Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 197. OCTUBRE. Año 1982
0. SUMARIO
EN la Iglesia se trata más de afirmar que de combatir, más de decir que de discutir. Se trata de construir, de hacer, de ser en la vida de la gracia. Porque no son los cálculos ni las estrategias, no son las cifras ni los éxitos que aplaude el mundo, sino el ir descubriendo que todo es un don de Dios, que todo es gratuito y que no se nos pierde mientras lo recibamos con sencillez lo correspondamos con generosidad no calculada. Lo que vale es esta acogida; el resto son apariencias, estorbos, retrasos, profanaciones y hasta corrupciones del reino de Dios.
TE DEUM
SUPERAR LA LEY
EL OTOÑO PREMATURO DE LOS JÓVENES
LA HISTORIA SIGUE
LA RESONANCIA DEL PRIMER LLANTO
PAPA MONTINI Y EL ORATORIO
CRISTIANOS SIN IGLESIA
LOS MIEDOS, LOS MEDIOS
{1 (121)}
1. TE DEUM
Te doy gracias, Señor, porque me sacaste de la tierra de Egipto, de la tierra opresora, y me condujiste por el camino más difícil hasta la orilla misma de tu Palabra y de tu Verdad, para ungirme para siempre.
Te doy gracias porque has profundizado mi humanidad; porque con el dolor me has cincelado; porque he podido amar siempre.
Te doy gracias por la música, la poesía la pintura y todas las artes; por el pensamiento y por la alegría de los descubrimientos, por el rumor de las reprensiones amables, sin todo lo cual, como viejos amigos que me acompañan siempre, no habría podido seguir viviendo hasta hoy.
Te doy gracias por tantas horas de soledad... pues todas me llenaron o me liberaron de algo. Las horas difíciles, las horas perdidas.
Te doy gracias por todos los momentos en que, una sola palabra, una mirada, una sola nota musical, me empujaron a seguir, a continuar y no desfallecer jamás en mi difícil camino hacia ti, hacia mí mismo y hacia todas las cosas.
Te doy gracias por la salud...
Te doy gracias porque me has dado la sonrisa, a pesar de tanto dolor circundante; gracias por poder comunicar el gozo a los demás...
Te doy gracias por la tierra donde he nacido, y estoy orgulloso de ella y de su historia, con gestas gloriosas y hechos estúpidos, con hombres grandes y hombres mezquinos, pero humanos al fin, muy humanos.
Te doy gracias por el gozo de poder ser dueño de un gato, de un perro, de un pájaro; por las plantas y por las flores... Gracias por la playa, por la montaña, por la luz del sol cuando se oculta al atardecer, por las noches de verano de mi tierra, por los otoños de la ciudad que amo, por la huerta, por el perfume embriagador de los naranjales, por la luz, por el azul del cielo, por todo lo que vas dejando que se nos haga nuestro...
E. M. Boils, (traducción adaptada) 2 (122)
{2 (122)}
2. Superar la ley
SI FUÉRAMOS simplemente bien educados ―gentlemen", diría Newman— no harían falta las leyes. Lo que pasa es que no hemos acabado de convertirnos de ese fondo primitivo, proclive al egoísmo, a la irresponsabilidad. A la envidia, al orgullo, a la ingratitud resentido que hace al hombre salvaje y a la vez desconfiado y miedoso, cuando se imagina fuera de toda norma, o le asalta la tentación de romper las que no le acomodan. De donde, un mínimo de preceptiva es necesario para la regulación de las relaciones unos hombres con otros, entre cristianos, si agrupan en sociedad.
También puede ocurrir que, con el achaque de esta necesidad elemental, ella sea invocada no ya para ordenarla normal convivencia, sino para crear verdaderas estructuras de poder y situaciones de privilegio.
Los que han tenido o soñado con imperios, no se han limitado a dominar sus conquistas con la fuerza bruta de las armas, sino que han puesto su celo, además, en querer legitimar los éxitos de sus violencias con la legalidad subsiguientemente impuesta. Valga, por todos, el ejemplo de Napoleón. Más lejano, y con los debidos matices, la monumental obra de Justiniano. Todos sabemos, además que Alfonso X el Sabio, dejó incompletas las Partidas apenas se le fueron abajo las perspectivas de devenir emperador...
