Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 185. ABRIL. Año 1981
0. SUMARIO
PASCUA contiene el significado completo del cristianismo: desde su preparación, arrancando de los patriarcas, hasta su consumación en Cristo. Pascua es una semilla en la fe, es un dolor de crecimiento y hasta de muerte temporal en la esperanza; pero es, sobre todo, la culminación espiritual y transformadora, desde el cuerpo y desde el tiempo, para más allá de las realidades presentes, para pasar a la forma de Cristo, vivo y glorioso.
MÁS DE UN MILLÓN
ANTICIPOS
EL ORATORIO
VIVIR EN COMUNIDAD
LA VIDA DE LOS PRIMEROS EREMITAS
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1. MÁS DE UN MILLÓN
EN la Iglesia hay más de un millón de personas ―mujeres y hombres— que han consagrado su vida totalmente a Dios, bien porque han abrazado el sacerdocio, con o sin la profesión de la vida evangélica (y son algo menos de la tercera parte), bien porque toda su actividad y existencia esté dedicada a la entrega y servicio del Evangelio: en este campo las mujeres son, en conjunto, la mayoría, pues suponen más del doble de los hombres incluidos todos los que, en la Iglesia, son sacerdotes.
Concretamente en España, y sin contar a los diocesanos, hay cerca de 17.000 sacerdotes que pertenecen a institutos de perfección evangélica, y otros 14.000 hombres, pertenecientes también a estos institutos, plenamente consagrados a Dios, pero sin ser sacerdotes. En algunos lugares, el número de sacerdotes religiosos o pertenecientes a institutos de perfección, supera al de sacerdotes diocesanos. Así en Barcelona hay 1.098 contra 964 diocesanos.
En la provincia de Albacete hay 9 conventos de hombres y 42 de mujeres.
También en España, hay algo más del doble de mujeres que de hombres, pues ellas alcanzan la cifra de 65.000, de las cuales, un 20 por ciento están fuera de España dedicadas a obras misionales. Pero, en el porcentaje misional las superan los hombres, pues de los 31.000 que suman en total redondo, un 32 por ciento son misioneros.
Una descripción de los aspectos activos de todas estas personas, no puede condensarse en pocas palabras, pues son muchas y variadas las obras de apostolado, asistencia, promoción humana, enseñanza a todos los niveles (en colaboración o en centros propios), en publicaciones y editoriales, en medios de comunicación social, en tareas específicas culturales, que no abarcan sólo temas religiosos, sino aquellas que pueden denominarse ciencias de la Naturaleza y del Hombre, aunque desde una óptica cristiana, y de las cuales, el 90 por ciento son de institutos religiosos; también pertenecen a ellos el 52,4 por ciento de los títulos de revistas de la Iglesia, además de colaborar en las restantes.
En todo el mundo hay, además, 2.700 monasterios de contemplativos. Pues bien, cerca del 37 por ciento de ellos están establecidos en España, con 24 de monjes y 929 de monjas, que corresponden, en cifras humanas, respectivamente, a 800 y 16.500.
Este casi millón y medio de hombres y mujeres de todo el mundo, que han elegido para sí a Dios, participan de las inquietudes, de las búsquedas y de las esperanzas de esta época que nos ha tocado vivir a todos, y permanecen activos y pacíficos en la tensión del ideal por alcanzar y asumir el Evangelio: pues no sólo se han dado a Dios, sino que, por Dios, se han dado también al mundo.
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2. Anticipos
EL CRISTIANISMO no es una religión para la muerte ―o para el más allá―, sino para la vida, para "desde ahora mismo". Éste es un rasgo que lo distingue de otras búsquedas que trascienden el tiempo o el propio ser, y que han preocupado al hombre. Así lo entendieron los primeros cristianos, para quienes el bautismo era y representaba la incorporación a Cristo, sin aplazar referencias para el "más allá", sino tomándolo como una anticipación, aun antes de la muerte, que les insertaba en la vida de Cristo ―superación y victoria en vida de la misma muerte―, de modo germinal, por la gracia, que actuaba como semilla escondida en el alma. La intima unción de la gracia iniciaba el desarrollo de una vida y crecimiento en Cristo resucitado que, si bien comenzaba "desde ahora mismo", no podía ceñirse a la estrechez del tiempo y quedaba, por esto mismo, en virtud del carácter cristiano, inscrito en el marco escatológico del encuentro definitivo con Cristo.
La realidad del martirio, presente en el despertar de la Iglesia, acentuaba esta significación de victoria sobre la muerte porque se poseía, en anticipo, la pascua de la gracia. En Cristo, el triunfo pascual era una consecuencia de la muerte; pero en la Iglesia la gracia pascual, como triunfo, era anterior a la muerte temporal, derrotada.
