Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 194. ABRIL. Año 1982
0. SUMARIO
BUSCAR y encontrar a Cristo. Seguirle de cerca. Vivir su vida. Recordar sus palabras y sus actitudes, no desde lejos, sino para asumirlas desde la conciencia... Todo esto que es tan verdad y que nos hace tanta falta; todo esto que exige cambiar desde dentro de nosotros mismos, para "resucitarnos" a la gracia de Dios una vez por todas.
LA PIRA "PERDIDO" POR DIOS
NO "PASA" NADA
«ESTARÉ SIEMPRE CON VOSOTROS»
LA CONTRADICCIÓN DE LA CRUZ
LA PERVERSIÓN DE UN PROCESO
DE LA SANTA PASIÓN DE JESUCRISTO
«VETE Y HAZ LO QUE TENGAS QUE HACER»
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1. LA PIRA "PERDIDO" POR DIOS
TRABAJAR por la acción católica, trabajar por la Iglesia en una obra de apostolado y en la caridad espiritual y material se ha convertido en la exigencia fundamental de mi vida. Tomar ocasión de todas las circunstancias para proclamar ante el mundo, que lo ha olvidado, la dulce verdad de Jesucristo, de un Dios hecho hombre y muerto por nosotros...
Mi estado actual se dice con una sola palabra: soy un apóstol libre del Señor, feliz de poder amarle y poder proclamar su inefable belleza y su misericordia.
Bajo este aspecto es tal vez cierto el adjetivo que me pones de "perdido". Es verdad, en mí late un corazón que se extiende hacia todos los hermanos: hay como un deseo de alcanzar una sobrenatural paternidad capaz de engendrar hijos para el Señor, por medio de la palabra y de las obras buenas.
Que el Señor haya puesto en mi alma el deseo de las gracias sacerdotales no lo puedo dudar: sólo que Él quiere, de mi parte, que yo permanezca en mi condición de laico para poder trabajar más fecundamente en el mundo laico alejado de ÉI.
La finalidad de mi vida está claramente señalada: ser en el mundo el misionero del Señor: y esta obra de apostolado se desenvuelve en las condiciones y en el ambiente en que el mismo Señor me ha colocado.
Giorgio La Pira, en respuesta un familiar que pretendía frenar su celo.
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2. No "pasa" nada
VAMOS demasiado por "pasador do pasado. Y no pasa nada desde que todo está inscrito en la eternidad, en esa inefable, indescriptible, inabarcable «presentidad» que lo contiene todo, sin marchitar nada, sin relegar nada, sin olvidar nada. Manejamos categorías temporales ―fugacidades inaprehensibles― para entendernos en ese balbuceo pretencioso e infantil con que intentamos referirnos a lo que nos trasciende, a nuestra misma existencia espiritualmente imparable e inmortal, y a Dios de quien pende y depende, en quien creemos y en quien esperamos, a quien tenemos y quien buscamos, todavía.
No pasa, no se relega ni abandona nada. Ese Cristo que vivió, sigue viviendo, «no está entre los muertos»; esa palabra que dijo era «de vida eterna» y sigue resonando e inquietando las conciencias o despertando y enardeciendo corazones; ese milagro, ese gesto, sigue iluminando el paisaje de los hombres, esparcidos por los caminos del mundo, mientras esperan signos extraordinarios, divinos, para levantarlos como banderas pacíficas, nostálgicos, desde la tristeza de sus miserias y sus dudas, de ideales que necesitan y que han de ser, para que les lleven más lejos de los límites del horizonte que todos ven, de los miedos que todos sienten, porque el bien, la justicia, la verdad y el amor han de ser posibles.
Cristo murió, pero su muerte no pasó del todo. Su muerte y su triunfo fueron, y son todavía, la síntesis de los fracasos de todos los justos, y la esperanza y recompensa que hace pura y heroica la generosidad de los mártires de todas las justicias, de todas las verdades y libertades que seguirán proclamando la redención, testificada con la entrega de la vida por lo que vale más que la vida.
No pasa nada. Sigue el martirio, tras las acusaciones de falsos testigos, tras las sentencias de tribunales corrompidos, tras las traiciones de falsos hermanos, tras los cobardes silencios de envidiosos oportunistas, tras la venta de los inocentes... No acabó con Cristo, ni el Evangelio, ni la Misericordia de Dios, ni el dolor de su Hijo y de los hijos de la fe, ni las muertes {3 (63)} fuera de la ciudad, ni la vida que se espera tras el alba. No acabó, no pasó con Cristo. Sigue todavía, porque Cristo se multiplica y vive, se desarrolla y expande, allí y más allá de donde sólo parece encontrarse. Cristo se deja ver todavía; pero no todo lo que parece es, ni todo lo que es parece. El misterio de su presencia lleva el aliento del Espíritu de Dios —«...que os irá enseñando»―, como levadura que está fermentando el mundo. Por eso no ha pasado: por eso sigue presente.
