Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 193. MARZO. Año 1982
0. SUMARIO
CIERTO, no podemos hacer grandes cosas, pero cada uno somos totalmente dueños del precioso acervo de nuestras respectivas fuerzas. Bastaría con no desperdiciar gracias, energías y tiempo en unos pocos, para que los dones de Dios multiplicaran su eficacia en quienes le son fieles, y en los que están más cerca de ellos. El mundo no cambia al hombre, sino que es el hombre el que influye en el mundo, y lo transforma si el hombre se abre a la conversión.
«TENGO UNA MISIÓN»
EN SERIO
LA REVISIÓN NECESARIA
LA CANONIZACIÓN DEL BEATO RAMÓN LLULL
NEWMAN Y EL LAICADO
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1. «TENGO UNA MISIÓN»
DIOS me ha creado para hacerle algún servicio concreto; me ha confiado una obra que no ha confiado a otro.
Tengo mi misión. Tal vez no llegue a conocerla mientras viva, pero por lo menos me será revelada cuando llegue a Dios.
De una u otra forma Dios cuenta conmigo para la ejecución de sus designios...; como cuenta con los ángeles, aunque si le fallo puede llamar a otro que no sea yo, puesto que hasta las mismas piedras puede cambiar en hijos de Abraham (Mt 3,9). Sin embargo, formo parte de esta gran obra: soy un anillo de la cadena, un lazo de unión entre otros seres. Pues no he sido creado en vano: haré el bien, cumpliré la obra, seré un ángel de paz, un predicador de la verdad dondequiera que me establezca, aun cuando no piense en ello, mientras guarde sus mandamientos y no traicione mi vocación.
Mora en mí, Señor, y yo comenzaré a brillar como tú brillas, a brillar de modo que sea luz para los demás.
La luz, oh Jesús, vendrá toda de ti, pues ninguno de sus rayos será mío. Ni me puede caber mérito alguno. Serás tú quien luzca a través de mi sobre los demás. Que te alabe, pues, como más te guste, esto es, brillando por encima de todos cuantos me rodean. Dales a ellos, también, la luz que me das a mí; ilumínalos conmigo, por mí.
Enséñame a manifestar tu alabanza, tu verdad, tu voluntad. Hazme predicar sin predicación, sin palabras; que baste mi ejemplo, la fuerza atractiva, la influencia amable de mis actos, con el visible parecido de tus santos y la evidente plenitud de amor que llenará mi corazón.
JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
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2. En serio
SI LA IGLESIA impone ―¡tan benignamente!— algunas prácticas ascéticas a la generalidad de los fieles, para el tiempo cuaresmal, no lo hace para que sacralicemos una serie de actos materiales aflictivos y, con ello, pasemos a convencernos de que hemos cumplido con el espíritu penitencial que nos pregona, con particular insistencia, la liturgia de este tiempo. Directamente la Cuaresma no es un tiempo para aflicciones, sino un tiempo para la conversión, y lo que ocurre es que el realismo de la condición humana nos advierte que difícilmente se produce el «volver a nacer» del alma, la renovación sincera y espiritual, en quien, por sistema se muestra reacio a los mínimos sacrificios, aun sensibles, que se encuentran en los caminos de nuestra vida. Porque los sacrificios, las abnegaciones espirituales, son todavía más difíciles.
Es posible ayunar, y hasta sacarle al ayuno la ventaja estética de una cura de adelgazamiento; es posible abstenerse de fumar, y deducir del propio vencimiento las ventajas de evitar un gasto inútil y estúpido que además perjudica la salud, poluciona el aire y daña a los que están con nosotros en un mismo ambiente viciado... Pero estas ventajas no bastan al cristiano, porque el fiel cristiano no se mortifica porque sí, no asume aflicciones ni colecciona récords de austeridades. El cristiano es un ser en constante trance de conversión y, cuando emprende una pequeña o grande "penitencia", no se detiene en la materialidad objetiva de la práctica que acepta o se impone, sino que la asume como un soporte y un entrenamiento que se inscribe en la colaboración a la gracia para convertirse, para transformarse, Puede ser que pueda y que deba, y que precisamente sean tales y tales obras externas las que deba imponerse y asumir; pero no como una práctica que se toma y se deja, como si se tratara de un ejercicio gimnástico para mantener la elasticidad muscular, o para medir la capacidad de resistencia ―en realidad sólo simbólica― de la propia fuerza de voluntad. Hay que convertirse… un poco más, cada día, cada año, cada momento. Y lo prudente es que, si se eligen austeridades, aunque mínimas, de dimensión sensible, no nos dispensemos {3 (43)} de ellas, pasada la Cuaresma, sino que las mantengamos. Pues en la vida espiritual es inútil hacer una escalada, para luego volver a descender al llano. La vida espiritual no es un deporte, sino una ascensión, una conversión incesante, un asimilar, un poco más cada vez, a Cristo, asumido para convertirlo en vida propia. Lo asumido debe perdurar, sin lo cual el mismo esfuerzo ascético sería un juego, tal vez incluso una vanidad, pero no otra etapa de nuestra conversión.
