Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 214. JUNIO. Año 1984
0. SUMARIO
EL ESPÍRITU de Dios es el aliento de la vida de la Iglesia de Jesus, el gran discipulado de los que creen en él. Y, como la llama transfigura lo que penetra, así el aliento divino, presente en la obra de Jesús, va preparando el Reino que se describe en el Evangelio, para que no se detenga el proceso de purificación y conversión de la humanidad. Proceso frente al cual las actitudes de los mismos creyentes han de ser continuamente revisadas, para que las esperanzas de los demás hombres sean iluminadas por la fe de los cristianos.
QUÉDATE CONMIGO
PROFETAS Y MAESTROS
EL CAMINO DE NEWMAN
TENTACIONES DE LA RELIGIÓN
EL «DESARROLLO» LEGÍTIMO EN LA IGLESIA
EL DISCIPULADO
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1. QUÉDATE CONMIGO
Ayúdame a esparcir tu gracia, Señor,
dondequiera que vaya;
inunda mi alma con tu espíritu y tu vida;
penetra todo mi ser y toma posesión de él,
para que mi vida sea en adelante una irradiación tuya.
Quédate en mi corazón, Señor,
en una unión tan intima y estrecha,
que las almas que tengan contacto con la mía,
puedan sentir en mí tu presencia,
y que al mirarme olviden que yo existo
y no piensen sino en Ti.
Quédate conmigo, Jesús.
Así podré convertirme en luz para otros.
Esa luz, oh Jesús, vendrá de ti;
ni uno solo de sus rayos será mío.
Te serviré tan sólo de instrumento
para que tú ilumines a las almas a través de mí.
Déjame alabarte en la forma que te es más agradable,
llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras
en el camino de otras almas.
Déjame predicar tu nombre sin palabras;
con mi ejemplo, con la fuerza de atracción,
con la sobrenatural influencia de mis obras,
con la fuerza evidente del amor
que mi corazón siente por Ti.
John Henry card. Newman, C. O.
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2. Profetas y maestros
LA PRIMERA Iglesia, tal como la describe san Lucas, se formó por grupos de fieles que afianzaban su fe en la oración común y el ayuno, con la meditación de la Palabra. Constituyeron una comunidad y un discipulado ―espíritu y verdad para la vida―, en los que se explica y desarrolla todo el fenómeno del nuevo Israel. Una presencia del espíritu de Jesús, que se manifiesta en los que creen en él y le imitan, o, como dice la Didakhé, unos seguidores «sin codicias, ni esperanzas de lucro, sino dispuestos a imitar la conducta del Señor».
Entre ellos «había profetas y maestros», es decir, que se percibía el espíritu de Dios y la inteligencia del hombre. De todo ello partía lo demás ―ministerios y carismas― cohesionando la vida y expansionándola hacia otros hombres, que debían ser, también, evangelizados: era el ser de la Iglesia naciente y el desarrollo incontenible que se fraguaba en la oración en común, consistente en la alabanza a Dios y en la búsqueda de la coincidencia convergente con la voluntad divina: saber de Dios y querer lo que Dios quiera, y vivir la vida como una respuesta a su llamada, ensamblando fe y gracia. Así vivía y se gobernaba la primitiva comunidad cristiana (Act 13, 1; 1.8 Cor 12, 28; Ef 4, 11-13).
Todo lo que sigue, no solamente arranca de ahí, sino que se legitima en la medida que se reproduce a escala histórica. El sentido profético de la Iglesia ―la atención y fidelidad al espíritu de Dios―, y la aplicación de la inteligencia para hacerlo concreto en la vida, a medida que se va transmitiendo, serán la constante de la comunidad de comunidades ―Iglesia, o Pueblo de Dios―, surgida de los discípulos más afectados de Jesús, los {3 (103)} apóstoles. En esta gran comunidad tendrá más importancia su aliento que su estructura, y por eso la oración, la búsqueda y trato con Dios, será como el respirar de su sobrenatural organismo. Oración que será precedida o acompañada del necesario desprendimiento, significado en el ayuno, in lo cual el corazón se embota, la voluntad desfallece y la conciencia se corrompe. Será, por todo ello, un pueblo de «convertidos», siempre en tronco de una nueva conversión, lo cual, por una parte relativiza los fallos humanos y lleva a la práctica del perdón y de la misericordia y, por otra, estimula a redimir el tiempo, aprovechándolo al máximo para colmarlo de fidelidad a la gracia sin dilaciones ni perezas.
