Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 207. NOVIEMBRE. Año 1983
0. SUMARIO
LOS MALES del mundo y las tristezas de la vida, tienen su raíz en la soberbia, en el egoísmo, en la sensualidad; que luego hay que apuntalar con la mentira (a los demás, a uno mismo) o con la traición, según convenga. Pero cuando miramos a Dios descubrimos que los "males" lamentados son un reto para el bien. Y no han faltado ―ni, seguramente, faltan― respuestas a ese reto: las han dado los santos, con su pasión por el bien, con la pureza de sus pensamientos, con la generosidad Y perseverancia de sus ideales para Dios.
EL DÍA DE PARTIR
EL CALENDARIO Y LA ROSA
EL MEJOR TEMPLO DE GAUDÍ
PARA SER SANTOS
«LEAD, KINDLY LIGHT»
EL P. PERE BACH TARGARONA
POR QUÉ NO SOMOS SANTOS
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1. Tiempo de oración: EL DÍA DE PARTIR
Yo sé que un día he de partir, lo sé;
que un pálido sol crepuscular
sonriendo tristemente
fijará en mí una larga mirada
de adiós... Lo sé... Lo sé...
Mas antes de partir dime por qué
de cara al cielo esta verde tierra
me atrae y me fascina;
y por qué en el silencio de la noche
me hablan las estrellas.
¿Por qué, dime, por qué?
Al terminar mi terrestre carrera
que mi canto se exhale en un himno divino;
que los frutos y flores de las cuatro estaciones
sean mi dulce carga.
Y que vea tu rostro iluminado
al poner mi guirnalda en tu cuello,
Bienamado mío.
Rabindranath Tagore, en Vina Hharati Quarterly 2 (142)
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2. El calendario y la rosa
HAY verdaderos santos en el calendario cristiano: hermanos nuestros en la fe, en los que triunfó la gracia para gloria de Dios y aliento y ejemplo de la Iglesia. Pero ya, un par de veces, la misma Iglesia ha creído que debía recortar las listas del santoral, por lo incierto de algunas historias que, más que hijas de la verdadera piedad, lo eran de la imaginación colectiva y de leyendas con las que, bajo otras formas, se resucitaba el panteísmo pagano que buscaba en los héroes cristianos, un sustitutivo de las viejas mitologías. Además, en veinte siglos de historia, no han faltado grupos humanos, clases sociales, pueblos y naciones, que han querido tener sus propios «dioses», aunque disimulados de «santos patronos» o de «protectores celestiales», más para honrar la propia clase o institución que los venera, que para la gloria de Dios. En varias de las antiguas dudosas canonizaciones, hubo, en ocasiones, razones de oportunidad política o de halago al orgullo nacional ―en el caso de reyes o de personajes socialmente encumbrados―, lo que dio lugar a la inclusión de nombres aureolados que nada o poco tuvieron de extraordinario en orden a las virtudes cristianas. Bastó el mito, el fanatismo y cultivarlo folklóricamente.
Ello redundaría más bien en prestigio humano de sus promotores, que en gloria de Dios y difusión del Evangelio.
Con razón la Iglesia nunca ha aceptado, en su oración pública, ni una sola oración dirigida a los santos, ni aun a los más ciertos y verdaderos, y ni siquiera a la virgen María. Y cada vez ha sido más restrictiva y exigente en los llamados ―no sin cierto contrasentido― «procesos de canonización».
En cambio, y recogiéndolo de las explícitas expresiones paulinas, la Iglesia ha considerado siempre «santos» a todos los bautizados fieles a la gracia del Bautismo, y la veneración especial de santidad la reservó, primitivamente, para aquellos cristianos que reprodujeron en sí la figura de Cristo incluso con la muerte por fidelidad a él, y los llamó «mártires» (es decir, «testigos»). Luego se pensó que el testimonio del sacrificio de la vida por la {3 (143)} fe, puede darse también sin la violencia de la muerte. #conferir a Cristo con la ejemplaridad heroica de la vida virtuosa. Eso dio lugar a una gran proliferación de nombres nuevos para el calendario, algunos, en verdad, santos en toda la extensión de la palabra, otros a veces menos relevantes.
Otros, en fin, siendo muy grandes santos, nunca los veremos en el calenda:
rio, por la sencilla razón de que nadie se acordará de promoverlos.
