Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 178. JUNIO. Año 1980
0. SUMARIO
LA IGLESIA de Cristo, purificada, renovada, no para que sea el remedio de los males del mundo ―la Iglesia no es una solución, sino una levadura, ni porque las promesas de Cristo nos hagan olvidar la dura realidad de la vida, la Iglesia no es una enajenación, sino un lugar para el compromiso de la fe―. La Iglesia purificada, renovada, cada día y en cada época de la historia de la humanidad, para que todos puedan entender el anuncio de la fe y la invitación a la gracia que ofrece a los hombres para gloria, en primer lugar, de Dios mismo y su reino. Las añadiduras vendrán luego, sin pretenderlas. De ellas nos basta con el pan de cada día.
Sólo con este espíritu se puede preparar el reino de Dios.
EL VIENTO DEL ESPÍRITU
EL MEDIO
EL HIJO DIFÍCIL
LA MÚSICA EN EL ORATORIO DE ALBACETE
ROMA
LA PARADOJA DE UNA REBELDÍA
LA PAZ TODAVÍA ES POSIBLE
«ESE HOMBRE ERES TÚ»
{1 (101)}
1. tiempo de oración: EL VIENTO DEL ESPÍRITU
Más despacio hacia Ti, pero seguros;
pero seguros no, sino con tiento:
haciendo nudos a través del viento
para saber volver. Vamos oscuros
palpando a ciegas los espesos muros
de tus manos. El tiempo se hace lento
dentro del corazón: presentimiento
de que el mirar y el ver caigan maduros.
No hay camino hacia Ti; se va inventando
con presentir y amar y estar atento
al silencio de Dios que va brotando
debajo de los pies. Así te invento:
presiento, escucho, piso y voy andando,
y haciendo nudos a través del viento.
Jesús Tomé 2 (102)
{2 (102)}
2. El medio
EL TEMPLO, aquí, es el medio, y el medio es el sacramento, es decir, lo que se configura como signo eficaz del encuentro gratuito con Dios.
Ese medio y ese sacramento se resume en la Iglesia, aunque la reconozcamos como construcción terrena, que camina hacia su destrucción en favor de la Ciudad nueva y definitiva. Ciudad nueva y cielo nuevo: última creación de Dios. Ciudad que ya no necesita signo o sacramento, ni templo ni rito, porque Dios mismo es su templo, sin más ritual que la libertad del amor.
El templo definitivo de Dios es Dios mismo: él se contiene en él se acogen las inteligencias creadas que le invocamos. Y templo de Dios es cada conciencia. Lo que es medio y signo, está fuera de Dios y fuera de nosotros mismos, y es lo provisional: santo porque se mueve en la búsqueda y por el camino de lo santo, pero no perfecto o acabado en la santidad porque todavía no la ha podido alcanzar, porque todavía está en el camino.
Ese medio, ese lugar o signo donde se nos va descubriendo Dios y donde podemos encontrarlo, es la Iglesia peregrina por el mundo, a la que injustamente exigimos perfección definitiva, cuando confundimos el camino con la meta, idolatrando el signo antes de alcanzar el fin que nos señala, o transfiriendo fuera de nosotros ―y por lo tanto en ella― lo que debería ser propia exigencia sobre nosotros mismos, pero que rechazamos hipócritamente por soberbia o complejos histéricos de culpa no resueltos.
La Iglesia es el medio y el signo, la Iglesia es el sacramento gratuito de Dios cerca de nosotros; en ella se encuentra a Dios y se crece en ese conocimiento que nos encauza al fin, à la Ciudad definitiva y nueva de la vida y del amor, que es él mismo. Dios está en la imperfección del signo, porque es misericordioso y, de todos modos, entre todo lo que en la vida es signo y medio, la Iglesia es el menos contaminado y el más sincero en señalar a Dios para quien sinceramente lo busca. La Iglesia jamás ha borrado una {3 (103)} tilde de la Palabra de Dios, ni se ha proclamando definitivamente santa, porque tiene conciencia de la provisionalidad del bien que haya podido Alcanzar mientras peregrina, porque jamás ha renunciado a la aspiración de un crecimiento que le aproxima a la única fuente y completez de bien, que es Dios. Templo de Dios no lo son las estructuras ―temporales, provisionales, perfectibles, falibles―, sino él mismo, y, además, en el tiempo, cada conciencia. Tal vez en las estructuras, pero solamente desde la conciencia se va a Dios.
