Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 176. ABRIL. Año 1980
0. SUMARIO
LA fluidez del presente se alimenta de recuerdos del pasado y de esperanzas cara al futuro. Pero, desde la fe, el futuro es algo más de lo que pueda caber en el tiempo: es el desarrollo, es la re-creación purificadora para alcanzar a Dios, ya desde este mundo, sin que ::nos sea posible tomarlo como una instalación, sino como un progreso que nos obliga a un continuo renacimiento interior, donde Dios se manifiesta poco a poco, en consonancia con el devenir del mundo que nos rodea, y de las circunstancias que nos retan a buscarle, sin cesar. No podemos instalarnos aquí, sino que hay que seguir buscando.
EL CIELO BROTA DE LA TIERRA
LA NUEVA ESPERANZA
DESDE SAN FELIPE A HAENDEL
EL SUEÑO DE UN ANCIANO
ELOGIO DEL ARTE
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1. EL CIELO BROTA DE LA TIERRA
Ya no percibo el afanoso golpear del tiempo,
ni el jadeante respirar del pecho,
ni el martilleo de mi pulso;
ni diferencias en la sucesión
de los momentos.
Yo tuve un sueño, sí.
Con suavidad dijeron a mi lado:
«Acaba de partir; se ha ido».
Y el eco de un suspiro recorrió la alcoba.
Distintamente oí la voz del sacerdote,
un grito: «¡Subvenite!»;
y los presentes se pusieron de rodillas
en oración.
Parece que los oigo todavía;
susurros débiles y quedos, desmayados,
en intervalos indefinidamente dilatados,
¿De dónde es eso?
¿Esta separación, qué es?
Una invasión de soledad, desde el silencio,
en lo más hondo de la esencia de mi alma.
... Rápidamente el rayo,
que se encendió con su segundo nacimiento,
le hace volver al ser primero:
y el cielo brota de la misma tierra.
¡Te digo adiós, querido hermano,
pero no para siempre!
sé valeroso, sé paciente
cuando el dolor te abata sobre el lecho;
la noche de la prueba ha de pasar rápidamente,
y volveré a despertarte cuando llegue la mañana.
John Henry Newman, C. O.
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2. La nueva esperanza
HAY una visión del devenir de la vida, como si fuera un camino de retroceso a la nada, como un círculo involutivo, como una espiral escondiéndose en el fatal regreso a mitos de paraísos perdidos, que fueron poesía, pero no llegaron a verdad. Hay postulados del mal, precipitadamente admitidos para justificar la renuncia a cualquier intento hacia la nueva esperanza. Hay, en los conscientes, la tristeza de la mirada extática, que paraliza todos los pensamientos en la muerte, como fuga implacable y silenciosa de la realidad que obliga demasiado. Hay, también, la ensoñación de los inconscientes, tranquilos en su beata ignorancia, cómodos en el voluntario alejamiento de cualquier urgencia de verdad y de justicia apremiante, colmada la raquítica sed y hambre de bienes precarios, satisfechos con sólo los sucedáneos de apariencias engañosas que les distraen de los valores auténticos, de las exigencias puras del ser y del bien, desplazadas y usurpadas como el oro por la quincalla. Hay una falta de esperanza, en el hombre, en el mundo, en la Iglesia. Los más críticos, cuando sienten demasiada reverencia para referirse a la esperanza y decir que se ha perdido o que se desmorona, expresan su dolor hablando del desencanto.
Desencanto o desesperanza, precisamente ahora, cuando es más necesario confiar y seguir adelante: como es necesaria la primavera después del frío invernal y antes de la cosecha esperada; como la flor que invita al gozo antes de darnos el fruto, aunque todavía levante el cuchillo del frío en amenaza inútil para obligar el regreso al invierno temido.
«No tengáis miedo», repite el Señor, recién resucitado, a sus discípulos, Desde aquellos días, aunque hayan pasado veinte siglos, aún es primavera, y no hay más invierno para el espíritu humano. No hay regreso, no hay fatalidad, no hay involución, no hay éxtasis, sólo queda la esperanza, todo el camino del hombre es de esperanza, aun para este mundo que pisamos, en este mundo que vivimos, que construimos, en que luchamos y discutimos. Es {3 (63)} como un gran camino de Emaús, en que andamos y discutimos sin relacionar bien la fe con los pasos que damos, pero en el que ya Cristo nos acompaña. Iremos, poco a poco, descubriendo el sentido de los designios de Dios sobre el significado y dignidad de nuestra misión. Nosotros seguimos esperando.
La esperanza es como la belleza: no se identifica con el mismo bien, pero es lo que del bien permanece cuando se nos hace imperceptible tras una primera intuición de su presencia, caldeando el corazón, y es lo que antecede al bien que se acerca, tras la promesa.