Y de eso se trata, de convertirnos. Que las pequeñas austeridades (por llamarlas de algún modo...) que nos impongamos en Cuaresma, sean resultado de una decisión precedida de razonamiento, para convertirla en fruto de perseverancia, con sencillez y coherencia (perezas, vicios, vanidades...) Como prácticas conjuntadas en un mejor orden de nuestro tiempo, para atender a la palabra de Dios, para meditarla y para la participación sacramental, que sabemos es el modo de «encontrarnos con Cristo». No se trata de jugar a ascetismos, excitados por el repetido ciclo litúrgico anual; se trata de crecer en la fe y en la amistad con el Señor, y de tomar más en serio esa amistad, para transformar serenamente, sinceramente nuestra vida en él.
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3. LA REVISIÓN NECESARIA
LA SIGNIFICACIÓN clásica del tiempo cuaresmal cede, en la actualidad, a la tarea de reconversión cristiana de los ya bautizados, más bien que a la recuperación cíclica de la idea del catecumenado histórico. O bien (cuando éste se quiera revalorizar, pero superando arqueologismos estéticosentimentales, decorativos o pietistas), adquiere con claridad un carácter de re-conversión a partir de un "verdadero" encuentro con el Cristo de la fe, tal como está en el Evangelio y lo descubría la primera Iglesia.
Lo cierto es que, por el solo hecho de haber sido bautizados, no podemos confiar demasiado en nuestro verdadero cristianismo si, con posterioridad a la herencia del rito sacramental básico, no se produce un consciente descubrimiento de Cristo y nos lleva a dar a Dios, con la vida, la respuesta total de la fe.
Cuando el bautismo se recibía en edad adulta y representaba la culminación de una etapa de conversión personal, esa necesidad era menos patente; pero en la actualidad, en la que, por diversas circunstancias, se deviene sociológicamente cristiano y, para gran número de bautizados, aquel primer sacramento de la infancia, significa sólo o poco más que la fecha de la imposición del nombre propio y de su registro (confundido tantas veces con otras formalidades de efectos civiles), la revisión de lo que fue o debió ser el bautismo, es de todo punto necesaria, si se quiere recuperar el significado vivo y la fuerza sobrenatural y transformadora de la iniciación en la fe, de la vida cristiana.
Por eso, para el cristiano de hoy, la Cuaresma no es un mero recuerdo histórico, literario o cultural, evocador de los procedimientos estético-pedagógicos y rituales, con que la Iglesia preparaba y recibía nuevas generaciones de fieles, o recuperaba pecadores, sino la oportunidad de —si se quiere― unir a ese recuerdo ejemplar y típico, la propia revisión de vida y compromisos cristianos, para despertar de los descuidos y atopía de una pseudo-fe de instalación, de herencia, y descubrir, una vez más, la necesidad de re-convertirnos. O, simple y llanamente, de dejarnos de apariencias y sugestiones, y convertirnos de una vez y de verdad; porque toda verdad que nos vuelve a Dios tiene, para siempre, sentido de primicia.
Y ahí tenemos la mano que nos tiende la Iglesia, con la liturgia específica de este tiempo, que nos reaviva las ideas, nos acerca otra vez al Evangelio, nos enseña a orar, nos estimula en la esperanza y generosidad para que no temamos ese «volver a nacer» que nos asocia al Resucitado, y nos promete juventud de alma, vida nueva.
