Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 201. FEBRERO. Año 1983
0. SUMARIO
EXISTE una relación concatenada y progresiva entre secularidad y pobreza, pobreza y esperanza, esperanza y cristianismo. Somos, en el tiempo, pobres todavía de eternidad. Pero abiertos a la esperanza cristiana, cabe una purificación en la que se recoja el reflejo de lo eterno ―don, gracia, generosidad divina― en lo temporal. Jesucristo mismo es el reflejo y la presencia de lo eterno, santo y divino, que irrumpe en lo temporal, secular humano. Cuando la pobreza no sea una calamidad, sino una purificación y un respeto por lo recibido de Dios, se convertirá en disponibilidad para su Reino.
Por eso Jesucristo eligió la pobreza.
HOMBRE INTERIOR
SECULARIDAD Y CONVERSIÓN
CLASES
LA POBREZA
NADIE LA ECHÓ DE MENOS
RESONANCIAS BÍBLICAS DE LA ESPERANZA
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1. Tiempo de oración: HOMBRE INTERIOR (FRAGMENTO)
La Nada no es la Nada.
Se ha impregnado del Ser. Todo es presencia.
Hombre interior, ¡qué jubilo al sentirte
sin un apoyo táctil en torno de ti mismo!
Viajero irremediable de los aires,
pero no del vacío.
El vacío no existe. Dios lo colma.
Sin pedestal tangible
te hallas sobre la Roca que dura eternidades.
Ya todo el oleaje de tu inquietud ―tu esencia―
tiene un inmenso océano en que dance...
Señor, ¿qué han de decirme las estrellas
y las olas del mar
y el arpegio ondulante de la sierra?
Tú en mí. Yo en ti.
Tu hablar y el mío hechos ya monólogo.
Mis días enhebrados en tu eterno existir.
Todo mi ser en séptima morada.
Jorge Blajot Pena 2 (22)
{2 (22)}
2. Secularidad y conversión
CUARESMA ESTÁ a las puertas, cuando han transcurrido sólo algunas semanas de haber contemplado la figura de Cristo, casi como un idilio que se introduce en la historia del mundo, si bien enseguida se nos han repetido para meditarlos en el recuerdo, algunos gestos y algunas palabras suyas. Y, acto seguido, la Iglesia nos vuelve a hablar do "conversión". Conversión que quiere decir esfuerzo transformador, en unos tiempos en que son tantas las transformaciones y cambios que se producen en nuestro entorno, como si un mundo nuevo estuviera haciendo, sin que nos acabe de desvelar el misterio que encierra ese devenir que todo lo conmueve, lo relativiza y lo transforma. ¡Tantas son las conmociones que contemplamos, sin la posibilidad de permanecer indiferentes a la hora de Aceptarlas o resistirlas!
Si tomamos en serio que nos hemos de convertir, tendrá que ser llevando cuenta de las exigencias de esta hora que estamos viviendo. En definitiva, tendrá que ser o consistir en una actitud de fidelidad al continuo proceso transformador que nos lleve a una mayor limpieza de corazón, a un sincero desprendimiento de lastres egoístas, al respeto al orden de Dios, a la verdadera libertad, a la paz... para que todo nos disponga al último gran encuentro trascendental, es decir, que nos lleve más allá de nuestro propio ser y de este tiempo de nuestra vida y de este lugar que pisamos. Una conversión en la secularidad, en este "siglo", porque es esta hora la que ha de ayudarnos a convertirnos; esta hora que hemos de recoger y medir y aceptar lealmente como un reto ―relativamente el mejor, para nosotros― libertador, espiritual y, por lo tanto, redentor. Una hora que bendecimos porque creemos que Dios la ha elegido para nosotros. Y A nosotros nos ha elegido en ella.
Se trata de ser "seculares", mas olvidándonos de los sentidos demasiado estrictos que provienen tanto de los fanatismos como de los agnosticismos de las clasificaciones jurídicas, religiosas, políticas o sociológicas. Ser seculares simplemente porque queremos recoger el significado de nuestro {3 (23)} tiempo, de lo presente y providencial que Dios nos manifiesta en él, e interpretarlo y vivirlo desde la fe, como un don de Dios que hace fecundo cada momento, y por eso también nuestro tiempo. Y evitar dos reacciones peligrosas ante lo sorprendente del acontecer que nos desafía: en primer lugar He trata de vivirlo sin gastar energías para intentar recuperaciones nostálgicas de un pasado histórico, tal vez útil en su momento, pero cuya reviviscencia actual resultaría impeditiva, como un entorno que hay que amortizar; y por otra parte, entenderlo y vivirlo con suficiente realismo para no provocar anticipaciones utópicas, que estragarían el desarrollo proyectado hacia la eclosión armónica y serena del Reino de Dios, por los caminos de in Historia.
