Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 216. NOVIEMBRE. Año 1984
0. SUMARIO
OTOÑO cierra el ciclo del trabajo sobre la tierra, cuando el hombre acaba de recoger los frutos conseguidos y se dispone a sembrar de nuevo, con renovada esperanza. También la Iglesia medita y guarda en su corazón el fruto de la siembra de la fe en sus hijos, los santos. Y canta alabando a Dios mientras espera nuevas cosechas para el espíritu, en las que seguirá glorificando a Dios cuando premie los propios dones que él reparte convertidos en gracia, semilla de gloria.
GLOSA
LA GLORIA DEL AMOR
LA MISA EN LATÍN
IMAGEN
EL TELÉFONO
SANTOS
¡VUELVE, SANTA CECILIA!
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1. GLOSA
Mal maestro quien,
en asignatura de autoridad,
no es discípulo de los combatientes.
Mal maestro quien,
en asignatura de fantasía,
no es discípulo de los poetas.
Mal maestro quien,
en asignatura de laboriosidad,
no es discípulo de los artesanos.
Mal maestro quien,
en asignatura de bondad,
no es discípulo de su madre.
Mal maestro quien,
en asignatura de alegría,
no es discípulo de su discípulo.
Eugenio D'Ors, NUEVO GLOSARIO, III 2 (142)
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2. La gloria del amor
LA SANTIDAD es la gloria del amor más alto, del amor a Dios, de Dios mismo como amor. Los humanos llamamos «amor» a la medida colmada de darnos a otro ser personal; llamamos «amor» al entusiasmo por lo bueno, una vez descubierto y reconocido; llamamos «amor» a lo que nos hace buenos y con lo que hacemos buenos y verdadero bien a los demás; sobre todo llamamos «amor» al darnos con la vida y con la muerte, a lo que creemos que vale más que la vida y que no puede borrarse con la muerte.
Entendida auténticamente, dándole un sentido radical, casi nos da vergüenza pronunciar esa palabra —«amor»—, sencilla y desnuda, no sólo para decírnosla entre seres humanos, sino, y sobre todo, para referirla a la elección, a la dedicación y a la fidelidad para con Dios, surgida de una libre exigencia profundamente sentida y consentida, como modo único de responderle y corresponderle, mientras se hace evidente que hay que llenarla con toda la vida y mirarle a él, contemplándole con la misma verdad con que él nos mira. Es decir, verle a él y vernos desde él, con absoluta sinceridad, pues solamente así se le puede amar más allá del uso vano de la sola palabra.
Es posible vestir de dulzura las palabras humanas construyendo, al mismo tiempo, nuestros propios dioses privados, nuestras idolatrías con que disimular las esclavitudes elegidas; pero ninguna de estas ficciones o apariencias es compatible con el verdadero amor ni a Dios ni a los hombres.
No serían amor por más untuosidad, atención externa o sentimentalismo que lo envolviera todo. El amor «es fuerte», nos recordaría la Biblia, y tal vez sea la única fuerza, como afirma Dante. Y hay que comenzar creyendo que es posible y que estamos llamados a él, a partir de una sincera purificación interna, de mente y de planteamientos, para que nada impida su existencia y su crecimiento, mientras la vida nos dura. Que para esto se nos ha dado la vida.
{3 (143)} Si miramos solo con ojos glotones, o con actitud de aprovechador, con astucia de oportunista dispuesto a la caza de su mejor instalación, nunca sabremos ni podremos amar, aunque invoquemos a Dios o nos adhiramos a 61 formalmente. Mirarle desde fuera seria pretender utilizarle, y no amarle.
Es preciso abrir los ojos a la presencia de su bondad envolvente, manifestada, con infinita ternura, en el orden y belleza del mundo, del mismo ser del hombre y del corazón de los más sencillos.
Los cristianos «creemos en el amor», porque nos lo ha mostrado Jesucristo con su vida y con su muerte. Él es la gran Palabra de Dios al mundo, ante el que se hizo humilde y reverente con profunda libertad miel, para que entendiéramos «con qué libertad nos hizo libres» para ser también nosotros, hijos de Dios, «que es amor». Y son santos los que haciendo memoria de la vida y de las palabras de Jesucristo, han creído que se puede vivir de amor y llenar la vida con 61. Ellos han superado el pudor de nuestra mezquindad humana y han intentado seguirle e imitarle, haciendo Iglesia, como testigos suyos.
