Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 205. JUNIO. Año 1983
0. SUMARIO
CRISTO se proyecta en la Iglesia en la medida en que los hombres, por la fe y la caridad, se abren al Espíritu y superan el propio egoísmo, dando cauce al plan de Dios para construir una humanidad nueva. Los santos respondieron a este llamamiento y convirtieron sus vidas en anuncio del mismo. Por esto, junto a Cristo, han sido y son los pilares de la Iglesia, como Reino de Dios que ya comienza aquí en la tierra.
LA IGLESIA, PARA VIVIR UNA VIDA
ORATORIO, ORACIÓN
CÓMO FUE POSIBLE LA IGLESIA
EL GRAN NEWMAN
TRES NOMBRES Y EL DE JESUCRISTO
EL MISTERIO DE LA IGLESIA Y NEWMAN
IGLESIA Y MUNDO
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1. LA IGLESIA, PARA VIVIR UNA VIDA
CRISTO no ha venido a este mundo para echar un discurso o dictar un libro para ser rápidamente difundido, y partir enseguida, satisfecho de habernos dejado un sistema de ideas.
Él ha venido para fundar una vida. Y contrariamente a lo que siempre intentaron los sociólogos, desde antiguo hasta hoy, él, fundando una vida, ha fundado una sociedad, como resultado de esta vida. Su verdad fue, desde los orígenes, como aún lo es ahora, el alimento de esta vida y el cimiento unificador de esta sociedad. Fue vivida, fue pensada, fue predicada antes que escrita. Y finalmente fue escrita para ayudarnos a pensar, a hablar de ella, a predicarla para hacerla vivir en adelante.
La verdad de Cristo contenida en el Evangelio... es una semilla depositada en el seno de la Iglesia y, por la Iglesia, en el de la humanidad... La Iglesia es el órgano viviente de la verdad viviente de Cristo. Ese es el testimonio que ella ha trasmitido a través de los tiempos: que sólo lo transmite de manera eficaz en la medida que incesantemente lo desarrolla y hace fructificar. Lo que fue la ley del pasado sigue siendo la ley del presente, como lo será para el futuro. Y es hermoso que suceda así. Todas las generaciones sucesivamente, y en cada generación, todos los individuos, desde los más humildes a los mayores, cada uno a su manera, y conforme a su posibilidad, han sido llamados a concurrir para edificar en el mundo la verdad de Cristo.
Lucien Laberthonniére, (de l'Oratoire de France: 1860-1912) 2 (102)
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2. Oratorio, oración
PASADA la fiesta de nuestro Santo, queda siempre en el ambiente de la conmemoración, el interés por aquello que pudiera parecer esencial a su espiritualidad. Pero resulta muy difícil ceñirnos demasiado a definiciones y aun a descripciones. Puede servirnos la enumeración, pero con la condición de dejar abierta la lista de lo que pudiéramos considerar como característica de su espíritu. Así, podemos referirnos a la oración, la caridad, la libertad, la alegría, la sencillez, el buen gusto, el desprendimiento, la humildad... Y suponer que de todas estas palabras, la de la «oración» debió serle particularmente grata a san Felipe, pues ella sirvió, antes que otra, para dar nombre a aquellas reuniones más o menos informales, poco numerosas, en las que se comentaba algún trozo de la palabra de Dios, o de la vida de los santos, o de la historia de la Iglesia, o de algún suceso que tuviera interés cristiano. Aquellas reuniones se llamaron, efectivamente, «el Oratorio del P. Felipe», nombre que no era totalmente original, pero servía bien para identificar el sentido espiritual que presidían tales encuentros. Por otra parte, decir a secas que san Felipe era el santo de la oración, es confirmar algo cierto que, sin embargo, también se ha de predicar de todos los demás santos. ¿O sería posible imaginar un verdadero hombre de Dios, que no lo fuera de oración intensa?
Lo que ocurre es que, en san Felipe, no sólo tenemos singulares ejemplos de su vida de oración, sino que solamente ella nos proporciona el secreto de lo que pudieran parecer singularidades, de otro modo incomprensibles o chistosas, como por ejemplo la del anuncio de su muerte, que se produce no como culminación o desenlace de una enfermedad, sino como resultado de una experiencia espiritual que va madurando el alma hasta que, por decirlo de algún modo, ya no cabe en el cuerpo y necesita «estar siempre con Dios» (Tes 4, 16).
Algunos biógrafos del Santo atribuyen a espíritu profético el hecho, casi divertido, de que san Felipe anunciara su muerte, hasta llegar a precisar {3 (103)} el día y la hora, a medida que el momento se iba aproximando. Los médicos decían que estaba bien, pero él insistía en que no le comprendían, y echaba cuentas, que tomaban como obsesiones de viejo, los que le conocían menos, y vino a resultar que fue exacto en la predicción y el suceso.
Y todo fue en paz, gozosamente, sin dejar de ocuparse en lo de siempre, manteniendo la atención a quien le visitaba... «Y ahora me voy a morir», Y murió.
