Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 168. MAYO. Año 1979
0. SUMARIO
LA IGLESIA surgió de un grupo de amigos aglutinados en torno a Cristo. La amistad se convirtió en fraternidad y ésta en familia de Dios, la Iglesia.
Dentro de la Iglesia ―familia de familias, pueblo de pueblos y naciones y pueblo de Dios― todos los movimientos que la han desarrollado o rejuvenecido, han pasado por el mismo proceso: una amistad, una comunidad de hermanos, una familia... Con gozos y esperanzas, con abnegaciones y sacrificios, y a veces con pruebas, como ocurrió en la originalidad cristiana y como se repite en la totalidad de la historia de la Iglesia, todavía peregrinando hacia el Padre. El Oratorio es uno de estos movimientos, que tuvo su origen en un pequeño grupo de amigos reunidos en torno a san Felipe Neri, hace cuatro siglos, en Roma, y que se ha ido reproduciendo en otras partes, también en Albacete.
ÚLTIMA MEDITACIÓN
LA MISIÓN DE SAN FELIPE NERI
LA PREDICACIÓN Y SAN FELIPE
EL ESCUDO DEL ORATORIO
SAVONAROLA
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1. Tiempo de oración ÚLTIMA MEDITACIÓN
DE GIROLAMO SAVONAROLA, DESDE LA CARCEL SOBRE EL SALMO 50, POCO ANTES DE MORIR EN LA HOGUERA.
No atribuyas a temeridad, Señor, que yo desee enseñar a los pecadores tus caminos. Si me das el gozo de la salvación y me sostienes con espíritu magnánimo, si me dejas libre, enseñaré tus caminos a los pecadores. ¿Acaso es difícil esto para li que puedes suscitar de las piedras hijos de Abraham?, (Mt 3, 9). Ningún mal puede ser obstáculo para ti, si quieres hacerlo, porque «donde abundó el pecado sobreabundará la gracia» (Rm 5, 20)...
En un momento, Señor, a Pablo, de perseguidor lo hiciste predicador, tan santo y tan grande que trabajó más que todos los demás apóstoles.
¡Oh maravilla de poder! Si, de un pecador, quieres hacer un predicador, ¿quién te lo puede impedir? ¿Quién te resistirá? ¿Quién puede atreverse a exigirte explicaciones, Tú, que haces todo lo que te propones, dondequiera que sea, «en el cielo y en la tierra, en el mar y en el fondo de los océanos?» (Ps 134, 6).
No se achaque, pues, a arrogancia mía si quiero mostrar tus caminos a los pecadores. Yo sé que no puedo ofrecerte nada que más agrade a los ojos de tu amor que este sacrificio, el mejor de todos y para mi mismo, el más útil. Si transformas mi ser humano, enseñaré a los pecadores tus caminos. No los caminos de Aristóteles o de Platón, ni la complejidad de los silogismos, ni los dogmas de la filosofía, ni las hinchadas palabras de los retóricos, ni la astucia de los negocios del mundo, ni los caminos de la vanidad que llevan a la muerte, sino tus caminos y los caminos de tus preceptos. No un sólo camino, sino muchos caminos, porque son muchos tus preceptos, aunque todos van a parar en uno solo, que es el de la caridad...
Yo enseñaré tus caminos a los pecadores, a cada uno según su condición y capacidad. Y volverán a ti los que te han abandonado, (Ps 50, 15), porque no me predicaré a mí mismo, sino a Cristo crucificado. Y no volvieron para pronunciar mi alabanza, sino la tuya. Abandonarán sus caminos y vendrán a los tuyos, avanzando por ellos hasta llegar a ti.
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2. LA MISIÓN DE SAN FELIPE NERI, por John Henry Newman
SAN FELIPE, cuya misión alcanzó al papa, a los cardenales, a los nobles, a los filósofos, literatos y artistas, comenzó adoctrinando a los pobres que se encontraban en el portal de las iglesias romanas. Durante años, ésta fue su ocupación, aunque muy pronto añadió a este trabajo otro de la misma especie:
comenzó a recorrer plazas, negocios, comercios y escuelas «hablando de cosas espirituales con toda clase de personas con mucha seriedad y convicción». Y soliendo concluir con esta expresión: Bien, hermanos míos, ¿cuándo nos decidiremos a servir a Dios?
Roma estaba sumida, en aquel momento, en un estado muy diverso del que había conocido poco antes, en tiempos de Savonarola. La justicia divina la había herido unos años antes de que llegara allí Felipe, si bien aquella dolorosa justicia sólo había sido como el preludio de grandes misericordias.
Alemanes y españoles habían asediado la Ciudad Eterna, la habían tomado y saqueado cometiendo excesos y ultrajes tan terribles hasta poderse decir que superaban a los padecidos por la invasión de los bárbaros, los sufridos por las tropas nominalmente cristianas de Carlos V. Los daños externos de su esplendor no han sido reparados hasta ahora, pues sus iglesias fueron arruinadas y desfiguradas, sus conventos depredados sus cardenales, sacerdotes, religiosos y monjas tratados del modo más indigno y muchos asesinados. Se cometieron innumerables sacrilegios. El pueblo pensaba que todo ello era el cumplimiento de las predicciones de ruina proferidas por Savonarola. Pero ci medio de tantas miserias se manifestó la gracia de Dios, y la población culpable respiró finalmente.
Primeramente fue san Cayetano, que había sido perseguido por la soldadesca, que comenzó a exhortar a la oración y a la penitencia: después fue el influjo de la predicación de san Ignacio. Finalmente vino san Felipe, pero, según su estilo característico, «como un rumor suave de aire renovador». Sus palabras, decían, eran como el rocío sobre la yerba reseca.