Por esto en el tiempo de Pascua, mientras se nos ofrece la visión joánica del Apocalipsis, donde en Dios se resume toda la creación transformada para su gloria, no cesa la Iglesia ―¡bendito signo y medio de la fe!― de urgirnos a la propia conversión, que equivale a acoger la presencia de Dios en nosotros, presencia que no es compañía en los caminos, sino penetración en las conciencias, viento del espíritu en el alma, incandescencia de vida divina en el vértice del ser del hombre, que os templo de Dios. Lo demás son caminos, medios, estructuras, signos y basta sacramento. Pero no son Dios mismo. De nada vale pisarlos, o estar y seguir en ellos si el alma rueda hueca de Dios, sin contacto con la realidad trascendente que señalan. Pero todo signo es una gracia y, precisamente porque es gracia, debe ser correspondida con reconocimiento. No podemos despreciar a la Iglesia, porque es una gracia y un don de Dios a los hombres. Esa gratitud ya indica que comenzamos a entender ese estar de Dios en medio de nosotros.
Por los caminos de este conocimiento podemos seguir andando desde nuestra conciencia al templo definitivo de Dios: cielo nuevo y tierra nueva. Allí donde lo primero, donde los medios ya no existirán, porque todo lo llenará y será Dios mismo, en todos.
Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme.
Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ahora ofrezco a Dios mi sangre por la redención y la resurrección de El Salvador.
El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si acepta Dios el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad.
Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan.
Ojalá así se convencieran que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.
Mons. ÓSCAR ROMERO, en una declaraciones al diario Mercurio, de México, poco antes de su martirio.
{4 (104)}
3. EL HIJO DIFÍCIL
EL HIJO difícil no es el hijo rebelde ni, menos, el mal hijo, ni, tampoco, el hijo pródigo.
El hijo difícil es el que todavía ama ―incluso precisamente porque ama― y ha de ser amado, o no podemos pasar de seguir amándole.
El hijo difícil es el que no entendemos o no nos entiende, pero que insiste queriéndonos entender y porfiamos en querer entenderle a él. Todos los hijos son un misterio para sus padres, pero el hijo difícil lo es en mayor medida, porque se constituye en reto insoslayable que exige, que pide sin palabras, pero con vehemente actitud, una comunión necesaria y deseada.
En las familias numerosas, y hasta en las reducidas, no es extraño el tipo sorprendente del hijo difícil, ese que da más quebraderos de cabeza que ningún otro, que se parece, en la exigencia de la atención y del amor que reclama, a la oveja de la parábola que, descarriada, absorbía la preferencia momentánea que se hubiera de haber repartido entre las restantes noventa y nueve que no daban problemas.
El verdadero hijo difícil no es, empero, el descarriado, sino el que lleva por lo menos una gran parte de bien intencionada razón, aunque no alcancen a comprenderla los mismos que bien le quieren. Y por eso sufre él y sufren los demás, porque si no alcanzan a comprenderle tampoco pueden condenarle, ni despreciarle, ni abandonarle. Sería demasiado simple, para los que le tienen cerca, calificarle de malo o rebelde, porque es cierto que no traiciona el vínculo que lo ha engendrado y que ama el tronco de que procede, y no existe en él asomo de aprovecharse egoístamente de la savia que le ha nutrido y mantiene en el ser. Los hijos aprovechados no son difíciles: basta con asignarles convencionalmente la satisfacción de una parcela concordante con la mediocridad de sus, en general, raquíticas capacidades, para que se consideren relativamente satisfechos y sigan vegetando entre disimulaciones de su vanidad de titulares de la troncalidad que les honra y en la que sigue asegurada una suficiente ración de egoísmos, {5 (105)} decorosamente barnizados de reconocido prestigio o de apariencia virtuosa. Calculadores, evitan los riesgos; nunca exponen nada, pero se adicionan, capitalizan de otros para sí, heredan de la ley y del tiempo, como en las prescripciones jurídicas y, además, se revisten con el título de "buenos", como el hijo mayor de la parábola, hermano del pródigo.
La Iglesia, como toda familia, y porque es una grande y universal familia, también tiene hijos difíciles. Junto a esos hijos difíciles tiene, también, los buenos y fieles, los sencillos y perseverantes, los que están siempre cerca del corazón de la madre, pero igualmente cerca de los hermanos. Tiene, también, junto a los buenos, los que ni son buenos ni son difíciles, los que se limitan a buscar en ella ―como los hijos de familia para los que siempre "paga papa"― seguridad, decoro, y cuya fidelidad blasonada u ostensible perseverancia, cabría en los escalafones vanidosos de las "esperanzas cortesanas", equivalentes a las promociones mundanas.
Ese tipo de cristianos, si los hubo, nunca fueron herejes. Ni santos y, acaso, ni cristianos...
