Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 187. JUNIO. Año 1981
0. SUMARIO
EL AMOR es la superación de toda ley: pero también la justicia es servidora ―sin poder reemplazarle- V del amor, como el orden de la justicia, como la verdad del bien y como la honestidad de la verdad.
Por eso todo mal comienza a echar raíces en la mentira, y todo bien crece a partir de la verdad, y al cauce ordenado que lleva al bien lo llamamos justicia, y en la pasque ella prepara y protege fructifica la felicidad y el amor. Y no sólo en la Iglesia; pero también en la Iglesia.
Por eso ella tiene, además de la suprema norma de la Palabra de Dios, algunas leyes que disponen y protegen los cauces para la gran fraternidad de los hijos de Dios, todavía de camino, en la tierra, hacia el Padre.
UN LENGUAJE NUEVO
LEYES Y EVANGELIO
EL CONTENIDO DEL NUEVO CÓDIGO
LAS LEYES DE LA IGLESIA
PRINCIPIOS PARA INSTITUCIONES ECLESIALES
EL MOMENTO DE JUAN PABLO
SIN UTOPÍAS
LA ORDENACIÓN DE LAS MUJERES
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1. UN LENGUAJE NUEVO
Nuestra existencia cristiana constará hoy de sólo dos cosas oración y hacer justicia en medio de los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización de lo que atañe al cristianismo, ha de nacer de nuevo de esta oración y de esta actuación. Cuando llegues a la edad adulta, el aspecto de la Iglesia habrá cambiado mucho. Su refundición no ha terminado todavía, y cada nuevo intento para darle, prematuramente, una pujanza organizadora, no conseguirá otra cosa que aplazar su conversión y su purificación. No depende de nosotros la predicción del día ―pero este día vendrá― en que surgirán de nuevo hombres llamados a pronunciar la palabra de Dios de tal manera que el mundo será por ella transformado y renovado. Será un lenguaje nuevo, quién sabe si totalmente irreligioso, pero libertador y redentor como el lenguaje de Jesús. Los hombres se escandalizarán, pero al fin serán arrebatados por este lenguaje. Hablará de una nueva justicia y verdad, para anunciar la paz del Señor con los hombres y la proximidad de su reino. «Y se maravillarán de tanto bien y de tanta paz como les daré» (Jeremías 33, 9). Hasta que llegue este momento, la tarea del cristiano será oculta y callada; pero habrá hombres que rueguen y que obren la justicia y que esperen el tiempo de Dios. Ojalá seas tú uno de éstos y que de ti se pueda decir: «La vida de los justos brilla como la luz que va creciendo hasta alcanzar la plenitud esplendorosa del día» (Proverbios 4, 18).
Dietrich Bonhoeffer, en mayo de 1914, desde el cautiverio, para un niño que iba a ser bautizado.
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2. Leyes y Evangelio
EL DÍA que todos los hombres sean cristianos y que todos los cristianos seamos perfectos, no necesitaremos ya de leyes humanas, porque nos bastará el Evangelio. En la Iglesia recurrimos aún a la ley para poder afirmar nuestro primer derecho: el de confesar la fe: en segundo lugar, legitimamos nuestro recurso a ella si la usamos al servicio de lo que la fe nos exige en nuestra vida. Y todo ello por el marco en que ésta se desenvuelve, dado que no vivimos aislados, ni dentro, ni fuera de nuestra condición de creyentes. El brocardo «ubi societas, ibi ius», también afecta. Si bien no debemos olvidar que, como Iglesia de Cristo, nuestra asamblea para la santidad, constituye algo que se diferencia a un tipo común de simple sociedad humana. Por esta razón el derecho solo no nos basta, ni es lo principal o constitutivo de la Iglesia; ello puede explicar, no hace mucho tiempo, la resistencia a admitirse, por teólogos, una llamada «Ley constitucional de la Iglesia». Aun sirviéndonos del derecho, en el contexto encarnacional histórico y cultural, hemos de evitar que nos absorba o que pudiera prevalecer sobre las exigencias evangélicas, espirituales, porque las sofocaría bajo el entramado jurídico-estructural que nos daría un esqueleto jerárquico sin cuerpo vivo y activo.
La Iglesia no es ajena al concepto de sociedad, pero sin ocultar lo que trasciende la acepción común de este nombre, que puede bastar para que así la designen los que la contemplan desde fuera, pero no para los bautizados conscientes de integrarla; para nosotros es y en ella somos pueblo y la familia de Dios, el cuerpo de Cristo, la nueva alianza y misterio entre Dios y los hombres. Todo lo cual no cabe en las leyes que son obras de hombres y productos culturales del desenvolvimiento histórico.
En el momento de promulgar un nuevo «Código de Derecho Canónico», es preciso tener en cuenta estas ideas, para no exigir a las leyes de la Iglesia lo que ellas no nos pueden dar, y para saber apreciar justamente y agradecer como hijos el servicio instrumental que, aunque provisorio, nos prestan con el fin de facilitarnos el logro de las metas sobrenaturales que {3 (107)} Cristo ha asignado a su Iglesia y, por lo tanto, a todos los que formamos su cuerpo en ella.