La esperanza cristiana es una flor que brota de las ramas del árbol de la Iglesia, porque anuncia, no la muerte, sino la resurrección de Cristo. Si solamente creyéramos en la muerte o hasta la muerte, seríamos unos desgraciados, y hasta los más desgraciados de los hombres; pero nosotros creemos en la resurrección, en la verdad y en la vida.
Cuando entendamos mejor a Dios, mientras andamos los caminos del tiempo, cesaremos de romper, de destruir, de borrar o volver a atrás, convencidos de la imposibilidad de un regreso a la nada, porque la nada no existe. Existe sólo el dolor de la transformación, la esperanza de la resurrección. Y todos los cuchillos del frío, todos los temores del miedo, todos los poderes del mundo no podrán destruir jamás, tras el invierno de la duda y del dolor de los hombres, los almendros en flor gritando esperanza a orillas del camino, más allá de Emaús.
La Iglesia nunca consideró como propio, estilo artístico alguno, sino que, acomodándose al carácter y a las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creando en el curso de los siglos un tesoro artístico digno de ser conservado cuidadosamente.
También el arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia, para que pueda juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en siglos pasados.
VATICANO II, L, 123
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3. La música y el Oratorio: Desde san Felipe a Haendel
SAN FELIPE NERI aparece en la historia de la música como v el protagonista del "oratorio musical". Nacido en Florencia, educado en un ambiente humanista, buen poeta, encauza estas inclinaciones naturales al servicio de las ideas de la Contrarreforma, que da silueta austera y preocupada a la Roma que conserva el rescoldo de los alegres renacentistas.
San Felipe Neri combina las dos facetas esenciales de su tiempo: junto a una elevación religiosa de la "amistad" humanista ―la "Congregación del Oratorio" es su trascendencia―, [1] coloca una piedad profunda. San Felipe Neri es un hombre perfectamente situado en su tiempo, con una forma de piedad bellamente ecléctica que prolongará su influencia hasta nuestros días: el cardenal Newman, buen músico, es el símbolo más reciente de esta línea del "oratorio".
Por ello puede dar un impulso decisivo al "oratorio". Como "pequeño sermón en música" lo definen entonces. Se trata de excitar sensiblemente la piedad al poner en música un trozo bíblico, intercalado entre la predicación. Aunque se busque siempre una música digna, recostada en la mejor tradición polifónica, esa misma llamada al sentimiento exigía una recogida del afán melódico. Junto al "oratorio" de san Felipe Neri, el amigo de Victoria y de Palestrina, ponía, sin saberlo, las bases de un gran capítulo de la historia musical europea. Ya sabemos cómo Victoria y Palestrina gozaban de su tutela espiritual.
LOS PRECURSORES: LA ESCUELA ROMANA
En los músicos del "oratorio" fundado por san Felipe Neri se adivinan ya los pasos iniciales de la evolución posterior. De la ingenua Laude filippina, de Animuccia, hasta Carissimi, hay una serie de nombres, como Ancine, el español Soto, Isabelli, Rossini, Martini y los seguidores del estilo palestriniano, que, por las mismas exigencias de la vida espiritual de la "Congregación del Oratorio" van tomando elementos y signos de la música profana en torno. Ya en el Teatro spirituale, de Anerio, se ofrecen los elementos esenciales del oratorio: narración, diálogo, meditación, pero en forma impersonal, sin encontrar todavía, ni en la música ni en la letra, una disposición adecuadamente dramática. Francesco Balducci, muerto en 1643, con sus textos y sus escritos, toma ya la palabra "oratorio" en su específico sentido de forma musical: el oratorio en lengua vulgar y el latino se juntan. La palabra "oratorio" define, de manera esencial, {5 (65)} las nuevas vías de la música religiosa en el siglo XVII. Esta forma aparece como un intento de síntesis entre la tradición polifónica y la avalancha monódica del melodrama.
SENTIDO Y FORMAS
El "oratorio" no ha nacido con fines puramente musicales, ni mucho menos eruditos; no hay en sus protagonistas complejo alguno de resurrección de antigüedades griegas.
El fin es plenamente piadoso: que la música preste a las palabras bíblicas un sencillo apoyo de sentimiento. Por eso la famosa Rappresentazzione di anima e di corpo (1600), de Cavalleri, no es un "oratorio", sino un melodrama con argumento religioso. Como en toda época de aurora las formas se influyen confundiéndose muchas veces.
· El "oratorio" musical como inmediato derivado del melodrama, cuando no de la sencilla "laude" sacra, toma sus elementos de la polifonía clásica: modalidad arcaica ausencia de innovaciones armónicas, huida del cromatismo, austeridad.
Ahora bien, cuando se trata de poner en música episodios bíblicos, narrativos sin ejemplo cercano de procedimiento en la polifonía o, sobre todo, cuando se quiere una mayor intensificación de la piedad "individual" —la polifonía clásica es "objetiva", sometida al texto―, la época, inconscientemente, presta todo ese caudal melódico, ineludible ya para un espíritu culto de ese siglo. El equilibrio romano entre tradición y novedad gana caracteres de genialidad en Carissimi.
