Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 177. MAYO. Año 1980
0. SUMARIO
LA IGLESIA es como un árbol, Cristo como la vid:
Los santos son ramas de ese árbol, y sarmientos unidos a la vid; el árbol da fruto a su debido tiempo, la vid da vida a los sarmientos. Plantados en este mundo hasta la hora de la cosecha; unidos y radicados en Cristo que vivifica. Como un árbol, como la vid:
Cristo, los santos, nosotros. Cada rama su buen fruto, cada sarmiento su racimo.
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
UN SANTO
EL SACERDOCIO TARDÍO DE S. FELIPE NERI
ACTUALIDAD DE SAN FELIPE NERI
LA CHIESA NUOVA
SAN FELIPE NERI, APÓSTOL DE ROMA
{1 (81)}
1. RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO
• Prevalencia de la caridad sobre la ley.
• Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado y alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el trato espiritual.
• La Eucaristía como centro de toda la vida.
• Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte. Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al máximo con el espíritu del Evangelio.
• Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el verdadero amor de la convivencia familiar, que en la multitud de miembros.
(DE LAS CONSTITUCIONES) 2 (82)
{2 (82)}
2. Un santo
UN Santo fue un hombre que intentó absolutamente llevar a la vida todas las consecuencias de la fe cristiana. Un ensamblaje de la fe y el hombre. Y la originalidad de cada santo ha consistido en que esa fe no ha falsificado la singularidad de su ser humano, sino que, por la consentida acción de Dios sobre su ser y su vida, se ha transformado y ennoblecido y se ha convertido en instrumento de su reino en la tierra, dentro del gran sacramento que es la Iglesia, "signo" de Cristo.
Cada hombre es distinto, y así, es también distinto el modo de ser santo cada uno de esos hermanos nuestros que, con seriedad profunda, vivieron la fe. Vida y fe son los dos elementos significativos de la santidad en el hombre. A nivel teórico no nos cuesta admitir ese binomio de la naturaleza y de la fe incidiendo en lo humano; sólo cuando pretendemos, aunque modestamente, hacerlo concreto en cada uno de nosotros, corremos, alternativamente, el riesgo del espiritualismo a ultranza (que tampoco es espiritualismo) o del naturalismo barnizado de pretensiones cristianas (que tampoco es encarnación de la fe): porque somos proclives a justificar como humano lo que apenas rebasa el substrato primario de los impulsos interesados, o los límites y la visión raquítica de los gustos, la comodidad, la vanidad o el capricho; o bien nos creemos asidos a lo espiritual cuando, refiriéndonos a Dios, practicamos otra forma de escapismo para huir de lo que nos impone la realidad integradora ―propia y circundante― y nos perdemos en fantasías, transferencias sentimentales, sugestiones y encantos míticos. Cuando nos balanceamos entre estos riesgos, cualquier intento para comprender la originalidad de un santo, no pasa de la cansina clasificación de sus virtudes ―como cuando se trata de la bondad reduciéndola a moralismo― o, si queremos parecer profundos, se procede a su descuartizamiento psicológico, aderezado con alguna anécdota que confiera apariencia de confirmación a nuestras aventuradas presunciones, y acabamos haciéndonos un santo que, desde lejos, nos da la razón.
{3 (83)} Santa Teresa de Lisieux estaba convencida de que las mejores páginas de la biografía de un santo, no se leen jamás en esta vida. Esa relación de la gracia, o acción de Dios, en cada santo, permanece siempre como un misterio en desarrollo, que funciona sobre la personalidad humana y las circunstancias culturales e históricas que fueron marco de su vida, tomando este envoltorio, no sólo como referencia a los hechos y datos más generales de la sociedad y de una época determinada, sino también y principalmente el entorno inmediato y más concreto de situaciones y personas que rodearon al santo. En eso, precisamente, estriba su originalidad. Si bien ellos no hicieron demasiada filosofía sobre ese supuesto al que, a veces, nosotros dedicamos demasiados pensamientos, deteniéndonos en la contemplación relamida de la propia imagen, en perjuicio de la vida interior, del verdadero trato con Dios, del entusiasmo abnegado por él. Los santos se dejaron conducir por el enamoramiento de Dios y, ese mismo amor, superador de cualquier filosofía, les hizo espontáneamente dóciles, como hijos buenos de Dios. Ésa fue su originalidad, y no las anécdotas más o menos fidedignas y más o menos sorprendentes, que tal vez llamen la atención del curioso lector de literatura hagiográfica. Acostumbrados a la deformación de que la originalidad se elabora y mantiene por el grado de preocupación depositado en el fomento y custodia de la propia imagen y que lleva a un estudio de sí mismo falsamente espiritual, con superposiciones postizas de palabras, gestos y modos ajenos, descuidamos el corazón y esa limpieza de mirada puesta en Dios que se olvida de las técnicas multiplicadoras o imitadoras de los sucedáneos de la santidad, y no somos espontáneos en buscar, en seguir y en amar a Dios. La originalidad de lo santo en el hombre, es esa respuesta a la gracia de Dios, desde la naturaleza del ser, purificándolo y superándolo sin deformaciones ni estudiadas preocupaciones por las apariencias, sino, simplemente, por ir y estar más cerca de Dios, Padre nuestro y Padre de nuestro Hermano mayor, Jesucristo. Por esto fueron sencillos, espontáneos y "originales" los santos. Y por esto fueron santos.
