Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 211. MARZO. Año 1984
0. SUMARIO
LA VIDA como vocación. Sentirnos "llamados" por Dios y, enseguida, tratar con toda la buena voluntad, de responderle ―de corresponderle― con todas nuestras fuerzas. Y rogarle ―y si no, ¿para qué sirve la oración?―, cada día, que no se nos marchite el gozo de la primera generosidad, cuando estrenábamos el camino hacia él. Cualquiera que sea nuestro camino, porque camino bueno hacia Dios lo es todo lo que, mejor, nos conduce ―"me" conduce― a él. Por encima de leyes y deberes ―superándolos―, persiguiendo el entusiasmo del ideal y la grandeza y libertad del amor.
TODO COMIENZA Y DEPENDE DE LA
EL PELIGRO DE DIOS
DIOS LLAMA A TODOS
VENÍOS CONMIGO
ANTI-GÉNESIS
LA VOCACIÓN EN LA BIBLIA
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1. TODO COMIENZA Y DEPENDE DE LA FE
Hemos de mirar todas las cosas desde el punto de vista de la fe, desde el punto de vista sobrenatural, porque es el único verdadero. Después ordenemos nuestros actos de acuerdo con nuestra fe, hagamos todas las cosas guiados por su luz. Cumplidas estas condiciones podemos decir que la fe se nos traduce en amor, pues se vuelve prácticamente perfecta, porque el alma se dedica por el amor a obras de fe.
Y a medida que avanzamos en la fe, ésta se hace más firme, más ardiente, más activa, y abunda más y más la alegría en nuestra alma. La claridad se añade a la claridad; la esperanza ve cómo sus horizontes se dilatan y se hace más robusta; y el amor crece y convierte en más fáciles las cosas que parecían difíciles. Ocurre aquello del salmo que dice:
«me siento correr por los caminos del Señor».
En la bienaventuranza eterna, la fuente de nuestra alegría, será la segura posesión, perfecta e inamisible, del Bien soberano e inmutable, en la plena luz de la gloria. En la tierra, la fuente de nuestra alegría, es el comienzo de la posesión de Dios, la unión anticipada con Dios: y esta posesión, esta unión es tanto más profunda cuanto más bañados estamos por la luz de la fe.
Columba Marmión 2 (42)
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2. El peligro de Dios
DIOS da respeto. Tanto, que algunos, sin pararse a pensar, suprimen ―mejor, intentan suprimir, el problema "huyo" de Dios. Constituyen la grande leva hodierna de los que, sin más pensarlo, se proclaman Agnósticos. Otros van más lejos, y se confiesan ateos.
Pero no acaban ahí las formas definidas de inhibición o fuga ―más bien huida― de Dios. Porque es grande el número de los que, sin oscurecer en apariencia la aceptación mental ―apenas fe― del Dios verdadero, detienen sin embargo toda posible ulterior exigencia divina que pretendiera excederse de los códigos concretos, calificados "religiosos", aunque manipulados para que se presten, sin demasiadas dificultades o renuncias, a una interesada interpretación domesticada: útil para servir de tranquilizante de conciencias, con tal que se respeten en sus mininos legales. Esa reducción mundanizada de Dios ―de Dios útil para la sola dimensión ética complementaria, o sentimental, o sugestiva y enajenante― constituye la base de la "prudencia" bien entendida según el mundo, solamente adjetivado de cristiano. Hay que tratar a Dios como si las mayores exigencias divinas solamente se puedan referir a los demás, o que fueron siempre aplazables 0por lo menos, reducibles a la medida de los mínimos, como se trata a Hacienda, para evitar que nos multe o sancione; y por esto se observan ciertos códigos que parece que permiten darle a Dios una parte (la más pequeña posible), pero no la totalidad de nuestro ser se trata de" defenderse" de Dios a cambio de obligaciones mínimas simbólicas, reclamándole, por otra parte, la utilidad de alguna contraprestación a cambio.
Es así que tanto los que rebajan o alejan las exigencias de Dios, como los que apuntalan dudas o enmascaradas idolatrías, no pretenden otra cosa que situarse en posiciones y razonamientos compatibles con su propio egocentrismo, que se resiste a pensar ―tal vez a rendirse― frente al imponente, aunque dulcísimo, misterio de la trascendencia. Tal vez momentáneamente sentimentales, pero jamás enamorados, de Dios no les interesa nada, o sólo el adorno de pequeñas curiosidades teóricas, o perecederas {3 (43)} fantasía, estéticas, o algún principio ético ineficaz por aburguesado y acomodaticio, que ni sirve para hacerles buenos, ni para hacer el bien a los demás.