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4. La canonización del beato Ramón Llull
ES una crónica, desde las Baleares, mandada por Manuel Soler Palá a la revista VIDA NUEVA, y publicada en su número 1.313, de 30 de enero de este año. Otras veces nos hemos referido a esta excepcional figura medieval, poco conocida, por desgracia, incluso en ambientes cristianos tenidos por cultos, que no solamente hay que situar en la cima de los místicos, y, como hito de cultura, fue el primero que escribió de filosofía en una lengua hija del latín, sino que le habrían tenido que tener en cuenta al llegar la posterior etapa misionera y expansiva de la evangelización que siguió a los descubrimientos del s. XVI, e incluso en nuestra época en la que, más vivamente que nunca, se siente la necesidad y se vive la dificultad del movimiento ecuménico. Pero sabemos cómo en la historia de los encumbramientos y los olvidos de las virtudes de los santos, han influido las conveniencias y la oportunidad política. Confiemos que, por fin, se hará justicia y, sobre todo, servirá de estímulo y buen ejemplo para los cristianos y la Iglesia de hoy el mejor conocimiento que se difunda de este singular mallorquín, universal de corazón, enamorado de Cristo y celoso del bien y de la pureza de la Iglesia. Los que tuvieran alguna idea de su personalidad, la profundizarán; los que le desconocían, lo descubrirán y hasta se sentirán rejuvenecidos intelectual y espiritualmente, si se adentran en su estudio.
{6 (46)} La figura gigantesca de Ramón Llull ha sido verdadera piedra de contradicción en la historia mallorquina y más allá de nuestras fronteras. Entre sus enemigos viscerales se cuentan teólogos inquisidores y algún obispo. Pero quienes le veneran como santo y le admiran por su categoría intelectual humana han sido siempre más numerosos. Su actualidad permanente ha cobrado todavía mayor relieve al ser restaurada la Causa Pía Luliana. En el lejano 1610 se había instaurado para promover su canonización.
Ramón Llull fue proclamado por el poeta Llorenç Riber el "fil major de la nostra raça". La expresión se repite una y otra vez en los ambientes lulianos. La Iglesia mallorquina le considera el hijo más insigne de todos los tiempos. Oficialmente no se le ha declarado santo, lo cual no deja de dolerle al pueblo, pero se le venera como beato por culto inmemorial, dando por supuesta y evidente su virtud evangélica.
Se tiene muy presente que derramó su sangre, su ciencia y su utopía en favor de la fe. Se sabe de las experiencias místicas transmitidas hasta nosotros por manuscritos e incunables. Se conoce su caminar apresurado detrás de las bienaventuranzas, el deseo de convertir a los musulmanes, de renovar la Iglesia de su tiempo, su pasión por martirio. Es más que suficiente para que se le rece y se le venere. El olfato popular de los primeros siglos cristianos sigue en pie, aunque no se le den muchas oportunidades.
Ramón Llull, por lo demás, podría decir mucho a nuestro tiempo.
En el diálogo con otras religiones, en ecumenismo, en la profundidad intelectual al servicio de la fe, en la lucha por el pacifismo, fue un pionero al que habría que escuchar. Por no hablar de las dimensiones {7 (47)} menos eclesiales del Santo:
forjador de la lengua catalana, profundo filósofo, conocedor de la medicina, el derecho, etc. Su biógrafo inglés Alleson Peers, llega a decir que su novela "Blanquerna" es la obra cumbre de la literatura europea.
El 27 de noviembre último, fiesta del Beato, D. Teodoro Úbeda, restauró la Causa Pía Luliana. Reanudaba la que el 15 de julio de 1610 el "Gran e General Consell del Regne de Mallorca" ya había instaurado ante el Papa para la canonización del Maestro. El camino hacia la santidad oficial resultó áspero. A veces por envidias de otras escuelas filosóficas o teológicas. El camino acaba de reemprenderse y es de esperar que los siglos lo hayan allanado.
Pere Llabrés, buen conocedor del tema, dice al respecto que afortunadamente se han eliminado las suspicacias de racionalismo. Y también que los estudios teológico-históricos que Roma pide para la beatificación formal ―es beato por culto inmemorial― están listos.
Basta con ordenarlos adecuadamente.
La renovación de la Causa tiene lugar cuando se celebra el centenario de san Francisco de Asís, de quien fue discípulo terciario. Y cuando en Mallorca está en funcionamiento una escuela lulística que puede aportar muchos datos.
También existen dos revistas mallorquinas con el objetivo "luliana". Aunque quizás sus autores extranjeros —principalmente centroeuropeos― son quienes más se preocupan en la actualidad de las obras de Ramón Llull. Así lo da a entender el Prior de La Real, Josep Amengual, monasterio en el que el santo se retiró por algún tiempo y que custodia una buena biblioteca lulista.