Dios, para él, no era un ser lejano, sino un Amigo, y la oración era conversar con él. Murió ―es decir, vivió definitivamente para Dios― porque fue la hora, sin trastornos ni dramas lacrimógenos. «Los que aman a Dios no temen la muerte, sino la vida», solía decir.
San Felipe, el santo de la alegría, pensaba siempre en eso que llamamos muerte, pero que a él le situaba en la cercanía de Dios, como regazo de paz, como descanso de amor, como luz en el alma, como gozo divino que da fuerzas para las penas o soledades terrenas, y capacita para dar alegría a los demás, y convierte la vida terrena en antesala del cielo. Llega la hora, realmente presentida, en que la «amistad divina» ha de resolverse en la muerte. Porque el amor y la muerte, en recíproca medida, compactan la vida de los santos y su enamoramiento de Dios. ¿O qué puede ser la oración, sin que consista en la respiración del alma, convertida en cielo? ¿Y qué otro sentido puede tener la muerte para un santo, que no sea la madurez del amor?
Oratorio, oración... Sí, es adecuado y es bello este nombre para las obras de san Felipe, santo de la oración. Si pensamos que no sabemos hacer oración, pensemos un poco en la muerte, y la oración será fácil.
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3. Cómo fue posible la Iglesia
LA IGLESIA es fruto del amor y del dolor de Cristo, es su obra y, al mismo tiempo, proyección suya a través de la historia de los hombres. Desde nuestra perspectiva, la acción de Dios, es siempre historia, entra siempre en nuestra vida y nos fuerza a protagonizar la aceptación o rechazo de su proyecto universal de bien, su Reino, desde aquí mismo, pero hasta más allá del tiempo y de nosotros mismos. Esta proposición, como ideal, es sublime. De donde podemos comprender algo el derroche de que Dios intervenga, a través de la Encarnación, en nuestro camino temporal y creado, para que de esta manera tengamos en él mismo la ejemplaridad típica de cómo podemos sumarnos y asumir su llamamiento. A la respuesta sin regateos le llamamos santidad. A veces hemos creído —o nos ha convenido creer― que la invitación a la santidad era sólo selectiva, y así nos hemos conformado con aplaudir a los demás que la siguieran, manteniéndonos al margen o a la espera, incluso con pretextos de humildad poco sincera, con la que esconder resignaciones sugeridas más bien por el egoísmo, o por la comodidad decorosa.
Pero Dios llama a todos. Los caminos, los modos serán diversos, pero la vocación a la santidad ser libres para amar a Dios, es universal. Si es preciso, Dios manda voceros a las encrucijadas de los caminos, como si forzara a entrar en su fiesta de redimidos. Los que bien le entienden y son sinceros consigo mismos, dejan todo y van a él. Los modos serán diversos, pero la exigencia es siempre la misma y la sinceridad debe ser total: es como un tesoro tan grande, por el que vale bien la pena venderlo todo para comprarlo; todo lo demás es secundario. Y el buen arte de responder bien consistirá, no en hacer compatible la dualidad de servicio al mundo y a Dios, sino en saber {5 (105)} servir sólo y siempre a Dios, entendiendo sabiamente lo que nos ha de ayudar a llegar antes a él; porque la creación no se nos da como obstáculo, sino como medio a sacramentalizar, a convertir en signo de lo santo y encuentro con Dios.
Es peligroso decirlo demasiado deprisa, porque es preciso reflexionar y medir y, sobre todo, amar puramente (es decir: amar verdaderamente).
Difícil, pero posible, porque los santos ―no solamente los canonizados...― lo han entendido y lo han hecho. ¿Cómo lo han hecho?
A trueque de simplificar demasiado, podríamos sobreponer un par de rasgos comunes a todos los santos, desde los mismos apóstoles.
En primer lugar, hay que partir de una desnudez interior. Lo de «ve, véndelo todo, y luego ven, sígueme», es todavía verdadero, como lo ha sido siempre. Es una pobreza espiritual ―no meramente intelectual o estimativa― en la que no caben simulaciones ni cálculos interesados y farisaicos. No se puede entrar en el Reino para sacarle a Dios ventajas, honores o posiciones que nos establezcan en seguridades (más o menos relativas) de este mundo. San Felipe decía: «dadme sólo diez hombres verdaderamente desprendidos, y conquistaré el mundo para Dios». Y es que, aun para las cosas de Dios, huimos del riesgo de esa desnudez, incluso como experiencia fugaz. Si bien es cierto que si le pedimos a Dios que nos haga puros de corazón, nos dará la oportunidad providencial de experimentarla alguna vez en la vida. Cuando esto ocurriere, será ocasión de un arranque no imaginario en la comprensión del Reino de Dios, o inserción de la propia vida en la verdadera Iglesia santa.