Será preciso evitar un angelismo imposible, en la etapa temporal que protagonizamos, lo mismo que la reducción a jurisdicismo institucional la fuerza, la gracia y la libertad del Espíritu, que nos ha hecho hijos de Dios.
El Código no substituye al Evangelio, ni las leyes pueden sofocar los carismas. El mundo no lo entiende, ni lo entenderíamos nosotros, si nos guiamos por criterios mundanos. El reino de Dios es diferente de los reinos de este mundo. Aquí los hombres multiplican las leyes con las que pretenden ordenar sus relaciones y proteger sus intereses y, además, se satisfacen con la externa observancia de específicos mandatos o prohibiciones, exigidos coercitivamente bajo la amenaza de penas, a veces agobiantes y no siempre justas. Cuando faltara el espíritu del Evangelio, en la Iglesia podríamos descender a parecidos niveles. Pero en ella, las relaciones entre sus miembros deben llevar a la comunión, los intereses deben ceder a la gloria de Dios, y todo poder o Autoridad mudarse en servicio, y poder decir todos A Dios: Padre nuestro...
3. EL CONTENIDO DEL NUEVO CÓDIGO
Consta de 1728 cánones (el todavía vigente de 1917 contiene 2414), y su estructura formal se presenta sensiblemente cambiada respecto del Código de Derecho Canónico anterior, si bien como éste se refiere a la disciplina jurídica de toda la Iglesia latina. Traducimos los epígrafes de sus siete libros:
I. Normas generales.
II. Del pueblo de Dios. Trata de los fieles cristianos, de la constitución jerárquica de la Iglesia y de las asociaciones eclesiásticas. Dedica un amplio espacio al capítulo sobre las asociaciones religiosas (cann.
503-672).
TII. Del deber de enseñar en la Iglesia, con las normas relativas al ministerio de la Palabra, a la acción misionera, a la educación católica, a los instrumentos de comunicación social y a la profesión de la fe.
IV. Del deber de santificar en la Iglesia, con la disciplina de los sacramentos, de los sacramentales y de los lugares y tiempos sagrados.
V. De los bienes de la Iglesia y de la administración del patrimonio eclesiástico.
VI. De las sanciones en la Iglesia, sobre delitos y sus relativas penas.
VII. De los procesos, a los que se dedica un espacio no indiferente (cann.
1352-1728), tal vez para asegurar mejor que, cualquier acto del poder ejecutivo en la Iglesia, pueda dar lugar a un recurso que ha de obtener respuesta objetivamente motivada.
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4. Las leyes de la Iglesia
DE no haber ocurrido el atentado contra Juan Pablo IT, era muy probable que la Pascua de Pentecostés de este año de 1981 hubiese sido la fecha de la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico. A pesar de ello, fuentes vaticanas aseguran que no se aplazará más allá del fin del presente año. En este mes de junio se cumple precisamente un año desde que el esquema completo de nuevo Código está en espera de su promulgación, a falta del inminente juicio de la Comisión pontificia para la revisión del Código de Derecho Canónico, instituida por Juan XXIII, el 28 de marzo de 1963, con el encargo de preparar la reforma del Código y de cumplir una función técnico-consultiva y provisoria mientras se espera la nueva legislación. Han transcurrido pues dieciocho años de silencioso pero intenso trabajo de revisión, consultas a todos los niveles y reformas, en el que han colaborado 93 cardenales, 62 arzobispos y obispos, 64 sacerdotes diocesanos, 45 religiosos y 14 laicos (hombres y mujeres), además del concurso de multitud de expertos pertenecientes a diversos ámbitos eclesiales. El cardenal Felici, que preside la Comisión, ha calculado que se han dedicado 5.430 horas a reuniones colegiales, y que se elevan hasta 6.375 si se computan las consumidas en las reuniones de los equipos consultores.
Este Código en ciernes viene a substituir el todavía vigente promulgado en 1917.
Pero algunos se preguntan: ¿La Iglesia necesita un Código de leyes elaboradas por los hombres?: ¿no le basta el Evangelio? Es evidente que éste no puede ser substituido por ninguna ley humana, y es cierto que, en un principio, la primitiva Iglesia no sintió la necesidad de elaborar ley alguna, aunque si {5 (109)} la costumbre iba abriendo cauce a normas cuya observancia se generalizaba. Sobre todo, al concluir la época de las grandes persecuciones y reconocérsele a la Iglesia el derecho subjetivo a la propia existencia, recibe el influjo cultural de la sociedad romana en que se desenvuelve y, poco más tarde, de las corrientes germánicas y, tanto para definir su posición en el mundo que la circunda como para ordenar sus relaciones internas como resultado de su encarnación social, se desarrolla el proceso normativo de su estructura visible, para perfilar frente al mundo su propia personalidad y para llevar adelante la expansión y manifestación de su vitalidad ordenada al fin sobrenatural del Reino de Dios. Estas normas, aunque ordenadas instrumentalmente a una finalidad que las trasciende, serán una creación humana, sometida, por lo tanto, a los cambios y evoluciones históricas, culturales y sociales. Y en ellas se harán patentes, a través del camino de la Iglesia, las inevitables tensiones carismático-estructurales, cuyos extremismos a evitar serán, por una parte, el radicalismo jurídico (que es una forma de fariseísmo) por el que se tendería a reducir a la Iglesia a la sola apariencia de sociedad humana y temporal, y, por otra, el desprecio de toda normativa instrumental, por el que se caería en un falso espiritualismo porque sería una evasión de la realidad, que hay que afrontar con humildad y con espíritu redentor.