También desde ellos hemos de mirarnos a nosotros mismos, con la sinceridad que nos compromete el testimonio que nos han dejado. Ellos *han combatido el buen combate", se han enamorado de lo mejor, han trabajado con esfuerzo y no han quebrado su bondad ni perdido su alegría, y por eso han vestido de belleza toda su vida y su misma muerte. Han sabido vivir de amor a Dios, con libertad de hijos suyos, porque no han medido la generosidad, ni calculado las recompensas. Y han muerto de este mismo amor, como testigos de sus dones, cuando, como la fruta madura cae del árbol, se desprendieron de las ramas de la vida temporal, con el corazón enriquecido de Dios, porque ya sus latidos no cabían en las medidas del tiempo.
Puede decirse que, lo que llamamos su muerte, no fue más que el remedio de aquella «dolencia de amor que no se cura, sino con la presencia y la figura» de Dios mismo, alcanzado como verdad, vida y gozo sublime, después de haber creído en el amor y haberlo vivido intensamente en este mundo.
Y, a la par que desaparecen de nosotros, nos dejan «el buen olor de Cristo» al quebrarse el alabastro donde guardaban su perfume. Nos dejan el ejemplo que nos compromete, para vivir mejor esta vida y para prepararnos una santa muerte, el encuentro definitivo con Dios.
Es la Eucaristía la que construye la Iglesia, y el Concilio Vaticano II ha repetido con insistencia que la liturgia es la cumbre de la acción de la Iglesia y la fuente de donde fluye su fuerza (SC 10). En principio era el amor el que unía a las comunidades en torno al sacerdote, con la participación activa de los bautizados.
JUAN PABLO II (1.8.84)
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3. LA MISA EN LATÍN, Excepciones a la última reforma litúrgica
EL PASADO 16 de octubre, sexto aniversario de la elección al sumo pontificado de nuestro actual papa, Juan-Pablo II, se hizo pública una carta que la Congregación para el Culto Divino ha mandado a todas las conferencias episcopales del mundo, en la que se da permiso a los obispos para que dispensen a los sacerdotes y grupos de fieles que lo soliciten, de la obligación de utilizar en la celebración de la Eucaristía, el Misal reformado por el Concilio Vaticano II, publicado por Pablo VI, y puedan utilizar el que estaba en vigencia en la Iglesia latina, antes de la reforma conciliar.
Esa es la noticia que transmitieron las agencias de información y que, un poco, ha alarmado a los amantes y estudiosos de la Sagrada Liturgia, y que ha dado, dentro y fuera de la Iglesia, ocasión a comentarios muy diversos. Algunos han querido ver un retroceso, o casi una desautorización, por lo menos parcial, del impulso renovador iniciado en la Iglesia a partir de Juan XXIII, que fue quien convocó aquel Concilio; otros, una estrategia para atraer al obispo Lefebvre y sus adeptos, situados en abierta rebelión contra la Iglesia, a la que acusan de haberse desviado de la recta doctrina a causa del Concilio. Pero no puede ser cierto o exacto ni lo uno ni lo otro.
En primer lugar, no se trata de un retroceso disciplinar, sino de una concesión que ha de entenderse en sentido totalmente restrictivo, sobre todo cuando, según parece, se ha producido después de que había sido desaconsejada por la mayoría de obispos de todo el mundo. Esta mayoría episcopal no impide que, en determinados sectores eclesiales, se dé, todavía, la pervivencia de minorías fuertemente conservadoras, ritualistas y más o menos escrupulosas, a las que la nostalgia por el antiguo misal les ha impedido estudiar y comprender {5 (145)} el sentido de la imparable renovación litúrgica, anterior al mismo Concilio y temida, por ignorancia, desde entonces. No hay duda de que, los sectores realmente bien intencionados, acabarán por entender, tarde o temprano, y aceptar sin restricciones el verdadero sentido de aquella renovación porque es evidente la excelencia del nuevo misal si se le compara con el llamado de san Pío V, ya tantas veces necesitado de reformas y enmiendas, antes de este mismo Concilio Vaticano II. El Papa ha querido tener misericordia con los nostálgicos que murmuraban y escamoteaban, incurriendo en pequeñas desobediencias al Concilio, so pretexto de piedad e integridad, repitiendo los errores prácticos de las desviaciones del tradicionalismo. El Papa, bondadosamente, les ha librado de la desobediencia.