Es claro que los hijos de la Iglesia no fueron santos porque fueron difíciles, sino, al contrario, porque eran santos, crearon, sin pretenderlo, dificultades, al chocar con la mediocridad, la rutina, el convencionalismo, la prevalencia del decoro asegurado. Hijos difíciles la Iglesia siempre los tuvo, por fortuna. Lo fueron Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco de Asís, Felipe Neri, José de Calasanz, Teilhard de Chardin... Y también hoy los hay, aunque sea arriesgado componer listas {6 (106)} de contemporáneos, e igualmente peligroso sentirse inclinado a figurar en la lista, por aquello de la escurridiza tentación de lo ambiguo de la autojustificación, que puede salvar las apariencias aun escondiendo la corrupción. Sin embargo es cierto que el crecimiento de la Iglesia y el esclarecimiento de la verdad divina que anuncia, en medio de las transformaciones y graves crisis del mundo, se ha debido a la providencial aparición de esos fieles hijos de Dios, aunque difíciles hijos de la Iglesia, los cuales, porque la amaban, no podían resignarse a no añadir o modular una palabra, o un gesto más a los que de ella habían aprendido para que la única verdad fuese mejor entendida por los demás hermanos.
Ni han pretendido, ni pretenden despertar dudas ni esparcir confusiones, sino que, como Newman decía, supieron y saben que la fe que es un conocimiento sobrenatural de Dios y de su proyecto del hombre y del mundo solamente puede ser posible en el hombre que, al mismo tiempo, es capaz de la duda.
En realidad, aunque sorprendieran y sorprendan a timoratos o a los que confunden a la Iglesia con una sociedad de seguros eternos, les ha ocurrido y les ocurre que no se resignan a interpretar a Cristo desde la Iglesia, sino que quieren reinterpretar a la Iglesia desde Cristo.
Trabajo arduo, en el pensamiento {7 (107)} Y en el amor, ciertamente necesario, aunque arriesgado.
No hace falta que, al buscar el tipo actual de hijo difícil de la Iglesia, nos detengamos a señalar a tal o cual teólogo de nota, o que nos impresionemos por noticias oídas o leídas de casos demasiado concretos. El verdadero hijo difícil de la Iglesia, hoy en día, con alguna que otra salvedad, es ese mundo que tenemos delante y que nos tiene y tenemos dentro. El hijo difícil de la Iglesia es ese mundo al que, nosotros mismos tal vez, habíamos calificado precipitadamente —¡cómodo triunfalismo!― de cristiano, sin habernos ni haberlo convertido y que, de repente, se nos torna crítico y pide con implícita pero inequívoca exigencia, que le demos la única respuesta que podría curar sus males, pero que solamente podrá entendernos y solamente podríamos curarlo si, antes, nos convertimos nosotros —si nos re-convertimos― los "buenos".
Este mundo no es enemigo de Dios. Es nuestro hijo y muestro hermano "difícil". Este mundo lo ha hecho Dios, pero también lo hemos hecho nosotros, aunque nos lo encontremos ahí. Lo mismo que pasa con los hijos y con los hermanos. No podemos pasar de amarlo y, en realidad, también nos ama, aunque grita palabras cambiadas.
Es un misterio, pero también una esperanza y un reto.
LA TRADICIÓN.
Una falsificación del concepto de Tradición, rechaza el presente para agarrarse sólo a un pasudo ya superado. La Iglesia, decía Juan XXIII el 13 de noviembre de 1960, «no es un museo de arqueología: sino la antigua fuente de un pueblo que da el agua a las generaciones de hoy, del mismo modo que la suministró a las del pasado». La Tradición no es una cisterna, sino un río que, desde su nacimiento, no cesa de canalizarse y penetrar por países y tiempos, mientras continua incorporándose otros afluentes, pequeños o grandes.
Es falsificar la idea de la Tradición pretender identificarla, al detenerla y fijarla, en uno de los momentos del pasado... La Tradición es la transmisión y entrega en cada momento de la historia y a cada variedad de hombres, de lo que, después de haberse dado en el origen y atravesado espacios y tiempos, se hace actual, presente, joven y viviente aquí y ahora.
YVES CONGAR.