Tal como he dicho, comenzó con los pobres, después fue a por los negociantes y propietarios, los cajeros de los bancos, y también a por los vagabundos en los lugares de encuentro público. Animado por sus primeros éxitos, se dirigió no sólo hacia los indiferentes, sino también a los de vida más depravada y supo ganarlos, también, para Dios.
Su caridad le llevó al peligro de situaciones escabrosas, pero supo defender su virtud, al ser atacada, rechazando victorioso las tentaciones que le tendieron.
Durante todo este tiempo de apostolado laical, visitó hospitales donde fue solícito del bien físico de los cuerpos lo mismo que de la salud de las almas de los enfermos.
Tal fue su vida, antes de abandonar su retiro en las basílicas y cementerios, y duró cerca de diez años. Al finalizar este período se unió a una pequeña comunidad de personas piadosas que no superaban el número de quince, que eran, se nos refiere, «sencillas y pobres, pero llenas de espíritu y devoción, que se estimulaban en el deseo de la perfección cristiana con las palabras y el ejemplo».
{3 (83)} Felipe, aunque era todavía laico, predicaba, lo cual, por resultar insólita, provocaba la burla de jóvenes disolutos que acudían a oírlo solo para ridiculizarle:
pero resultaba peligroso acercarse a él:
en cierta ocasión treinta de estos se convirtieron a la vez tras uno de los sermones de Felipe.
Felipe, con los que le seguían, se ocupó en atender a los peregrinos que acudían a Roma ya los enfermos que salían del hospital todavía convalecientes. De este modo su labor se extendió poco a poco, no sólo con los enfermos y peregrinos que acudían a Roma de diversas partes, sino también entre hebreos y gentes que habían abandonado la Iglesia y que eran recuperados por Felipe.
Así pasó unos quince años, en Roma, antes de recibir la ordenación sacerdotal:
luego, desde los 35 años, ya sacerdote, hizo del ministerio de oír confesiones una verdadera misión a lo largo de otros 15 años en los que, junto con otras obras, ganó, para después de su muerte, el titulo de Apóstol de Roma.
3. LA PREDICACIÓN Y SAN FELIPE
SAN Felipe combatió tanto la impreparación (a algunos les hacía escribir el sermón antes de pronunciarlo) como la fatuidad y el exhibicionismo de los primeros discípulos que tuvo en el Oratorio.
A Manni, que predicaba de memoria, le hizo repetir hasta seis veces un sermón demasiado atildado. La primera vez el Santo no le dijo ninguno de sus defectos (tal vez, no habría admitido la paternal corrección...), de modo que la gente, cuando veían subir a Manni al púlpito se decían: «Este Padre es el que sólo sabe un sermón». Pero Manni creía que la orden del Santo obedecía a que el sermón era muy bueno... hasta que cayó en la cuenta de lo contrario al llegar a la sexta vez, y entonces el Santo le dijo que ya bastaba, una vez aprendida la lección.
A Tarugi, en cierta ocasión que hablaba enardecido del sufrimiento y de la santidad, con gran aplomo y autoridad, lo interrumpió para decir a toda la gente que «aquello eran sólo palabras, puesto que en el Oratorio todavía nadie había verdaderamente sufrido ni siquiera dado una gota de sangre por Cristo».
Como dice uno de sus biógrafos, san Felipe «concebía la palabra de Dios como un alimento, como el pan cotidiano de las almas, y fue el primero en introducir la costumbre de suministrarlo al pueblo cada día, e incluso varias veces al día, e hizo que la predicación obedeciera a una línea de sinceridad, de intimidad, de compenetración entre orador y auditorio».
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4. El escudo del Oratorio
NO se trata de hacer disquisiciones heráldicas, sino simplemente de explicar el fundamento simbólico que justifica el conjunto ―por otra parte poco complicado― de los elementos integrantes del escudo del Oratorio, desde antiguo, que, sobre campo azul, contiene tres estrellas doradas de ocho puntas, un corazón llameante en el centro y, envolviéndolo, dos lirios. Las distintas Congregaciones del Oratorio que se han ido fundando a través de los cuatro siglos de existencia de la obra de san Felipe, lo han adoptado con algunas modificaciones que respondían, en cada caso, al particular sentido de cada nueva Congregación oratoriana. También, el Oratorio de Albacete, tiene su propio escudo. Pero expliquemos el significado del originario.
El punto de partida es el escudo con campo azul y tres estrellas doradas, propio de los Neri, apellido ennoblecido por un antepasado de nuestro Santo, su bisabuelo Giovanni Neri (1), que fue notario del arzobispado de Florencia, del de Fiesole y, finalmente, por mucho tiempo, de la Signoria o gobierno de la ciudad (2), lo cual le llevó a intervenir en asuntos importantes de interés público. La función del notariado, en Florencia, era considerada un arte mayor y confería la cualificación de nobleza a quien la ejercía. A partir de este origen nobiliario, hay otros Neri con cargos y misiones parejas a tal rango; pero lo cierto es que, al llegar al padre de nuestro Santo, Francesco Neri, el esplendor de tal nobleza familiar ha decaído, pues aunque el padre de san Felipe también {5 (85)} es notario y conserva teóricamente el honor heredado y profesional que le corresponde, son muchos los que en Florencia ejercen esa profesión en aquella época y pocos los que pueden vivir holgadamente en ella, como ocurre con los Neri.
Es cierto que les queda al linaje de los Neri, si no el honor encopetado de una nobleza señorial, si el de las virtudes cristianas de su hogar intachable, que tal vez el mundo no estima tanto, pero que pueden preparar el camino de un santo, como es en el caso de Felipe.