UNA MÍSTICA, UNA FE.
...Aceptación total de una mística necesaria para vivir: hacia dentro y hacia fuera de un mundo que se había quedado huérfano de valores... Para hacer algo hay que creer en algo... ¿En qué creemos nosotros? La fe siempre es una aliada de la victoria.
Guillem Viladot
{4 (84)}
3. El sacerdocio tardío de san Felipe Neri
FRISABA san Felipe los 36 años cuando recibió la ordenación sacerdotal, el 23 de mayo de 1551, en la iglesia de san Tommaso in Parione, pues san Felipe había nacido el 21 de julio de 1515. Tal vez nunca habría llegado al sacerdocio de no haber mediado la persuasión del sacerdote y buen amigo de Felipe, Persiano Rosa.
San Felipe Neri, que había llegado a Roma cuando tenía 18 anos, acababa de pasar otros tantos dedicado a obras de apostolado, al estudio y a la oración. Había cursado Filosofía en la Universidad de la Sapienza, y luego Teología en la Facultad de los Agustinos. Poseía un notable bagaje cultural en estas ciencias, como demostró, aun en su ancianidad, cuando discutiendo sobre temas de ciencias sagradas, sorprendía, por su agilidad mental, a los estudiosos jóvenes y a maestros conspicuos. Conocía y hacía frecuente referencia a santo Tomás, en especial la Summa Theologica.
Pero esta preparación no se la había procurado, como pudiera pensarse, como un requisito para disponerse a recibir el sacerdocio, sino por el deseo de conocer mejor las cosas de Dios y de poder hablar de él y enseñar a los demás; había estudiado sin tener a la vista el estado clerical al que apuntaban otros el propósito de Felipe era puro, gratuito. Y cuentan de él cómo, en alguna ocasión, mientras en clase se trataba de las cosas de Dios a las que atendía, no pudo reprimir las lágrimas de su fervor incontenible.
Por esto sería un error imaginar que san Felipe renunciara a formar una familia y, al mismo tiempo, a hacerse sacerdote, en busca de esa independencia estéril de solterón egoísta y fracasado, que se retrae de responsabilidades y huye de compromisos. San Felipe había asumido los suyos, y su labor apostólica de su tiempo de seglar lo atestigua sobradamente. Si él prefería esa libertad, no era a causa de ninguna clase de egoísmos o complejos, sino porque estaba convencido de que, en su estado laical, podía dedicarse más plenamente al bien.
Un poco de trabajo para no ser gravoso a nadie y para bastarse a sí mismo, y su limpia y gozosa pobreza {5 (85)} le aseguraban su amada independencia.
Ni tampoco puede sorprendernos ese modo de entender la dedicación a Dios y al apostolado, pues incluso ha habido grandes fundadores que ni siquiera han llegado jamás al presbiterado, y ello no les impidió llevar adelante grandes obras, como fueron san Benito, fundador del monacato en Occidente, y san Francisco de Asís. A propósito de estos dos santos, no sería difícil establecer algunas analogías con san Felipe, si bien habría que añadir el influjo de la primera educación recibida por san Felipe, de los dominicos de Florencia e, igualmente, la constante amistad que tuvo en Roma con los de la Minerva. Ninguno de estos santos entendía el sacerdocio como un fin; el fin era el reino de Dios, y el realismo evangélico de la verdadera humildad cristiana les llevó a los dos primeros a entender que podían contemplar a Dios y trabajar por la Iglesia sin necesidad de ser, ellos mismos, sacerdotes: en cuanto a santo Domingo, sabemos que dejó de ser canónigo para imprimir a su sacerdocio y al ministerio de la orden que iba a fundar, un dinamismo evangélico que supuso una novedad para el sentido clerical de su época.