La Iglesia no es un reino de este mundo, pero tampoco es la Iglesia triunfante, sino —todavía― peregrina en la Historia.
Pero, desde un principio, la Iglesia no ha sido fácil en admitir leyes como si de ellas pudiera depender la eficacia de su misión. Puede decirse que se ha visto precisada a formular una normativa para que los hombres tuvieran alguna definición de sí misma y de sus derechos, en lenguaje más humano que el que está en la Escritura, en el mismo lenguaje que la gente del mundo usa en sus instituciones y en sus relaciones. A pesar de recurrir a ese lenguaje ha procurado desproveerlo de la apariencia rigorista de la misma palabra "ley" y ha preferido llamar a sus normas generales "cánones", que tiene una significación más benigna.
En la Edad Media, al derecho en la Iglesia, se le llamaba "Teología práctica". Y fue en esta época cuando el esfuerzo culturizador de la Iglesia aportó a Europa, no solamente muchos otros beneficios, sino también en el cultivo del Derecho, el redescubrimiento de las instituciones jurídicas romanas, que tanto influjo tuvieron no solamente en la organización de la Iglesia medieval sino de la propia sociedad civil. El mérito correspondió a {6 (110)} las nacientes universidades que la Iglesia iniciaba o amparaba; singularmente, a la universidad de Bolonia (en lo que a derecho se refiere), y a su eximio maestro Graciano.
Fue precisamente este sabio monje el que transformó la hasta entonces llamada "Teología práctica externa" en una disciplina científica autónoma (tanto de la dogmática, como de la moral, como de la filosofía) que, en adelante se llamaría "Derecho canónico". Graciano entendía esta rama autónoma del Derecho como un instrumento ennoblecido por el servicio que tenía que prestar a la gloria de Dios, al orden en la Iglesia y al bien de los bautizados. Su esfuerzo compilador fue el más importante desde el que hiciera Justiniano en el siglo VI y, si bien su trabajo tenaz y desprendido no buscaba reconocimientos especiales ni honores humanos, el resultado fue que, espontáneamente, la compilación por él elaborada ("Concordantia discordantium canonum") fue observada como normativa oficial de la Iglesia, a pesar de ser un trabajo particular.
Más adelante, san Ramón de Penyafort completaría esa labor, por encargo del papa Gregorio IX.
Más tarde, en el siglo XVI, el Concilio de Trento será otra etapa significativa, la cual, como reacción ante la división causada por el protestantismo, algunos creen que introduce una tendencia más autoritaria y juridicista coincidente, al final, con los absolutismos europeos y las grandes y sorprendentes transformaciones que se producen a partir del Renacimiento. Los estados que surgen de las revoluciones de los siglos XVIII y XIX emprenden la labor codificadora que, finalmente, parece imitada también por la Iglesia al promulgar, finalmente, su Código de Derecho Canónico en 1917, que es el que ahora va a ser substituido por el que se ha elaborado como consecuencia del espíritu del Vaticano II.
También en la Iglesia, un Código es una ley o conjunto normativo humano; por lo tanto, producto de evoluciones, de correcciones, de progresos culturales y sociales que sugiere o impone el paso del tiempo. Sin duda alguna que el nuevo Código será mejor que el anterior; pero, del mismo modo, como todo lo humano, será perfectible. La Iglesia es más que una sociedad y, por eso mismo, no le basta sólo con tener a mano un conjunto de normas objetivas que la definan y por las que se rija. No obstante, porque está entre los hombres, que son seres sociales y porque, en su mismo seno, no puede invadir el sagrario de las conciencias, necesita el instrumento externo y positivo de una normativa por la que se facilite y ordene la manifestación y expansión de su vida, en un mundo en {7 (111)} el que todavía se precisa un mínimo de estructura que soporte la llama del espíritu.
