Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 171. NOVIEMBRE. Año 1979
0. SUMARIO
LA VIDA es una maravilla y un misterio. Contemplar su proceso nos admira: participar en su movimiento, sentirnos el pulso, nos entusiasma. Somos, cada uno, una ruedecita luminosa más ―como una diminuta estrella pensante— del gran reloj del mundo. Y, para cada uno, vivir es presidir el propio camino desde el centro de la inteligencia, en el ápice del espíritu, en el tránsito hacia la inmortalidad, donde el gran artífice, el Autor de la Vida, nos espera.
Aquí todo consiste ―precariedad de lo que llamamos Vida— en un trascendental ensayo, abierto a la expectación de lo definitivo, donde la inmensa grandeza del universo y el universo de cada alma, cabrón, como gotas de rocío, en las manos potentes, sabias y amorosas de Dios. Eso que hemos contenido en llamar cielo, pero que es el calor y la trasparencia de la verdadera Vida en el regazo de la plenitud del Ser.
LA LINDE
EL AMOR Y LA MUERTE
LA MUERTE DE SAN FELIPE
«MADRE TERESA DE LA MUERTE»
«NO TENGO MIEDO...»
FUNDAMENTACIÓN DE LA FE CRISTIANA
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1. Tiempo de oración: LA LINDE
El tiempo, que remata, con la muerte,
no es el hito final, es un lindero:
con lo eterno colinda.
Y si es cierto, Señor, que solamente
el posible espesor de pocos años,
o de días, tal vez, o de minutos…
separa mi existencia de este linde;
y el pensamiento de la muerte instala
en mi memoria, con su triste estela
de atención a esta vida, vana, mísera,
de adiós, de cierre y fondo negativo...;
y, como hijo del tiempo, lo soy Tuyo
también, Señor; quiero mirar la linde
desde tu cumbre, desde tu ladera.
¡Luminoso el empalme, de esta cima!
Advirtiendo la vida que prepara,
es llenar la presente de un tesoro.
Y, ¡qué don esta vida, aun con su riesgo!
¡Qué dignidad más limpia, qué nobleza!
Y un don de tu ternura, penas, gozos:
pena, caligrafía de otras páginas...,
gozo, anticipación de tu regalo.
Desde esta linde pura amo el presente
¡qué consigna más alta!
Juan Bautista Bertrán, en Viento y estrellas 2 (142)
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2. El amor y la muerte
EL AMOR, el verdadero amor, es más fuerte que la muerte. En términos naturales podemos decir que el amor se mide por referencia consciente a la muerte, porque éste es el término de la vida. De donde: el verdadero, el más grande amor, es la medida de bien que hoy cabe hasta la muerte. Cuando, además, creemos en la inmortalidad, y proyectamos hacia ella toda medida de bien, el amor ya no tiene medida temporal y el verdadero y más grande amor necesita igualmente de la inmortalidad.
Podemos decir bien, entonces, que el amor no muere.
Todos los hombres tenemos la gloria de poder Amar, de poder emplear en el bien la vida. Los creyentes. Además, tenemos la gloria de poder amar con un amor que no nos cabe ni en la misma vida. El amor es, para el creyente, más rico que la vida y más fuerte que la muerte.
La gloria del hombre y la felicidad del hombre es el amor. Es saber que puede decidirse por el bien, que puede encontrarlo y transmitirlo, que puede recibirlo y multiplicarlo, que puede agradecerlo y recrearlo.
La fuerza para la vida no se desvanece en el absurdo, sino que se edifica en el bien porque construye al hombre, que tiene un espíritu Inmortal.
El bien ya no se pudre. Ei bien sumo es el amor, y Dios en su fuente y su espejo.
Son posibles los ideales porque ya existen bienes que valen más que la vida, que comienzan y se asientan en esta vida, pero que ya no caben en ella. Entonces la muerte es vencida, y la victoria es el amor. San Pablo llamaría a este amor "redención" y "libertad" en Cristo, que acaba con las esclavitudes del miedo, de la muerte y del odio, porque, al descubrirnos el amor, nos da la verdadera vida de libertad de hijos de Dios y con su muerte nos muestra la medida del amor de Dios a nosotros y nos señala el modelo {3 (143)} de nuestro amor a Dios, para que seamos sus hijos, más allá de la vida y de la muerte, en el amor inmortal.