Pero en la Iglesia las leyes no son esencialmente un instrumento poder, o continuación, por la fuerza social de su amenaza, del rigor irracional del que venció en la guerra o concluyó la conquista. Por esta razón, en un principio, la Iglesia canino tenía leyes, y solamente comenzó a admitirlas luego do pasar las primeras generaciones cristianas, tan dóciles al Espíritu... Cuando en plena Edad Media, ya cerrándose, los descubrimientos ―beneméritos, por otra parte— de las instituciones jurídicas romanas despertaban una excesiva confianza en la fuerza de las leyes, el Dante advertía: «Tenéis a mano el Viejo y el Nuevo Testamento, y el Pastor de la Iglesia que os conduce. Y eso basta para vuestra salvación». Ciertamente que luego se fueron complicando humanamente las estructuras jurídicas eclesiales:
pero todavía la aparición intermitente de los santos que Dios mandaba, {3 (123)} representaban otros tantos efluvios de regreso a la simplicidad y la espiritualidad del Evangelio.
Nuestro mismo Padre y Fundador san Felipe Neri es uno de los ejemplos más ilustres de esta vuelta al espíritu, pues con prudencia desconfiaba de las estructuras, a pesar de su radical exigencia para la virtud.
En la actualidad, y cuando ya han pasado un par de años durante los cuales se han venido anunciando, una tras otra, las fechas para la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico, comprobamos no solamente el repetido relegamiento de tal promulgación, sino que estos sucesivos aplazamientos tienen lugar durante el pontificado de Papa, Juan Pablo II, que por algunos ha sido calificado más bien de conservador. Pero lo cierto es que, por las razones que sean, este Papa no muestra prisa y colabora a esa secundariedad de lo humano-estructural de la Iglesia, para ceder a lo que es primero y anterior, divino y superior en ella, es decir, el Espíritu.
Nunca tanto como en nuestra época se quiere una Iglesia más espiritual. Espiritual porque se sostiene por el Espíritu de Dios, más que por las leyes de los hombres, aun bien intencionados.
Espiritual y, al mismo tiempo, en la historia humana, donde se hace Sacramento, es decir, signo de la presencia divina que sale al encuentro y acompaña a la humanidad, para poder ser, en el misterio de esta presencia, una realidad salvífica.
Será humanamente necesaria, todavía, alguna ley o norma, pero cada vez menos como soporte estructural de poder, sino más bien como proclamación de la agilidad del Espíritu, que hace libres a los hombres para que puedan sentirse hijos de Dios y amarle con una generosidad que supere, en la entrega, los mínimos tolerados por las leyes.
{4 (124)}
3. El otoño prematuro de los jóvenes
ENTRE lo que se pierde o se renuncia por una parte, y lo que se presiente con temor o con deseo por otra, hay como un amago de otoño anticipado, en cada crisis de crecimiento, cuando ocurre que el ser humano debe de afrontar el cambio que la ley del desarrollo le impone y la propia conciencia, en soledad, se debate entre el desgarro y la esperanza.
Porque se trata de ir hacia adelante, quemando antes las naves de cualquier regreso, mientras se percibe la sensación de lo inexplorado, del total empobrecimiento, de la casi desnudez de lo que hasta aquí se ha sido, para emprender, sin bagaje alguno, un camino completamente nuevo.
Prescindiendo de la crisis de la adolescencia, en la que la expectativa de lo que ofrece la inauguración de la juventud, supera, a ojos vistas, lo que se pierde con la renuncia de la niñez, la primera y gran crisis interior se puede producir cuando, desde la propia juventud, y en medio de su vigor indiscutible, el ser humano experimenta el vértigo de la soledad no superada O resuelta, mientras se insinúa la sensación del ideal frustrado o se duda de la verdad de su descubrimiento.
Merodeando la treintena, el hombre o la mujer de conciencia despierta y no resignada a cualquier instalación, suele interrogarse sobre el sentido de la propia vida y busca la definición de los compromisos que la elevan o la consagran o, al menos, la justifican frente a los cotidianos cansancios asumidos. Cuando se echa de menos la respuesta satisfactoria, se pasa, psicológicamente, por ese amago otoñal prematuro de desilusión, y hasta de desolación, y se siente la tentación de la huida, como árbol del que han caído todas las hojas y quiere hundirse en la tierra hecho amargor de raíces, luego de sucumbir al primer frío.
{5 (125)} Es la hora de la primera tristeza adulta. Pero la huida no resolvería nada, aunque fuese para protestar contra los egoísmos circundantes evidentes. Estos egoísmos no son un obstáculo, sino un reto, apenas el espíritu recobra su serenidad. El que permanece a la espera de una situación óptima en sí mismo o en los demás, para secundar o emprender una obra buena, nunca hace nada bueno, y se pierde en continuas e íntimas vacilaciones que le paralizan y le inhiben frente a los inevitables riesgos para una total abnegación. Y si no reacciona en el sentido de dar y de darse a sí mismo en respuesta generosa para compensar lo que echa de menos en los demás y en el mundo que le toca vivir, él mismo sucumbirá al egoísmo que comenzó despreciando, encerrándose en una pervivencia aburguesada, e indolente apenas disimulada por el decoro de la estupidez bienestante.