Los maestros serán siempre necesarios, porque, como observa Newman, «la palabra inspirada ―expresión del espíritu de Dios para la inteligencia del hombre― permanece, de ordinario, como letra muerta, hasta que no se transmite a través de un espíritu viviente a otro espíritu viviente».
Pero los maestros nunca agotan la riqueza de la inspiración profética, que irá acompañando a la Iglesia, madre espiritual de la nueva humanidad y maestra de todos sus hijos. El misterio cristiano se extiende y transmite ―es decir, se hace «tradición»―, y los bienes de la gracia y de la naturaleza so integran en cada uno de los cristianos y en la entera dimensión social de la Iglesia, contemporáneamente espiritual y visible. Y tendrá profetas y maestros, y santos y discípulos. Será tanto más fiel a Cristo, cuanto más la profecía esté presente en el magisterio, y cuanto más los discípulos sean más santos.
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3. EL CAMINO DE NEWMAN
UN CAMINO hacia la luz, un camino, en definitiva, hacia la Iglesia podría decirse que fue el itinerario del espíritu de Newman. Él nunca disoció la doctrina, de la vida misma de la Iglesia; ni su perfección última, de la contingente terrenalidad. No tuvo decepciones, ni sufrió escándalo alguno, a pesar de ser lúcida y profundamente crítico ―crítico por amor― en su camino de fe. «Hay demasiados eclesiásticos, incluso de rango elevado... que hablan como si ignoraran lo que significa un acto de fe». Y también: «Importa poco lo que la Iglesia diga, lo que importa es creer todo lo que ella enseña»...
Estas y otras expresiones que muchos no comprendían, llevados de la fácil alegría apologético-beatil, alimentados, todavía, de satisfacciones triunfalistas o fantasías sentimentales, le hacían sospechoso frente a los que pensaban que un acto de fe es tan fácil como la obediencia externa, material, exhibicionista o aduladora, que dispensa de pensar.
A pesar de la abundancia y profundidad de sus escritos, y de su constante interés por la realidad y la teología de la Iglesia, no podemos disponer de ninguna obra en la que sistemáticamente nos diera su pensamiento organizado en forma de eclesiología. También es cierto, como confesaba, que él siempre se había puesto a escribir para responder a una situación determinada, que le exigía concretar su pronunciamiento intelectual cogiendo la pluma. Pero todo ello incita más a la búsqueda de su pensamiento, en el tesoro de sus obras y, por otra parte, nos asegura la gran sinceridad, no calculada, que espontáneamente se deja llevar, en cada momento, por la llamada del Espíritu de Dios, al que siempre fue fiel, pues pudo confesar con absoluta sencillez: «Yo nunca he pecado contra la luz».
{5 (105)} Newman, aunque universitario, no es una mente que se instala en un paraíso intelectual, ni va a la Iglesia para obtener ninguna recompensa, ni preparar ninguna promoción. Busca a Dios desde la gran desnudez de su sinceridad.
Desde esta sinceridad que aprendió e hizo suya en lo que él llama "su primera conversión" ―cuando tenía quince años «when I was fifteen»―, podemos acercarnos a él y recoger algunas ideas suyas respecto a la Iglesia, a la que llegó cuando, al intentar reanimar el anglicanismo, donde había nacido, y en él buscar a la verdadera Iglesia, descubrió que ésta coincidía con algo que, en principio hubiera querido evitar, pero que era inevitable: el catolicismo. Y se hizo católico.
Entre sus maestros, hubo uno, en su adolescencia, que dejó huella especial en su espíritu: la sinceridad con Dios le hizo experimentar la exigencia de una consagración personal sin reserva al Dios del Evangelio, que se muestra en Cristo, y piensa que esta consagración le ha de llevar a gastar su vida en testimonio de Cristo frente a los demás. Esto queda en su vida, y todas sus ideas sobre la Iglesia serán congruentes con la actitud religiosa de este adolescente que, en germen, implícitamente, lleva en el alma la noción de la Iglesia de Cristo. Siempre sentirá gratitud hacia aquel maestro bueno, de nombre Mayer, seguidor convencido de una corriente más evangélica, dentro del anglicanismo.