Más tarde, cuando el martirio desaparece, o se hace menos frecuente, y cuando cunde el peligro de olvidarse del misterio de la vida de Cristo en el alma del bautizado, porque el cristianismo se culturiza y aparecen tendencias de reduccionismo moral o de asegurar su establecimiento en garantías de prevalencia institucional jurídica, algunos cristianos buscan modos más libres ―y más totales―, a costa de desprendimientos de incluso lo que el mundo llamado cristiano acepta, para recuperar el sentido plenamente pascual de su bautismo cristiano, e inician formas de vida que les aleja de aquella culturización, como si temieran ver sofocado por ella, ese regreso o esfuerzo de conversión que se llamará vida evangélica o vida apostólica, o incluso vida religiosa..., pero que sólo pretende mantener la íntima tensión, "desde ahora mismo", para guardar como un anticipo, el {3 (63)} marco escatológico, pascual, del misterio cristiano abrazado por la entera consagración de la vida propia.
En realidad no se trata de nada demasiado especial, desde el punto de vista cristiano, sino simplemente de un intento de asunción del propio bautismo, como una anticipación, por caminos de fidelidad y de gracia (a pesar del inevitable reconocimiento de las propias limitaciones), de la vida con Cristo. Como la de los primeros que le conocieron, que fueron llamados por él, y que le siguieron, "desde entonces mismo", sin detenerse a esperar más "lo que ha de venir", porque creyeron en él. Y la fe es anticipo, como la esperanza, de los dones supremos y definitivos de Dios.
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3. El Oratorio, un estado de perfección con mínima estructura jurídica
LOS CRISTIANOS que, en el decurso de la historia de la Iglesia, han querido asumir una consagración especial de sus vidas, por la práctica de los consejos evangélicos, como una especial forma de fidelidad al bautismo en un esfuerzo de anticipación existencial del misterio cristiano de la pascua, no siempre han recibido el nombre con el cual, genéricamente, ahora se les suele designar. Ahora se les llama "religiosos" y el derecho de la Iglesia los distingue porque se diferencian de los simples laicos en que llevan vida común y emiten los tres votos de obediencia, castidad y pobreza, según reza el Código de Derecho Canónico (can. 487).
Pero no siempre fue así. En realidad, la generalización preceptiva de los tres votos (para los regulares o "religiosos"), es inmediatamente posterior al concilio de Trento (1545-1563), y se debe al papa Pío V, con la constitución "Lubricum vitae" (1568). A esto se llegó, en tiempos de reforma, tras un proceso secular que, en sus orígenes, estaba desprovisto de la minuciosa reglamentación que ahora conocemos.
Cuando en la Edad Media, en los monasterios, se comenzaba a hablar del voto de estabilidad, sólo implícitamente se hacía referencia a los consejos evangélicos que ahora técnicamente el derecho refiere a los "religiosos"; en los cuales, por lo demás, ni se agota el Evangelio, ni su práctica puede considerarse monopolizada por la sola emisión de los votos respectivos. En orden al estado de perfección evangélica, los votos tienen el valor de medio; son un medio, ciertamente excelente, pero no único ni exclusivo, como reconocieron santo Tomás, Suárez y, en general, todos los teólogos.
Pues bien, cuando el rigor de Pío V implanta la generalización de los votos a los estados de perfección evangélica, surge, al poco, {5 (65)} la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri... sin votos. Tal vez la excepción de san Felipe no lo es tanto, si se tienen en cuenta las primeras formas de vida consagrada o "apostólica", y hasta de la que se llevaba en los principios de la vida eremítica y monástica.
Pero no por ello es menos significativa. Durante el pontificado de san Pío V el incipiente Oratorio había pasado por momentos críticos a causa de la desconfianza con que era observada la actuación de san Felipe, entre otras cosas, por la que se estimaba, por las autoridades eclesiásticas, excesiva intervención de los laicos en los ejercicios y predicación en el Oratorio. El equipo de san Felipe, formado casi espontáneamente en torno a su personalidad y carisma en verdad extraordinarios, a pesar del interés del santo en no hacerse notar demasiado, llegó a ocupar la atención y los comentarios de Roma entera; por otra parte, san Felipe no demostraba excesivo interés en legalizar su obra, que estimaba más bien familiar que institucional. Pero cuando sucedió a Pío V el papa Gregorio XIII, éste se fijó enseguida en san Felipe y procedió a su reconocimiento canónico erigiéndola en Congregación (1575).
El papa Gregorio XIII tiene una especial significación, no solamente porque introduce una mitigación general a los primeros rigores que Trento había despertado, sino porque era un insigne jurista, de los que «no sacrifican el hombre al sábado, sino que ponen el sábado ―es decir, la ley― al servicio del hombre». Gregorio XIII no solamente había nacido en Bolonia, sino que había sido famoso maestro de leyes en aquella universidad de prestigio universal, precisamente por el cultivo del Derecho. Y este dato no debe pasar por alto, con el fin de evitar cualquier superficial valoración al descubrir que el Oratorio supone la primera gran excepción a la norma general que poco ha estableciera el papa anterior, Pío V, muy preocupado por el sentido de la disciplina uniformadora, por el espíritu de cruzada (Lepanto) frente a la hostigación turca, heredero además del problema de Lutero. Gregorio XIII no encontró una Iglesia muy diferente, pero afrontó sus problemas con otro talante, favoreciendo los estudios, no sólo teológicos, sino escriturísticos y de Derecho; su formación universitaria e intuición de buen jurista supo descubrir inteligentemente aquella singularidad carismática propia de san Felipe y quiso ampararla, aprobándola como una Congregación en la que se llevaba vida según el Evangelio, pero sin la profesión de votos de ningún género.
