Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 170. OCTUBRE. Año 1979
0. SUMARIO
EL MUNDO no está enfermo de males ni intoxicado de errores, sino, más bien, ayuno de bienes y necesitado de verdades. Alimentarle con la verdad que sabemos y podemos comunicar, fortalecerle con ese bien que tenemos y debemos compartir, y educarle para que no desperdicie fuerzas ni desprecie la verdadera luz: ésa es la misión que nos incumbe, aun antes de protestar por lo que honestamente no nos gusta. Olvidarlo sería ingratitud por una capacidad recibida y, además, traicionar un encargo que nos compromete ante Dios, y unos frente a otros, porque Dios es padre de todos, y todos somos hermanos.
A PARTIR DE LA PALABRA
MISIÓN Y PACIFICACIÓN
«TUS INDIAS SON ROMA»
LA MISIÓN ES UNA NUEVA CONSTRUCCIÓN
EL CRISTIANISMO Y LA CIVILIZACIÓN
{1 (121)}
1. A PARTIR DE LA PALABRA
CUANDO la Iglesia asume e institucionaliza las obras de los santos y fundadores, lo hace no solamente porque reconoce la oportunidad de exaltar el valor universal de las mismas, sino porque vienen a enriquecer con nuevas modalidades, la encarnación del Evangelio en la vida. Cada obra de apostolado, cada empresa de vida de perfección, cada sociedad o instituto religioso constituyen otras tantas manifestaciones de un mismo dinamismo apostólico y santificador, ejercido en nombre de Cristo, vivido en Cristo. Unidad y variedad que son, providencialmente, fuerza Y agilidad a un mismo tiempo, indispensables a su misión.
Cada una de estas empresas es celosa de lo que la distingue y especifica dentro de la Iglesia. Se trata de un celo perfectamente justificado: porque en esta razón específica está su propio origen y la motivación de su existencia.
No pocas veces ha sido tarea difícil pretender encuadrar o "envasar" en leyes, necesarias a toda institución, lo más original y propio, lo más característico de las obras de los santos. Los oratorianos sabemos la repugnancia que san Felipe profesaba hacia el exceso de leyes, y cómo se avino, urgido finalmente, por el mismo Papa en persona, a elegir en Congregación aquella comunidad espontánea ―diríamos hoy― de tiempo reunida en torno a él mismo, gobernada sin leyes, con sólo la caridad.
Pero ¿qué era lo propio y específico de la obra de san Felipe?
¿Qué era lo nuclear en el Oratorio?
¿Qué era lo que podría dar motivo para que su obra se institucionalizara? ¿Qué llamaría la atención de los hombres de Iglesia para empujarle a aceptar la erección de su obra en Congregación?
La denominación "del Oratorio", que luego ha prevalecido, vino del lugar donde se celebraban las reuniones: pasados los años de aquellos primeros encuentros, en pequeño número de asistentes, que tenían lugar en su misma habitación, de una manera informal y espontánea, fue necesario disponer de un lugar más espacioso, medio salón medio templo, para el que la palabra "oratorio" parecía adecuada. De esta palabra, y también de una parte de lo que en tales reuniones se hacía, se quiso deducir ―tal vez demasiado precipitadamente—, que la obra {2 (124)} de san Felipe Neri era una como genial empresa de "apostolado de la oración". No se podría negar que el Santo fue tanto un hombre de oración que, en ciertas épocas de su vida, por lo menos, ocupó el ejercicio de la misma muchas horas del día y noches enteras, y que siempre fue el respirar de su alma, gozosamente amiga de Dios. Y que supo enseñar a los demás a tratar con Dios, enfervorizándoles, hasta elevar sus mentes y convertir en oración los pensamientos y la vida.
Pero todo esto era más bien el fruto; la obra del Oratorio tenía otro centro.
El "ejercicio" propio del Oratorio consistía en el peculiar modo de tratar la palabra de Dios: los "sermoni", los "ragionamenti", el modo espontáneo de las "conversaciones" generalmente dialogadas, pero no tan divagantes, en las que sacerdotes y seglares participaban, sin aires doctorales, «sin buscar aplauso, a la manera popular, como hacía san Francisco de Asís», escribía el discípulo predilecto de san Felipe, Tarugi (29.6.
1584).
En los primeros tiempos en que esta forma comienza a prosperar, existe, en la comunidad oratoriana inmediatamente formada por san Felipe, un celo muy concreto e interesado en mantener la pureza original de su estilo «sobre la conversación de la forma antigua del Oratorio en la cual intervienen todos los que hablan en él». Repetidas revisiones quieren asegurar la fidelidad a lo que se reputa como peculiar y característico del ejercicio del Oratorio, es decir, «la palabra de Dios, tratada de manera sencilla, familiar, con fruto y dignidad». Los primeros padres del Oratorio (Talpa) atribuyen a Tarugi el saber interpretar este estilo de manera magistral por lo que es llamado «Maestro y dux verbi del Oratorio».
