Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 190. DICIEMBRE. Año 1981
0. SUMARIO
HACE veinte siglos que Dios recomenzó la creación.
Lo celebramos cada año, y es la Navidad. No sería poco que todos los hombres pusiéramos nuestra voluntad, y la hiciéramos buena y constante para reconstruir gozosamente el mundo que tenemos entre manos, y en el que es posible abrir caminos para la felicidad, si trabajamos, si nos damos generosamente. Es preciso volver a nacer para recompensarlo todo.
PARA SER FELICES
ESE NINO ERES
LOS DERECHOS DEL NIÑO
LA MISA, ADVIENTO Y PASO DE CRISTO
LA REBELIÓN DE LOS PÁJAROS
LA DIMENSIÓN CONTEMPLATIVA
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1. PARA SER FELICES
Amamos la música no solamente por los sonidos,
sino por los silencios que contiene:
sin la alternancia entre el sonido y el silencio
no habría ritmo.
Si queremos ser felices,
y llenamos de ruidos todos los silencios de la vida,
fecundos,
colmando de trabajo los descansos que nos da,
reales,
convirtiendo nuestro ser
en máquina de actuaciones,
no crearemos nada más sobre la tierra
que un infierno.
Si no reservamos en nosotros
algunas zonas de silencio,
no podremos jamás oír a Dios
en los intervalos de nuestra música.
Si no descansamos,
Dios no bendecirá nuestro trabajo.
Si deformamos nuestra vida
llenándola enteramente de acciones y experiencia,
Dios se apartará en silencio
de nuestro corazón,
que se nos quedará vacío.
E. Thomas Merton 2 (166)
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2. Ese niño eres tú
NACER. Siempre estamos naciendo, mientras crecemos, mientras vivimos. Incluso la muerte ―única― será un nacimiento ―«un mayor nacimiento»―, como dijo el poeta Maragall―. Por esto, en el hombre, nunca se acaba de borrar al niño, y hasta parece que como si la parábola de la vejez buscara la inclinación de un regreso a la infancia. Tal vez porque el hombre nunca acaba de ser niño, Dios mismo, cuando se hace hombre, comienza siendo un niño.
Cada vez que nace un hombre, podemos los demás mirarnos en él, porque estamos en el mismo camino, paso más paso menos, frente a la única meta del "gran nacimiento". A lo mejor, en vez de afirmar que el hombre es el único viviente que "sabe" que ha de morir, deberíamos decir que es el único que sabe de "nacer" a Dios, que sabe, si tiene fe, que ya está naciendo para Dios.
Hasta el momento culminante del definitivo encuentro con Dios, en la Vida que no acaba, la sed y el hambre de Dios son el impulso que le mueve, mientras Dios le va saliendo al encuentro. Dios se le va insinuando, descubriendo, manifestando, en una maturación de fe, y el hombre va siendo como el niño al que se le van abriendo los ojos para reconocer, admirado, al padre, a la madre. Como el niño, el hombre nunca lo acaba de saber todo, ni de su origen, ni de su destino, respecto de Dios. Es un misterio siempre en trance de ser desvelado, y cada manifestación de Dios excita más el deseo para un mayor descubrimiento.
De Dios, el hombre, no recibe más que manifestaciones fragmentadas, incompletas, sucesivas, reflejadas.
No tenemos ningún acceso a Dios fuera de sus manifestaciones creadas. No obstante, desde la encarnación del Hijo de Dios, sí tenemos integrado en ese misterio la maravilla de la creación de la naturaleza humana de Cristo, que la más completa y magnífica de las manifestaciones creadas de Dios.
Pero Cristo comienza siendo un niño, igual que comenzamos nosotros, y luego crece, como crecemos todos, y llega hasta la muerte; pero ya en ella, convierte el fracaso en triunfo y la muerte en vida nueva, como repitiendo el ciclo, pero por encima de lo creado.
Cristo es el tipo. Cristo es nosotros. Cristo es la cima de un misterio que nos identifica con él, aunque sin despersonalizarnos a nosotros, ni atomizarle a él. Cristo es la cima de la creación, y el adelantado de la nueva creación, frente a la cual todavía somos niños, y tenemos que crecer en gracia y sabiduría, hasta llegar a la plena edad, para abrirnos al "gran nacimiento", a la transformación gloriosa de verdaderos hijos de Dios.