También Cristo formó parte de la estructura de un pueblo que se llamaba "Pueblo de Dios" y con cuya expresión se proclamaba una tipicidad profética todavía no desarrollada. En este pueblo Cristo respetó las normas legítimas que servían a la manifestación social de la religiosidad y que recordaban la Alianza, para preparar para Dios una nueva humanidad. No obstante sabemos que toda estructura con dimensiones humanas está caracterizada por la ambigüedad, como él mismo nos enseñó. Precisamente por eso hemos de alegrarnos y agradecer cada esfuerzo que se hace, en la Iglesia, por espiritualizar su disciplina interior y su testimonio frente al mundo, tal como ha intentado cada vez que ha revisado O reordenado su modo histórico de organizarse y manifestarse, en su camino hacia Dios, desde este mundo nuestro.
Es cierto que, aun en la Iglesia, si hubiéramos de regirnos sólo por leyes seríamos los más desdichados de los hombres. Pero es igualmente cierto que nos falta a todos mucho amor para poder afirmar, en todas partes, sin temeridad y sin vergüenza de nosotros mismos, que no tenemos necesidad de ninguna ley y que nos basta con el Evangelio. ¡Ojalá nos acercáramos cada vez más a este ideal!
La sacramentalidad de la Iglesia garantiza su unión con Dios, su eficacia sobrenatural, su sentido de Cristo. Además ella está animada por el Espíritu Santo que constituye y vivifica el Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, que en el transfigura a los hombres en hijos de gloria y los confiere la libertad de la filiación divina (conf. Rom 8.15) interviniendo en su apostolado. Si el Derecho Canónico tiene su fundamento en Cristo, Verbo Encarnado, y por lo tanto adquiere el valor de signo e instrumento de liberación, esto ocurre por obra del Espíritu que le comunica fuerza y vigor; es preciso que por lo tanto manifieste la vida del Espíritu, que produzca los frutos del Espíritu, que revele la imagen de Cristo.
Por esto es un derecho jerárquico, un vínculo de comunión, un derecho misionero, un instrumento de gracia, un derecho de la Iglesia. Estas cualidades son las exigencias del Espíritu que vivifica y dirige a la Iglesia, que la une a Cristo, que la conduce a Dios ya los hombres en un mismo impulso generoso de amor.
PABLO VI
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5. ALGUNOS PRINCIPIOS GENERALES PARA LAS INSTITUCIONES ECLESIALES
EN el año 1977 se celebró en la Universidad de Notre Dame, South/Chicago, una asamblea de teólogos y juristas para tratar de un tema apasionante: sobre la conveniencia y posibilidad de un nuevo concilio que podría ser el Vaticano III. En general entendían los asambleístas, que el Vaticano II no se había preocupado de plasmar sus doctrinas en instituciones eclesiales. Es decir, que no las había traducido en la ordenación jurídica de la Iglesia, por lo cual convenía una posterior asamblea universal para proveer a esa reforma institucional, extrayéndola del Concilio convocado por Juan XXIII. Porque, pensaban, las declaraciones doctrinales sobre la colegialidad de los obispos, la responsabilidad de los laicos, la naturaleza del matrimonio cristiano, etc. no llegarían a ser ideas operativas mientras no se tradujeran en instituciones eclesiales. En realidad ellos auspiciaban algo que afectaría a la reforma del Código de Derecho Canónico de 1917. Un jurista insigne, el P. Peter Huizing, se anticipó a establecer algunos principios generales que podrían servir de base para tal empresa; eran éstos:
1. La actitud de Jesús con respecto a la Ley conserva su valor ejemplar para la actitud cristiana ante el derecho canónico: «Toda La ley de Moisés y las enseñanzas de los Profetas penden de estos dos mandamiento»: el mandamiento del amor a Dios y el del amor al prójimo (Mt 22, 40); «El sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). La posibilidad de quebrantar la ley por el bien de los hombres es esencial al derecho canónico.
2. Ciertamente, el principio del derecho canónico de que la ley, dada para el bien común, puede a veces ir contra el bien de las personas no es válido. El bien espiritual del hombre no puede ser sacrificado a ningún bien superior.
3. En principio, en el derecho canónico no existe la oposición entre "Iglesia de la caridad" e "Iglesia de la ley". Dado que ello no es automáticamente cierto en la realidad, la comunidad eclesial debe esforzarse continuamente por superar las situaciones en que la ley se opone de hecho a la caridad.
4. Para que la ley tenga realmente validez ha de ser aceptada por la comunidad.
La mera validez formal de la ley es inútil. Los legisladores canónicos habrán de tenerlo siempre presente.
5. Los procedimientos jurídicos formales seguidos en las causas matrimoniales y en las de dispensa del celibato o de los votos religiosos solemnes no sirven a los fines del derecho canónico. Ha de suprimirse la idea mágica de la "potestad vicaria".
6. No debe existir en la comunidad eclesial una legislación penal, pues supone que la comunidad eclesial tiene capacidad para juzgar las relaciones del hombre con Dios. Tiene, sin embargo, derecho a contar con una legislación disciplinar, es decir, con un sistema de medidas para defender su propia identidad.
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6. El momento de Juan Pablo II
HAY INSTANTES de nuestra vida en los que se condesan todo lo que somos, todo lo que Dios ha hecho de nuestra vida y todas nuestras respuestas a Dios.