Además, hay que amar profundamente cate tiempo nuestro, este ahora fluyente que nos da Dios para que en él seamos piedra viva de una edificación que no cabe en lo creado, si bien aceptando la provisionalidad de lo mismo que hemos de amar mientras se nos escapa, porque lo provisorio es siempre relativo, y porque no aceptarlo así sería perdernos en ensoñaciones absurdas, o empantanarnos en absolutos inexistentes que nos paralizarían. Ser seculares, pero evitar el secularismo, que es como una reducción absolutizadora de lo secular.
Señor, no permitas jamás que yo, ni siquiera por un instante, me olvide de que has iniciado ya tu reino en la tierra y que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento y que nosotros estamos bajo tus normas, tus leyes, tu mirada, y que cuando habla la Iglesia, eres tú que estás hablando. No permitas jamás que la familiaridad con esta maravillosa verdad me conduzca a ser insensible respecto a ella, ni permitas que, a causa de las debilidades de tus representantes, yo sea inducido a olvidarme de que tú hablas y obras por medio de ellos.
John H. card. Newman, C. O.
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3. CLASES
TODAVÍA hay clases. No se ha dirimido todavía el contencioso clasista que Marx teorizó. Pero las clases, las diferenciaciones injustas entre los hombres, no desaparecerán porque la humanidad se haya igualado según hipotéticos repartos matemáticos, sino porque cada uno de sus miembros haya alcanzado finalmente la madurez personal a que el Creador le ha destinado. Mientras tanto, tan clasista es el rico que desprecia, desde la soberbia, al más pobre, como igualmente clasista es el pobre resentido que presume de su pobreza y la exhibe, provocando el escándalo del contraste, para vengarse por envidia del rico que habría querido ser. Y lo que se dice de ricos y pobres, vale igualmente entre sabios e ignorantes, entre fuertes y débiles, entre vecinos y forasteros...
Existe la expresión de "privilegios de clase", porque suelen ser los privilegios los que generan las clases, tanto si tienen connotación económica, como profesional, o de edad, o de otra índole. Por ello la norma que haría desaparecer los clasismos pasaría por el cumplimiento de la propia misión en la vida, pero sin buscar privilegios. Por desgracia, todavía tomamos como distinción honrosa el disfrutar de privilegios o excepciones que nos ahorren alinearnos con el común de los demás hombres.
Todavía la vanidad y el orgullo, la injusticia y el egoísmo, la envidia y la astucia, inspiran las miras de las relaciones de unos y otros, y por esto no desaparecen las clases humanas, o cambian solamente de expresión para convertirse en plataformas ya de defensa de intereses, ya de táctica para la propia clase en lucha contra la opuesta. A las antiguas peleas entre hordas, a las rivalidades tribales, a las batallas entre pueblos y a las guerras entre naciones, ha sucedido la lucha de clases, a causa de las desnivelaciones entre los hombres pertenecientes a una misma sociedad. Pero todavía no ha terminado el enfrentamiento clasista, cuando los contrastes {5 (25)} y amenazas de recíproca destrucción, se producen, no ya entre clases de sujetos, sino entre naciones unas con otras, y razas, y continentes... Y es que, a pesar de que la humanidad evoluciona, la sucesión de sus cambios no acaba de absorber las viejas contradicciones precedentes, sino que se añaden a la evolución amaneciente, como el poso de civilizaciones y culturas teóricamente amortizadas, pero que dejaron sedimentos de rudeza y egoísmos.
De todos modos, algún día la utopía de la justicia estará a punto de devenir Reino de Dios: y entonces desaparecerán las clases entre los hombres, entre los estados, pueblos y naciones, entre los continentes y razas.