Cuaresma y cruces. Pero no por las cruces, sino por el parecido a Cristo, de Cristo, que cambiará la cruz por gloria, la muerte por vida, la confusión por esperanza, la mentira por verdad, la apariencia vanidosa por realidad inconsútil, por novedad de vida, por aurora primaveral, por otro ―el mismo, no acabado― florecimiento de gracia, de regalo de Dios.
Razón tenía santa Teresa cuando escribía: «quien de verdad comienza A servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida» (Cam. c. XII). La vida, como semilla, para que, sembrándola al pie de su cruz, germine en flor y en espiga, en gozo y cosecha de gracia, en resurrección.
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3. «Estaré siempre con vosotros»
CUENTAN del obispo mártir san Fructuoso que, a punto de ser subido a la hoguera, consolaba a los fieles que podían oírle con estas palabras: «No os angustiéis, que no os faltará pastor».
Murió con sus diáconos, el 21 de enero del año 259. Aquellos tiempos en los que los papas, los obispos sabían, al ocupar sus sedes, que lo más probable era que terminaran teniendo que dar la vida por la fe y por amor a sus rebaños. Después de Constantino tampoco faltaron obispos, papas, pastores santos, e incluso mártires —¿hace falta que recordemos los nombres de algunos que nosotros mismos hemos conocido (Huix, Irurita, Polanco...), o el recentísimo monseñor Romero?—; tampoco faltaron, ni faltan santos; pero la historia de la Iglesia está salpicada de las humillaciones que los poderes civiles han causa do a obispos nombrados burocráticamente, casi como empleados del Estado, y a sus fieles, tratados des de la ambigüedad político-religiosa, causa seguramente principal de la hoy lamentada descristianización de España, por las complicidades culpables con el cesarismo. Al actual Jefe de Estado le corresponde el mérito ―que era un deber…— de haber comprendido enseguida que «había que dar a Dios lo que era de Dios...» Afortunadamente ya, los obispos, sin componendas de artificiosidades legales o excesivamente diplomáticas, nos los nombra la Santa Sede; método perfectible porque todavía sería preciso hallar el modo prudente de hacer intervenir a los fieles desde la base, pero método desde luego preferible al anterior, que resultaba humillante para los mismos designados, igual que para sus fieles.
El Señor, antes de ir a la muerte, decía algo parecido a lo de san Fructuoso, y decía más: «Yo estaré siempre con vosotros; quien os recibe a mí me recibe...» La Iglesia, hija de su dolor, nacida del Calvario, no puede evitar las salpicaduras del mundo, pero siempre reverdece en la autenticidad del primer mensaje de Cristo, precisamente {5 (65)} después de cada dolor, de cada prueba, de cada humillación. La muerte se transforma en vida, en vitalidad que le rejuvenece y que se expande, dejando atrás lo que envejeció la política, las complicidades de las ambiciones, la mudez, la cobardía o el interés personal.
La Iglesia renace siempre más pura y más libre, después de haber sufrido o haber sido puesta a precio.
La Iglesia es el Cristo que se hace misterio presente en la historia de los hombres, y la fe nos ayuda a entender, a través de los contrastes que a los fanáticos escandalizan o los mundanos desprecian, cómo Dios conduce hacia su reino, a través de un viacrucis de pureza y esperanzas, a los que comenzó a llamar desde Abraham hasta el último fiel que siente la necesidad de la conversión, fiado totalmente en Dios.
La Iglesia tiene pastores, y tiene pastores buenos, y los tendrá mejores en la medida en que así los merezcamos. Y los mereceremos no ya ―o no sólo— por lo que sean ellos, sino por lo que desde la fe sepamos y entendamos y esperemos y queramos nosotros. Llegará un tiempo, en que también los fieles darán su parecer sobre quienes les han de regir; y esto llegará cuando será posible, sin falsificaciones ni demagogias, sean caciquiles o llámense "democráticas".
Antes, sin embargo, es preciso ejercitarse en la fe, en la pureza de las intenciones, en la súplica a Dios, pastor único y eterno. Porque {6 (66)} todas las cosas hay que merecerlas.
