Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 203. ABRIL. Año 1983
0. SUMARIO
EL HOMBRE viejo acepta verdades, pero no las asimila; se refugia en seguridades, pero no se enamora; se viste de bondades ―se cubre con ellas―, pero no se convierte; usa los signos santos, pero trivializa su significación sagrada. No acaba de comprender qué es «nacer de nuevo», resucitar, y se conforma ―sin reformarse― instalándose en el decoroso bien. Se adhiere, pero no se transforma. Le falta, todavía, entregarse al ideal 1 dejarse llevar de la fuerza del verdadero y único amor.
Cuando, entre todos, lo alcancemos, podrá haber «mil nombres para un solo amor».
TODO, NADA...
EL SACRAMENTO OLVIDADO
EL SACRAMENTO DE LA
EL MÁRTIR CLANDESTINO
EL MISTERIO PASCUAL
LA PENITENCIA, SACRAMENTO PASCUAL
PARÁBOLA
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1. TODO, NADA...
No tener nada.
No llevar nada.
No poder nada.
No pedir nada.
Y, de pasada,
no matar nada;
no callar nada.
Solamente el Evangelio,
como una faca afilada.
Y el llanto
la risa en la mirada.
Y la mano extendida y apretada.
Y la vida, a caballo dada.
Y este sol y estos ríos
y esta tierra comprada,
para testigos
de la Revolución ya estallada.
Y "mais nada".
Mons. Casal d'Áliga 2 (62)
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2. El sacramento olvidado
NO HACE tanto tiempo que, el célebre cardenal Mercier, decía que el Espíritu Santo era «el gran olvidado, el gran desconocidos cuando nos referíamos a la Iglesia o, simplemente, a la vida sobrenatural de las almas. Pues era el Espíritu lo que hacía de la Iglesia algo más que una organización comparable a las 9ociedades terrenas, y era el Espíritu también el que hacia ―superando las meras exigencias de la moralidad convenida, filosófica o cultural― que el alma del fiel viviera sobrenaturalmente.
Algún paralelo con esa queja podíamos hacer en nuestros días, si nos refiriéramos al sacramento del Bautismo, puesto que muchos cristianos que lo han recibido, viven casi por completo olvidados de él. Y no nos referimos a los que dicen que han perdido la fe o se declaran ―como ahora es moda― agnósticos. Aquí nos referimos a amplios sectores de cristianos tenidos por "practicantes" y hasta piadosos. Cristianos para los cuales el Bautismo supone ―si lo recuerdan― poco más que su inscripción oficial a la Iglesia (a veces confundida, con la del Registro Civil), o lo consideran como un automatismo benéfico incomprendido a la par que rayante con lo mágico ―así entienden lo sobrenatural― con ninguna o escasa incidencia consciente y responsable, cual les correspondería por haber recibido, transfundida, la vida de Cristo, en quien el sacramento les injerta.
Las corrientes subjetivistas, especialmente post-románticas, influyeron, desde fuera, en las formas de piedad católica, primando otro sacramento ―el de la Penitencia, o confesión― en detrimento del esencial del Bautismo. El cristiano fervoroso, no era el que vivía intensamente su Bautismo (y aceptaba en si y proyectaba hacia el mundo el compromiso de sus promesas), sino el que más a menudo se acercaba al confesonario. No pocas veces esta práctica y las ideas que la favorecían, mantenían al fiel en una situación infantilizada y dependiente, con el resultado de reducir la práctica de la confesión, o de confundirla, con el mero consultorio espiritual, o con el lugar de desahogo para alma9 solitarias en busca, consciente {3 (63)} o no, de compensaciones psicológicas, o como clínica fácilmente asequible para conciencias escrupulosas. En muchas ocasiones, la misma dirección espiritual no ha sido correctamente entendida. Todo lo cual ha llevado poco A pocos una lamentable trivialización de este sacramento ―concebido originalmente como un «segundo Bautismo»― que pasa en la actualidad por una época de desprestigio en grandes áreas entre los mismos fieles. Lo que no ha podido evitar ni la reciente reforma pastoral, que ha surtido escaso efecto.