Después de Carissimi, el "oratorio" musical sufre una doble transformación: en Roma sigue como "tradición". Como forma ecléctica deriva ya a la forma de "melodrama" espiritual, ya hacia lo hagiográfico. Luego evoluciona de forma que lo "representativo" vence a lo "narrativo". Sin embargo, dentro de la escuela romana sigue conservándose el estilo polifónico y el tratamiento sencillamente fugado de los coros.
EL ORATORIO HAENDELIANO
La esencia del oratorio italiano se recoge y se alza en el oratorio haendeliano: la voz unánime llega aquí a su apoteosis. El coro de Carissimi se movía en grandes cuadros estáticos, sostenidos por una armonía sencilla y a veces arcaica. El coro de Haendel nos da siempre la impresión de plenitud, plenitud movida y ondulante desde muy dentro.
Carissimi conservaba la objetividad de la polifonía clásica: esa castidad expresiva que impide al compositor meter entre el pentagrama dolores o gozos individuales.
Goethe veía una gran línea en la música de Haendel: "homérica" se ha dicho, y no mal. La vacilación entre el oratorio "narrativo" y el "meditativo" se resuelve maravillosamente en Haendel. Toma de los relatos bíblicos lo más ligado con el pueblo entero que dialoga a grandes voces y sin sobresalto; encuentra un tono de "epopeya" donde la expresión lírica tiene esa apasionada serenidad de los coros de la tragedia antigua. Diálogos monumentales, "música de bronce", última trascendencia de ternuras y de dolores colectivos.
Federico Sopeña, en HISTORIA DE LA MÚSICA.
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4. EL SUEÑO DE UN ANCIANO
«The dream of Gerontius», poema para un "oratorio musical", escrito por John Henry Newman, C. O.
JOHN HENRY NEWMAN, fundador insigne del Oratorio en Inglaterra, no solamente fue un hombre de virtud y cultura extra ordinarias, sino uno de los mejores estilistas de su tiempo. La obra poética del cardenal Newman ha sido acogida por los católicos, y también por los demás cristianos, especialmente los de lengua inglesa: podemos encontrar poesías del gran convertido de Oxford en los himnarios protestantes y oírlos cantar, todavía en sus templos durante los actos de culto. Sin irenismo alguno, podemos afirmar que Newman no es solamente católico: literariamente es ya un clásico inglés, por su personalidad es un genio y, como los clásicos y los genios, pertenece a todos y es de siempre, aunque la cronología nos lleve a situarle, en el marco de la literatura inglesa, entre los románticos victorianos.
Pero el romanticismo de Newman ―como desde otras perspectivas, el de Manzoni― está impregnado no solamente de la fe cristiana, sino de la serenidad sin comparación posible si, por ejemplo con el tema de la muerte (tópico del romanticismo), trasladáramos nuestro oído al Byron inglés, a Fóscolo el compatriota de Manzoni, o a nuestro desesperado hispánico Espronceda.
En Newman es un cristiano el que escribe sobre el drama de la muerte y, si bien le es imposible disimular la transparencia helénica bebida en las aguas de la armonía de la dicción clásica, no encontramos ningún alarde de erudición pagana, ni resquicios por donde se filtren esteticismos o concesiones para la mitología. Esta fidelidad a la pureza de la fe en transparencias de la expresión poética la encontramos en otros poetas también oratorianos de nuestras décadas, aunque ya desaparecidos, como Alessandro Naldi en los versos para un "oratorio" {7 (67)} sobre san Felipe y, más cerca de nosotros, en Jaume Garcia Estragués, en quien resurge la fluidez de la aparente espontaneidad verdagueriana, tersa, depurada, mística y popular al mismo tiempo.
Como poeta, la obra que le ha dado más fama a Newman ha sido «The deam of Gerontius». En él es la fe que desarrolla, desde la vida, para más allá de la vida, con los datos de la revelación, lo que supera la existencialidad terrena, como resplandor magnífico de un "segundo nacimiento": the quickening ray, lit from his second birth.
El protagonista no es ningún héroe mítico, ni mitificado; es un anciano ―¿hace falta decir que el mismo Newman?― marcado con la fe de Cristo, cargado con el peso de las debilidades humanas, pero no un hombre perdido o desesperado; sino un hombre que sale de este mundo temporal, sin estoicismos transformados en fortaleza postiza y que, por ello, clama humilde, sinceramente: «Líbrame, Señor, de la muerte... » El poema no pretende ninguna finalidad apologética; es una meditación de la muerte para ser leída u oída por creyentes, una meditación esperanzada y sobrenatural por consiguiente. El diálogo, arquitecturado con sencillez sobre verdades reveladas, se desenvuelve diáfanamente en forma teatral, representable, y se presta al revestimiento de la composición musical que conocemos con el nombre de "oratorio". En 1885, con ocasión de los Festivales de Birmingham, el compositor checo Antonin Dvorak, que conocía la traducción alemana del poema, estuvo a visitar al cardenal Newman en el Oratorio, y deseaba poner música a la obra. Es posible que no se decidiera a ello finalmente, porque le faltaba conocimiento más profundo del idioma inglés, a pesar de haber realizado algunos viajes a las islas con motivo de dirigir algunas de sus obras; otra cosa hubiera sido diez años más tarde, de regreso de su estancia de tres años en Nueva York, al frente del Conservatorio de Música.
