constancia que, poco a poco, transforma la vida de la ciudad de Roma, porque acuden a sus plantas los pobres y los ricos, loa sencillos y los sabios, los empleados, los criados, los médicos, los hombres de leyes, los sacerdotes y religiosos, los obispos, los cardenales y el mismo Papa, en demanda de oraciones y de luz. A veces no es preciso que los penitentes abran su corazón: el padre Felipe les adivina los pecados, especialmente aquellos que no dirían o que se olvidaban... Si el penitente le pregunta cómo ha podido conocer las faltas y el estado del alma, el padre Felipe responde con una clara sonrisa y dice: «por el color de tu pelo» y, dándole un tirón de orejas, que sabe más a caricia que a reprensión, le impone la penitencia y le despide.
Así era ese Felipe Neri, que Florencia había visto nacer en 1515 ―año fasto en que santa Teresa también había venido al mundo en Ávila―, de una familia de la burguesía, lindando con la nobleza, pero pobre; que de pequeño se había mostrado tan encantador, hasta merecer el sobrenombre de "Pippo buono" ―el buen Felipín―, y que a los diecisiete años, en lugar de aprender los secretos del negocio, junto a uno de sus tíos, se había entregado súbitamente al servicio de Cristo.
COMENZÓ COMO APÓSTOL SEGLAR
Durante años, viviendo a la buena de Dios, durmiendo en los pórticos de las iglesias si, después de larga oración, {6 (86)} se le echaba encima la poche, o en su cuarto pobrísimo y limpísimo, que un amigo florentino le cedía a cambio de cuidar de la instrucción de sus hijos, había sido el joven Felipe en Roma, uno de aquellos apóstoles seglares, testimonios sencillos de la palabra de Cristo, inconcebibles hoy día, pero no tan extraños en aquellos tiempos y en aquella Roma. En todos los barrios, aun en los de peor fama, predicaba al aire libre, a un auditorio benévolo, y alcanzaba sorprendentes conversiones. Hacía excursiones por la campiña que rodea la Ciudad Santa y se detenía largamente en los lugares que favorecían la oración, por la vía Apia, o emprendía el peregrinaje a las "siete iglesias", las más santas y célebres basílicas de la ciudad.
La Cofradía de la Caridad, que entonces contaba con miembros de todas las clases sociales, no tenía servidor más abnegado, que este raro seglar de labios llenos de Dios, dispuesto siempre a ofrecerse al prójimo.
Poco a poco se constituye, en torno suyo, un grupo de fieles, reclutado entre aquellas gentes que interpelaba por las calles, con el grito famoso: «Y bien hermano, ¿no es hoy que nos disponemos a practicar el bien?» Es curioso ver cómo vivía entregado totalmente a Dios, pero no se le ocurría hacerse sacerdote, por más que había seguido los estudios de filosofía y de teología. Había estudiado para mejor conocer a Dios, y poder amarle más y poder hablar de él en todo lugar y ocasión, sin embargo se gozaba en su condición de seglar, que le permitía penetrar en todas partes donde se pudiera hacer el bien, llevando la luz de la verdad y el calor del amor cristiano:
calles, plazas, tiendas, bancos, amigos por todos los sitios, a los que el sacerdote habría retraído, pero que, en cambio, recibían con simpatía las palabras de Felipe y hasta le seguían en sus buenas obras.
EL PRINCIPIO DEL ORATORIO
No obstante, el sacerdote que le confesaba, Persiano Rosa, mitad padre espiritual y mitad compañero de sus hazañas, le convenció, finalmente, de que su total consagración al bien de las almas resultaría híbrida sin el sacerdocio y, puesto que preparación no le faltaba, en poco tiempo se dispuso para recibir las órdenes sagradas.
Tenía entonces, san Felipe, treinta y cinco años. En su cuarto de "san Girolamo della Caritá", cuya iglesia servía junto con otros sacerdotes, se reunían algunos de sus discípulos, sin aire formal alguno para tratar de las cosas de Dios, tomando tal vez, al comenzar, un pasaje de un buen libro y lanzándose en seguida al comentario familiar y espontáneo, en el que participan todos, si bien al terminar, el padre Felipe resume y, si es preciso, corrige y puntualiza en pocas palabras lo más importante.