4. LA MÚSICA EN EL ORATORIO DE ALBACETE
NO TENEMOS costumbre de hacer balances de actividades, en parte porque no lo requiere la modestia de nuestro ordinario quehacer, en parte ―o principalmente― porque no es el estilo que gustaba a san Felipe. Pero esta vez nos damos cuenta, al cerrar el curso, que este último período ha sido significativamente marcado por la presencia de la música en nuestro Oratorio, bien por los actos que directamente hemos organizado, bien por los celebrados en casa en colaboración con otras entidades u organismos, lo cual, si es verdad que no representaba una novedad, ha sido más frecuente esta vez, puesto que, en conjunto, hemos tenido hasta siete conciertos, si incluimos el familiar con que nos obsequió ―o, mejor, con que nos obsequiamos― el propio Coro del Oratorio, el día de la fiesta de nuestro santo Padre Felipe Neri, en el encuentro amigable que solemos tener todos los años, después de celebrar la Eucaristía, cuando pasamos a la Sala del Oratorio e, inevitablemente, no podemos menos que recordar los días no tan lejanos en que se echaban los cimientos a esta todavía joven iniciativa cristiana, que es el Oratorio para esta ciudad de Albacete.
Todo lo cual nos alegra porque responde a la fidelidad de la tradición oratoriana ―no podemos olvidarnos de s. Felipe y Palestrina, del Oratorio musical, ni del cultivo siempre vivo que de la música hicieron y hacen los Oratorios de Londres, de Vicenza, de Barcelona, de Roma...―, sino porque {8 (108)} significa que los albacetenses son sensibles a los valores espiritualizadores de la belleza y que existen los que, en buena voluntad, quieren cultivarla en alabanza de Dios. Al fin y al cabo la belleza es el resplandor de lo bueno, y el bien absoluto coincide con Dios.
Así, en este curso, hemos tenido los conciertos navideños del Orfeón de la Mancha y del Coro Universitario de E.G.B. de Albacete; en vísperas de la Semana Santa, el Concierto polifónico de música sagrada del siglo XVI, por el Cuarteto Neocantes; el 9 de mayo, el espléndido concierto de arpa de M.ª Rosa Calvo Manzano; el 20 del mismo mes, el del Cuarteto de Viento Academia de Sevilla; el mismo día de san Felipe, las canciones del Coro del Oratorio, y, el día 27, como una extensión de la celebración gozosa de la fiesta de nuestro santo Padre, el concierto del Coro Universitario de E.G.B.
Esos grupos de cantores y sus maestros, y los artistas que han enriquecido y serenado nuestras almas con la pureza gozosa de la música, nos han ayudado a alabar a Dios y, para esta misma alabanza ha surgido, a impulso espontáneo de los mismos fieles que frecuentan nuestro templo, lo que llamamos ya el Coro del Oratorio y que dirige José Reolid Lozano. Con ello, la misa de cada domingo, se envuelve en la resonancia de la plegaria cantada, que añade al unísono del canto gregoriano con el que participa el pueblo, la polifonía de las voces de este grupo de amigos y hermanos en la fe que, sin divismos, con todos, quieren alabar a Dios y hacer más gozoso nuestro encuentro con él en la Eucaristía.
En la medida en que todos, seamos poco a poco más participantes y no meros espectadores de lo bueno, Y mantengamos la constancia en el sencillo y continuado esfuerzo por lo que vamos descubriendo como bueno y mejor, creceremos en el consuelo y la fuerza que lo bello y lo puro dan al espíritu del hombre, en su camino hacia Dios. Y no hay duda que la música es la más pura y universal de las expresiones sensibles de la belleza. Por esto sirve tan bien para alabar a Dios, y por esto eleva y conforta el espíritu humano.
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5. ROMA
TODOS los caminos de la sabiduría, de la belleza, y de la fe pasan por Roma, como por una encrucijada eterna. Pero lo más bello de Roma es su crepúsculo de cada día ―un amanecer para dentro―, cuando la luz resume, sin resignarse a morir, en silenciosa síntesis, santa y profana a la vez, las claridades que se apagan sobre las cúpulas sagradas y los capiteles tronchados de las columnas paganas, todavía enhiestas, portando la llama invisible del tiempo, en el recuerdo, en el sueño, y en la fe.
Allí sólo han decaído, del antiguo esplendor, el poder militar y la hegemonía política, de cuando Roma fue grande y única, circundando el mar entre tierras finalmente suyas ―"mare mediterraneum", "mare nostrum"...— Pero subsiste, transformada, su grandeza y su universalidad, porque, Roma, vencedora de pueblos, se dejó vencer por sus mismos vencidos, ―"vincta vinctis"— La Roma grande, de las conquistas, de la eficacia y del Derecho, no se cerró a la admiración de los tesoros que descubrían, en orillas lejanas, sus generales victoriosos, y hubo de reconocer su deuda a las civilizaciones sometidas. Roma, ciudad abierta, escuchó las sabidurías de los filósofos vencidos, adornó sus casas con las esculturas que cincelaron los "graeculi" sometidos, y hasta edificó templos a las divinidades orientales. Cerca de Grecia, con los pies en el mismo mar, se bañó en la misma claridad, hasta que los primeros apóstoles de Cristo llegaron pisando la via Apia o desembarcando en la puerta que tenía el Tíber al mar, {10 (110)} y aunque siempre pareció más dominadora que inventora, más organizadora que artista, se transformó del ladrillo al mármol, y, más tarde, mientras parecía que eran vencidos los cristianos en el circo, el martirio se convertía en victoria de la fe y en triunfo perdurable, mayor que el pasado político, mayor incluso que el de la belleza importada. Una vez más, vencida por sus vencidos, se convertiría en centro y madre de pueblos, lenguas y culturas, vehiculando por todas ellas la proclamación de una buena noticia iniciada humildemente en Palestina, pero hecha universal en Roma.