Perfumados por fuera, pero reseco el corazón por dentro, son incapaces para el amor, por haber huido de él, o por atrofia, o por simple miedo egoísta. Dios se les antoja peligroso. En realidad llevan alguna razón, porque el peligro está en que su preciso usar el corazón, todo el corazón, y amar. Amar, «con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu, con todas las fuerzas» (Mc 12, 30). Amar no es medir, porque medir es calcular, y calcular es temer, con el temor que hace imposible el amor, cuando no se puede o no se sabe, o no se quiere amar, es imposible conocer a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4. 8).
El drama está en que, sin amar ―amar verdaderamente― no podemos ser felices. No basta el solo pensamiento (por eso no huye de pensar), ni es posible una fe aséptica. La fe en el Dios cristiano no es verdadera fe si le falta la incandescencia del amor. Ese amor que a veces da miedo, simplemente porque ha de ser total.
EL REINO EN MEDIO DE NOSOTROS.
Decir que el Reino de Dios no es de este mundo, es verdad, pero sólo a medias. Está también en medio de nosotros. Está como la mostaza, la semilla y la levadura. Sus frutos pueden ser saboreados ya desde ahora. Nos impulsa no sólo a decir que no al orgullo y a las pretensiones del hombre, sino que nos invita a decir que sí, siempre que la era mesiánica irrumpe en nuestro mundo de tinieblas. Requiere que seamos específicos y concretos, no sólo en lo que rechazamos, sino también en lo que elegimos y apoyamos.
Ciertamente que, todo esto, puede dar lugar a errores y es por ello que, al descubrirlos exigen nuestro arrepentimiento, y además que nos sometamos a un continuo examen; pero nada es más erróneo, moralmente, que pretender responder a una cuestión ética limitándose a pronunciar afirmaciones genéricas, cuando la situación requiere una respuesta específica.
Harvey Cox, en The Secular City Debate
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3. DIOS LLAMA A TODOS
EL GRADO y número de las respuestas dadas al llamamiento de Dios, en esta forma que entendemos por "vocación", no depende, en primer lugar, de la propaganda vocacional que hayamos montado o difundido. Como todos los medios humanos, aun los empleados para cosas buenas, no se libran del riesgo de la ambigüedad.
Es cierto que faltan vocaciones; cierto que "la mies es mucha y los operarios pocos"; cierto que hay que ir recordando a hombres y mujeres jóvenes, uno a uno, que pueden ser llamados por Dios para una entrega total, incondicionada, a su Reino. Pero la razón primera del que ha de responder a Dios, no está en esa carencia de brazos para la gran tarea. Es verdad que el Señor dijo a los primeros que lo dejaron todo por el Evangelio: "os haré pescadores de hombres"; pero antes les había dicho: "venid, seguidme". La vocación no es "ir a hacer" ―aunque sea grande y hermoso el campo del mundo, para trabajarlo para Dios―, sino en "seguir" a Cristo, en imitarle, continuarle, vivirle, reproducirse en él; el "vivir a Cristo" de san Pablo. Lo demás, por grande, por necesario y urgente que pueda parecer, es solamente una consecuencia, un efecto del seguimiento total. Otra cosa sería reducir a decoroso profesionalismo, cuando no promoción temporal, mundana, lo más sublime y profundo a la vez del misterio del llamamiento divino.
Y ahí está lo esencial. Porque todos los cristianos —de diversas maneras, pero en la totalidad de la vida―, hemos sido llamados al seguimiento de Cristo. Y seguirlo, no por el gusto o capricho o costumbre o conveniencia o cultura, sino seguirlo con fe, por encima de toda otra razón (aunque no contradice el orden creado, pero lo supera).
Cuando nos parece que faltan vocaciones o padecemos por los abandonos que nos han diezmado {5 (45)} en los últimos tiempos, la pregunta que debemos formularnos está en el mismo Evangelio y la hace el Señor cuando dice: «Si vuelve e Hijo del hombre, ¿pensáis que encontrará fe en la tierra», fe bastante en los suyos? Porque los cristianos, en general, solemos desear que no falten sacerdotes ni instituciones eclesiales que aseguren los ser vicios y apostolados que la Iglesia atiende (culto, enseñanza, beneficencia, ciertas aportaciones culturales y hasta folklóricas). Pensamos, con razón, que ello es bueno, y que así se mantienen principios y obras que nos benefician moral y socialmente. Todo esto nos satisface pacíficamente con tal que Dios mismo no se nos aproxime demasiado, porque cuando la voz o el misterio de su llamamiento nos roza y pide algo de nosotros mismos, o a un ser querido, o exige un abandono total para transformar la vida, con desprendimiento absoluto de lo que nos retiene o codiciamos, se nos hace muy cuesta arriba responder positivamente al divino llamamiento. O damos la respuesta con mitigaciones que no niegan la radicalidad de los principios veces nos adornamos con ellos pero rebajan en la práctica su aplicación, o compensan con otros halagos o satisfacciones, en el fondo terrenas, los "empobrecimientos" que decimos aceptar por Dios. Un ejemplo: cuando san Francisco de Sales declaró a su familia (cristiana, por supuesto, y de posición social distinguida) que quería consagrarse a Dios, se produjo una situación dramática imposible de solucionar, en apariencia, por caminos razonables y pacíficos. Pero a nivel familiar las cosas se serenaron y se retiró la cerrada oposición, apenas el obispo que lo iba a recibir ofreció al virtuoso joven, a pesar de su edad, una canonjía.