Será una bendición divina, que nos servirá, si se repite alguna que otra vez, para entrenamiento de lo que {6 (106)} ha de ser pasar a la Iglesia en triunfo, o celestial, cuando, maduros en la fe y la vida de Gracia, llegue la hora de «pasar del mundo al Padre». Solemos pedir poco a Dios estas cosas, que son las que siempre concede. Se trata de dejar las barcas, y hasta de quemar las naves, o, por lo menos, de aceptar que Dios nos arranque de ellas. Los que han hecho algo para Dios, no han sido los gratificados y consolados, los enmadrados, consentidos, protegidos y mimados, sino los verdaderamente desprendidos, los «empobrecidos para hacerse ricos en Cristo» y así enriquecer a los demás en la fe, para la Iglesia.
La Iglesia no es una organización, sino un misterio, que toca la historia de los hombres y que comienza a entenderse desde la pureza de sucesivos desprendimientos, que facilitan el acercamiento a Dios y descubren la acción de Dios y su presencia en el camino de los hombres. Ahí está la Iglesia y eso es la Iglesia. No podríamos imaginar a Pedro, a Pablo, a los demás apóstoles y santos sin tenerlo en cuenta. Además: sin ellos nosotros no habríamos llegado al conocimiento de Dios y a la fe en Jesucristo; del mismo modo que otros no llegarán ahí sin nosotros. La Iglesia siempre es apostólica y el cristiano siempre es necesariamente, también apóstol.
La Iglesia fue posible porque hubo gente que lo dejó todo para seguir a Cristo. Pero fue un desprendimiento enriquecedor, porque «más que ciento a uno» es la distancia entre lo meramente mundano y lo espiritual y trascendente.
Lo entendieron así los inmediatos seguidores de Cristo y, a través de los tiempos, lo han ido entendiendo de igual modo los seguidores más afectados por el Evangelio.
Y hay otro rasgo también común a los verdaderos seguidores de Cristo, que es tomar la vida como un espacio limitado al tiempo. Es decir, tomar la vida como una proyección hacia lo que la trasciende, lo que implica el pensamiento de la muerte. En particular san Felipe nos dio ejemplo de pensamiento gozoso de la muerte, frente al catastrofismo de los milenarismos medievales, en los que, hasta cierto punto, convergían lo profano de las danzas macabras al uso, en la ebriez por enajenarse de lo terrible e inevitable frente a epidemias y guerras desoladoras, y la meditación terrorificante de los novísimos, puesto el pensamiento en un Dios más amenazador que misericordioso. San Felipe piensa en la muerte como la hora del encuentro con «quien nos ama». El pensamiento de la muerte reserena su vida y hace más universal, en el tiempo y en las cosas, la visión {7 (107)} de la existencia, como algo positivo, que toma el tiempo de la vida como entrenamiento para el amor.
Los dos rasgos a que hacemos referencia se encuentran especialmente manifestados en los santos que han tenido más que ver con la Iglesia, en el momento de su fundación y en los momentos históricos de su reforma. Pues algo parecido podríamos decir y detallar, no ya de los apóstoles y primeros cristianos, en los que con frecuencia el martirio resumía ambas disposiciones, sino también de los santos de principios de la Edad Media (Antonio, Atanasio, Benito, Jerónimo, Agustín...), y de los de finales (Francisco, Catalina de Siena, Ramón Llull...) Por lo tanto, cada vez que, de corazón, deseemos una Iglesia mejor, tenemos en ellos el ejemplo de que aprender. Ejemplo que, por otra parte, se contiene y resume en Jesucristo, en el que converge el gran empobrecimiento de la Encarnación con el ardiente deseo de volver al Padre.
Imaginar la posibilidad de una Iglesia surgida de otro modo, crecida de otra manera, sería reducirla a un burocratismo más o menos idealista y benéfico (donde los buenos administradores eficientes medran), de dimensiones colosales si la comparáramos con la vieja Sinagoga, pero desposeída del misterio de la presencia del Señor en su vida y en sus santos.
Debemos comenzar la religión por lo que parece una forma. El defecto sería no el empezar con una forma, sino el continuar con la forma. Porque es nuestro deber esforzarnos y orar por entrar en el espíritu real de los actos del culto; y en la proporción en que los entendamos y amemos, dejarán de ser sólo una forma o un deber, para convertirse en expresiones reales de nuestra mente. Así cambiaremos nuestros corazones, de siervos, en hijos del Dios omnipotente.
John H. card. Newman, C. O., P.S. (1831).
Seamos tan exactos y decentes en el servicio de Dios como lo somos respecto a nuestras personas y nuestras casas.
John H. card. Newman, C. O., P.S. (1839).
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4. EL GRAN NEWMAN
«¡QUÉ gran amigo es Newman para estas épocas de oscuridades!» escribió una vez Jiménez Lozano. Con toda razón. Porque «estas épocas de oscuridades» son casi todas, con lo que Newman es un gran amigo permanente.
