Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 220. MARZO. Año 1985
0. SUMARIO
HAY dos palabras, una en tránsito a la otra, que encierran todo lo que la Iglesia nos pide para la Cuaresma: «conversión» y «Evangelio». Ellas nos debieran bastar para recordarnos la tarea que nos compromete a no desperdiciar tiempo, fuerzas y vida.
Convertirse, volver siempre al Evangelio, «buena noticias de Dios «novedad santa» para los hombres, «anuncio gozoso» que dispone a la realización del gran proyecto de justicia y felicidad, para el mundo. Pero para un mundo renovado, de cielos y tierra nuevos, de hombre nuevo, de humanidad purificada, renacida del injerto de Dios mismo en nosotros.
TEOLOGÍAS
EL EJEMPLO DE LA CONVERSIÓN DE NEWMAN
TEOLOGÍA DE LA CONVERSIÓN
ZUBIRI Y LA EXPERIENCIA TEOLOGAL
CUARESMA PARA "BUENOS" CRISTIANOS
LA RECONCILIACIÓN
Señor Jesús,
este pueblo te reconocerá siempre como a su Dios.
No volverá sus ojos a otra estrella
que no sea la del amor y la misericordia
que brilla en nuestro corazón.
Que sea, también el tuyo, para nosotros,
el faro luminoso de nuestra fe,
el ancora de nuestra esperanza,
el símbolo de nuestro estandarte,
el escudo donde se ampara nuestra debilidad,
la aurora de una paz imperturbable,
el vínculo de una santa concordia,
la nube que fecunda nuestro campo,
el sol que ilumina nuestro horizonte,
el manantial de donde fluyen
los dones que nos ayudan a vivir cada día...
Multiplica, sobre nosotros, los años de nuestra paz,
y líbranos de la incredulidad y la corrupción
de la calamidad y la miseria.
Que tu Evangelio inspire nuestras leyes,
que gobierne tu justicia nuestros tribunales,
que tu clemencia y tu fuerza
sostengan y dirijan a los que nos gobiernen,
que la sabiduría, la santidad y el celo apostólico
sean la perfección de nuestros sacerdotes,
y que tu Gracia a todos nos convierta
y tu gloria nos corone eternamente,
para que todos los pueblos y naciones de la tierra
al contemplar la alegría y felicidad de nuestro corazón,
se refugien también en el tuyo y sepan que los amas
y gocen de la paz que les ofreces,
en la fuente pura y símbolo perfecto
de amor y caridad. Amén.
Juan Pablo II, en Ecuador, el 1.2.1985
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1. Teologías
BASTANTE distanciados de la idea medieval de «cristiandad», no podemos imaginar, desde el talante secularizado de nuestra época ―que algunos ya le han puesto el nombre de «posmoderna»― lo que pudo ser aquella permanencia del pensamiento puesto siempre en Dios, no sólo como centro de la vida de cada hombre, sino de la sociedad entera considerada, por lo menos en Occidente, como realidad eclesial. Dios en el hombre y en todas las cosas, dando consistencia y sentido a todo. Pero no se menospreciaba la razón, porque hasta la teología era razón ordenada a Dios, aunque iluminada por la fe.
Luego llamaron modernidad al crecimiento sorprendente del mundo y de los saberes humanos, y se tomó al hombre como centro de sí mismo, no para oponerlo a Dios, aunque si distinguiendo fe de razón, que precipitaciones posteriores quisieron oponer imaginando, tal vez, que de esta manera el hombre cumplía mejor con su irrenunciable vocación a la libertad.
Pero ha sido un error creer que puede ser libre con sólo pegarse a la inmediatez de su circunstancia concreta, en un tiempo dado, olvidando que le era igualmente necesaria la perspectiva de la inmortalidad del espíritu, propia de su naturaleza, y el dato de Dios como «ser fundamental», que no es, en buena filosofía, un límite extrínseco a la libertad, sino la fundamentalidad que la confiere al hombre.
