Publicación mensual del Oratorio
Núm. 181. DICIEMBRE. Año 1980.
0. SUMARIO
QUE SEAN de paz los días de todos los hombres, desde que Dios también se hizo Hombre. No de falsa paz, que es imposición del equilibrio de violencias opuestas inevitables; sino paz nacida de la justicia de los corazones, del convencimiento de las mentes serenas. Paz reparadora de ultrajes pasados que la perversidad cómoda quisiera olvidar, paz purificadora de envidias disimuladas, paz que desmonta fáciles simplificaciones sugeridas por la pereza mental y la mezquindad humana, a veces vestidas de hipócrita mansedumbre. Paz del corazón, del pensamiento, de la verdad, de la restitución, de la justicia, del respeto, de la intangibilidad de todo derecho ajeno, aunque carezca del apoyo amenazante de la fuerza. Paz de la Paz. Paz de Dios para todos los hombres.
PASTORAL
LAS BUENAS NOTICIAS
LA INMACULADA DE MURILLO
NAVIDAD
EL ELEMENTO HUMANO
EL SACERDOCIO CRISTIANO
LA CONCIENCIA
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1. Pastoral
PARA CREER en Dios debería bastar con abrir los ojos, o con sentir cómo late nuestro propio corazón. Para el que quiere creer, sobran datos; para el que rechaza el primer aldabonazo de la fe, son inútiles todos los argumentos. A veces, el hombre mira tanto a sí mismo y se encierra tan egoístamente en esta autocontemplación, que se hace incapaz de admirarse por nada. Y cuando el hombre es incapaz para la admiración ―la admiración que pedía Aristóteles no es substituible por el embobamiento ignorantón, descuidado y perezoso―, ni siquiera llega a las mínimas cotas de lo humano, porque se convierte en un ser maquinal, fatalmente esclavizado por la ceguera o visión sin perspectiva del universo. Parecido a lo que ocurre a quien pierde el hábito de mirar lejos, de mirar campos y montañas; a lo que ocurre a tanta gente abocada sobre mesas y pupitres, atrofiada de ojos, porque no los utiliza. Los pastores y la gente que ama la naturaleza y se mueve en ella, no necesita gafas para ver, salvo que esté enferma. Ven, entienden y se admiran. No pueden hacerlo, en cambio, las mentes, agudas tal vez, pero atrofiadas, porque aunque hablen de universo, de infinitos, no se abren hacia fuera, y hasta cuando, somnolentes, alcancen a pronunciar el nombre de Dios, les sirve de poco, porque no pasa de una idea que brilla y muere en el mismo instante, como una estrella caída, fugaz, en el firmamento helado, concéntrico y acaparador del orgullo posesivo de sí mismos.
Pero Dios está ahí, cerca de todos los que miren y se admiren del orden creado, evidente a la experiencia.
Y Dios mismo, sin hacerse directamente evidente, pasa, no obstante, a hacerse experiencia en el corazón humano. ¡Qué bello es el mundo, cuando lo sabemos mirar asomados, y sin demasiada filosofía, desde la pureza del orden y de la bondad que refleja!
San Juan de la Cruz lo llamaría reflejo y huella de Dios. Santo Tomás construiría teorías analógicas.
Y, cualquiera que supiera amar, descubriría muestras continuas de la dinámica de bien que lo mueve. Su fuerza, su gravedad ―su peso― es el amor. Amor, si se quiere, en formas creadas, en dosis limitadas, pero que quedan como signo, como referencia sensible de lo que los solos sentidos no podrían contener, es decir, la bondad y la verdad de Dios.
Hasta en los animales se dan esas "señalizaciones", para el que sabe y quiere leerlas. Como hace unas semanas se nos refería desde los periódicos, junto a "sucesos" en los que se reflejaba la tristeza de las carencias de amor humano. Junto a trampas, mentiras, robos y asesinatos que cometían hombres dementes, se nos decía la historia de un perro fiel a su amo, que era un pastor de nuestra contigua sierra del Segura, en la provincia de Jaén, Habían caído los primeros nevazos y, en el pinar Negro del término de Santiago de la Espada, mientras {3 (163)} cuidaba su rebaño, murió el pastor, sobre la nieve y cuyo cuerpo, que no presentaba signos de descomposición, fue hallado al cabo de once días. Las ovejas se habían dispersado, pero junto al cadáver permanecía el perro fiel que había defendido de los ataques de las alimañas y aves de carroña el cuerpo del amo, a costa de sus propias heridas y casi extenuado por la lucha.