En tales momentos no tiene importancia ni el gozo ni el dolor, ni seguir viviendo ni morir. Es el gran momento de encontrarse con Dios, de reconocerle cerca de nosotros en el signo de su Hijo, Jesucristo, mientras nos invade su abrazo y nos imprime su imagen.
Cuando, hace pocas semanas, el mundo se conmovía por el atentado contra el Papa, seguro que, lo más importante de cuanto sucedía, no era la producción del dato extremo que des atara la gran retórica sobre el terrorismo. Ese discurso era fácil, y por eso fue repetido por fieles devotos lo mismo que por maniqueos. A la luz de la fe, lo más importante era la acción de la gracia de Dios: los pensamientos de paz y perdón que, enseguida, brotaron de la semejanza del cristiano con Cristo, como resonancia de las palabras que, ante los inútiles enemigos, pronunciara Cristo en la cruz, como las que pronunció Esteban al morir apedreado, como las de todos los mártires de todos los tiempos. Muchos por causas justas, soportan el dolor, pero pocos perdonan a quien les asesta el golpe en el cuerpo o en el alma. Los hombres viven preocupados por el propio prestigio, ambiciosos de poder, envidiosos de los honores... La misma Iglesia necesita ser continuamente purificada de esos pecados, y no faltan los que tienden a confundirla o falsificarla como {10 (114)} un sistema paralelo a los que para sí estructura el mundo. Pero para que esto no pueda ocurrir el Espíritu de Dios que la asiste y anima, la purifica con el cauterio de la persecución, y cuando se hace pura es cuando crece, aunque para ello tenga que pasar por el dolor. El momento de la Iglesia, y el momento de un cristiano se contiene en el destello de fe que hace comprender, viviéndola intensamente, esta realidad.
¡Qué momento de paz tan honda, alcanzar a sufrir y perdonar! El Papa no es más grande porque los jefes de estado le rindan honores, sino porque Cristo le acerca a sí. En realidad no es una grandeza; es más que una grandeza: es la semejanza con Cristo. Semejanza que se extiende a la Iglesia entera cuando la fuerza del carisma supera todas las apariencias de los convencionalismos estructurales y los informa, reduce y purifica.
Un día —si todavía, alguna vez, no hemos sido llamados, por gracia, a vivir la intensidad de un parecido momento, o para que se nos repita magnificado, si ya tuvimos la experiencia―, un día veremos, cada uno, que la vida se nos reduce a un instante indivisible ―no importará nuestro gozo o dolor, ni la sinceridad o la hipocresía de los testigos―, y en este último, supremo y densísimo momento, Cristo nos abrazará y veremos cómo se repite en nosotros su imagen para ser, en paz, por siempre jamás, "hijos de Dios" cerca de Cristo, mientras el Padre nos bendice en él. Y bendecirá al Papa si muere así, y al más pobrecito de los fieles de igual manera.
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7. SIN UTOPÍAS
SOLAMENTE desde una utopía teológica o anarquista sería posible prescindir de las leyes; pero la experiencia nos demuestra que, los mismos que rechazan sistemáticamente cualquier estructura jurídica, lo hacen a costa de las que desprecian, incluso cuando se separan del grupo social en que se integran y que suele ser la primera víctima de su excentricidad porque, aunque lo pretendan, tampoco son capaces de vivir en soledad. Un falso idealismo coincidente, con frecuencia, con desviaciones psicológicas, les sirve de excusa a la insolidaridad y al egoísmo.
En realidad no son capaces de construir nada positivo, ni sus propias vidas, sino que éstas se parasitizan en lo ajeno y se nutren de la apropiación de lo que otros edificaron, Protestan de la estructura desde la misma posición en que les ha situado la estructura que los creó.
Esta experiencia que se confirma en cualquier fase de tránsito cultural o generacional, no hace absolutamente buena toda estructura. Lo estructural humano ha de ser continuamente sometido a la dialéctica de su perfeccionamiento, a la vez que debe mantener el esfuerzo para hacer progresivamente más simples los cauces del camino que traza para seguir adelante. Por eso la sola mayor abundancia de leyes no significa necesariamente mayor perfección de la justicia humana, sino más bien sugiere el recelo de lo contrario. Al fin ha de haber una sola ley, la del amor, que lo ha de regir todo, tanto el mundo físico como el espiritual, como bien lo proclamara el más excelso de los poetas, Dante, que tenía en cuenta, sin duda, la apología que san Pablo hace de la caridad, en 1.º Corintios, 13. También los Apóstoles, en la primera reunión que tuvieron en Jerusalén y que se ha venido en llamar el primer Concilio (Hechos, 15), reducen a un mínimo "indispensable" la preceptiva impuesta a las nacientes comunidades judeo-helénicas. Y sabemos cómo s. Felipe desconfiaba del exceso de leyes, aun para lo santo (o precisamente para lo santo): si hay amor, decía, las leyes sobran y, si no hay amor, son inútiles las leyes. Tal vez recordara al divino poeta florentino, que hace decir por Beatriz: «Tenéis el antiguo y el nuevo Testamento, y al Pastor de la Iglesia como guía, lo cual os basta para la salvación».