Todo esto no surgirá de un milagro, sino como fin de un proceso en el que habrán participado todos los hombres de fe, en la medida que esta fe haya sido asumida con sinceridad, imitando a Jesucristo, verdadero hijo de Dios que descendió hasta nosotros, dejando su "clase" divina y haciéndose en todo igual a los hombres, menos en el mal. Pues esa es la gran lección cristiana, superior a todas las filosofías. Por esto, después de Jesucristo, resultan ridículas las pretensiones monopolizadoras del poder, los engreimientos del honor, la injusticia del afán de riquezas. Su nacimiento pobre, su sometimiento a la ley que no le obligaba, su bautismo de penitencia siendo el inocente, la sencillez de su vida de trabajo, su ministerio ajeno a solemnidad y, sobre todo, la gran humillación del dolor y de la muerte, a causa de una condenación sacrílega, de la que no se defendió, pudiendo hacerlo. Efectivamente:
Cristo renunció a su "clase", y así mereció, desde lo humano de su abatimiento, la mayor gloria jamás concedida a un ser creado, porque fue su santa Humanidad lo que el Padre glorificó con la Resurrección del Hijo. La suma grandeza sucedió a la suma pobreza, porque nadie podía ser más pobre que un inocente condenado, y condenado a muerte, y a muerte de esclavo. Un inocente que era el Hijo de Dios.
Yo siempre he buscado poner mi suerte en las manos de Dios y esperar con paciencia que el cuide de mi causa, y he visto que él jamás se ha olvidado de mí.
John H. card. Newman, C. O.
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4. La pobreza
LA POBREZA limpia es la mejor belleza, porque es la única durable. Pero cuando en el Evangelio vemos que el ambiente que Cristo inaugura con su entrada en el mundo, y aquel en que se mueven los que le están más cerca, es el de la pobreza, no lo hace por motivaciones estéticas, sino morales, espirituales, religiosas. Porque la pobreza de alma, es la primera limpieza que sigue a la conversión.
Tal vez por esto con su proclamación se inicia el gran Sermón de la Montaña...
Pero conviene advertir que no tiene la virtud de la pobreza el que enmudece frente a la carencia de lo necesario para su vida. Tampoco el que se resigna con lo poco o escaso que le toca en suerte; la pobreza no es producto de un acto de resignación que evita cansancios a costa de tener o pretender poco. Menos pobre evangélico es el miserable que renuncia al esfuerzo para procurarse lo que precisa, y prefiere pedirlo y obtenerlo de la limosnería ajena. Del mismo modo que tampoco es caridad la satisfacción autoconfortadora y farisaica de quien favorece la vagancia ajena con la práctica de la limosna a los pedigüeños profesionales, en vez de educar al prójimo y corregirlo para redimirlo de la humillación de la mendicidad. La verdadera caridad cristiana ni es exhibicionista ni cultiva el vicio de los perezosos, ya insensibilizados, aunque éstos sirvan tantas veces para la vanidad beata o la sugestión ignorante de complacencia en la propia virtud (?) de dadivosos imprudentes que se complacen a sí mismos.
Tampoco el objeto de la pobreza es la simple carencia de bienes materiales, aun necesarios, sino que incluye además y son más importantes, los bienes del espíritu, es decir, del entendimiento y del corazón. Incluso cuando nos referimos a los bienes materiales, no podemos detenernos en los que sensiblemente nos resultan más fácilmente visibles o contables, como los objetos poseídos o el dinero, {7 (27)} sino que el tiempo, la salud y otros de índole moral, como el honor, son más importantes.
El hombre, ser creado y, por lo tanto, finito, ha de saber que es limitado. En el momento en que descubre el contenido que está más acá de su limitación, y lo agradece a Dios, y lo utiliza con respeto y orden, como teniendo que dar cuenta de un tesoro que se le ha confiado, está en disposición de aproximarse al verdadero gozo de la virtud de la pobreza como virtud que propone el Evangelio a todo el que quiere ser hijo de Dios, Padre que está en los cielos, y que ha dado un mundo a los hombres. Entonces puede ser generoso y puede igualmente acallar el brote perverso de las envidias que hacen al hombre mezquino y que le impiden la pobreza de espíritu.
Ocurre que el que tiene más objetos contables, más bienes sensibles, suele atarearse desmesuradamente en ellos, y confía en ellos de tal suerte, que llegan a constituir {8 (28)} su anhelo constante o principal, y le llenan el pensamiento y el corazón y pone en ellos tanta confianza que sobreestima su valor, como si de ellos dependiera la propia seguridad. En el mundo todavía pagano en que nos movernos, esa primacía por los bienes materiales todavía existe en los pensamientos de los hombres y en los modos como se organizan las relaciones comunitarias humanas. De donde es comprensible que se deriven tantos otros males surgidos de pretender compaginar el desorden de las codicias y los complejos de las envidias con la necesidad de paz y felicidad que renace siempre como una exigencia imperecedera profundamente sentida, que Dios mismo puso en el corazón humano y jamás ha querido borrar, y ni siquiera el mismo pecado logra destruir.