Pero, en cambio, la crítica de las deformaciones que lo perjudican en su genuina importancia y significación que sería preciso recuperar), han favorecido el general despertar, en las parcelas más conscientes e ilustradas de la Iglesia (los teólogos), el interés y la conciencia del olvidado Bautismo, favorecido todo ello por los estudios sobre la historia del desarrollo de la vida sacramental en la Iglesia. Porque no se puede llevar una vida cristiana, y menos pretendidamente fervorosa, sin que el Bautismo ocupe el lugar esencial y primario de esta vida. Ni puede entenderse y hacer compatible ese radicalismo bautismal con el absurdo de que necesite ser restaurado con diuturna, intermitencias. Cuando esto ocurriera, habrá que detenerse en el camino y afrontar lúcidamente el problema y resolverlo de cara a Dios, con ideas claras, instrucción y generosidad de alma. Cuando no ocurra nada de eso, habrá que depurar de sentimentalismos y pérdidas de tiempo, disipando falsos pretextos espirituales y situando cada cosa en su sitio, con sencillez y verdad evangélica.
Pascua, y esa bendita época de renovación eclesial que comenzó con Juan XXIII, nos invitan, una vez más, a tener en cuenta, primaria y continuamente, nuestro Bautismo, que no admite substituciones.
La Iglesia no es una construcción artificial que se ha edificado o se deberá edificar según un plan anterior o externo a ella misma...
La Iglesia es un organismo vivo, animado y dirigido por el Espíritu Santo que continúa, vitalmente, su ley dentro de sí. Y no puede ser comprendida desde fuera, por el camino de la investigación científica o de la crítica. Si bien no carece de justificaciones históricas y racionales, éstas no son adecuadas a su realidad, que no puede comprenderse más que por la misma Iglesia y por cada creyente, en la medida en que vive en comunión con ella.
Yves Congar, O. P., Exquises du mystère de l'Église
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3. EL SACRAMENTO DE LA FE
EL SACRAMENTO del Bautismo, junto con el de la Eucaristía, es el gesto más lleno de sentido que celebra la comunidad cristiana. En el Bautismo confluye todo el misterio de la vida: el pasado de pecado ―superado―, el presente del hombre nuevo ―en vías de alcanzarse y la esperanza del mundo definitivo ―al que la fe ha dado crédito.
1. La opción fundamental
El Bautismo sella la primera respuesta del hombre al plan de Dios sobre su vida individual y colectiva. Se configura a lo largo del difícil camino de la conversión que ha respondido a la llamada. Esta conversión radical, en la que se pone en juego toda la persona, se le plantea a todo hombre normal en el momento crítico de su vida.
La conversión bautismal encara al inicialmente creyente con la opción fundamental de la fe y su configuración práctica. Opción que se dirige hacia los valores básicos del Evangelio, resumidos en el amor universal, con preferencia hacia el más débil.
El amor cristiano es práctico e histórico; se concreta en una praxis correcta del convertido en medio de la sociedad en que vive.
Cuando el creyente que ha emprendido la senda del Evangelio se encuentra, según el discernimiento de sus hermanos, maduro en la conversión, recibe el sacramento de la fe en su último gesto: el agua y su entrada en la comunidad.
2. La incorporación a la Iglesia
La fe en Jesús llega, generalmente, por el testimonio de la Iglesia y es en su seno en el que el inicialmente creyente quiere ser bautizado, para vivir en vivir en fraternidad el ideal de vida de Jesús.
{5 (65)} La comunidad que anuncia el Evangelio se presenta a sí misma como el ámbito en el que es posible vivir sin rodeos los valores de las bienaventuranzas.
La Iglesia se manifiesta como el fruto de la fe en Jesús: una plataforma de amor y comunión; lugar de la fraternidad alcanzada, en el que compartir y el servicio sean el único motivo de existir.
El creyente, viviendo en la comunión de sus hermanos, hace efectiva su fe, se capacita para seguir adelante en el camino, comparte sus esperanzas y dificultades, celebra los logros, invoca a Dios ―como última instancia― y de esta manera se carga de energía a fin de realizar su servicio a la comunidad humana, de la ciudadano.
3. Solidaridad con Cristo
Quien cree en Jesús participa de su mismo espíritu, adquiere su talante, entra dentro de la corriente de atracción y comunión con él.
La solidaridad es una categoría clave para entender la experiencia del creyente con relación a Jesús:
apuntados a la misma causa, caminantes por la misma senda, mirando a la misma meta y, sobre todo, en comunicación, cogidos de mano, unidos, identificados.
