Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 202. MARZO. Año 1983
0. SUMARIO
LA GLORIA y el riesgo de la transformación cristiana ―de la conversión— del hombre, está en que ha de seguir siendo hombre, es decir, criatura que se mueve inteligentemente en las coordenadas de la sensibilidad y del tiempo; pero que, a la vez, ha de espiritualizar, hasta lo más profundo, la relatividad de lo creado para referirlo y referirse a sí mismo a Dios. Y que ha de hacerlo con el "estilo" de Dios. Eso es el "hombre nuevo", el hombre pascual. Lo cual ya se ha realizado en Cristo y en los verdaderos santos.
MORIR ANTE UN CRISTO DE COBRE
DE CÓMO CONVERTIRSE
VOLVER A EMPEZAR
MORAL POSITIVA
ELOGIO DE LA GRACIA
TIEMPO LITÚRGICO
LA PAZ CRISTIANA
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1. MORIR ANTE UN CRISTO DE COBRE
Quiero un lecho raído, burdo, austero,
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero;
y si es tal mi fortuna
que sea noche de luna
la noche en que me muero;
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero...
Como el último pobre vergonzante,
quiero un lecho raído
en algún hospital desconocido,
y algún Cristo de cobre, agonizante,
y una tremenda inmensidad de olvido;
y que al tiempo de sentir que me he perdido,
cojan la luz y vayan por delante.
Alfredo R. Placencia, (poeta mexicano, 1873-1930) 2 (42)
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2. De cómo convertirse
NACER de nuevo: pasar de muerte a vida, de la oscuridad a la luz, del error a In verdad, del odio al amor, y creer que todavía estamos a tiempo para transformar la tierra en cielo y que se puede vencer el mal por la sobreabundancia de bien. Creer que es posible un cielo nuevo y una tierra nueva. Creer todo eso y procurar no perdernos en vaporosidades teóricas o idealizaciones estéticas inútiles. Creerlo y ponerse en camino, radicalizando el esfuerzo, sabedores de lo que deseamos y hemos de construir pacíficamente, porque queremos: porque sabemos, porque es posible y, sobre todo, porque Dios lo quiere y confiamos en el don de su fuerza para perseverar. Esa fe, sin pretender hacerla compatible con transigencias componedoras que nos permitieran servir a dos señores, sin Artificios engañosos, sin ceder a seducciones, esa te está en la conversión.
La primera conversión siempre es un acto de fe; comienza siempre en la apertura de la mente y corazón al aldabonazo de la llamada de Dios, que pasa cerca, que hasta percute con el dolor para despertarnos de los letargos acomodaticios, de los pactos de la pereza, de los egoísmos que nos encierran y resecan.
Porque comienza con la fe, es preciso unir a ella nuestro pensamiento, no para hacerlo compatible con las verdades divinas, sino para que devenga instrumento de la decisión radical de nuestra aceptación y entrega a Dios. Por eso, lo primero, las ideas; ideas para la fe, dignas de ella. Y, enseguida, ponernos a la obra: pensar y hacer, y hacer el bien. Pensar para hacer el bien, porque es haciendo todo el bien posible cómo las ideas originales se nos perfeccionarán, purificándose, estilizando el sentido de la verdad que las engendró. La sabiduría que no sirve para la acción, es inútil para la vida, pero es para la vida que hemos de mirar, buscar y encontrar a Dios.