De todas formas, alguna nostalgia se despertaría, de vez en cuando, en el corazón del pobre notario Francesco Neri, humillado por las circunstancias de tiempos peores para su familia, cuando los biógrafos nos presentan el siguiente episodio, por lo demás aleccionador, precisamente a propósito de escudos, linajes y blasones. Ya sabemos que san Felipe, adolescente, abandonaba Florencia para dirigirse a casa de unos tíos que tenía en san Germán, en el reino de Nápoles, que estaban en buena posición y querían prohijarlo. Cuentan pues, que al despedirse de Florencia, su padre le daba un diploma con el árbol genealógico de los Neri, seguramente para recordarle la nobleza originaria y para que hiciera honor a la misma con su conducta, ante lo incierto de su futuro y el dolor de la separación. El joven Felipe tomó el documento que su padre le entregaba y lo rompió en pedazos mientras decía: «Padre mío, vale mucho más tener el nombre escrito en el libro de la vida eterna». Esta expresión, más que un acto de desprecio, contenía un propósito que más adelante iba a confirmar la santidad de su vida.
Ya establecida la Congregación por él fundada, los primeros sucesores de san Felipe, al diseñar un escudo para la divisa de la obra del Santo, que se proponían continuar, recuperaron el original de los Neri y le añadieron dos elementos ―el corazón y los lirios― que, de algún modo, expresaban lo esencial de la fisonomía espiritual de san Felipe: en primer lugar el corazón, que sintiose poseído por el fuego del {6 (86)} Espíritu Santo, en un impulso de caridad y gozo que mantuvo toda su vida; en segundo lugar los lirios, símbolo de la pureza y del ejemplo que purifica —«¡somos en el mundo, el perfume de Cristo!», decía san Pablo (2 Cor 2, 15)― y, además, el lirio está en el escudo de Florencia, que el Santo siempre recordó y amó.
En cuanto al escudo del Oratorio de Albacete, quiere representar una trilogía: Cristo (la cruz), la virgen María (los lirios) y san Felipe (las estrellas de los Neri); trilogía en vuelta en un deseo de lo que dio forma a la obra de Cristo, la Iglesia, de la colaboración de María a la Redención, y de la santidad de Felipe: es decir, el aliento fecundante del Espíritu Santo, característico del Oratorio.
La costumbre de diseñar escudos es antigua, pero tal como, por medio de la heráldica, la conocemos nosotros, no empezó hasta la edad media, relacionada, seguramente, con la conveniencia de poner señales de identificación sobre los escudos de los caballeros revestidos de armaduras. Luego pasó a dinastías, linajes, gremios y apellidos. Tratadistas franceses y alemanes regularon de modo estricto un conjunto de normas que se extendieron a toda Europa y que subsisten todavía. Era en el siglo XV y XVI cuando la heráldica fue una moda que alcanzó a todos: reyes, papas, nobles y profesiones distinguidas. Tenía también interés para identificación de corporaciones civiles o eclesiásticas y, por esto, no es extraño que, si bien dándole un significado simbólico solamente sobrenatural, también en el Oratorio, como en otras partes, se pensara en diseñar un escudo propio, un distintivo más como recuerdo y estímulo para imitar las virtudes y seguir el ejemplo del Santo, que para ostentar noblezas insulsas. Pues entonces, como ahora, siguen siendo verdad las palabras del adolescente san Felipe: que lo importante no son los escudos, ni las genealogías de la tierra, sino el hacer por atener el nombre escrito en el libro de la vida..
(1) El apellido "Neri" resultó de la abreviación de "Ranieri", que es el que lleva el progenitor del citado Giovanni.
(2) La estrella significa la fe, la fidelidad, el ideal, la suerte. . . En nuestro caso no hay duda que se refiere a la fusión notarial o fedataria. Por lo menos en algunas corporaciones notariales, de nuestro mismo tiempo, usan en su sello oficial o escudo colegial, el elemento estrella" y el lema de "nihil prius fide". En el caso del Neri, encontramos tres estrellas porque fueron tren las más importantes funciones notariales ejercidas, a decir, la del arzobispado de Florencia, Ta del arzobispado de Fiesole y, finalmente, en la Signoria o gobierno de la ciudad.
La oración oficial de la Iglesia es la obra maestra de la piedad católica: basta conocerla para descubrir en ella el tipo perfecto de la vida espiritual más elevada construida sobre la plenitud de Cristo. El gesto, la palabra, el símbolo, son instrumentos (no fines en sí mismos) magistrales e infalibles para expresar y para renovar en las almas la obra salvífica de Cristo. Todo se adopta y amolda a este fin: verdad, bondad, belleza, para dar a Cristo el dominio que le pertenece por derecho de creación y por derecho no menos verdadero de rescate.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O., en el prólogo a una obra de Romano Guardini
La Iglesia vive de la oración:
de su oración se puede conocer la medida de su estatura real, de su capacidad para inserir el tiempo en la eternidad, lo humano en lo divino. Nada revela mejor el valor y la dignidad moral de un culto que el género de plegaria que coloca en los labios de sus creyentes. A partir de la multiplicidad, intensidad, elevación de sus centros de oración se puede desunir el acopio de las fuerzas de las cuales dispone el cristianismo para vencer los asaltos sincronizados de los paganismos y de los ateísmos de derecha y de izquierda. Por esta razón, todo cuanto disminuye, desequilibra, amenaza o separa del tiempo y de la dedicación 4 la oración, consecuentemente disminuye, separa, amenaza a la propia religión.
Card. Giulio Bevilacqua, C. O., en Mondo moderno e Cristo
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5. SAVONAROLA, precedente histórico de san Felipe
HAY un par de figuras, entre las predilecciones de san Felipe, que llaman la atención por la aceptación sin reservas que de las mismas hace, a pesar I de la diferencia temperamental que le distingue de ellas y, también, por el hecho de que esas figuras se enfrentaron con el papa, mientras que san Felipe, si bien no le faltaron problemas —¡precisamente con san Pío V!­ , su actitud no fue de discutir, sino de paciencia, hasta que las envidias y calumnias cedieron a la verdad y se abrió paso la justicia de su recta intención. Nos referimos al dominicano Girolamo Savonarola, trágicamente enfrentado con Alejandro VI, y al beato franciscano Jacopone da Todi, en contraste con Bonifacio VIII. La poesía de Jacopone da Todi da lugar a los célebres laudi musicados, cantados en las reuniones de los seguidores de san Felipe, y serán el precedente de los Oratorios musicales, invención afortunada que luego utilizarán formalmente los grandes músicos a partir de los barrocos.