(¡Cómo lo amaba Pablo VI!) No porque Newman fuera el intachabilísimo compañero, absolutamente limpio de polvo y paja. ¡Entonces no sería un gran amigo de todos nosotros, tan débiles! Newman tuvo una ironía tremenda que más de una vez desembocó en lo que Christophes Hollis llama, suavemente, «incorrección». ¿No llamó «los tres sastres de Tooley Street» a Manning. Ward y Talbot? Pero, claro, había que conocer a Manning, Ward y Talbot. Newman no fue un santito de caramelo, pero fue un hombre de tal integridad, talento, sensibilidad y coraje que, ciertamente, resultaba un excelente amigo. Pocos parecen acordarse hoy de él ni del movimiento de Óxford, uno de los acontecimientos más apasionantes en la historia de la Iglesia moderna.
Newman lo tenía todo por haberlo sido "todo" en la Iglesia de Inglaterra:
hijo de un banquero sensible a la música, de origen judío holandés y de una madre profundamente religiosa, de origen hugonote francés ("calvinismo suave" que tanto inspiró a un niño tan sensible como él), en Newman se cruzan las culturas europeas y las religiosidades de la Reforma enraizadas en la Biblia. Brillante y famoso, Newman lo deja todo para hacerse católico, a los cuarenta y tres años. «Ya sé lo que me cuesta: dejo familia, amigos, todos los que me han amado y me han hecho bien. Ya sé que voy a ser la risa de todos y que yo mismo me destierro de la sociedad». Y lo que también sabía es que no arribaba al paraíso terrenal. La Iglesia católica le hizo saber muy pronto dónde se "metía". En un avispero.
Roma le hizo sufrir tanto o más que le había hecho sufrir la Iglesia de Inglaterra. Frente a los Manning, Ward compañía que querían una infalibilidad pontificia ancha y grande como el templo de san Pedro (Ward aseguraba a quien le quería oír que el gozaría con tener una bula papal infalible cada día en el desayuno y que estaba dispuesto a atribuir infalibilidad casi hasta a los constipados papales), Newman no se recató en considerar «inoportuno» el hecho de la definición dogmática.
Y cuando a los 78 años León XIII lo hizo cardenal (pasados ya los tiempos oscuros de los conflictos, terribles conflictos, durante el pontificado de Pío IX y el "reinado" del cardenal Manning), sus declarados "opositores" ―suave expresión― estuvieron a punto de hacer naufragar el nombramiento con una serie de restricciones, silencios y trampas que sólo el coraje de sus buenos amigos pudieron solucionar. Pero todo pasó y el cuasi-hereje Newman (¡se lo llamaron tantas veces!) fue rehabilitado. Él, como tantos otros, cometió la "herejía" de pensar por su cuenta y adelantarse a su tiempo.
Bernardino M. Hernando en el libro EL GRANO DE MOSTAZA 9 (109)
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5. Tres nombres y el de Jesucristo
para la conversión, para la fe, para la gracia, para la libertad.
EL NOMBRE es el hombre, es el ser. De este proverbio podemos sacar razón para relacionar las figuras de Juan el Bautista, de Pedro y de Pablo con Jesucristo, cuando se inicia la vida de la Iglesia.
Porque el nombre de Jesucristo está, como entrecomillado, entre esos nombres: tiene el precedente de Juan ―el más grande y el último de los profetas― y la continuación y cimiento humano del nombre-piedra, sobre el que se levanta la dimensión histórica de la Iglesia, Pedro. Y junto a Pedro, el complemento dinámico de la colosal figura de Pablo, que salvará a la Iglesia del primer riesgo de cerrazón sobre sí misma, pues será principalmente san Pablo el que rompa el compartimento tópico de un cristianismo apenas post-judío y palestino.
Estos nombres que "entrecomillan" a Jesucristo, son significativos para la Iglesia que se inicia. En primer lugar, no hay que olvidar que Juan Bautista es hijo del sacerdote Zacarías (bueno y santo), pero que se desmarca de la estructura institucional del Templo, a la que pertenece el padre, del mismo modo que Jesús tampoco se confundirá con escribas y sacerdotes ―profesionalizadores, a veces muy dignos, de lo sagrado: doctrina y culto al Dios verdadero―, sino que actuará a su margen, y ni siquiera elegirá a sus inmediatos discípulos y apóstoles entre esa clase, a pesar de poder suponer que era la {10 (110)} "mejor preparada" para una misión que tiene por objeto lo santo, los intereses de Dios. Y será porque, desde un principio, convenía dejar claro que el cristianismo no había de ser una estructura que sucediera a la Sinagoga, sino algo a lo que se entraba por la conversión" —nacer de nuevo; dejar todo, vender todo y seguir a Jesús; preferirlo efectivamente a todo; morir y resucitar desde el alma...―, por la transformación profunda del ser, es decir, por la gracia sin la iniciativa de Dios es imposible que se comience ese cambio, como proceso espiritual ―y con la entrega de la voluntad― Dios respeta la libertad porque precisamente su Hijo ha venido a "liberarnos" que acepta el misterio de incorporarse a Cristo.
No se es cristiano por adhesión, como añadiendo algo más noble a la vida de cada creyente, sino porque la vida se transforma, sino porque Cristo aceptado se convierte en vida del creyente: todo lo demás ―que tendemos a considerar tan indispensable―, pasa a derivarse y a depender de esa vida transformada: circunstancias del tiempo, existencia, propio estado, profesión, actividades...