El amor a Jesús, la comunión con él, la presencia de su mismo impulso vital, el conectar con su onda sonora, el hundir las raíces en la misma tierra en la que él maduró, el fiarse del rumor salvador del que él se fio, el arraigo de los mismos sentimientos, reacciones y praxis que él tuvo, el vivir de la fe y el amar con el amor que él amó y sentirse alentado por esa misma esperanza..., son aspectos de esa profunda solidaridad que el creyente experimenta cuando se proclama seguidor de Jesús.
En la muerte de Jesús mueren log que creen en él: con la misma {6 (66)} desesperada confianza que él tuvo y en lucha contra las fuerzas que destruyen al hombre y al mundo de Dios. Se muere con él, para salir regenerado y participar de la vida.
Se es solidario también con su resurrección.
4. El hombre nuevo
miento de lo alto, participación de la resurrección, primicias de la nueva creación, revestidos de Jesús, creaturas del mundo futuro, hijo de Dios, hombre del espíritu, ungido..., son imágenes que expresan la radicalidad de la acción del Espíritu de Dios y su efecto en el creyente.
En efecto: el Bautismo es como un alumbramiento, un renacer. En él la Iglesia se siente madre. En el seno de las aguas, la pila bautismal, se da a la luz la nueva vida. Conceptos propiamente bautismales son: vida, fecundidad, exuberancia, nacimiento.
El hombre nuevo en ciernes tiene una misión: anunciar la buena noticia o evangelio de la llegada de la creación definitiva. La vida del creyente en la sociedad es la proclamación de la sentencia condenatoria de este mundo caduco y el anuncio de que la coyuntura para comenzar a edificar el mundo nuevo está ya presente.
Tareas específicas del bautizado son: vivir las obras de la luz en medio de las tinieblas, luchar contra las obras y estructuras de la injusticia, mantenerse firme en el choque con el príncipe de este mundo, enfrentarse a la estructura de pecado del mundo, buscar afanosamente las solidaridades de los hombres y grupos sociales que llevan en sus manos el futuro de la historia nueva.
El Reino de Dios, al que se ha dado crédito y según el cual se ha orientado la opción global de la vida, lleva consigo una praxis muy concreta. La conversión bautismal sólo es verdadera cuando se viven las obras de la fe. El creyente no puede servir a dos señores: a Dios y al dinero. Actitud bautismal es jugarse todo a una carta: vender todo para comprar el campo que esconde el tesoro; arriesgar la vida, para retenerla; dejar las redes, para emprender el trabajo de la liberación. ¿Acaso el bautizado no ha hecho profesión de amar a Dios у al mundo con todo su corazón y todas sus fuerzas?
De RITUAL DE LOS SACRAMENTOS, introducción al sacramento del Bautismo.
Para comprender una vida, como para comprender un paisaje, es menester escoger bien el punto de vista y no hay ninguno mejor que la cima. Esa cima es la muerte. Desde tal cima hay que examinar la serie de acontecimientos que nos han conducido a ella. De esta forma, se dice, ven los moribundos en su última hora desplegarse todos los sucesos de su vida, cuya conclusión inminente le proporciona un sentido definitivo.
Paul Claudel
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4. El mártir clandestino
CIERTO, si tuviéramos que buscar un ejemplo nítido de martirio, en las crónicas contemporáneas, no podría haber duda para que eligiéramos el sellado con la muerte violenta de monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado mientras celebraba la Eucaristía, en su misma catedral de El Salvador. Cuando resulta que a veces se promueven causas de santidad en las que, sin necesidad de dudar de las virtudes cristianas esenciales de los que han muerto en gracia de Dios y se pretende «elevar a la gloria de los altares», apenas si aparece como extraordinario, algo más que el interés institucional de los promotores, mitificadores de la vida y milagros de los canonizandos, que no tuvieron problemas con los poderosos del mundo o que no fueron cogidos entre los pobres del Señor y, sobre todo, no fueron perseguidos por causa del Evangelio, como los primeros mártires, a semejanza de monseñor Romero, ante cuya tumba ―¡oh vergüenza!— sólo pudo acudir Juan Pablo II, a condición de que llegara a ella a escondidas y vigilado por los soldados de los mismos que llevaban, todavía, las manos manchadas en la sangre del mártir. Dirán que «por razones políticas» se oponen a que sea glorificado y ni siquiera mentado como "mártir", y hasta es posible que las presiones diplomáticas perduren largo tiempo amedrentando a los mismos cristianos y a los representantes de la Iglesia en llamarle así: "mártir"― testimonio― de {8 (68)} Cristo... precisamente porque lo es.