Pronto el cuarto del Santo fue incapaz y se le unió la habitación contigua; pero ni aun con el derribo de un tabique se resolvía la angostura del lugar, por lo cual tuvieron que invadir el desván de la iglesia, al que llamaron el Oratorio, porque era menos que iglesia y más que cuarto... Allí, mayor número de asistentes, pueden participar en las reuniones, que continúan conservando las mismas características con que se iniciaron y terminan con un poco de oración en común. Más adelante se pasa a la iglesia, buscando {7 (87)} un espacio mayor, sin embargo sigue llamándose el Oratorio, no ya por razón del lugar, sino de las prácticas que integran las originales reuniones.
Los que a ellas asisten son los hijos espirituales del padre Felipe, los del Oratorio. Aun así siguen los seglares participando en los comentarios, que versan sobre la vida de Cristo y de los Santos más imitables y sobre la historia de la Iglesia, en especial de los primeros tiempos, sobre las virtudes cristianas, y cabe también la música, de la que Felipe es un enamorado original y exigente: no quiere que siga la costumbre de cantar melodías dulzonas y afeminadas en la iglesia, aunque tal fuera el estilo de entonces, y encarga a alguno de sus hijos espirituales, que son músicos, la composición de melodías en las que se emparejen la unción religiosa, con la sencillez y la dignidad artística. Esos músicos son Palestrina, Aminucia, Soto... Para ocasiones especiales, les encarga composiciones más largas, pero no tanto que su ejecución dure más de una hora, en las que se glosa un paisaje bíblico, o se escenifica un misterio cristiano, dando lugar a las piezas musicales conocidas con el nombre de Oratorios, que luego cultivarán otros músicos, también famosos, como Bach, Haendel, Perosi...
CRECIMIENTO Y PRUEBAS
Aquellas peregrinaciones y visitas a lugares sagrados que, de seglar, realizaba él solo, ahora las repite acompañado de esa pléyade de asistentes al Oratorio, cada vez más numerosos.
No falta quien tilde a Felipe de innovador y que sospeche de sus buenas intenciones; otros le censuran porque prescinde de ciertos formalismos tradicionales que considera inactuales y accidentales y, por ello, un obstáculo para su labor apostólica. En especial le echan en cara el que admita a seglares en los sermones que se hacen en la iglesia, durante el Oratorio: él contesta que está siempre presente para evitar que se desvíe la sana doctrina y para corregir si se errara, aun cuando cuida que los que hablan no lo hagan sin preparación, cuando no se limitan a interrogar para aprender, sino que exponen algún punto razonado de doctrina o de la vida de Cristo y de la Iglesia; dice que así la gente entiende más, en especial si se evita que los sermones sean demasiado largos, para lo cual él ha decidido que los que se predican allí tengan una cuarta parte de la extensión que habitualmente se les concede en otros lugares. Las acusaciones llegan al mismo Papa, por boca de espíritus mezquinos y envidiosos se le presenta a Felipe una dolorosa prueba, que supera con la gracia de Dios, y que sirve para que pronto su Obra prospere y acoja a muchas más almas, hasta convertirse en el medio principal que tiene la Providencia para restaurar las costumbres y devolver el esplendor de la virtud eclesiástica a la corrompida sociedad romana de aquellos tiempos.
Obrando así, ¿pensaba Felipe Neri crear una Orden? Ciertamente no, y se habría sorprendido si le hubiesen dicho que, sin saberlo, fundaba una.
Incluso hubiese respondido, con su risa abierta, que ya había bastante con las antiguas, que estaban en trance de reformarse, y con todas las que habían sido creadas en los últimos treinta años: los Teatinos, los Barnabitas... y los Oblatos de Monseñor Carlos Borromeo, sin olvidar los más activos de todos, los del padre Ignacio, a los que su nuevo General conducía a la gloria...
No había necesidad de una nueva Congregación. {8 (88)} Y, aunque no lo había pretendido, tal va a ser el resultado del espontáneo esfuerzo del buen Santo.