Aun los que no tengan le pueden encontrar bienes que les quepan en esta vida y la enriquezcan hasta el límite de la muerte. Pero todos los que elijan bienes para más allá de la muerte, es que creen en Dios, y si su amor es puro y es total. Si tienen un verdadero ideal de bien, son más ricos que la vida y son más fuertes que la muerte.
Iniciación a la lectura de la Biblia.
«Hace algún tiempo compré una Biblia con intención de leerla. Comencé por la primera página y leí todo el Génesis y el Éxodo, pero en los primeros capítulos del Levítico abandoné la lectura, pues me aburría soberanamente.
Me perdía entre tanta literatura extraña. Estaba desorientado.
Llevado por la curiosidad, todavía hojeé algunas páginas del libro de Job y de los Proverbios.
Al cabo de algunos meses volví a tomar la Biblia en mis manos y comencé a leer el Nuevo Testamento. Esto ya era otra cosa. De los evangelios recorrí ciertos pasajes, varios de los cuales no conocía. Los entendí bastante bien, aunque sin distinguir las características de cada evangelio. Bastantes textos que leí de san Pablo me parecieron difíciles de entender.
Total, que la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento, terminó por decepcionarme. El libro que compré con tanta ilusión, está hoy arrinconado en la estantería de mi biblioteca.
Sin embargo, estoy inquieto, pues oigo decir a los sacerdotes: "La Biblia es la Palabra de Dios": "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo":
"Todo buen cristiano debe leer la Biblia"...»
Muchos cristianos podrían suscribir estas palabras, que son las de una carta que determinó a un sacerdote a escribir un pequeño libro, claro y sencillo, para ayudar a leer y a entender la Biblia. El libro ha tenido tanto éxito que se han hecho ya varias ediciones. Su autor es Jesús San Clemente Idiazábal, lleva por título INICIACIÓN A LA LECTURA DE LA BIBLIA PARA SEGLARES y está editado por Desclée de Brouwer. Consta de poco más de doscientas páginas, una tabla cronológica y dos mapas. Puede adquirirse en cualquier librería religiosa y no es caro.
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3. La muerte de san Felipe
CUANDO leemos los recuerdos que los primeros discípulos de san Felipe recogieron, después de su muerte, nos sorprende la naturalidad con que el Santo se refería a sus últimos días. Muchas veces había asegurado que la muerte no ce una sorpresa para los amigos del Señor, pero, a medida que fue acercándose él mismo a su fin, convertía con sencillez sus palabras en profecía, de modo que, los mismos que le rodeaban, se ponían al mismo nivel de sus expectativas, como en el caso de Germánico Fedeli que se tuvo que ausentar de la Vallicella a causa de la enfermedad de un familiar y, ansioso, manifiesta a san Felipe, también enfermo, su temor de no encontrarle vivo a su regreso:
—«Padre mío, no parto de buena gana si no me promete que, a mi vuelta, le encontraré vivo y sano».
Y Felipe: —«¿Cuánto tiempo estarás fuera?» ―«A lo más hasta la víspera del día del Corpus».
―«Bien, vete tranquilo; pero cuida de no volver más tarde».
A la vuelta, junto al lecho de san Felipe, éste le decía: —«Has hecho bien en volver; habría sido un error llegar más tarde». Y le sonrió con ternura.
No ocurrió lo mismo a Flaminio Ricci, desplazado a Nápoles, al que san Felipe escribió ―mejor dicho, dictó― una carta a menos de una semana de su muerte, porque quería verle; pero llegó tarde.
Y el mismo día de su muerte, cuando los médicos aseguraban que se recuperaba ―llevaba varios días celebrando a diario la santa Misa― y que su salud estaba fuera de peligro, él insistió en que moriría, y anunció la hora de su tránsito, y murió. Pero aquel día, en la Misa, cantó el "Gloria", porque le esperaba el gozo del Señor.
San Felipe era un hombre vivaz y amable, todo lo contrario de un {5 (145)} espíritu apagado o tristón. Incluso en vísperas de su muerte su talante festivo y la agudeza de sus palabras, hacían dudar a aquellos que veía y les aseguraba que se acercaba su fin. En una de las crisis de su enfermedad, cuando ya le vinieron vómitos de sangre, al ver la cara de espanto de los que le atendían, dice a uno, al más asustado, para animarle con una expresiva cariñosa sonrisa: —« Tienes miedo, eh? Pues yo no». Y alabó al Señor porque «de alguna manera podía devolver sangre por sangre».