Hemos sido enviados al mundo para algo; no hemos nacido por azar, no estamos aquí para acostarnos por la noche y levantarnos por la mañana, trabajar para ganar el pan, comer y beber, reír y bromear, pecar a gusto y enmendarnos cuando estamos cansados de pecar, fundar un hogar, después morir... Como Cristo tiene una tarea que realizar, también nosotros tenemos la nuestra; e igual que él se regocijaba de cumplir su obra, debemos nosotros alegrarnos de la nuestra.
JOHN HENRY NEWMAN, C. O.
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5. NEWMAN Y EL LAICADO
NEWMAN es diverso, inclasificable. A primera vista parece fácil clasificarlo como apologista, o como teólogo, pero también como historiador y como filósofo, o como pedagogo, o como periodista, por descontado también como poeta y acerado prosista, también como un emprendedor que persevera en el empeño asumido a pesar de las enormes dificultades que, sin embargo, no le suponen pérdidas espirituales ni baches de lucidez; era un orador cálido no desmelenado; era, seguramente sobre todo, un místico y un artista surcado de racionalidad, ardiente, serena y ordenada; era un emprendedor perseverante. Newman era cada una de estas cosas, y es posible trabajar una tesis sobre su figura tomando uno solo de estos aspectos para sentirse, a primera vista, como saciado por su grandeza; pero Newman era todo a la vez y era mucho más:
Newman es como un poliedro con el que podemos encandilarnos al detenernos ante una cualquiera de sus caras, pero esto sería reducir un cuerpo a superficie, porque Newman es una síntesis mantiene constantemente la riqueza de una variedad que, sin pretenderlo, admira y atrae y otras veces desconcierta. Por eso no fue fácilmente aceptado y fue incomprendido.
Como ejemplo, en el pasado Concilio Vaticano II, mientras para los más lúcidos fue una de las referencias precedentes para secundar la renovación proyectada, para otros no {10 (50)} pocos fue un descubrimiento. Podía decir uno de los consultores ―Francis Davis— que «él fue más capaz de expresar mejor que nosotros lo que ahora intentamos decir sobre lo que creemos». Newman fue un adelantado. Los demás andaban más despacio. Estas fueron su grandeza y sus fracasos, que no buscaba, pero que tampoco le sorprendían. Él no era un imprudente, pero tampoco era un táctico que aplicaba la astucia del mundo, aprovechado o escurridizo, a las cosas de Dios. Él era, esencialmente, un cristiano sincero. Esta sinceridad le llevó a la Iglesia católica y, en ella, le ocasionó la incomprensión de los poco avisados, de los "prudentes" y de los instalados, generalmente del lado clerical, con grandes y notables excepciones (por ej. León XIII). Después de muerto (aunque el Señor quiso darle, por dulce ironía, muchos años de vida) y pasados los años, ha ido haciéndose sorprendentemente "actual", no sólo por el modesto conocimiento que los oratorianos podamos difundir sobre él, sino que ya pasa a ser patrimonio de todos los cristianos, católicos y no católicos, porque con afecto lo recuerdan igualmente, y sin resentimientos mezquinos, nuestros hermanos separados, a los que dejó amándoles.
No faltan los que leen o incluso escriben citando a Newman y ni saben que es oratoriano, porque se contentan con ver en él un punto o una cara solamente del poliedro de su {11 (51)} personalidad; pero a nosotros nos alegra saber que fue en el Oratorio donde encontró el modo de ser el mismo (what to be).
El Oratorio fue el lugar maravilloso en el que el estilo de san Felipe le procuraba las condiciones más favorables para cumplir su misión en el catolicismo inglés del s. XIX, que no podía ser más que de anticipación, como reconoce un obispo francés, Jean Honoré, admirador suyo. Newman no es la única figura importante en la historia filipense, porque, como en los demás institutos de la Iglesia, los siglos de existencia también están jalonados con la ejemplaridad de algunos de sus miembros que se distinguieron en la Iglesia de Dios porque la fidelidad espiritual a los fundadores de las obras a que pertenecían, supieron combinarla con la debida respuesta al tiempo que les tocaba vivir, para ser ellos mismos, para amar a Dios y para servir e iluminar a los hermanos. Lo cual no ocurrió sin dolor, cuando quiso ser evangélico y no simplemente propagandístico, como en el caso de Newman. «Oh Dios mío ―decía Newman― me has dado a san Felipe, esa gran creación de tu gracia, para que sea mi padre y mi maestro; y yo me he sometido a él y él ha hecho para mí grandes cosas; de muchos modos ha cumplido en mí todo cuanto legítimamente podía contar que me hubiese prometido».