Pero todos sabemos que, si sobre la base del amor al hombre y del respeto a lo creado, se edifica un orden que sirva de medio al fin supremo, y no que se convierta en fin de sí mismo, la convivencia discurre mejor y el mismo individuo adquiere más fácilmente su madurez y perfección. Por esto la Iglesia también tiene leyes, y por esto las revisa y perfecciona.
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8. Documento: LA ORDENACIÓN DE LAS MUJERES
EN el decurso de las sesiones de la Asamblea Diocesana de Barcelona, celebrada en el mes de enero de este año, varias veces surgió la cuestión del acceso de las mujeres al diaconado y al presbiterado. Aunque el asunto se haya dado por zanjado en sentido negativo, desde las altas instancias de la Iglesia, no puede negarse que el pueblo cristiano no acaba de comprender las razones por las que persiste tal exclusión. Los debates de Barcelona son un síntoma inequívoco de tal incomprensión, que sabemos subsiste en amplias zonas del pueblo cristiano, y por ello suscita la oportunidad de las reflexiones que siguen y que resumimos de un artículo publicado en la revista FOC NOU, y firmado por Joan Llopis. Contienen un análisis de los argumentos tradicionales y modernos que se oponen al ingreso de las mujeres en el ministerio jerárquico, y el autor cree adivinar, tras las prohibiciones, razones de orden psicológico, cultural, más bien que teológicas o dogmáticas. En definitiva se basan ―a veces inconscientemente― en la supuesta inferioridad femenina en el terreno cultural; fundamento que sabemos rechaza el hombre contemporáneo, salvo cuando defiende aquellos modelos de sociedad que intenta o favorece tales discriminaciones, impidiendo de antemano el desarrollo personal de la mujer y su igualdad espiritual y jurídica con el hombre.
Los argumentos tradicionales contra la ordenación de la mujer
Contiene la doctrina tradicional del canon 968 del Código de Derecho Canónico, de 1917 (pero que el de reciente publicación no desmiente), cuando dice: «Solamente {13 (117)} el hombre (vir) bautizado puede recibir válidamente la ordenación sagrada», El canon se refiere directamente a los tres grados de la jerarquía: diaconado, presbiterado, episcopado; con anterioridad las mujeres tampoco podían acceder a los órdenes llamados menores, como tampoco ahora pueden hacerlo a los ministerios institucionales. No entramos en la discusión de si las "diaconisas" de la Iglesia primitiva formaban parte del estamento jerárquico y si recibían la ordenación sacramental.
La tradición pagana y judía
La fórmula del Derecho Canónico resume toda la tradición y se remonta a la edad apostólica. Pero es de notar que, hasta bien llegada la Edad Media, esta tradición apenas dio lugar a intento alguno de justificación teológica. Pues en el mundo antiguo, lo mismo judío que pagano, la exclusión de la mujer de cualquier tipo de vida pública pasaba espontáneamente a la vida de la Iglesia.
La misma existencia de sacerdotisas en el mundo pagano, influyó negativamente para la aceptación de ministerios femeninos en el cristianismo, y no sólo para destacar la diferencia entre el sacerdocio cristiano pagano, sino también porque el pagano estaba desacreditado y comprometido con la corrupción de lo sagrado, En la incipiente estructuración de la Iglesia, mayor influjo tuvieron las instituciones judías, en las cuales la mujer no tenía ningún papel activo.
El Derecho y la Teología en la Edad Media
Cuando en la Edad Media se sistematiza el Derecho Canónico (Graciano) y la teología (santo Tomás), lo mismo canonistas que teólogos, pretenden establecer alguna formulación científica basándose en los Padres de la Iglesia. Graciano dice: «La mujer no puede recibir órdenes sagradas porque, como su naturaleza se encuentra en condición de servitud» (Decr. p. 2, causa 27). Y santo Tomás establece igual negación alegando que la mujer se encuentra «en estado de subjeción» (S. Th. Suppl., q.39, a.
0.1).
Los prejuicios socio-culturales
Esto es el resultado de una mezcla argumental a base de interpelaciones masculinizantes de la Biblia y de ideas heredadas de los filósofos antiguos: la mujer viene del hombre y, por lo tanto, depende de él; la primera mujer {14 (118)} fue causa de la perdición del género humano; la mujer es la tentación del hombre; la mujer es incapaz de vida autónoma... Razones todas que derivan de una imagen psicológica y socio-cultural, heredada del paganismo y del judaísmo. Y es de tener en cuenta que los autores medievales no invocan ningún derecho positivo divino para argumentar su negación apoyándose en él. La exclusión se basa solamente en consideraciones antropológicas, culturales y psicológicas, más bien que en teológicas.