Es el caso de muchos de los jóvenes de esta generación, cuando han superado cómodamente el nivel social y cultural de sus padres, y se asoman al mundo todavía limpios y capaces de ideales, pero desentrenados para exigirse una radical generosidad. Se les ha preparado para saber, para tener cosas, pero no lo bastante para crear y para comunicarlas. Son herederos, no creadores.
Son más exigentes que agradecidos, más orgullosos que generosos. Si se han impuesto alguna austeridad, ha sido siempre posteriormente recompensada, y por eso les parece inútil el bien gratuito, a pesar de que todo, o casi todo lo han recibido gratuitamente. Entonces es muy difícil que brote el amor, y menos en un mundo en el que, con este nombre, se falsifican tantos intereses y conveniencias. A pesar de todo, el amor sigue siendo la vocación profunda y final del ser humano.
Los que en ese trance se sienten prematuramente viejos o simplemente cansados, no es que hayan entrado ya en el otoño de la vida, sino tan sólo en el de su juventud.
Si supieran comprender y asumir la lección de lo que creen sus primeros fracasos o de lo que suponen sus frustraciones, transformarían en verdadera esperanza ese dolor otoñal, ciertamente prematuro, y podrían hacer "grandes cosas", liberados de la inconstancia que caracterizaba su adolescencia, y fortalecidos, ya, con la fuerza de la perseverancia, de la lucidez, de la tenacidad, que no es lo último ni lo decadente de la juventud, sino el principio de la madurez, realista y hermosa a la vez, no instalada, sino creadora. Porque, verdaderamente, se tiene, se es rico y simplemente se es, no por lo que se recibe, sino más bien por lo que se dé cuando la responsabilidad aflora, que nunca es demasiado pronto.
{6 (126)}
4. LA HISTORIA SIGUE: Abraham, Ismael, Beguin...
SERÍA mancillar la figura de Abraham, «padre de todos los creyentes» (como le llama san Pablo), compararle sin más con el siniestro jefe del gobierno del estado de Israel, Menájem Beguin; si bien resulta inevitable la referencia bíblica, a partir de la historia de Agar.
El primer hijo de Abraham había sido Ismael, nacido de la esclava Agar, la que nada podía exigir a cambio, ni siquiera en razón de su maternidad; mientras que Sara, la esposa legítima, segura en su posición, un día se reiría de Dios y ahora imponía la expulsión de la sierva venida de lejos y su hijo.
Abraham, entristecido, ejecuta el despido y deja a ambos en el desamparo del desierto.
Esa madre y ese hijo son la imagen bíblica de cada mujer y de cada niño palestinos a quienes se desposee del derecho de ser un pueblo, echados de su tierra bajo la lluvia de fuego de las bombas y los cañones que dispara el ejército judío.
Una vez más la razón de la fuerza niega el derecho a la existencia de un pueblo que había nacido antes que su verdugo y que estorba a la ambición del más poderoso. De nuevo, esta brutalidad, se convierte en paradigma de tantos otros atropellos históricos padecidos por las víctimas de la ferocidad de los físicamente poderosos, que luego registrarán como gestas gloriosas de su pasado lo que, con fatal reiteración, no eran otra cosa que expolios o destrucción de hombres y culturas, cuya rivalidad temían, cuyas virtudes envidiaban o cuya riqueza codiciaban. También el miedo, además de la codicia, desata la injusticia de la violencia, y la institucionaliza, allí donde la seguridad y la grandeza del hombre se apoya, de hecho, en las solas garantías materiales, en el {7 (127)} prestigio y en el orgullo nacional de raza.
Hoy la humanidad está como atónita, sin decir palabra, como antaño Abraham en la puerta de la tienda, despidiendo a Agar y a Ismael. No atiende siquiera a tomar válidas medidas pacíficas de no apoyo a los genocidas, simplemente porque las víctimas no tienen pozos de petróleo y, por lo tanto, no podrían cobrarse los servicios, ni rusos ni americanos. Esa humanidad que llamamos civilizada y que, en Occidente, no se atreve a negar a Dios, pero que deja que se rían de él.
Sara, la esposa legítima, se reía de Dios. El estado de Israel hoy también se ríe de Dios; precisamente él, que tantas veces lloró, desde los exilios babilónicos hasta las recientes exterminaciones nazis.