El poema de Newman fue musicado por el compositor inglés Edward Elgar, sin contar composiciones {8 (68)} parciales, algunas meritísimas, de otros músicos que eligieron fragmentos del poema. El oratorio musical «The dream of Gerontius», de Edward Elgar, fue estrenado en los Festivales de Birmingham, en el otoño de 1900. Este compositor coincide con la corriente haendeliana y mendelssohniana, y es el primero que pasa a Europa con personalidad inglesa, superando el influjo germano de otros compositores británicos contemporáneos.
El romanticismo, en muchas partes, fue, antes que una revalorización de lo genuino y nacional, una asimilación de colonizaciones sentimentales, estéticas, ideológicas ―música, literatura, política...―, hasta que fue posible, a los pueblos y culturas nacionales, encontrarse a sí mismos. Elgar, seguido luego por Waugan Williams, representa la creatividad de este encuentro, definido, en cada pueblo europeo que lo consiguió, con la denominación de "nacionalismo musical", que no es el romanticismo mismo, sino más bien, su producto, en lo que a música se refiere. Por esto, en último término, fue mejor que el poema de Newman fuese llevado al pentagrama por otro inglés, que por un checo aunque fuese después el autor de «La Sinfonía del Nuevo Mundo».
Cuando se lee, o cuando se oiga el poema de Newman, será oportuno recordar, como con su «Apologia» y los escritos autobiográficos, que «El sueño de Geroncio», pertenece a la vida del autor, a pesar de la parábola. Lo cual, por lo demás, aunque menos estrictamente, cabría decirlo del resto de su obra, como de la obra de todo autor.
Por este poema Newman ha sido comparado a Milton, a Shakespeare, a Jorge Manrique, a Dante, a Calderón... Pero Newman no pretendió para él mismo grandiosidad alguna; lo escribió casi de un tirón, poco después ―lo cual sí es significativo― de concluir su «Apologia». La simplicidad ornamental, la sinceridad fervorosa y serena, sin tiempo para ser estudiadas, fluyeron espontáneamente.
Cerca de Birmingham, en Rendal, hay una pequeña posesión de los Padres del Oratorio: una casita, una capilla y el cementerio de la Congregación, y en el cementerio la sepultura de Newman, cubierta de césped y, como las demás, sin otro adorno que la cruz. Simplicidad, silencio y paz para pensar, balbuceando lemas y palabras que Newman tuvo en sus labios y en su corazón: «por la cruz a la luz», «desde el mundo de las sombras y de los símbolos hacia la verdad», y «desde la tierra al cielo», como en el poema: and heaven grows out of eart, y el cielo brota de la tierra...
La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y, del bien.
CONCILIO VATICANO II, IM 15
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5. ELOGIO DEL ARTE
Y dijo Dios: «Que exista la luz». Y la luz existió. Y vio Dios que la luz era bella. GÉNESIS, 1, 3-4.
PODRÍA parecer inútil la tarea del artista. Muchas veces se consideran, sus obras, como el producto de una ociosidad privilegiada. Cierto que es tarea difícil la de establecer fronteras entre lo que es necesario у lo que consideramos superfluo, o entre el bien urgente у el aplazable; pero esta misma tendencia clasificadora, llevada al extremo, es una de nuestras grandes debilidades por la que nos inclinamos a perpetuar la absurda visión maniquea de la vida, y a considerarla más como una división entre el bien y el mal, que como una ascensión a la cumbre del bien, única meta de lo absoluto. La estrategia de seleccionar, elegir y preferir sólo lo inmediatamente útil, nos desespiritualiza, nos mutila la sensibilidad y nos conduce al absurdo de reducciones infrahumanas que nos convierten, a no tardar mucho, en seres perseguidos por las sombras de nuestras propias aberraciones. El hombre apresurado, sin capacidad para el éxtasis ante el bien y la felicidad, es un ser deforme y desgraciado.
Para entusiasmarnos con el bien hace falta percibir, dejarse bañar por su resplandor. A ese resplandor le llamamos belleza, y al que sabe expresarla, de manera consciente y reflexiva, bajo formas sensibles, le llamamos artista. Arte es la expresión sensible y reflexiva de lo bello.