¡Menos mal que no tomó como instalación, ni como peana intencionada para futuros ascensos, esta salida, y por eso mismo pudo, a pesar de ello, llegar a la santidad y a prestar grandes servicios a la Iglesia!
{6 (46)} El problema siempre es la fe.
Fiarse de Dios; fiarse totalmente de Dios. Por eso, para que haya verdaderas y buenas vocaciones, es preciso partir, antes que nada, de la fe de cada cristiano. Podríamos afirmar que tendremos todas las vocaciones que hagan falta cuando miremos más a Dios, uno a uno, que no al campo de la mies, con ser mucha. El que se entregue a Dios lo ha de hacer, en primer lugar, no "porque hace falta" para las actividades de la Iglesia, sino porque "a él mismo le hace falta" ante todo. Cualquiera que sea la posición que hemos de ocupar en este mundo, desde la fe, es siempre así: para cumplir la voluntad de Dios, para responderle con la vida allí donde nos quiere, donde nos llame. Ningún cristiano, para serlo de verdad, puede elegir su camino en este mundo, por puro antojo o por egoísmo, o miras simplemente humanas. Todos somos llamados, y debemos responderle lo más puramente posible. Las exigencias de la fe y de la rectitud de intención son las mismas para todos, aunque no todos deben seguir el mismo camino: no hay soluciones más baratas, menos exigentes (matrimonio, mundo...) para "los de tropa", ni la selección de otras formas elitistas, para privilegiados ―según se mire― que asumen el deber de compensar con su heroísmo ejemplar lo que escabullen la mayoría.
LA {7 (47)} La exigencia de la santidad es para todos, es universal. Cuando esto lo creyéramos así —¡como es!—, tendríamos, en la Iglesia, las vocaciones que hicieran falta, sin necesidad de campañas, porque nadie huiría del llamamiento divino en aquello a que fuese convocado, ni nadie pretendería traer ventaja terrena de lo que pertenece al reino de Dios. Y todo sería para Dios, y Dios estaría en todos, en la fe y en el amor.
Recogiendo un pensamiento paulino, Bernanos había dicho que «todo es gracia». Pero nada es tan gratuito como la voz de Dios cuando nos llama para algo. Lo cierto es que Dios nos llama a todos: todo es gracia porque todo es vocación.
Lo incomprensible es que nos admiremos tan poco del modo de hacer de Dios con nosotros, y que no seamos más generosos y agradecidos con él.
En la elección del estado de vida, todos los fieles tienen derecho a ser inmunes de cualquier coacción.— CIC, can. 219.
Tengan todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque implica la renuncia de bienes que indudablemente han de ser estimados en mucho, no es, sin embargo, un impedimento para el verdadero desarrollo de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, la favorece grandemente. Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y la libertad de espíritu.
Vaticano II LG, 46.
LIBERTAD CRISTIANA.
La libertad cristiana, no es la libertad de un turista o de un aficionado, porque no se puede entender así el que seamos «como peregrinos en este mundo». La libertad cristiana es la situación en que se encuentra aquel que, después de haber sido liberado de una dependencia servil, mantenida por necesidad, recibe una nueva tarea, o tal vez se repite simplemente la misma, pero como un llamamiento al amor. Porque no es como a seres egoístas y carnales que el Padre nos entrega el mundo, sino que lo hace como a hijos, como miembros de su familia, incorporados a su Hijo único, formando todos juntos con él un solo ser, viviendo en la caridad, para que, como se dice en una oración del Misal, «te amen con toda la fuerza, y con todo el amor vayan cumpliendo lo que a li, oh Padre, te agrada».
Ives Congar
CRITICAR A LA IGLESIA.
Desde una óptica meramente humana, es injusto exigir a la Iglesia, o a sus miembros, una perfección superior a la que para sí persiguen Y alcanzan los demás hombres y esos mismos criticadores.