Cuando el Oratorio, abierto a todos, sacerdotes amigos y seglares que reciben el influjo espiritual de san Felipe, parece que tiende a desviarse o perder algo de este estilo y modo peculiar de tratar la "palabra de Dios", se comienzan a tomar precauciones y establecer normas (Lib. II Decr., 16. 7. 1587; 18. 10.
1589; Lib. III Decr., 1.1. 1594) para que los invitados a hablar, que no son del Oratorio, se avengan a su estilo. Finalmente se llega a excluir {3 (123)} a los eclesiásticos ajenos al Oratorio (Decr., 20. 5. 1596).
En cambio, cuando los Escolapios redactan sus Constituciones se dice en ellas (Pars III, cap. 7) que se observe en la predicación la elocuencia familiar «que usan los RR.
Padres del Oratorio de Roma».
«Nosotros hablamos al corazón», decía Tarugi. Era un género nuevo de elocuencia, muy distante del usado en aquel tiempo; nuevo hasta formar escuela, hasta ser algo típicamente peculiar del Oratorio, hasta constituir lo más "original" de sus reuniones, a las que acudían las almas ansiosas de verdad y sinceridad. Eran, estas reuniones, «una conversación con los oyentes; así lo entendían unánimemente todos los Padres: la predicación familiar era la característica esencial del Oratorio» (Ponnelle-Bordet).
J. H. Newman, en una de sus conferencias sobre el Oratorio, refiere el testimonio del padre Manni, hijo espiritual del Santo, que recordaba que «el oír diariamente la palabra de Dios, vale por los demás ejercicios de piedad».
El padre Gülden, del Oratorio de Leipzig, escribió: «Por palabra de Dios, no se entendía solamente las palabras de las Sagradas Escrituras, sino también el "verbum", que había tomado forma en la historia de la Iglesia, en su vida y en sus obras, y también en el "verbum" que nosotros podemos encontrar en todo ser humano, hermano nuestro, si estamos dispuestos a recoger su "ingenium" y lo que el Espíritu Santo le dicta. No se trata, hoy, de detenernos a estudiar escolásticamente todos estos aspectos de la "palabra de Dios", sino de meditarla individual y coloquialmente, y responder con la oración y asimilarla y fundirla en nosotros con la plegaria, hasta realizarla en las obras. Dispuestos a llegar hasta las fuentes, y hacer que nos influya, acogiéndola dentro de nosotros, pero con referencia siempre al ser humano, tal como hoy se presenta...» Luego la oración es sobre este objeto, es el trabajo interior del espíritu desde este objeto, hacia Dios...
Y, en fin, podría añadirse lo de la "sola caritas", el capítulo de la alegría, de la libertad. Y hasta llegar a la predilección tradicional del Oratorio por la Liturgia, que siempre comienza, o debe comenzar, siendo el anuncio del Evangelio, palabra que ha de hacerse vida; sin ello se reduciría a esquemas rituales inútiles, lo que debería ser el encuentro gozoso del hombre con Dios.
Hace cuatro siglos, pues, que el Oratorio trajo a la Iglesia esa vuelta a la simplicidad del anuncio del Evangelio, del comentario vivo, sencillo, serio, espiritual, encarnado de la palabra de Dios. Entonces impresionó, porque respondía a la realidad. Que es la urgencia que subsiste siempre, cuando se trata del Evangelio, de la palabra de Dios, del Dios que habla en las Santas Escrituras, en la vida de la Iglesia, en la Historia del mundo y en la conciencia de los hombres.
{4 (124)}
2. MISIÓN Y PACIFICACIÓN: el ejemplo de Ramón Llull
LA IGLESIA es esencialmente misionera y comenzó a partir de la irradiación apostólica de las primeras comunidades cristianas. La proyección del anuncio de Cristo se ha ido cumpliendo, a través de veinte siglos, porque los cristianos han ido a presentar el Evangelio a los hombres que lo desconocían o porque éstos han rodeado a los cristianos y han preguntado por Cristo. Además de este anuncio hacia fuera, la Iglesia ha tenido que seguir predicando la Palabra a sus fieles, porque toda vida en crecimiento supone, desde el espíritu, un proceso de profundización, y el cristianismo es esencialmente vida y es espiritual.
San Pablo se nos muestra como arquetípico en toda la riqueza de aspectos desde los cuales consideramos la misión, o anuncio del mensaje cristiano, el Evangelio.