Los equipos de socorro se llevaron el cadáver, que fue posteriormente enterrado. Pero del perro no se ha sabido más y han resultado infructuosos los esfuerzos de parientes y amigos para encontrarlo. Los perros, cuando están tristes de añoranza y no tienen amo a quien seguir y defender, ni mano amiga de quien recibir un mendrugo, desaparecen y van a morir en soledad.
Además, los perros de los pastores no viven sólo del mendrugo recogido, sino de la compañía del pastor.
Los perros de los pastores son los amigos del pastor. La vida del pastor es sencilla como la tierra de los caminos y la hierba de los campos, y conoce todas las luces del día y las estrellas de la noche, y las lluvias que limpian el aire y los aires que multiplican voces y silbidos, que son como un lenguaje con que hablan a las cosas, y a los animales, y a los hombres y a Dios. El perro del pastor no podía haber conocido a Dios, pero sí había conocido a un hombre, a un buen hombre, a su amo. Sin él ya no tenía sentido todo lo demás, y desapareció, tal vez para morir también y encenderse luego, como una estrella, en el cielo del pastor ausente, pero vivo ya en la eternidad.
Sin querer ser sentimentales. Pero es bello que el nacimiento de Jesucristo fuese anunciado a los pastores, antes que a nadie, y que más tarde, él mismo, se comparara a la imagen del buen pastor. Lo bello, cierto, no substituye a la verdad, pero la ilumina.
La nación judía es uno de los pocos pueblos orientales que la historia presenta como susceptible de progreso, y este progreso ha consistido, especialmente, en el desarrollo de la verdad religiosa. A este aspecto los judíos se distinguen de otros pueblos, tanto de Occidente como de Oriente. Su país es la patria clásica de la idea religiosa, como Grecia lo es de la supremacía intelectual, y Roma de la sabiduría política y práctica. El teísmo es su vida; no lo han abandonado nunca, y gracias a él son verdaderamente un pueblo.
Card. JOHN H. NEWMAN, C. O.
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2. Las buenas noticias
LA CALIDAD o, si se prefiere, el valor de una noticia, depende de lo que constituye su contenido objetivo, de su interpretación subjetiva y de la adverbialización circunstancial en que se conjuga la relación objetiva-subjetiva. Estos tres elementos concurren en todo hecho noticioso, si bien con diferentes grados de incidencia.
Desde el punto de vista subjetivo, un mismo suceso puede ser "leído" de diferente forma, según sea el ánimo del sujeto que es informado:
hay personas que todo lo interpretan mal, mientras otras se inclinan por el lado bueno, aun oculto, que incluso lo aparentemente desagradable ha de contener, como capacidad de reacción, o por sentido relativizador, sin por ello querer perderse en ambigüedades. Por otra parte, desde el punto de vista objetivo, es preciso rendirse a la evidencia de los hechos innegables, aunque queriendo llegar siempre al sentido radical de donde parten, precisamente para ser fieles al esfuerzo integrador propio de la construcción de la verdad, nunca acabada. Las noticias que se nos suministran o se nos venden, no siempre, ni mucho menos, nos llegan con toda pureza: ésta dependerá de cómo sepamos leerlas, entenderlas, interpretarlas. No basta leer mucho, ni oír mucho, sino que es preciso saber leer bien y saber entender correctamente. Además, sobreponiendo varios mensajes procedentes de un mismo informador, podremos llegar a conocer qué intereses se vehiculan a través de sus informaciones, sin pecar de desconfianza sistemática ni de credibilismo plebeyo, y quedándonos con sólo lo que haya tamizado la serena crítica. A veces la noticia, con independencia de su valor objetivo, tiene su principal importancia porque sirve de pretexto a los intereses que han sugerido su divulgación, y por eso es importante conocer quién nos informa y sus ideas e intereses.