Si decimos que el mundo es bello y que es la de Dios perceptible a los hombres, es evidente que proclamamos que Dios es el primer y el más grande artista y fuente, además, de toda belleza: fuente inagotable, en él mismo, y cuya comprensión el hombre no puede apurar, aunque a él se dirija con esfuerzo perpetuo, porque en su infinitud, es, para nosotros, inaccesible ―luz, "resplandor inaccesible", diría san Pablo―. Pero el resplandor de la bondad divina envuelve toda la vida humana: reconocerlo y propagarlo es ser artista; el arte es siempre una comunicación, además de un éxtasis, además de una vibración profunda del espíritu en presencia de las armonías del bien, porque estas armonías piden ser expresadas, y las expresa el artista.
El arte y el bien
El bien у el arte concurren. No puede haber arte sin expresión de lo bueno; sin transformar, por lo menos, lo {10 (70)} malo en bueno por medio de una forma bella de expresión.
Hasta cierto punto se puede decir que el arte redime del mal, aunque es más exacto afirmar que lo bello tiene su fuente en la bondad.
La misma santidad, no solamente es la obra de Dios en el alma del hombre, mientras le atrae hacia él, sino que es, además, la correspondencia del hombre a la atracción divina y por esto se puede decir que los santos son "artistas" de la Gracia. La santidad muy poco tiene que ver con utilitarismos y contabilizaciones decorativas, prestigiosas o moralizantes. Todavía preguntamos con demasiada frecuencia, sobre todas las cosas, y hasta de lo espiritual, o lo santo, o lo apostólico, el perpetuo "para qué sirve" o "cuánto y cuántos"... Reducimos la eficacia al dato de la estadística, lo sobrenatural a una suerte de automatismo mágico y extraterreno. Mientras cerca, antes que el jardín tenemos la flor, y antes que la cascada o el caudal no acertamos a ver el rocío sobre las hojas. Admiramos lo grande antes que lo bello, y el poder antes que la hermosura. De Dios mismo, queremos que sea grande, pero no le reconocemos en lo pequeño; cuando se niveló a la medida humana fue despreciado y maldecido. Y había sido el gesto más bello de Dios, porque quiso, sin abdicar de sí mismo, coincidir con lo más bello de su creación, el hombre.
Jouber decía: «Nada hay más bello que Dios; después de Dios la cosa más bella es el alma; después del alma, el pensamiento; después del pensamiento, la palabra». Y nos atreveríamos a añadir a esta gradación: después de la palabra, el signo; después del signo, el silencio. Con estas condiciones: cuando el silencio no es rechazo, sino lenguaje y elocuencia de la contemplación; cuando la palabra es vehículo expresivo del pensamiento; cuando el pensamiento es la nitidez reflejada del alma; cuando el alma es espejo de Dios.
De Dios fluye, a Dios lleva toda belleza. Puede equivocarse el artista en la denominación de la Divinidad, pero la luz que aureola su arte es divina y, tarde o temprano, descubrirá su origen, momentáneamente ignorado.
Por esta razón, los artistas casi nunca son blasfemos, porque {11 (71)} están cerca y se acercan siempre al Absoluto, con la avidez pura del niño que estrena el beso del bien en el camino, todavía nuevo para él, de la vida.
Hacen falta artistas
Utilitarismo y pereza se confabulan contra el arte, porque estandarizan la existencia humana y la paralizan para que no sea capaz de descubrir el resplandor virgen de lo bueno, o de añadir bondad a su descubrimiento. Y así impiden el gozo o lo hacen engañoso y doblemente efímero, desplazando la inevitablemente pequeña, pero posible, felicidad de esta vida.
Los artistas nos ayudan a salvar este riesgo y hasta nos demuestran que todos podemos ser un poco artistas, si sabemos captar la belleza que ellos nos ofrecen con ánimo de hacer participantes de algún modo a los demás de tal ofrenda.
Porque el arte no es solamente para que aprendamos a valorar el equilibrio, la proporción, la completez e integridad y el gusto que causa la contemplación o percepción de lo bello, sino que, como hace referencia siempre a lo bueno ―o redime en buenas todas las cosas― pide ser comunicado. Todo bien incomunicable (?) deja de ser, por ello mismo, un bien verdadero. De donde tanta falsa belleza y tanta ignorada belleza...
Descubrir la belleza
El bien, la verdad o autenticidad, la belleza, no están siempre señalizados, en el camino de la vida. Hay bien y belleza inexplorada. En la óptica de lo bello existe siempre un resplandor inédito que se deja descubrir y recoger; y en el corazón del verdadero artista, se despierta una generosidad creadora y comunicadora irresistible, por la que, al mismo tiempo que se ve, añade y se suma y funde en una misma contemplación que, además, se abre a comunicarla. Como una misma agua no pasa dos veces por el mismo río, así la captación estética no se realiza, ni siquiera en el mismo individuo, a modo de repetición matemática. La iteración del gozo estético es irrepetible, jamás idéntica. Esa novedad añadida es un gozoso descubrimiento.