CONSOLIDACIÓN
Entre todos los que cotidianamente participan en los ejercicios del Oratorio, ha nacido una hermandad. Algunos toman en ella un papel relevante: el sastrecillo florentino Parigi, que sirve durante treinta años a Felipe en san Jerónimo; el antiguo comerciante Cacciaguerra, que se ha convertido en un místico exaltado; el elegante Tarugi, camarero secreto del Papa a quien sus bellas vestiduras de terciopelo no le impiden mezclarse con la fiel brigata; el rústico estudiante de los Abruzzi, Baronio, que será cardenal y un gran investigador.
Desde ahora, el Oratorio celebra sus reuniones en la nueva iglesia, más vasta, de santa Maria in Vallicella, y multitudes enteras solicitan tomar parte en ellas. Pero el grupo que dirige todo eso sigue siendo pequeño, acaso no llegue a quince personas. Cierto que, en otras partes, a pesar de las dudas y resistencias del Santo, surgen imitaciones de su apostolado. No obstante, el sigue sin preocuparse de organizarlo, confiando más en la espontaneidad progresiva de los sucesos, impulsados por el celo y la rectitud de intención, que por el compromiso de las leyes. Hasta 1575, por orden expresa del Papa, no acepta Felipe que jurídicamente su libre movimiento se convierta en una nueva Congregación. Pero será una Congregación muy singular cuyos miembros, sometidos a una regla simple, vivirán en unión de plegaria y de acción, donde la observancia se regiría más por al amor a la Casa y a los hermanos que por una reglamentación rígida.
INFLUJO DEL ORATORIO
Y con todo, este primer Oratorio, tan original, tan poco organizado, ejercerá una influencia considerable y formará al servicio de la Iglesia un grupo de selección para las grandes luchas de su tiempo. La idea proliferará, más que la institución misma: tanto irradiaba de ella el poder espiritual. En el siguiente siglo la recogerá en Francia el cardenal de Bérule, para formar un Oratorio poderoso, sólido, muy distinto en sus apariencias, pero muy próximo en el espíritu, al del sublime vagabundo de las calles de Roma. En su tiempo y en su país, el ejemplo del Oratorio actuó sobre el clero: a esta «escuela de santidad y alegría cristiana», los clérigos de Italia deben quizá ciertos rasgos característicos de gentileza y simplicidad que aún conservan.
En cuanto al Santo fundador, recluido en su celda por la enfermedad y la vejez, tendrá un fin digno de su vida.
Flaco, vuelto semejante a un bello cirio o a un pergamino gastado, estará siempre y hasta el fin, abrasado por la misma fiebre gozosa, por la misma llama sobrenatural. A todos los que acuden a visitarle, repetirá incansablemente el precepto que ha hecho suyo desde su adolescencia: «Vivir siempre en Dios y morir a sí mismo...» Después, en el momento que los médicos, solemnes, anunciarán que su salud es perfecta, y que octogenario, llegará a nonagenario, un día, como si fuera su última jugarreta, dulcemente descansará en el Señor mientras ante los escasos testigos de su tránsito, alza, para bendecir, una mano muy pálida, y un murmullo, apenas perceptible, fluye de sus labios.
Era la Festividad del Corpus, el 26 de mayo de 1595.
Daniel Rops, de la Academia Francesa 9 (89)
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4. LA ORIGINALIDAD DEL ORATORIO
PODRÍAMOS afirmar muy bien que, la primera originalidad del Oratorio, es precisamente la de haberse iniciado sin intentar nada de lo que habitualmente se entiende como una "fundación", San Felipe ni siquiera había imaginado hacerse sacerdote y, muy pasados los treinta años, recibidas ya las órdenes sagradas, tampoco se puso a pensar, ni remotamente, en entrar ni crear ninguna orden o congregación, ni nada que se le asemejase.