Como si pretendiera convertir en terrible abuso la compasión que, con buena o mala conciencia, le ofrecía el mundo entero ayer mismo.
Una vez más es cierto que la fuerza la usa quien la tiene, con independencia de la razón que le asista. El que tiene armas tiene eficacia, y la eficacia es lo único que interesa, a corto plazo, al hombre superficial y materializado, Para él, la razón última de la humanidad está muy lejos, o no existe.
A pesar de todo, el hombre es un ser dialéctico, imposible que se desarrolle en un solo sentido, como se verifica en la misma historia de la humanidad, en la que las pretendidas grandezas y seguridades de los "fuertes" son efímeras y hasta suicidas.
Un día, ese Ismael lanzado al desierto con escasa provisión de agua, precisamente cuando estará a punto de morir de sed, apenas refugiado entre pobres matorrales, descubrirá un pozo y a partir de ahí recobrará su vigor, se multiplicará {8 (128)} en tribus numerosas, amantes de la libertad que el mismo desarraigo favoreció. Libre, porque se acostumbró a necesitar menos para vivir, porque no pudo encandilarse ante bellezas artificiales sino sólo admirar el rocío de la mañana sobre los tamarindos, porque se sintió bañado y besado por la luz del sol y porque tuvo la única bendición y amparo de Dios, y de nadie más.
Y será más fuerte y más sabio que sus verdugos. Es más libre el que sólo ha de agradecer a Dios, sin necesidad de ser ingrato con los hombres.
Sólo quisiéramos que, como el Israel bíblico, ese en el que hoy se repite su historia, no albergara semillas de rencor para la posterior venganza cuando, recuperada su grandeza de ser, más que de poder, mire como hermanos, ojalá convertidos, a los que ahora le niegan el derecho elemental a ser un pueblo.
Agar, la esclava, fue, a fin de cuentas, más libre que Sara, la señora.
En el desierto tuvo tiempo, espacio y amor para hacer fuerte y valiente el corazón de su hijo, y le enseñó a recordar y a amar a su padre y a los hijos de su padre (cuyos descendientes traficarían primogenituras por platos de lentejas...). Cuando Abraham muere, Ismael está al pie del sepulcro llorando por su padre. Y es que la historia de la Biblia, con sus misterios, todavía no ha terminado.
Qué cosa maravillosa es el tiempo.
La vida es cada día más prodigiosa, El pasado es siempre presente, y la vida es, a la vez, nada y todo en todo.
J. H. NEWMAN
La sed.
Dejemos la sed de agua para los abstemios, la ser de la tierra para los campesinos y la polémica de los trasvases para los políticos, y pensemos solamente en la sed de los que tienen el hábito de calmarla bebiendo y apurando vasos, jarras, botellas y porrones de vino y otros alcohólicos.
Según nos contaba un periódico local, en esta ciudad de Albacete formada por poco más de cien mil habitantes, y durante la Feria de Septiembre, gastamos en bebidas alcohólicas, más de doscientos millones de pesetas.
Solamente de ron, se consumen unas veinticinco mil botellas. A ello nos ayudan no pocos de los forasteros visitantes; pero también hay que descontar a La mayoría de los ciudadanos ya los niños. En los demás meses del año, se bebe menos, con equivalencia a una tercera parte de lo que se hace en el mes de septiembre.
Es decir, que en un año entero se gasta en vino Y bebidas alcohólicas, no mucho más de mil millones de pesetas. A pesar de la crisis, claro.
{9 (129)}
5. LA RESONANCIA DEL PRIMER LLANTO
1. Después de años y milenios Te ofrecemos el exceso de nuestros deseos, Te ofrecemos el exceso de nuestras derrotas, mientras un llanto primigenio cubre el fondo de la historia.
Es Tu signo, el signo de nuestras escisiones que deviene signo de nuestra riqueza.
En este signo defiendes nuestra libertad:
la libertad que nos enriquece.
Has colmado Tu signo con nuestra libertad.
Ésta ¿puede hacerse, acaso, enemiga nuestra?
Desde hace muchas generaciones caminamos, camina cada uno, al encuentro de una libertad que no niegue el amor, sino que de amor sea colmada.
Desde hace muchas generaciones caminamos, camina cada uno, en busca de una libertad.
La libertad parece un vacío inmenso...
2. Un vacío inmenso del hombre y de la historia, y en este vacío convergieron riqueza y pobreza, victoria y derrota, verticales y horizontales...
{10 (130)} límites de la libertad, de la libertad siempre afirmada, superando la fuerza de los hombres que no advertían el abuso de su resistencia, o que si lo advertían, huían de ella agobiados por el sentido de la culpa, y la libertad permanecía abandonada como un vacío para llenar.