En este resumen que hacemos a continuación, vamos a concatenar algunos textos suyos, que hacen referencia especialmente al laicado.
El peligro actual de las reflexiones que sobre este tema se hagan en la Iglesia, está en repetir errores luego muy difíciles de enmendar, mezclando o confundiendo categorías jurídicas con otras teológicas, sobre todo si se pretendiera partir de un cierto nominalismo jurídico y luego teologizarlo. En todo caso, moderadamente, debiera ser al revés; de lo contrario se favorecería la prevalencia de lo estructural en perjuicio de lo ontológico. Newman no escribió tratados sobre los laicos, pero piensa en ellos continuamente cuando recuerda las grandes crisis de la Iglesia, los problemas de la educación, la necesidad de diálogo interior en la Iglesia, el acercamiento entre los cristianos, la evolución de las formulaciones dogmáticas de la fe, la mitigación {12 (52)} del clericalismo como clase social...
La Iglesia no crecerá en Inglaterra porque se maldiga a Enrique VIII o se infame a Lutero; o porque se huya de todo problema rezando y esperando que Dios solo haga milagros, pensando gozosos, y al mismo tiempo engreídos e ignorantes que, por lo menos, «nosotros somos de los buenos» porque la verdad está de nuestra parte. También lo estaba de los judíos y, sin embargo, no recibieron a Cristo, como éste puntualizó con la mujer samaritana.
Newman piensa y actúa en Inglaterra, pero supera la visión local y la urgencia temporal, y lo que dice Valió entonces y vale todavía en todas partes.
Nuestra referencia antológica es necesariamente incompleta, pero estimamos que puede resultar suficientemente indicativa o, por lo menos, servir de inicio elemental en el descubrimiento del espíritu de este hombre que buscaba la verdad desde la raíz e intentaba edificarla en los demás sin improvisaciones, sino desde los cimientos, teniendo en cuenta todo el hombre, porque no es sólo la razón de Dios lo que hay que defender o hacer triunfar, sino la razón de Dios en el hombre que Dios mismo quiere ver crecer y hacer libre, porque es precisamente él quien le ha dado el ser y se lo ha dado para esto. No era Newman el hombre para preparar cruzadas, sino el cristiano inteligente y ardoroso, el trabajador generoso e ilustrado, razonador y enamorado, dispuesto a plantar verdades, a hacerlas nacer y a favorecer y estimular su desarrollo, desde una visión que podríamos llamar, no sólo y esencialmente cristiana, sino además humanista, universal y universitaria. Después de la primera avalancha de conversiones surgidas del llamado "Movimiento de Oxford", Newman podía decir que «la Universidad nos ha hecho católicos», no el raquitismo mentalmente perezoso de la adhesión implícita pegada a cómodos refugios construidos a costa de la fe.
Podemos guiarnos por tres episodios de la vida de Newman: a) su intervención en la fundación de la Universidad de Dublín, b) el intento de la fundación de un Oratorio en Oxford, y c) el asunto de "The Rambler". Cada uno de estos capítulos podría resultarnos apasionante, y alguna vez tendremos que volver sobre ellos; pero, de momento nos baste citarlos para dar razón general del pensamiento newmaniano sobre el laicado y la Iglesia.
La Universidad de Dublín se fundaba en 1851 y Newman era su primer rector. Tanto en la preparación como en los primeros tiempos de su actividad, tuvo ocasión de exponer su concepto sobre la cultura católica y del papel de la teología respecto de ella. Aunque no {13 (63)} Lo exprese con la misma intensidad, Newman se proponía dos metas:
elevar, por lo menos en una selección, el nivel cultural del clero y ofrecer, además, la oportunidad de un acercamiento entre clero y laicado, ambos educados; no hace falta destacar el acierto de las intenciones de Newman. Explicaba en una conferencia de 1855:
La universidad católica pretende hacer más que acoger... Se compromete a admitir sin temor, sin perjuicios y sin compromisos a cuantos se le presenten, si vienen en nombre de la verdad; a ajustar las concepciones, experiencias, costumbres del espíritu más independientes y dispares, dejar en libertad al pensamiento y la erudición en sus formas más originales, en sus más excesivas expresiones y en sus rodeos más amplios. Su función específica es crear la unidad en la diversidad; y aprender a hacerlo, no mediante reglas que se puedan reducir a fórmulas, sino por la inteligencia, la sabiduría y la amplitud de espíritu, basadas en un conocimiento profundo de la materia a estudiar y en una cuidadosa represión de cualquier espíritu de polémica o de cualquier intolerancia en un sector cualquiera... porque toda verdad puede servir a la Verdad.