Cualquier replanteamiento que nos hiciéramos ha de consistir en una vuelta al Nuevo Testamento y sin olvidarnos nunca de tener en cuenta al Apóstol por antonomasia. Además, cada época ha propiciado circunstancias, modos y estilos que la posterior evolución histórica ha mantenido o superado. En cada época y momento de la vida del hombre, la Iglesia se ha esforzado en cumplir el encargo misional, que ha de ser juzgado de acuerdo con las respectivas situaciones y mentalidades propias de su tiempo.
Hoy en día, por ejemplo, pensaríamos que sería una aberración y un contrasentido emprender cruzadas para extender el conocimiento del Evangelio o para rescatar reliquias cristianas. Pero hemos de abstenernos de precipitar nuestro juicio sobre las cruzadas de la Edad Media, sin antes tener en cuenta el contexto histórico en que se inscribían aquellas gestas que ahora creemos desafortunadas, pero que, en parte por lo menos, tuvieron su significación misionera, protagonizada especialmente por los franciscanos y dominicos, que significaron el aspecto pacífico en el enfrentamiento de pueblos y razas entonces en contienda.
Otro tanto nos ocurriría con la expansión misionera del Renacimiento, motivada por los descubrimientos geográficos de España y {5 (125)} Portugal, para cuyo socorro evangelizador la Santa Sede establecía una especial Congregación —de Propagación de la Fe― que, por otra parte, jamás pudo actuar porque los Reyes conquistadores condicionaban la expansión de la fe a sus miras imperialistas, sin admitir la autonomía de la Iglesia en la misión evangelizadora. A pesar de lo cual hubo santos misioneros y no fue inútil la mediatizada actividad de los predicadores, si bien se perdieron, irremisiblemente, muchos elementos culturales indígenas, perfectamente integrables en el Evangelio, que fueron destruidos con la implantación de los nuevos modelos impuestos por la civilización imperial.
Y otro tanto con los recientes colonialismos, que veían bien la misión evangelizadora si completaba la culturización de los dominados y no creaba problemas de indocilidad frente a la metrópoli beneficiada con las riquezas naturales extraídas a bajo o ningún precio. En el Congo, por ejemplo, frente a míseros botiquines que acarreaban los abnegados misioneros o que existían en los pocos y mal provistos hospitales, no faltaban aparatos de rayos X a la salida de las minas, para "registrar" a los miserables que trabajaban en ellas, a la salida, no fuera que se hubiesen tragado algún diamante... Ni había, en el momento de su independencia, siquiera dos docenas de indígenas universitarios...
Muchas veces, lo que la Iglesia decía al hombre negro, lo desmentía el hombre blanco, que además era cristiano (?).
La misión siempre ha sido difícil, siempre ha sido una cruz, además de una divina e inevitable urgencia. Todavía hoy, un día y otro, podemos leer en los diarios que un misionero o sacerdote ha sido asesinado, y no por los caníbales, sino por el poder establecido, y como represalia o medida enmudecedora de una palabra que, aunque esté en el Evangelio, compromete la codicia de los tiranos.
Pero, para los que se acerquen con imparcialidad a las páginas de la historia, es posible siempre hacer un balance positivo de la contribución que la Iglesia hizo a la pacificación, aun en los momentos en que se pretendía justificar la {6 (126)} licitud de la violencia al servicio de causas justas o tenidas por tales.
En apoyo de ello queremos traer un par de nombres significativos, que surgen en la Edad Media, del hervor de las Cruzadas, que ellos entendían como una empresa más bien para convencer a infieles ―«pues para poder ser convencidos Dios hizo a los hombres racionales » (Llull)— que para vencerles y obligarles con la fuerza de las armas.
En el siglo XIII nos encontramos con dos varones santos, Ramón de Penyafort y el beato Ramón Llull (barcelonés el primero, mallorquín el segundo), opuestos al sentido violento de la "cruzada". En el de Penyafort, universitario, eximio jurista, no encontraremos en sus escritos expresiones negativas, como era el estilo de otros escritores de la época, con el famoso "contra" —contra iudeos", "contra gentiles" "contra sarracenos"... Y su actuación y celo apostólico nos confirma, a pesar del acceso que tuvo entre los "grandes" del mundo "confesor de reyes y de papas"..., como le llama el cantar popular la ausencia de tentaciones de violencia al servicio (?) de Cristo: no era con la fuerza de las armas, sino con el respeto del hombre y en el diálogo fraterno que se puede llegar a la auténtica verdad, al fondo del espíritu, a Dios.