De lo único que no cabe duda alguna es de la sinceridad y autenticidad de su cristianismo, asumido en la cumbre de su adolescencia, una vez abandonada la oportunidad de heredar a unos tíos suyos, establecidos al sur de Roma, cerca de Montecassino, en el reino de Nápoles. Y, como hay que tener en cuenta la huella de los dominicos de san Marcos de Florencia, inseparable del recuerdo y de la simpatía por Savonarola, habrá que suponer que algún influjo ejercerían en su espíritu y, tal vez, en la orientación definitiva de su vida, los monjes benedictinos de Montecassino cuyo monasterio, seguramente, visitó más de una vez. Por lo demás, todas las apariencias de su comportamiento, desde que dejó a sus tíos y, al regresar presumiblemente hacia Toscana, se detuvo ―¡para siempre!― en Roma, no nos permiten más que suponer que su entrega al apostolado, a la piedad y vida de oración y a la Iglesia, la concebía y practicaba al margen de fórmulas o disciplinas u organizaciones establecidas o por establecer.
El mismo hecho de detenerse en Roma, sin proseguir el camino de regreso a Florencia, hay que tomarlo como un hecho de inspiración espontánea.
Era un florentino
Como de Florencia la libertad, de la Roma de entonces podía predicarse el poder. Florencia no había sido poderosa, a pesar de sus talentos políticos, aunque si se había hecho respetar al demostrar con sangre y heroísmo cómo estimaba ella sus derechos y {10 (90)} sus libertades. Roma, en cambio, si era poderosa e influyente ―a veces, también, desafortunadamente influida...―, y acudían a ella, cuando no los mismos reyes y emperadores, por lo menos sus embajadas, presumiendo de cristianismo y buscando, a través de mil manejos diplomáticos a base de promesas o presiones, o incluso amenazas y guerras, una patente de "cristianismo" que avalara la fe blasonada, como resorte político para planes de dominio. Esta Roma, convergencia de la política europea, no podía interesar a san Felipe que, como buen florentino, contemplaba como una grandeza hinchada.
Antes que escenario de esta farragosa apariencia, Roma era y debía ser el corazón de la Iglesia.
Por otra parte, como florentino sabía que su ciudad había padecido mucho de la política de los extraños, en el vaivén de las rivalidades hegemónicas europeas ―principalmente entre franceses y españoles―, con en [foto: CARLO MARAFTA, Palazzo Pitti, Firenze] medio el Papado, en realidad a merced de soberanos políticos "demasiado" cristianos. (Los restos de pompa que todavía pueden disgustarnos en el aparato de las ceremonias papales, son el remanente del contagio de las vanidades cortesanas introducidas por el influjo de los reyes y emperadores de entonces, cuando Papas, cardenales y obispos eran hechura del poder {11 (91)} político de turno que, en cada lugar, "protegía" a la Iglesia, y que no se hacía más conforme al ideal de Cristo, sino que presionaba todo lo posible para conformar la Iglesia al poder político que les convenía, haciéndola dócil, útil a sus miras de oportunidad terrena; daban o reconocían a la Iglesia un "poder" para inmediatamente domesticarlo y someterlo al suyo propio de 90beranos temporales).
El sentido de la libertad
Nada amaban tanto los florentinos como la libertad. En esta libertad habían creado obras imperecederas sus artistas, escrito sus libros los literatos y progresado artesanos y comerciantes, celosos todos de la independencia de su ciudad, culta, hermosa, laboriosa: tal vez por ello, precisamente, envidiada, luego sometida y hasta depredada por los que gastaban más en armas que en libros, en vicios que en cultivo de la belleza, o dados al expolio más que a la laboriosa creación. Y es que, después del esplendor de la antigua Grecia clásica, todavía no había ni ha habido ninguna otra ciudad o pueblo de mayores glorias literarias o de las artes plásticas, ni de más agudas intuiciones científicas, que los que produjo, albergó y propagó la Florencia del Renacimiento. Allí la libertad era creadora. Hombres eminentes, artistas completos, nacidos o criados en su cerco, educados por sus maestros, pudieron asombrar al mundo, y todavía no han sido superados.
Ningún escritor ni poeta ha igualado a Dante; ningún arquitecto, ningún escultor a Miguel Ángel; ningún ceramista a los Luca de la Robbia; ningún metalista los bronces de Ghiberti o de Donatello; ningún estilista el 'campanile' soberbio e ingrávido de Giotto; ni los éxtasis luminosos de Fra Angelico sobre las paredes del convento de san Marcos...