{5 (165)} Pero todo esto son consideraciones generales que debería siempre tener en cuenta todo oyente o lector de noticias, si bien el cristiano, por el concepto que tiene de la vida y del mundo, está preparado y dispuesto para entender mejor el lado bueno, oculto aun en lo que parece malo, porque la fe ayuda a integrar en el orden providencial y positivo todo acontecimiento, toda novedad. Por eso, sin falsificar la realidad en que nos movemos, los cristianos deberíamos ser portadores de ese optimismo con que miramos y aceptamos la existencia, para convertir toda novedad en buena noticia. Nosotros mismos deberíamos de ser la buena noticia, la esperanza encarnada en nuestro cotidiano vivir y por la que vale la pena no perder la ilusión para seguir viviendo, porque quedan todavía, por hacer, una inmensidad de cosas buenas y bellas. La desazón que el mal aparente causa, demuestra, precisamente, que la vocación del hombre no es el mal, sino el bien. Pero en el bien hay que creer. Y esa fe está en nosotros.
Además, para redimir de pesimismos el mundo en que nos movemos, no es preciso el continuo esfuerzo filosófico para descubrir el lado bueno, a primera vista eclipsado por los males aparentes; pues podemos mantener despierta la inteligencia y cultivar el buen gusto para elegir y saber apreciar, descubriéndolas a tiempo, las manifestaciones de la bondad de la creación y de las personas. Cierto que el mal es más escandaloso que el bien, sobre todo por la morbosidad novelera o la avidez pueblerina y neurótica de mentes huecas o desprevenidas; pero la hermosura del orden natural permanece constante y los buenos ejemplos que ofrece la humanidad no se agotan: basta pararse y mirarlos. En otras palabras: que es preciso, además del esfuerzo integrador del lado bueno en lo que es aparentemente malo, la tarea higienizadora que selecciona el objeto al que se atiende y la limpieza subjetiva del que lo contempla. Porque, en definitiva, se nos dan ―o nos hacen mella―, solamente, las noticias que queremos o, por lo menos, nos las adverbializan de la manera que queremos.
Es limpio de corazón el hombre que ama a Dios por encima de todo y que sabe ver a Dios presente en todas las cosas.
TEILHARD DE CHARDIN
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3. CÁDIZ, 1680. La Inmaculada de Murillo
EN EL SUR de España, cerca del mar, segregada de la tierra, como en un ser y no ser del continente, y mirando hacia todos los caminos azules del agua, hay una ciudad que tiene más de tres mil años. En estas últimas semanas la prensa la convertía en noticia porque, junto con otros hallazgos arqueológicos importantes, se ha podido confirmar, por fin, la existencia y localización de un teatro romano en su casco antiguo, donde se encuentra la catedral vieja, la Posada del Mesón, la casa grande del Pópulo...
Cádiz se diferencia del resto de Andalucía porque el influjo árabe tuvo en ella menor incidencia. Pero en cambio, había sido, en la antigüedad, una de las grandes encrucijadas de las comunicaciones mundiales y puerta de la penetración púnica en el continente; tercera ciudad en importancia y la primera, entre todas, que se asomó al Atlántico. Comerciantes fenicios, sabios y artistas griegos más tarde y finalmente romanos, le dieron un carácter único que todavía pervive en sus rasgos.
Tal vez por su singularidad fue capaz de protagonizar el nacimiento del constitucionalismo español:
Cádiz no era sólo camino de ciudades y de naciones, sino incluso de continentes, a principios del siglo XIX, y pudo ver pasar por sus puertas las grandezas y las miserias de invasiones, de descubrimientos, de reinos y de dinastías, sin fanatismos centrípetos, porque ella había vivido siempre abierta al mundo.
En la historia contemporánea de España, Cádiz es un nombre clave, porque sugiere la Constitución de 1812, que pudo tener mejor suerte, pero que la desgracia no mermó la gloria de la ciudad donde se gestó.