Roma ha sido la madre de Europa y, casi, la madre del mundo. Tal vez de su mismo universalismo le ha venido que sus gentes, desde siempre, sin abdicar del recuerdo de sus glorias pasadas, se hayan abstenido de blasonar la mezquindad de patriotismos pedantes y rencorosos y han permitido que sea, su ciudad, el centro y cabeza de una Iglesia, la de Cristo, que quiere ser de todos, por encima de cualquier nacionalismo, raza o civilización.
Roma es eterna y es universal, a pesar de los pecados de los mortales y de las miserias humanas que le hayan salpicado.
Roma, ciudad de santos, dejó que, finalmente, fuese la fe cristiana que prevaleciera para convertirla en signo, todavía terreno, de la Jerusalén nueva. Y aunque soporta, incómoda, la apariencia fastuosa de grandezas humanas transformadas en signo religioso, tiene todavía el frescor y el latido de las corrientes subterráneas de sus mártires cristianos, y los ejemplos de los mil santos que han iluminado sus calles y el sepulcro de los primeros que siguieron a Cristo y anunciaron la fe.
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6. Documento: LA PARADOJA DE UNA REBELDÍA
EL caso Lefebvre, que tanto dolor causó al pontífice Pablo VI, ha vuelto a la actualidad, entre nosotros, por el paso del obispo rebelde por Madrid y sus palabras incitantes a la desobediencia en la Iglesia, frente a la renovación que parte del Concilio Vaticano II. Es curioso cómo los que se rebelan contra la Iglesia, cualquiera que sea su pretexto, acaban por condenarse con sus propias palabras, aparentemente celosas del bien que dicen defender, pero en contradicción inmediata con los actos que las rubrican.
En realidad esos fenómenos no son nuevos en la Iglesia, y en cada momento histórico en que se produce un intento eclesial de renovación, aparece alguna forma de resistencia tradicionalista, dispuesta a frenar el impulso de apertura que se inicia.
Ya, en la primera generación cristiana, san Pablo hubo de sufrir la pertinaz obstaculización de los judaizantes y, Oposiciones parecidas, se han ido produciendo a través de los tiempos, cada vez que, en la historia de la Iglesia, se ha impuesto una renovación para responder al mandato de anunciar, con palabras nuevas o a hombres nuevos, la misma y permanente verdad de Cristo.
Lefebvre, el rebelde de Ecome, con el pretexto de su misa en latín y su anti-ecumenismo, resucita el tradicionalismo francés del siglo pasado, hijo de un romanticismo ciego y fanático, alimentado por la temeridad y la desobediencia. Ciertamente que es lamentable esa ya, por lo visto, irreparable ruptura del obispo Lefebvre, para él mismo y para los que puede desorientar hasta acabar en la esterilidad del cisma.
Pero, por otra parte, de su misma contradicción, surge la necesidad de insistir en la renovación que el Vaticano II preconizó y que el tradicionalismo teme o frente a la cual vacila: este mundo que amanece está ahí y espera y necesita una palabra inteligible y sincera que sólo la voz y el gesto renovado de la Iglesia le puede hacer llegar comprensiblemente.
Jean Guitton, de la Academia Francesa, en un artículo aparecido en LE FIGARO, tiempo atrás, le hacía seguramente demasiado honor a monseñor Lefebvre, al comparar este caso con la crisis del Movimiento de Oxford, en el siglo pasado, que conmovió el Anglicanismo; movimiento del que fue principal protagonista John H. Newman, pero que, más iluminado y profundo que el protagonista de Ecome, le condujo, {13 (113)} de conversión en conversión, a la Iglesia católica, mientras que Lefebvre, de rebelión en rebelión, se consolida en una posición cismática, que cada vez parece menos recuperable.
He aquí el artículo de Jean Guitton, que no pierde actualidad, aunque fuese escrito durante el pontificado de Pablo VI.
El amor y el dolor del ecumenismo
Todos nos damos cuenta, por lo menos confusamente, que bajo el pretexto o con ocasión de una misa en latín y de un seminario, se ventila una cuestión capital, que compromete el futuro del Concilio.