Pero aquí nos vamos a referir solamente a Girolamo Savonarola.
Todos los biógrafos de san Felipe refieren el hecho de que él había añadido, de propia mano, una aureola de santo a la estampa del retrato del fraile dominicano de san Marco, y que, en medio de las discusiones elevadas a la más alta instancia para obtener la condenación de sus escritos, san Felipe lo defendía sin reserva como santo y ortodoxo sin tacha.
Esta fidelidad al buen recuerdo de Savonarola nos la {8 (88)} aclara un poco la historia de Florencia y lo que Felipe había aprendido de labios de su propio padre.
El célebre prior de san Marco había conmovido la vida entera de Florencia desde que puso el pie en la ciudad florida de la orilla del Arno, en 1482, hasta su muerte en la hoguera, acaecida dieciséis años más tarde, tras ser excomulgado por un papa sacrílego, Alejandro VI, el cual, según Machiavelli (Principe, cap. XVIII), «no hizo ni pensó jamás en otra cosa que en engañar a los hombres». Entre otras razones, alguna mella habría hecho el resentimiento y el despecho en Alejandro VI, que había ofrecido el cardenalato a fray Girolamo Savonarola si consentía en ciertas gestiones políticas respecto a la rivalidad entre la coalición papal y Carlos VIII de Francia, que significaban, prácticamente, la pérdida de la independencia de Florencia frente a los Estados Pontificios. Savonarola no se prestó a ello y respondió con dignidad: «No quiero divisas rojas a no ser la de la sangre misma del martirio».
Respuesta que ya encerraba un presentimiento porque, en efecto, la muerte le llegó por causa del mismo que le hubiera vestido de rojo si, en vez de mantenerse en su integridad de profeta, se hubiese avenido al juego de la política. Esta dignidad del fraile se hizo patente, una vez más, en el momento de la ejecución cuando, el legado papal, mientras le degradaba de su condición de clérigo, le dijo: «Yo te separo de la Iglesia de Dios, de la militante y de la triunfante». A lo que Savonarola contestó con serenidad, corrigiendo la evidente exagerada {9 (89)} maldición: «De la militante podéis hacerlo, pero excluirme de la triunfante no corresponde a vos».
Fue quemado su cuerpo en la Piazza della Signoria de Florencia, ante el pueblo atónito. Recogidas sus cenizas, fueron esparcidas en las aguas del Arno. Era el 23 de mayo de 1498.
San Felipe Neri
Diecisiete años más tarde, el 21 de julio de 1515, nacería san Felipe, en una casa de la otra orilla del río ―Oltrearno, en Costa san Giorgio―, desde una colina abierta a la vista más hermosa de la ciudad, extendida a la derecha del río. Felipe, de niño, acostumbraría su mirada a la contemplación de su ciudad, tan cerca de aquel lugar tranquilo e iluminado, que le bastaba cruzar el Ponte Vecchio para penetrar en sus calles más céntricas. Era el camino que, recién nacido, hicieron sus padres con él en brazos para llevarlo hasta el baptisterio de san Giovanni, frente al Duomo, porque, como buenos florentinos, querían que recibiera nombre cristiano en el mismo lugar donde los hombres más famosos y los más santos de sus compatriotas habían sido bautizados.
El padre de san Felipe ―Francesco di Filippo da Castelfranco―, que contaba veintiún años cuando tuvo lugar el dramático proceso de Savonarola, se habría referido muchas veces a aquel suceso en las conversaciones familiares, durante la infancia y la adolescencia de san Felipe. Por otra parte era imposible no recordar aquellos hechos extraordinarios avivados, a la vez, por la sucesión de acontecimientos patentes a todos, como fue, por ejemplo, la restauración de la república en 1528 ―Felipe tenía trece años en un intento por evitar tanto el envolvimiento político del poder papal como el dominio, por otro lado, del omnipotente yugo imperial que pretendía someter toda Italia, incluida, naturalmente, no sólo la independiente Florencia sino también los Estados del papa. Los florentinos se apresuraron a esculpir el nombre de Jesucristo en el portal del palacio de la Signoria―y que el tiempo todavía no ha borrado, para significar que no aceptaban más dominio, sobre ellos mismos, que el del Señor. Una vez más Florencia no se resignaba a ser manoseada ni mecida por intrigas de familias poderosas que lo eran solamente según el beneplácito extranjero o la dureza del despotismo que ejercían (aunque excepcionalmente hubieran dado algunos gobernantes beneméritos).
San Felipe, adolescente, pudo recoger los latidos de aquel ideal ciudadano. Una democracia, una Grecia cristianizada se auspiciaba {10 (90)} para aquel pueblo culto, inteligente y refinado, cuna del arte y del esplendor plástico y literario que extendería más allá de sus propios límites, tan concentrados, y que luego se reconocería universalmente con el nombre de Renacimiento, en las ciencias, en las letras y en las artes, en el campo mismo de la vida y del hombre, todo ello considerado no como un lujo del progreso económico o de la concentración del poder, sino como el logro de una madurez de la civilidad ―la "civiltá"―, no solamente compatible con el Cristianismo, sino estimulado por la dignidad y la libertad que reconoce y defiende en el hombre cuando es fiel al Evangelio.