Vemos, en efecto, que Pedro, después del drama del Calvario y de las inmediatas experiencias que le siguen, vuelve a sus redes, a su barca y al lago. Cierto que no cesa de recordar al gran Amigo, entre las brumas del misterio de la resurrección {11 (111)} y las dulces sorpresas de las apariciones en el Cenáculo. Pero esto no puede bastar. Hay una pausa, un como descanso psicológico, y Cristo acude de nuevo, junto al mar: de una vez hay que dejarlo todo por los hermanos y por la Iglesia. El misterio de todas las experiencias precedentes no son para el solo recuerdo, para tenerlo al lado de lo de siempre, para acompañar la propia vida, los trabajos diarios, sino que se ha de convertir en vida.
En vano habría podido anunciar la fe, "confirmar" a los demás en ella, si él mismo, inmediatamente, no hacía de ella la vida propia, porque nadie puede salir a dar la "buena noticia", es decir, ser apóstol, si no comienza haciéndola vida suya: la verdad de Dios, se diferencia de otras verdades en que posee esa exigencia radical y profunda, a la vez entusiasmante y liberadora.
Hay que dejarlo todo para que, en el apóstol, quepa la vida del misterio cristiano.
Por eso convenía ―«convenía la muerte y la resurrección», «convenía que se cumplieran las Escrituras», «convenía...»― que, desde un principio, fuese así con los primeros seguidores y amigos de Cristo, para evitar el engaño de errores futuros. Cuando en adelante habrá más seguidores y los tiempos sean, tal vez, menos difíciles, será preciso volver siempre al ejemplo original:
no bastará con llevar el nombre de apóstol, como adjetivación de la vida, como añadidura profesional, como estado, posición o clase social, sino que será preciso ―como diría Newman― proponerse seriamente llevar la vida de Cristo, para aproximarse a lo que había dicho san Pablo: «no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi; mi vida es Cristo» (Gál 2, 20); no será verdaderamente apóstol el que "gana" y medra con seguir a Cristo, sino el que busca en Cristo la única recompensa (conf. Flp 3, 8); no será apóstol el que saque ventaja de llamarse así delante de los hombres y de la Iglesia, sino el que sirva a los hermanos y haga el bien a los hombres, para completar la cuota de labor que todavía falta a la comenzada por Cristo. No será apóstol ni será santo de Dios, el que se dejara llevar de la vanidad, de la ambición, de las envidias y especulaciones para todo lo que es aplaudido en el mundo, aunque se llame cristiano, y se haya olvidado de dar principio y llevar a término cualquier obra buena, no ya sin excluir el amor, sino por amor de Dios.
Cada vez que nos hemos olvidado de esto, se ha retrasado o paralizado la labor de la Iglesia, o se ha desvirtuado o comprometido su misión; pues para Dios y su reino, nada cuentan las solas apariencias de los éxitos alcanzados, y menos el haber alcanzado encumbramientos o posiciones personales aun las {12 (112)} lícitas, que pueden satisfacer temporalmente la vanidad de los protagonistas, pero que no dan ni la felicidad, ni pueden hacer libre al hombre, que necesita serlo para poder de verdad amar a Dios.
Por todo eso, al rememorar el nacimiento espiritual de la Iglesia, se ha de hacer memoria a las figuras de Juan el Bautista ―el que recuerda la necesidad de la conversión, ante la proximidad del reino―, del apóstol Pedro, convertido a la fe y al amor, después de la pasión de Cristo; de Pablo, en fin, que es como una síntesis de los dos, gran convertido y apóstol por antonomasia. Hay que volver a estos hitos, cuya memoria la liturgia coloca cerca del nacimiento de la Iglesia, que sitúa en Pentecostés, porque entre ellos está el nombre de Jesucristo, continuado, desarrollado en la Iglesia que nace del Espíritu. No otra religión, y ni siquiera la sucesión de la Sinagoga.
Es el reino del Espíritu, con el que comienza una renovación, todavía en camino, pero ya en la tensión del proceso que, de modo irreversible apunta al retorno de todo a Dios: De algún modo, podemos parafrasear algunas palabras del Bautista con otras de Pablo y concluir diciendo que, en este proceso de espiritualización, «iremos menguando, para que Cristo crezca; pero nosotros seremos de Cristo, y Cristo es de Dios».
Como la oración es la voz del hombre para Dios, así la Revelación es la voz de Dios para el hombre.— G. A. (1870).
La fe es un don divino. Se gana con la oración. Esta debe ser paciente y perseverante. - L. D. (1866).
Aquellos hombres que se profesan fríos, indiferentes y profanos, tarde o temprano llegan a serlo.— P.S. (1831).
La Escritura comienza una serie de desarrollos que no terminan; O sea, que sería erróneo buscar cada una de las proposiciones de la Doctrina Católica en la Escritura, por separado.-- U.S. (1843).
El Cristianismo es una verdad viviente. - G. A. (1870).