Todos ellos, y más, fueron creadores porque eran libres. Roma podía comprar arte, el arte de log florentinos; pero no supo crear el propio, como los florentinos. Los florentinos embellecieron Roma, sin empobrecerse ellos mismos.
La libertad de la pobreza
La pobreza, como virtud cristiana, no es carencia ni miseria, sino más bien selección. Gaudí había dicho que la elegancia solamente lo es cuando surge de la pobreza; no del empacho de la ostentación.
Humanamente es pobre el que carece de lo necesario; pero cristianamente es pobre el que sabe prescindir, a tiempo y sin tristeza, de lo innecesario que estorba al espíritu, que empaña la transparencia de lo auténtico.
{12 (92)} San Felipe amó la pobreza y la quiso para los suyos. La ausencia de apoyos o de métodos, la falta de organización, la aparente imprevisión, no era en él descuido o dejadez perezosa que busca farisaica justificación de pretextos evangélicos, sino la consecuencia de su confianza en lo único que tiene algún valor, y por lo único que merece descargarse de otras preocupaciones que harían gravoso el andar, que acortarían el vuelo de los ideales, que convertirían en humanas solamente, las empresas y los propósitos de bien que han de ser cristianos.
Pasó su juventud de seglar en Roma, trabajando para sostenerse, y no más; estudiando las verdades sobre Dios; haciendo el bien a todos sin llamar la atención de nadie. Sin yugos, sin divisas, sin compromisos, sin votos.
Y seguiría siendo siempre seglar, hasta más allá de los treinta años, muy bien cumplidos. Ni sacerdote, ni fraile, ni servidor de prelados, ni secretario de políticos. Ni "colocado", ni recomendado, ni aprovechado... como tantos que pululaban en busca de medros, prebendas o vida honorable y fácil. Libre, solamente libre para hacer el bien.
Esta libertad para la virtud la dejará como una tradición irrenunciable a sus discípulos, que nunca harán voto alguno y que, a pesar de esa insólita singularidad en cualquier instituto de vida evangélica, la Iglesia reconocerá y protegerá, y luego otros imitarán.
¿Por qué Roma?
¿Por qué, de regreso de san Germán, donde dejaba un buen porvenir y una herencia, san Felipe no siguió hasta Florencia, y se detuvo en Roma?
A pesar de todo, Roma era el corazón de la Iglesia, y ni todo en ella reflejaba tanta corrupción como había denunciado Lutero y otros ‘novadores'. Y, en todo caso, el mal de lo que se ama no se cura abandonándolo. Hay una presencia de amor, que está ahí porque siempre espera, porque aguarda el remedio. Esa fe, cuando es pura, personalmente desinteresada, nunca sufre decepción. San Felipe era un joven, un hombre de fe que, con su corazón florentino, amaba Roma por lo bueno que tenía, que tuvo y que le faltaba por tener. El quiso ser cristiano allí, donde mártires y santos de siglos atrás habían santificado lo que la reciente pompa secular profanaba. Él sería cristiano allí, en Roma.
Nunca más abandonó Roma.
Cuando años adelante se llegaría a la fundación del Oratorio, éste adquiriría un carácter marcadamente ciudadano, de modo que, al establecerse el Oratorio en otras ciudades, y a pesar de mantener entre las {13 (93)} diversas casas ―o "congregaciones"― relaciones fraternas, cada una de ellas llegaría a una identificación con el lugar de radicación, favorecida por la autonomía y por la inmutada adscripción y permanencia de los miembros que integran cada una de tales comunidades autónomas. El Oratorio sería, en cada lugar, una institución ciudadana. Ello no como efecto de criterios de dispersión atomizante, sino para mejor y más generosa colaboración, aportando su especificidad a la tarea más amplia y genérica de cada diócesis, en cuyo marco se desenvuelve, y bajo la garantía de ser un instituto reconocido de "Derecho pontificio", por la especial protección y vigilancia que la Santa Sede ejerce sobre todo el instituto, que adquiere, en conjunto, la forma de una confederación de casas autónomas. Cada ciudad es otra Roma para los oratorianos que en ella se hubieren establecido.