Como sea, lo cierto es que una de las razones de gozo y felicidad que Dios nos tiene reservado en la bienaventuranza es la admiración de descubrir cuántos hijos de Dios le bendecirán en su gloria, bañados en el rio de luz refulgente en todos los que le han sido fieles, aunque hayan pasado desapercibidos por esta vida, y que, tal vez, incluso aquí, habremos podido conocer y luego reencontrar gozosamente en el abrazo infinito de Dios. En el cielo no hay calendarios en el cielo hay, dice Dante. Una rosa inmensa, con tantos pétalos como santos, bañados en la luz de Dios, y Dios en todos:
«luz pura, luz intelectual, llena de amor: amor del verdadero bien, henchido de Júbilo, júbilo que está por encima de cualquier dulzura»:
Pura luce:
luce intellettual piena d'amore,
amor di vero bien pien di lelizia,
letizia che trascende ogni dolzore..
Que el viento del amor de Dios nos recoja, como una hoja, como un pétalo de la gran rosa de los santos, en la transparencia de su luz, cuando todo haya pasado.
Yo imagino que la Humanidad, cuando haya comprendido, en bloque, que está sellada sobre sí y que solamente puede contar con ella en el mundo para salvarse, sentirá, en primer lugar, pasar por sus fibras un inmenso estremecimiento de caridad interna. Nos ocurre el percibir, por relámpagos, qué tesoros de bondad oculta el hombre para el hombre, en su corazón. Pero estos tesoros están casi siempre cerrados, de forma que, de la sociedad, apenas conocemos más que las servidumbres y los tropiezos: los hombres de hoy viven al azar, sin buscarse y sin amarse... Si la presión de una gran necesidad común llegase a vencer nuestras repulsiones mutuas y a romper el hielo que nos aísla, ¿quién alcanza a saber qué bienestar y qué ternura no saldrían de esa multitud armonizada?
Pierre Teilhard de Chardin, S. I.
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3. El mejor templo de Gaudí
EL SECRETO de la grandeza plástica de la obra de Antoni Gaudí, estaba en su fe. Su arte era expresión de su cristianismo, en un esfuerzo colosal por depurar esa expresión de teatralidad y efectos de grandilocuencia profanadora. Aunque a primera vista pudiera no parecerlo, sus realizaciones eran la culminación de la sencillez, elemental, pobre, limpia. Gaudí desechaba la mera reproducción geométrica de la arquitectura clásica, que alcanzaba, como residuo desvirtuado, hasta el mismo siglo XIX.
Piensa que debe mirar hacia la sobriedad románica y, sobre todo, recoger la esbelta simplificación del gótico que, según él, había sido injustamente truncado por el Renacimiento, impidiéndole la sublimación estilística a la que estaba destinado, cuando aquella arquitectura pasó del ámbito civil al religioso de las más austeras, luminosas y altísimas catedrales, obras colosales de artesanía, que suscribían sus artífices con el cincel al pie de los muros y las columnas plantadas en los espacios sagrados. Gaudí quiso recoger y superar el extático impulso místico del gótico, y darle crecimiento desde lo más natural y más pobre, pero conjugándolo con el prodigio de su imaginación y de su fe. Hierros retorcidos a los que sacaba nuevas formas entre los carbones llameantes de la forja; cascotes de cerámica que incrustaba en zócalos y paredes como inmensos pétalos sobre la piedra florida; cristales rotos que convertía en aristas de estrellas; piedras informes que integraba en columnas oblicuas de parabólicas fuerzas pero ciertas, calculadas y seguras, y bloques estilizados que transformaba en agujas levantadas hasta el cielo para bordar cruces entre las nubes. Materiales de derribo que otros hubieran desechado, pero en los que él descubría, después de limpiarlos, elementos expresivos para el orden nuevo de su arte y de su fe, porfiando por sublimar la pobreza; una forma rebelde de pureza y elegancia espiritual, con la que anticipaba el modernismo barcelonés y parisino y abría la puerta a la exuberancia surrealista en gracia del mismo exceso {5 (146)} ordenado y liberado de la realidad que redimía. Él no tenía que soñar para recoger los detalles olvidados de la creación que espera ser reconocida y exaltada. Vives ya había dicho que «el arte se contiene en la naturaleza de las cosas» creadas. Le bastaba con recogerlo de la naturaleza para resumirlo en el esfuerzo plástico de esa su, casi, escultura arquitectónica (casa Batlló, casa Milà, parque Güell, casa episcopal de Astorga, Sagrada Familia...), que representa, a nivel mundial, el hito más alto de la arquitectura de fin de siglo.