Pero con nuestra libertad Tú has colmado Tu signo.
3. Déjame contemplar con mis ojos y a través de mi ser:
mi pueblo, una afinidad inefable, un salto que se hace profundo en los siglos, que permite extraer del fondo de los tiempos no una idea sino la persona, y medir su vida con la mía, y descubrir la analogía.
Admirado descubro que alguien más se ha convertido en mi medida.
Karol Wojtila, en venda arrítmica 11 (131)
{11 (131)}
6. PAPA MONTINI Y EL ORATORIO
HACE veinte años, también en el mes de octubre, el papa Pablo VI DO podía reprimir el recuerdo y la gratitud de sus años jóvenes, frente a un grupo de ciudadanos de Brescia, su ciudad o, más exactamente, el ambiente donde cristalizó su personalidad cristiana, siendo todavía estudiante. Decía en aquel otoño, entre los aplausos que le interrumpían:
le recibido tanto, tanto de los padres de «La Pace», que me siento infinitamente obligado al agradecimiento, por el bien que me hicieron y que siguen haciendo todavía a miles de jóvenes y a tantas otras personas de aquel lugar, trascendiendo sus mismos confines. ¡Que el Señor los bendiga!
Pablo VI se refería al Oratorio de Brescia, conocido popularmente con el nombre de La Pace. Alguna vez tendremos que ilustrar el paralelo entre Newman y la primera vocación al apostolado del Giovanni-Battista Montini, surgida a la sombra del Oratorio de Brescia. De momento, como complemento de la efemérides de las palabras citadas, podemos añadir otras más recientes de un hermano de Pablo VI, Ludovico Montini, que evocando el mismo recuerdo escribía:
..
«Nuestra vida entonces, de Battista (el Papa), de nuestros amigos, de mi hermano Francesco, y mía, tenía un centro fijo y amado: el Oratorio de los Padres Filipenses, «La Pace». Allí encontramos un grupo de sacerdotes que fueron nuestros verdaderos educadores. Me acuerdo de Cotinelli, Carli, de Giulio Bevilacqua (el futuro cardenal). Me acuerdo distintamente de una ocasión en que, siendo yo todavía un muchacho, mi abuela decía a mi padre: hoy en La Pace he oído predicar a un Padre joven que no hay que perder de vista, porque vale mucho. Era Bevilacqua. Lo que para nosotros, jóvenes, era La Pace es difícil explicarlo con facilidad o imaginarlo. Baste decir que en los años trágicos de la guerra, cuando gozábamos de algún permiso para estar fugazmente en casa, apenas saludábamos a la familia, nos íbamos corriendo a La Pace. Era nuestra segunda casa. Queríamos noticias de los amigos, y solamente allí teníamos la seguridad de obtenerlas en un clima adecuado. Recuerdo que había un cuadro en el que, a cada visita aumentaba tristemente la lista de los que habían muerto en la guerra, y allí poníamos, junto al nombre, la fotografía de cada uno de los amigos que habían perdido la vida. En La Pace nos enseñaron un cristianismo viril, sin evasiones sentimentales, sin hipocresías o cálculos, un cristianismo que nos sentíamos valientes de profesar sin triunfalismos y sin complejos de inferioridad».
{12 (132)}
7. CRISTIANOS SIN IGLESIA
DEJAMOS de lado a los críticos de todo y hacedores de nada; a los que atacan a la Iglesia, como si gozaran encontrándole fallos humanos, puesto que no les mueve el celo por una reforma en santidad, sino el interés por descubrir razones en que excusarse mientras se encierran en su egoísmo de siempre, indolentes, injustos y desagradecidos. En el artículo que reproducimos, publicado hace poco en el diario «AVUI». Joan Baqué, profesor de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Barcelona, analiza el fenómeno del abandono de la Iglesia por parte de muchos que, sin embargo, no quisieran renegar de la fe cristiana. Nos parece acertado lo que dice y por eso lo reproducimos aquí.
Para designar a esta clase de creyentes que causan perplejidad, extrañeza o paradoja cuando se intenta catalogarlos, en Francia se les llama «créliens qui s'ignoren».
Hace poco, un político español de izquierdas que decía tener «muchos mosqueos con la Iglesia», se consideraba, por otra parte, un hombre profundamente religioso...