Después de Ealing, su colegio, a Oxford y, paralela a su actividad académica, tiene lugar su ordenación sacerdotal en la Iglesia anglicana. Su ministerio destacará en seguida. Surge el Movimiento de Oxford, en el que emerge como principal animador. El origen inmediato de este Movimiento está en lo que, por Newman y sus amigos, se tomó «como una intolerable intromisión del Estado en los asuntos de la Iglesia», pues el Gobierno inglés pretendía poder suprimir, unilateralmente, algunas diócesis. Algunos de los que reaccionaban contra las medidas del Gobierno, tendían a llevar el anglicanismo hacia prácticas y concepciones consonantes con las de la Iglesia católica contemporánea y daban, a esa tendencia, un claro sentido antiprotestante. Newman, sin embargo, no tenía este espíritu, más táctico que profundo, y creyó que el ideal a establecer era, en todo caso, el regreso hacia la Iglesia en su modelo primitivo. Esto es importante, porque Newman nunca suscribió actitudes antiprotestantes, lo que trajo consigo que, los católicos, todavía preocupados por la Contrarreforma, con frecuencia le tuvieron como extraño y poco apreciado, al tiempo que seguía siéndolo en muchos ambientes anglicanos. {6 (106)} Newman amó a la Iglesia católica con heroica y fervorosa fidelidad, pero siempre se declaró agradecido respecto a la Iglesia anglicana, donde hizo sus primeros pasos en el camino de la fe.
En realidad Newman, al evitar actitudes y prejuicios negativos, y sin pretenderlo, deshacía las razones que pudieran servir de base para el protestantismo, sin combatirlo, ni pensar en ello.
Ya desde su predicación protestante, cuando habla de la Iglesia en sus Sermons la describe y desea «vuelta a la plena conciencia de sí misma». Y busca él esta conciencia de la Iglesia leyendo a los Santos Padres: en ellos cree recoger esa «continuidad discontinua» paradójica entre el Israel del A. T. y la Iglesia de Cristo que se forma progresivamente, por la providencial acción de Dios, que va purificando al pueblo de la Antigua Alianza, para reagruparlo, en una humanidad renovada, en la Nueva.
Newman ve a la Iglesia naciente que toma conciencia de sí misma al leer y profundizar en las Escrituras, tal como nos muestran los textos del N.T., en sus relatos postpascuales, y como los Padres interpretan, interpretándolas a la luz de Cristo. Newman ve a la Iglesia que se mueve en un devenir, sin perder su unidad irrompible, pero, a la vez, sin dejar de morir y renacer. {7 (107)} El tiempo de la Iglesia es una realización de las promesas de Dios y su cumplimiento, pero sigue siendo, de nuevo, además, una preparación y una promesa. Ninguno de los miembros que la componen carece de significación, pues todos tienen un papel providencial que nunca es simplemente pasivo, de donde el destino total de la Iglesia se forma de la conjunción de múltiples destinos individuales. Pero el Espíritu la lleva, y habrá que distinguir, en todo momento, entre «lo que es del Espíritu y lo que sólo son apariencias», tal como él había aprendido en su primera juventud, de aquel buen maestro. Pero, a pesar de la diversidad de hombres, y de la mezquindad de muchos, hay que confiar siempre en la Providencia, que todo lo conduce a buen fin.
Esta visión de Newman resultaba irritante para los cristianos de optimismo demasiado fácil, tanto si se vencían por una actitud integrista, como progresista; sobre todo desmontaba cualquier triunfalismo eclesiástico, propenso a las euforias. No obstante, aquella soledad íntima con Dios, que ya había descubierto en sus años más tiernos en la escuela de Ealing, le daba una serenidad que le elevaba por encima del contraste de la gloria fácil o del fracaso absurdo, aplicados a la Iglesia. Newman sufrió mucho, y precisamente en la Iglesia, y la Iglesia católica, pero la gloria estaba, para él, siempre oculta en la cruz ―«per crucem ad lucem»­―, y menos que a nadie hubiera podido aplicársele el reproche que un teólogo protestante contemporáneo (Barth), de que los teólogos católicos quieren substituir la theologia gloriae por la theologia crucis. Las penas le purificaron, le unieron más a Dios, pero no le contagiaron de pesimismo, y fue siempre joven de corazón para seguir amando a la Iglesia.
En nuestra época, en la que el tema de la promoción del laicado en la Iglesia está de moda, no podría omitirse una referencia a Newman, en este campo; pero en otra ocasión ya hemos tratado este aspecto, por lo demás indispensable entre los principales de la eclesiología newmaniana (conf. «LAUS», n" 193).
Pensamos que pueden ser una {8 (108)} buena conclusión de este breve camino acompañando a Newman, reproducir algunas palabras del discurso de agradecimiento que pronunció, en Roma, al recibir el cardenalato de manos del papa León XIII.