Pero queremos subrayar que todo esto no era efecto de su sola intuición artística y su extraordinaria capacidad técnica, sino, principalmente, resultado nacido de una profunda convicción cristiana, surgida de la fe y acrisolada en la oración. Porque Gaudí era un hombre de fe y de oración que, en ningún caso, le hicieron menos activo ni entusiasta. Hay una frase suya que resume su espíritu, y que fue pronunciada casi como despertando de una profunda meditación cuando, en un cenáculo de artistas en el que se discutía de belleza y de estilos, exclamó: «la elegancia es la pobreza». Él mismo vivía austeramente, limpio, pero pobre en sus vestidos, sin importarle llegar a pedir limosna para la iglesia que estaba construyendo.
Y ese amor por la pobreza, que se iba acentuando en él con el correr de los años, la Providencia se lo quiso respetar hasta en las circunstancias que le llevaron a su muerte.
Él tenía la costumbre de atravesar, diariamente, y a pie, la entera ciudad de Barcelona para ir desde la obra de la Sagrada Familia hasta la iglesia de san Felipe Neri. Allí, cada tarde, tenía un buen rato de oración, y le parecía el mejor lugar para tender sus pensamientos a los pies del Señor. Necesitaba de este silencio y del silencio de su andar solitario: pensaba mientras andaba, y andaba mientras pensaba. Abstraído en su caminar, fue atropellado por un tranvía; ya herido de muerte, lo llevaron con urgencia al Hospital de la Santa Cruz, de la calle del Carmen. Todos creyeron que se trataba de un mendigo callejero.
Cuando al fin amigos y personas influyentes se dieron cuenta de su identidad, quisieron sacarlo de la sala donde estaba recogido junto a otros enfermos "pobres" para llevarlo a un lugar más confortable.
Pero él, vuelto en sí, con mirada pacífica y encendida, replicó: «No lo hagáis: mi sitio está aquí, entre los pobres». A los cuatro días murió, en un atardecer del verano de 1926.
El mejor templo que había edificado para Dios, era su alma.
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4. PARA SER SANTOS
NO HAY recetas para la santidad. Los santos más clarividentes nunca las dieron, y, cuando alguien nos presenta reglas o métodos que ellos pudieron legar a sus discípulos, sabemos que solamente se trata de consejos sobre disposiciones que no impidan o frustren la acción de Dios en nosotros. Nuestra actividad, en orden a la propia santificación, se ordena a no extinguir la primera luz de la fe, a agradecer lo que Dios ha puesto en nosotros y a cultivarlo con admiración filial. Como la santidad es acción e iniciativa de Dios, resultarían vanos todos los esfuerzos del hombre si éste se olvidara de que Dios lo está mirando y se le comunica. Abrirse a esa mirada y corresponder a su comunicación, a través de la fe, con todo el ser, en entendimiento y en obras: he aquí la única receta que, condensada en pocas palabras, nos dan todos los santos. Por eso vemos que, con diferentes estilos ―y cada hombre, como creación irrepetible de Dios, es un estilo― todos nos vienen a decir lo mismo: el amor, y la oración, que es el respirar del amor.
A nosotros, hijos espirituales de san Felipe Neri, nos consta bastante explícitamente la insistencia sobre estos dos pivotes en los que se apoya y basa toda santidad. Desconfiaba de las rigideces sistemáticas, porque la definición de la santidad no puede estar en las palabras, sino solamente en el ser de Dios y, por reflejo, en el hombre santo, sobre todo en el que lo es por excelencia, Jesucristo, hijo de Dios. Decía: «El que quiera otra cosa que a Jesucristo, no sabe lo que quiere». Ni tampoco creía otra regla de vida que no fuese la del amor. También decía: «Si tengo tiempo para rezar, nada me da miedo».
{7 (147)} Nos cuesta entender y seguir a los santos, porque hablamos de Dios más que pensamos y sentimos.