Mas no bastan las solas buenas ideas como instrumento de la fe o desarrollo de la misma; ni acaba de bastar que nos dediquemos a la acción {3 (43)} buena con presteza y generosidad pura, sino que, además, hemos de enmendar lo torcido, lo malo, lo que estorba en nosotros. Ahí a veces radica el error en nuestros cálculos precipitadamente optimistas. Lo malo, lag claudicaciones de nuestra voluntad que, miradas las cosas serenamente, se inhibe o retrasa en lo bueno que puede hacer y no hace, en lo malo o perjudicial que no enmienda, en lo debido e inacabado que aplaza, constituyen el lastre que paraliza y hasta detiene el proceso de ascenso y conversión urgido por nuestro compromiso bautismal. Cuando esto ocurre ―y ocurre con frecuencia―, lo más de lamentar no suele ser lo que nos pueda afear o parecernos importante en cada ocasión o en todas ellas, sino la Actitud sostenida de rechazo, de dejadez, aunque parezca pequeño lo que dejamos marchitar o despreciamos. Hay que creer y pensar bien, hay que hacer el bien, y hay que corregir (sin escrúpulos, pero diligentemente) el mal. La expansión práctica de una auténtica vida de crecimiento en la fe, necesita de esta llamémosle técnica elemental.
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3. Volver a empezar
EL MISTERIO de la vida, la fuerza del amor y la inexorabilidad de la muerte constituyen los tres temas perpetuos del pensamiento humano y de la conciencia de cada hombre, no cegada por pasiones perversas o distraída por la pereza. Se trata de vivir, aunque no acabemos de entender toda la profundidad de ese poseernos y movernos mientras todo se arremolina en torno a la conciencia inmanente de la propia existencia, rica y pobre a la vez, del tiempo que fluye sin detenerse y perdiendo la huella de los propios pasos. Vivimos, es decir: somos, estamos, nos movemos, conocemos, decidimos, obramos, y somos capaces de entusiasmarnos por el bien hallado, por el recibido, por el bien creado y compartido. Que es a lo que llamamos amor.
Amamos, o pensamos que lo hacemos cuando nos sentimos capaces de apostar todo lo que somos y podemos. El amor es, en realidad, la única fuerza del hombre, aunque se llame fortaleza a otras cosas que en vano lo suplantan o lo intentan destruir. El hombre puede según lo que ama. El amor le hace siervo y señor a la vez: siervo sin humillación, señor sin altanería. Ser, poder y amar. Y ser para poder amar.
Por eso hay que agradecer la existencia ontológica recibida por las capacidades de enamoración y de multiplicación y comunicación de bien que encierra, como un tesoro latente a punto de amanecer magnificado por el impulso generoso y gozoso, agradecido y feliz, de tanto bueno y bello recibido y compartido, descubierto y creado.
El amor es nuestra fuerza y es, como dice la Biblia (Cant 8,6), más fuerte que la muerte, porque sólo el amor la vence. Venciola el amor de Cristo y la vencemos los creyentes {5 (45)} en la medida en que entramos en la corriente transformadora de este amor, y también amamos.
Vida, amor y muerte, aunque muerte vencida, en oposición al espíritu del mundo que, temeroso de la muerte y, en búsqueda avariciosa de seguridades al margen del amor, pretende acumular fuerzas que la sepultura pudre, que los ladrones arrebatan o la polilla destruye, generando por la codicia, envidias y odios y desatando rivalidades y luchas por defender una vida sin amor, pero abierta locamente a una muerte sin remedio.
Ni las armas —todas malas e hijas del pecado―, ni las leyes de los hombres —buenas unas, malas otras― bastarán a defender la vida ni a estimular el amor. El escándalo de nuestro mundo está en haber supuesto que se había convertido, que ya era cristiano, cuando resulta que, a pesar del abuso de los nombres y de las autocalificaciones, el Bautismo cristiano le ha resbalado, por lo cual estamos todavía a punto de comenzar, o poco menos.
{6 (46)} Por eso habrá que volver a las actitudes de los primeros cristianos, inermes y sin leyes protectoras, pero que supieron agradecer la vida, y llenarla de amor, de entusiasmo por el bien, de un bien que no cabe en el tiempo y que no muere con la muerte.
Hemos de comenzar a ser, otra vez, cristianos, en el misterio de esta vida en la que Cristo entró y nos acompaña, para comunicarnos el vigor espiritual que nada puede destruir y que anticipa la participación gratuita de su paz, que no es como la que, en vano, pretende asegurar y mantener el mundo.