Lo universal en san Felipe
Apologizando su florentinidad, insistiendo en su inmutada permanencia romana, podría parecer recortado el impulso "católico", universalizante que debe acompañar todo auténtico cristianismo, y, por lo tanto, el de nuestro Santo.
Pero cuando los remedios a los males de la Iglesia se buscaban en fórmulas de gran amplitud táctica, la posición de Felipe, frente a la Iglesia de su tiempo, aparece, sin haberlo él pretendido como una lección peculiarísima de entender lo universal. Precisamente uno de los males que entonces aquejaban a la organización eclesial era la excesiva confianza en los apoyos y la efectividad terrena, que sabemos siempre ambigua desde una óptica evangélica. Felipe supo conjugar lo que parecía opuesto, no por tolerancia táctica y recíproca de criterios diferentes, de espiritualidades diversas, sino como una complementariedad enriquecedora: precisamente porque nunca renunció a su genuina florentinidad, a su espíritu libre y democrático, a su no rebuscado talante de buen artista, a su agudo y benigno realismo histórico, a la inteligente ironía ante cualquier imperialismo, y contribuyó a restituir a la Roma renacentista, el buen gusto de las esencias cristianas, guardadas en la palabra de Dios, en la necesidad de abrirse libremente a la oración, en el bien obrar frente a todas las necesidades de los pobres o de los ignorantes.
Y supo poner en todo ello la necesaria sencillez y hasta la elegancia y la simplicidad sincera, culta y alegre de buen florentino, muy en contraste con el énfasis de cualquier centralismo sostenido por artificialidades o imposiciones precarias.
{14 (94)} Los romanos de noble corazón le comprendieron y aceptaron el mensaje de su vida; sin pretender ser maestro de nadie, sin publicar ningún método apostólico o ascético especial, hizo escuela, y la denominación misma "del Oratorio" devino el símbolo de una manera libre pero fiel y perseverante de dedicarse a Dios sin dejar los propios puestos, impregnando de simpatía todo el gozo espiritual de ser enamorados del Evangelio. Si bien, inevitablemente, antes de alcanzar esta estilización del ser y el hacer del Oratorio, pasó una larga época eminentemente personal, en la que san Felipe lo era todo, en la iniciativa, en la dirección espiritual, en el apostolado, en la escuela de la oración, y el cuarto de san Felipe primero, y la casa del Oratorio después, se convertían en punto diario y constante de encuentro entre "el Padre" y su creciente discipulado.
Tanto que, al fin, Roma cambió la imagen de ciudad profanizada a ciudad piadosa, donde tenían menos que encontrar los ambiciosos de prelaturas o los emisarios de temporalidades. Por eso san Felipe, después de su muerte, fue proclamado patrón de la ciudad, y sigue siéndolo con san Pedro y san Pablo, los apóstoles universales por excelencia.
No fue un subversivo
No fue un subversivo en el sentido irracional que se puede dar a ese concepto. Pero, desde luego, su modo de hacer y entender la vida cristiana se separaba y contrastaba con el modo de entender el cristianismo gran cantidad de personas tenidas por fieles y hasta por reverenciables. El conservó, toda la vida, algo más que simpatía por aquel fraile de san Marcos, de Florencia, Jerónimo Savonarola, que {15 (95)} veneró siempre como a un santo Savonarola, que no era florentino de nacimiento, supo comprender y amar el valor y las virtudes de aquellos ciudadanos, y sí fue una fuerte y terrible protesta contra la opresión e inmoralidad extraña.
San Felipe no tenía el temperamento de Savonarola, pero admiraba su gesto y su muerte. La situación, en Roma, para Felipe, era distinta de la de Savonarola en Florencia, si bien la coincidencia resultaba de que ambos, cada uno en su lugar, llegaban de otra parte. Sin embargo se sentían comprometidos a proclamar y a hacer un bien a la ciudad adoptada. Ese compromiso de bien les daba ciudadanía y más cuando era la fe la raíz del impulso que les movía.