Esta ausencia de votos ha sido una de las notas características de {6 (66)} la fundación de san Felipe, y también la piedra de tropiezo para cuantos se han precipitado a juzgarla, pero siendo desconocedores de la historia de los estados de perfección evangélica, por lo cual se olvidan del carácter instrumental de las etapas que los componen, reduciéndolos todos al común denominador de la triple emisión de votos.
No nos vamos a entretener en la alabanza de la genialidad de san Felipe y su sentido simplificador al señalar medios para la conversión a Cristo y la santidad. Pero de poco le hubiera servido su buen instinto cristiano, si aquel papa que le observaba de cerca, pero que era además un hombre muy entendido en las leyes de la Iglesia, no se hubiese adelantado demostrando más interés que el mismo san Felipe tuviera para la legalización canónica del Oratorio.
En pocas líneas no podemos resumir todo lo que fueron, a través de los tiempos, los movimientos de vuelta al Evangelio, surgidos para asegurar que su fermento prevaleciera al peligro de la mundanización y así mantuviera la virtualidad transformadora de la sal, la luz, la levadura... en medio de los hombres. La reacción simplificadora de san Felipe y el reconocimiento que recibe casi sin pedirlo, de la Iglesia, era en verdad evangélicamente oportuna inmediatamente {7 (67)} después de los rigores de la reforma católica.
Hay que tener en cuenta, de todos modos, que san Felipe siempre tuvo en mucha estima el estado de quienes profesan los votos religiosos. Sin embargo, no quiso, para los suyos, voto alguno, aunque sí la misma práctica de los consejos evangélicos, con el deseo sincero de mantenerla hasta la muerte, pero no por el peso de ley alguna, sino por sólo la caridad, que está por encima de toda ley, o que las resume todas, libre y espontáneamente.
Podemos decir que el Oratorio representa dentro de la Iglesia, un fenómeno algo singular. Es un estado de perfección evangélica, de derecho pontificio, que, desde los mismos tiempos de san Felipe, comenzó a extenderse por el mundo, si bien careciendo de una estructura centralizada, ya que las distintas casas ―parecidas a los monasterios benedictinos― son, entre sí, autónomas o "sui-iuris" (can. 488, 8.°), aunque integradas en una confederación que asegura sus relaciones fraternales. Los miembros que las componen, después de un periodo de formación, son admitidos {8 (68)} sin la profesión de votos, pero llevando la vida común a tenor de las propias constituciones.
Hay aspectos que requerirían explicaciones pormenorizadas y referencias históricas a los orígenes de las formas más simples de consagración a Dios en las primeras comunidades cristianas. El concepto moderno y político de los regímenes cada vez más centralizados y preocupados por la eficacia y las valoraciones cuantitativas, no favorece la comprensión de las ideas y del estilo que caracterizaron el ideal de san Felipe, para el Oratorio. Sin duda que las estructuras apostólicas concebidas bajo la filosofía de la eficacia, tienen un sentido en el apostolado de la Iglesia, con tal que no imiten los estilos de los poderes mundanos. Pero también son necesarias esas obras más modestas, más apegadas al lugar donde se establecen, con tal que superen los peligros de la atrofia apostólica y mantengan, de la necesaria sencillez que debe caracterizarles, el testimonio de sinceridad evangélica y de lugar de vida y de cultura cristiana accesible a todos. Un Oratorio, aunque mantiene su relación fraternal con todos los hogares que forman la gran familia de los hijos de san Felipe, distribuidos en diversos lugares de la Iglesia, es siempre, desde la raíz, una institución ciudadana y una casa de oración para todos.
Hombres y mujeres consagrados a Dios en Europa.
Las cifras no lo son todo en la vida de la Iglesia, pero tienen un valor humano indicativo, que si bien no es medible en gracia y santidad, puede servir, en este caso, de dato esperanzador, como manifestación de esa cantidad no indiferente, de hombres y mujeres que mantienen dedicada a Dios toda su vida.
Damos las cifras redondas respectivas de hombres y mujeres enrolados en obras de vida evangélica:
―ALEMANIA ... 10.000 y 70.000
— AUSTRIA .... 3.150 y 12.000
— BÉLGICA ... 7.750 y 35.000
―ESPANA .....31.000 y 65.000
―FRANCIA..... 20.800 y 100.000
―GRECIA ....... 300
―HOLANDA . . . . 11.000 y 22.750
―INGLATERRA .. 6.000 y 16.000
IRLANDA..... 8.000 y 18.000
―ITALIA ...... 20.600 y 138.000
— MALTA ....... 475 y 1.900
―POLONIA. . . . . 8.000 y 25.000
— PORTUGAL ... 2.600 y 8.700
―SUIZA ....... 3.350 y 6.000
―YUGOSLAVIA. 2.800 y 8.000
MAZZINI Y EL ORATORIO.