Quien consiga liberarse de estas esclavitudes podrá ser hijo de Dios y llegar a la libertad de redimido y experimentar el gozo indescriptible de ayudar a los demás a liberarse, porque siempre será cierto que nadie puede liberar a otros si él mismo, primeramente, no es ya libre. Esta es la razón por la que Cristo, el gran libertador, el Redentor por antonomasia, el Hijo de Dios, al entrar en la corriente de la vida de los hombres, eligió caminos de pobreza y la predicó y exigió a sus seguidores.
NADIE LA ECHÓ DE MENOS.
Se llamaba Adelaida Sánchez Blanes, tenía 69 años de edad, y fue hallada muerta en su domicilio de Bravo Murillo, en Madrid. En realidad hallaron menos que un cadáver, pues eran los restos momificados, marchitos, como pergamino pegado a la estructura esquelética, envueltos todavía en la bata levemente deshilvanada y, como aureolando la imagen evidente de la muerte, la cabellera blanca, peinada, intacta, como diadema pacífica, y plateada, brillante y muda como la soledad. Yacía al pie de la cama, ordenada, que tal vez no pudo alcanzar en su postrer cansancio. Una estampa en la pared, una medalla en el cuello. Y el silencio. Nadie la había echado de menos, aunque el forense dijera que llevaba más de tres años inmovilizada por la muerte. Si hubiese sido rica, si hubiese sido pedigüeña... Pero no: vivía sola sin despertar el interés a vecinos, ni codicia a herederos (es decir, familiares expectantes).
La noticia escueta la daban los diarios madrileños de finales de diciembre pasado. Y tal vez esa muerte estaría todavía por descubrir de no haberse reiterado apremios por ese cúmulo de pequeños tributos, cuya cuantía la morosidad multiplica, hasta culminar con la orden de embargo. Porque fue por esta razón material, de insolvencia económica que, finalmente, llevó a los funcionarios judiciales a derribar la puerta para proceder al embargo...
Entonces descubrieron por qué, esa mujer olvidada, no pudo, por sí misma, pacíficamente, abrirles la puerta.
Poco sería lo que ella pudiera deber en comparación de cuanto le debieran en solidaridad, amor y hasta educación, vecinos, parientes, conocidos.
Un cierto día Newman fue interrogado, casi bruscamente, sobre:
«¿Quién es mayor, un Cardenal o un santo?»
Naturalmente, sólo un niño hubiera tenido la franca inocencia de atreverse a tal pregunta. Al propio tiempo, el Cardenal ya estaba viejo y débil de fuerzas, y refieren los testigos de este hecho que él no se mostró sorprendido o agitado a causa de semejante indiscreta curiosidad que le manifestaba precisamente, un niño, sobrino segundo suyo.
Y el Cardenal dio una respuesta que cada lector puede interpretar libremente:
«Los cardenales pertenecen a este mundo, y son terrenos, mientras que los santos son del cielo y por ello, celestiales».
LOUIS BOUYER, C. O.
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5. Documento: Resonancias bíblicas sobre pobreza y esperanza
DEL II CONGRESO de Teología Pobreza, celebrado el pasado mes de septiembre, en Madrid, bajo el lema «Esperanza de los pobres, Esperanza cristiana», extraemos una parte de la ponencia de Ángel González Núñez, una de las mejor elaboradas. El tema general del Congreso era oportuno porque, como observaba José Gómez Caffarena, «en estos días malos para esperanza, todos, incluso aquello que hoy experimentan in amenaza de la desesperanza, queremos esperar». Tal vez, no ya por aquello de que «mientras hay vida hay esperanza», sino porque donde hay esperanza, la vida sigue:
Resonancias del término esperanza
Esperanza es el nombre de una actividad, de una actitud sencillamente de un dato le los más luminosos fecundos de la vida humano. Sin ese dato la luz de la vida se oscurece y su vigor se acobarda. Con él gana el presente indeciso un horizonte despejado, pues esperanza suena a futuro, a mañana mejor. A la vista del hombre que espera se abre un porvenir que lo permite arremolinarse en lo que se tiene y se es. Su apelo convoca a embarcarse en la nave de lo imposible. Avances provisionales de esa maña na mejor sazonan el presente y dan sentido a la vida.
En contraste con la esperanza, o debajo de ella, está el cansancio de vivir, sentimiento de quienes lo ven todo arrasado por el mal y creen saber que por delante no hay nada mejor. En esas condiciones, la vida es un quehacer que no vale la pena. Actitud parecida es la de aquellos que rehúyen mirar hacia el futuro, queriendo así escapar a lo pavoroso de su incertidumbre. Unas y otras son existencias cargadas de hastío, vencidas por el miedo.