Cuando se alude a la Constitución de Cádiz y a sus Cortes, es preciso citar un lugar donde se resume y condensa el símbolo de aquella gesta histórica: es la iglesia de la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri, cuya comunidad {7 (167)} cedió de grado el templo para lugar de los debates parlamentarios de aquellas Cortes constituyentes, en tiempos del asedio francés.
Pero en estas líneas nosotros no pretendemos extendernos en el comentario a la generosidad cívica con que nuestros antepasados oratorianos de Cádiz se unieron al sentir general del pueblo y de sus representantes; hacemos referencia a esta iglesia del Oratorio, porque en ella se contiene una joya de arte y de amor a la Virgen que parece oportuno recordar: se trata de la última de las Inmaculadas pintadas por Murillo, y que ocupa el centro del retablo que decora el altar mayor de la iglesia. El lienzo fue pintado en 1680, es decir, hace exactamente tres siglos, cuando Bartolomé Esteban Murillo contaba 62 años de edad.
Sabido es que Murillo pintó varias Inmaculadas, y en el Museo del Prado se conserva la llamada de Soult (mariscal francés que se apoderó de ella, yendo a parar luego al Louvre, pero recuperada en el año 1940 para el Prado), que suele ser la más conocida. Pero los entendidos califican la de san Felipe Neri como "magnífica, insuperable y casi definitiva". Además, es la única que lleva la firma del propio autor.
Murillo, en su última estancia en Cádiz, se hospedaba en casa de unos amigos suyos, la familia Lasarte, que lo eran también de la comunidad de los Padres del Oratorio, a los que donaron el precioso lienzo.
La cara de la Virgen se dice que es reproducción del rostro de la hija de Murillo, Francisca María que había profesado en el convento de la "Madre de Dios" de Sevilla, a la que el pintor tenía un especial cariño, si es que, para volcar su inspiración no bastara la profunda religiosidad de Murillo, que estuvo a punto de llevarle al sacerdocio.
En todas las iglesias del Oratorio se ha mantenido siempre la tradición de un homenaje a la Virgen, pero este templo gaditano supera en valor artístico el de los demás, con independencia de otros tesoros de belleza que también contiene, paralela al ya mencionado significado histórico inseparable de aquel recinto, que es un documento en piedra.
Cristo,
viniste a glorificar las lágrimas,
no a enjugarlas.
Viniste a abrir heridas,
no a cerrarlas.
Viniste a encender hogueras,
no a apagarlas.
Viniste a decir:
Que corra el llanto,
la sangre
y el fuego…
¡con el agua!
LEÓN PELIPE
{8 (168)}
4. NAVIDAD
«La noche de Navidad
―que es Noche de Alegría—»
... para tanta María
que es madre en el portal
es noche de agonía la noche de Navidad.
No duermas la nana,
Hijo del Hombre pobre.
Abre los ojos y abre
tu grito al mundo.
Hazlo despertar
de la fácil fiesta:
¡que no te cante en vano
ni cantos de protesta
ni gregoriano!
Lloramos la gasolina
mientras derramamos la sangre.
Hacemos la Paz divina
haciendo humana la guerra.
Proclamamos los Derechos
de unos muñecos de barro,
mientras hollamos la Tierra
y los Hombres concretos. ..
Hombre Nuevo, ¿dónde estás?
¿Dónde está la Alegría?
¿Qué hemos hecho de la Navidad
del Hijo de María
que ha nacido en el Portal?
Mons. CASAL D'ALIGA 9 (189)
{9 (189)}
5. EL ELEMENTO HUMANO
NOS EQUIVOCAMOS tantas veces, porque todavía no conocemos al hombre, y hasta porque somos, todavía, ignorantes de nosotros mismos. Nos hacemos espejos para contemplar nuestra superficie, pero apagamos las luces que iluminarían nuestra profundidad. Hay un grito que clama por lo exterior, y un gran miedo por todo lo que los simples sentidos no resuelven con facilidad, o no explican o no suprimen. Hay miedo, mucho miedo en el hombre.
Miedo a la verdad, pero sobre todo miedo a la verdad de sí mismo.