El proceder de san Felipe puede obedecer a su espíritu de humildad, pero, sin mengua de esa virtud, es posible que en él no se obraran tales reflexiones y que, simplemente, prefiriera mantenerse seglar para poder mejor hacer el bien y hacerlo de aquel modo espontáneo y desenvuelto que le era propio. Por otra parte, aunque no faltaban buenos y hasta santos ejemplos de sacerdotes en su época, no era infrecuente el caso de clérigos cuya mediocridad humana buscaba refugio en aquella sociedad organizada de modo que les aseguraba una sustentación económica y cómoda, y un respeto y una honorabilidad social más difícil de alcanzar, o imposible de escalar, desde la vulgar situación de simples ciudadanos o, acaso, de pobres labriegos. Algunas familias numerosas y necesitadas estimulaban a sus hijos para que abrazaran el estado clerical o ingresaran en un convento, con el deseo de librarles de la fatal pobreza de un porvenir incierto, y sin que ello se entendiera como una adulteración de la propia fe; otros, con parecidas intenciones y sin necesidad de tenerles que tachar a todos de antipatriotas, se dedicaban a la vida militar... En aquellos tiempos, uno y otro estamento ofrecían, además, la base para ser promocionado a honores, ascensos o dignidades o acceso a rentas y privilegios. En cualquier caso, aun en los grados menos elevados, eran estados que socialmente eran respetados, lo cual explica que no fuera infrecuente que algunos los abrazaran para tener asegurada su posición y gozar, a la vez, del halago de un {6 (86)} cierto prestigio, de virtuoso, de bondadoso o de sabio, si se hacía cura o religioso, o de valiente, héroe o patriota, si militar. Eran los tiempos de la mitificación del hábito, y del estado clerical y del cultivo de la fama, de los blasones y del honor, aunque enseguida, unos y otros, serían contestados por el realismo inclemente de la literatura picaresca, principalmente española, que venía a rebajar los mitos de todas las grandezas o ambiciones, ya fuesen beatas ya patrioteras. Por lo demás, los sucesos históricos vendrían a imponer las realidades olvidadas. Sólo que, los santos, en cada época de crisis, sin necesidad de anticipar esas reflexiones que luego los humanos pueden hacer fácilmente a posteriori, ya intuían, en cada momento, el modo de volver a la simplicidad de la verdad evangélica, como lo hiciera en su tiempo san Francisco, o san Antonio, o San Benito, y como en la pomposa Roma renacentista hacía, con intuición sobrenatural, san Felipe.
En Roma, en tiempos de san Felipe, pululaban los buscadores de recomendaciones y empleos y los ambiciosos de prelaturas y dignidades, envueltos en melifluos pretextos de buen celo por el bien de la Iglesia y oportuna devoción al papado ―que en otras partes el protestantismo combatía—. Junto a esto san Felipe recordaría al dominico Savonarola, eliminado en Florencia por el rigor inhumano del {7 (87)} poder papal corrompido. Por lo cual no era extraño que se mostrara reticente frente al aparato clerical y creyera mejor posición la de la libertad laical para dedicarse a hacer el mayor bien posible a la Iglesia.
La actitud de Felipe es comprensible, pero excesivamente radical, porque ni todo estaba corrompido en la jerarquía y la clerecía de la Iglesia, ni todo lo que era necesario para remediar aquel estado podía hacerse desde una situación exclusivamente laica. Fue el bueno y prudente sacerdote Persiano Rosa quien le convencería, haciendo, con ello, un gran bien a Roma y a la Iglesia.
De todas formas, en la primera comunidad del Oratorio, se estableció que nadie aceptaría recomendar o recabar influencias u honores para sí ni para otros, en la Curia Romana, y quedaron para la historia los grandes ejemplos de los primeros discípulos del Santo al oponerse a aceptar obispados y dignidades eclesiásticas.
En el fondo de todo estaba el grande y puro amor a la Iglesia y una libertad fundamentalmente evangélica, pero, en el caso de san Felipe, concordante con el sentido fuertemente autónomo del carácter florentino. Mientras Roma era, o parecía ser, la sede del poder, de la organización y de la fuerza solamente rivalizada por la imperial o la del rey francés, Florencia representaba la laboriosidad, el arte, la inteligencia, la sabiduría, Roma rezumaba paganismo, a pesar de ser la ciudad corazón de la Iglesia.