{10 (30)} Contraria también a la esperanza, esta vez por encima de ellas, es la actitud de la autosuficiencia, la de los instados en su status, satisfechos de su situación y condición e interesados en que no cambien. Obviamente son otros los que pagan el costo de esa complacencia.
La esperanza y los pobres
La esperanza es actitud que cultivan los pobres, lo que han gustado las carencias, les han tomado el pulso y no se amilanan ante ellas. Ellos quieren un porvenir distinto del presente y saben que lo tendrán. Alguien les dice al oído, secretamente o a voces, que alcanzarán lo que esperan.
«Dichosos los que saben que son pobres, pues suyo es el reino de Dios» (Mt 5, 3).
La esperanza es para el pobre más valiosa que todas sus otras posesiones. En él termina revelándose inalienable dato antropológico. El hombre no se define solamente por lo que tiene y lo que es, sino por lo que está llamado a ser y espera alcanzar… Objeto de la esperanza {t} El objeto de la esperanza tiene siempre raíces en la tierra pero sus concreciones insinúan en todo caso una profundidad de bien que no ha hecho más que asomarse. El bien natural y el histórico se visten de proporciones infinitas, {11 (31)} cuando revelan a Dios en su trasfondo. La esperanza que quiere todos los bienes sin ninguna limitación termina identificándolos con Dios. Y así Dios es el objetivo ultimo y definitivo de la esperanza humana. Su nombre de Yahveh, Yo soy el que veréis que soy, es promesa que llena la esperanza. Dios es el nombre último de todos los bienes que se esperan.
«Como luz sale mi salvación...
Las islas esperan en mí,
confían en mi brazo» (la 51.5).
«¿Qué esperaré ahora, Señor?
Mi esperanza eres tú» (Sal 39, 8).
«Yo espero en el Señor, mi alma espera,
yo espero en su palabra.
Mi alma está hacia el Señor
más tensa que el vigía hacia la aurora»
(Sal 130, 5s).
Una de las objetivaciones más preclaras de la esperanza en la Biblia es la figura del Mesías, ungido de Dios y salvador. Se le puede identificar ya en expresiones premesiánicas de la esperanza de salvación tales como la promesa de victoria universal sobre el mal en el relato de la creación, el llamado "protoevangelio" (Gn 3, 15). Pero formalmente la figura del Mesías se relaciona con el rey, el que lleva el título de "ungido de Yahveh".
El rey se legitimó en el pueblo de Yahveh por las funciones que estaba llamado a cumplir: librar de la opresión de los enemigos exteriores, socorrer a los pobres, administrar justicia, asegurar la paz del pueblo. Entre lo que de hecho el rey histórico es capaz de conseguir en esos campos y lo que los hombres necesitan y anhelan hay una gran distancia. Pero no por eso han de rendirse a la resignación o a la desesperanza. La esperanza dice saber que un día vendrá un rey que traerá esos bienes. Aunque humanamente parezca imposible, la esperanza no admite límites. Ese esperado rey será el Mesías, el verdadero Ungido de Yahveh.
Esperanza mesiánica
La figura del Mesías es inseparable de los bienes mesiánicos: libertad, bienestar, justicia, paz. Por la vía de cada uno de esos bienes el anhelo y la esperanza humana se orientan hacia horizontes infinitos y por esa misma vía {12 (32)} tiene Dios al encuentro de los hombres. El Mesías es el mediador, la promesa de Dios y la esperanza de los pobres. Cuando la figura del rey pierde elocuencia, porque no está para cumplir las funciones que le legitimaron, el pueblo de la Biblia tiene otras figuras mediadoras entre la promesa de Dios y su esperanza. Tal es la figura del Siervo de Yahveh, que anuncia y es ya principio de la redención del sufrimiento, y la figura del Hijo del Hombre, anuncio del triunfo final de los "santos del Altísimo" (Dn 7. 13ss).
Los cristianos no cambiaron la definición de su Mesías como promesa de Dios y esperanza de los hombres. En el Evangelio de la infancia Jesús es saludado como el Cristo, el que cumple la promesa de Dios y responde a las esperanzas de todas las generaciones. Y Jesus será enseguida el que proclama la bienaventuranza para los pobres, los que lloran, los que tienen hambre de justicia. En el reino que él anuncia los ciegos ven, los cojos andan, los pobres reciben la buena noticia. Esta proclama el triunfo del bien, de la justicia, del amor y de la vida. Los bienes que la vieja esperanza rio relacionados con el Ungido de Yahveh siguen siendo los que alimentan la esperanza de la comunidad mesiánica cristiana. Su Cristo se define por la exigencia y por la implantación de esos bienes. En la humanidad que luche por ellos está viviendo el Cristo.