Entre otras cosas, dijo Newman:
«Nunca me había pasado por lamente que yo pudiera ser objeto de esta elevación, que, dados mis antecedentes, me parece sorprendente. Yo he pasado por muchas pruebas, pero todas habían desaparecido; las tristezas se habían acabado y yo estaba en paz. Tal vez debía vivir hasta aquí para gozar de esta alegría... El papa me ha dicho que su gesto era un acto de reconocimiento por mi celo y buen servicio, durante tantos años, a la causa católica; también ha pensado que si yo recibía alguna muestra de su afecto, ello sería causa de alegría para los católicos ingleses también para la Inglaterra protestante. Después de palabras tan benévolas de parte de Su Santidad, me habría considerado insensible y falto de corazón, si hubiese dudado en aceptar... Lo que puedo asegurar, con todo lo que he escrito es esto: he tenido intención honesta, no he buscado nada personal, he querido obedecer siempre, he querido ser justo y respetuoso, me ha dado miedo el error, y he deseado servir a la Santa Iglesia...»
«Lo conocieron en la fracción del pan». La «fracción del pan» era el centro de la comunidad cristiana. En la comunidad, la presencia del Señor no significaba ya un momento súbito, un como relámpago de reconocimiento, sumamente convincente, pero que pasa enseguida. Era una realidad duradera, creadora de la nueva vida comunitaria.
Dentro de aquella vida comunitaria, según fue madurando y según fueron abriéndose más amplias perspectivas, los discípulos fueron más y más profundizando en la comprensión de lo que había sucedido. No se trataba simplemente de que su Maestro perdido hubiese vuelto a ellos; Dios mismo vino a ellos de una manera totalmente nueva.
C. H. DODD
Escuchar la Palabra, Aceptarla por medio de la fe, entregarse a ella en la celebración eucarística del memorial de la Muerte vivificante de Jesús, esto y nada más que esto, realiza la Iglesia. El que escucha la Palabra, el que cree en ella, el que consiento en entregar e ella con y en Cristo, pertenece, pues, a la Iglesia.
Louis Bouyer, C. O.
4. Tentaciones de la religión
• Tentación de hipocresía:
practicar una religión para prestigiarse con ello y mantener buena reputación frente a los hombres (Mt 6, 5).
• Tentación de formalismo: repetir oraciones, como si del mucho hablar viniera el ser escuchado (Mt 6, 7).
• Tentación de evasión: no son los que dicen Señor, Señor, quienes quienes entren en el reino de los cielos, sino los hacedores de la voluntad del Padre celestial (Mt 7, 21).
• Tentación de falsa sacralización: no en un lugar o en otro hay que adorar a Dios, sino en espíritu y en verdad (Jn 4, 21-23).
• Tentación de ritualismo:
el sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado ( Mc 2, 27).
• Tentación de colocar el amor a Dios en rivalidad con el amor a los hombres: «lo que hicisteis al más pequeño, a mí me lo hicisteis; y todo lo que no le hicisteis, a mí no me lo hicisteis» (Mt 25, 40 y 45).
Bernard Besret 9 (109)
{9 (109)}
5. El «desarrollo» legítimo en la Iglesia
LA VIDA es realidad en movimiento, un proceso y, por ello, no resulta difícil aplicar el concepto de "desarrollo" incluso a las doctrinas. Cuando se trata de la teología, en nuestra época resulta un hecho innegable que se ha superado el que podríamos llamar "fijismo" postridentino. Se puede —se debe― admitir el "desarrollo", aunque permanece el problema de su legitimidad. Si ésta no puede establecerse, será que las apariencias de desarrollo no pasan de meras degeneraciones, o de corrupciones, camino del error y la herejía.
Newman, en su Essay on the Development of Christian Doctrine (1845), da las notas que, según él, distinguen el desarrollo auténtico, del espúreo o erróneo.
La primera de estas notas, puede decirse que tiene más que ver con la Iglesia en sí misma, que con sólo los aspectos doctrinales que sustenta y, por ello, se puede decir que es una nota que contiene, en sí misma, las restantes. Consiste en que ha de conservar el tipo primitivo a través de todos sus desarrollos. «La Iglesia del Nuevo Testamento y de los Padres es una Iglesia una, consciente a la vez de su unidad y de su unicidad, como de su aptitud para hablar con autoridad en el nombre de {10 (110)} Aquel que la envió. Y sólo la Iglesia católica presenta, en el día de hoy, este carácter fundamental».
La segunda nota consiste en que conserva los principios:
las grandes afirmaciones neotestamentarias: sobre la encarnación, la resurrección, la justicia de Dios, los sacramentos, la aceptación de la autoridad y del ministerio apostólico como procedentes del mismo Cristo, que son la base del catolicismo actual como lo era en la Iglesia primera.