No todo fue fácil en san Felipe, pero nada le hizo modificar sus propósitos. Al final, la fundación de la Congregación del Oratorio fue el resultado de una imposición del Papa, Gregorio XIII, mejor convencido que sus predecesores, de la bondad y oportunidad de la obra del Santo, y decidió la "fundación" para que ya nadie más le acusara de franco-tirador apostólico, ni le fuera con denuncias de supuestas clandestinidades o de falsedades calumniosas, o como dejado de la mano de la disciplina eclesiástica, de la que se mostraban tan celosos los que confundían la misión de la Iglesia tomándola como un imperio paralelo al temporal, burocratizado, administrado, controlado, como "los reinos de este mundo".
El crecimiento del Oratorio
Una breve observación a lo que podría llamarse la expansión del Oratorio, suministra datos que confirman su originalidad, mejor que disquisiciones ascéticas o jurídicas.
Es cierto que san Felipe no se detuvo excesivamente a dar importancia o a dramatizar sobre las dificultades, acusaciones y persecuciones que hubo de padecer de parte de los malévolos e influyentes que querían acabar con él y con su obra: llegó a tener que comparecer ante el cardenal-vicario del papa Pío V, y soportar la falsa acusación de personalismo y soberbia: se le reconocía que hacía el bien, pero movido «por la ambición personal y la soberbia propia», se le dijo.
Llegó a estar suspendido, sin poder celebrar Misa, sin poder reunirse con sus discípulos...
Pero esto pasó al fin. Aprobada y "legalizada" por Gregorio XIII su obra, tras la consolidación vino el interés de algunos en imitarla en otras partes. San Felipe no se opuso, pero con la salvedad, como principio, de que cada nuevo Oratorio conservara su independencia, lo mismo que ocurre con los hijos de una familia cuando dejan el hogar {16 (96)} paterno para constituir el nuevo hogar propio y una nueva familia:
sigue el afecto, entrañable, pero cada cual es responsable de su casa y en su casa.
Esta actitud le costó discusiones y diferencias con san Carlos Borromeo, que quería le cediera un pequeño equipo de oratorianos para cierta reorganización del clero milanés. A san Felipe se la hacía difícil contrariar a un cardenal de tan reconocido celo y tanto prestigio, pero, al fin no cedió y le dijo que él mismo buscara entre los sacerdotes diocesanos los que le pudieran servir para aquel propósito. San Carlos, no de muy buen gusto, hizo la fundación similar a la de Felipe, pero con una nota que la diferenciaba y que san Felipe no admitió para los suyos: la estrecha dependencia diocesana de modo que el Obispo era el superior de la comunidad. Algo perfectamente admisible, pero que no entraba en lamente de nuestro Santo.
Más adelante, en Francia, en tiempos de Enrique IV, el cardenal De Bérule quiso imitar el Oratorio de san Felipe. Los oratorianos no opusieron ningún reparo, ni hubo roce alguno con el virtuoso cardenal francés, que fundó una Congregación llamada igualmente "del Oratorio de san Felipe Neri", aunque limitada al territorio galo. Esta congregación tiene una historia llena de frutos para la Iglesia y para la cultura francesa y con ella siempre han existido fraternales lazos de afecto y leal colaboración.
Extendido por el mundo, el Oratorio, se ha caracterizado por el ensamblamiento que le une a cada uno de los lugares de su radicación.
Los votos, la autonomía
La Iglesia, como dice el salmista «se adorna con la variedad» y, en ella, el Oratorio, como institución, representa algo muy especial que deriva, inequívocamente de criterios contra los cuales san Felipe jamás cedió: especialmente en relación con los votos religiosos y con la autonomía de las casas o "congregaciones". Son características a las que no han faltado aplausos mientras otros, por otra parte, no han acabado nunca de comprender, en especial si han partido de esquemas mentales estandarizados, sin regresar a las formas de vida evangélicas apostólicas y si se han precipitado en la generalización de métodos acreditados con razón por su eficacia, en particular después de la Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola, e imitada, en mayor o menor escala y con mejor o peor acierto por los fundadores posteriores a este vasco insigne. La misma formación seminarística, aún reciente, conservaba rasgos evidentes de la imitación jesuítica.