El hombre solo, ni es un ser para la muerte, ni para la nada, ni para el absurdo (Heidegger, Sartre, Camus...); el hombre solo es un ser para el miedo. Incluso las religiones han sido adulteraciones pretenciosas para curar los miedos humanos, cósmicos, morales. Incluso en el Cristianismo, tomamos la "redención" enfatizando más la "salvación" que la "liberación". Aunque pudiera decirse que la terminología tiene poca importancia, si no traicionara los conceptos.
Pensamos más en suprimir males, que en edificar bienes. Nos pasamos más tiempo platicando de moral, y midiendo el alcance de las leyes, que contemplando el bien, purificando la esperanza y construyendo el amor. Para amar hay que descender al fondo de uno mismo y será desde ese centro de donde manará todo bien en libertad.
Ese que llamamos «descender de Dios en el hombre» es una actitud divina que debiera excitar nuestra fe en lo que representa el misterio cristiano. Porque no se trata de que Dios descienda al fondo del hombre para conocerlo, porque ya sabemos {10 (170)} que el hombre es creación suya y él, mejor todavía que el alfarero, «conoce el barro con que nos ha hecho». Lo que ocurre es que, con el misterio cristiano de la encarnación, el hombre no queda solo, ni siquiera en la historia. Es cierto que Cristo, personalmente, adquiere una "experiencia" humana que le enriquece y que a nosotros, cuando la meditamos, nos emociona, porque se parece a ese descubrimiento que también nosotros vamos haciendo del propio vivir y del propio crecimiento. Pero lo que ocurre, con la presencia de Cristo en el mundo y con la fe que nos vincula a él, es que ya no estamos solos y que, cada vez que profundizamos en nosotros mismos, penetramos en el fondo de nuestro ser y se nos hace transparente la conciencia en compañía de él, y vamos descubriendo no solamente nuestro crecimiento personal, considerado individualmente, sino nuestro crecimiento "en él", por una semejanza que imprime la gracia, en un desarrollo configurado con él, que entra en la vida de nuestra vida.
El miedo es siempre el grito de la soledad; pero ya no estamos solos. Es la compañía y la presencia de Dios, pero no sólo la presencia de Dios, porque Dios se nos ha acercado para andar nuestro propio camino, introduciendo una naturaleza que nos es común, la humana, {11 (171)} y es a través de este elemento humano, visible, cálido, incluso limitado (pero puro), que se establece nuestro contacto gratuito con él. Gratuito, para que sea posible el amor. Amoroso, para que crezca en la libertad. Libre, para que tenga la sinceridad que deja atrás las medidas porque se hace total en la entrega.
Pero, mientras nos empeñemos en extraer solamente códigos del Evangelio, o filosofías para las escuelas o sistemas para las estructuras terrenas, y descuidemos la figura, la persona, el ser Jesucristo, y no tendamos entre él y nosotros, y entre él y cada uno de nosotros, un puente vital que discurra por los pilares de la fe y de la gracia, no pasaremos ni venceremos los miedos seculares de la humanidad, esclavizados en nuestra propia miseria, en la soledad, aunque invoquemos a dioses, cristianos o no, pero falsificados.
Cristo, el verdadero, vino para que tuviéramos vida en él, vida abundante; para que fuéramos pobres, puros, libres y pudiéramos conocerle; y para que el conocimiento de la verdad, que se identificaba con él, nos hiciera libres, como hijos de Dios. Nos lo dijo así mismo; es hermoso y es verdad. Pero a veces no nos lo creemos.
Cristo se digna repetir, en cada uno de nosotros, en figura y en misterio, cuanto hizo y sufrió en su carne.
Se forma en nosotros, nace en nosotros, sufre en nosotros, resucita en nosotros, vive en nosotros; y todo esto se obra, no por una sucesión de acontecimientos, sino al mismo tiempo... En el último día se reconocerá a sí mismo, recogerá su imagen en nosotros como si la reflejáramos, y mirando a todas partes discernirá inmediatamente a quienes le pertenecen, es decir, a los que le devuelven su propia imagen.
Card. JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
{12 (172)}
6. EL SACERDOCIO CRISTIANO
AUNQUE el sacerdocio de Cristo tiene su acto principal y se consuma en el holocausto de la Cruz, este sacerdocio comienza, según san Pablo {11 (Hebr. 10, 5-10), en la misma encarnación. Vino al mundo para ser mediador, {1}} y lo es en tanto que hombre, según dice san Agustín (Confes. X, 68).