La negación de esta perspectiva se ha hecho, en algunos, rebajando el concepto de Dios, a niveles de domesticación que podríamos llamar burguesa, en otros, como reacción que desprecia la imagen de ese Dios aceptado sólo como complemento de las instalaciones temporales. Y así, entre ignorancias y culpas, el olvido, el rechazo o la rebeldía han venido a constituir el pecado o la infidelidad de nuestro tiempo. O tal vez el reto.
{3 (43)} Ha sido frente a este pecado que los teólogos de hoy, con la razón y la fe, pero cerca de las grandes miserias y los grandes sufrimientos de las guerras y la pobreza, contrastando con IAA injusticias y el hedonismo insensato, han vuelto a tratar de Dios ya contemplarlo de nuevo, con razonamientos que parten de la realidad presente y abiertos a la vocación definitiva del hombre: su libertad. Porque el hombre necesita ser libre para poder elegir lo bueno, es decir, para poder amar. Y necesita el amor para poder ser feliz. Amar a Dios y Amar los hermanos.
No nos puede extrañar que hoy vuelva la palabra «teología» cuando se quieren catalizar estos razonamientos que, de diferentes modos y desde la perspectiva de la fe, reorienten la vida de los hombres sobre la tierra, en su camino hacia Dios, empujando al mundo hacia un orden nuevo donde Bea posible la utopía del amor, sin otros rigores que los del Evangelio, más radical que riguroso.
De la raíz del Evangelio, los santos que bebieron en la «devotio moderna» surgida en los inicios de aquellos pasados tiempos nuevos, nos trajeron el acercamiento a la santa Humanidad de Jesucristo, dejando más lejos al Dios distante de las majestades medievales. También ahora tendremos santos ―ya están entre nosotros, y no nos hemos dado cuenta― que nos ayudarán a descubrir la semejanza de Cristo en los rostros y las vidas de los que todavía no son libres, o lo son menos que nosotros, y que necesitan alcanzar y orecer en su libertad para poder amar y ser amados como hijos de Dios. Porque ningún hombre será y merecerá ser verdaderamente libre ―y por lo tanto capaz de amar y de se feliz― si no son librea todos los demás.
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2. EL EJEMPLO DE LA CONVERSIÓN DE NEWMAN
NEWMAN es el gran convertido y, sin duda la figura más relevante que, desde la Reforma, ha decidido volver a Roma.
La misma importancia de su conversión puede haber dado lugar, por lo menos en la literatura en torno a él aparecida en los países latinos, a reducir su significación, poco más que apologética, sin que nos lleve más allá de seguirle en su camino hacia la fe, sin entrar bastante en sus actitudes interiores que dolorosamente le llevaron a la Iglesia, y sin seguirlo, más adelante, a lo largo de su dilatada y fecunda vida, en las ideas que todavía hoy llamaríamos avanzadas, y que lo fueron sin duda cuando las exponía, anticipándose tanto a su propia edad, que pocos alcanzaban a comprenderlo.
Su "cruz" no se la cargó el anglicanismo del que tuvo que desprenderse al hacerse católico, sino que sus dolores de peregrino de la verdad sobre la Iglesia, no acabaron cuando abrazó el catolicismo. Incomprendido por la mayoría de los hermanos que había dejado en su Iglesia "madre", la de Inglaterra, e incomprendido igualmente por un gran número de los nuevos hermanos que legítimamente pensaba encontrar en la Iglesia de Roma, y que escasamente le comprendieron bien o porque no acababan de fiarse de la sinceridad o perseverancia de su conversión, o porque más bien tenían un concepto religioso heredado y no ganado a fuerza de oración, estudio y deseos profundos del alma; o, simplemente, porque eran más vulgares. Podía decir que su alma estaba en paz, pero no sin dolor.