Los santos eran menos locuaces que nosotros, pero más profundos. Temerosos siempre de hablar o de escribir sobre lo mejor, por temor a decirlo malo a limitarlo, se quedaban tantas veces en la respiración del amor, o la sublimación de lo que, para nosotros, parece poco más que poesía. Aunque es cierto que eran poetas, porque el santo siempre es artista, en el más alto sentido: artista de la gracia, pues al dejarse moldear por ella, conjuga en ritmo espiritual el equilibrio entre acción y pasión, que convierten en obra, también propia, los dones que se reciben, para restituirse {8 (148)} realizados, libre y puramente, a Dios, que resplandece en ellos como en un espejo, y que en ellos se manifiesta. No costaría nada demostrar que, de raíz, todos los santos son artistas y poesía de Dios sus palabras y sus vidas. Y se comprende, porque Dios es lo más hermoso y capaz de enamorar al corazón humano. Por eso los santos hablan tanto de amor, y de lo que primero fluye del amor a Dios, que es la oración.
Nosotros, que lamentamos que san Felipe destruyera casi todos sus escritos, cuando miramos en las pocas letras que de él nos quedan, podemos confirmarnos en lo que acabamos de decir, si no nos lo hubieran repetidamente declarado los que con él convivieron. El tema de las reuniones del Oratorio derivaba siempre hacia lo mismo.
Si con tanta frecuencia servían de base para aquellas conversaciones las poesías de lacopone da Todi (y también de letra para las composiciones musicales del Oratorio), era no sólo por razones piadosas y estéticas, sino porque llevaban al amor a Dios y a la oración. Así, por ejemplo, entre los pocos papeles de san Felipe, se conserva todavía el esquema de un sermón sobre la santidad y la creciente esperanza del amor, inspirado sin duda en la Lauda n. 23 del citado lacopone da Todi, en cuyo poema éste describe el ascenso ―"la salita", la subida― hacia Dios en cinco peldaños, o modos progresivos de amor. Los oyentes de san Felipe lo debieron entender muy bien, y seguramente cerró y resumió bellamente su discurso con la lectura del poema. Así, viene a decir, el hombre que quiera ser santo, comienza a mirar a Dios con gran respeto, con temor, pero dándose cuenta de que le debe la vida y por eso le mira como Señor. La segunda manera me hace ver a Dios con un amor que me cura, pues me sana de males y pecados, como médico que da la salud. Agradecido llego a la franqueza que me descubre que Dios me acompaña y ayuda como amigo. Pero progresa el descubrimiento del amor y la correspondencia que suscita en mí, y lo miro como un hijo al Padre.
El quinto amor me conduce a un desposorio transformante ―«mename ad esser desponsata en Cristo transformata»―. Lo mismo que, más tarde, dirá san Juan de la Cruz en su Canción del Alma: «Amado con amada / Amada en el Amado transformada».
Cuando tanto nos preocupamos, en esta época nuestra, en redescubrir la propia identidad, también los cristianos, deberíamos darnos cuenta de que nuestro ser cristianos está precisamente en nuestra transformación por el amor; está en asumir a Cristo y amarle. Como los santos.
Eres Tú la Vida eterna.
Cuanto más temo la muerte, por todas partes me acecha.
En los gozos de este mundo sólo hay vida en apariencia, y cada vez que los pruebo, mente y corazón me hielan.
Cuanto más busco la vida.
m la muere veo cerca.
Pues ¿por qué buscar la dicha en tan inútil pelen?
Voy a levantar los ojos por encima de la tierra, para alcanzar las alturas de la vida verdadera.
Eres Tú, Señor, la Vida y te das a quien te quiera, comenzando por los pobres que redimes de miserias.
Mi Vida Eres Tú, Maestro, y jamás podré perderla.
Ya no temer6 la muerte, pues Tú mismo, con tu diestra, de sus lazos me has librado.
Y, admirada mi alma, dejas recogerme en el rescoldo de tu caridad inmensa.
¿Quién vivir sin Ti podría, si eres Tú la Vida eterna?
«Els mots confortants», del libro «Clarianes»
del P. Jaume Garcia-Estragués, C. O., (Traducción)
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5. «Lead, kindly Light» (Oh luz benigna, guíame)
Este poema, escrito poco antes de su conversión, es, duda, el más conocido de John H. Newman. Toda conversión es un paso o etapa hacia la santidad, a través de la docilidad a las iluminaciones de Dios. Aquí, aunque con otro ritmo, damos una traducción de ese bello poema del gran convertido, y fundador del Oratorio en Inglaterra.
Lead, kindly Light, amid the encircling gloom,
Lead thou me on;
The nigh is dark, and I am far from home,
Lead thou me on.
Keep thou my feet; I do not ask to see
The distant scene; on step enough for me.