Su fin inmediato (el único que nos interesa aquí) es garantizar las disposiciones de espíritu favorables según un orden superior y mantener en este orden todas las esferas y métodos de pensamiento que la inteligencia humana haya podido crear.
Si hay un solo principio director de la filosofía del universitario, es éste: que una verdad no puede ser contraria a otra verdad... Quiero decir que el que cree en la Revelación con fe total, que es privilegio del católico, no es un individuo nervioso que se estremece por cualquier ruido repentino y que se turba por cada imagen extraña o nueva que se presenta a sus ojos.
Hemos acabado de repetir una palabra de Newman que es capital:
la fe total. Esta expresión necesitaría un comentario que aquí no nos cabe. Pues del mismo modo que en el orden práctico damos por completadas tantas obras todavía imperfectas, tantos actos y deberes no bien acabados, en el intelectual y espiritual procedemos con la misma perezosa ligereza. Newman decía en otra parte: «Hay personas que lo creen todo, porque, en realidad, no creen en nada». Decía también, acerca de la Universidad (1856):
{14 (54)} Cuando la Iglesia funda una universidad católica quiere, pienso yo, reunir cosas unidas en su origen por Dios, pero luego separados por el hombre. Algunos dirán que pretendo limitar la vida del espíritu, para desviarla de su camino natural y detenerla en su crecimiento mediante el control de la Iglesia. No tengo semejantes pensamientos. Tampoco se me ocurre crear un compromiso, como si la religión tuviera que abandonar algo, y la ciencia también. Lo cierto es que deseo que el espíritu se expansione en la más completa libertad y que la religión goce de idéntica libertad. Pero lo que anhelo expresamente es que se pueda encontrar a las dos en el mismo sitio y encarnadas en las mismas personalidades. Quiero destruir esta diversidad entre centros intelectuales que siembra la confusión por todas partes merced a influencias contrarias... Quiero que el mismo techo ampare a la vez disciplinas intelectuales y morales. La piedad no es una especie de barniz con que se cubre a la ciencia, ni la ciencia una especie de pluma de sombrero, permítaseme la expresión, un adorno o un ornamento para la piedad.
Deseo que el laico intelectual sea religioso y que el eclesiástico piadoso sea intelectual. No se trata aquí de una cuestión de terminología, ni de sutiles distinciones, pues la santidad tiene su influencia, y la inteligencia tiene la suya... La juventud necesita una religión viril, tanto para cautivar su imaginación inquieta y su inteligencia impetuosa, como para conmover su corazón sensible.
Los buenos obispos irlandeses se asustaban con estas ideas, y otras parecidas. Ellos querían a Newman para su prestigio y por el beneficio de su generosidad y dedicación, porque la creación de la Universidad de Dublín fue una gesta, a pesar de que terminara en fracaso o, mejor dicho, en desaprobación práctica; mas aquellos prelados, de mentalidad muy diferente, desconfiaban del "convertido", que precisamente a causa de su conversión, tratándose de un hombre de saber y de prestigio intelectual bien conocido, podían capitalizar para gloria del catolicismo; pero ellos hubieran querido, cierto, una Universidad que hubiese sido equivalente, por el personal docente, por los métodos y por los estilos, a una especie de seminario con frontispicio diferente. No podían comprender a Newman. Ni de Inglaterra podían sumársele apoyos clericales o de la jerarquía católica suficientemente vigorosos para contrarrestar aquel provincianismo religioso, pues para {15 (55)} los irlandeses, la gloria de pensar que estaban en la verdadera Iglesia les compensaba del desnivel social ―y aquí se abriría otro capítulo en que política e historia nos explicarían algo sobre resentimientos, injusticias y complejos colectivos, entre país pobre y país rico, país culto y país menos culto, país agrícola y país industrial… entre Irlanda e Inglaterra, todavía no cerrado—; les compensaba, decimos, el pensar que por lo menos ellos, los irlandeses, constituían un pueblo católico, frente a Inglaterra donde el catolicismo representaba una parte mínima de la población que, en cualquier caso, "necesitaba" ser misionada precisamente por los más seguros de la fe, los irlandeses.