{17 (97)} El Oratorio es mucho menos importante, pero sin duda radicalmente diferente, y no lo han comprendido los que se han acercado a analizarlo con el prejuicio de tipicidades en sí mismas excelentes para lo que eran, pero no absolutamente generalizables y, por consiguiente, discordantes con el estilo, modo de ser y originalidad oratorianas.
Lo curioso es que, sin despreciar jamás los méritos insignes de las grandes órdenes religiosas, la Iglesia, gobernada por el Espíritu más que por los hombres, ha querido reconocer obras y modos de apostolado y santificación que, con venir en realidad de bastante antiguo, luego resultan concordantes y hasta modélicas para la praxis cristiana contemporánea, para el sacerdocio y para el apostolado que ahora llamamos "nuevo".
San Felipe no admitió jamás, ni para si ni para los suyos, que se emitiera voto alguno en su Congregación. El que sienta necesitar el medio de los votos para mejor obedecer o hacerse santo, vaya donde con tanto mérito los profesan; a él le bastaba la sinceridad fluyente de la virtud continua y libremente practicada. No más, no menos.
La autonomía que, hasta antes de la existencia del Oratorio, sólo se daba en la clausura monástica, el Oratorio la recoge para el apostolado ministerial y abierto. En cada casa, como en los monasterios benedictinos, o como en las "provincias" de las órdenes o congregaciones centralizadas que nosotros llamamos 'Prepósito", o simplemente Padre') es, jurídicamente, "superior mayor", como el provincial de una Orden o de una Congregación religiosa, o como el Abad de un monasterio. Una Delegación de la Santa Sede controla periódicamente las gestiones, de modo parecido a como existe para toda parcela autónoma de la Iglesia, y de acuerdo con las leyes canónicas.
Las predilecciones
Tal vez, como los hijos pequeños de la grande e inmensa familia eclesiástica, el Oratorio haya sido favorecido, a través de sus cuatro siglos de existencia, de numerosas atenciones y de pruebas de amor y confianza, que no habría atinado a esperar. La historia del conjunto de los Oratorios demuestra que sí ha podido hacer algún bien a la Iglesia, a veces precisamente por el modo peculiar de su originalidad.
No nos sentimos inútiles, ni mejores que otros, sino simplemente gozosos. Lo poco que entre todos hemos podido hacer en la preparación y en el mismo reciente Concilio respecto a ecumenismo y a liturgia, ya nos confortaría.
{18 (98)} Por otra parte, los últimos Papas han sido buenos amigos y protectores del Oratorio: Pío XII, en su infancia monaguillo del Oratorio romano, cuando era sacerdote y trabajaba en la Secretaría de Estado, gozaba, como en un descanso espiritual, yendo todas las semanas a ejercer algún día el sagrado ministerio junto a los Padres romanos, en el Oratorio. Juan XXIII, estudioso y devotísimo de Baronio, primer discípulo de san Felipe, era amigo entrañable del cardenal Bevilacqua, del Oratorio de Brescia.
Y, en Brescia, el joven Montini, conducido por Bevilacqua, se entrenaba en el apostolado y descubría su vocación sacerdotal que le llevaría al Papado, desde el cual, con frecuencia, reclama cerca aquellos oratorianos más venerables, compañeros de juventud y de sus empresas apostólicas iniciadas en el bullicio de aquel Oratorio lombardo, para revivir la amistad, la sencillez de la compañía, como pretexto para el consejo, la reflexión y las esperanzas, ante el bien que sigue quedando por hacer...
El Oratorio es pequeño, en la Iglesia; pero nació del Espíritu que da originalidad a todo, que enriquece toda variedad, que "sopla donde quiere". El mismo Espíritu que se posesionó del corazón de san Felipe, para la verdad, para el bien, para la belleza, para la alegría, para la libertad...
5. RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
―Prevalencia de la caridad sobre la ley.
―Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado y alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el trato espiritual.
―La Eucaristía como centro de toda la vida.
―Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
―Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte.
Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al máximo con el espíritu del Evangelio.
―Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el verdadero amor a la convivencia familiar, que en la multitud de miembros.