Por esta razón, al acercarnos a la celebración del misterio de la encarnación de Cristo, es oportuno que tengamos un pensamiento para el sacerdocio cristiano, es decir, para Cristo y para sus sucesores, que Bossuet no dudaba en envolver en la hermosa metáfora de «extensión de la encarnación de Cristo», a pesar de las limitaciones y de la falibilidad del soporte humano, en contraste con la perfección y grandeza única de Cristo-Sacerdote, que preside el mundo y libera al hombre.
Otra razón para su oportunidad, es el hecho de que, a pesar de la real corriente secularizadora existente, el hecho religioso y, más concretamente, la Iglesia y el sacerdocio cristiano, suelen ser tema o curiosidad de casi todas las publicaciones en circulación. A pesar de todos los equívocos y ligerezas, a veces incluso crasas y malévolas, el hecho demuestra ―como observaba hace algún tiempo el cardenal Pellegrino―, que «en la conciencia de los hombres de hoy el sacerdote ocupa un puesto relevante». Lo lamentable, en este fenómeno, es la frecuencia con que, buena parte de los que le observan y critican ―igual cuando lo hacen con la Iglesia―, no saben ponerse siempre en el punto de vista exacto para juzgar su realidad y, en general, la realidad religiosa. Hay oportunismo y demagogia, que llega a veces a impresionar a creyentes poco ilustrados y a turbar a conciencias débiles, y la Iglesia no puede siempre, en el marco de las condiciones terrenas en que se desenvuelve, acudir a tiempo para aclarar dudas y defender su verdad. Por lo demás, compuesta de hombres, no tiene inconveniente en descubrir y reconocer los errores externos posibles y cometidos realmente, y se somete a la ascesis de la historia. Pero la tarea más importante al respecto, no consiste, para ella, ni en ocultar o esconder sus fallos, ni en el vencer dialécticamente a sus contrarios, sino en ser fiel en la búsqueda de esa verdad creciente, paralela a su propio desarrollo en el misterio cristiano, imposible de captar o de retener cuando se la mira al margen de la óptica de la fe.
{13 (173)} Hay toda una evolución y, desde ella, todo un progreso purificador y espiritualizador, hasta llegar a Cristo, y un desglosamiento a partir de él, que es ilustrativo recordar.
Con independencia de la fundamentación evangélica del sacerdocio cristiano, existen imágenes históricas, no solamente eclesiásticas, sino también paganas y judías de las que no se está totalmente purificado y, a través de las cuales, se mira y confunde la verdadera realidad cristiana. Pueden seguirse, a través de la historia de la Iglesia, todos los esfuerzos que, a partir del Evangelio, se han realizado para acercarse a esta realidad: el celo de los pastores, la vida de los santos, las órdenes religiosas y los movimientos que despertaron nos lo atestiguarían. A pesar de todo, el sacerdocio cristiano se mueve en medio de una realidad humana, que le condiciona e influye, a la vez que también él influye y penetra esta misma realidad en evolución, marcada ya inevitablemente por el cristianismo. Aunque se erijan criticando o atacando a la Iglesia, cada vez que al hacerlo también defiendan ideas de "libertad", "igualdad", fraternidad", "paz", "justicia", "unión", "patria universal", "hermandad de todos los hombres", y otras, no pueden hacerlo sin reproducir ideas cristianas, bien que no explicitadas. Al final, inevitablemente, los caminos volverán a encontrarse. Lo dijo Cristo: «Otros vendrán de Oriente y Occidente...».
Sacerdocio pagano
Primitivamente, las funciones cultuales y proféticas eran realizadas por los jefes de los clanes o tribus, o por carismáticos esporádicos. En la civilización agrícola, al tener que dividirse el trabajo, surgió la "clase" sacerdotal.