Pero si la crítica se hace desde una visión cristiana, Invocando el Evangelio, porque les duelen los defectos históricos con que la Iglesia cumple su misión de presentar el mensaje cristiano, entonces la crítica no sólo es lícita, sino que merece la gratitud, de parte de todos los bautizados, que no han renegado de su fe. Aunque es preciso añadir una condición para tomar por sincero el celo de los que la critican porque la aman: que, además de señalar los defectos, han de estar dispuestos a aportar todo su esfuerzo personal para corregirlos.
Eso quiere decir: que han de estar dispuestos a dar su tiempo, su disponibilidad incondicionada, su misma vida, sin segundas intenciones de ventajas, o ascensos, u honores, que son los estímulos y recompensas que el mundo ofrece y recibe y con lo que también intenta contagiar o desviar a la Iglesia... para luego criticarla.
Las críticas desde fuera no reforman pada, aunque a veces hagan mártires. El celo y la crítica por verdadero y puro amor desde dentro, son un reto para la santidad. Es como si la Iglesia tendiera la mano para decir: +Sí, llevas algo o mucho de razón; pero ven, vente conmigo y trabajemos más, mejor. Hablar no sirve de nada, cuando la palabra no se hace vida en el mismo que la pronuncia. Siempre habrá habladores inútiles, perezosos en la plaza, sin querer ir ­―los los rezagados de siempre― a la mies que aguarda y que es mucha.
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4. «Veníos conmigo»
CUANDO el Señor dijo a sus primeros seguidores las palabras que encabezan esta página, ya se habían tratado hacía algún tiempo, pues todo había comenzado a orillas del Jordán, como nos cuenta uno de los protagonistas, Juan, en el primer capítulo de su evangelio: él era uno de aquellos "dos discípulos del Bautista", que se acercaron a Jesús para preguntarle si podían hablar con él, y él los acogió, y hablaron largamente. Luego...
Después llamaron a sus hermanos: Juan a Santiago, y Andrés a Pedro. Allí mismo, en el Jordán, o luego a la orilla del lago (porque le habrían invitado a ir donde ellos estaban con sus padres y amigos, y donde eran pescadores), habrían discutido mucho sobre las esperanzas e ideales que, como buenos israelitas, les enardecían, pero que las circunstancias parecían sofocar, a pesar de las predicaciones del Bautista. Tampoco pasarían por alto las insatisfacciones que desde dentro mismo del judaísmo se mostraban como impeditivas o falsificadoras de la voz de los profetas. Los corazones jóvenes de los primeros que se acercaron al Maestro no ocultarían un cierto recelo crítico frente al simple doctrinarismo y al ejemplo enfático de escribas y fariseos, que desde el centro y oficialismo jerosolimitano intentaban, a pesar de todo, controlar y salvar lo que quedaba del sentido religioso acumulado generación tras generación, a través del vapuleo de los vaivenes históricos, entre efímeros triunfos y tremendas humillaciones y dispersiones.
Pero el Maestro no les propondría ni fórmulas políticas, ni reacciones violentas, ni milagros divinos para dar cumplimiento a sus justas esperanzas. No se trataba de levantar de la postración solamente a un pueblo, aunque fuese el propio. Había algo mucho más profundo y, a la vez, más universal, tanto, que no cabría en el espacio del mundo ni en la duración de sus edades y del tiempo: les iba a proponer el Reino de Dios, diferente de los reinos del mundo, pero no contrario a ellos, porque precisamente era el único que podía salvar y afianzar lo más justo que en ellos cupiera. La condición era la sinceridad de la fe y la generosidad de la entrega: fiarse de Dios, dárselo todo.
Sería bueno ir leyendo y releyendo, en el Evangelio, todo el proceso de esa transformación y satisfacción de esperanzas que van de lo terreno y humano a lo espiritual y universal, precisamente para salvar lo más noble de lo humano y para transformar lo terreno.
Al fin, se convencieron. «... Y se fueron con él». Nadie hizo nunca jamás mejor elección.
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5. ANTI-GÉNESIS
Al fin, el hombre acabó con el cielo y con la tierra.
Pero antes la tierra había sido bella y fértil, cuando la luz brillaba en las montañas y en los mares, y el espíritu de Dios llenaba el universo.
Pero el hombre dijo:
«Que posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra».
Y vio que el poder era bueno, y puso el nombre de Grandes Jefes a los que tenían el poder, y llamó desgraciados a los que buscaban la reconciliación.
Y así fue el día sexto antes del fin.
Y el hombre dijo:
«Que haya gran división entre los pueblos:
que se pongan de un lado las naciones a mi favor, y del otro, las que están contra mí».
Y hubo buenos y malos.
Y así fue el quinto día antes del fin.