El ecumenismo tiene dos caras, una de ellas radiante y llena de esperanza, que es la de un amor que quiere estar por encima de los conflictos de los cristianos (como decía Leibniz, en su tiempo, a Bossuet); la otra es dolorosa y llena de angustia, y obliga a las altas conciencias amantes de la verdad, ya a condenar ya a separarse. Resulta fácil buscar explicación a estos resquebrajamientos en la pasión, la ignorancia o el orgullo. La última razón de la división entre los cristianos es la convicción de que son fieles a la voluntad de Jesucristo. Toda la moral ecuménica exige este respeto reciproco de las opciones últimas y desgarradoras, tal como lo ha puesto de manifiesto con fuerza el último Concilio.
Yo deseo llevar el problema lo más elevado posible dentro de la Luz, fuera de toda polémica. He pasado bastantes arios escrutando la historia de un convertido ilustre, el cardenal Newman. Ella ilumina seguramente el drama de Ecome. ¿De qué se trataba?.
Newman se convirtió
La Iglesia anglicana, separada de Roma en el siglo XVI, había intentado amalgamar protestantismo y catolicismo. Newman, de 1837 a 1845, fue el líder de la Alta Iglesia anglicana, la que se acercaba a Roma. Pero el echaba en cara a Roma el haber "corrompido" el catolicismo de los primeros siglos al añadir nuevos dogmas y nuevos ritos. En resumen, era la posición de Ecome.
En 1845 Newman se convirtió. Y la razón que nos dio fue ésta: La Iglesia, ha de unir en alla la verdad y la vida.
Por consiguiente, debe cambiar. Rejuvenecerse, renovarse, con el fin de mantener, a través del cambio, su identidad fundamental: la bellota, para salvar su identidad, ha de convertirse en encina. Resumiendo, es la posición del Vaticano {14 (114)} II. Y, para decirlo de paso, con frecuencia he pensado que un gran concilio debía recibir la inspiración de un solo espíritu: Atanasio por Nicea, Tomás de Aquino por Trento; el Vaticano II lo fue por Newman.
Los que inspiraron los concilios
Luego de haber recordado esto, he aquí que me represento el doble monólogo del obispo y el papa.
Monseñor Lefebvre se cree a sí mismo el defensor de la fe. El juzga que esta fe se halla comprometida, desde hace diez años, no porque haya sido atacada desde fuera, sino porque parece dudar de sí misma y de su identidad.
Se caricaturiza al obispo de Tulle presentándolo como un "depassé", un retrasado, pero él entiende que defiende la fe permanente de ayer, de hoy y de mariana. En un principio se limitaba a decir que aceptaba el Concilio, pero que no admitía ciertas consecuencias deducidas indebidamente del Concilio. Luego, pasado algún tiempo, no sé por qué, ha cedido a un vértigo lógico: ha pretendido que el Vaticano II era un concilio cismático, cosa aberrante y fuera de razón.
Respecto a Pablo VI, se juzga responsable ante la historia de este Concilio que él ha presidido, dirigido y clausurado. Y exige del obispo la obediencia al sucesor de Pedro, al Vicario de Jesucristo. No porque se crea infalible en su conducta, sino porque en él reside la autoridad suprema para hacer aplicar el Concilio.
Un concilio desarrolla la fe
El Papa piensa, en efecto, que el Concilio abre a la Iglesia una inmensa esperanza en un momento decisivo de la historia humana, en el cual la Iglesia católica tiene la suerte (tan rara) de ser respetada, escuchada por el mundo, ante el cual aparece como un factor de unidad y de salvación. El Concilio, según la relectura que hace de Newman, desarrolla la fe de siempre bajo el impulso del Espíritu. Explica ciertos rasgos siempre presentes en el depósito de la fe que, en el curso de los siglos pasados, habían permanecido implícitos u obscurecidos. Así, la libertad de la conciencia que es indispensable al mérito de la fe, las bases comunes a las religiones monoteístas y a las confesiones cristianas, etc. Es el espíritu de este Pablo del que ha elegido el nombre, apóstol de los de fuera, haciéndose todo para todos para que en el último dia Dios sea «todo en todos».
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Las crisis del mundo y de la Iglesia
Ciertamente que Pablo VI mide mejor que cualquier otro observador toda la crisis de la civilización, la crisis de la Iglesia, la aceleración de las crisis. Se da cuenta del descenso de la vida espiritual, de la fe. Conoce estas extravagancias de la liturgia sobre las cuales se guarda silencio, pero que conmueven la confianza del pueblo y dan ocasión al alejamiento silencioso de algunos selectos.