I was not ever thus, nor prayed that thou
Shouldst lead me on.
I loved to choose and see my path; but now
Lead thou me on.
I loved the garish day, and, spite of fears,
Pride ruled my will: remember no past years.
So long thy power hath blest me, sure it still
Will lead me on
O'er moor and fen, o'er crag and torrent, till
The night is gone,
And with the morn those Angel faces smile,
Which I have loved long since, and lost awhile.
{10 (150)} Oh luz benigna, guíame,
por entre las tinieblas que me envuelven,
condúceme;
que estoy en noche oscura y lejos del hogar,
condúceme.
Mantenme en el camino; ni siquiera
te pido ver el horizonte;
me basta ir avanzando lentamente.
No siempre ha sido así,
no siempre te pedí que me llevaras;
pues quise yo elegir la senda por mí mismo;
empero ahora guíame.
Busqué la deslumbrante claridad del día,
y, ansiándola entre dudas,
me dominó el orgullo:
olvida mi pasado.
Y puesto que hasta aquí me has bendecido,
hazlo otra vez, y guíame
por entre los desiertos y pantanos,
peñascos y torrentes,
que ya la noche acaba,
y con la luz amaneciente,
los rostros de los ángeles
―que tanto amé, y perdí por un momento―
sonreirán de nuevo.
{11 (151)}
6. Historias ejemplares: EL P. PERE BACH TARGARONA DEL ORATORIO DE VIC
PARA los cristianos, la historia siempre "ejemplar" es la de Jesucristo, válida para todos los hombres, de todos los tiempos y lugares. Cuando nos referimos a hombres y mujeres que nos pueden ser ejemplo y estímulo en la fe y la vida de gracia, tanto si han recibido el galardón oficial de la canonización como si permanecen en la sencillez de todos los santos", vale la pena que los tengamos en cuenta en la medida en que reproducen a Cristo, en que son su trasunto. Nosotros, los oratorianos, tenemos a nuestro Padre y Fundador san Felipe Neri, de constante referencia y, junto a él ―porque los santos, como las estrellas del firmamento, forman constelaciones― sus discípulos más significados (Baronio, Ancina, Yaz, Newman…), de su mismo tiempo o de otras épocas, que han aproximado sus lucecitas a la del resplandor de nuestro Patriarca, para gloria de Dios y bien de la Iglesia. Es cierto que en el Oratorio nunca nos hemos preocupado demasiado, como institución, en acrecentar los reconocimientos oficiales de la canonización para nuestros mejores y más virtuosos predecesores. Lo cual no es mérito, ni demérito. Pero tal vez por ello, nos hemos vuelto, con frecuencia, a la tradición y el recuerdo de los ejemplos de aquellos que intentaron, como nosotros, seguir a san Felipe y aventajaron tanto en su propósito, que el hacer memoria de ellos nos puede servir de estímulo, tanto para los que estamos en casa, como para todos nuestros amigos. En este mes de noviembre, que iniciamos con la conmemoración de todos los hermanos en la fe que no han sido especialmente citados en los calendarios, pero que la Iglesia nos dice que también están con Dios compartiendo su vida y su gloria, traemos a colación (sin por ello canonizarlo) a este hermano nuestro, hombre de fe y enamorado de la Iglesia, a la que supo servir con esfuerzo y constancia en una época nada fácil, que dista de la nuestra, casi dos siglos, pues el padre Bach había nacido en 1796.
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El Oratorio de Vic
El Oratorio de Vic había sido fundado por el padre Carús, del Oratorio de Barcelona, en 1723. El mismo pudo ver concluida la Iglesia y la casa en 1752, y conoció notable esplendor, no solamente por el apostolado ejercido en aquella casi levítica ciudad, sino, además, por la introducción de la música, al estilo de san Felipe, en los ejercicios y charlas del oratorio para seglares.
No todo fueron consolaciones ni deleites estético-piadosos, pues no tardó aquella naciente Congregación, en tener que dedicar su solicitud a los enfermos del cólera, y tanto, que la peste de 1821 llevó a la muerte por contagio a cuatro de sus miembros que se habían prodigado en el servicio a los enfermos, sin importarles exponer su vida.