«Recuerdo muchas veces la Congregación de san Felipe... ¡Quién sabe cuántos de los padres que yo reía pasear por el patio de su convento, en mis tiempos, habrán muerto! Me acuerdo del órgano que añoro desde aquí, en Londres, donde sería imposible oír otro igual. Hay dos o tres iglesias, en Génova, de las que me acuerdo en sus mínimos detalles y entre ellas está precisamente la de san Felipe. Me acuerdo de la disposición de sus cuadros, de la fisonomía de cada cosa. Aquellos cuadros me son más simpáticos que los demás por el carácter de su Instituto y por la amabilidad y la ausencia de ambiciones y de intrigas que han sabido conservar».
Esto escribía Giuseppe Mazzini, desde el exilio. Su testimonio no es nada sospechoso, si conocemos sus ideas revolucionarias. Es posible que la comunidad oratoriana que él recordara hubiera sido realmente fiel al espíritu original de san Felipe y sus primeros discípulos, que jamás tomaron el sacerdocio como un medio de ascenso social o de promoción a cargos y honores en la Iglesia.
Por otra parte, puede servir también de argumento para sospechar que, los excesivamente críticos, desconocer lo que toman como objeto de censura. Mazzini conocía y trataba a los padres del Oratorio; su casa colindaba con la suya, y frecuentaba la iglesia.
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4. VIVIR EN COMUNIDAD
Newman encontró en la forma de vida del Oratorio, el modo de responder a su vocación sacerdotal en la Iglesia católica. Si conversión y, enseguida, su preparación al sacerdocio va paralela con el estudio y preparación para abrazar la vida oratoriana. En Roma, libros y maestros no le faltaron y, sobre todo, largos espacios para dedicar a la oración. Después tendría que transmitir a otros, entre sus primeros discípulos, qué entendía por 'vocación oratoriana". Las palabras que siguen son el fragmento de una carta mandada a estos primeros discípulos, mientras iba y venía de Irlanda (ocupado en la Universidad de Dublín) a Birmingham, donde acababa de fundar el Oratorio.
SAN FELIPE es un sacerdote secular, pero un sacerdote secular que además "vive en comunidad". Pero conviene poner atención en lo que implica la palabra "comunidad". Vivir en comunidad no es estar simplemente en la misma casa, porque entonces los clientes de un hotel formarían una comunidad. Tampoco el hecho de coincidir a la mesa para comer juntos, porque entonces lo sería la casa donde se está a pensión. Tampoco sería vida de comunidad la de un grupo de sacerdotes por el solo hecho de habitar en una misma casa parroquial donde cada uno tiene su habitación, aunque vivan juntos y coman juntos.
Vivir en comunidad es formar un solo cuerpo, de modo que se admita el actuar y considerarse como una sola persona. Un Oratorio es una individualidad; tiene un solo querer y una sola acción, y en este sentido es una comunidad. Pero es obvio que una tal unión de voluntades y de ánimos y opiniones y conductas es inalcanzable sin hacer importantes concesiones que atañen al juicio privado de cada uno respecto de los demás.
Ahora bien, esa conformidad de voluntades y de acción, fundada por lo demás sobre los afectos humanos, restringida al lugar y a la persona, e incluso elevada dentro de sus límites a la plena dignidad de la obediencia religiosa penetrada de abnegación, que constituye la B esencia de uno de los tres votos de los religiosos, mientras crea el vínculo de los miembros del Oratorio atándolos unos a otros, v transforma en comunidad una casa en la que se habita, es también el índice especial de su vocación y el instrumento especial de su perfección. Y he aquí por te qué lo afirmo:
{10 (70)} No todos los hombres tienen la capacidad de vivir en comunidad. No cualquier alma santa, ni todo sacerdote secular sabe vivir en comunidad, Incluso es posible que sean muy pocos los que realmente en vivir en comunidad. No sabemos hacerlo los seculares y no saben hacerlo los religiosos. Tal vez digáis que, por lo menos los religiosos sí saben. No, os digo, y ved por qué: ordinariamente los religioso: forman parte de un cuerpo extensísimo, no le una casa o familia particular. Ellos no tienen un hogar doméstico. Hoy están aquí, mañana allí... a veces incluso constituye una característica y el que en rutan demasiado tiempo en un mismo lugar. Otros por al menos un largo período de tiempo van a las misiones.
y luego vuelven, de modo que la casis más bien un refugio que un hogar. Están, por supuesto, bajo dependencia de superiores y de reglas, pero no son súbditos que no cambian de comunidad.