«Según mi ávida expectación y mi esperanza de que en nada seré defraudado, sino que... Cristo será públicamente magnificado en mi cuerpo (Flp 1, 20).
Esperanza y libertad
Pablo desglosa el contenido de la esperanza mesiánica cristiana en estos bienes, su objeto: libertad de hijos (Rm {8, 21), salud y vida (Rm 5, 9s, 17), justificación (GI 5, 5),} redención del cuerpo (Rm 8, 23), resurrección o inmortalidad (2° Cor 1, 9s; Hch 23, 6), herencia del reino (Rm 8, {17), visión dichosa de bienaventurados (1º Cor 13, 12) y} vida eterna en el paraíso ( 24 Cor 5,1).
El Apocalipsis de Juan, en la misma línea que toda la restante apocalíptica, entiende la historia humana como un proceso de lucha, como una última batalla en la el bien triunfará y desde ahí la justicia reinará. Hasta ese → {13 (33)} momento los pobres tendrán que luchar por ese reino y suplicar que venga pronto: Marana tha, Señor nuestro, ven (Apc 22, 20).
La esperanza cifra en último término su objetivo en la venida triunfante del Mesías, el que representa a los pobres que esperan. Con esa venida está relacionada, por que en parte equivale a ella, la plena consecución de los bienes mesiánicos: libertad, bienestar, justicia, paz. Eso es lo que aguarda tensa, perseverante y escrutante, pero también confiada y segura, la esperanza de los pobres.
El fundamento
¿Sobre qué fundamento se apoya la esperanza? ¿Dónde están sus seguridades? En su contra trabaja el mundo que se ve, arrasado por el desamor y la injusticia y dominado todas las formas de la muerte. De él no parece pueda extraer apoyo alguno la espera ni hay en él datos suficientes para hacerse la imagen cabal de lo esperado.
Con todo, la esperanza reconoce en bienes pasados y presentes auténticos anticipos del anhelado porvenir. Esos bienes que hemos visto que proclama la historia santa están cargados de promesa para dar aliento a la espera y son arquetipo y principio del futuro. ¿Está ahí el fundamento de la esperanza humana?
Esos son, indudablemente, los apoyos tangibles. Pero el verdadero fundamento parece ubicarse más atrás. Se adelantó ya en el que espera a la pregunta por él; viene antes de requerirlo. El poder contemplar los bienes naturales como anticipo de lo esperado y el mismo poder esperar son manifestaciones del dinamismo de ese fundamento inasible.
Las falsas esperanzas
Aquí vale la pena escuchar a los profetas de la Biblia, que intentaron por todos los medios y en todos los lenguajes aclarar en dónde se puede poner la esperanza. Como queriendo ahorrar a sus oyentes la decepción más dolorosa, no se cansan de señalar las bases equivocadas y de denunciar las falsas seguridades, ídolos creados por el hombre con el material de la política y de la economía, de la cultura y de la religión, sobre las que se suele asentar inútilmente la esperanza. Los profetas orientan la atención hacia el Absoluto verdadero, el que trasciende a todo lo visto, si bien se revela en todo ello. Dios es el nombre de ese fundamento.
{14 (34)} «Ay de los hijos rebeldes… que bajan a Egipto, sin consultar mi oráculo, buscando la protección del faraón… todos se avergonzarán de un pueblo impotente que no puede auxiliar ni servir sino de deshonra y afrenta» (Is 30, 1-2. 5).
«¿Te fías de ese bastón de caña quebrada que es Egipto?
Al que se apoya en él se le clava en la mano» (Is 36, 6).
«¿Dónde está ahora tu rey para que te salve en tus ciudades?» (Os 13, 10).
«¿De qué sirve una escultura..., una imagen fundida, un oráculo mendaz?, ¿para que confíe en él el fabricante de esos ídolos mudos?» (Hab 2, 18).
«Maldito el hombre que confía en el hombre, que hace de la carne su apoyo y aparta de Yahveh su corazón» r 17, 5).
«Así pasa al valiente que no busca en Dios refugio:
Confiaba en sus riquezas, que resista en su ruina» (Sal 52,9).