San Felipe la amó con dolor por eso, pero también con esperanza a causa del bien que se podía y era necesario hacer allí. Felipe llegó a Roma, no como el aprovechado en busca de prebendas o dignidades, sino en pos de las huellas de los primeros santos que, precisamente allí, habían derramado su sangre en testimonio de Cristo. Él dedicaría a Roma todo el resto de su vida, por la misma causa que aquellos santos, predecesores en la fe.
Florencia seguiría presente en su corazón con un amor jamás apagado; pero ello no le impidió amar también a Roma, a la que nunca abandonó, hasta la muerte. Y todavía más: san Felipe, como dice Papini, florentizó Roma; le sirvió el primer original amor y carácter florentino, y con la dulce mordacidad de una ironía mezcla de inteligencia, cariño y reprensión irrefutables, contribuyó al desmontaje de la pomposidad orgullosa de la corte pontificia y a la reforma casi festiva de las costumbres paganizantes de los romanos.
El 26 de mayo de 1595, murió san Felipe, cuando contaba 80 años y 44 de sacerdocio. Trabajos, amor, esperanzas, dolores y alegrías lo habían vinculado de tal modo a la ciudad cabeza de la Iglesia, que enseguida se le reconoció ese patrocinio de ininterrumpida veneración popular que no es sólo el {8 (88)} que se le tributa solemnemente cada año en el día de su Fiesta, sino el diario acudir de los fieles romanos a su sepulcro, como al Padre que no se olvida y cuya bendición y ejemplo nos acompañan sin cesar.
{Fotografías}:
Interiores de la iglesia del Oratorio de Albacete 9 (89)
{9 (89)}
4. Actualidad del mensaje de san Felipe Neri
«Hombre de fe profunda y sacerdote fervoroso, genial y de amplia visión, dotado de carismas especiales, supo mantener indemne el depósito de la verdad y lo transmitió íntegro y puro, viviéndolo íntegramente y anunciándolo sin ninguna clase de compromisos»
{Fotografía}: Dibujo del interior de la Iglesia del Oratorio de Albacete, por Carlos Blanc.
HACE un año, en la fiesta de nuestro Padre san Felipe, el papa Juan Pablo II, estuvo en la "Chiesa Nuova" —así la llama el pueblo romano vulgarmente— de santa María de la Vallicella, fundada por el mismo Santo y donde se conserva su cuerpo, y celebró la santa Misa. Después del Evangelio, pronunció la siguiente homilía:
Queridos hermanos y hermanas:
No podía faltar mi visita a este lugar santo y amado por los fieles de Roma, para venerar a aquel que fue designado como "Apóstol de la Ciudad", san Felipe Neri, copatrono, con Pedro y Pablo, de esta ciudad de Roma.
{10 (90)} Mi venida aquí era un deber, era una necesidad del alma y era, también, una respetuosa esperanza. En esta iglesia, donde descansa el cuerpo de san Felipe Neri, expreso antes que nada mi saludo más cordial a los sacerdotes que son sus discípulos.
Luego, con particular amor, os saludo a vosotros, fieles y, en vosotros, deseo llegar a todos los fieles de Roma, ciudad de san Felipe Neri, tan amada y colmada de beneficios por él, cuyo recuerdo vivo y santificante se mantiene presente.
Vosotros sabéis que en el período de su permanencia romana, desde 1534, cuando llegó como desconocido y pobre peregrino, hasta 1595, año de su bienaventurada muerte, san Felipe Neri tuvo un vizísimo amor por Roma. Por Roma vivió, trabajó, estudio, sufrió, rogó, amó y murió. Tuvo siempre a Roma en la mente y en el corazón, en sus preocupaciones, en sus proyectos, en sus instituciones, en sus alegrías y, también, en sus dolores. En beneficio de Roma fue san Felipe un hombre de cultura y de caridad, de {11 (91)} estudio y de organización, de adoctrinamiento y de oración; por Roma fue sacerdote santo, confesor infatigable educador ingenioso y amigo de todos, y de manera especial fue un experto y respetuoso director de conciencias. A él acudieron papas y cardenales, obispos y sacerdotes, príncipes y políticos, religiosos y artistas; en su corazón de padre y de amigo confiaron ilustres personas, como el historiador Cesare Baronio y el célebre compositor Palestrina, san Carlos Borromeo y san Ignacio de Loyola, y el cardenal Federico Borromeo.