La conformidad con la congregación, y una sumisión amorosa las manifestaciones de su voluntad y a su espíritu, lo es todo para un miembro del Oratorio, y esto reemplaza el lugar que pudieran ocupar todos los consejos. Por lo demás, él puede personal y privadamente vivir bajo los Consejos que no estén en pugna con la propia regla (la pobreza, el ayuno...), pero, como oratoriano, esas observancias no le distinguen. Con razón decía el p. Consolino que «quien desee vivir a su aire, no sirve para del miembro de la Congregación». Los primeros discípulos de san Felipe se daban cuenta de que el permanecer firme en una buena resolución sin 15 voto alguno, constituía un mérito del todo particular, y que era un instrumento eficaz para elevar el grado general de la obediencia y para llevar a in:
la perfección, que es la plenitud de la caridad y de la felicidad del cielo.
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5. Documento: La vida de los primeros eremitas como protesta contra una Iglesia instalada en el mundo
EN el "Corpus iuris civilis" de Justiniano, no mucho después de que se hubiese iniciado la experiencia, hay unas palabras de elogio sobre la vida de los monjes del desierto, cuando dice (Nov. 133): «La vida tan peculiar de los monjes es algo sagrado que aproxima las almas a Dios y que es grandemente benéfica, no sólo para quien la abraza, sino también para todos los demás, gracias a la pureza y a las súplicas que eleva a Dios por todos».
Pero es indudable que, aquella forma de vida, por más que se busque su precedente en modalidades pretéritas y precristianas (como por ejemplo los esenios), representó una verdadera novedad frente a la sociedad que ya ge comenzaba a llamar "cristiana" y que acababa de salir de las persecuciones. En los primeros momentos del cristianismo, los fieles más fervorosos no habían llegado a sentir la necesidad de alejarse del contexto social común que les congregaba en la vida y perseverancia cotidiana en la misma fe en Cristo. Pero apenas se inicia una generalización sociológica que favorezca la ambigüedad de su profesión, aparece ese gesto de distanciamiento, que les hace huir hacia marcos de genuinidad que les permita la identificación evangélica, e intentar evitar, de este modo, el ser absorbidos por las corrientes mundanas que se introducen en los hábitos sociales y que crean estilos capaces de desvirtuar el espíritu y el testimonio cristiano. No se puede decir que se trata de un movimiento contestatario que levante polémicas parecidas a las que suscitan las primeras discusiones teológicas. Es, si acaso, una protesta pacífica, un camino de renuncia y de humildad, que se apoya en la libertad para la que Cristo nos ha liberador, si nos abrimos a su palabra y la queremos hacer vida. Tampoco se trata de desprestigiar, abandonándola, la peregrinación temporal de la Iglesia jerárquica, y prueba de ello lo serán los auxilios que, en los momentos más críticos, precisamente log monjes le prestarán; pero el que abrigan el deseo de estrenar la pureza de los medios con que quieren vivir el Evangelio, lejos de las ambigüedades de las técnicas y políticas organizativas o las preocupaciones por la eficacia, que la salpican con el mismo barro que mancha a los poderes del mundo.
Esta reacción carismática ―esta gracia especial, o remedio o fuerza de Dios para su Iglesia― no solamente se produce en este primer momento de la vida evangélica en el desierto, sino que se repetirá, con las variaciones que las circunstancias históricas reclamen, en otros momentos de la vida de la Iglesia, y no sólo en beneficio de esa Iglesia cuando tiende a jerarquizarse como un poder de ese mundo y que, por ello, necesita «otro regreso {12 (72)} al Evangelio» (que diría Pablo VI), sino para revisar este mismas formas de "huida" toda vez que, al institucionalizarse (por necesidad y bien de su propio funcionamiento), reciben también ellas su ración de salpicaduras que tendrán necesidad de sacudir atendiendo a los nuevos carismas con los que Dios, providente, no deja de estar presente entre sus hijos, para que no desfallezcan en el camino de la santidad. No costaría demostrarlo, además de la referencia al monaquismo, siguiendo con el surgir de las órdenes mendicantes, con las reformas del s. XVI y las obras y congregaciones surgidas entonces, con las más recientes de nuestros tiempos... En conjunto todo ello nos ha de llevar a la estima de la vida de consagración a Dios.
Reproducimos unos párrafos de un trabajo del profesor de Historia de la Vida Religiosa, el P. Jesús Álvarez, ilustrativo de la motivación carismática del primer monaquismo.
Al concluirse la era de las persecuciones cruentas, con el advenimiento de la paz constantiniana, lo lógico hubiera parecido que los cristianos irás comprometidos con el Evangelio se hubieran insertado en medio de la sociedad para hacer realidad aquello de que los cristianos son el alma del mundo, el fermento que hace crecer en cristiano a toda la masa. Pero sucedió enteramente al revés. Los cristianos especialmente fervorosos huyen de las ciudades, abandonan las comunidades eclesiales tradicionales, y se establecen al margen de las ciudades, en medio de la soledad de los desiertos. ¿Por qué? ¿Dónde está la utilidad de este carisma eclesial?