Y luego dijo el hombre:
«Reunamos nuestras fortunas, todo en un lugar, y creemos instrumentos para defendernos:
la radio para controlar el espíritu de los hombres, el alistamiento para controlar los pasos de los hombres, los uniformes para dominar las almas de los hombres».
Y así fue.
El mundo quedó dividido en dos bloques.
El hombre vio que tenía que ser así.
Y así fue el cuarto día antes del fin.
Y el hombre dijo:
«Que haya una censura para distinguir nuestra verdad de la de los demás».
Y así fue.
El hombre creó dos grandes instituciones de censura:
una para ocultar la verdad en el extranjero, y otra para defenderse de la verdad dentro de casa.
El hombre lo vio y lo encontró normal.
Así fue el tercer día antes del fin.
El hombre dijo:
«Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes, {10 (50)} millares y centenares de millones a distancia».
Y entonces el hombre creó los submarinos nucleares que surcan los mares, y los misiles de fuego que cruzan el firmamento.
El hombre lo vio y se enorgulleció.
Y los bendijo diciéndoles:
«Sed numerosos y grandes sobre la tierra, llenad las aguas del mar y los espacios celestes; multiplicaos».
Así fue el segundo día antes del fin. Por último el hombre dijo:
«Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza, que actúe como actuamos nosotros, y que mate como matamos nosotros».
El hombre creó un Dios a su medida, y lo bendijo, diciendo:
«Muéstrate a nosotros, y pon la tierra a nuestros pies:
no te faltará nada, si haces siempre nuestra propia voluntad».
Y así fue.
El hombre vio todo lo que había hecho y estaba muy satisfecho de ello.
Así fue el día antes del fin.
Mas, de pronto, se produjo un gran terremoto en toda la superficie de la tierra, y el hombre y todo lo que había hecho dejaron de existir.
Así acabó el hombre con el cielo y con la tierra.
La tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden; toda la superficie del océano se cubrió de oscuridad, y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.
(Dios iba a recomenzarlo todo otra vez de la nada, para que amaneciera un cielo nuevo y una tierra nueva).
(De MISSA JOVE, adaptación) 11 (51)
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6. Documento: LA VOCACIÓN EN LA BIBLIA
DE un texto de Santiago Guijarro, reproducimos la parte dedicada al llamamiento de Dios tal como aparece en las páginas del Antiguo Testamento, en algunos testimonios privilegiados, vivos y cálidos del misterio que encierra esa tensión de fidelidad para responder a la gracia de la divina llamada, que eleva y transforma toda la existencia del hombre, cuando Dios le propone un seguimiento radical, en orden a la misión que le confía según los planes de su Reino.
Abraham
En el pórtico de la historia del pueblo de Israel se encuentra la vocación de Abraham. En ella se confunden el individuo y el pueblo, porque Dios promete a Abraham una descendencia que será su pueblo. La concisión del relato es elocuente:
«El Señor dijo a Abraham ―Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré...
Abraham marchó como lo había dicho el Señor» (Gen 12, 1-4) Sin pensarlo mucho, sin poner objeciones, a sus setenta y cinco años, Abraham comienza un éxodo colgado de la palabra de Dios que le había prometido una nueva tierra, una descendencia y una bendición» (Gen 12, 1-3).
Rompe con su pasado, con los lazos de la tierra y de la sangre, y se va confiado en lo que le ha dicho el Señor.
Así comienza la historia de una larga amistad. Por su fe, por la acogida de la llamada de Dios, las generaciones venideras le concedieron el título de amigo de Dios.
{12 (52)} w La locación de Abraham es la primera de una serie de llamadas que tendrán una importancia capital para la historia del pueblo. Una experiencia que se repite en su esquema fundamental: Dios que llama y el hombre que responde. En el trasfondo de este diálogo está el pueblo, la misión, que es la razón última de la llamada. Como resultado, el cambio en el que es llamado y también en el pueblo al que es destinado. En el conjunto se trasluce la convicción de que se trata de momentos privilegiados de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Otros llamamientos
Los relatos de la vocación de Abraham» (Gen 12, 1-4), de Moisés (Ex 3-4; 6. 2-13; 6, 28-7, 7), Gedeón (Jue 6, 11- {24). Samuel (1 Sam 3, 1-4, ), Isaías (Is 6, 1-13), Jeremías} Jer 1, 1-19) y Ezequiel (E: 1, 1-3, 5) son los más representativos del Antiguo Testamento, y la base de las reflexiones que siguen acerca de los rasgos característicos de la llamada de Dios en la Antigua Alianza.