Era competencia de la misma ocuparse de los mitos, del derecho y de la organización de la vida social. Función muy relacionada con el ejercicio del poder; y como el poder va unido a la riqueza, el sacerdocio pagano constituía una clase rica. Presidía; pero estaba separado del pueblo, no sólo por esta diferencia social ―el pueblo siempre ha sido pobre―, sino de acuerdo con la tendencia a la separación acusada entre lo considerado sacro y lo profano: el mundo era considerado cada vez más impuro y dependiente de fuerzas misteriosas y fatales. En medio de esta visión pesimista, la clase sacerdotal, y solamente ella tenía acceso a lo sagrado y desde allí ejercía su poder mágico. En realidad era el reflejo de la situación del mundo, anterior a Jesucristo: un mundo roto, separado de Dios.
Sacerdocio Judío
El sacerdocio judío, frente al pagano, supone un cambio trascendental: en él existe un poder personal de Dios, de modo que el hombre no puede disponer de sí mismo de manera mágica: es él el que está a disposición {14 (174)} de Dios y abierto totalmente a su poder. Ciertamente que el sacerdocio judío no estará libre de las tentaciones paganas; pero la profecía lo advierte y salva de caer, una y otra vez, en el sacerdocio mágico-ritualista del paganismo.
Existe además, una visión optimista de lo sagrado:
todo el pueblo de Israel es "el pueblo santo de Jahve".
Ello no obstante existen limitaciones, como la de una casta sacerdotal vinculada a la tribu de Leví, al linaje de Aarón y a la familia de Sadoc (el sumo pontífice); existe, todavía, la separación entre sagrado y profano; el ejercicio del poder no está ajeno a la institución sacerdotal, de modo que, cuando desaparece la monarquía es la clase sacerdotal la que toma el poder total sobre el pueblo y da lugar al régimen teocrático.
Sacerdocio de Cristo
En el Nuevo Testamento se nos presenta una figura de Cristo radicalmente diferente de la del sacerdote judío:
Jesús no pertenece a la casta sacerdotal ni a la tribu de Leví; aparece independiente del poder sacral tanto como del político; se opone a una interpretación abusiva de la Ley; posee una dimensión profética inaudita y habla con el poder de Dios; rompe la anquilosis farisaica y es rechazado como un cuerpo extraño por los que habían "organizado" la predilección divina de su pueblo.
Se trata de un sacerdocio único y eterno; es Él este único sacerdote. No ofrece en sacrificio cosas materiales ni externas: se ofrece a sí mismo y se da por amor. Este amor causa la reconciliación del mundo con Dios. El mundo ya está salvado, el pueblo ya puede penetrar en el santuario, y desaparece, así, la separación entre sagrado y profano, porque ya todo queda santificado, porque toda la vida, como dirá san Pablo (Romanos, 12, 1), entera, se hace materia de sacrificio y todo el pueblo se hace sacerdotal, profético y señor.
Pero, para el servicio de este pueblo sacerdotal ha de existir un ministerio visible, desde el mismo inicio de la vida de la Iglesia. El Nuevo Testamento, singularmente el libro de los Hechos de los Apóstoles, nos habla de este ministerio que fue la primera figura histórica del sacerdocio cristiano. Esta figura sacerdotal, administradora de los beneficios inmutables obtenidos por Cristo, irá evolucionando {15 (175)} {16 (176)} en matices importantes, aunque no esenciales a su carácter radical; evolución arriesgada, pero benéfica, asociada vehicularmente a la extensión del reino de Cristo, que no es como los reinos de este mundo.
La historia
La última figura histórica que ha llegado hasta nosotros de este ministerio o sacerdocio cristiano es, en conjunto, la que salió del concilio de Trento, portadora, ciertamente, de muchos valores contingentes estimables, positivos, pero que, a medida que ha prosperado la gran crisis de secularización del mundo, también ella ha entrado en la necesidad de evolucionar, a pesar de los cuatro siglos de actitudes prevalentemente "defensivas" hasta desembocar en el Concilio Vaticano II, el cual, por un lado, habla de la función profética del ministerio sacerdotal y, por otro, del sacerdocio de los fieles.