San Felipe llegaba preparado a la muerte, si bien es cierto que, antes de sus últimos cinco años de vida, no se refería demasiado a ella. Las fuerzas comenzaron a fallarle cuando contaba setenta y cinco años, pero los achaques fuertes no aparecieron hasta los setenta y ocho. Fue a esta edad ―julio de 1593— cuando insistió para que fuese relevado de la prepositura de la Congregación, y pidió a los miembros de la misma que designaran para sucederle a Baronio, aunque éste no era el más antiguo, pero sí el que mejor podía conducir aquella obra en la que Felipe había puesto todo su amor. Contrario a los cargos, se resistía Baronio, pero la presión del Papa, que Felipe había procurado, le hicieron aceptar.
Felipe quedaba tranquilo y, en su corazón y en sus ojos, el cielo y la tierra eran un todo continuo.
Tanto parecía identificado con los que mejor le comprendían, que, a pesar de sus frecuentes crisis de salud, con desconcertantes alternativas entre la gravedad y hasta el desahucio de los médicos y al súbito mejoramiento, que en la Vallicella se habían hecho a la idea de no perder jamás su presencia. Y les parecía algo insólito que, especialmente en los dos últimos años, se refiriera tan a menudo, aunque sin sombra de amargura, al tema de la muerte. El único lamento que acompañaba esta repetida referencia, era el que «no había hecho el bien que debía» y que se iba después de una vida inútil. No se daba cuenta de que la entera ciudad de Roma había cambiado, que habían cambiado las costumbres de las gentes, de los sacerdotes, de los prelados y cardenales, y de los mismos papas; que sus discípulos, con pocas excepciones, habían iniciado un nuevo estilo de apostolado, {6 (146)} que la palabra de Dios no era motivo de profusiones literarias, sino elemento de oración; que los sacramentos acercaban a los hombres a Dios; que las costumbres no eran la degeneración del tiempo inútil de los perezosos empleados y cortesanos, sino reflejo ordenado del gusto por la laboriosidad y el legítimo gozo del descanso; que la alegría hacía felices a los jóvenes; que la Iglesia, en Roma, se hacía ejemplo de virtudes, de verdad y de celo por el bien...
Es verdad que otros habían trabajado por lo mismo; pero allí, en Roma, en el corazón mismo de la Iglesia, él lo había hecho más que todos y había enseñado a muchos.
Precisamente porque no había hecho otras cosas, que hicieron seguramente otros, también santos. Y él los contemplaba y se olvidaba de sí mismo; y contemplaba a Dios y, abstraído en él, se olvidaba de todo. Esto ya era una parte de su cielo. Por eso exclamaba: «¡Paradiso, paradiso!» Esas mismas palabras dijo, con los ojos, cuando, llegado el momento, inesperado por los demás, pero conocido por él, levantó la mirada a lo alto, alzó la mano y, enseguida, despacio, fue mirando a todos, arrodillados en corona alrededor de su lecho, y les bendijo. Era el 26 de mayo de 1595, día siguiente a la fiesta del Corpus. Al día siguiente sería también una gran fiesta en Roma: todos acudieron a proclamarlo santo, porque era amigo de todos y a todos había hecho bien. Sería, pronto, declarado Patrón principal de la ciudad, junto con los apóstoles san Pedro y san Pablo.
No descuidéis la vigilancia sobre vosotros mismos cuando os encontréis frente a nuevas circunstancias o situaciones que despiertan vuestro interés y complacen vuestro gusto, y temed que ellas no os desvíen de vuestra regularidad en la oración.
J. H. NEWMAN, C. O.
«Y después... ».
Francisco Zazzara estudiaba Derecho con gran provecho y afición.
Un día san Felipe le iba descubriendo todos sus pensamientos y planes:
Eres feliz —le decía: ahora estás estudiando, a no tardar obtendrás el doctorado en leyes y empezarás a ganar dinero, te casarás con una mujer rica, mejorarás de situación y, un día, conseguirás, tal vez, ser un gran abogado, de los primeros en tu profesión... El joven escuchaba con gusto aquellas palabras.