Con ocasión de una sede próxima a proveer, hemos encontrado una formulación de esperanzas, escritas por un hombre de oración, sabio y prudente, el benedictino Miquel Estradé. Las reproducimos a sabiendas de que, por fortuna, no hacen al caso para esta diócesis nuestra; pero sirven para ir sembrando criterios, desde una visión cristiana hacia el pastor, cuando es esperado. Pasamos directamente a los votos o deseos, y respetamos su mismo título:
4. COMO QUISIÉRAMOS QUE FUERA
Yo quisiera
—un hombre bueno, capaz de hacerse amar de todos, obrador de paz y de unidad, de quien en ningún momento pudiera decir una facción: ¡es de los nuestros!; un hombre libre de encandilamientos que le impidan ver, de halagos que le debiliten, de peligros que lo detengan;
—un hombre que evite ilusiones mesiánicas inspiradas en la estrategia; un hombre que no se haga trampa a sí mismo; que no busque razones bonitas para justificar acciones ambiguas; {1}
—un hombre de fe que no tema confesar la duda con el inevitable temblor del alma ante las verdades que le sobrepasan;
—un hombre que sepa pedir perdón incluso de los males que haya podido cometer sin culpa, porque de esta manera el perdón no sólo le será descanso de la conciencia, sino expresión de un pesar sincero;
—un hombre que no centre su actuación en la manía de los judaizantes que san Pablo reprobaba: ¡no toques, no comas, no cojas!;
—un hombre con espíritu crítico, que se pregunte el porqué de las cosas y no se deje llevar mansamente por ninguna propaganda, de dondequiera que venga; un hombre que no se fíe de etiquetas y que no las coloque, ni para bien ni para mal;
—un hombre que crea firmemente que si la ley es un subsidio para el amor, es también, solamente, un tambor que ensordece;
—un hombre de corazón sencillo sin ironías protectoras;
—un hombre que crea que sus derechos dejan de serlo si son realmente contrarios al amor; un hombre que no mienta, ni para quedar bien, y que no crea en las ambigüedades diplomáticas;
—un hombre que sepa distinguir entre hormigueros y montañas, para no {7 (67)} romperse la cabeza, o hacer que otros se descalabren, por cuestiones sencillas;
―un hombre que sea bastante inteligente para no tomarse a sí mismo con excesiva seriedad;
―un hombre que hable de lo que sabe y que sepa confesar que no lo sabe todo y que, por lo tanto, no puede hablar de todo;
—un hombre piadoso, pero sin posturas, ni gestos, ni maneras, ni tonos, ni caras que escondan su humanidad o que disimulen la carencia de la misma;
―un hombre que inspire confianza por su debilidad vivida con esperanza, porque solamente una comunión con la debilidad puede llevar a una comunión en la confianza:
―un hombre fuerte, pero no duro, que sepa decir lo que ha de decir a todos los que lo haya de decir y de manera que el decirlo sea un acto de servicio; un hombre que tema ante el riesgo de escandalizar a los pequeños, pero que no tema, si llega el caso, escandalizar a los poderosos;
―un hombre que, si ha de enfrentarse con alguien (cosa casi inevitable), sepa atacar el mal sin dejar de amar a las personas;
—un hombre con un corazón de padre que no lo deja caer en la tentación de cortesanía;
―un hombre que sepa responder no lo que ha de contentar al que pregunta, sino lo que éste necesita;
―un hombre que comulgue con nuestras raíces, para no precipitar a nadie a tener que elegir entre Iglesia madre y madre tierra;
—un hombre a quien podamos decir:
Padre, y nada más, y nada menos;
―un hombre que no cifre su ideal en hacer de los fieles unos buenos cumplidores que la ley protege y frena, sino personas libres en el Espíritu;
—un hombre sabedor de que ni el vestido rojo ni el morado hacen al obispo, sino el espíritu de servicio que es preciso poseer profundamente;
―un hombre servidor fiel de las necesidades reales del pueblo, y puesto que ya hay tantas, que no sienta la comezón de inventarse otras nuevas; {1}
―un hombre que sepa que Dios nos ha hecho suyos sin quitarnos la grandeza, dignidad y la responsabilidad de ser nosotros mismos; que, por lo tanto, no utilice a Dios como excuse para ninguna pereza;
―un hombre que sepa que la imagen de la Iglesia, no la da él personalmente, sino con frecuencia sus colaboradores; {1}
―un hombre que crea de verdad en Dios y que sepa que si servicio no consiste tanto en predicarlo como en hacerlo acoger;
―un hombre responsable, es decir: que esté convencido de que sus fieles tienen el derecho a pedirle cuentas, si no resulta como ha de ser, y que él tiene el deber de responder, si es cuestionado.
TEXTOS BÍBLICOS PARA EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO.
No se trata de emprender un estudio académico, sino, simplemente, de acudir a algunos capítulos o pasajes de la Sagrada Escritura, desde los cuales cada uno, reposadamente, elevemos nuestra propia meditación. La Biblia es siempre sugerente, siempre nueva, siempre anunciadora de verdades y de promesas que nos vienen de Dios. Requiere, eso sí, un poco de calma ―como todo Lo bueno, como todo lo gratuito— para que nos centremos mirando ―oyendo— a Dios, que todavía nos habla, y al que necesitamos atender, porque sólo en su Palabra inspirada está la vida que nos ha de llenar y dar razón a toda la existencia. Somos cristianos, y lo somos desde el Bautismo, que es el gran sacramento pascual.