No le iba a la zaga el beato Ramón Llull. ¿Se conocieron ambos? Llull era paje de Jaime I EI Conquistador, cuando el de Penyafort, hombre maduro, "confesaba reyes y exhortaba papas..." Llull se inició en la corte, pero a los treinta y tres años (1263), tocado por Cristo, cambió de rey:
lo sería Jesucristo, el Amado. Eran aquellos, tiempos de fe y de gestos heroicos y él abandonó todo, decidido a emplear sus energías en el servicio de su Señor y en la conversión de los no cristianos. Más tarde, su ardiente amor a Cristo nos dará, entre otros escritos, su incomparable Llibre d'Amice Amat, verdadera joya de la literatura mística; de su amor a las almas surgirán varias obras directamente misioneras, en las que estudiará las diversas religiones de que tiene noticia, reflexionará sobre lo que, en su época, serían los "signos de los tiempos" aplicándolos al designio de santificación universal querido por Dios, y hará una exposición nítida e irónica sobre la esencia del cristianismo. Además, una amplia y vivacísima concepción religiosa será vertida en su poema Blanquerna, la más conocida de sus obras.
Como del resto ha hecho siempre la Iglesia ―salvo en aquellos casos en que ha sido subyugada y utilizada por los poderes de este mundo, como instrumento de colonización cultural—, Llull tuyo, como Ramón de Penyafort, una gran preocupación por asimilar la lengua y la cultura de los pueblos que quería evangelizar. En aquella época, {7 (127)} en la que el Mar Mediterráneo podía considerarse, como observa Metodio da Nembro, el "lago árabe", no solamente profundizó sus estudios de latín, para hacerse entender de las altas jerarquías de la Iglesia, sino que estudió la lengua Y las manifestaciones culturales árabes, siguiendo con ello la misma dirección que el de Penyafort había iniciado al fundar escuelas lingüísticas en Túnez, Barcelona y Murcia para el estudio del árabe, hebreo, turco, eslavo... en orden a misionar las riberas mediterráneas.
El colegio de Palma de Mallorca, fundado en 1275 por Ramón Llull obedecía a la misma preocupación, especialmente en lo relativo al mundo islámico. Aquí estuvo Llull por espacio de un decenio, escribiendo, enseñando, hasta que emprendió una serie de viajes cerca de los reyes cristianos, papas y cardenales para excitarlos a colaborar con su plan pacífico de evangelización. Casi treinta años duro su peregrinar, desde Mallorca, a las costas del Norte de África, a las cortes de los reyes, a la del Papa... Finalmente encontró la muerte en el martirio en el último de sus tentativos entre los musulmanes.
Aparentemente, no tuvo éxito la porfía de Ramón Llull. En realidad, su canto Desconhort, escrito en Roma en 1295, tal vez la más importante de las obras llullianas por su fuerza dramática y por su interés autobiográfico, revela los sentimientos de su corazón afligido, al ver que no se le hacía caso cuando presentaba su plan —¿utópico?— para convertir el mundo.
Pero, ¿tenía razón en despreciar sus planes de evangelización pacífica aquel mundo cristiano medieval que había conocido el fracaso de las "cruzadas"?... Sí, a pesar de los mitos de heroicidad, la razón de la fuerza había fracasado ¿por qué no se daba una oportunidad a la fuerza de la razón manifestada con el amor, no de unos cuantos misioneros soñadores con el martirio, sino de la cristiandad entera, hermana de media humanidad ignorante del Evangelio? No armas de violencia, sino "armas espirituales", repetirá Ramón Llull: «oración, mortificación, sacrificio, ciencia...» Es la obsesión que gravita en toda su obra Ars magna, imposible de comprender sin este supuesto.
Las exigencias más audaces para una presentación del Evangelio con toda su pureza a las masas que lo desconocen, hoy encontrarían, en Llull, no sólo un precedente, sino un maestro, joven todavía, ante el amanecer de un mundo en transformación, absurda si no es inspirada por la trascendencia.