La gran desilusión
Pero el resurgir de este ideal duró poco. Expulsados los Médicis de Florencia, seguirían intrigando desde fuera. Además se resignaban malamente al fracaso cuando dos de ellos habían logrado escalar el papado —León X (1513-1521) y Clemente VII (1523-1534)— en aquella época en la que la silla de Pedro tenía con frecuencia un aspecto e importancia más bien política que religiosa. A la sazón Julio de Médicis, que había sido cardenal-arzobispo de Florencia (1513-1523), ocupaba el solio pontificio con el nombre de Clemente VII, y debía el encumbramiento sin duda a su apellido medíceo, por haber nacido (en dudosa legitimidad) de Juan de Médicis, y por ser primo del papa León X. Clemente VII, hábil político, consumó la desgracia de Florencia, al ponerse de acuerdo con el emperador Carlos V, con el que se reconciliaba por la boda de sendos hijos: Alejandro de Médicis que lo era del primero, según presumen los historiadores― y Margarita, hija natural del emperador.
Con escándalo de los florentinos ―y de los mismos romanos―, cuando todavía era reciente la triste fama del "Saqueo de Roma" (1527) consumado por el emperador, éste es coronado por el papa en la catedral de Bolonia (24 de febrero de 1530) y, seis meses después (12 de agosto), el yerno del emperador, Alejandro de Médicis, podía prepararse para ser insediado como duque de Florencia, porque la ciudad capitulaba ante la perentoria alternativa de ser saqueada o ceder al regreso de los Médicis.
Esta restauración, impuesta por las armas extranjeras, no representó la paz prometida, porque a ella siguió la dureza de la represión sanguinaria y vengativa a pesar de los pactos estipulados en la rendición, reducidos a expresión de la hipocresía política del tirano. El pueblo florentino veía, atemorizado, cómo había sido decidida su suerte entre la discusión y la reconciliación de dos poderes que le eran ajenos; desplazado por los grandes que daban trono a los hijos {11 (91)} de su deshonor, soportaba la gran desilusión de sus esperanzas frustradas.
Cuando todo esto sucedía, san Felipe tenía quince años, los suficientes para comprender y compartir aquel dolor colectivo.
Adiós a Florencia
No fueron estos hechos los que decidieron la partida de san Felipe hacia san Germán. Pero se fue con estas impresiones, que permanecerían imborrables junto al amor jamás extinguido por su ciudad y al recuerdo de aquella figura en quien se personificaban las más legítimas aspiraciones de independencia, de paz, y de honestidad ciudadana: Savonarola.
San Felipe abandonó Florencia no antes de fines del año 1532 y no más tarde de 1533, cuando, camino de san Germán, hacia la casa de sus tíos, pasaría por Roma, sin que se hubiese borrado totalmente de la ciudad del Tíber las huellas del saqueo de 1527, y cuando todavía ocupaba su sede el papa Clemente VII, que podía recordar haberlo visto, siendo niño, en la misma Florencia, de arzobispo. Huellas y recuerdos de los poderosos que no habían consentido la realización de aquella "utopía cristiana", dos veces intentada y siempre fracasada inmerecidamente, en aquella ciudad gentil y noble, de sabios, artistas y santos, que habían humillado los adoradores de Marte y los codiciosos de poder.
El padre de san Felipe, cuentan los biógrafos, no podía disimular su horror cada vez que la palabra "excomunión" era expresada de algún modo; sin duda porque iba asociada a aquella pesadilla, no totalmente extinguida, de la maldición caída sobre aquel fraile austero y santo que deseaba el bien de la ciudad y le ofrecía un ideal que la purificara de sus vicios; un ideal que la gente sencilla y de corazón franco aceptó con entusiasmo (Bartolomeo della Porta, Luca y Ambrogio della Robbia, Boticelli, Michelangelo, Pico della Mirándola...), aunque al herir y dar muerte al pastor se dispersara el rebaño.
Savonarola no fue un político
Evidentemente que Savonarola no podía ser indiferente a los políticos. Pero él mismo no era un político, ni quiso serlo. Los negocios políticos sólo le interesaban de un modo accidental; es más místico que político o, en todo caso, metapolítico. Intenta dar un espíritu en medio de un estado de corrupción instalada; él intenta dar a Florencia un clima moral sin intervenir directamente en los negocios de {12 (92)} gobierno, en los que nunca intervino salvo al ser requerido para misiones de paz. Ya hemos visto que ni siquiera el cardenalato le hizo dudar de su posición únicamente profética, fiel a un esquema que mantuvo sin alteración durante todos los años de su predicación.
Decía que las reformas deben «comenzar con las cosas espirituales, que están por encima de todas las materiales» y por esto deben ser antepuestas y preferidas, pues «todo bien temporal debe servir al bien moral y religioso porque de él depende». Era contrario a las discordias y divisiones políticas y, del mismo modo que en sus predicaciones se veían reflejadas las denuncias contra la injusticia de la oligarquía medícea, no dudaba tampoco en denunciar públicamente los abusos que cometieran los que se profesaban sus partidarios, cuando se dejaban arrastrar de excesos justicieros, como en el caso de las sentencias de muerte a raíz de la conspiración combinada con el asedio fracasado de Pedro de Médicis.
No eran, según él, las estructuras temporales las que salvaban a los hombres, sino los hombres verdaderamente libres según Cristo los que debían salvar las estructuras.
(Lo mismo que recordaría, entre otros, el filósofo Jaime Balmes en el siglo pasado). Añadía: «Si habéis oído decir que las ciudades no son gobernadas mediante padrenuestros, recordad que este es el precepto de los tiranos, de los enemigos de Dios y de la cosa pública, la regla para oprimir y no para liberar y elevar una ciudad».
Savonarola era un profeta, nada más que un profeta desarmado.