En cuanto al caso del obispo Lefebvre, no parece que le deba influir en nada, porque él no está dispuesto a aceptar la condición de reconocer la validez disciplinaria y dogmática de la reforma emprendida por el Vaticano II, y esa condición es necesaria para obtener lícitamente la dispensa de que se trata. Nombrar a este obispo francamente disidente, que ha dado los mayores disgustos a la Iglesia contemporánea, afligiendo hasta la muerte al inteligente papa Montini, que más no pudo hacer, lícitamente, para facilitarle la reconciliación, sería usar a Lefebvre como pretexto para dar apariencia de razón a esos motivos de misericordia para librar del complejo de culpa, a los morosos, reticentes integristas contemporáneos, tentados de sectarismo involutivo. Ni tampoco puede ser pretexto la vuelta al latín, porque nada se oponía a que, también en latín, se pudieran recitar las fórmulas del misal salido de la reforma conciliar, pues el Concilio, al mismo tiempo que introducía las lenguas vernáculas en la liturgia, también recomendaba el uso del latín en las nuevas fórmulas, lo mismo que hacía con el canto gregoriano, que proclamaba «propio de la Iglesia».
Nada teman los que deseen para la Iglesia la tersura «sin arrugas —como diría san Pablo— de una juventud prometedora y creciente, renovándose incesantemente, —como auspiciaba Newman—. Estamos en el siglo en que se inició el gran movimiento renovador de la liturgia católica, que fue la señal de ulteriores y más generales esfuerzos renovadores, y en ellos estamos, entre esperanzas y dolores, seguros de la compañía del Señor y entreviendo «en los signos de los tiempos», un fruto mejor para ella y para todos sus hijos, según el anuncio con que Juan XXIII iniciaba la andadura conciliar, todavía no concluida.
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4. IMAGEN
EXISTEN técnicas para manipular los resortes que preparan y obtienen la respuesta sociológica previamente programada, a base de sorprender e impresionar, sin dar tiempo a reflexionar demasiado, a la natural curiosidad del ser humano, avivándola, pero conduciéndola con habilidad, a través de aseptizaciones dosificadas y de aislamientos bien medidos, para lograr el encanto, la adhesión y el aplauso, frente a lo simplemente neutro o ambiguo, pero ofrecido como excelente, o incluso de lo malo, pero presentado con enfatizadas apariencias de bueno. Hay mecanismos que, teniendo en cuenta la psicología social, pueden mover estímulos que transformen en positiva la reacción que, en principio, pudo parecer, más o menos evidentemente, de signo negativo.
Las propagandas, las campañas de imagen, hacen, como vulgarmente se dice, verdaderos milagros. Puesto que hay razones para todo, basta seleccionar y exhibir aquellas que generan, estadísticamente, la respuesta pretendida, y tratar de destruir o, por lo menos, silenciar las razones opuestas, o simplemente neutras.
A nivel individual, basta con halagar las pequeñas pasiones —¡cuánto nos seduce el halago, aun desde una base falsa, con tal que complazca nuestra vanidad!—, en vez de proponer corregirlas o contenerlas, y en seguida se nos rinde y se nos hace adepto quien así es atraído, desplazando o disimulando aquello que se le debería exigir, mientras a cambio le proponemos la tácita compensación de nobles utopías que le alejan del inevitable esfuerzo inmediato, irremediablemente distraído con la mirada puesta en "lo más bueno", pero... lejano. Es fácil hacer adepto a quien se le consiente sentirse dispensado de abnegaciones inmediatas demasiado concretas, mientras pueda seguir pareciendo bueno, a la par que liberado de las exigencias de una verdadera conversión, pues le dejamos que se detenga y que se mantenga en la representación de la sola almibarada imagen de la bondad.
{7 (147)} Por eso, en nuestra época, políticos y comerciantes recurren a las técnicas de propaganda y de estudio y difusión de imagen, como medio para lograr seguidores o clientes, que les permitan afianzarse y triunfar. Y ello ocurre no sólo en el campo económico y político, sino también en muchas de las manifestaciones llamadas culturales, e incluso en la presentación de ideologías que adulteran o substituyen las convicciones religiosas, a pesar de que las primeras expresiones de su extraordinaria eficacia surgieran de los totalitarismos más recientes: nazi, fascista y socialista.
Cristo, «imagen de Dios invisible», no habría recurrido jamás a estos procedimientos, para hacer el bien. Los santos, imagen de Cristo, tampoco. En la misma Iglesia, cuando por error los cristianos han descuidado la pureza de los modos y maneras de evangelizar, se han padecido retrasos y oscurecimientos parciales contrasignificativos, en perjuicio del mismo Reino de Dios que se pregonaba; o, por lo menos, han dado pie a las vacilaciones propias de la ambigüedad, tan contraria a la valentía y a la justicia del Evangelio de Cristo.
Este prurito por el cuidado de la imagen, forma parte del pecado del mundo, y lleva a una engañosa esclavitud, porque es tributario de sus criterios terrenales, ansioso de triunfos anticipados y precipitados, aun a costa de la pureza liberadora del mensaje cristiano, reduciéndolo a un ideal de utilidad terrena y a la vanidad de los triunfos y reconocimientos humanos.