La tercera nota la describe como «el poder de asimilación», Por el que sigue siendo capaz de afrontar el mundo sin mezclarse con él: a través de la historia la Iglesia ha sabido valerse de las filosofías humanas y ha estado en medio de ambientes culturales diversos, transfigurando estas realidades temporales por el espíritu cristiano y encontrando, a través de ellas, modos para expresar las verdades de la fe que ella anunciaba.
La cuarta nota se ha manifestado en que, a pesar de que no siempre se han podido prever cuáles iban a ser las formas del desarrollo, una vez se presentan, siempre se consigue establecer una dependencia lógica entre la formulación nueva y las anteriores.
{11 (111)} En quinto lugar, estos desarrollos, aunque a primera vista pueden parecer sorprendentes, siempre permiten descubrir el precedente de sus huellas en las primeras generaciones cristianas, a pesar de que en estas no se hubiese alcanzado una formulación tan clara y precisa como la lograda en épocas posteriores. Newman pone ejemplos como el de la divinidad de Cristo, definida en Nicea, o la del primado del Obispo de Roma, en san León, del siglo V.
Otra nota consiste en que, las últimas formulaciones no anulan ni destruyen las legítimas afirmaciones anteriores, sino que las aclaran y las robustecen, pues eran un presupuesto del que se asegura y garantiza, con el desarrollo, su permanencia.
Por último, en séptimo lugar, se puede ver cómo la vitalidad del desarrollo auténtico, se nutre de las mismas dificultades que encuentra, para superarlas, a pesar de las fluctuaciones episódicas, que no logran agotar aquella vitalidad. Todo lo contrario ocurre con las derivaciones desarrollistas heréticas.
Pero Newman, cuando hace esta enumeración, no pretende ofrecer una fórmula automática para que produzca el acto de fe en el que leyere. En otro libro suyo, Grammar of Assent (1870), se refiere a las que llama «probabilidades convergentes», como estímulo lógico para favorecer el acto de fe, y a ellas pueden asimilarse las siete notas enumeradas, para que, bajo el influjo de la gracia ―pues la fe siempre comienza siendo un don del Espíritu divino―, la libertad del hombre se abra a la adhesión agradecida de la iluminación de Dios. Porque, en definitiva, «todo es gracia», y Dios la da a todos, aunque sin hacer violencia a la voluntad receptiva de nadie. Dios respeta la libertad que él mismo ha dado al hombre, para que, además de ser aceptado por la inteligencia, le pueda y quiera amar de corazón. Sin este don soberano —la libertad―, o sin poder usarlo, seríamos incapaces de amar, seríamos seres absurdos.
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6. EL DISCIPULADO
ES FRECUENTE, en nuestros días, referirse a la Iglesia y manejar la oposición "dictadura" (o monarquía) y "democracia", acusándola de anti o poco democrática; igualmente sería erróneo identificarla, en su aspecto institucional, con las monarquías, ni siquiera constitucionales. Veinte siglos de existencia han podido dar pie a comparaciones y a mimetismos parciales con las diversas formas de organización de la sociedad humana con las que se ha rozado o convivido, y así inducir a visiones falseadas de su verdadera naturaleza institucional, que no puede desligarse nunca de lo que ella es como misterio («cuerpo místico de Cristo») y como «pueblo de Dios», tal como el Vaticano II ha querido subrayar. Es claro que los que la acusan suelen ver en ella más bien una "organización" parecida a las simplemente terrenas, que un organismo" animado sobrenaturalmente. Tampoco la consideran como «el Israel de Dios», sino como una sociedad internacional, que se llama religiosa, pero que es proclive a degenerar en lo ambiguo. Para corregir esta visión bastaría, o ayudaría por lo menos, volver a pensar en cómo surgió, desde sus mismas apariencias humanas, el fenómeno de la Iglesia, y cómo, al correr de los siglos, se han ido produciendo los efluvios restauradores y de desarrollo de su propia vitalidad. No han faltado teólogos (Rahner, Congar, Sehillebeeckx...) que, siquiera de pasada, se han referido al discipulado, en función de la Iglesia, pero no llegaron a profundizar en su concepto como elemento material, en la Iglesia naciente y en su desarrollo y momentos históricos cruciales. Nosotros, aquí, únicamente podemos atrevernos a hacer algunas reflexiones, tomando por tema el del "discipulado", que nos eviten exageraciones impertinentes, en cualquiera de los dos sentidos de la oposición apuntada.