Pero su pequeña y pobre habitación fue, sobre todo, el lugar de encuentro de una multitud inmensa de humildes personas del pueblo, de gentes que acudían a él con sus penas, con sus problemas, marginados de la sociedad, jóvenes, adolescentes, que corrían a él en busca de consejo, perdón, paz, aliento, auxilio material y espiritual. La actividad benéfica de san Felipe fue tal y tan grande, que la Magistratura de Roma decretó regalar cada año un cáliz a su iglesia en el día aniversario de su muerte, como señal de veneración y de agradecimiento.
Le tocó vivir en un siglo dramático, ebrio a causa de los descubrimientos alcanzados por el ingenio humano y el esplendor de las artes clásicas y paganas, pero que estaba en crisis radical por el cambio que se obraba en la mentalidad. San Felipe apareció como un hombre de fe profunda, como un sacerdote fervoroso, genial y de amplia visión, dotado de carismas especiales, que supo mantener indemne el depósito de la verdad y lo transmitió íntegro y puro, viviéndolo íntegramente y anunciándolo sin ninguna clase de compromisos.
Por este motivo su mensaje es siempre actual y nosotros debemos de escucharlo y seguir su ejemplo.
En el tesoro de sus enseñanzas y en las anécdotas de su vida, siempre tan interesantes y oportunas, algunas perspectivas pueden sernos particularmente actuales para el mundo de hoy.
1. LA HUMILDAD DE LA INTELIGENCIA
Es la primera nota de san Felipe.
En realidad la soberbia de la inteligencia constituye un peligro fundamental. San Felipe la veía peligrosamente vigorosa en aquel siglo autosuficiente y rebelde, y por esto insistía particularmente sobre la humildad de la razón y sobre la penitencia interior. La inteligencia es un don de Dios que hace al hombre semejante a él; pero la inteligencia {12 (92)} debe aceptar sus límites.
La inteligencia debe alcanzar el Principio necesario y absoluto que rige el universo; reconocer la divinidad de Jesucristo y la misión divina de la Iglesia; y luego detenerse frente al misterio de Dios, el cual, siendo infinito, permanece siempre obscuro en su naturaleza y en sus operaciones; la inteligencia debe aceptar su ley, que es ley de amor y de salvación, y abandonarse confiadamente a su proyecto que, por ser eterno, supera ontológicamente todas las perspectivas humanas.
San Felipe insistía sobre este sentido de humildad frente a Dios. Llevando la mano sobre la frente, solía afirmar frecuentemente: «La santidad está en estos tres dedos de espacio», queriendo significar que ella dependía esencialmente de la humildad de la inteligencia.
2. COHERENCIA CRISTIANA
Es la segunda enseñanza de san Felipe, muy válida y siempre actual.
Con sabiduría cristiana supo él extraer de los principios de la fe, las razones profundas de su actividad y de su vida entera. Y de esta lógica de fe nació espontáneamente un estilo de vida caracterizado por la alegría, la confianza, la serenidad, el sano optimismo, que no es banalidad facilona e insensible, sino visión trascendente de la historia, visión escatológica de la realidad humana. De esta alegría interior nacía su extraordinaria fuerza apostólica y su fino y proverbial humorismo, por lo cual se vino en llamarle "el santo de la alegría" y su habitación denominada "casa de la alegría". Sobre este estilo de vida dulce y austero, alegre y comprometido, el fundó el "Oratorio", que se difundió por el mundo y que, entre muchos méritos, tuvo el de contribuir al desarrollo de la música y del canto sagrado.
San Pablo escribía: «Estad siempre alegres en el Señor. Os lo digo de nuevo: Estad alegres. Vuestro buen comportamiento que sea patente a todos».
(Filip. 4, 1-5).
Tal fue san Felipe: un hombre de alegría y afable. Quiera el cielo que también cada uno de nosotros pueda alcanzar esa alegría que nace del convencimiento y de la vivencia de la fe cristiana.
3. LA PEDAGOGIA DE LA "GRACIA"
Es una tercera lección de nuestro santo, siempre actual y necesaria.
San Felipe, si bien respetando la singularidad personal de cada sujeto, situaba el "proyecto educativo" sobre la realidad de la "gracia" y lo desarrollaba en estas direcciones principales:
conocimiento de cada niño o joven en particular, mediante la atención paciente y afectuosa; iluminación de la mente con las verdades de fe, por medio de lecturas y meditaciones; devoción eucarística y mariana; caridad con el prójimo; fomento de la alegría.