¿Qué mejor, pues, que buscar en la Biblia, las imágenes, los anuncios y los efectos de este primero y principal sacramento? ¿Y qué ocasión mejor que la que nos brinda la cercanía de la Pascua? Por esta razón ofrecemos algunos de los textos que merecen ser leídos y meditados en estos días.
El agua que hace desaparecer un mundo viejo: Génesis 6-7.
El pueblo elegido que atravesó el agua: Éxodo 14-15 y Josué 3.
El agua que limpia la lepra: 2° Reyes 5.
Las vertientes de la salvación: Isaías 12, 1; 51, 1.
El agua que sale del Templo: Ezeq 47; Zac 13, 1; Juan 20, 34.
El bautismo de Jesús: Mateo 3, 13; Marcos 1, 1-13.
Bautismo en el Espíritu Santo: Juan 3.
Nacer del agua y del Espíritu: Juan 3.
Bautismo y conversión: Hechos 2, 14; 8, 26; 10, 1.
El ciego y el paralítico: Juan 5, 1:9, 1.
Muertos y resucitados con Cristo: Romanos 6, 1; Colos 2, 11.
La experiencia de la "Iluminación": Hebreos 6, 1; 12, 18.
Revestirse del hombre nuevo: Efesios 4, 17; Gálatas 3, 26.
Perseverancia en la fe: 1* Ped 1 y 2; 3, 13; 4, 1; Apoc 2 y 3.
Vivir como hijos de Dios: 1" Juan 3.
Y los Salmos 8, 23, 24, 27, 42, 46, 62, 63, 65, 85, 146, 147.
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5. LA CONTRADICCIÓN DE LA CRUZ
ES preciso morir al equilibrio humano. ¿Esta muerte y esta vida en Cristo no se convierte en pura locura? Desde el principio de la vida de Jesús, sus parientes movían la cabeza exclamando: está fuera de sí (Mc 3,21).
El fin de su camino estará señalado por sus enemigos con el mismo veredicto: ha perdido la razón, ¿por qué le hacéis caso? (Jn 10, 19). Para poder llevar, sin ironía, el nombre de cristiano, es necesario encararse con ese sello impreso en nuestra frente por los enemigos, ya veces por los mismos parientes: ha perdido la razón. De hecho, penetrar en la biosfera de Cristo equivale a renunciar a todo concepto de equilibrio y de medida. Pablo habla de anchura y longitud, de altura y profundidad del misterio de Cristo (en Ef 3, 18); horizonte infinito e inefable; pero nosotros, en este magnífico sistema solar, afirmamos un centro: la cruz. Los judíos piden milagros y los griegos sabiduría, pero nosotros ―escribe Pablo a los Corintios— predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los gentiles (1° Cor 1, 22-23). Basta asegurar este eje del dogma, de la vida, del culto cristiano para comprender el cristianismo es negación total de todo equilibrio simplemente humano. «Está loco». Pedro rechaza este centro con maravilla e indignación apenas Cristo insinúa la cruz...
La vida cristiana real no puede ser otra cosa que la traducción, la encarnación, en la vida y en el tiempo, de este divino y misterioso desequilibrio. Vida cristiana es tránsito desde la locura afirmada a la locura vivida; tránsito desde la cruz adorada a la cruz convertida en vida. El genio de los griegos —sentido de medida― enseñaba la ética del honor, la {10 (70)} cual se fundamenta sobre unos pocos principios perfectamente razonables: comportarse como hombre, ser dueño de las propias pasiones, soportar el dolor con dignidad. Salud perfecta del cuerpo, del alma, de la ciudad.
Jesús trastorna esta obra maestra de racionalidad y de sanidad vital llevando en el corazón mismo de la vida la contradicción, la negación de cualquier exigencia elemental de orden. Cuando se dice «yugo ligero» no quiere decir que sea traducible por «yugo fácil», Yugo ligero no significa precepto comprensible y a primera vista realizable. La cruz impone, a todo el que entra en su esfera, un esfuerzo de unificación capaz de elevar a tensiones heroicas de la voluntad: amar con todo el corazón, con todo el ánimo, con toda la mente, con todas las fuerzas. La cruz alcanza a toda la naturaleza, y a veces reniega de las exigencias que parecen más evidentes; es necesario amar hasta más allá (¿o contra?) de la misma naturaleza, al extranjero, al enemigo es necesario hacer el bien incluso a quien nos odia.
Los lazos de la carne y de la sangre que nos atan al padre, a la madre, a la esposa, a los propios hijos se deben romper si en la vida penetra el signo de la contradicción: hasta odiar, incluso, la propia vida (Jn 12, 25)... La vida cristiana es el paso pleno, generoso, personal, sin retorno y sin lamentos, desde el equilibrio clásico y humano, hacia el desequilibrio originado por el contacto pleno del hombre con el amor infinito.