Pero, de pronto, s. Felipe interrumpe lag halagüeñas predicciones y, mirándole fijamente, se acerca y le dice en voz baja: «¿Y después?»
Francisco no pudo olvidar la honda impresión de aquellas palabras murmuradas a su oído: «Y después, después, después...» ¿En qué irían A acabar todos sus proyectos, todas sus esperanzas humanas?
Al poco tiempo resolvió cambiar de planes y abandonó todo para entrar en el Oratorio.
"Después" fue un discípulo fiel de s. Felipe, y murió lleno de virtudes y consolado de ver que su maestro era glorificado como santo.
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4. «MADRE TERESA DE LA MUERTE»
ASÍ llaman, en Calcuta, a esa monja yugoslava a la que se acaba de conceder el Premio Nobel de la Paz. Nadie le discutirá el galardón otorgado, que ni ella esperaba ni cree haber merecido.
Cuando hace años, eligió dedicare a los más pobres, no miraba al mundo ni tenía en cuenta qué iban a pensar de ella los hombres. Frente a los males de este mundo, los hombres, o se creen tan "importantes" que todo lo pretenden arreglar en comités, juntas y reuniones que ellos presiden, o dominan y desde los cuales hacen la propaganda de su propia honra, o son tan mezquinos que todo lo juzgan y critican inculpando a los demás para justificar su inhibición y ocultar la propia vergüenza de no hacer, poco o mucho, todo lo que pueden desde su propio lugar. Hay, luego, una gran masa de hombres distraídos, perdidos en la masificación ambulante, que vegetan en su propia mediocridad, aunque, de vez en cuando, alguna sacudida idealista les zarandee en su letargo, pero sin jamás decidirse del todo por un esfuerzo generoso y valiente que pueda suponer la dedicación de la vida, o de una parte importante de la vida, con todas las fuerzas, a remediar los males que nos disgustan y a difundir, creativamente, los bienes que nos entusiasman.
La madre Teresa, hace unos años, cuando vio algunos males de este mundo, descubrió a los que mueren desamparados. Ella ya conocía a Cristo y, al mirar a aquellos desgraciados, comprobó que se parecían extraordinariamente a su Cristo conocido: precisamente por ser pobres y ser los más pobres de entre los pobres y se acercó a ellos para recoger la imagen del Cristo siempre buscado: era un Cristo todavía no glorioso; era un Cristo de faz desdibujada, borrosa, dolorosa.
Todos los hombres se parecen a Cristo, pero ella creyó que aquellos reproducían una imagen más fiel, y no apartó los ojos de ellos, y fue su vocación dedicarles la vida y las fuerzas. Eso que llamamos "vocación", y que, si bien miramos, todos tenemos si no la borramos del camino que Dios nos traza.
Pobres hay muchos en el mundo, y ojalá, los que decimos que creemos en Cristo y hemos oído su Evangelio, lo seamos verdaderamente, alguna vez, desde el corazón, con la sinceridad que se rinde ante la realidad y el misterio de la vida y de la muerte. Pero hay unos pobres que son, entre todos, los más pobres del mundo, los más pobres del corazón y los más pobres {8 (148)} del cuerpo: son los moribundos abandonados, aquellos que carecen hasta de un techo que les resguarde, en la agonía, del frío de la noche o del sol hiriente del día, los pobres que mueren sobre el polvo o sobre el barro de las calles; porque pobres de esta pobreza existen, tendidos en las calles húmedas y sucias de la India superpoblada, en rincones de la tierra donde la tristeza es somnolente y la desgracia fatal y tan frecuente, que los todavía vivos transitan por ella con indiferencia.
También allí ―tal vez más allí— los hombres se parecen a Cristo, y Cristo se descubre a los hombres:
el Cristo que, para nacer, sólo tuvo un portal y, para morir, el descampado. Y una mujer, María, su madre, que veló su agonía, hasta el último momento, cuando habían cesado ya las blasfemias y el paso de los instantes tornaba indiferentes, por el cansancio de la espera, a los espectadores de la muerte.
La madre Teresa, en la India, se ha dedicado a recoger a los moribundos abandonados por las calles.