Se explicaría sólo por la falta de fe el ceder a confiar en los medios y apariencias del mundo, antes que en la fuerza y realidad de la gracia divina. Falta de fe que se alía fácilmente con la vanidad, la ambición, el ansia de poder, el gusto por el halago...De modo que, si con ello lográramos edificar un reino, no sería el de Dios, aunque gritáramos en vano su nombre: sería sólo y tristemente, nuestro propio y efímero reino, usurpado a su gloria.
Lo santo ha de ser hecho santamente. Quien se preocupa demasiado por "parecer", retrasa el llegar a ser. La imagen es una representación meramente externa; el ser es radicalmente interior. La verdadera imagen de lo que somos, como hijos de Dios, sólo aparecerá cuando nos reunamos con él y no antes, porque «pasa la imagen de este mundo». Cualquier precipitación es inútil, engañosa y entorpecedora.
Todos los hombres somos iguales: iguales como las hojas de las ramas de un mismo árbol.
Pau Casals
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5. EL TELÉFONO
EXISTE una pequeña, preciosa colección de folletos, titulada «CONEL», editada por la CONFER, en la que se aborda a fondo el tema de los consejos evangélicos y se pone el ejemplo de sus protagonistas que suelen ser, inevitablemente, los santos, pero no sólo en la evocación de lo que ellos fueron e hicieron, sino proyectándolo en ejemplificaciones actuales, como en el folleto al que ahora vamos a hacer referencia, escrito por el capuchino Victoriano Casas. Se refiere a la oferta de convivencias, para personas que deseen hacer un ensayo de vida eremítica, sencillamente, pero en serio. Por lo tanto «no es lugar para huéspedes ni turistas, para espectadores ni fisgones». El aprovechado que se imagine una pensión barata para unas semi-vacaciones piadosas o curiosidades noveleras, se equivocaría de plano. Tendría que avenirse a alzarse a las cinco de la mañana, porque hay que rezar todos los días, y además de tiempo para mirar a Dios, se necesitará igualmente tiempo para mirar al cielo, para trabajar, para meditar, para cantar, para disponer de espacios de silencio absoluto... para comer. Un día también para ayunar de verdad, porque es muy saludable, y se aconseja beber agua, porque purifica el organismo. También un día sin trabajar nada, para convertirlo en jornada de desierto, solo y en silencio absoluto, pues la soledad, el silencio y la naturaleza acercan a Dios.
Omitimos otras particularidades interesantes. Todo está bien dicho, con un tinte de bondadosa ironía, que hace más simpática la oferta.
Pero hay un detalle, el último, estupendo y aleccionador, que copiamos textualmente, y dice así:
"Para Informaciones y reservas escriban a:
Comunità di san Maseo.
06081 Assisi. Italia.
No tenemos ni queremos tener teléfono".
Huelgan los comentarios y habría que sacar la lección. Sencillamente, el teléfono no les dejaría ser libres, ni para el trabajo, ni para la oración, ni para el estudio, ni para el descanso, ni para estar con Dios, ni para llevar a Dios a quien verdaderamente lo necesite. No quieren exponerse a perder el tiempo porque el tiempo también es de Dios y para Dios.
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6. SANTOS
EN LA BIBLIA la santidad es una cualidad que conviene exclusivamente a Dios, y que ha de aplicársele en sentido absoluto, porque es la grandeza y majestad increada, única y gloriosa. Cuando hacemos una aplicación relativa de la santidad y le damos un sentido cultual, queremos decir que se trata de una cualidad añadida a lo creado, por la cual se reconoce que la criatura ha sido sustraída al uso profano para darle un destino o consagración ordenada a Dios. Y cuando queremos darle un sentido trascendente ―o religioso— que también signifique la existencia de un valor moral positivo y excelente, expresamos con el término "santidad" esa excelencia eminente e infinita que corresponde solamente a Dios, pero también, aunque de modo limitado, a las criaturas inteligentes, cuando estas manifiestan su perfección moral y su pureza de corazón a través de sus obras y de sus pensamientos.
Dios es el único santo. Toda aplicación del término "santo", fuera de Dios, es una extensión significativa para expresar una participación creada en la semejanza de su bondad y de su pureza, y por esto la gloria no corresponde a los que llamamos "santos", sino únicamente a Dios, que es quien resplandece en ellos. Por esto no hay ni una sola oración, en los libros litúrgicos, ni una sola alabanza, dirigida a los santos que se veneran, sino que siempre es a Dios a quien se invoca y se da gloria, por habernos concedido la compañía de estos hermanos que han hecho de la consagración a Dios obrada en el Bautismo, la vocación de su vida, entregada a Dios.