La situación de Florencia con Savonarola
Políticamente, la república de Florencia había perdido su pureza con el advenimiento de los Médicis, que imprimieron un tono autocrático a su política; bajo la cobertura de la prosperidad, con ellos la demagogia sustituyó a la democracia. La voz de Savonarola, no como programa político, sino como purificación colectiva de las costumbres ciudadanas, si se acomodaban a las enseñanzas del Cristianismo, daría lugar a los intentos de restauración democrática a que nos acabamos de referir.
Como observa Jean Touchard, el carácter espiritual y moralizante de la predicación de Savonarola, desembocaba en consecuencias universales, por lo menos en lo concerniente a Italia. Porque si en Florencia comenzaba y prosperaba la verdadera reforma, luego se extendería fuera de la ciudad: «Pueblo de Florencia, comenzaréis la reforma de Italia entera y extenderéis vuestras alas sobre el mundo para propagar, a gran distancia, la reforma de todos los pueblos». No incluían estas palabras un estímulo para una expansión dominadora, sino ejemplar que, evidentemente, {13 (93)} alarmaba a los poderes autocráticos, pero que, en realidad, se encuentra en la profundización de la propia espiritualidad cristiana, que no podía ser exclusiva de los florentinos, y que ha sido la exhortación constante del Cristianismo. No es política cristiana, sino consecuencia política del Cristianismo.
No es extraño que participaran en estas mismas ideas figuras humanistas como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, sedientos de universalismo.
Frente a las multitudes que estuvieron arrebatadamente pendientes de él, tal vez no tuvo en cuenta, desde el punto de vista meramente humano, la veleidad de los entusiasmos populares, que si le siguieron en tantas manifestaciones aparentemente sinceras de conversión colectiva y de adhesión constante, luego, en una trágica mezcla de miedo, indiferencia y curiosidad estúpida, asistieron sin protesta o aturdidos a su suplicio.
Desde lejos había tenido Savonarola el presentimiento de su sacrificio y, si pudiéramos entretenernos en el conjunto de todo su papel como predicador florentino, comprobaríamos sus esfuerzos pacificadores, su dolor cuando no era comprendido su espíritu, su celo por el bien espiritual de los mismos que se le habían declarado enemigos, y muchos detalles que nos descubrirían las angustias de su corazón en lucha con Dios, a través de la oración, en la sinceridad de un intento por ser lo más fiel posible a la recta interpretación espiritual de todo su proceder. «Señor mío, te miro a ti, que eres la primera verdad y quisiste morir por la verdad, y triunfaste muriendo; también yo estoy dispuesto a morir por tu verdad», decía dos años antes de su muerte ya presentida. Y también: «Quisiera refugiarme en un puerto y no encuentro el camino; quisiera descansar y no hallo lugar; quisiera permanecer en silencio y no puedo, porque la palabra de Dios está en mi corazón, como un fuego que me consume si no lo comunico». Pedía, repetidamente, que le dejaran tiempo para la oración, porque sólo en ella podía meditar lo que el Señor quería que dijese.
El catolicismo liberal del siglo XIX ha querido ver, en Savonarola, al hombre político, paladín y mártir de la libertad y de la democracia; pero un análisis atento de sus predicaciones, — afortunadamente conservadas, porque las escribía todas antes de pronunciarlas―, de sus libros y de su proceder, demuestra que, los que tal afirman, desconocen el sentido que tenían las palabras "democracia" y "libertad" para el famoso dominico, y no tienen bastante en cuenta todo el complejo histórico en que tenía que moverse. Fue, sí, un gran predicador, no más que un profeta desarmado que predicaba la vuelta a Cristo en medio de un mar de corrupciones. Fue incómodo a los corrompidos y por esto eliminado.
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Savonarola y Machiavelli
La muerte de Savonarola no sólo pudo contemplarla el padre de san Felipe: en la Piazza della Signoria, a contemplar la hoguera mortal estaría también otro joven, Machiavelli, que contaba ya veintinueve años, y que sacaría sus consecuencias ante el fracaso del fraile. «El príncipe, pensaría, será admirado por su fuerza y no importa tanto que sea amado como que sea temido).
Machiavelli no se apoyará en la moral o en el bien, como Savonarola; sino en el éxito y en la fuerza.
Machiavelli sí fue un político.
Machiavelli fue el inventor de esa fórmula peligrosamente ambigua y, a veces diabólica: el realismo político. Los medios no importan demasiado con tal que sirvan al fin en el realismo público del "arte de lo posible". Admiraba a los Borgia porque eran capaces de éxito; en particular admiraba a César Borgia y lo tiene en cuenta en su Principe, a pesar de sus crímenes ―no excluido el del marido de su propia hermana Lucrecia―. En realidad la utopía política de Machiavelli era sustancialmente la de Alejandro VI, inmoral o, por lo memos, amoral.
Frente al Principe, de Machiavelli, el Trattato sul regimento di Firenze de Savonarola, cuya conclusión es que son los propios pueblos los que acaban reduciendo el Estado a la medida que merecen, será siempre, además de realista, más válida y más honesta. Savonarola veía la posibilidad de autonomía de lo temporal si se basaba en la reforma moral de ciudadanos y gobernantes, fundidos en el deseo sincero del bien común, en la concordia y en la verdadera justicia; en cambio, Machiavelli secularizaba lo temporal sin limitar, cuando fuese políticamente necesario (?), la acción del príncipe «contra su propia fe, contra las virtudes de humanidad y caridad y aun contra la religión» («supuesto que tenga una», apostillará más tarde Napoleón, cuando el libro de Machiavelli caiga en sus manos y sus principios en la avidez de su filosofía política).
De todos modos, aunque los discípulos del político florentino se hayan multiplicado a través del tiempo, la historia demuestra que, precisamente el "machiavelismo" ha conducido a la ruina no sólo del Estado sino también, uno tras otro, la del príncipe que lo ha regido.