Los ha levantado del barro o los ha retirado del sol implacable, como si los desclavara de la cruz, desnudos del afecto de nadie, para llevarlos al hospital, muchas veces destartala do, pero allí, por lo menos, ella y sus hermanas, hacen el oficio de la Virgen con el Señor que está muriendo todavía, aunque por ser tantos los asistidos, sólo les puedan ofrecer un techo, un poco de agua, un poco de amor y una mano dulce y rugosa que les cierre los ojos cuando se apaga la vida. No les puede devolver la vida, cuando ya la muerte es inevitable, pero sí que puede ofrecerles una muerte "con dignidad humana".
Cauterizada por el dolor tantas veces contemplado y palpado, desde la pobreza vivida y compartida, aunque una ráfaga emocional o llevada de la curiosidad enarbole su figura y la convierta en mito al que sea posible transferir los ideales de bien que los hombres frustran cada día, ella seguirá con su trabajo, agradeciendo a la Providencia esa oportuna limosna del premio que se le acaba de conceder, mientras le faltan manos y horas para recoger a más moribundos.
El Nobel de la Paz, tantas veces discutido y hasta desacreditado por las dudas que se han podido formular sobre los méritos de varios de sus galardonados y de muchos de sus candidatos, esta vez no suscitará polémicas, y se ha concedido a una tarea humanísima y cristiana.
Aunque la paz, la verdadera paz, siempre es cristiana.
{9 (149)}
5. «No tengo miedo... »
Oración encontrada en el bolsillo de un soldado muerto en la II Guerra Mundial.
Óyeme, Dios mío: es la primera vez que hablo contigo.
Hoy quisiera saludarte. ¿Por qué ocurre esto?
No sé si sabrás que me habían dicho que tú no existías
y yo, pobre de mí, creí que era verdad.
Jamás me había fijado en tu gran obra,
pero ayer, mirando arriba desde el fondo de aquel cráter
que perforó un obús
descubrí tu cielo tachonado de estrellas
y me di cuenta de que me habían engañado.
Y es bien curioso:
en este terrible infierno
he encontrado la luz para mirar tu Faz.
Después de esto, me queda poco que decirte,
sino sólo que soy feliz de haberte conocido.
{10 (150),,}
Pasada medianoche tenemos la ofensiva,
pero no tengo miedo. Yo sé que tú estás velando.
¡Dan la señal! Bien, Dios mío, he de irme...
Te he tomado afecto...
Quisiera decirte, todavía que, como tú sabes, la lucha será dura,
y tal vez, esta noche, llamaré a tu puerta.
Aunque nunca habíamos sido amigos,
¿me dejarás pasar si voy a verte?
Mira, estoy llorando.
¿Lo ves, Dios mío?
Estoy pensando que ya no soy malo.
Basta, que he de irme.
¡Buena suerte!
¡Qué rara sensación: no tengo miedo de la muerte!
{11 (151)}
6. documento: FUNDAMENTACIÓN DE LA FE CRISTIANA
A MODO de ampliación del prólogo que precede a su último libro, Karl Rahner hizo una presentación en Madrid y Barcelona) de la traducción española, cuyos párrafos más salientes transcribimos. Karl Rahner es, en la actualidad, uno de los primeros teólogos del mundo. Creemos que su obra puede ayudar a quien sea capaz de hacer un esfuerzo de reflexión paciente, por encima de la simple búsqueda de estímulos religiosos. Ha sido publicada con el título de CURSO FUNDAMENTAL SOBRE LA FE por Editorial Herder, de Barcelona, y consta de 535 páginas.
El primer nivel de reflexión
La peculiaridad de la obra no está propiamente hablando, en su concepción global del cristianismo y su carácter científico, sino en la decidida voluntad de desarrollar el problema de la esencia del cristianismo en un primer nivel de reflexión.
No pretendo, pues, dejarme arrastrar a los sublimes y profundos problemas de una teoría de la ciencia. Esta formulación dice algo muy sencillo, pero llevado expresa y decididamente hasta sus últimas consecuencias. En efecto, ¿cuál es la situación de un cristiano que quiere ser honradamente responsable de su fe ante sí y ante los demás; expresando realmente y con la suficiente claridad lo que él, como cristiano, considera y vive como verdadero? El cristiano normal, y también el teólogo especializado, que sólo puede ser auténtico especialista en un pequeño sector {12 (152)} de entre toda la teología, se enfrentan hoy con una filosofía y a una teología de dimensiones inabarcables.