Llull comprende, en pleno siglo XIII, que la Iglesia no se puede resignar a la cerrazón impuesta por unos límites que determinan la "Cristiandad". Esos límites han de derribarse y hay que penetrar más allá, sin límites. Por ello pide, {8 (128)} ya entonces, que la Iglesia, no se resigne a mantener y defender la pureza de su fe, sino que la comunique activamente, disponiendo todos los medios a su alcance y que, para ello, instituya un organismo que articule todo este dinamismo apostólico, a escala universal. No se le hizo caso. Pero tres siglos más tarde, después de unos primeros tentativos de san Pío V ―contemporáneo de san Felipe Neri—, Gregorio XV, en 1622, instituía ese organismo con el nombre de "Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe", que ahora se llama con más propiedad, "para la Evangelización de los Pueblos". Esta institución surgía en la Iglesia ante la apremiante necesidad de evangelizar las grandes zonas de la tierra descubiertas en el siglo XVI; pero es curioso constatar cómo, los países descubridores más directamente interesados, se negaron a aceptar la jurisdicción del nuevo organismo pontificio en las tierras de su dominio, cuya evangelización estuvo directamente supeditada al poder político respectivo. Por lo cual, dicha "Congregación para la Propagación de la Fe" tuvo que alterar la finalidad para la que fue fundada y los papas la dedicaron a la lucha por la recuperación de los países protestantes. Extorsión que ha sido recientemente subsanada. En realidad, propiamente para las misiones, ha funcionado sólo recientemente. Ello puede explicar, por lo menos en parte, algunos de los problemas actuales que, en el orden cristiano, tienen presentados los países latinoamericanos.
Pero Llull, además de un organismo central eclesiástico, asistido por un conjunto convencional de delegaciones periféricas que coordinaran toda la actividad misionera de evangelización, insistía para que, paralelamente, se operara una igualmente universal reforma del mundo católico, no sólo en el aspecto religioso, sino también en el político y social, sin lo cual la evangelización se habría reducido a un recurso hipócrita para dilatar el dominio de los reyes cristianos, pero no para la verdadera extensión espiritual del reino de Dios.
Por lo tanto, con idéntico compromiso global, pero cumpliendo cada cual el propio deber específico ―papas, reyes, cardenales, hombres de Iglesia, sabios...— todos debían trabajar en orden a la propagación del Evangelio. No sería difícil encontrar en la voz del protagonista de Blanquerna resonancias del Vaticano II en el capítulo VI del decreto Ad gentes. Llull siente, vivamente, el valor y la fuerza del "deber misionero" y lo subraya repetidas veces.
Obviamente, el compromiso universal de todos los creyentes constituye el único verdadero problema para una concreta y eficaz evangelización mundial, problema siempre vivo y de extrema actualidad.
Ei bien que cada uno de nosotros somos capaces de hacer, no podemos delegarlo en los demás porque todos tenemos una misión de la que hemos de responder, en la iglesia, Ante Dios y Ante nuestros hermanos.
{9 (129)}
3. «Tus Indias son Roma»
ERA el año 1556, cinco justos que san Felipe había sido ordenado sacerdote. Ya su celo apostólico era conocido por Roma entera, que iba acudiendo, poco a poco, a las reuniones de la tarde que ya se llamaban popularmente "el Oratorio del Padre Felipe", iban a oírle, no por simple curiosidad, sino para dejarse guiar por él. Era muy difícil, en aquellos comienzos de la labor sacerdotal de san Felipe, distinguir dónde acababa la charla, la lección, el comentario espiritual o la conferencia, y dónde comenzaba la conversación, el diálogo y el trato de amigo más allá de la admiración o el devocionismo o el apego personal. La espontaneidad, la sencillez y el fervor cristiano eran las cualidades del estilo con que san Felipe trataba allí los temas de doctrina y piedad, tomando como base algún hecho de actualidad o la lectura de algún libro o algún documento interesante.
En cierta ocasión fueron leídas y comentadas allí unas cartas llegadas de Indias, donde san Francisco Xavier y otros misioneros acababan de descubrir una mies inmensa de almas que reclamaban mayor número de operarios evangélicos. El propio san Felipe creyó sentir el grito misionero de un llamamiento que le empujaba a ir allá y concibió la idea de ir acompañado de sus más adictos seguidores. Pero no quiso partir sin antes someter sus planes al consejo de un prudente sacerdote, y acudió a la abadía de san Pablo extramuros para {10 (130)} exponer sus proyectos y pedir luz a un monje benedictino que le remitió a un santo varón, el padre Vicente Chettini, a la sazón Prior del monasterio de Tre Fontane. San Felipe desahogó su corazón con toda la ilusionada generosidad de sus ansias misioneras. El virtuoso monje le oyó y pidióle luego un tiempo para pensar, sin darle una respuesta inmediata. Pasados unos días Felipe volvió al monasterio de Tre Fontane, y el santo Prior le dijo: «Hijo mío: tus Indias son Roma».