Por esto, cuando nace un niño, y cuando nace Cristo, ese niño ―y ese Cristo― somos cada uno de nosotros, soy yo y eres tú.
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3. Los derechos del niño y del adolescente
TAL VEZ se abusa de la palabra "derecho" porque la revolución concienciadora a la que asistimos en nuestros días, levanta por doquier reivindicaciones y proclamas, cada vez más particularizadas, las cuales, a pesar del valor positivo que contienen en sus declaraciones, con frecuencia descuidan la simetría del "deber", que suele más bien recordarse a los demás y olvidar en sí mismo aun entre muchos de los bien intencionados reivindicadores. No faltan, por ello, los que, con alguna razón, desearían que, además de los "derechos" se proclamaran del mismo modo los correlativos "deberes".
Pero existe un caso en el que esta correlación queda evidentemente disminuida, porque o no puede exigirse o ha de hacerse con mitigaciones inevitables, precisamente para respetar la justicia. Es el caso del niño y hasta del adolescente, los cuales, como seres personales, son depositarios de más derechos que deberes, ya que no han alcanzado el desarrollo necesario para asumir una total responsabilidad autónoma.
Navidad es un tiempo muy adecuado para hablar de los niños. Y no sólo porque Cristo entra en el mundo como un niño, sino porque, en nuestra vida, tal como la tenemos organizada, coinciden las fiestas navideñas con las vacaciones más hogareñas que otras veces, y los niños llenan la mayor parte de las horas de la vida familiar y festiva. Es una ocasión para pensar en ellos, aunque debamos reconocer que, al hacer referencia a sus "derechos" por fuerza es preciso que apuntemos a la correlación de "deberes", pero recayendo éstos en los mayores y en la sociedad como tal.
Ahorraremos prolijas reflexiones para poder, con relativa brevedad, seguir el índice de un documento que, hace algunos años, publicaba Mons. Ramón Masnou, obispo de Vic, para instruir a sus diocesanos.
Él quería que esos llamados "derechos" del niño fuesen la ocasión del amor de los mayores hacia ellos, para que ese amor fuese no sólo sentimiento afectivo, sino verdaderamente efectivo, es decir, traducido en la realización de lo ordenado a colmar los derechos del niño y del adolescente.
{5 (169)} 1. En primer lugar, el niño tiene el DERECHO A LA VIDA, primero y fundamental. Resurgen, en nuestra época, teorías justificadoras de raíz abiertamente pagana, capaces de dar categoría de buen talento práctico al crimen de Herodes, inspiradas en el egoísmo o la lujuria.
Son muchos los padres que consideran al hijo como un "estorbo".
Llevados del materialismo, ausentes de verdaderos ideales, alejados de la religión, convierten al placer en su ídolo. No faltan los padres que, para deshacerse siquiera momentáneamente de sus hijos, los llevan antes de tiempo yantes de edad a la escuela, porque les "estorban".
2. El niño tiene derecho, además, a tener BUENOS PADRES, pues de ellos deberán recibir las primeras ideas, palabras y ejemplos. Se puede decir que el futuro del hijo dependerá en proporción casi definitiva del influjo de sus padres, de la atención que éstos le presten, de la convivencia nunca apresurada ni elíptica con ellos. Abundan los padres que parecen desconocer sus responsabilidades, para quienes la paternidad resulta poco menos que una sorpresa y luego un enorme descuido. No solamente los padres deben hacer bien a los hijos, sino que ellos mismos, a causa de ese deber que tienen como exigencia hacia ellos, les debería igualmente beneficiar perfeccionándolos continuamente.
3. Otro derecho del niño es UNA BUENA ESCUELA, complementaria del influjo y de los cuidados del hogar, sin que pueda reemplazarlos. La escuela no solamente ha de proporcionarle instrucción en los saberes científicos y literarios útiles a la vida, sino que debe, además, educar y formar a la persona, pues solamente así se preparará debidamente para la vida. El derecho del niño a recibir esa instrucción y educación, no se lo da el Estado, ni la sociedad, ni los maestros, ni siquiera sus padres, pues es anterior incluso a éstos porque se lo da Dios. Por ello no puede depender del gusto de los padres la buena educación, la formación y la instrucción que ha de recibir el niño; ni pueden los padres, sin abuso, prohibir que se les enseñe religión.