Partir de conceptos
Para mejor entendernos deberíamos comenzar partiendo del concepto de "cristiano" y de "Iglesia". El primero que definió ambos términos fue san Pablo, y lo hizo tan categóricamente que ya no es posible la rectificación. Para san Pablo ―el primer gran teólogo― la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y un cristiano un miembro de este Cuerpo. Desde la perspectiva paulina, pues, existe la Iglesia si existen cristianos; porque son éstos quienes la forman. La Iglesia no es una entidad pública preexistente al cristiano.
{13 (133)} Por lo tanto puede verse que, según la teología de san Pablo, no puede haber cristianos sin Iglesia, porque tal afirmación encerraría una contradicción: es decir, que un cristiano lo seria al mismo tiempo que no lo sería. Lo que ocurre es que, con el transcurso de los tiempos y con la malicia de las cosas y sobre todo de los hombres―, de la Iglesia se ha querido hacer un ente público como la Televisión Española, o la Real Academia de la Lengua, o un club deportivo...— preexistente a todos y a cada uno de los miembros que la componen, con el derecho de admitir o excluir socios según los gustos de quienes en ella detentan la autoridad y el gobierno. Pero, en la Iglesia, al principio no fue así. Según san Juan y san Pablo, solamente queda excluido de la Iglesia el no cristiano, es decir, el que no confiesa a Cristo, el que no lo ama.
La perspectiva paulina Es lamentable que esta perspectiva paulina o neotestamentaria sobre la Iglesia, a pesar de ser tan esclarecedora, haya caído en olvido y que, por el contrario, el autoritarismo jerárquico cause a muchos creyentes un tan mal gusto de boca que les haga sentirse alejados de la Iglesia, cuando los que precisamente están alejados son los que se creen con poder para hacer y deshacer: «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos. Ni entráis vosotros ni permitís la entrada a quienes quisieran entrar». San Clemente romano nos dice taxativamente: «Si cumplimos la voluntad del Padre, nuestro Dios, pertenecemos a la Iglesia primera, la espiritual, la que fue fundada antes que el sol y la luna; pero si no cumplimos la voluntad del Señor, seremos de los que la Escritura dice: "Mi casa se ha convertido en cueva de ladrones". Escojamos, pues, el pertenecer a la Iglesia de la vida, para que podamos ser salvados» (Segunda carta, XIV). Yo, personalmente, no tengo la menor duda de que santa Juana de Arco, por {14 (134)} ejemplo, aunque muriera en la hoguera, condenada por la sacrosanta Inquisición, pertenecía a esta Iglesia.
"Sal de la tierra"
Pero el caso de «los cristianos sin Iglesia» nos puede conducir a otra clase de reflexión. La Iglesia, si quiere cumplir con su misión, no sólo debe ser «luz del mundo» sino «sal de la tierra», y la sal no logra su finalidad si no es a costa de la pérdida de la propia identidad en beneficio de los alimentos y materias que ha de conservar, salándolas. Es decir, dándoles el propio ser.
Salida de su sencillez primigenia ―tan alejada de la complejidad de las estructuras―, la Iglesia ha ido complicando su organización a través de los siglos e identificándose, cada vez más, sobre todo en la Edad Media, con la maliciosa sociedad civil. Cierto que se han producido siempre protestas por parte de los cristianos contrarios a este desnaturalizado estado de cosas, pero la de los cristianos sin Iglesia de nuestros días lleva quizá el peso de una reflexión muy parecida a la de los objetores de conciencia frente al servicio militar. Puede ser que una Iglesia autoritaria sea hoy menos tolerada, dado el progreso mental de muchos cristianos. Por creerla menos asimilada al Cuerpo de Cristo, podemos decir. Del mismo modo que los procesos pacifistas de muchos les han llevado a ter con más horror el hecho de la guerra.
La obra del Espíritu
En consecuencia, lo que estos cristianos anhelan es poder sentirse liberados de unas estructuras eclesiales llamadas a desaparecer a medida que el Espíritu va ganando corazones. Porque la Iglesia, antes que ser estructura, es obra del Espíritu Santo, y «allí donde esté el Espíritu del Señor, allí habita la libertad».
Se da, sobre todo entre los jóvenes, el sentimiento Y manifestación de una simpatía por Jesucristo, pero a ello se añade la visión de la Iglesia como un juego de intereses nada convincente. Ante lo cual son inútiles las dialécticas, las conminaciones o las condenaciones, que no les arrancan de su convicción. Más bien, lo que con ello se conseguiría seria la total extinción de la mecha todavía humeante, resto de una mínima credibilidad en una humana necesidad de las estructuras, pero en modo alguno entusiasmarlos en la plena adhesión a la Iglesia institución.