"Mis ojos han visto al Señor"
La experiencia personal del encuentro con Dios es la plataforma y la clave de toda vocación. Sin ese encuentro de tú a ti no es pensable la llamada. Todo el relato de la vocación de Isaías se desarrolla en el ámbito de una experiencia extraordinaria de Dios en su trono, rodeado de serafines que proclaman su santidad, en una visión majestuosa y fascinante de la presencia divina:
«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en su trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él... y se gritaban uno a otro diciendo: Santo, Santo, Santo el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria; Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo» (19 6, 1-4).
En presencia del Misterio
Aturdido por la visión, Isaías no puede comprender pero el canto de los ángeles le hace caer en la cuenta:
está en presencia del Misterio, que es tremendo y distante, y, a la vez, atrayente y abrasador. Para acercarse a él se necesita una actitud reverente, semejante a la que se le pide a Moisés:
«No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno santo» (Ex 3. 5).
#Pero el encuentro puede suceder también de una forma más sencilla. El mensajero de Dios que se sienta {13 (63)} junto a Gedeón y conversa con él» (Jue 6, 11 ss), o la brisa suave en la que Elías reconoce la presencia del Señor en el monte Horeb.
Las formas pueden ser distintas, pero la experiencia es siempre la misma: a la llamada precede el encuentro.
En este encuentro el hombre advierte su pequeñez, se da cuenta de la distancia inabarcable que existe entre Dios el hombre, y rompe en un grito de temor sagrado:
«¡Ay, Dios mío, que he visto al ángel del Señor cara a cara!» (Jue 6, 22).
«¡Ay de mí, estoy perdido! ¡Yo, hombre de labio, impuros... he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos!» (19 6, 5).
O en gestos de profunda reverencia que reflejan la misma experiencia:
«Moisés se tapó la cara temeroso de mirar a Dios» (Ex 3, 6).
«Al contemplarla caí en tierra» (Ez 1, 28).
La fuerza de Dios
«Se tapó la cara», «cal rostro en tierra», «¡ay de mí!» La experiencia de Dios produce un impacto decisivo en aquel que va a ser o que acaba de ser llamado, y sólo desde este impacto que cambia la vida es posible comprender la vocación. Desde la distancia comprobada aprende el hombre a no fundamentar en sí mismo la ponen entre las manos; sólo en Dios es posible encontrar la fuerza para llevar a cabo la misión:
«Mira, esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado» (19 6, 7).
La vocación está fundada en este encuentro, es resultado de la crisis que en él se produce y es sellada al final con la acogida de Dios: «No temas». En este contexto se escucha la invitación en forma de pregunta:
«A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?» (Is 6,8).
Y la respuesta rendida:
«―Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).
En este ámbito, aunque a veces no se diga explícitamente, ocurren todas las llamadas de Dios, porque Dios no puede llamar a quien no está en situación de encontrarse con ÉI.
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"¡Samuel Samuel!"
La vocación que ocurre en el encuentro con Dios suele ser una llamada personal. Una llamada con historia y nombre propios.
El relato de Jeremías comienza poniendo de manifiesto una elección personalísima:
«Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de salir del seno materno te consagré» (Jer 1, 5).
Desde antes de ser concebido, y durante toda su historia personal, Jeremías llevaba el sello de la llamada de Dios.
En el caso de Samuel y Moisés Dios se dirige a ellos Llamándolos por su nombre: ¡Samuel, Samuel! Ésta era la forma habitual de dirigirse un padre a su hijo, o un rey a su súbdito. La respuesta tenía que ser inmediata y de completa disponibilidad: «Aquí estoy». Esta es también la actitud de Moisés (Ex 3, 4) y de Samuel (1 Sam 3, 4-6). El relato de la vocación de Samuel recoge los rasgos característicos de la llamada (1 Sam 3, 1-21). Por tres veces tiene que llamar Dios a Samuel para que pueda escuchar su voz. Samuel era muy joven y «aún no se le había revelado la palabra del Señor» (1 Sam 3, 7), sin embargo Dios le escoge para revelarle sus planes y hacer lo, así, profeta en Israel. Dios llama con toda claridad, pero a veces existen interferencias que dificultan la escucha.
La llamada de Dios es sorprendente e inesperada.
Ocurre en cualquier momento: a Elías y a Moisés en el monte, a Isaías y a Samuel en el templo, de noche o de día. No todos la reconocen, y es necesaria la experiencia del anciano Eli para disponer al joven Samuel a escucharla. La función del intermediario es importante: Eli lo fue para Samuel, y, luego, Samuel lo fue para Saúl (1 Sam 10, 17-27) y para David (1 Sam 16, 1-13).