{13 (93)} {Fotografía}:
El mundo de hoy tiene una gran necesidad de educadores sensibles y bien preparados, y que sean maestros en el vencimiento de la tristeza y de la sensación de soledad e incomunicabilidad que aflige a tantos jóvenes y no pocas veces causa su ruina.
Como san Felipe, enseñad también vosotros, padres y educadores, «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, honesto, lo que es virtuoso y merece ser alabado» (Filip.
Carísimos fieles de Roma:¡Cuántas cosas podemos y debemos aprender de nuestro gran Santo! Nos habla a cada uno de nosotros: «Cor ad cor loquitur», como decía el gran cardenal Newman, convertido del anglicanismo. ÉI, cuando después de largos y metódicos estudios históricos y de sufrimientos interiores, fue vencido por la evidencia de las pruebas que le llevaron al catolicismo y a entrar en la {14 (94)} Iglesia de Roma, y pudo conocer la vida y la espiritualidad de san Felipe, por su profundidad, equilibrio y discreción, se enamoró de tal modo de su figura, que quiso hacerse sacerdote oratoriano. Fundó el Oratorio en Inglaterra, siguió siempre sus ejemplos, como lo atestiguan sus admirables escritos, y lo llamo mi personal Padre y Patrón y, en el nombre de san Felipe, quiso que terminara la más famosa de sus obras:
«Apologia pro vita sua».
También para nosotros san Felipe continúa siendo "Padre". Invoquémoslo. Escuchémoslo.
Una de sus más amables características fue el tierno amor a María Santísima, que frecuentemente invocaba "Mater gratiae", con total y filial confianza. Afirmaba, lleno de amor hacia la Madre del Cielo: «Esta sola razón hubiera bastado para dar alegría al hombre fiel, el saber que María Virgen está cerca de Dios y ruega por él» (como refiere su biógrafo Bacci).
Oigamos a san Felipe Neri, convencidos de que, quien tanto amó a Roma en vida, continúa protegiendo y ayudando a sus fieles.
Dice un biógrafo de san Felipe, que nuestro Santo tenía una particular repugnancia a la afectación, tanto en sí como en los demás, cuando se trataba de hablar, de vestir o de cosas parecidas.
Evitaba toda ceremonia que supiese a cumplimiento palabrero, y siempre se manifestaba partidario de la sencillez en todas las cosas; así, cuando tenía que tratar con hombres de prudencia mundana, no podía acomodarse a ellos fácilmente.
Evitaba, en cuanto le era posible, todo trato con personas de "dos caras", que no decían lisa y llanamente lo que pretendían en sus transacciones.
No podía tolerar a los embusteros; y recomendaba continuamente a sus hijos espirituales que los evitasen como una peste.
Éstos son los principios que yo seguía antes de ser católico; estos mismos principios son los que confío me guiarán hasta el fin.
J. H. card. NEWMAN, C. O.
{15 (95)}
5. LA "CHIESA NUOVA"
NO habrá un solo peregrino o visitante de Roma, que no haya pasado por delante de la "Chiesa Nuova". Desde la Stazione Termini, que alberga también la Terminal de las líneas aéreas, se va a la plaza de san Pedro descendiendo por la espléndida Via Nazionale y, tras un par de inevitables recodos a que obligan las interferencias de la monumentalidad, se alcanza la plaza de Venecia y su casi montaña de mármol del monumento a Vittorio Emanuele II, sorprendente, pero que no puede competir ni con el Colosseo que ya se divisa al fondo, ni con la colonnata berniniana que, enseguida, al final de la Via Vittorio Emanuele II, abraza la plaza de san Pedro.
Pues bien, en este último trayecto, existen tres hermosas y famosas iglesias del Renacimiento: en primer lugar, el Gesú, de la Compañía de Jesús; luego sant Andrea della Valle, la mayor de las tres, y, poco antes de atravesar el Tíber, la plaza de la "Chiesa Nuova" y su iglesia.
Toda Roma conoce esta plaza y esta iglesia. Es la Iglesia de los Padres del Oratorio de san Felipe Neri.
El título sería de santa María de la Vallicella, aunque comúnmente todos la llaman la "Chiesa Nuova".