Hemos de volver a empezar porque el mundo todavía no ha descubierto para qué es y lo que vale la vida; porque todavía no es libre para amar; porque nosotros mismos, los cristianos, no hemos acabado de entender el misterio de amor, para Dios y para el mismo mundo, que nuestra vida encierra.
Ese «tesoro escondido en el campo» de la historia humana no se puede amparar en leyes que lo defiendan, sino que se alcanzará solamente por quienes «vayan a venderlo todo para poderlo adquirir». No se trata de criticar, de lamentarse demasiado, sino de ponerse en camino para quien se fíe totalmente de Dios. Para ese tal, la vida será un reto para el amor, y la muerte no existirá.
La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1ª Petr 1, 3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia, puesto que es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico.
Concilio Vaticano II, Const. Lit., nº 106
Los cristianos sabemos que el dolor —cuando es rectamente asumido— es semilla de resurrección... A pesar de todos los signos negativos, invitamos a la esperanza. La esperanza es una virtud esencialmente cristiana. Se basa en la certeza que tenemos de que Dios ha asumido, en la muerte de Jesucristo, todos nuestros dolores y fracasos, y en su resurrección ha vencido todo mal.
Su vida es más poderosa que la muerte.
Conf. Episcopal Chilena, 17.12.1982
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4. MORAL POSITIVA
ES VERDAD que la bondad siempre consiste en la afirmación mantenida del bien, antes que en la negación del mal.
No se es bueno porque no se es malo, sino que no se puede ser malo porque se es bueno. La moral ―la buena moral— siempre es positiva. Pero este compromiso con el bien, primero y radical que, por principio, excluye la compatibilidad con desviaciones negativas, no se traduce, a nivel práctico y humano, en lo que la teoría exige.
Nuestra conducta no suele ser tan rotunda ni absoluta. Lo cual no puede llevarnos a la preocupación (a la previa ocupación) de remover impedimentos morales mediante el trabajo de la negación progresiva y mantenida de males. Lo previo ha de ser la elección del bien y el movernos por él y hacia él, tan plenamente como podamos, de modo que no queden energías desperdiciadas; no debiéramos "tener tiempo" para nada malo... Una dedicación a tope en lo bueno, no deja resquicios para lo negativo, para las claudicaciones u olvidos de la humana debilidad.
Pero el hombre, limitado y débil, y porque de un modo simultáneo no alcanza a conjugar perfectamente la teoría con la práctica de lo que va descubriendo como bondad, no puede descuidar la vigilancia sobre sí mismo, consecuente (no previa) al reconocimiento y elección del bien y al propósito y actitud mantenida de dedicarse a él.
El hombre no ha de estar preocupado por el mal, pero ha de vigilar las posibles desviaciones del bien los retrasos, las claudicaciones, la tentación de la pereza y del egoísmo. Por este motivo, aunque la moral cristiana ha de ser esencialmente positiva, esa dedicación por la que pretendemos afirmar con la actitud conducta de nuestra vida la incorporación al sentido dinámico de la bondad que se desprende del Evangelio, no puede excluir el reconocimiento de la propia realidad. Lo contrario sería ilusión o soberbia. Y, por lo tanto, después de aclarar y afianzar la actitud previa por la que se elige el bien y se dedica la vida a él, será preciso no negligir la labor vigilante, para ir corrigiendo, aunque sin dejarnos tentar de la angustia, las posibles equivocaciones y consecuencias de la flaqueza evidente que la realidad nos descubre. Moral positiva, cierto. Pero "hay que corregirse", hay que enmendar la conducta, hay que revisar la indolencia de hábitos a desterrar, hay que seguir adelante y convertirse un poco más cada día.