Todos sufrimos los unos por los otros, y sacamos provecho del sufrimiento ajeno; porque el hombre no toma solo una posición aquí, aunque algún día en el futuro deberá tomarla; pero aquí es un ser social, y se dirige a su casa definitiva como un miembro de una gran compañía.— G. A. (1870).
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6. Documento: EL MISTERIO DE LA IGLESIA Y JOHN HENRY NEWMAN
JOHN H. NEWMAN es el más grande de los convertidos que, en el transcurso de cuatro siglos, han pasado del protestantismo a la Iglesia católica. Nació en febrero de 1801 y murió en agosto de 1890, casi once años después de que León XIII lo creara cardenal. Una vida larga y densa, a pulso de la búsqueda honesta de Dios, que inicia su camino desde el momento en que descubre que no basta ser «virtuoso», para ser cristiano, sino que, como si comenzara una nueva vida, pasa a ser religioso, es decir, a relacionarse, a tratar al Dios personal, a creer y sentirse en vuelto en el mundo que no se ve, pero que es real». Ésta, que él llama *su primera conversión», tuvo lugar en su adolescencia, en el otoño de 1816 ―«When I was fifteen», como anota en su APOLOGIA―. Y, desde entonces, «sin traicionar jamás a la luz», se abre un proceso o desarrollo de acercamiento a la verdad, sin tener ociosa la razón, pero no llegando a la verdadera Iglesia por fuerza de los silogismos, sino porque el pensamiento iría acompañado de la oración, del trato entre él y su Creador ―«myself and my Creator»―. Universitario, ese camino se nutre del estudio de la iglesia primitiva, especialmente a partir del año 1828, en que empieza a leer sistemáticamente a los Padres. Cinco años más tarde, estalla el llamado «Movimiento de Óxford», que conmociona no solamente la universidad, sino toda la iglesia de Inglaterra. En 1845 es recibido en la Iglesia católica. Decide entrar en el Oratorio y es ordenado sacerdote en 1847. Enseguida tiene lugar la fundación del Oratorio en Inglaterra, y se da a una actividad imposible de reseñar en pocas líneas, en la que era compatible el vigor y la paz, el sufrimiento el apostolado, la oración intensa y el estudio, y cuidar de la formación de sus primeros discípulos a la par que dedicar energías para empresas como la fundación de la Universidad de Dublín, el proyecto fallido del Oratorio de Oxford, alentar a los laicos católicos ilustrados, la fundación de escuelas, etc., sin que le faltara tener que afrontar la polémica, por lo común, «como quien atraviesa en soledad el desierto». Soledad, envidias, silencios, incomprensión, que su bien templado corazón sabía soportar purificándose. Pueden ser ilustrativas estas palabras escritas en plena madurez católica: «Cuando yo era protestante, mi religión era triste, pero mi vida era alegre; desde que soy católico, mi religión es alegre, pero la vida triste».
ÉI peregrinó hacia la Iglesia; tuvo una experiencia de buscador del Reino de Dios, de enamorado de su obra, que amo con fidelidad absoluta, sin esperar a cambio {14 (114)} nada más que Dios mismo: lo que tuvo en paz su alma, porque a nadie envidió, y respeto a todos, católicos y protestantes, sin juzgar ni forzar la conciencia de nadie, aunque los estrategas y computadores de éxitos visibles, le acusaban de que no hacia conversiones. Cierto que a él no le habría costado presionar a amigos, montar obras efectistas, hacerse propaganda de buen celo.... pero era demasiado inteligente y honesto para dejarse llevar de esa sutil tentación que seduce incluso a los "buenos", cuando se creen importantes antes o fuera de lugar.
Teniendo un poco en cuenta todo este preámbulo, pensamos que pueden ser de utilidad algunos textos que tienen relación con el misterio de la Iglesia: al pie de cada uno ponemos las siglas de los títulos Abreviados de las obras de donde vacamos las citas (que al final damos en transcripción completa), y el año en que fueron escritos. Van a continuación y en el recuadro de las páginas 8 y 13.
Debéis mirar más allá de este mundo, y de lo mundano en la Iglesia, de lo que es tan imperfecto, de los vasos de tierra en los que conservamos la gracia, para poner los ojos en la Fuente misma de la Gracia, y pedirle que Él os llene con su presencia.― L. D. (1871).
Los hombres hablan de la bondad de Dios de una manera general..., pero piensan de todo ello como en un torrente que se derrama a través de todo el mundo, como en la luz del sol, no como la acción continuamente repetida de una Mente inteligente y viva, que contempla aquello que visita.— P.S. (1835) La verdad tiene tal poder en sí misma, que fuerza al hombre a profesarla de palabra; pero cuando se trata de ponerla en acto, en lugar de obedecer a ella, el hombre la substituye por un ídolo.— P.S. (1833).
Esperar grandes efectos de nuestras presiones de lo religioso, es algo natural ciertamente, y también inocente: pero proviene de la inexperiencia sobre el tipo de trabajo que debemos utilizar —que es cambiar el corazón y la voluntad de los hombres.