Dicho lisa y llanamente, nadie puede hoy reflexionar por sí solo sobre su fe cristiana en su fundamentación teológica y en su contenido dogmático, tal como se presuponía que debía hacerse y se hacía de hecho según los ideales científicos de los antiguos tratados de dogmática y teología fundamentales.
Añadamos de paso que tampoco es posible superar esta dificultad mediante un trabajo en equipo. La razón es obvia: cada uno de los miembros del equipo tendría que comprobar si los resultados del conocimiento del otro compañero tienen solidez suficiente en esta materia ya que en tales disciplinas, y contrariamente a lo que ocurre en las ciencias naturales, un investigador no puede fiarse de los resultados de otros investigadores.
Fe científica o precientífica
Y, sin embargo, tiene que ser posible una responsabilidad racional y una comprensión de las afirmaciones de la fe, porque esta fe cristiana sólo puede ser realizada por un sujeto libre y responsable. Debe darse, por tanto, una manera de justificación y de comprensión de la fe cristiana que no sea el resultado y síntesis de un recorrido por todas y cada una de las disciplinas teológicas particulares. En este punto es, en definitiva, irrelevante que esta justificación y comprensión del sentido de la fe cristiana, no surgida de las disciplinas teológicas particulares, hoy ya inabarcables para un solo individuo en razón de su complejidad, sino anterior a este carácter científico, pueda o no llamarse propiamente ciencia.
Si hablamos, pues, de un primer nivel de reflexión, esto no quiere decir que dicho nivel sea el mismo para todos y que no existan diferencias esenciales. Se distingue, por ejemplo, de aquella reflexión científica sobre la fe cristiana que acumula en sí todos los métodos, reflexiones e investigaciones de una multitud de ciencias históricas y filosóficas particulares. Sus resultados, por una parte, deben expresarse en este "segundo" nivel de reflexión y, por otra, ya no pueden ser dominados actualmente en su conjunto por un solo individuo. La tarea que me propuse en mi libro era, pues, sencillamente, explicar cómo un cristiano normal, que no puede ser especialista en todas y cada una > {13 (153)} de las disciplinas pertinentes, puede justificar ante sí mismo y ante los demás la razón y sentido de su fe, sin tener por ello que intentar elaborar, en un solo libro, la totalidad de las problemáticas y de los resultados de todas las ciencias filosóficas y teológicas particulares. Mi libro de clara expresamente que se limita a un primer nivel de reflexión, además precientífico. Este nivel, sin embargo, halla en su propia razón y en su misma inevitabilidad su fundamento científico.
Teología trascendental
Aparte este carácter formal, el libro presenta, en mi opinión, algunas peculiaridades de contenido. Permítaseme llamar la atención sobre algunas de ellas.
Muchas veces se ha calificado mi teología de trascendental. No tengo nada contra esa denominación, a condición de que sea bien entendida y no despierte la impresión de que con ella se expresa de forma unívoca la totalidad de mi pensamiento teológico. Desde mi punto de vista, este calificativo significa simplemente el reconocimiento del hecho siguiente: para que todas las afirmaciones de la fe y de la teología puedan ser realmente responsables, hay que preguntarse cómo y por qué el hombre, desde su mismo ser y su misma existencia (que es concreta y se halla siempre, en consecuencia, inevitablemente, bajo la gracia de la comunicación de Dios), es siempre sujeto a quien pueden y deben afectar realmente estas afirmaciones. Este calificativo de "trascendental" 110 significa que en mi teología el hombre sea sujeto de la fe y de la religión sólo en abstracta trascendentalidad y no en su historicidad y en su historia. Para mí el hombre es sujeto de la fe como esencia histórica y en su acontecer concreto. Precisamente esta posibilidad ―que está muy lejos de ser evidente― es la que debe demostrarse a través de una reflexión trascendental. Debe hacerse ver que la historia puede tener una significación auténticamente salvífica para el sujeto espiritual, que es siempre algo más que espacio y tiempo.
Teología de la gracia
Otra de las características importantes de este libro es el hecho de que la gracia se piensa siempre estrictamente, tanto en su primer punto de partida, como en su sentido último, como una comunicación de Dios mismo, es decir:
{14 (154)} una autocomunicación divina. Por consiguiente, sólo puede alcanzarse una comprensión real de lo "sobrenatural" a condición de considerarlo primariamente desde Dios, la "gracia increada". Esto, por supuesto, sin negar la doctrina tradicional de una gracia creada como requisito simultáneo y como consecuencia de la misma gracia increada.