San Felipe recibió esta respuesta como un oráculo, y nunca más pensó en abandonar Roma, pues en verdad harto había en ella que hacer. Proceder de otro modo, en su caso, hubiera sido ceder o mezclar, con lo bueno de la empresa de "ir a las Indias", el espíritu de aventura o cambiar ilusión por ideal. Su perseverancia en Roma no fue el establecimiento de una seguridad honrosa, pues huyó siempre de las garantías o derechos que da lo institucional y del prestigio que hasta lo santo puede conferir. Se mantuvo en Roma, y la amó como algo que Dios le daba, para trabajar en ella hasta cambiar su faz de ciudad pomposa y cortesana, reconquistándola para que fuera centro del fervor cristiano. Roma, en efecto, tras la presencia de aquel florentino sobrevenido, se purificó de aires disipantes y de muchas vanidades, para volver a encontrar gusto en la palabra de Dios, en la oración, en las obras de justicia y de caridad social, en el arte y la sana alegría.
{11 (131)}
4. documento: LA MISIONES UNA NUEVA CONSTRUCCIÓN
Puede decirse que, pensando en el aniversario de su pontificado, el papa Juan Pablo Il reemprende el mismo discurso de hace un año para extenderse en un pensamiento que se vio forzado a condensar y resumir, porque eran demasiadas las cosas que tenía que decir al mundo, en sus primeras palabras. Ahora toma ocasión, con la Jornada Mundial dedicada a las Misiones, para exponernos su pensamiento, y lo recogemos aquí, en estas palabras que escribió el pasado 14 de junio, solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, dirigidas a todos los cristianos.
A todos mis hermanos e hijos en Cristo:
Al inaugurar el ministerio apostólico el domingo 22 de octubre del pasado año —fecha que felizmente coincidió con la Jornada Misionera Mundial en la Iglesia Católica― no pude omitir, entre las intenciones primarias, que hervían en mi ánimo en aquella solemne circunstancia, la referencia al problema siempre actual y urgente de la dilatación del Reino de Dios entre los pueblos no cristianos. Dirigiéndome a todos los fieles esparcidos por el mundo, recordé cómo aquel día la Iglesia rezaba, meditaba y trabajaba para que las palabras de vida de Cristo llegaran a todos los hombres a fin de que fueran acogidas como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación total.
Aquel pensamiento se renovó en mí mientras componía la primera carta encíclica y trataba el tema de la misión de la Iglesia al servicio del hombre: y ahora vuelve a vibrar todavía con mayor insistencia a la pista de la Jornada {12 (132)} Misionera del próximo otoño. A este respecto me parece oportuno repetir y desarrollar una afirmación que tan sólo pude enunciar en la referida encíclica, cuando escribí que «la misión nunca es una destrucción, sino una reasunción de valores y una mueva construcción» (nº 12).
Verdaderamente esta expresión puede ofrecer un tema adecuado para nuestra común reflexión.
La misión no es destrucción de valores
¿Cuántos y cuáles son los valores presentes en el hombre? Recuerdo rápidamente los que son específicos de nuestra naturaleza, tales como la vida, la espiritualidad, la libertad, la sociabilidad, la capacidad de entrega y de amor; los que proceden del contexto cultural, en el que se halla situado el hombre, como la lengua, las formas de expresión religiosa, ética, artística; los que derivan de su compromiso y de su experiencia en la esfera personal, familiar, laboral y en las relaciones sociales.
Ahora bien, el misionero, en su obra de evangelización, establece contacto con este mundo de valores más o menos auténticos y desiguales: frente a ellos el misionero tiene que adoptar una actitud de atenta y respetuosa reflexión, preocupándose de no sofocar jamás, sino de salvar y desarrollar estos bienes acumulados en el curso de tradiciones seculares. Hay que reconocer el constante estudio en que el trabajo misionero se inspira y debe inspirarse al acoger estos valores del mundo, en el que desarrolla su actividad: la actitud de fondo en los que llevan el feliz anuncio del Evangelio a las gentes es la de proponer pero no imponer la verdad cristiana.
La dignidad del hombre está en su libertad
Esto lo exige, ante todo, la dignidad de la persona humana, que la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, ha defendido siempre contra cualquier forma aberrante de coacción. La base fundamental e irrenunciable de esta dignidad es la libertad. Además lo exige la naturaleza misma de la fe, que solamente puede nacer de una libre adhesión.
El respeto al hombre y la estima «por todo lo que el mismo ha elaborado en el interior de su espíritu respecto de los problemas más profundos y más importantes» (R.
N. 12) siguen siendo los principios básicos para toda recta {13 (133)} actividad misionera, entendida como prudente, oportuna, activa siembra evangélica y no como erradicación de lo que, por ser auténticamente humano, tiene un valor intrínseco y positivo.