La Iglesia nunca ha transigido con hacer demasiado fácil la calificación de santos a los hijos suyos que se han distinguido {10 (150)} por la perfección moral de sus vidas. En los primeros tiempos del cristianismo, solamente se admitía en la lista del santoral a los que habían sufrido el martirio por la fe o a causa de defender alguna virtud cristiana, incluyendo no sólo el haber sufrido una muerte violenta en tal defensa, sino acompañando la entrega de la vida con el perdón explícito concedido a los mismos enemigos que les torturaban o asesinaban, lo cual incluía no solamente la generosidad total del amor a Dios, por la entrega de la vida, sino la del amor a los hermanos, aún enemigos.
Esto convertía al cristiano que así ratificaba la autenticidad radical de su fe, en verdadero "testigo" de Cristo, que es precisamente lo que significa la palabra "mártir".
Más adelante, y pasada la época de las grandes persecuciones, se creyó que también era un "testimonio" de fe, el haber sufrido por ella, a pesar de no llegar al martirio (torturas, persecuciones, cárceles), y se llamó "confesores" a estos cristianos ejemplares.
De cualquier modo, la santidad, el valor heroico, no solamente se puede medir por la muerte, pues en vano ésta puede ser santa si no se ha preparado para la santidad. Pío XII dijo en cierta ocasión, que «el heroísmo del martirio, nunca es efecto de una improvisación».
En alguna época de la historia, se ha transigido algo en la concesión del título de "santos", porque tal vez no se han depurado de leyendas algunas biografías poco estudiadas, o se han exagerado virtudes, ciertamente existentes en quien se quería canonizar, pero con miras interesadas, en vistas al prestigio de estamentos sociales, instituciones, nacionalismos...Un ejemplo de ello es, todavía, la dificultad en admitir que se reconozcan como verdaderos "mártires":
{11 (151)} algunos cristianos de nuestros tiempos, que dieron generosamente la vida por Cristo, pero cuyas causas de canonización difícilmente prosperarán, a nivel oficial, por razones políticas, mientras veremos a otros cristianos que serán promovidos sin grandes dificultades porque sus vidas no causaron compromisos con los poderes de este mundo; del mismo modo que, en el pasado, existen canonizaciones que no estuvieron desprovistas de oportunidad política. Pero esto no depende únicamente de la autoridad de la Iglesia, sino del sentir general y del grado de fe y de asentimiento de todos los cristianos que la integramos. ¡Con razón la Iglesia, hasta donde ha podido, ha sido restrictiva en las concesiones de veneración, aun de los cristianos que murieron con ejemplo evidente de virtudes cristianas!.
Y tú, ¿qué haces?
Hay una respuesta bonita para esta pregunta, que debiera ser la justa y verdadera, para quedarnos en paz y sin complejos, y es ésta: —Rezo y hago después todo lo que de rezar se deriva, en mi vida.
Sobre todo, para nosotros mismos, seria ésta la buena respuesta que debiéramos poder darnos cuando nos examinemos la conciencia. Para nosotros mismos, porque —y, por supuesto, sin despreciar a nadie— los demás no pueden responder por nosotros; ni la tranquilidad de nuestra conciencia puede depender de la aprobación ajena. Los demás, salvo contadas excepciones, comienzan por no tener derecho a preguntarnos demasiado.
(Que, por eso, el preguntar sin derecho, o aun la comezón por preguntar, señales son de mala educación).
Hacer después de rezar, hacer y rezar, saber hacer que en la acción se contenga la oración y que ésta sea el alma de lo que actuamos. Tener presente a Dios en el camino de nuestra vida; no caer en el "oficio" de cristianos, como diría León Felipe; es decir, no acostumbrarnos, no arrutinar la vida. Todo lo cual solamente puede evitarse yendo y volviendo siempre a Dios y de Dios.
Preocupados por las estadísticas, midiendo a los demás por el baremo de lo que nosotros hacemos o somos, nos equivocamos al juzgar a nuestro prójimo; como igualmente nos equivocamos cuando estamos pendientes de sus juicios, aprobaciones o halagos.
Recemos y hagamos lo que de la oración se derive, con libertad.
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7. ¡VUELVE, SANTA CECILIA! Música para vestir palabras de Dios y palabras a Dios
NO HA SIDO sin más que, las primeras manifestaciones renovadoras del Concilio Vaticano II, se notaran por su influjo en la Liturgia que salió de él.