La dimensión de lo sobrenatural y de la revelación se constituyen primariamente mediante la comunicación de Dios mismo, por la que Dios, con su propia esencia, se convierte gratuitamente en auténtico principio íntimo del hombre.
Esta autocomunicación gratuita de Dios como radicalización de la trascendentalidad humana hacia y hasta la misma inmediatez de Dios, no es una permanente lejanía, literalmente "a mano", no sólo es algo que le sucede al hombre acá y acullá, en puntos aislados del tiempo y del espacio, sino que es un modo y talante del ser, un "existencial" del hombre. Por eso, se da en todas partes y de forma permanente. Con todo, dicho "existencial" acompaña al hombre, cuando es menor de edad, sólo a modo de oferta y como anticipación para su libertad. En cambio, al hombre ya históricamente adulto a modo de aceptación libre o de libre rechazo.
Historia y revelación
Al realizarse con esta autocomunicación divina, otorgada universalmente a todos en la historia como "existencial" personal del hombre, una radicalización de la trascendentalidad humana hasta la inmediatez de Dios, se verifica también desde siempre una auténtica revelación histórica, sobrenatural y personal de Dios. Sin embargo, tal revelación fundamental o no ha sido siempre objeto de reflexión temática o no lo ha sido con suficiente claridad, o se ha realizado de mala manera. Por esto, la historia del espíritu y la historia de la revelación son simultáneas. Lo que de ordinario solemos llamar historia de la revelación primera, es decir: la que va desde Abraham y Moisés hasta Jesucristo no es propiamente la historia de la revelación, sino una parte especial y privilegiada de de esa historia general y total de la revelación. Tal historia se constituye mediante la autocomunicación de Dios como "existencial" del hombre y acontece por doquier en la historia de la humanidad, a diferentes niveles de reflexión. {15 (155)} La historia de la religión, también antes del cristianismo explícito, verbalizado e institucionalizado, incluido el Antiguo Testamento, no es, pues, sólo el impotente empeño del hombre para entablar, con ayuda de su trascendentalidad natural y desde abajo, una relación con Dios, sino que es también ya de antemano, siempre y en todas partes, historia de la revelación y de la salvación que procede de arriba. Esta historia de la gracia es, pues, verdadera historia, es decir: lenta realización de esta gracia en el hombre, un logro que puede estar depravado de múltiples formas y de terrible manera.
Con la venida de Jesucristo esta historia general de la salvación no está ya sólo en su fase previa de abierta oferta de la gracia a la libertad del hombre, sino victoriosamente realizada, de forma irreversible, por el mismo Dios, respecto de toda la humanidad.
Teología de Jesucristo
Llegados aquí, deben hacerse algunas observaciones sobre la cristología de este libro. Comparada con el volumen total de la obra, la reflexión sobre Cristo ocupa un gran espacio para que no quede oscurecida la "cristicidad" del cristianismo, aun cuando este cristianismo se contemple dentro de la autocomunicación gratuita de Dios en sí mismo. Esta cristología tiene que hacer, como es obvio, algunas afirmaciones históricas y no puede limitarse a ser una explanación meramente especulativa de una idea de Cristo. Es decir, es preciso responder a la pregunta de dónde puede hallarse legítimamente y de forma concreta aquel Dios-hombre al que tiende una cristología trascendental como a cumbre suprema irreversible de la historia universal de la salvación. Es, pues, legitima y necesaria una cristología "desde abajo", una "cristología ascendente". Así lo ha visto siempre la teología tradicional, en la medida en que en su teología fundamental desarrolla un tratado sobre Cristo como "enviado divino". La cristología de este libro quiere ser y es tradicional, en cuanto que comienza por preguntarse quién era este Jesús, que era lo que anunciaba y cómo se interpretaba a sí mismo.
La tesis fundamental del libro es la siguiente: Jesús proclama que en él, en su persona y en su doctrina, el reino de Dios, es decir, la autocomunicación gratuita de Dios mismo, no sólo está siempre presente como oferta a {16 (156)} la libertad del hombre, sino que ha llegado ya al mundo de forma victoriosa e irrevocable.