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5. ELOGIO DE LA GRACIA
LA RAZÓN justamente nos ha sido dada para trabajar la gracia mientras ésta se halla en quietud; pero así que la acción de la gracia empieza, hay que dejarla hacer, hay que dejarnos hacer por Dios en ella, pues en ella misma actuará entonces todo lo que la razón haya trabajado, sin que ésta venga en aquel momento a perturbarla con su soberbia. Porque la razón es soberbia de sí y todo lo quiere arreglar; y mientras estamos en esta naturaleza humana hay que obedecer su carácter mixto: trabajarla en parte con nuestro poquito de razón, y dejarla en su parte mayor inconsciente en la mano de Dios que sólo puede llevarla. Porque si todo lo damos a la razón y queremos que ésta rija no sólo su parte, sino también la de la gracia, ¿qué le dejamos a Dios? ¿Por ventura somos ya todos Dios? Cuán lejos estamos de ello nos lo dice el fervor con que le invocamos, en una u otra forma, en los mayores trances de nuestra vida. Dejemos pues libre la acción a la gracia, después que la razón haya trabajado en la quietud, y a reserva de trabajarla de nuevo y siempre de nuevo, cuando, habiendo actuado, su quietud deje vacante el imperio. Entonces podremos examinar lo que hayamos hecho, y poner en la gracia dormida un nuevo impulso confortador o rectificador, para que lo encuentre en sí cuando despierte y lo actúe en sí a su manera.
Así obra Dios alternativamente en nosotros tratándonos de igual a igual, ya paternalmente, ya como individuos racionales, ya como universo del que el individuo se va todavía desprendiendo. Lo primero por medio de la razón que por este mismo tratamiento de igualdad es muy expuesta a soberbia; lo según-por medio de la gracia que, como producción directa de Dios en nuestras acciones, guarda aún el calor de la mano soberana del Criador y tiene aquel encanto de la humildad tan proporcionado a nuestra naturaleza de criaturas.
Joan Maragall 9 (49)
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6. TIEMPO LITÚRGICO
LA LITURGIA es la celebración del misterio cristiano. Algunos han dado en llamar tiempos "fuertes" de la liturgia, o del "año litúrgico", a las etapas del calendario de especial intensidad ritual y celebrativa. Pero es difícil asignar demasiado categóricamente, tanto el principio como el fin cíclico de tales celebraciones, como inclinarse para dar énfasis a alguna de ellas. El misterio cristiano nos envuelve y nos ocupa a través de todo el camino temporal, y no precisamente como una insistencia cíclica, sino como un progreso más bien lineal que propende a recapitularse en Cristo, {10 (50)} principio y fin de todo, y razón vida de la Iglesia. Frente a cada cristiano y para la Iglesia, el misterio de Cristo se desenvuelve y desarrolla, no como una reiteración, sino como una participación creciente, que mantiene la constante del sentido pascual, como dinámica liberadora y como inserción y participación en la vida de Cristo, todavía esperado, todavía predicado, todavía muriendo y resucitando en el mundo y en la Iglesia. Esto es lo que constituye el misterio cristiano, no reducible a ideologías enajenantes ni a moralismos tranquilizadores o farisaicos, ni a inocente folklore.
El misterio cristiano y la simbología de la liturgia están enlazados para manifestar, en el tiempo, la significación sagrada que tiene para el hombre, el recuerdo y la celebración de la Pascua. Todo converge hacia ella y todo de ella se deriva para el creyente, el cual, a partir del Bautismo, está abocado a la tensión transformadora del primer "transformado", del Resucitado. Esa tensión podemos subrayarla, más o menos, en uno u otro tiempo de nuestros calendarios, pero en realidad es una urgencia constante en el transcurso de toda nuestra vida temporal, por encima de cualquier convención o simbolización {1ç {11 (51)} ritual. Aunque el rito nos sirve porque expresa el tiempo o momento sacramental en que Cristo se encuentra con los hombres y con ellos se comunica. Por eso podemos decir que tiempo litúrgico equivale a tiempo sacramental, y lo es, para todo el misterio cristiano, el año, el mes, la semana, el día... e incluso el instante en que el símbolo recrea la acción ritual en el seno de la Iglesia.
Ese misterio de muerte y vida en Cristo, y también de tensión espiritual sostenida, es la Pascua, incesantemente evocada por su celebración en la comunidad de los hijos de Dios.