El proverbio «lex orandi, lex credendi» se ha acreditado a través de la historia de la Iglesia. Y allí donde el estudio y el amor por la Liturgia se ha olvidado o ha decrecido, igualmente ha decaído lo más espiritual del mensaje evangélico, tal como se debe de entender y transmitir. Llevados de la neurosis de la eficacia, escasos de fe, a veces nos hemos olvidado de ello y, consiguientemente, incurrido en el riesgo y hasta en el pecado de subjetivizar excesivamente la vida de fe o de convertir en poco más que estructura organizativa lo que debiera haber sido manifestación y desarrollo del Misterio cristiano, propio de todo verdadero y legítimo apostolado.
Dentro de la Liturgia, también hemos tenido negligencias en aspectos o elementos de la misma que hemos tomado como marginales, como por ejemplo la música, verdadera cenicienta, en amplios sectores eclesiales. Allí donde se ha descuidado, ni siquiera la palabra desnuda se ha seguido pronunciando como es debido, o se la ha envuelto en improvisadas melodías que han debilitado, con acento dulzón, el propio vigor literal, o {13 (163)} simplemente lo han substituido ahogándolo en ruidos que lo hacen ininteligible.
A propósito de la proximidad de la fiesta de santa Cecilia, hoy queremos decir una palabra sobre la música de la Iglesia, sabedores, de todos modos, que el camino de la música se apoya, no en el espacio, como ocurre con las artes plásticas, sino en las alas del tiempo, que es medida y soporte de su sonoridad; por eso la música es la más espiritual de las artes.
También por eso es la que mejor puede ayudar a la expresión litúrgica.
Palabra y música
Cuando la palabra, aunque no llegue a ser cantada, se cimbrea rítmicamente en el alma y en los labios que la pronuncian, se convierte en poesía. Puede ser que, toda palabra, sea poesía. De este modo entraron en la liturgia los himnos y secuencias, como para poner alas a la meditación colectiva de los fieles, que celebraban el Misterio del Señor, mientras rezaban cantando o cantaban rezando: «rezando dos teces), diría san Agustín, porque la belleza no sólo es esplendor del orden de lo bueno, sino vigor que refuerza toda bondad, porque la hace más elocuente, porque la espiritualiza mientras adorna su expresión, enriqueciendo y transformando la naturaleza de las cosas y de los gestos de las personas. Por eso los santos fueron poetas y los poetas ―si se les cruzaban por los caminos― fueron amigos, por lo menos, de los santos.
El reciente Nobel de Literatura, Jaroslav Seifert, en uno de los pocos poemas suyos que tenemos traducidos al castellano, dice que «la música y la poesía son, en este mundo, lo más hermoso, excepto el amor», quién sabe si porque han de ser tributarias de éste, o porque el amor es algo más que simple hermosura.
La primera Eucaristía
Lo cierto es que, poesía y música, palabra y melodía, aparecieron hermanadas, apenas el culto cristiano comenzó a distinguirse de las celebraciones judías, adquiriendo un estilo propio, que partió de la sencillez luminosa de aquella primera vez en que, Pedro, «en memoria de Cristo», {14 (154)} repitió la Cena con los mismos gestos y palabras de Jesús. Fue la cadencia y el respeto en pronunciar, y fue la reverencia del alma interiormente postrada a la hora de coger el pan y el cáliz y pasarlos a los hermanos; fue el respirar del corazón que brotaba en plegarias que uno hacía en nombre de todos, o que todos rubricaban con el aplauso condensado en la unción de la palabra «amén».
Y los recitados y aclamaciones fueron tomando, bellamente, la forma de melodía oracional, transparente y sencilla, imitando seguramente algunos modelos elementales de música griega, mínimos para que no sofocaran la significación de los textos leídos o cantados, con el fin de que, letra y música, fueran una misma oración. Poco a poco las melodías que servían de soporte a la voz recitativa o de transparencia vestida a las palabras de los himnos , al canto llanos, alcanzaron formas definitivas por influjo de un papa santo, músico y poeta, del siglo VI.
El canto gregoriano
Este papa era san Gregorio, de donde la denominación dada de «gregoriana» a aquella música, convertida, en adelante, en «música propia de la Iglesia», confirmado así por el mismísimo Concilio Vaticano II, de nuestros días.
A partir de san Gregorio, y en el decurso de toda la Edad Media, florece la liturgia católica llenando con su música los templos, al paso que la inspiración de los poetas introduce «secuencias», «himnos», «antífonas» para encabezar la recitación o canto de los salmos o cubrían los espacios interlecturales; de modo que los mejores poetas místicos prestan composiciones al oficio divino y a la celebración eucarística.