El mismo ha hablado con espanto de la "autodestrucción" de la Iglesia... Pero él no pierde la confianza en el Espíritu, porque sabe que «las fuerzas del mal no prevalecerán», y espera que, después de una crisis inevitable (la que siguió al Concilio de Nicea duró un siglo), la Iglesia recuperará su ritmo de andadura normal al mismo tiempo que habrá ayudado a la humanidad a sobrepasar una frontera temible.
Polémica de rituales
Se opone la misa de Pio V a la misa de Pablo VI, de modo muy abusivo. Los dos pontífices han querido codificar unas tradiciones que eran anteriores a ellos. El ritual de Pío V confirmaba unas plegarias que se remontaban a los primeros siglos, como no podía menos de reconocer quien leía aquellos bellos textos tan simples. Pablo VI ha simplificado la tradición anterior al tiempo que también ha ensanchado sus posibilidades. Ha propuesto cuatro "cánones", el primero de los cuales es, precisamente, el canon antiguo. Respecto a esta polémica, el público ha sido mal informado y, consiguientemente, se ha desconcertado. ¿Cómo hacer admitir a los sencillos y a los sabios de este país razonable que la misa única celebrada por Los Padres del Concilio se convertiría en la única misa prohibida? ¿Cómo hacer comprender a los franceses, tan coherentes y tolerantes, que el pluralismo sería respetuoso frente a todas las tendencias, menos con la que pretendiera continuar con las formas litúrgicas observadas durante tantos siglos? Para que eche raíces una reforma exige una lenta y larga conjunción de madurez, indulgencia y paciencia. Ya es hora de que nuestro episcopado reafirme sin ambages la licitud de lo que Roma mantiene.
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Las paradojas de la auto-excomunión
Y uno de los resultados paradójicos de tantas paradojas, será que la crisis acentuará el poder arbitral de la Santa Sede, en tanto que garantiza la identidad de la fe.
En ella reside la responsabilidad suprema de la fe de ayer, de hoy y de mañana, y es menos influida por las variantes opiniones que no lo son los episcopados de las naciones.
Y bien, es preciso considerar una consecuencia casi fatal. Si la Sede romana interviene severamente contra Ecome, blanco visible y provocador, la lógica llevará a condenar todavía con mayor energía, a aquellos que, bajo la capa del Concilio, ponen en entredicho la causa de la fe. Y, en este tiempo de reconciliación en que los católicos se están acercando a sus hermanos, corren el riesgo de encontrarse separados en tres familias diferentes. ¿Quién no haría todo lo posible por evitar tal consecuencia?
Pero, que ocurriría si Ecome se encontrara, sin admitirlo, fuera de la comunión eclesial?
En tal caso, el único obispo de Dakar y de Tull ya no podría sentarse al lado de sus hermanos. Estaría en una situación parecida a la del arzobispo de Canterbury. Estaría en juego el honor ecuménico, el reconocimiento de los mutuos errores, la puerta siempre abierta a la reconciliación, la parábola del hijo pródigo. Monseñor Lefebvre ha pedido siempre ser recibido solo y sin testigos por el Santo Padre, como el hijo por el padre. Una vez fuera, la audiencia le sería acordada.
Relego a la esperanza ecuménica
No es posible huir al amor ecuménico. Como todo amor absoluto, el ecumenismo triunfará siempre: tanto en la alegría como en el dolor, tanto en las comuniones que unen como en las separaciones que rasgan. ¿Ha de ser despedazado Cristo hasta el fin? ¿Y hallará entonces fe sobre la tierra?
Pero la esperanza ecuménica, que es una «esperanza contra toda esperanza», sabe que llegará a la unidad, en este mundo o en el futuro.
El Concilio, que ha definido la apertura, supone, todavía más, la fidelidad...
Lo peor, por desgracia, siempre es posible. Pero nosotros sabemos que lo mejor, un día, será realidad. Me complacía esta palabra, tan modesta y tan pura, de un amigo incrédulo: «Yo no sé nada. Me cuesta creer. Lo espero todo».
La reforma no sirve de nada si se hace con sangre.
Mons. ROMERO
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7. LA PAZ TODAVÍA ES POSIBLE
EL MIEDO lleva a los hombres a la injusticia y a la mentira.
A la injusticia porque el miedoso vive preocupado por acumular seguridades a costa de la inseguridad ajena. Es incapaz de ver a los demás hombres como hermanos, aunque tal vez se atreva a llamarlos así, en inútil elegancia de lenguaje con que adornarse a si mismo. Miente, además, porque para legitimar la aberración de su egoísmo, ha de inventar filosofías, o falsificar verdades, para autosugestionarse de la licitud de su posición y bloquear, además, la razón de los otros.