Card. Giulio Bevilacqua, C.Oen «L’uomo che conosce il soffrire».
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6. La perversión de un proceso
CRISTO no tenía que haber sido juzgado según la ley romana, sino según la judía. Pero las autoridades judías pervirtieron el planteamiento del proceso iniciado con la acusación de blasfemia, porque «siendo hombre, Jesús se había declarado Hijo de Dios».
Pero esta acusación no se mantuvo.
Todavía antes de que los sayones romanos le desnudaran en el Calvario, los acusadores judíos —traicionando los propios ideales nacionalistas—, le desnudaron de la apariencia profética, aterrorizados de que, en el futuro, cuando se recordara aquella muerte, pudiera tener algún parecido con las ejecuciones que consumaron los asesinos de los profetas antiguos. En pocos momentos rechazaron, contra la débil resistencia de la autoridad colonizadora y ante la veleidad de la mayoría del pueblo superficial y apasionado, todo rastro teológico.
Cualquier referencia a la divinidad delataba, si acaso, la locura del acusado. No fue lapidado, según la ley judía, como blasfemo, sino crucificado, según la ley romana, cuando aplicaba su rigor a los extranjeros rebeldes y sediciosos.
La verdadera causa de su muerte era religiosa, pero sus enemigos la transformaron maliciosamente en política.
Esa perversidad se estrenó con Cristo, tal vez para consolación universal de todos los que, después de él, también verían falsificadas las acusaciones que el odio o la envidia levantaría en medio del vendaval insidioso del mundo contra los justos, que serían ―y son― acusados, difamados y suprimidos, si aparecen como verdaderos profetas de Dios, de la verdad, de la justicia. ¡A cuántos llaman "políticos" precisamente porque no lo son! Había un anuncio hacer por parte de Dios, había una verdad entera que decir o una justicia que recordar a los prepotentes, y entonces se repitió la perversión del proceso del Gran Mártir, para decir otra mentira contra el mártir pequeño de cada día, para que no le cupiera ni la mínima parte de gloria de la pureza pacífica con que proclamó su verdad o reclamó la justicia ultrajada.
Y era el espíritu del Señor que resucitaba para dar otra vez testimonio, que no supo ni quiso fingir con elegancias diplomáticas ni silencios tácticos, ni recursos a la ambigüedad que evita los verdaderos compromisos y mantiene despejado el camino del ascenso dentro del orden/desorden que perdura o el aplauso fácil del foro inmediato que salva el prestigio de la imagen cuidada.
Esos mártires, también de hoy, se parecen a Cristo, si no se buscan a sí mismos, si dan testimonio de la Verdad del Evangelio, no desde lejos, sino allí donde hace más falta.
Esos mártires son la presencia de Cristo, que no abandona el mundo.
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7. Documento: DE LA SANTA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
FUE por el año 88 u 89 del s. XIII, y en París, cuando Ramón Llull escribió su Llibre de meravelles, mientras enseñaba su «Arte» en los Estudios Generales de la ciudad del Sena. El «Llibre de meravelles es la obra luliana más conocida y difundida, después del *Blanquerna»; pero a diferencia de casi toda su producción, no fue traducida al latín. Nosotros ofrecemos aquí un fragmento relativo a la Pasión de Cristo, traducido recientemente al castellano por Pere Gimferrer, que supera en calidad las primeras traducciones que se hicieron a partir del siglo XVIII. El Llibre de meravelles es una novela —anterior a las de estilo caballeresco o arcádico―, en la que, como advierte el sabio jesuita Miquel Batllori, «por doquier late un fuerte aliento: tras las idílicas descripciones paisajísticas, en las lecciones científicas que los sabios ermitaños explican a Félix, en los pintorescos ejemplos que las confirman y colorean gustosamente. Y todo ello a través de un viaje fantástico e irreal, en el que el joven viajero, siempre maravillado, se encuentra siempre en idéntico ambiente, como si el telón de fondo recorriera el mismo camino que él: un bello bosque, junto a una clara fuente, ante un santo ermitaño, siempre el mismo también, llámese Blanquerna o permanezca en el anonimato, con sus libros y su sabiduría. Este ermitaño múltiple y único, que contempla y adora a Dios constantemente, revela al joven impaciente, con lentitud eterna, las maravillas de Dios, del mundo y del hombre, al cual dedica más de la mitad del libro».
Nosotros hemos elegido, de las "maravillas" de Dios, el capítulo VIII, dedicado a la Pasión de Cristo, que transcribimos.
―Señor ―dijo Félix―, me tengo por muy bien pagado con la prueba que me habéis hecho de la santa encarnación de Hijo de Dios, que he entendido por ejemplos que significan aquella encarnación. Pero mucho me maravillo por qué la naturaleza divina dejó crucificar, atormentar {13 (73)} y matar a la humanidad, con la cual es una sola persona, como sea que la deidad ame a la naturaleza humana sobre todas las criaturas, y amor tenga naturaleza de evitar na y muerte a aquello que ama.