Ingreso del p. Bach
Fue en este momento que el padre Bach sintió que se le despertaba la vocación filipense, precisamente cuando acababa de ser ordenado de sacerdote. Poco después fue admitido en el Oratorio, a cuyas puertas, estimulado por la caridad y el ejemplo de aquella comunidad, había llamado con pureza de intención. Esa buena intención le sirvió de mucho, porque pruebas y penas no le faltarían en el futuro. Pero igualmente no le faltarían gozos, como el de aconsejar y guiar hacia la santidad a almas, entonces menos experimentadas que él, como la del joven que luego sería san Antonio María Claret, dócil, por muchos años, a la guía del padre Bach (y al que tampoco faltarían contrariedades y pruebas).
Treinta y algunos años tenia el padre Bach, y su celo ya era anuncio de su gran personalidad cristiana. Los tiempos, no obstante, no eran tan buenos como para poder confiar en visibles prosperidades, pues la Revolución de 1835, entre ambigüedades y franca persecución, vino u crear grandes dificultades a la Iglesia en España, y supuso el cierre de la Congregación de Vic y la dispersión de la comunidad oratoriana, fundada poco más de un siglo antes.
El exilio en Niza y en Roma
La borrasca no llevaba trazas de serenarse y, después de intentar por un poco de tiempo dedicarse al bien en una semi-clandestinidad, comprendió que no le cabía otra solución que la del exilio. En un primer momento pasó a Francia y se entretuvo en Niza; allí le auxiliaron los jesuitas; pero enseguida decidió continuar el camino hacia Roma, abandonado a la Providencia, en pobreza y como → {13 (153)} peregrino. No tardó en descubrir que Dios le hacia una gracia singularísima al llevarle, no solamente al corazón de la Iglesia, que siglos antes había atraído a nuestro Padre san Felipe, sino porque en el Oratorio romano, donde fue fraternalmente acogido, pudo completar y vigorizar su formación filipense, como lo atestiguaría la avidez con que tomaba nota de todo lo que podía servirle para cuando pudiera reintegrarse a su Oratorio. Si bien, por un momento, dudó en quedarse en el Oratorio de Roma; mas fue el mismo papa, Gregorio XVI, quien le dijo que «volviera a España, apenas le fuese posible, porque allí tenía que hacer mucho bien». El padre Bach recordaría muchas veces estas palabras del papa, y las tuvo en cuenta como una bendición que le acompañaba toda la vida.
En Francia, con los emigrantes
Volvió a España. Pero la normalización de la Congregación de Vic lardo todavía nueve años en lograrse.
El no cesaba de porfiar en el empeño restaurador. Es en esta época cuando establece trato con Jaime Balmes, quien, conocedor de la situación política, le aconseja y anima, como por otra parte, el mismo padre Bach aconseja y anima al padre Antonio Mº Claret. El padre Bach {14 (154)} trabaja para la restauración del Oratorio, pero no cesa en su apostolado, aunque ello le suponga tener que volver al sur de Francia para atender a emigrantes españoles.
Ali tropieza con los rigores de los jansenistas (un conservadurismo y rigorismo, aparentemente espiritualista, sutil y peligroso), pero su buena formación teológica le hace seguro y valiente en la defensa de los justos criterios de la fe, como cuando al tocarle asistir a unos condenados a muerte, se le permite que los confiese, mas se le advierte que no les lleve la Eucaristía, ni siquiera como Viático:
«¡Yo os prometo que os llevaré el Señor como sea!» Y lo cumplió, con gran consolación de aquellos desdichados.
Relación con Newman
En este espacio de tiempo, antes de llegar a la verdadera restauración del Oratorio de Vic, surgió el proyecto de hacer una fundación en Estados Unidos, y el padre Bach escribió al ya cardenal Newman, y prepósito del Oratorio de Birmingham, con el fin de obtener algún padre inglés para que, temporalmente, pudiera colaborar en la fundación de América. Newman le respondió con una carta memorable. Pero, al fin, el proyecto no prosperó, sino que las palabras del papa —«Vuelva a España, que ha de hacer mucho bien»­― se impusieron a toda vacilación.
Paz entre España y la Santa Sede
Por fin, el Concordato entre España y la Santa Sede, del año 1851, hacía posible la reapertura del Oratorio de Vic, y después de prácticas y cansancios burocráticos sin fin, el 3 de diciembre de 1853, se abría de nuevo la iglesia del Oratorio y la comunidad reemprendía, con gran pobreza, su permanencia allí. Eran cinco miembros: tres sacerdotes y dos laicos, todos ellos mayores de cincuenta años.