Primeros discípulos
Todo comenzó aquella tarde, próxima a la primavera, a orillas del Jordán, cuando Jesus tuvo sus dos primeros «discípulos». Lo refiere san Juan casi al principio de su evangelio; seguramente fue la primera vez que Jesus oyó que le llamaban Maestros. Para el evangelista debió ser {13 (113)} un momento memorable, por el modo como vemos que lo explica (1, 31-42). Luego fueron el hermano de cada uno de los dos y, enseguida, otros más. Cuando el Señor estrena ministerio en Caná de Galilea, ya le acompañan «sus discípulos». Es como una fiesta de las almas sobre los caminos, con un gozo nuevo hacia adentro, por el amigo hallado ―"¡Hemos encontrado al Mesías!»―. Jesús respondía a unas esperanzas, a la par que las excitaba, conteniendo el misterio dosificado, para que fueran entendiendo poco a poco, según iba creciendo el trato, que inevitablemente ponía en evidencia, junto al fervor de jóvenes, precipitaciones ingenuas, rudezas intempestivas, pequeñas envidias, ideas todavía elementales y demasiado terrenas, pero que ―a excepción de Judas― no impedían que creciera el amor al Maestro, al que ya sería imposible dejar de querer siempre... aunque, finalmente, hubiese fracasado o no hubiese sido Dios, y no hubiese resucitado.
Levadura de Iglesia
Éste era el elemento primario humano con que Cristo contó para que naciera la Iglesia: «sus discípulos». Vemos que éstos eran respetados por la gente sencilla, y que ellos respetaban y amaban a su Maestro. Sobre este discipulado Cristo fundamenta su Iglesia y luego la Iglesia se desarrolla, sucesivamente, en discípulos de discípulos, que comienzan llamándose, entre sí, «hermanos». Podríamos concebir a la Iglesia como un discipulado progresivo y desarrollado, a partir de Cristo y los apóstoles. Aparecerán, a lo largo de su historia, formas estructurales con valor de instrumento, pero que tendrán que ser continuamente revisadas para que no sofoquen su característica original, a la que han de servir. Y esa revisión tendrá que llevarse a cabo no sólo por los que sirvan a la Iglesia en puestos de autoridad, sino por cada uno de los fieles, porque se equivocarían si la entendieran como otra cosa que un discipulado de Cristo.
Discipulado de Jesucristo
Pero, ¿qué es un discípulo?
Los sabios y los artistas, en Grecia y en otras partes, habían tenido discípulos; también en Israel, en el A.T., los profetas tuvieron discípulos; pero en el caso de Jesucristo, el discipulado tiene características diferentes: la principal consiste en que no es el discípulo el que elige al maestro (como ocurría en otras partes), sino que la primera elección {14 (114)} ―no simplemente aceptación, tras la demanda― es de Jesús, y no de quien se propone seguirle; otro aspecto importante que no ocurría en tal intensidad ni con los Talmudim y un Rabbí del A. T.), es la radicalidad de la exigencia de Jesús, que era total, sin límites (Lc 9, 59-62:
Mi 10, 37). Pero la realidad de estos rasgos no convertía en servilismo la dependencia de Jesus: tanto el trato que el dispensa a los suyos, como el que les recomienda entre ellos, se traducen en una luminosa y serena cohesión y disponibilidad pronta y amorosa.
La adhesión personal inquebrantable
Los discípulos no son simples partidarios y seguidores de Jesús, o socios que colaboran con él y le ayudan. Ni se trata solamente de una mera convergencia mental, por la que vean en Jesús la respuesta de las esperanzas señaladas por los profetas, finalmente atendidas por haber llegado a la plenitud de los tiempos: todo esto entra en la adhesión al Maestro, pero no porque estas ideas les llevan a Jesús, sino porque Jesús les lleva a estas concepciones, mientras se las completa y reforma, para que no se pierdan en derivaciones tangenciales temporales y políticas, aun legítimas, como el mismo nacionalismo sofocado por los sucesivos opresores de Israel. No es desde las ideas que alcanzan a Cristo, sino que es desde Cristo descubren y re-descubren y purifican sus mentes, bajo el influjo de la compañía y dependencia del magisterio que, poco a poco, entre claridades dolores, hasta el final terrible de la pasión y muerte del Señor, y la inmensa alegría de recobrarle resucitado, para ser vida nueva en ellos y, por el crecimiento de la Iglesia, en todos los hombres.
Requisitos comunes
Hasta Jesucristo, ser discípulos de un maestro era el resultado de estos tres requisitos: 1) elegir a un maestro, 2) tener decidida voluntad de seguirlo y aprender de él, y 3) poseer capacidad de asimilación en orden al mensaje, disciplina, verdad o arte a recibir. Todo lo cual continua siendo válido en el orden humano general, pero no es suficiente cuando se trata del Evangelio, del discipulado cristiano.