La misión es reasunción de valores
«Las nuevas Iglesias —se lee en el Decreto Ad Gentes— reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo lo que puede servir para confesar la gloria del Creador, para ensalzar la gracia del Salvador y para ordenar debidamente la vida cristiana» (n° 22). La acción evangelizadora debe, por lo tanto, tratar de dar relieve y desarrollar todo lo que hay de válido y sano en el hombre evangelizado y en el contexto social y cultural al que pertenece. Con un método atento y discreto de educación (en el sentido etimológico de "extraer"), la acción evangelizadora debe hacer que broten y maduren después de haberlos purificado de las incrustaciones y sedimentos acumulados en el tiempo, los auténticos valores de espiritualidad, de religiosidad, de caridad que, como "semillas del Verbo" y "signos de la presencia de Dios", abren el camino a la aceptación del Evangelio.
Misión y patrimonio de los pueblos
Haciendo propia la «riqueza de las naciones, que han sido dadas a Cristo en herencia» (A. G. 22), e iluminando con la palabra del Maestro aquella suma de costumbres, tradiciones y conceptos que constituyen el patrimonio espiritual de los pueblos, la Iglesia contribuirá también a la construcción de una civilización nueva y universal, que, sin alterar la fisonomía y los aspectos típicos de los diversos contextos étnico-sociales, alcanzará su perfeccionamiento al adquirir los más elevados contenidos evangélicos. ¿No es este, quizás, el testimonio que nos llega de tantos países de misión (pienso por ejemplo en las Iglesias de África) donde la fuerza del Evangelio, libre y conscientemente aceptado, lejos de anular, ha potenciado las tendencias y los aspectos mejores de las culturas locales y ha favorecido su desarrollo ulterior?
El Evangelio de Cristo ―recuerda también el Concilio en una bella página de la Constitución Gaudium et Spes― renueva constantemente la vida y la cultura del {14 (134)} hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos: con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y civil...
(nº 58).
La misión es una nueva construcción
La acción evangelizadora, tratando de transformar "desde dentro" a cada criatura humana, introduce en las conciencias un fermento renovador capaz de alcanzar y transformar, con la fuerza del Evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la Humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación (Evangelii Nuntiandi, nº 19). Solicitado por este impulso interior, el individuo se siente movido a adquirir una conciencia cada vez mejor de su realidad de "cristiano", esto es, de la dignidad que le es propia como ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, ennoblecido por la misma naturaleza del acontecimiento de la encarnación del Verbo, destinado a un ideal de vida superior.
Aquí encontramos las bases de aquel "humanismo cristiano", en el que los valores naturales se integran con los de la Revelación: la gracia de la filiación adoptiva divina, de la fraternidad con Cristo, de la acción santificadora del Espíritu.
Así resulta posible el nacimiento de la "nueva criatura" enriquecida al mismo tiempo por los valores humanos y divinos: he aquí al hombre nuevo", elevado a una dimensión trascendente, de la que obtiene la ayuda indispensable para dominar las pasiones y para practicar las más arduas virtudes, tales como el perdón y el amor al prójimo convertido en hermano.
El hombre nuevo
Educado en la escuela del Evangelio, el "hombre nuevo" advierte el compromiso de convertirse en promotor de la justicia, de la caridad y de la paz en el contexto {15 (135)} sociopolítico, al que pertenece y se convierte en artífice o al menos en colaborador de aquella "civilización nueva", cuya carta magna es el Sermón de la Montaña. Por eso aparece claro que la renovación promovida por la actividad evangelizadora, aunque es esencialmente espiritual, se dirige al corazón del grave e inquietante problema de las injusticias y de los desequilibrios sociales y económicos, que atormentan a una gran parte de la humanidad y puede contribuir a su solución.
Evangelización y promoción humana, si bien son netamente distintas (Evangelii Nuntiandi, nº 35), se hallan entrelazadas por un vínculo indisoluble, que encuentra significativamente su ligazón en la más elevada de las virtudes cristianas: la caridad. Allí donde llega el Evangelio, llega la caridad., afirmaba mi predecesor Pablo VI en el mensaje para la Jornada Misionera de 1970. En realidad los misioneros no han descuidado jamás este compromiso fundamental, esforzándose siempre por integrar su específico servicio "pro causa salutis" con una decidida y constructiva acción en favor del desarrollo. De ello es demostración espléndida el florecimiento, en todos los países de misión, de escuelas, hospitales, institutos, además de una serie de iniciativas en el campo técnico, asistencial, cultural, que son fruto tanto de duros sacrificios personales por parte de los mismos misioneros, como de ocultas renuncias por parte de tantos hermanos suyos, que residen en otras partes.