La verdadera esperanza
La verdadera esperanza se sustenta en una base inasible pero segura, que da valor para no amilanarse ante las situaciones más desesperantes y que nunca, según aseguran los testigos, decepciona. Se la ve asomar en la raíz de todas las realidades, en las exigencias que revelan de llegar a su pleno ser. El hombre es por todas ellas consciente de esa exigencia. En la Biblia a la exigencia corresponde una promesa, o quizá al revés, la promesa es la que despierta la exigencia enraizada en el ser de las cosas. Y promesa está Dios, que se ha dado a conocer a los que esperan como poderoso y fiel para cumplirlo. Por eso se le proclama:
«esperanza de Israel, su salvador en las angustias» (Jr 14,8).
Los profetas y los salmistas agotaron los términos que expresan confianza y certeza y las imágenes de la seguridad, como roca, refugio, castillo, fortaleza, para proclamar y comunicar la firmeza de su esperanza. Pablo dice que {15 (35)} Abraham, con todo lo que estaba a la vista en su contra, «esperó contra toda esperanza» y acertó en su espera (Rm 4.18). Aun si todos los asideros se conmueven, la esperanza persevera.
Yo fijaré mi vista en Yahveh, esperaré en Dios mi salvador, {16 (36)} y mi Dios me escuchará» (Mi 7, 7).
«Aquel día se dirá:
Aquí está nuestro Dios
de quien esperábamos que nos salvara.
Este es Yahveh en quien esperábamos:
Exultemos y gocémonos en su salvación»
(Is 25,9).
«Hacia ti, Señor, elevo mi espíritu,
en ti, mi Dios, confío...
Nadie que espere en ti
tendrá que avergonzarse» (Sal 25, 1-3).
«Yo tengo confianza en ti, Señor,
y me digo que tú eres mi Dios» (Sal 31, 15).
«Nos sentimos gozosamente seguros en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia virtud sólida, la virtud sólida esperanza, y la esperanza no decepciona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por medio del Espíritu santo que se nos dio» (Rm 5, 3-5).
Esperanza en Dios
Estas profesiones aseveran que Dios lo es todo en la esperanza: es su fundamento y principio y hasta su contenido. Pero Dios no es un ser de faz desconocida. Su rostro se deja ver como presencia salvadora en acontecimientos de la historia y de la vida de cada uno; y la palabra de su promesa, en boca de sus mensajeros, invita a ir a su encuentro en el futuro. Esa palabra se verificará en cumplimientos, que, a su vez, serán nueva promesa.
La espera no es, por lo tanto, un acto a las ciegas, cargado a la cuenta de un ser desconocido. La esperanza es sabedora. Tiene los anticipos del futuro esperado, que, aunque provisionales y parciales, son buenos indicadores que orientan y prenda segura de la totalidad. Son eso, evidentemente, en cuanto que Dios está en ellos, pero ellos son los que dan al Trascendente faz concreta. La experiencia de creación y de salvación es el lugar en donde Dios se manifiesta creador y salvador.
«A ti se abandonaron nuestros padres, Be abandonaron y tú los liberaste.
{17 (37)} Clamaron hacia ti y fueron preservados, se abandonaron en ti y no sufrieron decepción» (Sal 22, 58).
Los espacios que medían entre la esfera y su meta no son espacios vacíos. Junto al "todavía no" se encuentra en ellos el "ya sí". Y este es un anticipo cargado de apelo, que abre amplios los ojos hacia el seguro porvenir. Este se irá entregando en ulteriores anticipos, al filo de cada hora de la historia.
Cumplimento de la esperanza cristiana
Lo estamos llamando anticipos coincide con las objetivaciones de que hemos hablado y que sintetiza el "credo histórico". En la cima de esos anticipos, objetivaciones y artículos del credo está para los cristianos el acontecimiento de Jesús, cumplimiento cabal de la esperanza mesiánica. Pero ese cumplimiento iniciado en el Cristo tiene que hacerse real en la comunidad humana, por el triunfo del amor sobre el odio y de la vida sobre la muerte. El cumplimiento cristiano es la promesa más espléndida y sustento de nueva esperanza.
En términos ya conocidos de la esperanza del pueblo bíblico, Cristo significa para los cristianos principio de ese anhelado porvenir que se ha revelado en adelantos: prenda del amor de Dios a los hombres (Rm 8, 31s), fundamento de la nueva alianza y del verdadero pueblo de Dios (2º Cor 3, 1-12); en él está la base de nuestra reconciliación (Rm 5, 11); su resurrección es la primicia de la nuestra (20 Cor 1, 9s); él es para nosotros esperanza de la gloria (Col 1, 27). En definitiva, Cristo es para los cristianos el principio y el anticipo de su futuro porvenir.