Frente a Machiavelli observamos cómo Savonarola fue siempre constante en sus afirmaciones y en su conducta; aquél, en cambio, vivió en continua contradicción: republicano perseguido durante el dominio de los Médicis, partidario de éstos cuando la república se restauraba, parecía la encarnación de los contrastes de la sociedad de su tiempo, ora despreocupada gozando del jolgorio que le organizaban los Médicis esplendorosos, ora pietista y compungida ante la predicación de de Savonarola.
Sobre el regimiento de lo temporal {15 (95)} no podemos negar a Machiavelli el mérito de la sinceridad, porque nos dice cómo son y cómo proceden los que las manejan y, por lo tanto, cómo ha de proceder el que quiera, aquí mismo, un triunfo: Savonarola, en cambio, no busca un triunfo terreno como fin, porque este fin no puede existir como bien supremo.
Exigiendo más, es más realista: hay que hacer posible, cada vez más, la verdad, el bien y la justicia, por medio de una continua conversión a Dios, sumo bien y suma verdad.
Para Machiavelli "lo posible" es lo único bueno, justo y verdadero en el orden terreno y no subordina, su modo de entender este fin, a ningún otro. Todas las indagaciones de Machiavelli por los caminos de la historia y todas sus experiencias de la vida política, no le proporcionaron el consuelo de verse reconocido en vida, por ningún mérito, no obstante haber sido, sin discusión, el mejor prosista del Renacimiento italiano y de haber deseado sinceramente, también él, mejores días para Florencia y para Italia.
Savonarola, un reformador
Girolamo Savonarola había nacido en Ferrara el 21 de septiembre de 1452. Después de una buena educación humanística y cristiana, decidió entrar en la orden de santo Domingo, cuando estaba a punto de cumplir los veintiséis años. Más tarde (1482) fue transferido a Florencia, como profesor de los estudiantes de su misma orden.
En Florencia, el convento de san Marco era ya famoso por su gran biblioteca, por sus pinturas artísticas (Fra Angelico), y considerado como un centro de ciencia teológica y humanística. Pero Savonarola, a quien sus superiores ya habían descubierto un talento singular, impresionaba a sus alumnos por la especial importancia que daba a la interpretación de la Sagrada Escritura, superando, aun conociéndolas y pudiéndolas discutir, todas las sutilezas neoplatónicas que algunos gustaban mezclar como exponente de erudición, incluso en la predicación, salpicada de alusiones a Platón, Aristóteles e incluso Ovidio. Es decir, estudio y predicación sin influencia alguna sobre la vida, substancialmente académica y, por esto mismo, amparada y subvencionada por los grandes señores. Era una decoración más del humanismo puesto de moda. Savonarola, en cambio, «cuando se ponía a interpretar místicamente la Sagrada Escritura, sus conceptos no eran ideas meramente humanas, sus expresiones no eran producto del arte retórico, sino efecto de un ser superior». Mientras hablaba de los libros santos todo el mundo estaba tan absorto escuchándole, que el silencio era absoluto y se podía percibir, únicamente, su voz, por mucha que fuese la afluencia de los asistentes. Una sola cosa entristecía al auditorio, y era el fin de la lección, pues tanto era el placer que daba oírlo. Y había razón para ello porque sus enseñanzas no eran de aquéllas construidas {16 (96)} a base de frases brillantes y de fábulas que sólo sirven para el deleite del oído, o basada en argumentos científicos y humanos que pueden sólo hinchar la inteligencia pero no alimentarla, sino que era una doctrina como bajada del cielo, que elevaba la mente de los hombres y les hacía descubrir la excelencia del creador y, purificado el corazón de pasiones humanas, les encendía en amor a Dios. Así decía uno de sus discípulos, Roberto Ubaldini.
Era una predicación nueva que volvía a la genuinidad evangélica.
Una predicación que san Felipe, en su Oratorio, impondría en contra de la corriente ampulosa, estéril y mundana que también encontraría en Roma.
Cuando fue elegido prior de san Marco, empezó la reforma del convento, dejando siempre en libertad a sus hermanos de comunidad, para que le siguieran en sus ideas de reforma y vuelta estricta a la austeridad primitiva; nadie fue coaccionado y la mayoría le secundaron, La ejemplaridad de la vida de apostolado, oración y estudio de los frailes dominicos de san Marco eran una fuerza moral que respaldaba todo su influjo en la ciudad. Nadie jamás dejó de reconocer la integridad de la vida de Savonarola, a pesar de lo que esto doliera a sus enemigos que, no pudiéndole culpar de nada más, finalmente le acusaron de orgulloso y sospechoso de herejía.
Pero, después de su muerte, al ser examinada con todo rigor la totalidad de sus escritos por una comisión teológica nombrada por Pablo IV, hubo de reconocerse oficialmente que nada había en sus palabras de «herético o cismático». Los dominicos de la Minerva, en Roma, esperaban ansiosos y preocupados el veredicto de la comisión cuando san Felipe, reunido con ellos, arrobado en éxtasis, anticipaba a los asistentes que Savonarola quedaba finalmente rehabilitado de manera solemne. Esto ocurrió en 1558 y puso fin a especulaciones y maledicencias, vertidas con apariencia de buen celo, pero en realidad inspiradas por la envidia. Penas de las que san Felipe también había tenido experiencia.
En aquella época en que, desde el papado hasta el más bajo nivel de la Iglesia, todos los cristianos tenían necesidad de reforma y conversión, tanto para superar la esclerosis de lo antiguo que se desmoronaba y que no era reparable sin un rejuvenecimiento interior basado en la sinceridad evangélica, como para ofrecer una interpretación de novedad cristiana a un mundo que amanecía entre convulsiones provocadas por la gran variedad de descubrimientos que, dadas las relativas dimensiones de la humanidad, resultaban colosales, la actitud de Savonarola en Florencia, y su intento de total renovación cristiana, era natural que tropezase con la oposición de los que, apegados a su propia posición e intereses, usaban el poder de que disponían para asegurar su miope y perezosa seguridad solamente terrena.