Los nuevos argumentos contra la ordenación de la mujer
Hoy no puede hacerse fuerza, para la negación del sacerdocio femenino, ni en los argumentos de los Padres de la Iglesia ni en los teólogos medievales. Sería un insulto a lo que explícitamente ha proclamado el Concilio Vaticano II por estas palabras: «Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino» (GS, n. 29).
Principio general contra toda discriminación
En la actualidad se apela a otra clase de argumentos.
Así, por ejemplo, el documento Inter insigniores, de la Congr. para la Doctrina de la Fe, de 15 oct. 1976, apela fundamentalmente a dos razones: la actitud de Cristo y los apóstoles, y la semejanza sacramental del hombre (en sentido masculino) con Cristo.
Nuevos argumentos
Respecto a la actitud de Cristo y los apóstoles, el citado documento dice: «Jesucristo no llamó a ninguna mujer a formar parte de los Doce... y la comunidad apostólica se mantuvo fiel a la observancia de esta actitud de Cristo con respecto a las mujeres».
Según esto, parecería contrario al derecho divino y contra la más antigua tradición de la Iglesia no tener en cuenta la voluntad de Cristo, manifestada por tal actitud.
Pero parece que hay que tener en cuenta que si Cristo se comportó de tal manera, lo hizo para no superar el "Límite de tolerancia" que consentía el ambiente misógino del pueblo de Israel. Tampoco, y por razones parecidas, > {15 (119)} se aventuró a llamar al apostolado a ningún no-judío (samaritano, pagano), porque su acción hubiera sido paralizada ante los judíos desde el mismo principio.
Por otra parte, resulta altamente arriesgado pretender fundamentar un derecho divino a partir de algo que Jesús no hizo. Ciertamente que no consta que Jesús llamara a ninguna mujer al ministerio apostólico, pero con la misma fuerza tampoco consta que expresamente prohibiera que las mujeres ejercieran ministerios eclesiales.
Tras la actitud de Cristo y de los apóstoles no queda más que la razón de fuertes condicionamientos psicológicos у socio-culturales, la pretensión de que tales condicionamientos tengan una validez universal es negar la evidencia de los progresos que la humanidad ha realizado en este campo.
La sacramentalidad de la persona de Cristo
El otro argumento que presenta la Congregación para la Doctrina de la Fe, no lo exhibe como demostrativo, sino como «una iluminación que parle de la analogía de la fe». Ésa es la síntesis de tal argumentación iluminativa:
«El sacerdocio cristiano es de naturaleza sacramental: el sacerdocio es un signo, cuya eficacia sobrenatural proviene de la ordenación recibida; pero es también un signo que ha de ser perceptible y que los cristianos han de poder captar fácilmente. En efecto, toda la economía sacramental se apoya en signos naturales que tienen una fuerza significativa inscrita en la psicología de los hombres:
pues, como dice santo Tomás, los signos sacramentales representan lo mismo que significan por su semejanza natural. Lo cual vale tanto para las personas como para {16 (120)} Las cosas: así, cuando es preciso representar el papel de Cristo en la eucaristía, no se da esta semejanza natural entre Cristo y su ministro, si no lo realiza un hombre: de otro modo, es difícil ver en el mismo ministro la imagen de Cristo, puesto que Cristo fue y permanece hombre».
Debilidad del argumento
Esta argumentación es objetable, dado que se apoya en una concepción "materialista" del signo sacramental, pues el sacerdote representa a Cristo, no en tanto que portador del sexo masculino, sino en tanto que persona, y tan persona es un hombre como una mujer: ambos son persona humana. Si la pretendida argumentación se extremara, podríamos llegar a afirmar que la mujer no puede ser nunca ministro de ningún sacramento, y sabemos que puede balizar y que, cuando bautiza, aunque se trate de situaciones extraordinarias, lo hace en nombre y representación de Cristo; sabemos, también, que es ministro del sacramento del matrimonio... Todavía, extremando, la argumentación nos llevaría a excluirla de recibir ella misma el bautismo, porque el bautismo incorpora la persona a Cristo y la convierte en "otro Cristo".
La dimensión maternal
Tal argumentación olvida que la función del sacerdote es también representación de la dimensión maternal de la Iglesia, porque el sacerdote actúa en nombre de Cristo y en nombre de la Iglesia. ¿Y quién mejor que una mujer podría significar este aspecto maternal del ministerio?
Se abusa de la tipología descendiente, que consiste en absolutizar los modelos culturales que sirven a la teología para entender mejor algunos aspectos de las realidades de la fe. Afirmar que sólo la persona humana del sexo masculino es capaz de representar a Cristo en el sacerdocio, porque Cristo fue indicado por san Pablo en la función de esposo de la Iglesia, es dar a la tipología descendiente una importancia contraria a los límites de los procedimientos alegóricos. Así ocurre en todas las especulaciones que transfieren más o menos al mundo divino las categorías de la sexualidad humana (por ejemplo, la feminidad del Espíritu Santo), con el riesgo de absolutizar una discriminación y una especificación sexuales {17 (121)} que aparecen demasiado destacadas por su refracción en la realidad divina.