4. EL DERECHO AL CATECISMO, correlativo al deber de la Iglesia, de los padres, de los maestros de enseñarle no sólo lo que constituye el sistema doctrinal relativo a la fe, sino además conducirle a la práctica progresiva, sin descuidar la oración y el trato con Dios y la conducta que se refleja en la vida, en el culto, en la moralidad. Uno de los azotes mayores que padece la sociedad todavía llamada cristiana, es la ignorancia en que están sumidos, respecto a las verdades relativas a la fe, muchas de las personas que, sin embargo, son o se precian de cultas en otros aspectos.
{6 (170)} 5. EL DERECHO A LA EXPANSION o, si queremos, al juego honesto y sano. La preocupación por el futuro material, queriendo asegurar al máximo el porvenir bien remunerado, en no pocas ocasiones se traduce en sobrecarga de trabajos y estudios que mantienen en angustia bajo amenaza de exámenes o evaluaciones que exacerba al niño y al adolescente. La vida se les presenta como una competición tremenda porque los mayores les señalan metas de acuerdo con aspiraciones desmesuradas, contrarias a la misma naturaleza o posibilidad en perspectiva, frente a la saturación de los "mejores" puestos, a los que aspiran demasiados candidatos. Se atropella la que pudiera ser la vocación personal de cada uno, puesto que se enseña a elegir lo aparentemente mejor remunerado o mejor considerado. Orgullo y egoísmo mezclado que, ya en la juventud, se transmite al que se asoma al mundo.
Se le ofrecen distracciones, pero no siempre las naturales y sanas, sino las excitantes y exageradas, las artificiales, y así caen y pasan de una embriaguez a otra.
6. EI DERECHO A UN PORVENIR, que no puede ser inspirado por los egoísmos ni codicias paternales intentando que el hijo llegue" donde el padre o la madre no pudieron y, de este modo, se vean redimidos del complejo de fracaso o de pobres con que ellos se asomaron al mundo. El porvenir se tendrá que edificar enseñando a trabajar. Ni herencias ni vagancia preparan para la vida y la felicidad; es el trabajo que hace la vida fructífera y que introduce esa necesaria dosis de austeridad bien entendida, sin la cual las pasiones o los antojos acaban haciendo desgraciado al hombre, e injusto con los demás.
7. EL DERECHO A LAS ATENCIONES CORPORALES, es decir, es espacio para vivir, el alimento para crecer, los cuidados {7 (171)} para proteger la salud. Todo lo cual repercute en las condiciones de vivienda, en la ordenación de jardines y lugares para el juego, en los servicios de asistencia, en la justicia económica y social.
8. EI DERECHO A LA AMISTAD, que significa una extensión de la vida afectiva, hasta más allá del círculo familiar. El juego, la escuela es ocasión de conocer a otras personas. Los padres que protegen excesivamente a sus hijos, los hacen solitarios, misántropos, insociables, taciturnos, incapaces, en definitiva, para traducir en vida la capacidad de querer y amar, de ayudar y servir, serenamente, constructivamente, cristianamente, a los demás.
No les duela a los padres que sus hijos tengan amigos que, si les educan bien, encontrarán en la escuela, en la iglesia, en el asociacionismo cultural o apostólico en que puedan participar, en el sacerdote que orienta su alma, en el catequista, en el maestro generoso.
9. EI DERECHO A UNA SOCIEDADQUE LES COMPRENDA, además de que les quiera educar.
Comprender no significa dar siempre la razón, incluso significa tener que recurrir a la necesaria corrección, pero no desde la posición defensiva que se preocupa de suprimir molestias o peligros, sino desde el bien del sujeto en formación, que necesita ser orientado, prevenido, enseñado, querido y preparado razonablemente para que pueda alcanzar la madurez humana. Esos violentos y gamberros que rompen por romper, que queman gasolina inútilmente y llenan de ruidos y peligros calles y ciudades, son marginados afectivos, son niños o jóvenes no amados efectivamente por sus padres, aunque éstos les compren juguetes carísimos o les complazcan en caprichos estúpidos.
10. EI DERECHO A LA CIUDADANIA CRISTIANA, es decir, a un lugar propio para ellos en la Iglesia, que no es sólo de los fieles mayores, sino también suya y en la que han de sucedernos heredando nuestras responsabilidades en ella.