Cristo elige
En primer lugar, la elección parte de Cristo, que llama no para satisfacer, en el llamado, una curiosidad antecedente, sino para hacerle participar en una verdad de vida:
la fe  siempre es iluminación y, al mismo tiempo, llamada {15 (115)} para la vida. En segundo lugar, eso llamada espera ser correspondida, con libertad y sin cálculos que ofendan la gratuidad del llamamiento, es decir, que ha de ser correspondida con espíritu concorde con el sentido de su origen:
gracia o don de parte de Cristo, y generosidad en la respuesta del discípulo. Por último, en todos los discípulos, además de la elección y de la voluntad, se precisa la capacidad: esa capacidad también entra en el orden gratuito de Dios, no en el sentido de que rebaje la correspondencia humana y la dispense, sino en el de robustecerla para hacerla más receptiva. El error y la mezquindad pueden no dejar entenderlo así, y entonces, en diversa medida, se detiene o frustra la virtualidad del primer llamamiento, al ser mal correspondido.
Apóstoles
Entre los discípulos de Jesús, serán elegidos doce (Mc 3, 13-19), que constituirán un grupo más restringido, que él instruirá de modo particular. Serán los que habían estado siempre con él, desde el inicio de su vida pública hasta su muerte en la cruz; los que habían oído sus enseñanzas al pueblo y visto los milagros; testimonios oculares de su pasión y muerte y de su resurrección, de modo que garantizarán la continuidad entre Jesús resucitado y el Jesús histórico. Y este testimonio será la base en que se apoyará la fe de la Iglesia, como vemos en las primeras predicaciones de Pedro, en el libro de los Hechos (1, 21...).
Cuando san Pablo acuña la expresión «cuerpo místico de Cristo» para aplicarla a la Iglesia, piensa en Jesús resucitado, entrando en la historia ―y superándola― de la entera humanidad: un misterio que Dios guardaba para proclamarlo y dinamizarlo a través de la encarnación, que es historia de Dios en la historia de los hombres.
Impulso del Espíritu
El impulso pentecostal centrifuga a estos discípulos en plenitud, o apóstoles, no para provocar una dispersión, sino para multiplicar un discipulado, que no podía permanecer cerrado en sí mismo: «Como el Padre me ha enviado a mí, así yo os envío... Id a todos los pueblos...» (conf. el sermón de la Cena, en el ev. de s. Juan, y la misión de los apóstoles al final de s. Mateo y de s. Marcos).
Los recursos estructurales
Los apóstoles y, en general, todos los seguidores de Jesús, no sólo han de hacer lo que él dijo, sino que han de hacerlo como si él lo hiciera. En el s. II. Tertuliano proclamará {16 (118)} que no es posible ser cristiano sin ser a la vez apóstol. Luego tendrán formas organizativas o recursos estructurales que la Iglesia deberá utilizar como instrumento de su misión, pero que nunca podrán relegar el primer aliento y el estilo y forma de la primera Iglesia, sin peligro de falsear la voluntad de Cristo. No solamente se le presentarán a la Iglesia las tentaciones de ceder a ser manipulada por los políticos, sino la de adoptar maneras y estilos como los suyos. Y la Iglesia tendrá que defender su singularidad, porque «no es un reino como los de este mundo».
Dos tentaciones
Tentados por la eficacia inmediata (por lo menos aparente) no faltarán los que quisieran acentuar en ella el verticalismo de una autoridad monárquica, parecida a los absolutismos seculares; en sentido contrario, estarán las corrientes progresivas que, entusiasmadas por los sistemas políticos democráticos modernos, quisieran que la Iglesia los adoptase en su modo organizado de proceder, como sociedad de creyentes.
Dictadura
A unos y otros habría que decir que la Iglesia no es una dictadura, ni tampoco una democracia. En cuanto a lo primero baste recordar que la autoridad tiene concepto de servicio y que nunca puede substituir legítimamente la conciencia de cada cristiano. No importa que, con la invocación de «la propia conciencia», se hayan podido consumar desobediencias, o pretender justificar posiciones inspiradas por la soberbia, el desprecio o la ignorancia.