La Vallicella, de la cual la iglesia toma el nombre, recuerda un pequeño valle, actualmente rellenado, que correspondía al antiguo Tarento, lugar con declives y charcos, donde fue descubierto un muro romano en lo que es ahora la parte izquierda de la iglesia. Cerca había también una pequeña iglesia que, según algunos, databa del tiempo de san Gregorio Magno (535-604).
Siguiendo los consejos del papa Gregorio XIII, San Felipe aceptó esta pequeña iglesia y decidió derribarla para construir, en su lugar, la actual, más espaciosa y bella. La primera piedra de esta edificación se colocó el 17 de setiembre de 1575, y ofició la solemne ceremonia el arzobispo de Florencia (san Felipe era florentino) Alejandro de Medicis, que luego sería el papa León XI.
San Felipe Neri no quiso pedir dinero para esta edificación, ciertamente costosa, y se limitaba a aceptar el que espontáneamente le daban amigos y devotos suyos.
Cuando alguno se lamentaba de la grandiosidad del proyecto y el peligro de tener que paralizar los trabajos por falta de recursos, san Felipe le reprochaba la poca fe, y decía:
«soy capaz de mandar derribar lo hecho y comenzar de nuevo una iglesia mayor». Pudo celebrarse en ella la Misa por primera vez el 23 {16 (96)} de febrero de 1577, si bien no estuvo totalmente terminada hasta el año 1599, cuatro años después de la muerte de san Felipe. La hermosa fachada actual data de 1605, que se destaca sobre la escalinata, entre columnas corintias las puertas de la iglesia, y levemente cóncava la verticalidad de la fachada de la casa.
En conjunto, intervinieron varios arquitectos, sucesivamente: Matteo da Città di Castello, Martino Lunghi il Vecchio, Fausto Rughesi da Montepulciano, Tempesta, Borromimi.
La planta de la iglesia tiene forma de cruz latina. Sería largo el comentario de las obras de arte que se contienen en capillas, muros y techo. Merece, de todos modos, una especial referencia, el san Felipe de Guido Reni, las pinturas del techo de Pietro da Cortona, otras de Maratta, de Rubens... la estatua de san Felipe de Algardi, que preside la famosa sacristía, ella sola constituyendo un recinto monumental extraordinario, debida al arquitecto Marucelli, severa, elegante, una de las más bellas de Roma.
En el altar mayor tres pinturas famosas de Rubens y un gran Crucifijo, entre los más bellos de la época, obra del escultor francés Guillaume Berthelot (1570-1648).
Sigue en importancia al altar mayor la capilla del Santo fundador de la iglesia, Felipe Neri. Un admirador ferviente del Santo, Nero del Nero, quiso costear una tumba digna, situada en la parte izquierda del altar mayor. Puso en ella la primera piedra el 6 de julio de 1600 el cardenal Tarugi, buen discípulo del Santo y, al cabo de dos años, se trasladó allí definitivamente el cuerpo de san Felipe Neri. Era el 24 de mayo, siete años después de su muerte.
El altar sepulcral consta de un cofre de bronce con paredes de cristal, a través del cual se ve el cuerpo del Santo revestido de ornamentos sacerdotales; sobre el altar la copia en mosaico del retrato de san Felipe, obra de Guido Reni (1575-1642).
No tan directamente accesibles al público están las habitaciones de san Felipe, en parte reconstruidas y en parte —lo que había sido oratorio privado del Santo— transportadas integralmente de las antiguas. Junto con el sepulcro mencionado son el recuerdo más personal que se conserva de san Felipe Neri, además de lo que se podría llamar gran relicario constituido por la pequeña iglesia y casa de san Jerónimo de la Caridad, casi contiguas a la plaza Farnese, no muy lejos de la "Chiesa Nuova".
Lo que constituye la casa de la Vallicella se debe al arquitecto Francesco Borromini (1599-1667); es un grandioso pentágono irregular que comprende, además de los característicos patios y del reloj barroco, la Biblioteca Vallicelliana con su importante escalinata y el gigantesco altorrelieve que evoca el encuentro entre el papa san León Magno y Atila, la magnífica Aula del Oratorio y la antigua habitación de los Padres.
{17 (97)}
6. San Felipe Neri, el apóstol de Roma
El padre Carlos Gasbarri, es uno de los que más ha estudiado la figura de san Felipe, y, en nuestros días sin duda el que mayormente ha contribuido con sus obras y sus colaboraciones periodísticas, al comentario y difusión de los aspectos más salientes de nuestro Santo. Ofrecemos una muestra en este breve artículo suyo.