La sacralización sexual
Finalmente, esta argumentación conduce a una sacralización abusiva del sexo masculino y a una descalificación religiosa del sexo femenino, que, sospechosamente, tiene mucho que ver con los residuos paganos de la concepción sagrada de lo sexual. Supondría la consagración definitiva de la separación de los dos sexos en el ámbito religioso: pues el sexo masculino sería el único capacitado para una mediación mágica, y, en cambio, el femenino estaría por siempre reducido a tabú ritual. Y sabemos que todo esto no tiene nada de cristiano, sino que se basa en el inconsciente psíquico, por un lado, y en una concepción primitiva de la religiosidad, porque, como afirma san Pablo, «ya no hay judío ni gentil, ni hay esclavo ni libre, ni hombre ni mujer: somos todos lo mismo en Cristo Jesús » (Gál. 3, 28).
Hacia una nueva perspectiva
Queda claro que tanto los argumentos tradicionales como los recientes, contrarios al sacerdocio femenino, contienen prejuicios psicológicos, culturales y religiosos que la fe cristiana y las nuevas perspectivas psico-sociológicas sobre la mujer que habrían de haber sido superadas.
La tarea más urgente
De cara al futuro, lo importante es dejar de lado la discusión por destacar la "diferencia" sexual por lo que se refiere a los ministerios eclesiales, y poner la atención y relevar la "complementariedad" de los sexos en el ejercicio de las funciones pastorales. Pero para que esto sea posible es preciso transformar profundamente la idea que muchos cristianos tienen todavía ―y reflejan en la práctica― sobre la esencia y misión de los ministerios. Los ministerios eclesiales deberían de desacralizarse y desclericalizarse, у así abandonarían la secuela de tantas connotaciones psicológicas que son las que todavía impiden la aceptación sin reticencias del acceso de las mujeres al ministerio eclesial.
{18 (122)} En este sentido parece oportuno reproducir las acertadas observaciones que Jordi Piquer publicaba en la revista PHASE, (n. 102, 1977): «Los hechos obligan a reconocer que si el pensamiento teológico sobre el acceso de la mujer al sacerdocio no está maduro, mucho menos lo está la mentalidad popular sobre esta cuestión, y por esto las ordenaciones femeninas han sido por lo común conflictivas y polémicas en las comunidades respectivas. Por lo tanto, lo que es urgente no es el planteamiento del dilema entre el "sí" y el "no" al sacerdocio ministerial femenino, sino progresar en la superación de las discriminaciones femeninas en la Iglesia y, positivamente, introducir a la mujer, en igualdad de condiciones con el hombre, en especial en todos aquellos ministerios que no necesitan la ordenación.
y también en los niveles de decisión en la vida pastoral de la Iglesia (clarificación sobre la participación de los bautizados en la jurisdicción de la Iglesia), para que la actual decisión romana no conlleve ―o no aparezca como si lo causara― un bloqueo de la promoción eclesial de la mujer y del creciente pluralismo y revalorización de los ministerios».
Las cuestiones nuevas
«La Iglesia, desde el primer concilio de Jerusalén hasta el fin de los tiempos, sabe que ha de encararse frente a "cuestiones nuevas", y que esto la coloca en situaciones delicadas. Necesita firmeza y fidelidad a su Señor ya cuanto ha recibido de él, para mantener lo que no puede cambiarse; pero igualmente necesita audacia y creatividad en el Espíritu, para modificar lo que necesita ser modificado; y necesita agudeza y discernimiento para distinguir lo uno y lo otro. Llevar adelante este cometido en la cuestión del acceso de la mujer al presbiterado ―e incluso al episcopado― no es tarea fácil, ni estamos en situación de dar al reto una respuesta suficientemente madura. En la actual coyuntura histórica la suprema jerarquía de la Iglesia ha decidido que no hay razones para alterar la práctica tradicional. Pero la vida social y eclesial y la tarea de los estudiosos continuar... Apenas estamos en los comienzos de una larga y difícil reflexión, que tendrá necesidad de inspirarse siempre en el deseo de descubrir y acomodarse cada día más a lo que el Señor quiere para su Iglesia en cada circunstancia».
Alegraos de poder participar en los sufrimientos de Cristo: también el día en que se manifieste su gloria desbordaréis de alegría. Y dichosos vosotros si alguien os insulta porque sois cristianos: ello significaría que el espíritu glorioso, que es el espíritu de Dios mismo, reposa sobre vosotros. Si el sufrimiento alcanza a alguno de vosotros, que no sea por criminal, ladrón o malhechor, o por ser violador de los derechos de los demás. Empero, si alguien ha de sufrir porque es cristiano, que no se avergüence de llevar este nombre y que lo confiese como un homenaje a Dios.
San Pedro, 1° Carta, 4, 14-16