San Felipe y sus discípulos
Con el Renacimiento aparece la polifonía, que nace y se desarrolla en Italia, donde, con la vuelta a las formas seculares y clásicas, se depaupera la significación piadosa, llegando a excesos de profanación y teatralidad que lamentaban los espíritus más sensibles, tanto a la belleza como a la piedad. En este momento se produce una reacción saludable, inspirada por san Felipe Neri y secundada por discípulos inmediatos suyos, que le hacen caso dedicándose al estudio de la música —Animuccia, Soto (español), el gran Palestrina―, y establecen la base de una tradición musical que siempre más iría unida al nombre del movimiento piadoso y de renovación cristiana, {15 (155)} que inició en la ciudad de Roma, el apostolado de san Felipe Neri, con su obra el Oratorio. Tanto fue así, que la composición musical, en principio inventada a la medida de las fervorosas reuniones del Oratorio, acabó tomando su nombre. San Felipe Neri, como verdadero santo y buen florentino, amaba la música y la poesía, tenía el corazón de artista: hasta en las primeras e informales reuniones, en los mismos inicios de su apostolado, se servía de un libro de poesías —«Le Laude», de Iacopone da Todi, para los comentarios y conversaciones de dirección espiritual ―los «discorsi» o «ragionamenti»- junto con ejemplos de santos o de sucesos de la Iglesia.
El "oratorio musical"
Los comienzos fueron simples y elementales, hasta convertirse en una forma musical nuevo y definitivamente consagrada. En el «oratorio musical» inventado en las reuniones de san Felipe, se combinaban el recitado, que solía recoger las tonalidades gregorianas, y el coro. Estas composiciones también se llamaban «rapprasentazioni» o «azioni sacre» y fueron cultivadas, después del padre Soto, por Cavaliere, Peri y Scarlatti, pero alcanzaron su mayor grandeza y renombre en el barroco, con Bach y Haendel. Contemporáneos y más cerca de nosotros, tenemos compositores como Falla, Casals, Massana y Halffter. Y, en lo que corresponde a los mismos oratorianos, tenemos el oratorio musical The Dream of Gerontius, {16 (156)} de Newman, con música del compositor Edward Elgar, y «San Filippo Neri», del padre Alessandro Naldi, florentino, con música de Francesco Bagnoli.
Tradición y novedad
El «oratorio musical» no sólo es un eslabón en la evolución de las formas musicales históricas, sino que se cultiva todavía por los grandes compositores, como lo afirmaba, hace sólo unos días, en Madrid, el compositor polaco Krzystof Penderecki, que vino a presidir el jurado del Premio Reina Sofía de Composición, y se mostró entusiasmado por lo que él llama «el gran oratorio», pues resume y enlaza la tradición con la novedad, también en esta hora en que, según parece, se desdibujan los esquemas que sirvieron para la clasificación de la música como fenómeno cultural «nacional» ―consecuencias del romanticismo, en estética..., porque los «signos de los tiempos» apuntan más bien a la calidad de la música, que a su origen, afirmaba Penderecki.
Ello nos lleva, sin querer, a la universalidad y al esfuerzo para lograrla, precisamente en esta hora de renovaciones, en la que es preciso recoger lo positivo de la tradición para hermanarlo con la riqueza amaneciente de la novedad, para equilibrar la densidad y juventud vital que es preciso tenga todo lo que ha de entusiasmar al hombre al cristiano.
Vaticano II y liturgia
Con todas sus limitaciones y errores parciales, la Iglesia que peregrina todavía por los caminos de la tierra, es lo que ha pretendido incesantemente, en su conjunto, mientras está con los hombres y a través de los signos con que quiere expresar su presencia, para anunciar el mensaje de Cristo y celebrar su Misterio. A pocos años de distancia del esfuerzo de Juan XXIII para presentar una imagen de Iglesia que respondiera a las interrogaciones de los hombres contemporáneos, estamos todavía debatiéndonos en el sentido de la reforma emprendida que representa el logro del Vaticano II, con el temor de que se nos haga viejo antes de haber sabido sacarle toda la vida nueva para este mundo también nuevo que estamos viviendo. Y uno precisamente de los aspectos más difundidos de esa novedad conciliar se nos expresa en la reforma litúrgica, que algunos creen amenazada, pero que seguramente se encuentra en un compás de leve vacilación en sectores solamente minoritarios dentro de la Iglesia.
{17 (157)} Pero en ningún caso es la hora de discutir, sino de trabajar y crear, intentando integrar la tradición en la novedad, sin pasión por la simple novelería, ni vuelta atrás, para retroceder hacia lo amortizado. Porque éste es el espíritu de todas las sanas reformas eclesiales, de las que se puede decir, que no vinieron, principalmente, de las normas disciplinares, sino de las empresas santas de los mejores cristianos que vivieron los momentos críticos, y tuvieron lucidez y valentía, sentido de Dios y generosidad, para lanzarse a trabajar por el reino de Dios el estilo del Evangelio. Porque los verdaderos reformadores de la Iglesia siempre han sido los santos.