{17 (177)} La figura tridentina, "barroca", del sacerdote como persona relevante en la sociedad, como personaje, desaparece; desaparecen igualmente ciertas funciones sociales con los honores y privilegios que les acompañaban; desaparece la apariencia de casta comprometida con el poder político, desaparece el altar que sostiene al trono. Se va, en cambio, hacia una "presencia" o inserción en la vida: se trata de una opción de la Iglesia (basta repasar la Gaudium et Spes), que está más de acuerdo con el fundamento evangélico. Se camina hacia una figura de sacerdocio cristiano que vive más cerca de los hombres, no para mundanizarse, sino para ser "sal de la tierra".
{18 (178)} Después de la Pascua de Cristo ya no hay razón para separaciones, excepto el pecado. Y se vislumbra un pluralismo de figuras que, lejos de reducir la eficacia del ministerio sacerdotal cristiano, la enriquecerá notablemente.
Basta leer despacio el sermón de la montaña, o meditar en las tentaciones del desierto, que venció el primer Sacerdote, Cristo, para darse cuenta de lo que ha de ser el sacerdocio de hoy. Caen conceptos paganos, anacronismos judíos y polvo de los siglos; pero cada vez es más nítida, si la referimos al Evangelio, la figura del sacerdote.
Antes de juzgar
Los que se atreven a juzgar y a exigir a los sacerdotes de hoy, que miren cerca, en su misma casa, en su familia:
que revisen su conducta, sus ideas, sus palabras, y deduzcan si, como consecuencia de la rectitud que las inspira, puede allí despertarse una auténtica vocación entre los que todavía no han elegido camino en la vida.
Consagrarse a Dios es todavía más hermoso hoy, que siglos atrás, cuando lo hicieron san Benito, o san Francisco, o santo Domingo, o san Felipe, o san Bernardo, o santa Teresa, y tantos otros. Éstos, dígase lo que se diga, no huyeron del mundo, sino que lo santificaron.
Y eran épocas parecidas a la nuestra, que llamamos de crisis.
DECLARACIÓN ACERCA DE LAUS En relación con el artículo 24 de la Ley 14-1966 de 19 de marzo, de Prensa e Imprenta, se hace constar:
—Que LAUS es una publicación que pertenece a la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri.
―Que, al igual que las demás obras apostólicas del Oratorio, se mantiene con las aportaciones espontáneas de los fieles y el trabajo de los miembros de la Congregación.
―Que el contenido propagandístico y de anuncios que figura en la publicación es económicamente desinteresado.
—Que el P. Ramón Mas Cassanelles es el director de la revista y autor de los artículos que van sin referencia.
Agradecemos la constante simpatía y apoyo de cuantos nos animan en nuestra tarea.
LA CONCIENCIA.
La conciencia no es ni un egoísmo ciego, ni el deseo de ser lógico consigo mismo. Pero es un mensajero de quien tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla a través de un velo, instruyéndonos y gobernándonos por medio de sus representantes.
La conciencia es el vicario natural de Cristo; profeta por sus instrucciones, monarca por su absolutismo, sacerdote por sus bendiciones y sus anatemas, e incluso si el sacerdocio eterno pudiera dejar de existir en la Iglesia, este principio sacerdotal permanecería y ejercería su soberanía ...
Pero ¿qué queda actualmente de la noción de conciencia en el espíritu del pueblo? Ni en él ni en el mundo intelectual, la palabra "conciencia" ha guardado su antigua significación, verdadera y católica. En él, esta palabra que se emplea a menudo y con insistencia, no evoca en absoluto la idea y la presencia de un Maestro del mundo moral. Cuando los hombres invocan los derechos de la conciencia, no quieren en modo alguno hablar de los derechos del Creador, ni de los deberes de las criaturas en sus pensamientos y en sus acciones; sino del derecho a pensar, hablar, escribir y obrar según su opinión o su humor, sin preocuparse lo más mínimo de Dios. Entienden la conciencia como el derecho de la propia voluntad.
Card. JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
Cristo es el Sacerdote único, siempre próximo, siempre apenas partido y siempre casi vuelto a venir. Es el único Soberano y Padre de su Iglesia, dispensando sus dones, sin designar a nadie para que le reemplazase, porque partió solamente para poco tiempo.
Card. JOHN HENRY NEWMAN, C. O.