{16 (136)}
Colaboración a las Obras Misionales
Edificando la Humanidad nueva, penetrada por el Espíritu de Cristo, la actividad misionera se presenta al mismo tiempo como el instrumento idóneo y eficaz para resolver no pocos males del mundo contemporáneo: injusticias, opresión, marginación, explotación, soledad. Como todos pueden ver, es una obra inmensa y estimulante a la que cada cristiano debe prestar su propia colaboración.
En realidad, la difusión del anuncio de salvación, lejos de ser prerrogativa de los misioneros, es un grave deber que corresponde a todo el Pueblo de Dios, como ha recordado autorizadamente el Concilio: «Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo, tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación de su Cuerpo» (Ad Gentes nº 36). Por eso no puedo dejar de insistir acerca de este deber como conclusión de estas palabras mías.
Los que habiendo recibido el don de la fe gozan de las enseñanzas de Cristo y participan de los Sacramentos de su Iglesia, precisamente por la fuerza del mandamiento del amor y también por la solidaridad de la caridad no {17 (137)} pueden desinteresarse de los millones de hermanos, a los que todavía no se ha anunciado la Buena Noticia. Ellos deben participar en la acción misionera ante todo con la plegaria y con la ofrenda de los propios sufrimientos:
esta es la manera más eficaz de colaboración desde el momento en que precisamente por el Calvario y por la cruz de Cristo realizó su obra redentora. Después deben sostener la acción misionera con generosas ayudas concretas, porque en las tierras de misión las necesidades de orden material son inmensas e innumerables.
La primacía del esfuerzo misionero
Estas ayudas, recogidas por las Obras Misionales Pontificias ―órgano central y oficial de la Santa Sede para la animación y cooperación misionera— se distribuyen después con justicia y oportunidad entre las Iglesias jóvenes.
4 estas obras —advierte el Concilio― debe reservarse el primer lugar, porque son los medios para infundir en los católicos, desde la infancia, el espíritu verdaderamente universal y misioneros (Ad Gentes, 38).
Efectivamente, las Obras Misionales Pontificias aseguran una eficaz coordinación con la visión global de los proyectos y las peticiones; y porque de ellas parte, ramificándose, la red capilar de la caridad misionera.
La circulación de la caridad
Pero su razón de ser no se limita tan sólo a una función organizativa: en realidad las Obras Misionales Pontificias están llamadas a desempeñar un papel de activa mediación y comunicación inter eclesial, favoreciendo un contacto frecuente y fraterno entre las diversas Iglesias locales, entre las de antigua tradición cristiana y las de reciente fundación. Y ésta es una función mucho más elevada porque directamente refleja y promete la circulación de la caridad.
Expresando desde ahora viva gratitud a todos los que han de acoger con corazón abierto este mensaje, invoco la plenitud de los favores celestiales sobre los venerados Hermanos en el Episcopado, sobre sus comunidades diocesanas y ante todo sobre cada uno de los misioneros y misioneras y sus respectivos Institutos, mientras, en prenda de mi inolvidable afecto, imparto a todos la Bendición Apostólica.
Además del buen ejemplo, el ministerio sacerdotal conoce sólo la predicación como método para curar.
Solamente la palabra sirve de instrumento, de alimento, de aire saludable. La palabra es la medicina que suministra, la palabra es el fuego de que se sirve, para cauterizar, la palabra es el bisturí que corta: 110 puede disponer de nada más.
S. Juan Crisóstomo, en Del sacerdocio, Libro IV
{18 (138)}
5. EL CRISTIANISMO NO ES UN HECHO DE CIVILIZACIÓN, SINO QUE SE INCORPORA A LAS CIVILIZACIONES
Aparece en toda su urgencia la necesidad que el cristianismo tiene de incorporarse él mismo a las civilizaciones de oriente, extremo y próximo, y de África...
Esta evangelización de civilizaciones enteras aparece como necesaria, pero es también absolutamente non mal. El cristianismo no está ligado a ninguna civilización particular. No es un hecho de civilización. Es una irrupción de Dios en la historia. El hecho de que se haya expresado primariamente a través del mundo occidental, no significa que deba ser identificado con occidente. No hay que olvidar, además, que la revelación se realizó en primer lugar en una raza y lengua semíticas. La evangelización del mundo grecorromano representó una primera transferencia de la palabra de Dios de un ámbito cultural a otro. Actualmente nos enfrentamos con la necesidad de llevar a cabo una nueva transferencia.
Por consiguiente, no debemos mostrarnos intolerantes ante la existencia de culturas distintas de la nuestra, ni desear destruirlas para imponer la nuestra. Al contrario, deberíamos pensar que tenemos necesidad de esas culturas para completar la nuestra. Nada es más obtuso que un exclusivismo lingüístico. La humanidad sería menos noble si no existiera China, Arabia, y el mundo de los pueblos de piel oscura.