Estos cristianos que huyen al desierto no constituyen una contradicción viviente con aquello que el autor de la Carta a Diogneto decía constituir el ideal de la vida cristiana?: «Los cristianos dan el ejemplo de una vida social admirable, o mejor, como dicen todos: paradójica. Viven en la carne, pero no según la carne: habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo; obedecen a las leyes vigente, pero con su vida superan las layes».
Los monjes del desierto ¿no vivirán en contra del precepto del Señor que expresamente ordenó a sus discípulos no colocar la luz debajo del celemín, sino delante de los hombres, para que éstos, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen al Padre que está en los cielos? (Mt 5, 16).
Vaticano II
Pues bien, si, como dice el Vaticano II, admitimos que la Vida Religiosa es un carisma concedido por Dios a su Iglesia (LG 43), habrá que aplicarle su definición, la definición paulina (1.ª Cor 12, 7), al monacato del desierto del siglo IV que es la primera manifestación de Vida Religiosa que conocemos. Y, por tanto, en virtud de la definición {13 (73)} paulina de carisma, habrá que concluir que la Vida Monástica del Desierto fue un don del Espíritu concedido a su Iglesia, a aquella concreta Iglesia del siglo IV, que empezaba a caminar con un nuevo estilo de existencia, en el que, sin duda, se estaba haciendo urgente una manifestación de vida cristiana como el de aquellos monjes del desierto. Lo cual quiere decir que ese don, ese carisma que es el concreto estilo de vida de los monjes del desierto, habrá de responder a una urgencia, a un reto, que aquella Iglesia tenía planteado.
EL NUEVO ESTILO DE VIDA DE LA IGLESIA CON LA PAZ CONSTANTINIANA
Por el Edicto de Milán del año 313, la Iglesia dejó de ser una religión ilícita para convertirse, por lo menos en cierta medida, en una religión privilegiada. Resulta fácilmente comprensible que al proclamarse la libertad religiosa, se produjese en los cristianos, vejados y oprimidos durante tanto tiempo, una euforia y un entusiasmo que no acertaba a demostrar su agradecimiento hacia quien consideraban el nuevo Moisés del Pueblo de Dios, Constantino. Es precisamente en este contexto de euforia y entusiasmo, desde donde hay que explicar la nueva situación que se inaugura para la Iglesia y que se conoce con el apelativo de era constantiniana. La cual se podría definir como un dinamismo colectivo al servicio de las esperanzas terrestres del Reino de Dios: un deseo de dominarlo todo con una influencia sobre la marcha de la sociedad, donde todo tenga un apellido cristiano.
Por supuesto, a esa situación no se llegó en tiempo del primer Emperador cristiano, Constantino; pero él puso el primer eslabón de una inmensa cadena que, con el correr del tiempo, servirá para aprisionar al mismo Cristianismo.
La mutación que para la Iglesia supuso la conversión del mismo Emperador fue de enorme trascendencia y se tradujo en una serie de consecuencias que iban a afectar de un modo directo al normal comportamiento de los cristianos. Señalamos solamente algunas:
Conversiones en masa
―Empiezan las conversiones en masa. Los paganos, interpelados anteriormente, sin duda, por la presencia de los cristianos, pero atemorizados al mismo tiempo por las leyes que les perseguían, no se atrevían durante los tres {14 (74)} primeros siglos a pedir su ingreso en las filas cristianas.
Ahora, se sienten libres e incluso estimulados por el mismo Emperador. Ahora, ser cristianos puede suponer una facilidad para escalar puestos en la pirámide de la sociedad.
Descuido del catecumenado
―Entran en la Iglesia, como consecuencia de lo anterior, gentes que no estaban preparadas ni espiritual ni psicológicamente para el Bautismo. Al no existir ya el peligro de la apostasía, por temor a las persecuciones, la misma Iglesia descuida la preparación de los catecúmenos, de modo que, a partir del siglo IV, se va a dar lugar a un tremendo contraste con la situación anterior: Durante la época de las persecuciones, solamente se bautizaba a los convertidos, de ahora en adelante, los Pastores tendrán que preocuparse por convertir a los bautizados.
Fe y filosofía
―Si la Iglesia de los primeros siglos se había caracterizado por la humildad del estamento social en el que reclutaba sus adeptos, después de la paz constantiniana, piden el ingreso en la Iglesia no sólo los miembros de las familias senatoriales, sino también los intelectuales que tan reacios se habían mostrado siempre hacia el cristianismo. Y éstos van a ser ocasión de nuevos problemas. Con la mejor intención, sin duda, querrán interpretar las verdades de la fe desde sus concretas categorías filosóficas, amenazando así con convertir al cristianismo en una escuela filosófica más. No fue por un acaso el que desde comienzos del siglo IV se inició una cadena ininterrumpida de herejías que se prolongará hasta el siglo VII.