Llamada personal
Esta llamada personal e inesperada produce en el que es llamado un cambio radical. La experiencia común es que el elegido es puesto aparte hasta llegar a ser un extraño entre los suyos. A veces esta transformación se significa por medio del cambio de nombre:
Ya no te llamarás Abram, sino Abraham, porque te hago padre de una multitud de pueblos» (Ge 17, 5).
Para la cultura hebrea el nombre no es sólo un instrumento para llamar o designar a las personas, sino el resumen {15 (55)} de lo que son. Conocer el nombre de uno equivale a estar en posesión de lo que es y conocerle en profundidad. Tras la llamada, Dios cambia de nombre a Abraham le pone uno relacionado con la misión a la que le destina: ser padre de un pueblo numeroso (según la etimología popular éste es el significado del nombre Abraham). La transformación que ocurre en el que es llamado tiene que ver con la misión: Abraham, de anciano y sin hijos a padre de una multitud; Amós, de pastor a profeta (Am 7,15), lo mismo que Moisés (Ex 3, 1-2); Gedeón, de labrador atemorizado a guía de su pueblo... Todos los que fueron llamados experimentaron en sus vidas una transformación radical íntimamente relacionada con la misión a que Dios los habla destinado.
"He visto la opresión de mi pueblo"
La llamada está siempre en función de un encargo concreto, de una misión que hay que llevar a cabo de parte de Dios. Por esta razón la clave de toda vocación está en la misión. Esto significa que la vocación no es una decisión personal, sino la respuesta a una llamada que viene de fuera de un modo inesperado y que nace de unas necesidades concretas; no es una experiencia intimista, sino que está en estrecha relación con el pueblo que es el destinatario de la misión.
La vocación de Moisés puede ilustrar la importancia de la misión en el proceso vocacional. En el principio de su llamada está el amor entrañable que Dios siente por su pueblo. Él ha visto y oído el clamor de su pueblo oprimido y tiranizado por los egipcios. Al contemplar este espectáculo decide liberar a su pueblo, y encarga a Moisés de esta misión (Ex 3, 7-8). Dios no llama a Moisés y luego busca una situación para poder enviarle, sino que contempla una situación concreta y elige a Moisés para remediarla.
{16 (56)} «El clamor de los israelitas ha llegado a mí, y he visto como los tiranizaban los egipcios. Y ahora, anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas». (Ex 3, 10).
El Imperativo divino
La palabra clave de toda vocación está formulada en imperativo. Es una puesta en movimiento que se traduce en palabras o en acción, o en ambas cosas a la vez...
Ante este imperativo de la misión el hombre se siente abrumado, y surgen enseguida las objeciones, al caer en la cuenta de la magnitud de una tarea que no puede realizar con sus propios medios.
Palabras distintas expresan el mismo sentimiento:
«¿Quién soy yo para acudir al Faraón, o para sacar a los israelita, de Egipto?» (Ex 3, 10).
«Yo no tengo facilidad de palabra, ni antes ni ahora que has hablado a tu siervo; soy torpe de boca y de lengua». (Ex 4, 10).
Dios insiste, pero Moisés replica de nuevo:
«No, Señor, envía al que tengas que enviar» (Ex 4,13).
Es la misma reacción de Gedeón:
«¿Cómo puedo yo librar a Israel? Precisamente mi familia es la menor de Manasés, y yo soy el más pequeño de la casa de mi padre» (Jue 6, 15).
Y también de Jeremías:
«Ay, Señor mío, mira que no sé hablar, que soy un muchacho». (Jer 1, 6).
La compañía de Dios
Todos ponen dificultades, y además tienen razón...
Desde su punto de vista tienen razón, pero Dios tiene otro punto de vista: Él no basa su encargo en las cualidades humanas, sino en la asistencia que les va a prestar:
«Yo estoy contigo» (Ex 3, 12).
«Yo estaré contigo» (Jue 6, 16).
«No tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte». (Jer 1, 8).
Sólo así queda claro que la misión sobrepasa las fuerzas del enviado, pero él es capaz de realizarla porque Señor está a su lado. Su fuerza no está en sus cualidades, sino en la asistencia de Dios. Los resultados no dependen {17 (57)} de él, sino de la acción divina. El enviado cae en la cuenta de que Dios no le pide cualidades, sino sólo el asentimiento para hacer de mediador; a cambio le ofrece su asistencia continua. Entonces, unido a esta promesa, se lanza a la misión con la convicción plena de que esta tiene sólo su fundamento en el Señor, que es quien llama y quien envía.
"Me sedujiste, Señor"
La llamada de Dios nace del encuentro con y está destinada a una misión en favor del pueblo, pero además es necesario que el que reciba dicha llamada responda positivamente.