El dilema
Frente a la realidad de este hecho y teniendo en cuenta la buena voluntad que existe en muchos, no creo {15 (135)} que deba ser motivo de desesperación, sino de confianza la comprobación de la posición crítica de tales cristianos.
Una confianza muy impregnada de paciencia, puesto que, a fin de cuentas, y tal como marchan las cosas, es preferible que existan cristianos sin Iglesia que no acabar quedándonos con una Iglesia sin cristianos.
La Iglesia lucha y sufre en la medida en que representa debidamente su popel, y si cesa de sufrir es porque dormita. Su doctrina y que preceptos no son agradables nunca a gusto del mundo, y si el mundo no la persigue os señal de que no predica.
John H. Newman, C. O.
NO HAY DICHA PARA MI FUERA DE TI!
SALMO 15.
Y yo le dije:
no hay dicha para mí fuera de ti!
Yo no rindo culto a las estrellas de cine
ni a los líderes políticos
y no adoro dictadores
No estamos suscritos a sus periódicos
ni inscritos en sus partidos
ni hablamos con slogans
ni seguimos sus consignas
No escuchamos sus programas
ni creemos sus anuncios
No nos vestimos con sus modas
ni compramos sus productos
No somos socios de sus clubs
ni comemos en sus restaurantes
Yo no envidio el menú de sus banquetes
ni libaré yo sus sangrientas libaciones!
El Señor es mi parcela de tierra en la Tierra Prometida
Me tocó en suerte bella tierra
en la repartición agraria de la Tierra Prometida
Siempre estás tú delante de mí
Aun de noche mientras duermo
Y aun en el subconsciente
te bendigo!
Ernesto Cardenal
{16 (136)}
8. Los miedos, los medios
LO PEOR de nuestros miedos no es la turbación de la mente a causa de la sensación de mal inminente y amenazante. Más allá de ese terror, y dolor intimo del alma, lo más grave es que puede llegar a destruir la serenidad que nos hace falta para no confundirnos cuando hemos de dar el paso siguiente y tomar una decisión o asumir la actitud justa que frente a la vida Dios nos reclama.
Con independencia del mal temido, el mayor peligro no está en la entidad del mismo, sino en la calidad de la reacción con que le respondemos. Pues los males que realmente podamos temer no superan la cantidad de las cosas de este mundo; por lo cual, desde la posición de la fe, el verdadero peligro para el creyente —y para la Iglesia, comunión de los creyentes en Cristo Jesús— está, en cualquier caso, en el riesgo de ceder al primer terror y descender a reacciones igualmente mundanas, aunque sean de signo contrario a la amenaza temida. El mal estaría en que el miedo nos llevara a olvidar o relegar los medios propios del Evangelio para adoptar los medios del mundo cuando, aterrorizados y reducida la fe a concepto o ideología (pero sin que se pudiera llamar vida), y la esperanza a preocupación por la eficacia aparente o inmediata, opusiéramos, sólo o principalmente, argumentos apologéticos, como si de una guerra de ideas se tratara, o violencia disuasiva, como si el estilo del mundo (amenazas de quien detenta la fuerza, presión del que goza de prestigio y poder, corrupción del que maneja el dinero) fuera igualmente válido para la apología o la proclamación del Evangelio.
Para legitimar cristianamente estos medios, no bastaría jamás la invocación de la eficacia urgente, y significaría el desconocimiento o el olvido de las enseñanzas y el estilo de Cristo, o que llegáramos a admitir que él mismo se equivocó o nos engañó cuando nos aseguraba que su reino no era de este mundo y que no tenía necesidad, para ser establecido y defendido, ni de la espada de los hombres, ni de los poderosos de este mundo, ni de legiones de ángeles; que sólo los sencillos de corazón alcanzarían su reino y que los pequeños y desprendidos entrarían en él: que no tuviéramos miedo a este mundo porque él lo había vencido.
Si todo esto, y más cosas que nos dijo, eran verdad, y no sólo poesía, es claro que hay que aceptar sus palabras seriamente. No hay que {17 (137)} buscar ni es preciso elegir el peligro, pero no hay que temer a este mundo con sus miedos, sus errores, sus guerras, sus egoísmos y sus pecados. Se trata de estar y entender nuestro estar aquí sin pretender fingidos equilibrios «sirviendo a dos señores».
El miedo lleva al fariseísmo, por que busca la falsa seguridad y no la libertad comprometida del amor, que exigiría demasiado.
En la vida de cada cristiano ha de haber habido la superación de las tentaciones del miedo que tuerce el medio de estar con Dios y ser de Dios.