El espíritu del mundo
— Consecuencia de todo lo que precede fue la creciente penetración del espíritu mundano en la Iglesia, no sólo a nivel de simples fieles, sino también en el mismo estamento jerárquico. A finales del siglo IV, san Jerónimo hablaba ya de obispos y de clérigos que más se parecían a galanes de teatro que a pastores de almas:
«Cuya in preocupación era la de ir elegantemente vestidos, perfumados, rizado, calzados con cuero muy flexible, y que más parecían lechuguinos que clérigos».
HUYENDO DE UN CONTEXTO DE MEDIOCRIDAD ECLESIAL
El contraste que ofrece la Iglesia del siglo IV en comparación con la Iglesia de los tres primeros siglos, sin que tampoco de esta Iglesia se pueda eliminar toda dimensión {15 (75)} de pecado porque, realmente lo hubo, era demasiado evidente. A una sociedad que rechazaba, por principio, a los cristianos, le la sucedido otra que, también por principio, los acoge y los mima. A un mundo que ponía a los cristianos en la alternativa de tener que elegir entre la fidelidad a Cristo o la muerte, le ha sucedido otro que halaga, que favorece las apetencias de mando y de dominio.
El riesgo de la mediocridad
En este contexto de mediocridad que se inaugura en la Iglesia con la paz constantiniana es donde hay que situar el nacimiento de la vida monástica, y desde el intentar explicar la utilidad carismática que el Espíritu ha querido aportar a su Iglesia al suscitar ahora, y no antes, esta modalidad de vida cristiana. El monacato aparece como una reacción, como una protesta contra esa degradación del ideal cristiano primitivo. Por eso, Dom German Morín ha podido decir algo que, a primera vista, podría parecer un contrasentido: No es precisamente la vida monástica la que constituye una novedad en la Iglesia de comienzos del siglo IV, sino más bien la vida acomodada a las exigencias de este mundo, en el momento misino en que cesan las persecuciones. Los monjes no hacen más que guardar en medio de las nuevas circunstancias el ideal intacto de la vida cristiana del comienzo de la Iglesia.
Los cristianos de verdad, en medio de un mundo que ya no los trata como a enemigos, se sienten en la obligación de comportarse como enemigos del mundo. Se han dado cuenta de que si no se comportan así, se convertirían muy pronto en esclavos de ese mundo excesivamente acogedor.
Por eso, huyen. Se marchan a la soledad del desierto.
Se podría decir que la Iglesia, en el momento en que experimenta por primera vez en su historia una profunda crisis de identidad, al verse enfrentada a una época histórica diferente, vuelve instintivamente los ojos a los orígenes, a fin de buscar allí las analogías que le permitan adoptar una línea de conducta más adecuada frente a la nueva situación socio-cultural.
La situación de hoy
Todo paralelismo puede resultar engañoso, pero si tenemos en cuenta la necesidad que tiene la Iglesia de encarnarse realmente en cada nueva situación histórica, no es de extrañar que se le encuentren fuertes semejanzas a la Iglesia de nuestros días con aquella Iglesia de comienzos del siglo IV. Lo mismo que los cristianos de hoy, ante este mundo tan radicalmente diferente al mundo de no hace {16 (76)} todavía muchos años, los cristianos del siglo IV tuvieron que plantearse también, en el giro de muy pocos años el tremendo problema de la ortodoxia y de la ortopraxis.
Pero los hechos reales no fueron tan sencillos como los pintan los Manuales de Historia de la Iglesia.
Esta fue la gran tarea de los catequistas y Pastores de aquel tiempo: definir el estilo de vida que en aquella nueva etapa postconstantiniana habrían de asumir los cristianos.
LA "HUIDA AL DESIERTO". RESPUESTA SUSCITADA POR EL ESPÍRITU AL RETO DE LA NUEVA SOCIEDAD ECLESIAL
Es en este contexto que acabamos de describir donde hay que situar la gran aventura del monacato primitivo.
Un monacato tan exultante y tumultuoso como pudo ser la búsqueda de las fórmulas de fe. La finalidad de la vida monástica era bien sencilla: Buscar el desprendimiento y el fervor que ya no se podía encontrar en ese mundo que ahora se les había tornado demasiado acogedor. Estos cristianos huyen a la soledad del desierto porque quieren ser en el corazón de la Iglesia lo que antes habían sido los mártires: Una llamada permanente a la condición escatológica del cristiano que debe vivir en este mundo como de paso, sin ciudad permanente. Esta fue la gran utilidad, la respuesta que el Espíritu suscitó al reto que aquella Iglesia de comienzos del siglo IV tenía planteado: el instalarse en este mundo como en un lugar cómodo y definitivo.
Pero ahora cabe preguntarse si la comunidad eclesial fue consciente de esa respuesta y si la aceptó como venida del Espíritu. La pregunta no es ociosa, porque el género de vida de los monjes rompía con toda una manera de ser y de sentirse cristianos. Para ser cristianos de verdad, nadie hasta entonces había experimentado la necesidad de alejarse de la convivencia con los hermanos. Por tanto, cabía que la Comunidad cristiana, lejos de sentirse edificada, interpretase ese gesto de separación y de huida en un sentido negativo.