Tiempo litúrgico que está por encima de la monotonía repetitiva de fiestas y celebraciones y que no tiene principio ni fin: que comienza siempre y busca su fin en el reino de Dios, hacia el que permanece abierto, desde el tiempo, para la eternidad, no como una huida de las contingencias, sino como una transformación trascendente, porque en esa trascendencia insiere lo temporal, superándolo, elevándolo, arrastrándolo consigo, liberándolo para Dios, en Cristo Jesús.
Por esas razones no podemos esclavizarnos en el marco de las divisiones temporales de las mediciones que tomaron como referencia la luna o el sol, adoptadas por las culturas antiguas y tenidas en cuenta en Israel y en Roma, a pesar de que el Cristianismo las utilizase como cañamazo sobre el que teje y multiplica la conmemoración ritual del misterio de Cristo, es decir, la liturgia. Porque la celebración del misterio de Cristo no se nos presenta como un perpetuado retorno anual, sino como la memoria sacramentalizadora y vivificante de un desarrollo y crecimiento en Cristo y de Cristo en nosotros, es decir, la Iglesia.
Debemos poner más claramente la Pascua, sus Sacramentos y sus ritos, en primer plano de nuestra valoración religiosa, ya que es el centro del designio divino en nuestra salvación: los dos sacramentos principales de los que recibimos la salvación, el Bautismo y la Eucaristía, son los que con clara evidencia derivan del misterio pascual. Para los cristianos creyentes, una vez purificados, es un revivir en la Muerte y Resurrección del Señor.
PABLO VI
Si la Iglesia es el movimiento de retorno de las personas hacia Dios, de hecho este retorno sólo se puede realizar en Cristo, el cual en tanto que es hombre es el camino a seguir para alcanzar a Dios.
Sto. Tomás de Aquino
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7. Documento: LA PAZ CRISTIANA
TODO el Antiguo Testamento es una nostalgia de la paz paradisíaca que el anuncio y la esperanza de un Mesías restituirá y extenderá a todos. Jesucristo es este Mesías que renueva la exigencia universal de la paz, con la entrega de su vida y el misterio de su muerte y resurrección. Reproducimos algunos párrafos más significativos de un trabajo de Xavier Pikaza, profesor de la Filosofía de la Religión en la Universidad de Salamanca, cuyo interés subrayan las carreras armamentistas y la proliferación de tantas violencias, institucionales o subversivas, que padece nuestro mundo.
Exigencia universal de la paz
Jesús es, ante todo, hombre pacífico: no adelanta el reino por la fuerza, no lo quiere imponer por la violencia de la guerra, sino que lo presenta como gracia que nos lleva al cambio y conversión de la existencia.
Jesús fue hombre exigente. Su paz no implica falta de interés, sino valoración distinta de la vida: lo que importa es que los hombres se desplieguen y realicen como humanos, en actitud de fe y en gesto de apertura hacia los otros. Allí donde el viejo Israel hubiera puesto la urgencia de la guerra Jesús ha situado la exigencia del servicio interhumano.
Finalmente, Jesús ha sido un hombre universal. En su camino van desapareciendo los límites que escinden a perfectos e imperfectos, buenos y malos, judíos y gentiles.
Este universalismo pacífico de Jesús se sitúa en la línea de la fe de los profetas: poniéndose en las manos de Dios sabiendo que no existe salvación sino en un {13 (53)} gesto de confianza, el hombre se define como humano entregando su existencia en manos del misterio, más allá de todos los cálculos de tipo político o social. Dicho eso, debemos añadir que esa fe se ha explicitado en un gesto de servicio en favor de los demás: el que confía en Dios está llamado a crear un espacio de amor activo que se extiende hacia los otros, suscitando condiciones de confianza y convivencia. Finalmente, todo el gesto de Jesús está cuajado de esperanza: sabe que el reino está llegando, tiene la certeza de que irrumpe en esta tierra; se ha cumplido la palabra escatológica que en otro tiempo presentaron los profetas; surge el mundo nuevo de verdad y salvación para los hombres, por medio de una ofrenda austera y exigente de vida.