Hemos de agradecer a Juan Pablo II que no se aviniera a suprimir la visita de aquella tumba, aunque sólo le dejaran ir a postrarse ante el mártir proscrito, a puertas cerradas y escoltado por esbirros.
Lo cual constituía todo un símbolo allí y en la Iglesia, cuya pasión sigue a la de Cristo, identificado con los dolores de la humanidad, él, fue el primer Mártir y el primer proscrito, precisamente por ser en verdad inocente, y afrentar, por su misma radical inocencia, la perversión de sus jueces.
Bienaventurados los pobres, los limpios de corazón, los perseguidos por causa de la justicia... Todavía, y mientras haya pecado en el mundo.
TRES MODELOS:
Bea, Mindstzenty, Óscar Romero.
En el camino que me espera (como cardenal), tres serán los modelos en que me inspiraré: Agustín Bea, que fue "el hombre del diálogo", biblista y maestro de estudios, que tuvo tanta importancia para el ecumenismo y para la introducción de nuevas perspectivas, aunque respetando la tradición. Luego Joseph Mindstzenty, símbolo de la firmeza de la fe, como tantos otros cardenales del Este, y mártir. Finalmente Óscar Romero, revestido con la púrpura de su propia sangre inocente que empapó el altar, al ser asesinado cuando celebraba la Eucaristía. Tres cardenales, símbolos de tres realidades que deben permanecer unidas: el diálogo, el martirio y la Eucaristía.
Card. CARLO M. MARTINI, arzobispo de Milán.
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5. EL MISTERIO PASCUAL
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.
Rom 6, 4.
Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.
Eph 2, 6.
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.
Col 3, 1.
Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él.
2. Tim 2, 11.
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Padre!.
Rom 8, 15.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre desea que le den culto así.
lo 4, 23. {10 (70)} EL CONCILIO Vaticano II, en uno de los primeros párrafos de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, condensa en pocas palabras lo que constituye la esencia del misterio pascual para el fiel cristiano: es la cita liminar que anteponemos a esta glosa, y remite a los versículos del Nuevo Testamento, que reproducimos al margen de esta página. Cristo mismo, en la conversación con Nicodemo, ya había asegurado que «el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios». Ante la sorpresa de Nicodemo ―«¿Cómo puede ser eso?»—, le dice el Señor, no sin una dulce ironía: «Tú eres maestro en Israel y ¿no lo sabes?...» Solemos decir, repetir ―y siempre es bueno recordarlo― que el cristianismo no es una filosofía, ni es reducible a una moral, ni es clasificable como sólo hecho cultural, para en seguida pasar a afirmar que es vida, que es una vida. Aunque tal vez ni esa sola afirmación baste, por más que se acerque a su esencia, porque podríamos acabar tomando el concepto de vida como simple modo de vivir, como estilo, como praxis que ahora dicen o como punto de vista desde el que se contempla o explica la mera existencia, o como fuente de criterios para valorar el mundo y enjuiciar al hombre, incluso refiriéndolo a la trascendencia divina, que los supera todo... Podríamos recoger {11 (71)} y ordenar estos modos y maneras, y toda la cantidad indudable de verdad que, bien entendidas, pueden contener para la teología cristiana. Pero no sería todavía suficiente, porque seguiría siendo posible entenderlo y referirlo a Jesucristo como teniéndolo al lado mientras hacemos camino; podría ser, todavía, como una compañía que nos caldea el corazón mientras andamos, de posada en posada, añorándolo o abrumados de tristezas, o amortizando nostalgias o rememorando vivencias fugaces, a la vez incompletas e irrecuperables.
El cristiano que saliera de estos recuerdos o de esta búsqueda, no sería todavía el cristiano que ha de salir del bautismo de Jesucristo, si es consciente de lo que este sacramento ha obrado en él. El cristiano es un "re-nacido" en Jesucristo. Es un misterio de muerte y de vida, para vivir la de Jesucristo en nosotros.