Blanquerna respondió y dijo que en la santa humanidad de Jesucristo ha puesto la naturaleza divina más bondad que en todas las demás criaturas; y la grandeza de aquella naturaleza humana es mayor en virtud de durar, de poder, entender y amar, que toda la otra virtud que Dios ha creado. Y por eso convino que así como la bondad de Dios exaltó la bondad de la humana naturaleza de Jesucristo sobre toda bondad creada, así la bondad de la humanidad de Jesucristo se entregase a sufrir gran mal de pena, para honrar la bondad divina; y este mal de pena con vino que fuese mayor que ninguna pena que pudiese ser sentida.
La exaltación y la humildad de Cristo
―Hijo amado — dijo Blanquerna―, así como Dios Hijo exaltó la humanidad de Cristo en la mayor grandeza que pudo, al hacerla ser una sola persona consigo mismo, así la humanidad de Cristo se quiso humillar en la mayor poquedad en la que pudo humillarse. Y eso hizo por honrar a la gran grandeza del Hijo de Dios, y esta mayor poquedad residió en que Cristo quiso encarnarse en pobre hembra, y quiso nacer y ser criado pobremente, y quiso tener privanza de pocos y pobres hombres, y poco quiso predicar, poco quiso ser honrado, pocos milagros hizo por los muchos que pudiera hacer, pobre quiso ser y poco quiso vivir; y, según el honor que le tocaba, menos honor tuvo que ningún hombre en este mundo, y a la muerte se quiso humillar, con la que poquedad conviene; y todas estas cosas hizo por honrar a la gran grandeza del Hijo de Dios.
Porque Dios quiso ser hombre, quiso que todos los hombres que son, o fueron, o serán, sean perdurables sin fin, para que la humanidad de Cristo sea honrada en gloria sin fin, y sea amada, conocida por todos los santos de la gloria, los cuales tengan gloria en la gloria de aquella naturaleza divina y humana de Cristo. Y por eso la naturaleza humana de Cristo quiso pasar muchos trabajos en este mundo: para que a la naturaleza eterna diese honor en este mundo.
El rey y el conde
Dijo Blanquerna: ―Un rey tenía guerra con un conde al cual había quitado su tierra, excepto un fuerte castillo {14 (74)} en el que estaba el conde. Aquel conde era hombre muy malo y muy orgulloso, y había hecho al rey, que era su señor, muchas villanías e injurias. Un día ocurrió que de oía hablar de la santa pasión de Jesucristo, la cual predicaba un santo hombre. Después del sermón, el conde se fue al palacio, y mientras él se iba a su palacio, un lebrel suyo al que mucho amaba corrió tras un can pequeño, el cual se echó al suelo para que el lebrel no le hiciera daño. Aquel lebrel mató y despedazo al can pequeño ante el conde. El conde se airó tanto contra el lebrel que le hizo matar, y dijo a sus caballeros estas palabras: Nunca vi ni oí decir que ningún animal hiciera tan gran crueldad como el lebrel que ha matado al can pequeño, que se humillaba para que no le matara.
El conde y el caballero
Aquel conde tenía un sabio caballero, antiguo de días, y que era hombre de santa vida, y este caballero dijo al conde estas palabras: «Señor conde, la más noble criatura, y la que tiene mayor poder que todo cuanto ha sido creado, es Jesús, hijo de nuestra señora santa María; y el mas menguado animal que haya en el mundo es el hombre pecador. Jesucristo, que tiene mayor grandeza de poder que ninguna otra criatura, se entregó y se humilló a muerte para salvar a los judíos y a todos nosotros.
Aquellos judíos eran pecadores, e hicieron crucificar y matar, con la más grave muerte que pudieron, a Jesucristo». Mucho pensó el conde en las palabras que le había dicho el caballero, y por virtud de la santa pasión de Jesucristo concibió en su ánimo humildad y contrición de corazón. Aquel conde subió a su caballo; se fue solo a ver al rey; a los pies de aquel rey se arrojó el conde, y pidió al rey que por merced le perdonara. El ronde dijo sus culpas ante el rey y ante su consejo, pidiendo merced.
El caballero y el escudero
Mucho se maravilló el rey de la venida del conde y de las palabras que decía. Aquel rey dijo al conde estas palabras: «Un escudero había ofendido a un caballero, que era señor del escudero. Aquel escudero tuvo gran contrición y arrepentimiento de la culpa que había cometido contra su señor. El caballero hacía buscar al escudero que había huido por temor de muerte. Un día ocurrió que el caballero regresaba de cazar, y pasó ante una posada en la cual estaba escondido el escudero. Aquel escudero salió de la posada y se fue a arrodillar y humillar ante el {15 (75)} caballero, al cual pidió merced diciendo estas palabras:
«Señor, falsedad y engaño me inclinaron a culpa, que cometí contra vos. Temor de muerte me hizo huir: vuelto a mi ánimo está el buen amor que mucho tiempo os tuve.