LA FIGURA de san Felipe es siempre popular en Roma. Es frecuente oír repetir por humilde gente del pueblo frases o episodios relacionados con la vida y la obra de este santo, tan conocido, porque está dotado de una profunda carga de humanidad, que abarca instintivamente su carácter alegre y, al mismo tiempo, reflexivo, como corresponde a un hijo de la Florencia de siglo XV.
«Sed buenos, si podéis...», decía a los chicos alborotados, y añadía en tono más suave: «Y si no podéis… que Dios os bendiga igualmente».
Y estas frases se van repitiendo todavía en nuestros días, y no sólo en el barrio Parione o Banchi, donde el santuario de la Vallicella representa, junto al sepulcro del Santo, el corazón religioso del centro histórico de Roma. Más allá del Tíber, es el reino de san Pedro, como el Laterano lo es de la tradicional sede del Pontificado antiguo, y santa María la Mayor del culto de la "Salus Populi Romani". Estos lugares son el patrimonio secular de la Urbe Cristiana.
Pero volviendo a san Felipe es obligado hacer memoria de algo más importante que las agudezas de su ingenio o las anécdotas sabrosas e inteligentes que le fueron propias.
Él fue, hace ya cuatro siglos, el sacerdote que comprendió toda la importancia de la estrecha colaboración, en el plano espiritual y de las obras, entre el clero y el laicado. Precisamente por esto fundó el Oratorio, esto es, un lugar de oración, de formación interior, de irradiación de obras de caridad en forma colectiva. Y al servicio de esta institución tuvo junto a sí un núcleo de colaboradores más íntimos, y sus sacerdotes, que son precisamente {18 (98)} los Oratorianos, que han dado, no sólo a Roma, sino a la historia espiritual y cultural de Roma y de la Iglesia, hombres como el historiador Baronio, obispos como Tarugi, Bordini, Ancina y, al mismo tiempo, una serie de doctos arqueólogos, historiadores y artistas.
La arqueología cristiana tuvo su inicio por la devoción de Felipe, todavía laico, al culto de los mártires y la frecuentación de las Catacumbas. Y precisamente el Santo quiso que en las reuniones oratorianas se alternaran el estudio, oraciones y arte, y dio impulso a aquella música laudística, que desembocó luego en la composición seicentesca del oratorio musical, cultivada por Animuccia, Anerio, Palestrina y otros hasta Perosi.
Iniciador de una ciencia, la arqueología, llevó de consecuencia al desarrollo de otra: la historia, en la que el discípulo Baronio edificó, en largos años de paciente estudio e investigación, los volúmenes de los "Anales Eclesiásticos", dando así a la Iglesia —como reconoció el docto y gran conocedor de libros Pío XI— la plena conciencia de su historia.
Las reuniones oratorianas también favorecieron la difusión de una nueva oratoria sagrada, sencilla, humilde, pero fervorosa, depurada de baratijas abarrocadas, con lenguaje común, garboso y claro sobre las cosas de Dios. Era el estilo congenial de san Felipe.
Pablo III, al iniciarse la tormenta protestante, había dicho, pensando en los remedios: «No seremos capaces de limpiar el mundo si antes no empezamos por limpiar nuestra propia casa». Y dijo bien, pero el que efectivamente hizo bien, fue Felipe Neri y sus ilustres amigos:
Carlos y Federico Borromeo, Ignacio de Loyola, Camilo de Lellis, Giovanni Leonardi y tantos otros, menos conocidos, pero ciertamente no menos eficaces en la difusión del bien. Del mismo modo conversó amigablemente y discutió de teología y ciencias sagradas, y ayudó a hombres de estudio como Cusano, Parravicino, Valier, Peleotti, Antoniano... todos los cuales fueron luego fieles colaboradores de la obra reformadora que consagró el Concilio Tridentino.
Irradió a su alrededor una ascética serena y una pedagogía basada en el sentido práctico, dejando, también en estos sectores su especial horma, que fue más tarde seguida desde Francisco de Sales a Juan Bosco.
Es pues con justicia que los romanos se sienten orgullosos y felices de tener como copatrón de su ciudad, a san Felipe, el florentino trasplantado a Roma.
San Felipe, al fundar el Oratorio, tuvo muy presentes en su espíritu la sociedad cristiana en toda la fe, la sencillez y el amor de los primeros tiempos de la Iglesia.
Alfonso card. Capecelatro, C. O.