Inglaterra debía ser un apostolado de Irlanda. Pero lo que ocurría es que Inglaterra era una tierra de promoción, primera etapa para huir de la pobreza irlandesa e, incluso, para que un clérigo despierto alcanzara una promoción prelaticia. Lo cual no implica una condenación de todos los emigrantes irlandeses, a Inglaterra y a otras partes —¡Estados Unidos de América!—; pero el que emigra, al tener que abandonar sus raíces, no elige el peor lugar y busca razones sólidas para garantizar su derecho a establecerse y sacar provecho de él. La organización de la Iglesia, y "a fin de bien", también puede ser un cauce para ello. Pero es claro que lo que así se haga como misión o como apostolado ayuda poco a la verdadera Iglesia, tanto para su propia vida, como dar una imagen fiel de su ser a quien la desconoce y la observa desde fuera, y no digamos cuando es observada con recelo por una sociedad que no es mayoritariamente católica. El remedio era ordenar las ideas, dejar que fueran los irlandeses, por lo menos en parte, quienes volcaran o siguieran volcando su apostolado, pero con la debida previa ilustración... No basta una peregrinación más, una procesión más, un himno más; hacen falta ideas bien organizadas, también sobre la fe y sobre el mundo y la fe. Solamente de este modo Inglaterra podría acercarse, en sus mejores hombres, en sus mentes más claras y nobles, a la verdad de Dios, a su verdadera Iglesia. Es demasiado simple esperar las emocionalidades de conversiones sentimentales. Newman sabía bien qué significaba convertirse, y quería y deseaba para los futuros conversos que pudieran encontrar una acogida adecuada intelectual y culturalmente. No se trataba de elevar la estadística de las conversiones, sino de elevar a la misma Iglesia. Escandalizaba, a los seguros del privilegio de su verdad cuando decía que «había que preparar a la Iglesia para que pudiera recibir conversiones; que había que convertir a la Iglesia, {16 (56)} para que pudiera recibir convertidos...» También decía: «El fin de la Iglesia no es el cuidar de su parecido, sino el de cumplir una obra».
¿No es claro como la luz del día, que el conjunto de personas que defienden los privilegios legítimos de la Iglesia, lo hacen no tanto porque se preocupan del reino de los santos, sino porque creen que la ruina de la Iglesia representaría la ruina de nuestras instituciones públicas?
No quiero decir que no amen a la Iglesia, sino que lo que ocurre es que aman todavía más la prosperidad temporal.
Su amor a la Iglesia depende de su amor al mundo, de modo que si la paz de este mundo y el bienestar de la Iglesia llegaran a contradecirse, se verían inducidos a ponerse a favor del mundo en contra de la Iglesia.
Esto lo experimentaba Newman todavía anglicano, y de seguro que, con otros matices, se reproducía en sus dificultades con la Universidad de Irlanda. Allí el problema se movía en torno a la necesaria confianza en el hombre y a la libertad necesaria para razonar los conocimientos, aunque la fe, en su esencia, no fuera un resultado de la ciencia.
No se puede obligar a creer a las personas por la fuerza o con amenazas. Si la Santa Sede tuviera un poder temporal tan grande como hace tres siglos, la incredulidad sería igualmente real, pero secreta en vez de publica, y sería mucho peor... ¿Cómo se comprende que las escuelas de teología de la Edad Media hayan sido tan florecientes? Porque se les dejaba el campo libre, porque no se forzaba a los controversistas a sentir el freno en su boca a cada palabra que pronunciaban... Roma intervenía al final, no al principio de la discusión. La verdad es obra de numerosos espíritus que trabajan juntos libremente. Según lo que alcanzó a recordar, ésta ha sido siempre la regla de la actuación de la Iglesia hasta nuestra época, en que habiendo sido aniquiladas las escuelas teológicas de Europa por la Revolución Francesa, se estableció una especie de centralización en el cuartel general de la Iglesia; y el pensador individual, en Francia, en Inglaterra o en Alemania, se ve impelido a tropezar con las autoridades supremas del gobierno eclesiástico.
Es necesario, a mi juicio, que nos vaya todavía un poco mal antes de que empiece a irnos mejor, pues no nos damos cuenta de la gravedad de nuestro caso.
{17 (57)} Este texto es de una carta de 1868, posterior al fracaso de Dublín; pero ilustra lo que allí pasó.
Parecidamente, en el mismo año, escribía a otra persona amiga:
En las escuelas de la Iglesia primitiva o medieval, existía un verdadero "juicio privado"; ahora no hay ni escuelas ni juicio privado (en el sentido religioso de la palabra), ni libertad (entendida como libertad de opinión).
Es decir, que no se hace ya obra intelectual. La institución sigue las tradiciones del pensamiento de los tiempos.