El cristianismo no sólo es vida, no sólo es una vida, sino que es la vida de Jesucristo en nosotros. Esto es más que moral, más que verdad especulativa, más que explicación del mundo y de la existencia, más que un estilo. Cristo es más que acompañante, por la fe, de nuestros pasos por los caminos del tiempo: Cristo no está al lado, sino dentro de nosotros que, de algún modo, somos extensión y crecimiento mistérico suyo. Cuando se dice «en el cielo con él», no es para sólo un "después porque el cielo ya ha comenzado, ya está aquí (es una herencia porque ya es riqueza; es un premio porque es gracia...) Lo demás ―actitud frente a la existencia, concepto del mundo, valor de lo contingente...― no precede, sino que sigue a la incorporación de Cristo, por el bautismo, por el que ya somos hijos antes que siervos. La moral no prepara el sacramento, sino que le sigue, y no es cristiana si no sigue al sacramento.
Hay todavía mucho precristianismo por falta de verdadera fe bautismal, cuando Cristo permanece como un dato, tal vez importante, pero sin participar de su misterio.
Pero entonces, ¿qué sentido tendría el Nuevo Testamento?
Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo:
mueren con él, son sepultados con él y resucitan con él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba! ¡Padre!, y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre.
Vaticano II, SL 6.
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6. Documento LA PENITENCIA, SACRAMENTO PASCUAL
LA RESTITUCIÓN del verdadero sentido del sacramento de la Penitencia responde a su significación pascual. Es oportuno un breve esbozo histórico para que los fieles comprendan mejor el valor de este sacramento, que ha sufrido, y sufre todavía, deformaciones por las que, con frecuencia, aparece desfigurada la hondura teológica y la grandeza de la misericordia divina que encierra, tal como la entendió secularmente la Iglesia, por encima de la rutina pretendidamente piadosa, o de las ideas de eficacia y utilidad mágica, o de sucedáneo de psicologías desorientadas o insatisfechas. El recto sentido de todo lo que constituye la práctica secular de la Iglesia viene desde los orígenes y por esto nos parece oportuno reproducir unos párrafos de la obra «Celebrar a Jesucristo» de Adrien Nocent, que son una breve y esclarecedora síntesis sobre ese tema.
El término "Penitencia pública" da lugar a menudo a una doble confusión. En primer término, jamás ha habido confesiones públicas de faltas. Estas se confiesan en secreto al obispo. Esta confesión secreta ha sido siempre obligatoria. Si ocasionalmente la historia nos ofrece el testimonio de ciertas confesiones públicas, no se trata más que de iniciativas personales, signos muy particulares de un profundo arrepentimiento, pero exteriorización no obligatoria en la disciplina penitencial antigua. Además, no debe imaginarse que al lado de esta penitencia llamada pública hubiera otra penitencia privada, sacramental. A excepción de Irlanda a partir del siglo VII no existe penitencia privada sacramental y reiterada antes del siglo {13 (73)} IX. Aunque la confesión es privada, no hay más expiación que la publica de la que no se revela el motivo. La distinción entre los diferentes pecados en cuanto a su gravedad, se deduce menos del análisis del pecado en sí mismo, que de la forma en que debía expiarse. Es grave, mortal, el pecado que exige penitencia canónica, la cual supone la intervención de la Iglesia para la reconciliación. Es leve o venial el que se puede reparar con mortificaciones privadas.
Siglo I
Desde fines del siglo I se ve perfilar una especie de disciplina penitencial. Ante todo, el pecador grave queda privado de la eucaristía. Son los jefes de Comunidad quienes determinan por sí mismos la medida de esta excomunión. En el siglo III se concretaría la práctica penitencial como consecuencia de ciertas circunstancias sociológicas.
La reconciliación de los pecadores culpables de adulterio, de fornicación y sobre todo de apostasía, será fuente de controversias que provocarán la lenta elaboración de una doctrina penitencial. Tertuliano, muerto después del 220, es una de las más conocidas personalidades envueltas en dicha controversia. En su tratado sobre la penitencia nos da una descripción bastante precisa de los usos penitenciales de su tiempo. Para obtener la remisión de las faltas graves, se precisa un tiempo de expiación bastante sereno.
Esto supone siempre una confesión de las faltas e interiormente una total conversión, un pesar y un buen propósito. Esta confesión no es pública pero la actitud externa de la penitencia exigida da a entender a todos que se trata de un pecador. Las oraciones, prosternaciones, ceniza sobre la cabeza, se llevan a cabo delante de la puerta de la iglesia, y más tarde en el interior de la iglesia misma durante el tiempo fijado por el obispo, hasta el día de la reconciliación. Esta penitencia no se podrá repetir, y este uso tan severo subsistirá hasta el siglo VII. El penitente que recae es, por tanto, dejado a la misericordia de Dios pero la Iglesia no interviene ya para reconciliarle.