No era abandono
Pues bien, en contraste con lo que habitualmente sucede en cualquier sociedad, los cristianos que constituían la Gran Comunidad Eclesial que era abandonada, contestada, en un gesto exterior de ruptura, por aquellos cristianos que se marchaban a la soledad del desierto, no vieron en {17 (77)} éstos a gentes pagadas de sí mismas, infatuadas con su perfeccionismo y con su vida ejemplar. Todo lo contrario, no hay en las comunidades cristianas ninguna animosidad contra aquellos separatistas y contestatarios, sino que los rodean con su más profunda admiración y simpatía. Es más, si los monjes se ocultaban en la soledad de los desiertos, en los lugares más inaccesibles, los fieles fueron en su busca. El entusiasmo cristiano que animaba a los monjes se hizo contagioso para los fieles. La santidad que lograron alcanzar aquellos portadores del Espíritu, la heroicidad de sus virtudes, los carismas personales de que fueron investidos; en una palabra, el espectáculo de aquel cristianismo vivo, entero y heroico, llevado hasta la locura de la cruz, en los desiertos, atrajo y sedujo a los fieles de aquel tiempo como atraerá siempre a los cristianos de todos los tiempos la santidad, allí donde quiera que ésta se encuentre y se vislumbre.
Ejercieron un saludable influjo
Esa atracción y simpatía se tradujo no solamente en el número creciente de hombres y mujeres que se fueron sumando a los primeros que iniciaron el desfile hacia los desiertos, hasta convertirse en un auténtico fenómeno social que llegó a preocupar a las mismas autoridades civiles, sino también en aquellos otros cristianos a quienes su propio estilo de vida mantenía en medio del mundo, al lado de su familia, pero cuyo estímulo se fortalecía con visitas frecuentes a los lugares prototípicos del monacato. Muchos fueron, en efecto, los peregrinos que acudieron al desierto, a aquellos lugares sagrados donde habitaban los monjes, en busca de una palabra, para aprovecharse de los consejos y de la dirección espiritual de aquellos hombres solitarios a quienes gozosamente se identificaba en la imaginación y en la devoción popular con los mismos ángeles.
Y si muchos fueron los cristianos que se aprovecharon con este contacto directo, muchos más aún fueron los que se sintieron influidos benéficamente con la lectura de los libros que narraban las heroicidades de los nuevos campeones del Cristianismo. También en esta admiración los {18 (78)} monjes fueron los herederos y sustitutos de los mártires, porque las Actas martiriales dejaron su puesto, en las preferencias de la devoción popular, a las narraciones monásticas. No sólo en las casas cristianas humildes, sino en la misma Corte imperial de Bizancio se leían y comentaban las vidas de los Padres del Desierto. Para uno de los más altos funcionarios imperiales escribió precisamente el monje, y después Obispo, Paladio, la Historia Lausíaca.
San Juan Crisóstomo que, como pastor de almas, seguía muy de cerca aquel pulular incontenible de los monjes de finales del siglo IV, es buen testigo de la utilidad eclesial de la vida monástica. Refiriéndose a la impresión que los monjes causaban en las comunidades cristianas, describe la popularidad que tenía un monje llamado Julián, pero éste no era caso único, sino muy frecuente:
«Cuando Julián entraba en la ciudades ―lo que sucedía raramente―, el fluir de person99 & du alrededor era mayor que si se tratase de un sofista, de un orador o de un gran personaje. Si tales hombres son objeto de tanto honor durante una parada, donde no están más que de paso, ¿de qué gloria no disfrutarlo en su verdadera patria?..
La síntesis
Si quisiéramos sintetizar y explicar en clave moderna la utilidad de la Vida Monástica en la Iglesia del siglo IV, se podría decir que los monjes se presentan como cristianos contestatarios ante la pavorosa pérdida del espíritu cristiano de los orígenes. Pero se trataba de una contestación que no se expresaba en palabras, sino en un modo de vivir diferente. Además, esa contestación y denuncia no se quedó en algo meramente negativo, porque después de la denuncia de una situación de decadencia de la vida cristiana, se intentó recuperar los auténticos valores cristianos en la propia vida personal. Y ese ejemplo de vida cristiana auténtica redundó en un incremento de la vida interior de la Iglesia. H. Marrou ha sintetizado muy bien la utilidad permanente que para la Iglesia de todos los tiempos ha supuesto aquella primera forma de vida religiosa que fue el Monacato en el Desierto: «Cuando el Cristianismo corría el riesgo de instalarse demasiado confortablemente en el mundo, surge en el seno de la Iglesia un movimiento que está llamado a mantener siempre vivo y actuante en ella el ideal evangélico, sin compromisos ni concesiones de ninguna clase. Tal fue el Monacato. Con él reaparece con toda su fuerza la negativa a dejarse limitar por el horizonte terreno, actitud que tan profundamente había marcado a la primera generación cristiana».