También en la historia de la Iglesia, en cuyo caudal temporal se remansan, con las virtudes de sus hijos santos, los pecados de sus hijos pecadores y las desviaciones de los descarriados. Aunque no sea menos cierto que, en sus ciclos históricos, se manifiestan, sucediendo a las decadencias otoñales e invernales de sus crisis y tristezas, las promesas y esplendores de sus primaveras y cosechas espirituales, que jalonan los hitos de su crecimiento purificado.
Declinaba la edad histórica que llamamos Antigua, y el imperio romano se hundía, como arrasando en su crisis al mundo civilizado conocido, y todas sus estructuras sociales, políticas, económicas y hasta culturales. Parecía que todo se acababa; pero un santo surge en todo aquel contexto y emprende la primera gran reflexión sobre los sucesos históricos que forman como el río de la vida de la humanidad, y los enjuicia a la vista de la fe. Es san Agustín que, en su obra LA CIUDAD DE DIOS, interpreta, sin huir de la realidad, el sentido de Dios en el hombre, mientras supera los miedos temporales, convertido en parte del cauce que busca el océano de la eternidad. En efecto, las invasiones de los bárbaros no acabaron con el mundo, ni colapsaron la vida de la Iglesia, sino que se transformaron en la Edad Media cristiana.
Pero ese cansancio otoñal que había pesado sobre Roma, se repite unos siglos más tarde sobre el Medioevo, casi convencido de que con él se acaba el mundo. Hay los grandes miedos milenaristas. Ahora no son los pueblos del Norte sino, con otras calamidades y cansancios, son las amenazas de los árabes. Y aquí el miedo también inspira medios no siempre evangélicamente justificables, como fueron las Cruzadas y, con ellas, las órdenes militares, cuya ambigüedad se manifiesta, por lo menos, en el caso de los Templarios, que tanta gente favorece porque encuentra seguridad y sin que {18 (138)} ellos mismos, o muchos de ellos, dejaran de ser caballeros con nobilísimas intenciones. Pero tan rápido éxito generalizado en el mundo entonces conocido, coincidió con el control de poderes y una riqueza que les convertía en banqueros de reyes y de pontífices, hasta que tuvieron que ser disueltos y destinada su enorme fortuna a obras de beneficencia, allí donde la codicia del poder político no se anticipó incautándose de sus bienes. El miedo musulmán había inspirado medios no cristianos.
Del Renacimiento podríamos decir otro tanto, cuando el miedo suscitado por la crisis protestante (sólo comparable a la arriana del s. IV), sugiere empresas casi comparables a una cruzada mental...que después no se puede llevar a cabo, porque se opusieron, por interés político, los mismos príncipes católicos interesados, y así, un ejército o "compañía" especialmente adiestrada para ello por el ex militar Ignacio de Loyola, y puesto de modo muy particular bajo la dependencia y disponibilidad del Papa, tendrá que cambiar sus miras y estrenar el camino de las misiones (¡y no sin más controles e interferencias de los reyes llamados cristianos!) por tierras de América, de Asia y de Oceanía. Hoy en día, aquella "compañía" tenida otrora como retrógrada o conservadora resulta ser la fuerza de la Iglesia que está más en vanguardia y mejor preparada y testimonia a Cristo en los lugares más conflictivos entre los pobres del mundo que nos toca vivir.
En nuestra época también tenemos miedos, como antaño me tuvo de la herejía, o de lo musulmanes, o de los protestantes. Hoy tenemos miedo al materialismo y al comunismo. Intentar vencer esos miedos no supone ser materialista ni afiliarse al marxismo, sino volver una vez más al Evangelio, a las palabras, a los hechos y al estilo de Cristo, intentar convertirlos en vida, lo que significa más que reducirlos a moral o estilizarlos en filosofía. Hoy hay que volver a hacer lo que hicieron los verdaderamente santos, sin propagandas sectarias, sino entendiendo el sentido cristiano de la presencia del hombre sobre la tierra, camino de Dios. Como Atanasio, Agustín, Benito, Francisco, Ramón Llull, Teresa, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, Newman (la Iglesia como desarrollo del Evangelio), Juan XXIII (la Iglesia al día, para el hombre de hoy)... Y tantos santos desconocidos, que no están ni nadie ha cuidado que estén en las listas oficiales de glorias que llamamos santas, pero que usamos para prestigios terrenos.
No tengáis miedo, que yo he vencido al mundo. Pero tened miedo de seguir los criterios del mundo, y de las alabanzas de los hombres, porque no basta decir «Señor, Señor».
La primera necesidad de nuestra época es la instrucción de la juventud y formar el corazón en la práctica de la religión y moral.
Francisco G. Tejero, C. O.