Por ello, ya desde un principio, tienen el derecho de encontrar en ella todo lo que necesitan para desarrollar su vida de fe: enseñanzas, verdades, ejemplos, participación en el mismo organismo, por derechos que arrancan del mismo bautismo que a todos nos hermana en Cristo.
Podrían añadirse otros puntos, como el derecho a la modestia y al pudor, el derecho a la delicadeza de sentimientos, el derecho a ser respetados, el derecho a superar la vulgaridad para que su vida, aspirando a los ideales más nobles, crezca en valor por el desarrollo de todas sus posibilidades...
Todos sus derechos son exigencias de respuestas de amor a ellos de los mayores. Ese amor no les faltará si, antes, tenemos el amor a Dios.
«Cualquier renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación», se dice en el Decreto sobre el Ecumenismo, nom. 6. Su vocación es la fiel respuesta a la misión que Dios le ha confiado. Pero la Iglesia somos todos los fieles, somos cada cristiano, somos tú y yo. Nosotros, cada uno, debemos responder.
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4. LA MISA, ADVIENTO DE CRISTO
LA SANTA Misa no solamente es una fórmula, sino una gran acción, la mayor que pueda tener lugar en la tierra. No es la simple invocación, sino ―si me es lícito usar esta palabra― la evocación del Eterno. Se hace presente en el Altar, en cuerpo y sangre, Aquel ante el cual se inclinan los Ángeles... Es ésta una realidad augusta y el fin y razón de cada parte del rito eucarístico.
Las palabras son necesarias, pero como medio, no como fin; no se limitan a servir de súplicas sino que son instrumento de algo que está por encima, instrumento de la consagración y de la inmolación.
Se producen y concatenan como impacientes para completar del modo más rápido su misión. Van derechas a su fin porque forman parte de una acción integral...
Pagan las palabras rápidamente, y Cristo pasa con ellas, como cuando caminaba sobre las aguas del lago, en los días de su vida mortal, llamando a uno y a otro. Pasan rápidas, porque la venida del Hijo del Hombre es semejante al relámpago que brilla de una parte a otra del cielo. Son como las palabras de Moisés, cuando invocaba al Señor, que seguía como nube a su pueblo, y, como Moisés en la montaña, también nosotros nos acercamos a él, nos postramos y lo adoramos. De este modo nosotros, cada cual desde su lugar, invocamos el gran Adviento, esperamos el "movimiento del agua"… contemplando la acción que se realiza sobre el Altar, acompañando su proceso y asociándonos a su consumación, que es mucho más que seguir rutinariamente y sin esperar nada una árida fórmula de plegaria del principio al fin, sino formando como la integración de un concierto que conjuga en la unidad armoniosa la diversidad de todos los reunidos.
JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
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5. La rebelión de los pájaros
LOS HOMBRES, poco a poco, se olvidaron de mirar al cielo; se olvidaron de esas flores de luz del jardín del firmamento, y se hicieron estrellas artificiales y ruedas de metal chirriantes sobre los caminos grises del asfalto. Se encerraron, ellos mismos, en espacios cúbicos que llenaron de ruidos, y ya no tuvieron tiempo ni para abrir ventanas al universo, hacia arriba, y admirarse de los caminos rutilantes, silenciosos y puros de las altísimas constelaciones que condensan misterio y paz, de un trazo, en un solo signo, mientras se pasean por los caminos de las nebulosas espaciales.
Los hombres se olvidaron de los campos, de los árboles, de las flores; se olvidaron de la triunfante y esplendorosa benignidad de las auroras y las puestas de sol, cuando la luz extiende las manos de sus rayos para llegar a tocar o para bendecir todas las cosas.
Se olvidaron de las formas y los colores originales de la creación y de las músicas que hay en el movimiento o en el aliento de todos los seres. Y fue entonces cuando también se olvidaron de los pájaros. Los pájaros que, como forasteros consentidos, alegraban la ciudad, repitiendo, sobre las espirales del aire, los trinos que habían traído aprendidos de los campos, preservando así, para el hombre, el último recuerdo de la pureza de lo creado. Sobre el arco del vuelo eran como gotas de música, como un desquite ingenuo contrastando con las falsificaciones perecederas de la organización ciudadana.