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Saber elegir
Pero también es una elección. El artista no solamente ha de tener la capacidad transparente para percibir, sino que ha de afrontar el riesgo, prudente y valiente al mismo tiempo, de elegir. Elegir es completar y añadir algo subjetivo, propio, a la percepción de la belleza. Un artista no es un copista; todavía menos, no es un glotón precipitado, catador de todo lo que le parece deleitable, manoseador de apariencias, que relega y olvida enseguida, ávido de nuevas presas para su sensibilidad superficial o estragada.
El artista no es un sensual. Elegir es purificarse, muchas veces dolorosamente, por un gozo espiritual que, si bien es claramente presentido, no pide compensaciones o halagos a la sensibilidad: la música no es ruido, la forma no es masa, el color no es mancha, la luz no es llama devoradora, la palabra no es enigma jeroglífico... Toda borrosidad se perfila, se define, se afina, señala, conspira hacia el equilibrio expresivo, elocuente y luminoso de belleza, conjugada en la integridad simplificada de los medios elegidos para ser transmitida. En aras de esa comunicabilidad el artista ha de hacer previos y verdaderos esfuerzos de simplificación ―de elección―, y lograr decir o expresar lo más posible y lo más sinceramente posible, en lo memos y más inteligible, añadiendo a su ofrenda la humildad de saberse inacabado en la obra que brinda y que comunica, dejándola abierta, para que la vayan completando, en sí mismos, los que la reciben gozándola; la obra del verdadero artista es como levadura de belleza que crece, mientras se reparte, y se hace social, difundida, como corresponde a lo verdaderamente bueno. El que sea capaz de elegir el gesto, el movimiento, el color, la luz, la forma y el volumen, el sonido, la voz, la palabra, el silencio y el momento para conseguir la mejor comunicación de la belleza, ése es un artista.
{13 (73)} Los que pasan de largo de todo, ni son contemplativos ni fecundos, ni saben recibir ni comunican nada, ni son agradecidos ni creadores. Confundirán el letargo con la felicidad, el atolondramiento con el esfuerzo, lo sensiblemente gratificante con lo bueno, y el milo con el ideal.
La belleza cercana
Pero, con la belleza nos sucede lo que con tantas cosas más o menos buenas: la mitificamos en algún símbolo externo a nosotros mismos, pero que consideramos "nuestro" evitando, sin embargo, identificaciones incómodas por exigentes, y demasiado cercanas. Ser compatriotas de un pintor célebre o espectadores de una competición deportiva, ni nos hace artistas ni deportistas. Lo bueno no debe ser ―ni puede ser― lujo, mera exhibición, ni capricho. Confundir el bien del arle con alguna de estas cosas denota plebeyez. El artista es el evangelizador de la simplicidad, no de la dejadez embobada y perezosa; de la sinceridad, no de la rudeza o el mal gusto, que saben a insulto. La educación para captar y transmitir lo bello que el brinda a la sociedad, no estriba en hacernos visitadores asiduos de los museos, como quien coloca etiquetas culturales a las propias conversaciones vulgares, sino que debe enseñarnos a descubrir la belleza de las cosas más cercanas, tanto de las que encontramos como de las que tenemos que hacer, venciendo rutinas, desprofesionalizando los esfuerzos hasta comunicar a nuestro cotidiano quehacer el calor personal de una armonía y generosidad interiores que nos hagan descubridores y creadores de belleza en medio de lo pequeño como de lo grande que puebla el camino que andamos, mientras ofrecemos a los demás, capaces de reconocerlo y aceptarlo, el legado puro y luminoso, {14 (74)} como un acto de amor, de la experiencia propia, pero inacabada, que se transmite como enriquecimiento, solamente corruptible si no se hace inmediatamente activo. El bien, la belleza que de él destella, no se comunica ni refulge más en el mundo, tanto por fallos o ineptitud del que debe comunicarlos, como por falta de receptividad ―que es lucidez, y no "aprovechamiento"― para que «lo más precioso, no sea destinado a la inmundicie ni pisoteado», como nos diría Cristo en su Evangelio.
Se nace artista
Dicen que el arte se estudia; pero en las escuelas pueden enseñar a descubrir la generosidad creadora, pueden disciplinar en una ascesis depuradora, pero no pueden hacer creadores, como deben ser los artistas. El artista no se hace, nace. De donde, todos nacemos, más o menos, artistas; todos podemos depurarnos, más o menos, en la expresión y transmisión pura del bien; todos debemos intentarlo... Los más adelantados, esos que llamamos "artistas", nos preceden como un estímulo ejemplar, no como meras figuras míticas a las que basta aplaudir sin imitar.
Dios mismo, supremo artífice, nos ha hecho a todos un poco artistas, pero artistas en tanto que también creadores. En nuestra época corremos el riesgo de anquilosar la creatividad de la mayoría, porque no falta quien, substituyendo la quincalla por la obra bella, invita a suprimir esfuerzos inventivos a la creatividad humana, para que se limite a consumir lo que le da hecho, sin experiencia de alumbramiento por el propio esfuerzo que extrae de la contemplación, la belleza proyectada del hombre, mientras camina por la vida. Incluso se tiende a hacer creer que la belleza, el arte, es gozo privilegiado de la riqueza y tesoro de los poderosos. Parece como si hubiese pasado la época en que el arte era para la comunidad y la calle.