Mediación de los pobres
El universalismo pacífico de Jesús se explicita y culmina como oferta de ayuda a los necesitados, a través de un doble corrimiento que podemos definir de esta manera: a) del poder a la impotencia; b) de lo político a lo humano.
Hay un corrimiento del poder a la impotencia. La esencia de la guerra consiste en la búsqueda y conquista violenta del poder; pues bien, Jesús renuncia por principio a la toma del poder y se sitúa en un espacio de impotencia activa que confía en la transformación del hombre y en el salto cualitativo hacia una forma de existencia que no sea impositiva. La toma del poder continúa generando siempre actitudes de poder; sólo se consigue y perpetua por la fuerza impositiva, como saben Mt 20, 25; 23, 8 ss.
Por el contrario, la apertura de Jesús a la impotencia se realiza de una forma pacífica, por medio de la ofrenda de la vida, en gesto de absoluta gratuidad que hace posible un nuevo tipo de realización humana.
Pobreza y servicio
Por eso existe, al mismo tiempo, un corrimiento de lo político a lo humano. Jesús no se ha propuesto transformar la estructura política. Tampoco se pone a reformar el entramado sacral de su pueblo. Lo que hace es mucho más profundo: se sitúa sobre el campo abierto de lo humano, en un espacio de universalidad que se define, a mi entender, por estos componentes. a) Por la pobreza: el gesto de Jesús implica un descubrimiento de la internacional de la pobreza; en su camino desembocan los desheredados de todas las leyes, los marginados de todas las {14 (54)} imposiciones, los derrotados e incapaces de todas las batallas, los enfermos, leprosos, prostitutas. Sobre ese trasfondo ha extendido Jesús el signo de riqueza del Evangelio, la esperanza del reino, la palabra de humanidad donde los hombres se descubren como hermanos, más allá de toda imposición y toda guerra. b) Por el servicio:
superando las políticas y normas que tienden a perpetuarse a sí mismas, Jesús ha presentado ante los hombres su palabra de servicio; la vida adquiere sentido donde el hombre ayuda a los que están necesitados. De esa manera se establece lo que podríamos llamar la internacional del servicio interhumano.
Allí donde se cruzan estos dos caminos (de pobreza y servicio) viene a suscitarse lo que se pudiera llamar la revolución universal de Jesús.
La tensión guerrera del Evangelio se traduce de manera explícita en la lucha contra lo diabólico. En ella se asumen y cultivan, en otra dimensión, los símbolos violentos del Antiguo Testamento. Con esto penetramos en una de las paradojas más significativas del Evangelio:
nadie como Jesús ha renunciado a la violencia como enfrentamiento entre los hombres; pero nadie ha resaltado con más fuerza la exigencia de luchar contra el poder de lo diabólico que rompe y atenaza, disgrega y aniquila la existencia libre de los hombres.
Lucha antisatánica
Jesús, el hombre pacífico por excelencia, es a la vez el más guerrero: actúa sin cesar como exorcista; va ayudando, en gesto poderoso a las personas que parecen poseídas por espíritus y fuerzas demoníacas; se mueve siempre en gesto combativo, nunca cesa de oponerse a lo que impide que el hombre sea humano. En este contexto se emplean símbolos guerreros: Satán aparece como el fuerte que domina la casa de este mundo: pero viene otro más fuerte, viene Dios y su enviado Jesús que le domina y le destruye (cf. Mt 12, 22-32). Estamos dentro de la gran batalla decisiva, escatológica, y Satán cae vencido, rueda desde el cielo como un rayo (cf. Lc 10, 18).
De pronto descubrimos que todo el Evangelio ha interpretado el conjunto de exorcismos y la vida de Jesús en forma de combate escatológico del hombre que se enfrenta contra aquellos poderes inhumanos que amenazan destruirle.