{10 (174)} Pero llegó un día en que la ciudad se hizo irrespirable para todos, y especialmente para los pájaros, y tuvieron que huir para poder sobrevivir. La vida se marchitaba y nadie se daba verdaderamente por enterado. Y ellos se fueron, sobremontando la corrupción, hacia lo alto, hasta hacerse invisibles, como si hubiesen proyectado el intento de fundir su voz aguda con la luz fulgurante de las estrellas puras, hermanas suyas.
En la tierra nadie se daba cuenta de la desolación. Solamente los niños añoraban la ausencia de los pájaros. La gente mayor seguía multiplicando máquinas y ruidos, imitando falsificaciones, inventando hogueras, fabricando humos, intoxicando estúpidamente todo su entorno, y caminaba, de cierto, hacia el colapso y la muerte.
¿Cómo podrían decir qué es el pecado los que intentan describirlo?
Los niños, solamente ellos, quisieron que los pájaros volvieran; aunque les faltaban fuerzas para poder comenzar, desde ellos mismos, un mundo nuevo, quisieron hacer todo lo posible para intentarlo. Es verdad que, a veces, el que quiere cosas más grandes no es el que tiene mayores oportunidades, sino el que pone en la empresa toda su voluntad.
Dentro de pocos días, en este mismo mes de diciembre, en algún lugar se estrenará un filme que, en otra lengua, llevará un título con este significado: "La rebelión de los pájaros». El argumento es sencillo:
los pájaros huyen del mundo que estropean {11 (176)} los mayores, pero los niños, sólo ellos, quieren de verdad que vuelvan y sólo ellos ponen todas sus fuerzas para conseguirlo. Quiere ser una apología de la fuerza de la infancia, tal vez de la posibilidad de esperanza que todavía hay en ella para redimirnos de amenazas que los mayores, nosotros solos, nos hemos construido.
Navidad, para los cristianos, tiene que ver con la infancia, porque en el misterio de Dios humano, ahora recordamos la primera etapa, que es su infancia. Pero sabemos que la infancia, incluso cuando es alabada en el mismo Evangelio, no se reduce a la inocencia, ingenuidad o incapacidad para la malicia, sino a la simplicidad y generosidad de la mirada y de la voluntad puesta en el bien totalmente elegido. También los niños de hoy pueden salvar el mundo; pero no solos, sino con los mayores si no despoblamos el cielo interior de sus mentes y les damos ideas verdaderamente cristianas y el testimonio de nuestra sinceridad en la fe.
Solamente así volverá la belleza y el bien a la vida. Y, por lo tanto, la paz.
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6. Documento: SOBRE LA DIMENSIÓN CONTEMPLATIVA DE LA EXISTENCIA SILENCIO, ORACIÓN Y PERSONA
REPRODUCIMOS sólo una parte de la carta pastoral que escribía al clero y pueblo de Milán, en vistas al curso de actividades que se reemprendían en la diócesis ambrosiana, el que Acababa de ser, desde hacía poco, su nuevo arzobispo, designado por muy expresa voluntad personal del Papa, pues se trataba del padre jesuita Carlo Martini, y ya sabemos que los jesuitas solamente suelen ser designados para ocupar sedes, en todo caso, en países de misión, por lo cual (lo mismo que ocurre con los demás religiosos) sólo raramente acceden al episcopado.
Esa carta a la que nos referimos podría parecer, por lo menos, Anticonformista, puesto que se dirigía a un clero y a un pueblo continuamente expuestos a la tentación del activismo y de la eficacia.
En general, en el norte de Italia y más concretamente en Milán y la entera región lombarda, se concentra el núcleo más dinámico del progreso industrial italiano, del interés por la cultura europea y de la apertura cosmopolita, en evidente contraste con otras zonas más sosegadas, sobre todo del sur, deprimido e indolente, con cierta propensión al fatalismo, si bien compensado por la corriente de un sentimiento religioso no demasiado ilustrado, folklórico, fácil y popular, a veces cercano a la enajenación. El mismo atraso y monotonía cultural impide que sean demasiado profundos los problemas del espíritu y los planteamientos de la fe.