Ahora en la calle queda la especulación y, la comunidad humana, interesa como acervo de donde se extraen clientes {15 (75)} o consumidores. El resto interesa menos. Hemos de regresar a las plazas y monumentos medievales o renacentistas para podernos admirar de la generosidad en el arte. Ahora lo catalogamos todo, lo encerramos en nidos privados o nos basta con saber que se guarda en museos que nos guardamos de visitar, porque el tiempo que en ello emplearíamos no nos sería rentable, porque nos hemos convencido, aunque sea por error, que lo que importa es asegurarnos lo útil, material y económico, incapacitados para actos de generosidad en los que compartir lo gratificante y espiritual.
La pobreza
Y, no obstante, necesitamos del arte. El hartazón plebeyo del consumismo, el espíritu quincallero por poseer mil cosas y trapos con que cubrir el cuerpo para esconder la vaciedad interior del alma, no nos puede hacer felices, y sólo suministra datos al psicólogo para diagnosticar la falta de ideal y de firmeza para algún propósito verdaderamente elevado, que no puede ser substituido, ni consciente ni inconscientemente, por la transferencia que nos separa del deber, de la capacidad humana todavía latente por desarrollar, por más que nos distanciemos empeñados en ignorarla.
La réplica al mal del consumismo, es la pobreza. Ella purifica para lo auténtico, porque ayuda a recuperar la capacidad de admirarnos por lo verdadero y bueno, por lo amable y hermoso.
No será en la abundancia de medios y de recursos donde hallaremos los mejores estímulos para esa recuperación, sino en la sencillez de la vida diaria, cuando de ella alejamos el afán de posesividad y de ostentación, la vanidad de trapería perfumada y, vueltos a lo sencillo, comencemos a ser artistas en el buen gusto por realizar las tareas cotidianas y los mismos quehaceres profesionales o domésticos.
{16 (76)} Antonio Gaudí había dicho al final de una reunión, casi ritual, de artistas, como si despertara de una profunda meditación: «Estoy convencido de que la verdadera elegancia se descubre en la pobreza». Gaudí será un artista inmortal, pero la generación consumidora sonreirá escéptica porque ella, sin personalidad, "necesita" ser continuamente seducida por la novedad de las mil modas de todos los escaparates para los ojos del cuerpo de quienes los tienen cegados en el alma.
Gaudí, el modernista, supo, precisamente de acuerdo con esta tendencia artística, mostrarse respetuoso con los trozos desechables de cristal, de azulejo, de cascote... y supo combinarlos para convertirlos ―creativamente― en elemento decorativo, imperecedero.
Más recientemente, Pasolini supo plasmar en una deliciosa fábula ―Le Streghe― la relación entre pobreza y belleza: en aquella escena en que la pobre sordomuda, recién casada, llega a su nuevo hogar, la choza inmunda de su marido, cierra los ojos a éste y al hijastro, que le obedecen mientras, en unos momentos, ella transforma el paupérrimo recinto, por la magia de su trabajo y destreza en limpiarlo, en el resplandor ingenuo de la pobreza ordenada y limpia, como el heno de la campiña romana, sin añadir nada más que la simplicidad ordenadora del amor y la alegría de hacer felices a los demás, cuando abren los ojos.
EL arte y el amor
Nosotros, en cambio, pensamos que el arte depende de la riqueza, y que el ambiente de la felicidad es el espacio suntuoso. Pero el arte es siempre engendro de La Iglesia reconoce el canto gregoriano como propio de la liturgia romana, el cual, en igualdad de condiciones, debe ocupar el primer lugar en las celebraciones litúrgicas. Los demás géneros de música sagrada, y en particular la polifonía, de ninguna manera han de excluirse de la celebración de los divinos oficios, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica.― CONCILIO VATICANO II, L 116.
{17 (77)} amor, es creación del bien. Tanto la riqueza, como el despecho que origina la envidia ―al fin y al cabo es otra forma de riqueza, más cobarde, aunque envuelta en cortezas de fingida humildad―, hacen degenerar lo bello hacia el esplendor quincallero, brillante y facilón. Donde no hay tradición y cultivo de belleza tampoco hay amor ni espíritu creativo: a lo sumo se vive el aprovechamiento de una renta a extinguir y deformada, que acaba en recuerdo arqueológico, útil solamente para alguna cita que adorne la vanidad de quien la recuerde. De modo parecido a como la palabra "amor" se aplica abusivamente para encubrir tantas variedades del egoísmo, también se llama "arte", con frecuencia, a residuos del mal gusto, a falsedades del buen orden estético, a quincalla dorada.