{17 (97)} A pesar de lo cual es preciso reconocer que no todos los que se opusieron al fraile de san Marco, obraron de mala fe: la ambigüedad religioso-temporal acumulada a la figura histórica de la Iglesia de aquellos tiempos, daba sobrado pie para ello, y no todos eran capaces de mirar más allá y purificar su fe de las confusiones externas que la obstaculizaban. Ni todos los que le eran adictos comprendieron bien y siempre su espíritu, como suele ocurrir en los casos de las adhesiones multitudinarias. Por eso hay en la vida interior de Savonarola una lucha espiritual entre la soledad de su alma y Cristo, con todo un calvario interior que nos lo descubre y muestra profundamente humano.
Savonarola, como todo reformador, cuando invocaba el regreso a la autenticidad primigenia restauradora, lo que hacía era anticiparse a la misma evolución histórica, empujándola con su ardor de apóstol, acelerando la maduración de los tiempos, que los mediocres no podían entender, y que los egoístas e instalados temían.
La huella de Savonarola en san Felipe Neri
Pero volvamos a aquellos días de tristeza en que san Felipe abandona Florencia, testigo y participe de una gran desilusión de toda la ciudad, discutida y puesta a precio entre los dos grandes poderes del mundo de aquel tiempo. Florencia ya no puede ser libre.
El recuerdo que de Florencia se llevaba Felipe no era feliz. Pero del mismo modo que aquel fraile había amado a la Iglesia hasta la misma muerte, un buen cristiano no perdía la fe por los malos ejemplos de los pilares de su apariencia institucionalizada. Felipe amaba a la Iglesia que había amado Savonarola, y amaba la libertad que había hecho grande, gloriosa y culta su ciudad y que Savonarola había proclamado y defendido. Seguramente que estas impresiones influyeron en la vida de Felipe que no sólo busca la libertad frente a las riquezas que podían ofrecerle sus tíos de san Germán, sino que, cuando llega a Roma para quedarse para siempre en la ciudad cabeza de la Iglesia, elije pacíficamente un modo libre y honesto de vivir, y su sentido de la libertad cristiana le lleva a una posición lo más alejada posible de las instituciones, aunque fuesen de la Iglesia y que, por eso, duda mucho antes de hacerse sacerdote.
Finalmente, a los treinta y cinco años se ordenó, en un momento en que la Iglesia-institución iba cambiando, aunque no por ello dejó de tener su parte de dificultades, en especial durante los primeros tiempos de su apostolado y del Oratorio.
Si bien ya se podían considerar dificultades y persecuciones inevitables en el curso de la vida, dada la general mediocridad humana.
Cuando repasamos los consejos que san Felipe daba respecto a la forma de predicación en el Oratorio, {18 (98)} nos parece que reproduce el estilo savonaroliano. Y lo mismo cuando aconseja tener a diario un caso de Sagrada Escritura o de moral, y cuando ama a la juventud, para la cual Savonarola pedía «maestros buenos, no sólo buscadores de dinero» con su oficio.
Savonarola escribía tratados de filosofía, de Sagrada Escritura, de moral, pero era, además, buen poeta y músico también bueno, pues desde joven tocaba con singular maestría el laúd y era capaz de componer. No hace falta recordar que san Felipe también era poeta, ni la importancia que él daba a la música en el Oratorio: Aminuccia, Palestrina, Soto, hijos espirituales de san Felipe, las composiciones de los Laudi, la invención del Oratorio musical, bastan sobradamente a demostrarlo.
Y el arte. Algunos han querido presentar a Savonarola como un iconoclasta; lo cual no es cierto, como podrían desmentirlo Botticelli, Michelangelo, los hermanos della Robbia, Bartolomeo della Porta, y otros discípulos suyos, también artistas, aunque no tan notables. Lo cual no quiere decir que fuese partidario de la pornografía ni del libertinaje en la vida de los artistas.
Las artes, junto con la ciencia y la virtud, se cultivaban en el convento de san Marco. Y existía una razón de persuasiva congruencia: si Savonarola llegó a querer Florencia, a pesar de ser forastero, con una entrega tan radical, tenía que hacerlo, forzosamente, a través de un corazón de artista, sin lo cual ni la habría llegado jamás a comprender ni podido amar: «O Firenze, Firenze... Oh Florencia, amada de Dios, no tengas miedo, no tengas miedo ni temas: Dios todopoderoso ahora y siempre quiere para ti la libertad, si te mantienes fiel a él, si guardas tu fe, si tu corazón es fervoroso, si pones tu fortaleza en la paciencia».
San Felipe, en Roma, también, siendo forastero, acabó amándola e identificándose con ella, y no por consentir en las corrupciones que encontró allí, arrugando la faz de la Iglesia, sino esforzándose en restaurarla, para hacerla digna de Cristo.
No hay, entre san Felipe y Savonarola, una adecuación temperamental, pero sí una misma actitud frente al bien espiritual, frente a los objetivos, hasta poder establecer un paralelo convincente y de algún modo consciente, por lo que respecta a nuestro santo.
Afortunadamente, la Iglesia necesitada de reforma, no había de tardar en emprenderla. Si Savonarola hubiese nacido cincuenta años más tarde, le hubiéramos encontrado al lado de san Felipe, de san Camilo de Lelli, de san Félix de Cantalizio, de san Carlos Borromeo, de san Pío V... Pero, tal vez, para que éstos y otros fueran santos se necesitó la anticipación del ejemplo, sólo en apariencia frustrado, del prior de san Marco, fra Girolamo Savonarola, que ellos pudieron por lo menos en parte recoger y hacer fructífero.
No tengo miedo de nada si tengo tiempo para orar  San Felipe Neri