{15 (55)} En este proceso hay un momento de espiritualización:
Jesús no destruye a los opresores, no mala a los poderosos; simplemente va creando un campo de existencia donde pueda superarse lo diabólico. Cuando plantea su batalla, Jesús sabe situarse en las raíces del problema:
quiere transformar el árbol de la vida a fin de que después sus frutos sean buenos.
Pienso que esta lucha antisatánica resulta necesaria en nuestro tiempo. La paz de Jesús sólo es posible allí donde nos comprometemos, en bien de los pequeños y abatidos de la tierra, a luchar contra las fuerzas que actualmente nos impiden ser humanos. De esta forma descubrimos que el pacifismo de Jesús no significa pasividad; no se trata de dejar que las cosas sigan como estaban; pacifismo significa lucha por el hombre, esfuerzo por lograr una libertad que nos permita vivir en la armonía del servicio mutuo, en la línea de las dos universales de Jesús que hemos trazado (de los pequeños y de aquellos que sirven a los pequeños).
Dentro de esta batalla que Jesús entabla en contra de lo demoníaco debe interpretarse el gesto de la entrega de su vida. Allí donde la guerra clásica pretende quebrar la resistencia de los otros, destruyéndoles si fuera posible, Jesús ha situado su entrega personal como gesto de violencia que destruye la violencia, como muerte que protesta contra todas las muertes del combate de la historia.
Dentro de ese proceso queremos destacar tres elementos:
conquista de Jerusalén, toma del templo, muerte en el Calvario.
Subida hacia Jerusalén
Lo primero es la conquista de Jerusalén. La lógica de la guerra santa de Israel, en tiempo de la vida de Jesús, se dirigía a la conquista militar de la ciudad de las viejas tradiciones: así lo harán celotas sicarios algunos años {16 (56)} más tarde (66-70); es lo que hicieron ya los macabeos.
Podemos afirmar que también Jesús ha conquistado Jerusalén; lo ha hecho de un modo provocativamente creador, en gesto hiriente de hondura y de grandeza: viene sin armas, como rey manso y pacífico, rodeado por un grupo de entusiastas mesiánicos (cf. Mt 21, 1-11); viene para ofrecer la paz, en actitud de amor que hace estallar todos los odios y violencias de la guerra impositiva (cf.
Lc 19, 41-4). Por el mismo camino que entraron, con un mismo ideal de violencia, guerreros y reyes, conquistadores y bandidos, llegó Jesús a su ciudad y conquistó Jerusalén para la paz eterna de los hombres.
Esa conquista culmina en la toma del templo. Quisiera evocar el simbolismo que en la historia de Occidente han suscitado la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno de San Petersburgo. También celotas sicarios tomaron en su día el templo de Sion, en gesto lleno de posibilidades estratégicas y resonancias religiosas. Pues bien, para nosotros los cristianos sólo hay una "toma" que resulta verdaderamente significativa: la de Jesús que, llevando en una mano el látigo de la purificación religiosa y en la otra la purificación para los pobres de la tierra, entra en el templo y realiza el gesto de limpiarlo.
Esa entrada se define, a mi entender, por tres matices: a) No se expresa como guerra ni se hace por las armas:
Jesús viene a pecho descubierto, sin clarines de combate ni ruido de batallas. b) Entra en gesto de purificación:
no ejerce su violencia en contra de los hombres, sino en contra de un sistema demoníaco, que ha convertido el espacio religioso en lugar de compraventa y búsqueda económica; el látigo de Jesús no es arma de combate que se emplea en contra de los hombres; lo que intenta destruir es la estructura religiosa esclavizante. c) Jesús abre el templo a los marginados (cojos, ciegos, niños): hay en su gesto una especie de inmensa inversión; el templo de lo humano, en su apertura a Dios, empieza a ser el hombre abandonado (los enfermos), el hombre que recibe agradecido el don del reino y canta lo mesiánico (los niños) (cf. Mt 21, 12-17).