Éstos surgen más bien allí donde el ritmo acelerado del progreso reta al hombre entero, en especial cuando éste cede a la fácil tentación estandardizante y materialista de la eficacia y la deshumanización, en la que el hombre, puesto a crecer, lo hace unidimensionalmente, hacia la sola e inmediata economía y comodidad de lo sensible, olvidado del necesario desarrollo paralelo de la actividad interior y profunda del espíritu. Cuando este peligro acecha, se impone la necesidad de la reflexión contemplativa, para no quedarnos con un hombre aparentemente bien {13 (177)} vestido, gozando del confort de la técnica, aséptico y organizado, pero espiritualmente vacío. Por esto resulta oportuna la invitación del arzobispo de Milán a sus fieles. El remedio no estaría en huir otra vez al campo, o en renunciar al progreso, sino en equilibrar, en mantener paralelamente los avances materiales con los ascensos espirituales, en mirar fuera profundizando dentro. En rigor se podría decir que se trata de un esfuerzo de "encarnación" en el sentido más justo, porque el bien al que Dios nos llama no está en otro tiempo ni en otro lugar del nuestro, ni sería lícito frenar el progreso humano, sino que debe estarse presente en él, debe ser asumido y dominado para elevarlo sin destruirlo, como el Verbo transformó la naturaleza humana de Cristo, sin destruirla, al asumirla en la Encarnación.
He aquí la segunda parte del escrito de referencia, encabezada con el significativo epígrafe de «SILENCIO, ORACIÓN Y PERSONA».
Recuperación de valores
La propuesta de reflexionar sobre la dimensión contemplativa de la vida intenta provocar implícitamente la recuperación de algunas certezas que en los años, confusos pero fecundos, que acaban de transcurrir, han ido esfumándose o sufrido algún eclipse.
Tales son la importancia religiosa del silencio, la primacía de la persona humana, la del ser sobre el tener, sobre el decir, sobre el hacer; la justa relación entre persona у comunidad.
Naturalmente, la recuperación de estos valores no puede significar abandono o desconocimiento de aquellos que el pasado reciente ha destacado justamente, como la plegaria de la comunidad que coralmente canta y habla con Dios, la necesidad que a la profesión de fe y a la alabanza siga la coherencia del testimonio y de las obras, la importancia de la dimensión eclesial en todos los ámbitos de la existencia cristiana.
Mas parece que ha llegado el momento de recordar, en vista a un seguimiento de Cristo más intenso y armonioso, que el entregarse a la contemplación y al silencio fecunda y enriquece la plegaria vocal y comunitaria; que no se da acción o compromiso que no surja de la verdad del ser profundo del hombre que en Cristo ha sido renovado y exaltado; que es precisamente la conciencia de la libertad de cada persona, con sus convicciones, con sus esperanzas y sus propósitos, que constituyen la autenticidad y el mérito de toda existencia asociada al nombre del Señor, 14 (178)
1. El silencio. Miedo y fascinación del silencio
Si en un principio existía la Palabra y por la Palabra, venida a nosotros, comenzó a realizarse nuestra redención, resulta claro que, de nuestra parte, en el inicio de la historia personal de nuestra salvación, debe haber el silencio:
el silencio que escucha, que acoge, que se deja animar.
Cierto que, a la Palabra que se manifiesta tendrán que corresponder luego nuestras palabras de agradecimiento, de adoración, de súplica; pero antes ha de haber el silencio.
Si, tal como sucedió a Zacarías, el padre de Juan Bautista, el segundo milagro del Verbo de Dios es hacer hablar a los mudos, es decir, desatar la lengua del hombre terrenal vuelto sobre sí mismo para cantar las maravillas del Señor, el primero es el de hacer enmudecer al hombre charlatán y disperso (cf. Lc 1, 20-22). «Que la Palabra haga enmudecer mi verborrea», como dice Clemente Rebora, noble espíritu de poeta milanés de nuestros tiempos, cuando describe con desnuda claridad los inicios de su conversión.
Podemos decir, incluso, que la capacidad de vivir un poco del silencio interior connota al verdadero creyente y lo libera del mundo de la incredulidad.
El ruido enajenador
El hombre que, según los dictados de la cultura dominante, ha excluido de sus pensamientos al Dios vivo que llena todo espacio, no puede soportar el silencio. Para él, que pretende vivir en los márgenes de la nada, el silencio es la serial terrificante de la nada. Todo ruido, por más atormentador y obsesivo que sea, le resulta más agradable; cualquier palabra, incluso la más insípida, le parece liberadora de una pesadilla; cuando las voces callan, cualquier cosa le parece preferible ante el horror de ser colocado implacablemente ante la nada. Toda palabrería, todo grito, toda estridencia es bien aceptada si de algún modo y por breve tiempo consigue distraer la mente de la conciencia espantosa del universo desierto.