Resurrección
No podemos tampoco abordar con mayor detalle la doctrina sobre la resurrección de Jesús. También esta doctrina tiene un cierto punto de arranque trascendental (si así puede decirse). Nos apoyamos en la convicción de que, a diferencia de una antropología platonizante e idealista y en razón de la unidad ―rectamente interpretada― de espíritu y materia en el hombre, que no significa, por otra parte, pura identidad, el rescate definitivo y la consumación del hombre como persona espiritual ante Dios, dice ya lo que se quiere indicar realmente con la resurrección y la plenitud del hombre Jesús y de la nuestra.
Iglesia y futuro
Debemos pasar aquí por alto los siguientes "grados" del libro después de la cristología, es decir, las teologías de la Iglesia y del futuro: la eclesiología y la escatología.
Al final vuelve a hablarse de nuevo de varias "fórmulas breves" de la fe. Dichas fórmulas no quieren, por supuesto, sustituir o desplazar a las restantes profesiones de fe del magisterio eclesiástico. Sin embargo, sí que pretenden iluminar el hecho de que, a pesar de su historicidad, la doctrina del cristianismo puede, hasta cierto punto, ser reducida a un breve "concepto" y de que existen varios caminos de acceso hacia la auténtica comprensión de la fe cristiana, tal vez hasta ahora demasiado poco atendidos en la proclamación tradicional del mensaje cristiano.
Todo libro de un teólogo tiene deficiencias y lagunas, Las más graves son las que han escapado a la reflexión del autor, pues, de no ser así, las habría evitado. Esto es, naturalmente, válido también para el presente libro. El autor no acertó a salvar lo que expuso de modo deficiente u omitió siendo importante para su temática, pero no se le puede reprochar que falte aquello que, según su método y su planteamiento básico, carece de importancia para su tema.
Trinidad
Así, por ejemplo, tal vez la doctrina sobre la divina Trinidad sea de extensión menor de la que ya hubiera tenido inevitablemente, dada la intención y la estructuración del libro.
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El misterio de iniquidad
Otro de los temas, tal vez no suficientemente desarrollado en mi libro, es el referente al "mal" en el mundo y en su armonización con la fe en un Dios infinitamente santo y exclusivamente bueno. El libro no defiende ninguna 'apocatástasis', y subraya, en cambio, una legitima esperanza en una reconciliación final escatológica y universal, aunque en la historia de una libertad, todavía abierta al hombre, {18 (158)} debe contar siempre e irremediablemente con la posibilidad de una perdición definitiva. Podría ser, con todo, que en este libro el mal haya sido descrito con colores demasiado poco vigorosos. Aun así, me parece que debe darse más importancia al optimismo cristiano de una humilde y universal esperanza sin límites en la santa bondad de Dios, que al pesimismo sabihondo de que el mal, condenado por Dios, se ha impuesto definitivamente en el mundo.
De los ángeles y los demonios no se habla en este libro.
Sea cual fuere la calificación teológica que deba darse a esta doctrina, me parece que no tiene necesariamente que aparecer en un libro que se propone llegar al concepto básico definitorio del cristianismo.
Otras teologías
Una última limitación del libro, que yo mismo veo y confieso abiertamente, es un cierto rigor individualista en el desarrollo de todas las reflexiones teológicas. La teología política o teología de la liberación no aparece expresamente mencionada en la obra. Esto no significa, simplemente, que rechace estas teologías, lo cual estaría en contradicción con muchas cosas que he dicho en otros escritos sobre este tema. Pero, en mi opinión, puede justificarse esta confesada ausencia de la teología política o de La teología de la liberación en este libro. De una parte, se trata de una obra relativamente pequeña y que pretende exponer la totalidad de la temática tradicional de la teología fundamental y dogmática. También estas teologías tienen que llevar a cabo, por encima de una proclamación apasionada de su esencia formal, un trabajo teológico, que es común a la teología tradicional. Y entonces, creo que también podrán aprobarlo los partidarios de una teología política o de una teología de la liberación.
No quisiera que se valorara este libro como la exposición sistemática y totalmente integradora de mi teología.
Son demasiados los problemas que no se tocan en él y a los que me vengo dedicando desde hace cuarenta años.
De todas formas, la obra ofrece, a un primer nivel de reflexión, cierta mirada global sobre la totalidad de la doctrina cristiana de la fe.