Entrega de la vida
Todo culmina en la muerte del Calvario. A Jesús se le condena en una especie de "juicio de guerra": la guerra religiosa de los judíos, que defienden su ley por encima {17 (57)} de la vida de los hombres; la guerra religiosa de los romanos, que sacrifican la vida de Jesús en aras de la seguridad del imperio. Pero esa muerte de Jesús ha transformado toda la lógica de este mundo: Jesús no ha muerto por debilidad, sino por creatividad; no por cobardía, sino porque ofrece a los hombres un camino diferente de humanización. Sobre el fondo de su Cruz quiebran todos los esquemas impositivos; la lógica de las armas pierde su sentido. Lo que importa es el camino de la vida que se ofrece hasta la muerte, la vida que se entrega por los otros, en confianza creadora y transparencia. Precisamente allí donde la guerra de este mundo le ha matado, inaugura Jesús un camino de transformación pacifica que triunfa en la Pascua y se predica por medio de la Iglesia.
El camino de la Iglesia
La Iglesia inicia su camino sobre el fondo de la paz de Jesucristo y lo explicita en su palabra y experiencia.
En el principio de la Iglesia está la predicación de paz. Ella anuncia que la paz existe, está fundada en Jesús, en su victoria sobre los poderes de este mundo, en su apertura hacia la gracia. Esta predicación de la paz habrá de ser testimonial; desde Mt 10, 9-13, sabemos que la misión de la Iglesia sólo tiene sentido en actitud de total desprendimiento, lejos del poder impositivo y de los gestos de violencia. El enviado de Jesús marcha indefenso, sin dinero, sin resguardos sociológicos; se presenta ante los hombres les dice: «que la paz sea con vosotros»; es la {18 (58)} paz de la vida como gracia, la paz de la fraternidad, la paz donde resulta posible y necesario superar toda imposición, desde el Cristo que ha muerto y ha resucitado.
El ideal evangélico
En el centro de la Iglesia está el esfuerzo por construir la paz. Los cristianos realizan ese camino a través del seguimiento de Jesús, asumiendo sus gestos, cumpliendo sus palabras. Esa paz se vive en un mundo conflictivo. En ciertos momentos, la Iglesia ha pensado que todo su ideal de paz es compatible con actividades de violencia; por eso ha promulgado cruzadas, ha bendecido cañones, no acaba de condenar formalmente los ejércitos del mundo. A mi juicio, esto se debe a una imperfecta comprensión del Evangelio: la radicalidad del camino de Jesús sólo se vive allí donde el cristiano renuncia a la violencia guerra, no por cobardía, sino porque se encuentra empeñado en suscitar un modo diferente de ser hombre. Pienso que camino de la paz eclesial continuará siendo frágil; pero esa fragilidad no puede impedir que se interpele el tipo de violencia organizada en que vivimos; ciertamente, la Iglesia no puede disolver los ejércitos del mundo, pero debe decir a sus cristianos que la guerra es mala y toda preparación para la guerra (armamentos, ejércitos), tomada por sí misma, es ya perversa; ciertamente la Iglesia no puede quebrar la estructura militarista de los modernos Estados, pero debe anunciar con toda fuerza que el modelo combativo que presentan los Estados resulta ya perverso, demoníaco. Quizá debamos abrir mejor los ojos, empaparlos de Evangelio y descubrir que este entramado de violencia en el que estamos constituye ya pecado. Combatir la guerra sin violencia impositiva; tal es, a mi entender, el ideal del Evangelio que la Iglesia ha de asumir ahora con toda fuerza.
Finalmente, dentro de este mundo malo, en medio de sus propias estructuras ambiguas, la Iglesia ha de atreverse y se atreve a celebrar la paz, sea en la eucaristía, sea en el sacramento de la reconciliación. Es la paz que reasume el gesto del Calvario, que concretiza el camino de Jesús en nuestro tiempo y anuncia su victoria escatológica. Evidentemente, esa celebración sólo tiene sentido allí donde, al menos, se comienza a creer en la paz, viendo inicialmente su misterio.
No impulso a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la misma obra de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
Vaticano II, Const. Iglesia y mundo, nº 3