Al miedoso, no le basta ser injusto y mentir. Necesita también recurrir a la violencia: ha de mantener su seguridad a la fuerza, con la fuerza, por la fuerza, y ha de fabricar leyes y falsos dioses que sublimen hasta la neurosis la licitud de las violencias fratricidas. Y la fuerza se rompe en guerras, que siempre han sido para defender intereses (es decir, seguridades, es decir, injusticias, es decir, mentiras...) El que más provecho saque del sacrificio ajeno llamará héroes a los inmolados. Y comenzará, de nuevo, el ciclo de los egoísmos y la carrera por la posesión y por el pedestal de las vanidades. Y se inventarán más filosofías, para más injusticias, para más violencias, para otras guerras. Y los hombres llamarán a los dolores y a los asesinatos colectivos, Historia humana.
Se inventarán sistemas políticos, no por servir a la humanidad, sino para ver quién consigue el poder hegemónico sobre todos y edificar su exclusiva seguridad sobre el fracaso y derrota ajena. Y habrá estados capitalistas que dirán que defienden la libertad, y capitalismos de estado que dirán que defienden la democracia. Pero la seguridad será solamente para unos pocos: los del partido, o los más ricos...
Y el mundo seguirá esperando una época de paz. Paz difícil, mientras haya jóvenes ahora críticos, pero fácilmente seducibles a la primera tentación corruptora. Pero paz esperanzadora, porque no faltan los que se preparan para la vida con ideales de justicia, de verdad y de servicio. Esos construirán la paz de mañana, si de verdad no renuncian, a pesar de las seducciones y de los malos ejemplos, a ser honestos, sencillos, a usar la inteligencia, a trabajar austeramente, a mantenerse libres. Esos prepararán un mundo mejor. Y, si son cristianos, prepararán un mundo que será, ya en ciernes, el reino de Dios.
La paz todavía es posible.
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8. «ESE HOMBRE ERES TÚ»
EN el número de mayo de la revista "Noticias Obreras", órgano de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). ha aparecido un artículo del jesuita José I. González Faus, profesor de la Facultad de Teología de Barcelona (sección de san Francisco de Borja), en el que se hace referencia a los asesinatos de monseñor Romero y del padre Espinal. El artículo acusa y hace responsable al capitalismo norteamericano de estos crímenes, y toma el símil de la célebre parábola bíblica con la que el profeta Natán reprendió al rey David por el doble delito de seducción de Bet-Sebah y muerte de su esposo Urías (2.0 Sam 12, 1-12), para acusar a "Tío Sam", diciéndole:
«Pues ese hombre eres tú. Tú, que quieres boicotear olimpíadas en nombre de los derechos humanos, pero tienes en América Latina tu propio Afganistán, al que no te es ni siquiera preciso mandar soldados porque el hambre, la CIA o la ITT matan mejor, mejor que los soldados. Tú, que hiciste de Guatemala una finca particular de la United Fruit, y de las catorce familias que poseen la tierra entera de El Salvador una especie de aparceros bien pagados por tus multinacionales. Tú, que posees miles de campesinos en la necesidad de no poder plantar ni siquiera la miserable ración de legumbres con que malviven, porque su país necesita plantas exóticas para vendértelas, a ti y a tus secuaces, y poder de esta manera enjugar la usura con que los tienes sometidos. Tú, que crees que clama al cielo el fanatismo de unos jóvenes que no respetan ni los más elementales acuerdos establecidos para la convivencia (como es el caso de la inviolabilidad de las embajadas), pero no respetas ni las más elementales exigencias morales de esta convivencia (como es ahora la inviolabilidad de los derechos de los pueblos de la tierra). Tú, que dices que rezas por Khomeiny, pero consideras evidente que el petróleo del Golfo Pérsico te pertenece hasta el extremo de poderlo defender con armas atómicas... Tú eres ese hombre. Y no hace falta culpar de la muerte de Espinal o de la muerte de Romero a cuatro pistoleros a sueldo, pagados por "alguien", armados por "alguien", y defensores, a fin de cuentas, de los intereses de "alguien".
La violencia se cierra en el círculo vicioso y mortal de la injusticia, de la venganza, del egoísmo, del orgullo. No se erradica con ninguna suerte de endurecimiento ni de rigor; sino con la verdadera justicia, con el sincero perdón, con el desprendimiento, con la sencillez y el respeto ajeno.
La fuerza nunca es razón en el hombre:
sólo la razón es la única y lícita fuerza. Lo demás es irracionalidad, mentira, o invento de dioses falsos; lo demás es diabólico.