La música que falta
Hace poco, en una revista inglesa ―«The Tablet», del 22 sept. 1984― Geoffrey Laycock se lamentaba de la música religiosa producida después del Vaticano II, hasta el punto de que no se puede comparar, decía, con lo que sucedió después del Concilio de Trento ―contemporáneo de san Felipe― en que alcanzó, precisamente, su cima más alta la expresión musical religiosa. La llegada de las lenguas vernáculas a la liturgia, dice, «ha sido bien recibida por muchos, aborrecida por algunos y percibida por todos como una conmoción cultural que necesita de ajustes».
En general se puede decir que solamente en Alemania ha resultado satisfactoria la reforma, debido, sin duda, a la herencia de la buena música popular religiosa que legó Martin Lutero y que ha beneficiado por igual a protestantes y católicos. En el resto, se han salvado aquellos lugares donde el influjo monástico ha conseguido pasar a los ambientes diocesanos con la ventaja de una experiencia y una tradición piadosa, popular y artística, que ha sido capaz de ir respondiendo a las necesidades de las lenguas vernáculas entradas en la expresión litúrgica. Lo {18 (158)} demás, salvo alguna excepción, ha consistido en improvisaciones u oportunismos más aventurados que lucidos, más vulgares que populares, que a veces puede excusar la buena intención, pero que es urgente corregir, con sentido espiritual y competencia artística.
Las crisis
El comentario a que aludimos terminaba con una invocación a santa Cecilia, patrona de la música sagrada y, por extensión, de todos los músicos cristianos. Necesario será que interceda para remediar lo que lamentan los más entendidos y, poco a poco, vayamos teniendo ese vestido luminoso que debería ser toda música aplicada a palabras de Dios o para Dios. Los grandes polifonistas, como Palestrina y Vitoria, se inspiraron en el gregoriano, y el mal comenzó cuando compositores desprovistos de gusto estético, iniciaron extravagancias o adaptaciones populares ridículas.
Ejemplos a seguir
Pero el mismo mal suscitó la reacción correctora, que iba a coincidir, a mediados del siglo pasado, con el llamado «movimiento litúrgico» iniciado por dom Guéranger, seguidos entre otros, de los también benedictinos Pothier, Mocquerau y Gajart. Solesmes fue la cuna de esa bendita renovación, que se extendió por otros monasterios, recogida, con admirable esplendor, cerca de nosotros, en el monasterio de Montserrat, hasta nuestros días, entre cuyos monjes es indispensable citar al abad Sunyol (autor del mejor método moderno de canto gregoriano) y a dom Odiló Plands, ya posconciliar.
Además de estos benedictinos hay que citar, a nivel teórico, al padre Agustí Mas, del Oratorio de Barcelona y también al gran apóstol del gregoriano, padre Miquel ALtisent, escolapio, que emprendió con singular competencia y acierto, la adaptación de melodías gregorianas al vernáculo.
Pero estos y otros nombres que podríamos citar, de España y de otros países, no hicieron concesiones a la improvisación: eran estudiosos y artistas, teóricos y apóstoles de lo que amaban, y a su ejemplo hay que remitirse para superar la vulgaridad o falta generalizada de buen gusto que todavía se arrastra en muchos de los cantorales llamados litúrgicos y posconciliares.
Sí, hemos de repetir la súplica con la que concluye el artículo citado de «The Tablet»: ¡Vuelve ―«come back»―, santa Cecilia!
No se puede servir a dos señores. No sería sincero el deseo y el ideal de la santidad, si quisiéramos hacerlo compatible con las apetencias, los modos, los estilos y las maniobras de este mundo, que hace o se inhibe, que calla o habla según le dicte la estrategia de los intereses de acá, porque sería equivalente a servir al mundo, a confirmar y perpetuar el pecado del mundo, no liberarse del lastre de su espíritu, de sus miras, de sus fines, que no serían los del Reino de Dios, aunque lo invocara, aunque lo invocara... en vano.
La Liturgia so ha de "adaptar" a la mentalidad de hoy, no porque la Liturgia haya cambiado, sino porque ha cambiado la mentalidad: y todos comprenden, que la Liturgia no es el conjunto de una serie de plegarias, cánticos y prácticas devocionales, sino, más propiamente, una escuela de vida.
Mons. VIRGILIO NOÉ, Arzob. de Voncaria
La Liturgia, cumbre y fuente de la vida.
La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza; pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.
De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin.
Const. s. Liturgia, 10