El p. Bach, restaurador del Oratorio de Vic
Lo más grande del celo y del alma oratoriana del padre Bach, comienza en este momento, que es cuando tendrá que vencer las mayores tentaciones contra el desaliento, a pesar de que externamente pudiera parecer lo contrario, por lo menos en algunas de las apariencias con que se desenvuelve la restaurada comunidad filipense.
Pruebas
Pero todo esto es más propio de una biografía que de un rápido recorrido sobre los trazos de esta figura verdaderamente importante para el Oratorio de Vic, y para la historia general del Oratorio. Las palabras del papa, la experiencia de Roma, los años de larga espera, el amor a {15 (155)} san Felipe y el recuerdo del ejemplo de aquellos padres que conoció antes de que murieran, cuando todavía él era joven, le hicieron buen favor. En realidad, cualquier obra verdaderamente de Dios, en primer lugar no está ordenada a los triunfos o el aplauso que puedan despertar desde fuera, ni a la eficacia benéfica que pueda dispensar a los externos, sino que Dios la suscita especialmente y en primer lugar, para hacer el bien a sus actores. No es buen apóstol el que solo quiere hacer el bien o hacer cosas buenas, sino el que, por encima de todo, acepta que Dios le purifique y le haga bueno. Lo demás está en aquella "añadidura" a la que se refiere Jesus en el Evangelio, y que, por desgracia, muchas veces olvidamos por anidad, por envidia o por ceder al computable materialismo de la herejía que lo antepone todo a la eficacia, y lo programa para el aplauso.
No nos entretenemos en los dolores de su alma. Seguramente Dios no quiso evitárselos para que le faltara {16 (156)} tiempo a la complacencia en el bien que iba consolidando, precisamente en aquellos momentos en que sentía o le parecía que le faltaban las fuerzas, y experimentaba la soledad, o por lo menos la incomprensión, cuando no la hostilidad por lo que más amaba. Pertenece a esta época la fundación de las Hermanas de las Saits, la restauración de la obra de la Caridad Cristiana, para pobres y enfermos, y el Colegio de San José, para estudiantes pobres. Cada una de estas obras requeriría un extenso comentario. Y le quedó todavía tiempo, fuerzas y recursos para ayudar a la fundación de las Religiosas Dominicas llamadas del P. Coll, que alcanzaron luego rápida propagación.
El padre Bach no fue el fundador del Oratorio, sin embargo por ello mismo demuestra que no hacen falta títulos históricos para hacerse dócil al querer y a las inspiraciones de Dios, para santificarse y servir a la Iglesia.
Jesucristo, la Iglesia, san Felipe. El apostolado, la caridad, la cultura. Con toda la fuerza de su gran personalidad, todavía recordada en la ciudad por la que transitó tantos años, y que iluminó, sin darse cuenta, con su ejemplo.
«Nos equivocamos, decía, cuando imaginamos que las cosas de este mundo son grandes e importantes, cuando La verdad es que no pasan de mera diversión».
Su muerte
Hombre lucido, cuando comenzó a darse cuenta de Que la muerte no podía estar muy lejos ―un año antes de que le visitara― ordenó su vida de modo que tuviera más tiempo para sí mismo, especialmente en lo que hacía referencia a actividades exteriores y cuidado de las obras que había fundado o restaurado, y que estaban ya consolidadas, y se reservó la responsabilidad que tenía al frente del Oratorio, que fue siempre su primera dedicación.
El Señor le favoreció con una muerte presentida y preparada, y se abrazó con paz y serenidad gozosa al querer del Señor, y pudo expirar en casa, rodeado de todos, después de haberles pedido perdón y emplazarles para el cielo.
Cuando anunciaban su muerte amanecía la Epifanía de 1866.
TABACO, ALCOHOL, JUEGO.
Fumar, beber alcohol, jugar dinero, son vicios introducidos por la vanidad, la ociosidad o la avaricia, y han prosperado por el mal ejemplo de los mayores y por la propaganda interesada en ambientes culturales subdesarrollados o desequilibrados. Además de ser vicios inútiles, caros y perjudiciales para todos, son desde luego incompatibles con cualquier labor educadora. El incauto que los hubiese contraído, puede corregirse y, por eso, debe corregirse. Se lo deberían exigir, pero sobre todo se lo agradecerán más tarde, los jóvenes de nuestro tiempo, que necesitan especialmente el ejemplo de los mayores y, con mayor razón, si éstos son cristianos.