Es una posición mental más noble la de trabajar, no con la esperanza de ver el fruto de nuestra labor, sino la de seguir nuestra conciencia, como un deber; y de nuevo en fe, confiando que se seguirá el bien, aunque no lo veamos.— P.S. (1830).
La conciencia no es egoísmo permisivo, ni un deseo de ser consecuente consigo mismo; sino es el mensajero de Aquel que, tanto por naturaleza como por gracia, nos habla a través de un velo, y nos enseña y guía por Sus representantes.― Diff.(1874).
{15 (115)} La Iglesia, considerada en sentido propio, es la gran compañía de los elegidos, que ha sido escogida gratuitamente por Dios, sobre la que trabaja el Espíritu... es un cuerpo in risible, o casi invisible, formado no sólo por los pocos que aún viven en la prueba, sino también de la multitud de los que duermen en el Señor.— P.S. (1837).
Cristianos son aquellos que profesan tener el amor de la verdad en su corazón; y cuando Cristo les pregunta si Lo aman tanto que sean capaces de beber Su copa y participar en Su Bautismo, ellos contestan, «sí, somos capaces» (Mt 20, 22), y tal profesión se convierte en maravilloso cumplimiento.— S. D. (1843).
Cuando estamos a punto de juzgar cómo la Providencia cuida de otros hombres, haríamos bien en considerar primero lo que ha hecho por nosotros.— G. A. (1870).
Tú me has hecho pasar de año en año, y con Tu maravillosa Providencia, de la juventud a la madurez, con la más perfecta sabiduría, y con el más perfecto amor.― M. D. (1893).
Si nos dejamos arrastrar por la corriente del mundo, viviendo como los demás hombres, recogiendo nuestras ideas religiosas aquí y allá, donde fuere, tendremos poca o ninguna noción de una providencia particular sobre nosotros... No alcanzamos a creer que Él está realmente presente en todas partes, dondequiera que nosotros estamos, aun cuando no lo vemos.― P. S. (1835).
La oración es esencial a la religión... En el conjunto de la humanidad, la oración no es menos general que la fe en la Providencia; la oración, así como la esperanza, son constitutivas de la religión del hombre.-- G. A. (1870).
La diferencia entre los hombres religiosos y los demás está en que éstos confían en el mundo visible, y aquéllos en el mundo invisible. Ambos tienen fe, pero unos tienen fe en la superficie de las cosas, y otros en la palabra de Dios.― S. D. (1838).
Siempre he tratado de poner mi causa en las manos de Dios, y de ser paciente, y Él no me ha olvidado.— L. D. (1879).
{16 (116)} Si fuese obligado a brindar por la religión después de una cena (aunque tal supuesto parezca disparatado), yo bebería ―si se me permitiese― por el Papa, pero primero por la conciencia, luego por el Papa.― Diff. (1874).
Para un pagano ingenuo, debió ser uno de los puntos más notables del Cristianismo, en su primera aparición, el observar que la oración formaba parte vital de su organización; y esto, aun cuando sus miembros estaban dispersos por todo el mundo... con tan poca oportunidad de actuar en conjunto; sin embargo ellos, todos cada uno, encontraban el solaz de una relación espiritual y un lazo de unión, en la práctica de la intercesión mutua.― Diff. (1865).
Ni el oro, ni la plata, ni las joyas, ni los ornamentos preciosos, ni la habilidad del hombre para utilizarlos, forman la casa de Dios, sino los fieles, las almas y los cuerpos de los hombres a quienes Él ha redimido. No las almas solas, sino el hombre entero, en cuerpo y alma, es poseído por Dios.— P. S. (18-40).
Uso la palabra "conciencia", no en el sentido de una fantasía o de una opinión, sino como la obediencia responsable a aquello que se considera una voz divina que habla dentro de nosotros.— Diff (1874).
Hay dos maneras de considerar la conciencia; una como una especie de propiedad, un gusto que nos dice que hagamos esto o aquello; otra, como el eco de la voz de Dios. Y todo depende de esta distinción, pero la primera manera no se desprende de la fe, la segunda sí.— S. N. (1859).
Es obvio que un requisito para encontrar la verdad es tener ansia de buscarla. La verdad es demasiado sagrada para que pueda sacrificarse a la mera gratificación de la fantasía, o a la diversión de la mente, o al espíritu de do, o a los prejuicios de la educación.— U.S. (1826).
Creer en Dios es creer en el ser y la presencia de Aquel que es todo Santo, Omnipotente, y totalmente Gratuito; ¿cómo puede un hombre creer todo esto, y luego sentirse libre de ÉI, a su antojo?― P.S. (1836).
{17 (117)} Solamente puede ser fiel a la Iglesia de Dios, no quien sólo habla de ella, o quien la defiende, o quien la contempla, sino quien la ama.— P.S. (1837).
La Iglesia no fuerza a aceptar la fe, sino que la fe obliga a aceptar la Iglesia. — S. N. (1851).