Democracia
Por lo que respecta a la democracia, y dado que es un concepto que merece tanta simpatía en nuestra época, hasta el punto que aun los autoritarios quieren apellidarse de demócratas, conviene aclarar algunas cosas, respecto a su mismo concepto. En primer lugar, las democracias políticas actuales tienen poco más que el solo nombre con el origen en que se inspiraron, es decir, el modelo griego, hoy inaplicable en la sociedad civil. Ya no es posible la presencia física de un "demos", para demostrar su conformidad o disconformidad en la discusión asamblearia. Ya no es posible el ejercicio directo del poder, sino su delegación; ni puede basarse en la participación, sino en la representación; ni en el autogobierno, sino en un sistema de limitación y control del gobierno. Hoy, lo que se llama democracia, {17 (117)} es más bien una poliarquía. Y, ni aun así, sería aplicable a la Iglesia. O, si se hiciera, sería externamente un tipo de "asamblea" muy distinto de la Iglesia, en la pureza de sus orígenes, por más que se subraye la instrumentalidad del añadido.
La Iglesia surge del discipulado
La Iglesia como sociedad, surge materialmente de la pluralidad fraternal formada por los discípulos de Cristo.
La forma y el alma no se la pueden dar los hombres ni los sistemas humanos, aunque, desde fuera, los hombres la juzguen y aventuren hipótesis y reducciones mundanas, siguiendo más o menos las modas de cada época.
La Iglesia es un gran discipulado de generaciones, no sólo porque todos tenemos un «único Maestro, Cristo», sino porque, sucesivamente, han habido constelaciones discipulares, derivadas de los mismos primeros discípulos en plenitud, o apóstoles, que a su vez, «han repetido a Cristo» en sus vidas y han ayudado a otros a ser fieles a su vocación cristiana. La Iglesia ha concedido siempre espacios de libertad para que proliferaran esos discipulados que, ya en los primeros tiempos, se llamaron «de vida apostólica» porque con este nombre se referían a la integridad del seguimiento evangélico de Cristo.
Cualquier crecimiento y perfeccionamiento de la Iglesia, no le vendrá tanto de lo que como organización humana alcance, como de ser un organismo fraternal centrado {18 (118)} en Cristo, y servirá de aglutinante para ese desarrollo, cada cristiano que viva la vida de Cristo y se esfuerce en transmitir a Cristo, como vida, a los demás.
Maestros y discípulos
No se trata de buscar líderes, pero si hemos tenido algún maestro en nuestro camino hacia Dios, sepámoslo agradecer porque lo que Cristo, verdadero Maestro de todos, ha de enseñarnos, no sólo está en el Evangelio, sino en la vida de la Iglesia, y de los hombres y mujeres de la Iglesia que más se han afectado al acercársele. Algunos han tenido la suerte de tener por maestros a verdaderos santos: otros solamente a cristianos convencidos y fervorosos, desde cuya sinceridad profunda, nos han dirigido en los primeros pasos hacia Dios. No es imaginable un cristiano cabal y aislado, un solitario caminante hacia Dios... Si un día nos pareciera estar en tal situación, convendría que rogáramos intensamente para que, en la orilla de algún Jordán, encontráramos a alguien que nos llevara a Cristo. Si llevamos buena intención en nuestra búsqueda de Dios, todos encontraremos nuestro lugar, nuestro círculo discipular. Si nos bastara seguir con el nombre de cristianos, cómodos en la somnolencia de nuestro egoísmo parapetado en la instalación decorosa que nos hemos puesto o hemos encontrado en la Iglesia, que sean los demás a rezar por nosotros, porque tenemos necesidad de conversión y de ir buscando al Maestro.
Renovar a la Iglesia
La Iglesia nació de los discípulos y, a través de su historia, cada movimiento renovador, cada desarrollo de su vida, ha surgido y ha contado con núcleos de espiritualidad y de apostolado en los que se aglutinaban un puñado de discípulos alrededor de un maestro que les recordaría a Cristo, el que lo es de todos, siempre. Y, en estos discipulados, las leyes, las estructuras meramente humanas, han sido siempre un accidente: lo substancial ha sido la fe, la fidelidad, la perseverancia, el amor fraterno, iluminado y fecundante, que ha podido multiplicar el fruto, para luego pasar a generaciones venideras el acervo recibido con agradecimiento y transmitido con generosidad.
Así los primeros apóstoles, y los santos y los verdaderos padres en el espíritu: Benito, Agustin, Francisco, Ignacio, Teresa, Felipe, Newman...
Después de la muerte, los hombres que verdaderamente han influido en los demás, no en sólo en los escritos que han dejado, o en la narración histórica que se ha hecho de sus vidas, sino todavía más en aquel "recuerdo no escrito" perpetuado por una escuela de discípulos emparentados moralmente con ellos.
John Henry card. Newman, C. O.