La Iglesia tiene confianza suficiente en la veracidad de su doctrina y en la soberanía de su verdad, para ser paciente frente al error. Tiene suficiente fe en su poder espiritual, para ser lenta en manifestarlo. Puede mantener pacientemente en sus límites a los indóciles y obstinados, porque conoce la gracia que contienen sus palabras y sus sacramentos, cuando llega el momento oportuno de utilizarlos. Es demasiado generosa para reinar usando la violencia, pero al igual que un monarca que concentra en sí todo el poder, es afectuosa co sus hijos, sin envidia, porque Dios está con ella. Pero si se muestran recalcitrantes, si se resisten a sus palabras, si predican y luchan contra ella, no tiene ni el deseo ni el deber de retenerlos, sino que los deja marchar, o les obliga a hacerlo, para que no perviertan a los demás.
J. H. Newman, C. O.
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7. POR QUÉ NO SOMOS SANTOS
NADIE quiere ser malo, pero pocos quieren ser santos y, entre estos pocos, son raros los que pasan de la simple pasajera ilusión, del sentimentalismo ocasional y vago, de la emoción poco más que estética. Se aplaza o se olvida la realidad del esfuerzo sincero y perseverante, atento a Dios, que solicita y enamora, cuya gracia continuamente nos llama y da fuerzas, en el gozo o en la pena.
Queremos, o mejor quisiéramos, ser santos si la santidad fuese compatible con el lastre de pequeñas queridas miserias―«que no son pecado»…, nos apresuramos a decir― a las que no renunciaríamos espontáneamente jamás. Si todavía decimos, o siquiera pensamos, en querer ser santos, queda como una vanidad más para adornarnos de "buenos".
No somos santos porque damos vueltas en torno a la santidad, como el que pasa por todas las esquinas de una casa sin entrar jamás en ella. Tememos lo que Dios nos pueda pedir, y nos falta la fe de confiar en él y la fuerza de amarle para ir derechamente a lo que nos proponga. Somos vanidosos para querer parecer buenos; lo mismo que somos cobardes para ser, como otros, malos. Nos complacemos, nos mimamos a nosotros mismos, para acallar la insinuación de la tristeza de creernos inútiles, como quien se pone malo para que, por lo menos así, alguien le haga caso. Y así, ya no nos queda tiempo ni humor para volver a pensar en que «hemos de ser santos». Por eso, también, hacemos tan poco para que los demás lo sean, cuando de nosotros depende que puedan conocer mejor a Dios. Nuestro mal ejemplo de instalados en la buena fama de creyentes y hasta de aparentemente fervorosos, no acaba de ocultar que somos demasiado egoístas. Ni por los hombres, ni por Dios, dejaríamos nada, si no fuese a cambio de que ganáramos más en bienestar, {18 (158)} en reputación, en porvenir honra do. Lo de venderlo todo y seguir a Cristo dondequiera que fuese; lo de quemar las naves para eliminar la tentación del regreso; lo de caminar sobre las aguas sin perder la fe... lo hemos dejado para historia más antiguas que las nuestras, para argumento de literatura piadosa pero inútil. Vemos el bien que queda por hacer, próximo y urgen te y, no obstante, el celo se nos ha apagado, cuando no podemos combinarlo con el disfraz de intereses consuelos o vanidades.
Cuando se nos despierta el sentimiento y casi nos parece que, por fin, nos comenzamos a convertir a Dios sinceramente, acabamos comprobando que no es que descubrimos a Dios en nosotros, dando aldabonazos a nuestra conciencia si no hemos sido nosotros que nos hemos buscado en él, para que nos diera el consuelo o la sugestión enajenante y compensatoria del des consuelo que nos venía de las des ilusiones mundanas.
No obstante, a pesar de todo, de tantas gracias perdidas, de tanta pereza de alma y de brazos, de tantas fuerzas quemadas en vanidad deambulatoria, dando vueltas y más vueltas sin decidirnos a entrar en los alcázares de Dios, es cierto que, todavía podríamos ser santos; que todavía Dios lo espera; que todavía seríamos, por fin, felices si, de una vez, entráramos.
¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que, gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos con Cristo, descansemos ya con él en los cielos?
Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; mientras estamos aquí, podemos ya estar con él allí. Él realiza aquello con su divinidad, su poder y su amor: nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo con él en la divinidad, sí que podemos con el amor, si va dirigido a él.
San Agustin