Funciones de la esperanza
La esperanza denuncia y desautoriza actitudes oscuras e infecundas, destructivas de la persona y de la comunidad humana. Tales son, por un lado, las que no ten posible un cambio de este mundo y cultivan la resignación, la desesperanza {18 (38)} o el hastío, y por el otro, aquellas que no quieren cambio alguno, sino un permanente statu quo, porque se han hecho en el su cielo, quizá para otros un infierno.
Son los instalados, los seguros, los ricos y los autosatisfechos.
La esperanza tiene los datos adecuados para poner en evidencia la miseria que llena la tierra, incluida la de los autosuficientes y los ricos, y tiene también noticia de posibilidades insospechadas e inéditas de transformación de este mundo. Desbordan lo conocido y hasta lo deducible.
Pero el que espera las conoce y puede anunciarlas y hasta mostrarlas como impulsoras de su acción.
La esperanza, además de reconocer el mal del mundo, lo asume, no para dejarlo correr pasivamente, sino para luchar con perseverancia contra él, seguro del porvenir que se ha insinuado en su horizonte o que le ha revelado la promesa.
La fuerza de la esperanza
Esa clarividencia y fuerza del que espera libra el presente cerrado de su angostura y pobreza y le abre espacio infinito. La Biblia llama a este "poner en campo abierto" salvación. Ésta tiene en su experiencia una larga historia hacia atrás; la cuentan los que esperaron y no sufrieron decepción. Y tiene por delante la utopía escatológica, esa inspirada intuición de la desembocadura en el reino. Al que mira desde esta perspectiva se le revela la continuidad de la historia y su verdadera unidad. Sus claves están en la promesa que proporciona a la esperanza las pautas del porvenir.
La esperanza confiere al que espera energía para crear el futuro esperado. Le pone en el compromiso de luchar para hacer real el porvenir y de ir por sus propios pasos al encuentro de los bienes mesiánicos: libertad, bienestar, justicia, paz.
La esperanza es, en definitiva, actitud humanizadora, redentora de las amarras que aprisionan a la persona.
Todas sus formas de pobreza se abren ya por ella a la bienaventuranza.
«Dichosos los que saben que son pobres, porque de ellos es el reino de Dios».
La esperanza del pobre aspira a ese reino y trabaja por él también cuando suplica: Señor nuestro, ven.
Ahora, para gobernar los pueblos se apela, no ya a la religión, sino a las virtudes éticas fundamentales, como la justicia, la benevolencia, la veracidad; se reconocen todavía aquellas leyes naturales que existen y actúan espontáneamente en la sociedad y en materias sociales, sean físicas, sean psicológicas y esto ocurre en el gobierno, en el comercio, en las finanzas, en los experimentos sanitarios y en las relaciones entre diferentes naciones. En cuanto a la religión, se va reduciendo a una especie de lujo privado, al que puede inscribirse quien quiera, pero que se debe conservar sólo para uno mismo, sin que pueda ser lícito imponerlo a los demás, ni se debe insistir demasiado en ella de modo que cause molestia a otros.
El cambio general de esta apostasía es único e idéntico en todas partes, aunque cambien los detalles secundarios y los países... Yo lo deploro profundamente, pero no siento miedo por ello: podrá causar la ruina a muchas almas; mas no temo que pueda infligir un verdadero mal a la Palabra de Dios, a la santa Iglesia, al Rey omnipotente, al León de Judá, Fiel y Veraz, ni a su Vicario en la tierra. El cristianismo ya ha superado otras pruebas gravísimas... La Iglesia no debe hacer otra cosa fuera de proseguir en el camino de sus deberes, confiadamente y en paz; permanecer en calma y esperar la salvación de Dios.
John H. card. Newman, C. O., (11.5. 1879)
Son más fáciles de llevar a Dios a los espíritus alegres que a los melancólicos; pero quien busque la recreación fuera del Creador, y la unción del consuelo fuera del ungido de Dios, Cristo, jamás lo encontrará. Los que buscan consolaciones fuera de su lugar, buscan su propia perdición; el que quiera ser sabio sin la verdadera sabiduría, o salvarse (y ser libre) sin el Salvador y Libertador, ese tal no está sano, sino enfermo; no es sabio, sino loco.
San Felipe Neri