No pido merced para vivir, sino que me acuso por digno de muerte. Merced pido para que mi alma perdonéis y al cuerpo hagáis morir con la muerte que ha merecido».
Con gran maravilla se maravilló el caballero del escudero, pues nunca había visto a nadie que tan bien pidiera merced como lo hizo el escudero. El caballero bajó de su caballo besó al escudero, que lloraba, en los ojos y en la boca, porque verdaderamente pedía merced. El caballero hizo caballero al escudero, al cual dio grandes dones, y le hizo muy principal en toda su tierra».
La humillación del rey
Cuando el rey hubo acabado estas palabras, el conde que merced le pedía contó al rey la razón por la que había ido a su corte a pedir merced, y contó el sermón que había oído de la pasión de Cristo, y la muerte del lebrel y del can pequeño, y contó las palabras que le había dicho el caballero de la pasión de Jesucristo. Después que el conde hubo contado todas estas cosas, dijo al rey ya su corte estas palabras: «En tan gran soberbia ha estado mi ánimo orgulloso, que no lo pude humillar hasta que con el poder de la santa pasión de Jesucristo lo humille al pedir merced y estarme a hinojos ante vos y vuestra corte; porque si Cristo, que es Dios y hombre, se humilló ante la muerte y ante hombres pecadores, sin tener culpa ni haber cometido agravio, harto digno soy de ofrecerme a morir, porque digno soy de muerte por mi ánimo orgulloso, falso, que muchas veces me ha hecho cometer traición y engaño contra mi leal señor y contra su leal consejo». Mucho pluguieron al rey y a todo su consejo las palabras del conde, al cual perdonó, y le devolvió toda su tierra y le hizo miembro de su consejo. Y el rey y su corte alabaron el poder de Dios, que con humildad vencía todo ánimo orgulloso.
El conde y el hortelano
Un día ocurrió que aquel conde pasaba cerca de un noble monasterio donde había muchos buenos hombres de penitencia. Un buen hombre hortelano se había dedicado a servir a aquellos santos hombres llevaba estiércol al huerto. Mientras el conde pasaba por el camino, el conde recordó la santa pasión de Cristo y la santa vida {16 (78)} que los santos hombres llevaban en aquel monasterio; y tuvo devoción de que así como Jesucristo se dio a la humildad y despreció la vanidad de este mundo, así dejaría este mundo y se daría al más vil oficio que encontrase.
Aquel conde bajó de su caballo, y dijo al hortelano que le diera su capazo, donde llevaba el estiércol y sus vestidos, y que tomara su caballo y sus vestiduras, que le dio.
Aquel hortelano respondió y dijo al conde estas palabras:
«Señor conde ¿recordáis que un sobrino vuestro estuvo perdido mucho tiempo, y vos le habíais armado caballero, y queríais prohijarle en todo cuanto tenéis?» El conde respondió y dijo que recordaba aquello que de su sobrino le contaba, y dijo que muchas veces le había hecho buscar por varios reinos, y que nunca tuvo nuevas algunas de él.
«Señor», dijo el hortelano, «yo soy aquél a quien vos tanto solíais amar». El conde conoció que el hortelano era su sobrino, pero porque hacía mucho tiempo que no le había visto, y porque estaba flaco por la gran penitencia que pasaba, no le había conocido al acercársele. Mucho plugo al conde haber encontrado a su sobrino, y maravillose de que a tan vil oficio se hubiera dado. Mientras el conde así se maravillaba, recordó que él mismo quería tener aquel oficio en el cual estaba su sobrino, y maravillábase de sí mismo, de que se maravillase en otro de aquello que en sí mismo tener quería. «Amable sobrino», dijo el conde, «quiero que de hoy en adelante seas conde y señor de toda mi tierra, y yo quiero ser hortelano todos los días de mi vida». El hortelano respondió y dijo al conde estas palabras: Señor conde, aquel día que vos me armasteis caballero, oí predicar a un santo hombre que mejor cosa era, en sabiduría humana, saber humildad y saberse a sí mismo en oficio que sea de servir a Dios, que ser rey de Francia. Y por eso, señor conde, tal saber no quiero desterrar de mi alma por vuestro condado ni por todo cuanto darme podíais; pues más quiero este capacho y estas pobres vestiduras que vuestro caballo o vuestros vestidos; porque con mi capacho y con mis pobres vestidos soy más agradable a la sabiduría de Dios de lo que sería con vuestro caballo o con vuestros vestidos).