Esta respuesta inicial no es, sin embargo, más que el comienzo de una vida al servicio de la misión, a veces en áspero contraste con el ambiente. Tras esa primera respuesta, alegre y desinteresada, vienen los días de las dificultades. En ellas se aquilata la primera respuesta, el primer sí, y se da una respuesta más profunda al comprobar que ni siquiera las dificultades pueden apartar de su misión al que ha sido llamado. Entonces el elegido comienza a entender su vida como una seducción irresistible a la que no puede sustraerse. Y sólo aquí encuentra la perspectiva adecuada para contemplar su vida entregada a la misión por una llamada de Dios. Así lo expresa Jeremías con palabras llenas de vigor:
«Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste» (Jer 20, 7).
Con esta confesión comienza la última de una serie de lamentaciones o quejas del profeta que reflejan su experiencia vocacional (Jer 11, 18-12, 6; 15, 10-21; 17, 14-18; 18, 16-23; 20, 7-18). En otros profetas o enviados se encuentran rastros de tal vivencia, pero sólo en Jeremías tenemos una expresión tan detallada. Habrá que esperar hasta el Nuevo Testamento para encontrar en las cartas de Pablo una experiencia de vocación contada con tanto detalle e intensidad.
{18 (58)} Jeremías experimenta con dolor que Dios le ha puesto aparte, le ha hecho un extraño entre los suyos:
«No me senté a disfrutar con los que se divertían, forzado por tu mano me senté solitario, porque me llenaste de tu ira» (Jer 15, 17).
Un ser distinto
La cercanía del Señor en su vida le ha hecho un ser distinto, extraño para sus vecinos y paisanos. Ellos le desprecian y atentan incluso contra su vida (Jer 11, 18-19).
Jeremías se cansa y vuelve sus quejas contra el Señor:
«Te me ha vuelto arroyo engañoso de agua inconstante» (Jer 15, 18).
Dios le conforta de nuevo y le promete su asistencia:
«Yo estoy contigo para librarte y salvarte» (Jer 15, 20).
Comprende entonces Jeremías que sus enemigos no tienen razón y con el tiempo verán el castigo de Dios (Jer 17, 14-18, 18, 16-23). En este forcejeo continuo está Jeremías, viviendo en tensión la llamada del Señor, maldiciendo a veces el día de su nacimiento» (Jer 20, 14-18). Pero en el fondo siente la urgencia de proclamar la palabra de Dios que arde dentro de él como fuego, y sabe que tiene siempre de su parte al Señor:
La palabra del Señor se me volvió escarnio y burla constantes, y me "No me acordaré más de Él, no hablará más en su nombre". Pero la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos; hacía esfuerzos por contenerla, pero no podía» (Jer 20, 8-9).
Dios está con los que llama
Las dificultades no bastan para frenar al enviado, porque tiene dentro de si una fuerza que le sobrepasa y que no puede contener. Es la misma fuerza que impulsaba a Isaías para que hablara con claridad a Acaz en momentos de crisis (Is 7), y que sostuvo a Moisés cuando el pueblo se reveló contra él en el desierto y le hacía sentir el peso de su misión y exclamar:
*Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo pues supera mis fuerzas» (Num 11, 14).
Esta fuerza es la prueba de que Dios verdaderamente está con los que llama a su servicio en favor del pueblo, y es un signo más de que toda vocación ocurre y se vive en contacto con Dios y como una seducción de amor, es decir, en el ámbito inacabable del Misterio.
Los futuros sacerdotes han de ser modelados según la misma pedagogía con que el Señor quiso atraer y educar a sus discípulos.
Juan Pablo II, 2.12.1983
El hombre, cuando se convierte a Dios (aunque lo haya dejado todo), vuelve a recibir de él el mundo, pero Dios se lo entrega como un deber y como un servicio.
Taulero
Estado de conversión.
... Y, enseguida, la Cuaresma. No ya para que nos paremos a pensar que se han de convertir los otros. Y, ni siquiera solamente para creer que éste es el tiempo en que nos hemos de convertir, un poco más, nosotros mismos, cada uno.
La Iglesia, con su Liturgia, no monta cursillos de reciclaje espiritual, sino que nos invita y conduce en la perenne celebración del misterio de Cristo.
La Cuaresma es, en realidad, un tiempo santo, que la moda, para impresionarnos, ha querido calificar de tiempo "fuerte".
Cierto que es fuerte si la fuerza es la santidad. Pero, simplemente, la Cuaresma es tiempo santo, como santo lo es todo, si no lo disociamos de Dios y lo separamos de su orden. Tiempo santo, con el énfasis de la insistencia que nos recuerda que esta vida que llevamos, mientras discurre por el tiempo, debemos entenderla y proseguirla continuamente en "estado de conversión".