El hombre "nuevo" ―al cual la fe le ha dado un ojo penetrante que ve más allá de la escena y la caridad un corazón capaz de amar al Invisible― sabe que el vacío no existe y que la nada ha sido eternamente vencida por la Infinidad divina; sabe que el universo está poblado de → 15 (178)
Hombre "nuevo" y silencio
criaturas gozosas; sabe que es, a la vez, espectador y, de algún modo, partícipe de la exultación cósmica, reverberación del misterio de luz, de amor, de felicidad que constituye la sustancia de la vida inagotable de Dios Trino.
Por esto el hombre nuevo, como el Señor Jesús que en el albor del día subía solitario a la cima de los montes (cf. Mc 1, 35; Lc 4, 42; 6, 12; 9, 28), aspira a tener para sí mismo algún espacio inmune de ruidos enajenantes, donde sea posible prestar oído a la percepción de algo de la fiesta eterna y de la voz del Padre.
Pero que nadie se equivoque: el hombre "viejo", que tiene miedo del silencio, y el hombre "nuevo" conviven normalmente, en diferente medida, en cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros se ve agredido exteriormente por hordas de palabras, de sonidos, de clamores, que ensordecen nuestro día y nuestra noche; cada uno se ve insidiado interiormente por el multiloquio mundano que, con mil futilidades nos distrae y nos dispersa.
Silencio y comunión
En este ruido, el hombre nuevo que hay en nosotros debe luchar para asegurar en el cielo de su alma aquel prodigio de «un silencio como de media hora» del que nos habla el Apocalipsis (8, 1); que sea un silencio verdadero, colmado de la presencia, resonante de la Palabra, atento a la audición, abierto a la comunión.
2. Oración y ser del hombre. El ser que se hace consciente ante Dios
Considerada en su naturaleza profunda y en su movimiento original, la plegaria no es una actitud que se yuxtapone extrínsecamente al hombre: brota del ser, se destila y fluye de la realidad de cada hombre.
Podríamos decir que la plegaria es, de algún modo, el mismo ser del hombre que se pone en transparencia ante la luz de Dios, que se reconoce por lo que es y, reconociéndose, reconoce la grandeza de Dios, su santidad, su amor, su voluntad de misericordia. En una palabra, toda la realidad divina y el designio divino de salvación tal como han sido revelados en el Señor Jesús crucificado y resucitado.
Todavía antes que palabra, antes todavía que pensamiento formulado, la plegaria es percepción de la realidad {16 (180)} dad que inmediatamente florece en la alabanza, en la adoración, en la acción de gracias, en la petición de piedad a aquel que es la fuente del ser.
Percepción de lo presente y trascendente
Emergen y se configuran como contenidos fundamentales, en esta experiencia global, sintética, espiritualmente concreta:
―la percepción de las cosas que están al margen del proyecto de Dios, percepción que se transforma en súplica para ser nosotros mismos salvados de la insidia de la insignificancia y la vaciedad;
―la percepción de la presencia de aquel que es plenitud y jamás ausente o lejano de donde haya algo que exista de verdad;
— la percepción de Cristo vivo en el cual se resume y personaliza todo el proyecto divino («Ubi Christus, ibi regnum», dice san Ambrosio), que fundamenta el reconocimiento y la verificación de la relación de comunión con aquel que es el único Señor y Salvador;
―la percepción, en Cristo, de la voluntad del Padre como norma absoluta de vida, de tal modo que la oración ya no es una tentativa para doblegar la voluntad divina a la nuestra, sino la tentativa siempre renovada de conformar nuestro querer al del Padre (cf. Mt 6, 10; 26, 39-42);
―la percepción de la realidad del Espíritu, fuente de toda la vida eclesial, que ruega en nosotros (cf. Rm 8, 19-27), de modo que la plegaria se convierte en anhelo para salir de la soledad y del encerramiento del individualismo y petición para abrirnos cada vez más al reino de Dios que se va instaurando en los corazones y entre los hombres, es decir, en la Iglesia;
―la percepción de la cruz como victoria sobre el mal que hay en nosotros y fuera de nosotros, que hace de la plegaria una actitud de contestación del pecado, de la injusticia, del mundo", y nostalgia de la Jerusalén celestial donde todo es santo.