El noble burgués
En una ciudad había un noble burgués, que tenía mujer e hijos y grandes riquezas. Aquel burgués deseaba muy vivamente ser servidor de Dios, y no quería tener en su corazón ningún otro amor sino el amor de Dios; pero, {17 (77)} por su mujer y sus hijos, y las honras y riquezas que tenía, no podía amar a Dios según amarlo deseaba. Aquel burgués acabó con su mujer, a la que dio franquicia, y les dio a ella y a sus hijos todo cuanto tenía, excepto una casa y una viña, que retuvo para la necesidad de su cuerpo. Mucho más pudo el burgués entonces contemplar a Dios que antes; pero a veces la casa y la viña que poseía le estorbaban de pensar en Dios. El burgués dio la casa y la viña que poseía, por amor de Dios, y entonces pudo pensar en Dios más que antes. Pero sus hijos y sus parientes le estorbaban a las veces; y el burgués no pudo satisfacer y amar bien a Dios según su voluntad hasta que se fue a tierra extraña. Y fue tan pobre, que ninguna cosa tuvo; y entonces tenía a Dios en toda su voluntad, y nada le estorbaba de amar a Dios.
Alabanza de Dios
Cuando Blanquerna hubo contado con semejanzas a Félix la razón por la cual la deidad quiso que la humanidad de Cristo estuviese en este mundo en pobreza, pasión, deshonor y muerte, Félix conoció la razón por estas semejanzas que Blanquerna dicho había, y alabó y bendijo a Dios, y en su corazón se propuso ser pobre todos los días de su vida, y deseó morir por dar conocimiento y amor del Hijo de Dios, que, por la santa humanidad que tomó, quiso ser tan conocido y amado.
LA CUARESMA.
La Cuaresma es un tiempo para adentrarse en la verdad de Jesucristo:
Dios y hombre,
amigo y maestro,
predicador de un evangelio de paz y de justicia.
Jesús comparte las esperanzas y las angustias del pueblo; da la vida por sus amigos y vence a la muerte con su resurrección.
Cristo está vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.
Desde que principia la Cuaresma hasta Pascua, Cristo nos invita a la conversión y al gozo de la resurrección.
{18 (78)}
8. «Vete y haz lo que tengas que hacer»
LO PEOR no es faltar; lo peor es sobrar. Cuando Cristo estaba muriendo en la cruz, faltaban algunos, pero no sobraba nadie. Era la hora de la suprema, augusta y santa verdad de su muerte, y nadie fingía nada. Todo era patente y todo quedaba explicado con los que estaban. Había los acusadores, los verdugos, el populacho, y había un puñado de fieles que no disimulaban su dolor incontenible, y estaba la Virgen y el apóstol más querido:
Cristo no quiso privarse de estos últimos consuelos. Con todo, sabemos los que faltaban, y que no habrían sobrado... Aunque uno no estaba, porque habría sido de más, Judas. El Señor lo despidió a tiempo, en el mismo cenáculo. No fue un desprecio al traidor e ingrato.
El Señor tenía derecho a ahorrarse aquel fingimiento, en aquellos momentos supremos de su vida. ¿Por qué había de estar allí, en silencio, disimulando o mintiendo? ¿Por qué, sobre todo, tenía que estar en la muerte, que es la cima más sagrada de la vida de un hombre? Cristo evitó esta falsificación al único que habría podido estar en el Calvario sin temor alguno de haber sido acusado de amigo del condenado. Aunque sí habría podido estar con una sola condición, que desaprovechó a la hora del beso en el huerto: si hubiese ido a arrepentirse.
El Señor, hasta donde le dejaron, solemnizó y respetó su propia muerte. Tal vez para que también nosotros preparemos mejor la nuestra y respetemos los males y la muerte de los demás. En un mundo de cumplidos y de untuosidades hipócritas, donde es aplaudido el que cultiva la propia imagen y salva del mejor modo posible las apariencias, se cometen, rutinariamente o por simple prudencia humana, muchos fingimientos, innumerables hipocresías, a costa, incluso, del dolor ajeno y de lo santo: pésames de conveniencia sociológica, visitas simbólicas a enfermos que han de añadir a la paciencia de los propios males el aguante de la curiosidad o el cumplido de visitas estáticas o de presencias inútiles e indeseadas, porque no se hacen por interés del enfermo ni por auxilio de ninguna tribulación, sino para quedar bien con sus familiares, o vecinos o, incluso —¡la imagen!— con los que nos suponen amigos u obligados hacia la víctima que nos ha de aguantar. Es el espíritu del mundo, calculador y cruel, disfrazado de obra de misericordia o de cumplimiento de un deber que no se siente.
Recemos por los enfermos y acordémonos del momento de la muerte ajena, teniendo presente la muerte de Cristo, y sin olvidarnos de nuestra propia hora. Respetemos al enfermo y, aún más, al moribundo, por encima de cumplidos, intereses o fingimientos. El dolor, la necesidad ajena y la muerte son sagrados.