Quien se esfuerza por establecer el reino de Dios en su corazón, también lo proyecta en el mundo que le envuelve.— S.D. (1846).
Nunca debemos tratar de forzar la verdad en los que no quieren sacar fruto de la que ya poseen. Por una parte esto deshonra a Cristo, y por otra hace más daño que bien a quien así la desprecia. Es como arrojar perlas a los cerdos...― P.S. (1831).
Dios da su gracia a todos los hombres, y a aquellos que la aprovechan les da más gracia todavía, y aun mantiene su ofrecimiento a quienes la ahogan.― Mix. (1849).
Vivimos en tiempos extraños. No tengo la mínima sombra de duda sobre si la Iglesia Católica y su doctrina vienen directamente de Dios; pero también sé bien que hay ambientes particulares que tienen una aberración de mente que no viene de Dios.― M. D. (1866).
Cuando me vaya tal vez se comentará algo de lo que he hecho en Dublín. Y como espero haber hecho lo que hice no por motivo humano, ni de la jerarquía irlandesa, y ni siquiera por alabanza del Papa, sino por el bien de la Iglesia de Dios y por la gloria de Dios, no tengo nada que lamentar, y nada que desear aparte de lo que he hecho.― L. D. (1859).
Desde el día en que me convertí al Catolicismo hasta hoy, hace ya cerca de treinta años, no he dudado por un momento que la comunión con Roma sea la Iglesia que los Apóstoles establecieron el día de Pentecostés... Ni jamás he dudado, siquiera por un momento, desde 1845, de que era mi clara obligación incorporarme a la Iglesia Católica como lo hice entonces, que en mi propia conciencia sentía que era una convicción divina. Personas y lugares, incidentes y circunstancias de la vida, que pertenecen a mis primeros cuarenta y cuatro años, permanecen profundamente impresos en mi memoria y en mi afecto; más aún, he tenido más pruebas y aflicciones {18 (118)} de múltiples maneras como católico que como anglicano; pero nunca ni por un momento he querido dar marcha atrás; jamás he cesado de dar gracias a mi Hacedor por Su misericordia al permitirme realizar tan profundo cambio, y jamás me ha permitido Él que me sintiese de Él abandonado, o en angustia, o en ningún tipo de perturbación religiosa.— L. D. (1875).
Usted me pregunta si he encontrado en la Iglesia Católica lo que yo esperaba y deseaba. Depende de lo que quiera decir "esperaba y deseaba". Porque yo no esperaba ni deseaba ninguna "paz y satisfacción", como usted lo expresa, ni ninguna iluminación o éxito. No esperaba ni deseaba otra cosa sino la voluntad de Dios, y sólo temía no cumplirla. Yo no abandoné la Iglesia Anglicana a causa de ningún escándalo, como usted piensa. Usted ha equivocado la persona. Mi razón fue la siguiente: sabía que era necesario, si quería yo participar en la Gracia de Cristo, buscarla allí donde Él la había depositado. Y he creído que tal Gracia podía encontrarse solamente en la comunión Romana, y no en la Anglicana. Por tanto me hice católico. Sobre la otra pregunta, si desde que me hice católico he sido bien o mal tratado, de altos personajes o de amigos íntimos, esto no toca para nada la cuestión de la verdad o el error, de la Iglesia, o del cisma.― L. D. (1870).
Por supuesto, desde que me convertí al Catolicismo, no tengo más historia de mis opiniones religiosas que narrar. Al afirmarlo no quiero decir que mi mente ha estado ociosa, o que ha renunciado a pensar sobre temas teológicos; sino que no tengo que registrar variaciones, ni tengo ninguna ansiedad de corazón. He estado con una perfecta paz y contento; nunca he tenido duda alguna. En mi conversión, no soy consciente de haber tenido ningún cambio intelectual ni moral que se haya impuesto a mi mente. No soy consciente de haber adquirido una fe más fuerte en las verdades fundamentales de la Revelación, ni de haber adquirido un mayor control de mí mismo; ni mayor fervor; sino que ha sido como llegar al puerto después de atravesar un mar tormentoso; y la felicidad que de ello se derivó permanece sin interrupción hasta el día de hoy.— Apo. (1864).
ABREVIATURAS:
L.D. The Letters and Diaries of J. H Newman.
G.A. An Essay in aid of Grammar of Assent.
Mix. Discourses addressed to Mixed Congregations.
P.S Parochial and Plain Sermons.
S.D. Sermons bearing on Subjects of the Day.
M. D. Meditations and Devotions.
Diff. Certain Difficulties, felt by Anglican as in Catholic Teaching.
S.N. Sermons Notes of J. H. Newman.
U.S. Fifteen Sermons preached before the University of Oxford.
Apo. Apologia pro vita sua: being A History of his Religious Opinions.
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7. IGLESIA Y MUNDO
L AS ENERGÍAS que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana, radican en esa fe y esa caridad (que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo), aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social, la Iglesia, por esa universalidad, puede constituir un vinculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.
El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se funden en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere Ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y pueda conciliarse con su propia misión. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común.
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