Se trata de un sistema que en el tiempo prescrito por Dios se corregirá por sí mismo: y no es necesario que nos atormentemos por un estado de cosas que, por penoso que sea para nosotros, es infinitamente menos doloroso que el estado de la Iglesia antes de Hildebrando (Gregorio VII) en el siglo XI, y después en el siglo XV.
Si a estas ideas añadimos que Newman no comprendía por qué no podían haber profesores seglares en la universidad católica, nos explicamos la alarma de los conservadores. Él quería ver mezclados sacerdotes y laicos, en un encuentro constructivo. Poco después de dimitir del rectorado dublinés (1858), tuvo ocasión de hacer pública y razonada su tesis sobre el laicado, y fue con ocasión de ser designado director de la revista "The Rambler". Revista minoritaria (800 ejemplares), pero de gran influjo sobre los más despiertos entre los universitarios ingleses. Era más científica y cultural, reconoce Guitton, que política, y en sus páginas encontraban acogida las ideas más avanzadas, no siempre gratas a la contemporánea jerarquía inglesa.
Se pensó en nombrar a Newman director para atemperar a sus redactores. El relevo de la Universidad de Dublín podía darle el tiempo para dedicarse a ese grupo inquieto, incisivo, aunque noblemente preocupado por la vertencia cultura-religión.
Newman fracaso. Él no podía traicionar su convicción sobre lo que el laicado había sido y era en la Iglesia. Quedaba atrás su estudio sobre el arrianismo, que le llevó a la conversión; pero de aquél conservaba una deducción incontestable: hubo un momento, en la Iglesia, mucho más grave que el tan recordado de la escisión protestante, en el que la mayoría de los obispos eran herejes, pero que ello no impidió que se salvase la integridad de la fe, merced a tres claros apoyos convergentes: el Papa, san Atanasio el laicado católico. El artículo del "Rambler" que determinó aquella {18 (58)} desaprobación dolorísima, que provocaría un largo silencio, sólo roto cuatro años más tarde con la "Apología", tenía por tema «Sobre la necesidad de consultar a los laicos en materias de doctrina».
Hay que hacer notar que, aunque, históricamente hablando el s. IV sea el siglo de los doctores (Atanasio, Hilario, Gregorio, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo, Agustín)... no obstante, en esta misma época, la tradición divina confiada a la Iglesia infalible fue proclamada y mantenida mucho más por los fieles que por el episcopado...; el cuerpo de los obispos fue infiel a su misión, mientras que el cuerpo de los laicos fue fiel a su bautismo.
Él cita a aquellos obispos y aquella época que tan bien estudiada tenía. Él no niega la labor de la "Ecclesia docens", pero destaca el papel no relegable de la "Ecclesia docta", enseñada, o de los fieles bautizados. Busca un apoyo en la Él cita a aquellos obispos y aquella época que tan bien estudiada tenía. Él no niega la labor de la "Ecclesia docens", pero destaca el papel no relegable de la "Ecclesia docta", enseñada, o de los fieles bautizados. Busca un apoyo en la Teología del P. Perrone, quien afirma «que la voz de la tradición puede, en algunos casos, hacerse oír, no por los concilios, ni por los Padres, ni por los obispos, sino por el "communis fideliun sensus", e ilustra esto recurriendo a la historia».
Si incluso en la preparación de la verdad dogmática son consultados los fieles, como se ha hecho recientemente con la Inmaculada Concepción, es natural al menos esperar un acto parecido de bondad y de simpatía cuando se trata de cuestiones prácticas.
Este texto fue denunciado a Roma. No querían bien a Newman los que lo hicieron, y dio lugar a recelos dolorosos e inútiles, pues hubo interés en los estratos intermedios, en dificultar sus explicaciones sobre el sentido que daba a sus palabras. Hoy no ocurriría, o sería menor el drama. En cualquier caso, se trataba de un pensamiento, el de Newman, que venía de más lejos, era más profundo e iba también más allá de las mentalidades que le rodeaban. No había podido evitar un temor presentido, del que había advertido al director de la revista, Capes, a quien prevenía de la clericalización de aquel asunto del "Rambler". El mérito y la generosidad de Newman estuvo en que, a pesar de ese presentimiento, no desamparó a aquellos hombres deseosos de preparar los mejores caminos para el acceso a la Iglesia en Inglaterra. No pudo "preparar" Inglaterra pero, de algún modo, preparó ―cierto, no sólo él— el Vaticano II y algunos de los destellos de su espíritu renovador, que ya no es posible extinguir.