El arte es el esplendor del bien y de la verdad. Donde no haya búsqueda de ese bien y afán de autenticidad, no bastarán jamás artistas ni podrá hallarse, en la masa que forma la sociedad, ese nivel medio de buen gusto que le ayude a aureolar la vida con la unción de la belleza que Dios ha repartido en toda la creación. Esta es la razón por la que Dios, el Cristianismo, tienen que ver con el arte. Sin Dios, o sólo con ídolos ―deformaciones de Dios― en el alma, no se puede ser artista, ni descubrir belleza.
Sólo en el afán de Absoluto en el espíritu se puede leer, con los sentidos, o acusar en las vibraciones profundas del alma, el bien traducible en expresión lúcida que se ofrece con generosidad y aumenta con su ofrenda.
Bien, verdad, belleza, arte, Dios: son palabras siempre relacionadas, convergentes del amor. Tal vez del arte no pueda decirse que es el mismo amor; pero es su signo o su lenguaje, o la modulación de este lenguaje. De todas formas, si no es el mismo amor, por lo menos sí es, siempre, adverbio del amor, si el amor lo entendemos como el verbo, como el movimiento creativo, como la dinámica del bien.
{18 (78)} SON muchos, en nuestro tiempo, los hombres que se preguntan por el sentido de esta vida.
Nos admiramos al contemplar la grandeza del universo ante la pequeñez e insignificancia del hombre. ¿Puede ser cierto que, en el universo, se desenvuelve un proceso ciego merced al cual, sobre el pequeño planeta que habitamos, en virtud de determinadas leyes, han aparecido la vida y los hombres?
Hombres que son presa del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte; hombres que, a veces, dirigen sus esfuerzos incluso a darse muerte unos a otros. No. Nosotros tenemos una gran alegría para anunciaros. El Señor ha vencido el sufrimiento y la muerte; ha triunfado del mal. Por la resurrección del Señor, ha nacido una nueva esperanza en el mundo. La vida, la bondad y la alegría pueden acabar con el pecado, con la malicia, con la muerte. Hemos conocido a hombres como Juan XXIII, como Martin Luther King...― que han vivido de esta esperanza, y que han hecho posible el acercamiento entre los hombres de este mundo dividido.
Estaban convencidos de que el bien es mucho más fuerte que el mal. Un cristiano cree que el mal, por más poderoso que parezca, es impotente frente al bien. Cree que la opresión y la miseria, que la indigencia y el hambre pueden ser superados, incluso a la muerte se le ha arrancado el aguijón.
Hermanos y hermanas: nosotros que escribimos esta carta, y vosotros que la leéis o que escucháis su lectura: nosotros vivimos para siempre. El Señor ha muerto y ha resucitado como primero entre una multitud de hermanos. Nosotros moriremos, pero después de nuestra muerte reviviremos con Cristo. A pesar de que la fe en la vida eterna se esté debilitando. A pesar de que no falten quienes duden respecto de ella, o se debatan entre incertidumbres. Nos hacemos cargo de estas crisis: también nosotros somos hombres y conocemos la incertidumbre y la duda. No somos capaces de edificar la representación de una nueva vida y por eso nos cuesta tanto aceptarla. Aunque la fe exige que podamos admitir que existe algo más allá de lo que alcanzamos a ver u oír, y que está por encima de lo que podemos palpar con nuestras propias manos o definir exactamente por medio de métodos científicos.
La incredulidad atiende sólo a la forma de este mundo, y sólo acepta lo que se puede representar. La Sagrada Escritura lo dice claramente:
la fe es el fundamento de lo que esperamos, es la prueba de la realidad de lo que es invisible (Hebreos, 11, 1). Ni existe ojo humano que haya visto jamás, ni oído que haya oído, ni corazón que haya percibido lo que se nos tiene preparado.
No nos lo podemos representar, pero lo podemos creer.
De una carta pastoral colectiva de Cuaresma, de los obispos de Holanda.
El arte no es para ganar dinero, el arte necesita sacrificio.
BENJAMÍN PALENCIA
Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
CONCILIO VATICANO II, IM, 12
Todo arte tiene un poco de mística. Yo creo que el arte ha dejado de tener importancia porque ha perdido ese sentido místico, teológico. La pintura es una religión.
El arte es una religión. No se trata de pintar santos y santas, sino de comprender la naturaleza con ese sentido teológico. Por eso el arte ha bajado tanto y está por los suelos. El arte tiene que volver a comprender ese mundo para llegar a ser grande.
BENJAMÍM PALENCIA
Es triste tener que ponerle precio a una obra de arte.
FRANCISCO RUIZ OLIVAS, escultor.
Los artistas que, llevados por su ingenio, desean glorificar a Dios en la santa Iglesia, recuerden siempre que su trabajo es una cierta imitación sagrada de Dios Creador.
CONCILIO VATICANO II, L, 127
La Iglesia aprueba y admite en el culto divino todas las formas de arte auténtico que posean las debidas cualidades.
VATICANO II, L 112