La decadencia del siglo IV
Desde el siglo IV hasta el siglo VI se constata una decadencia en la práctica antigua de la penitencia. Sin embargo, la antigua disciplina esencial: que el pecado grave exige la penitencia eclesiástica, subsiste siempre. La dificultad está en los principios de clasificación entre pecados {14 (74)} que someter a la penitencia y otros pecados que se pueden perdonar mediante buenas obras.
La penitencia reiterable
Entre el siglo VII y el siglo VIII se ve como evidente este hecho: que apenas se reconcilia a nadie más que a la hora de la muerte. La penitencia canónica ha venido a resultar mucho más severa para estas generaciones y ya no cumple su papel en la vida de los cristianos. En el siglo VII los Celtas y los Anglosajones inauguran una nueva práctica: la penitencia puede en adelante reiterarse. A partir del siglo VIII habrá un libro penitencial del que se sirve el sacerdote o el obispo para aplicar a las diversas faltas una tarifa impuesta de antemano. Se llega así a esta decisión: que un pecado grave se perdona por una penitencia cuya importancia está indicada en el libro penitencial; en cuanto a los pecados públicos, no pueden ser perdonados más que con una penitencia pública. De hecho, estos pecadores públicos son a la vez objeto de una pena de prisión (confusión pecado-delito).
He aquí, brevemente, el esquema de la ceremonia penitencial: el Miércoles de Ceniza, antes de la misa, el obispo recibe a los penitentes. Les impone el cilicio y siguen una serie de oraciones. Finalmente el penitente es expulsado y confinado hasta el Jueves Santo. Este día es liberado y viene a prosternarse a la puerta de la iglesia.
Entonces el obispo se adelanta hacia la puerta de la iglesia. Manteniéndose en medio de la puerta, les hace una breve exhortación acerca de la clemencia divina y de la promesa del perdón y les dice cómo serán pronto reconducidos a la Iglesia y cómo deben vivir en ella.
Tras unas oraciones les asperja con agua bendita y los inciensa diciendo: «Levantaos, vosotros que dormís, levantaos de en medio de los muertos y Cristo os iluminará ».
El perdón solemne
Finalmente les da el perdón; después, teniendo elevadas las manos y extendidas sobre ellos, les da la bendición solemne: «Por las oraciones y los méritos de la bienaventurada María siempre Virgen, del bienaventurado Miguel Arcángel, del bienaventurado Juan Bautista, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los santos, que Dios todopoderoso tenga misericordia de vosotros, perdone todos vuestros pecados y os lleve a la vida eterna. Amén».
{15 (75)} Esta celebración, poco conocida de los cristianos, es evocadora de lo que es en realidad el sacramento de la Penitencia.
Hasta el Vaticano II
Tras algunos cambios del siglo X y del siglo XIII, el Pontifical contemporáneo ha conservado este ritual hasta la reforma del Concilio Vaticano II.
El sacramento de la penitencia no sólo adquiere su eficacia en la Sangre del Señor, sino que nos da de nuevo acceso a la mesa eucarística, banquete de triunfo y de resurrección. Por eso la penitencia está íntimamente inserta en el misterio doloroso y triunfante de Pascua; está esencialmente ligada al bautismo y a la eucaristía; provoca la renovación del pueblo cristiano y actúa en la consolidación de la estructura del pueblo de Dios que es la Iglesia.