3. La persona, protagonista de toda plegaria. El misterio de la persona
Sin duda es justo y necesario subrayar la vocación social que permanece inscrita en cada acto del hombre y {17 (181)} la índole eclesial de la totalidad de la vida cristiana. Pero nunca podemos olvidar que en la fuente de todo está el misterio de la persona, misterio siempre singular y singularmente inédito, que no es sumable ni confrontable.
Aunque esté constituido en una condición y en una naturaleza que recibe por generación y que comparte con todos sus semejantes, el hombre encuentra la primera razón de su grandeza en el hecho de provenir, según el núcleo originario e inconfundible de su ser, inmediatamente de Dios creador, que desde la eternidad lo ha llamado por su nombre; y en el hecho de tener que volver a aquel que es, al mismo tiempo, su principio y su destino, con una decisión (o mejor, con una serie de decisiones) de la cual es totalmente responsable, porque no es condicionable de una manera determinante por ninguna criatura, fuera de él mismo.
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Hijo de Dios
A pesar de haber sido generado y nutrido en una comunión universal de vida que es la Iglesia, el cristiano tiene un valor inestimable porque ha sido amado personalmente por el Padre, que lo ha querido hacer hijo suyo; ha sido alcanzado personalmente por la acción redentora de Cristo, que ha derramado su sangre por él; es guiado por el Espíritu santo en la respuesta personal positiva a la llamada divina de salvación. Del "nosotros" y sobre el "nosotros" de la Iglesia emerge y se define el yo del creyente, el cual se abre al "todo" de la catolicidad.
De este modo, la plegaria ―incluso cuando es vocal, Litúrgica o, del modo que sea, asociada― recibe verdad y valor únicamente si encuentra su constante inspiración en el misterio personal y concreto de la adhesión de fe, de esperanza, de caridad que alimenta y caracteriza la vida renovada.
Ante el Padre, que es la fuente de mi vida y mi meta, ante el drama de un destino que se ventila una vez por todas, ante el sí y los no que deciden mi suerte eterna, estoy yo, no el grupo, la clase, la comunidad. Cierto que no estoy solo porque el Espíritu ruega en mí y por mi lo que yo no sé pedir, y mi Salvador está a mi vera, me une a él, y me hace participar de sus sentimientos filiales. Pero nadie puede substituirme en esta empresa.
Comunidad y persona
Aunque vivo, decido, ruego en una comunidad de hermanos que me sostiene, me reanima y espiritualmente me dilata, permanezco siempre yo viviendo, y mío es el riesgo de la decisión, y mía la tarea de emprender la aventura difícil y embriagadora de la vida de oración.
Detenernos a considerar la oración en el momento preciso en que brota silenciosamente y secretamente del corazón del hombre, significa, por lo tanto, meditar sobre el misterio mismo de toda oración cristiana.
Tanto si se mantiene tácita y solitaria, como si se reviste de palabras exteriormente e incluso públicamente proferidas, o si adquiere la dignidad de plegaria litúrgica a través del canto y de la imploración de la Iglesia, toda invocación sincera hecha a Dios encuentra siempre en el ser personal, que antecede y fundamenta toda comunicación extrínseca, la fuente primera que mana de la vida personal de fe, de esperanza y de caridad de su alma necesaria e insustituible.
Dios nos libre de los sabios...
Dios nos libre de la ignorancia disimulada con presunciones de falsa sabiduría y nos libre, también, lo antes posible, de la ignorancia a secas.
Pero Dios nos libre, además, de la sabiduría que sólo es sabiduría de este mundo y para este mundo, porque aquellos a los que ella hace sabios, sólo adquieren, atesoran y ostentan saberes para su vanidad y para compensar, así, la ausencia de verdaderos y profundos valores humanos y espirituales, para olvidarse del tremendo complejo de vergüenza o de los miedos que los consumen.
Por todo eso Dios ha bendecido a los pobres de espíritu y ha elegido para su reino a los sencillos de corazón y hasta a los que parecen ignorantes a los ojos del mundo. Estos son capaces de ser felices haciendo puramente el bien, porque son los únicos que saben ser generosos, y no es poca sabiduría.