Inserción en la Pascua triunfante
Según esto la penitencia ha de referirse primeramente a la presencia de Cristo resucitado. Es en Cristo siempre para interceder por nosotros. (Heb. 7, 25), es en la intercesión soberana de su Persona siempre presente en su Iglesia, donde deben converger las actividades de la penitencia. Ante este Cristo sentado a la derecha del Padre se halla situado el cristiano que se arrepiente. Delante de ese Cristo es como hay que hablar de pecado y de penitencia, y de cara a él es como la liturgia cuaresmal habla de ellos. El pecador debe operar, pues, «una descentración de sí, una recentración sobre Dios en Jesucristo, una entrada en el misterio de muerte y de resurrección. Y es Dios quien, en su Hijo, hace que se lleve a cabo el arrepentimiento, la adhesión, el don de sí, y quien de nuevo reintegra al hombre a la vida eterna». Toda verdadera actitud penitencial supone una tensión dentro de un deseo por reencontrar una plena y completa posibilidad de dialogar con Dios. Semejante diálogo, que tendría lugar entre Dios y Cristo, se intercambia ahora entre Dios la Iglesia. A través de ella, mediante ella, cada cristiano se {16 (76)} inserta en este diálogo. Por eso, la actitud penitencial no es una exclusiva vuelta sobre sí mismo, sino que supone un "vis-a-vis", una persona que escucha, responde y perdona. El pecador penitente se halla incluido en este diálogo. Éste le ayuda en la lucha que caracteriza el entretiempo que transcurre entre el momento en que se ha realizado la presencia de Cristo resucitado ―en quien tenemos la certeza de que se nos ha adquirido la salvación de forma definitiva, si nos adherimos a ella―, y el momento en que la vuelta de Cristo consumará definitivamente la realidad de la salvación. «Vosotros sabéis el momento en que vivimos», escribía san Pablo (Rom. 13, 11-12). Todos nosotros vivimos en el tiempo, salvados en esperanza, radicalmente salvados por el bautismo en la muerte de Cristo, pero no obstante, en la fase de lucha todavía. Toda la liturgia cuaresmal insiste en este punto y hace profundizar en su realidad. Pero la actividad penitencial está referida en la liturgia al tiempo escatológico y a esa promesa de la vuelta de Cristo que fundamenta nuestra esperanza de salvación.
Con este trasfondo escatológico podemos descubrir lo que piensa la Iglesia sobre la penitencia, tal como ella la construye en la liturgia.
El segundo Bautismo
La penitencia se practica siempre en la Iglesia con referencia a Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre y actualmente presente en su Iglesia. Con él, en la Iglesia, y teniendo presente su infinito poder de intercesión, se confronta el penitente. La actividad penitencial es retorno, lucha, conversión en la que interviene el Buen Pastor que, "débil" ante la fe sincera y humilde del hombre pecador, no rehúsa su perdón. La penitencia no es estática, sino que está centrada en una marcha hacia la Jerusalén celestial, hacia la propia transfiguración del penitente en la gloria de Cristo resucitado.
San Ambrosio, en la homilía sobre el evangelio de la viuda de Naín, exclama: «Si hay pecado grave que no podáis lavar vosotros mismos con las lágrimas de vuestro arrepentimiento, que llore por vosotros la Iglesia, que interviene por cada uno de sus hijos. Como madre viuda por hijos únicos...Que llore, pues, la tierna madre y que la multitud la asista... Entonces os levantaréis de la muerte, entonces seréis librados del sepulcro».
Si estamos convencidos de que en un mundo pecador hay mucha injusticia y tiranía reinantes, si estamos o estuviéramos convencidos realmente de que el pecado marca también las estructuras sociales y no incide tan sólo en la vida privada de los individuos, entonces más bien nos debería sorprender lo poco que la Iglesia entra en conflicto con las instituciones sociales y con los poderosos, salvo en los casos en que atacan directamente a la Iglesia misma.
KARL RAHNER
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7. Parábola
Volvamos a la parábola... Con la parábola el poeta ve lo que hay detrás de las esquinas y en la espalda de las estrellas.
La parábola es el camino más corto entre el Hombre y la Luz.
He aquí una parábola:
Había un hombre que tenía una doctrina. Una gran doctrina que llevaba en el pecho (junto al pecho, no dentro del pecho), una doctrina escrita que llevaba en el bolsillo interno del chaleco.
La doctrina creció. Y tuvo que meterla en un arca de cedro, en un arca como la del Viejo Testamento.
Y el arca creció. Y tuvo que llevarla a una casa muy grande.
Entonces nació el templo.
Y el templo creció.
Y se comió el arca de cedro, al hombre y a la doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco.
Luego vino otro hombre que dijo: «el que tenga una doctrina que se la coma, antes de que se la coma el templo; que la vierta, que la disuelva en su sangre, que la haga carne de su cuerpo...
y que su cuerpo sea bolsillo arca y templo».
Mil nombres y un amor.
Diversos son los nombres y diversas las hablas,
y hay muchos nombres para un solo amor.
La vieja y frágil plata cambia en tarde
parada sobre el campo en claridad.
La tierra, con sus trampas de mil finos oídos,
ha cautivado a la alondra de la canción el aire.
Si, comprende y hazte tuya, también,
desde los olivares,
la alta y sencilla verdad que en su presa voz habló:
«Diversas son las hablas y diversos los hombres,
y habrá mil nombres
para un solo amor».
Salvador Espriu