No podemos resumir aquí su vida, ni siquiera hasta esa meta más conocida que termina con su conversión a Roma y sus comienzos en el Oratorio que fundaba en Inglaterra. Después hubo mucho más, tanto, que sin reseguirlo paso a paso, se hace muy difícil reconocer el verdadero valor de su conversión. Iglesia de Inglaterra, Iglesia católica: él siempre amo a la Iglesia {5 (45)} de Cristo, de modo que ni en el anglicanismo ni en el catolicismo pudieron jamás comprenderle todos aquellos que se movían en la respectiva Iglesia, tomándole como fin en sí misma u organizándose en ella como partido. Newman veía más alto y más hondo. Ese mirar era su absoluta sinceridad con Dios y también con los hombres. «Aborrezco y detesto los equívocos, la mentira, la doblez, la picardía, la astucia, la melosidad, la hipocresía, el pretexto... y pido a Dios que me libre de caer en sus lazos o trampas». Esto no le impedía ser correcto, justo, respetuoso y bueno con todos, en especial con sus superiores y podemos comprobarlo por poco que nos detengamos en la correspondencia que con ellos mantenía en lo más duro de la polémica.
Cuando ponemos los ojos sobre un convertido para que nos sirva de ejemplo, parece, a primera vista, que poco puede interesarnos, más allá del admirado reconocimiento que nos merezca. Tal vez porque pensamos, muy fácilmente, que nosotros ya no necesitamos convertirnos, pues hemos nacido en la fe católica y perseveramos en ella, tal como nos vino casi por herencia. Pero esta actitud no será nunca suficiente para ser santos, ni en rigor para ser buenos cristianos.
Newman mismo se refiere, sin intentar darle la importancia que luego tendría, a su «primera conversión, cuando tenía quince años», en términos de que fue entonces cuando descubrió la relación personal que existía entre él y Dios.
Fue como un despertarse de un sueño, que obró en él una gran transformación de mente. «Yo y Dios». Podemos decir que, lo demás que ocurriera en su vida, fue la consecuencia de esa conciencia de su relación personal con Dios, descubierta en aquella temprana edad, que suele ser el momento en que se acrisola la base del carácter en la persona humana, todo el resto es fruto del desarrollo de esa mirada mantenida fielmente.
Esa, por lo menos, es la impresión que se obtiene después de leer su Apologia pro vita sua y recorrer sus Autobiographical Writings. Y esta sinceridad, este afinamiento espiritual, dulce y tenaz, abnegado y benigno a la vez, pero laborioso, inteligente, desprendido de miras humanas, penetrado de oración, sacrificio, trabajo, estudio y esperanza, transformaron su alma, de la que, sin embargo, pudo decir, que no creía que, con abrazar el catolicismo, hubiese cambiado demasiado, sino que había sido todo como una travesía, como llegar a puerto.
Pero el verdadero puerto está en riberas más lejanas. Y en ese bogar hacia él nos es ejemplo insigne, a la hora de prepararnos para la definitiva conversión, pendiente, todavía, para todos nosotros.
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3. TEOLOGÍA DE LA CONVERSIÓN
TIEMPO de teologías podríamos llamar al nuestro o, quizás más propiamente, tiempos teologales, porque cuando los hombres de hoy se encaran con el problema de Dios, no lo hacen abstrayéndose de la propia realidad envolvente para fijar su razonamiento centrado en Dios mismo, sino que el pensamiento y su razonar de Dios se da, en ellos, a partir de las realidades apremiantes que están a la vera de la existencia humana consistiendo con ella. En este sentido podría considerarse menos adecuado el enunciado de «Teología de la liberación», si bien a estas alturas cambiar el nombre ya consagrado acarrearía más confusión y resultaría menos expresivo. Pero son las cosas, son los hombres, y es cada uno de ellos que, desde la existencia concreta que le rodea, provoca esta referencia razonada y espiritualmente iluminada hacia Dios, para fundamentar los motivos para un cambio, incluso económico y político, que el mundo de hoy necesita a todas luces, y desea y expresa con dolores y lamentos que se levantan en los sectores más deprimidos de la humanidad: los más pobres, los hombres de las zonas más conflictivas de la tierra y, por lo mismo, más problemáticas de cara al futuro, en las que la Iglesia está presente y no puede silenciar las exigencias del Evangelio, con todo lo que implica de compromiso, de riesgos e, igualmente, de esperanzas.
Los males que aquejan a la humanidad y que repercuten en la Iglesia en forma de tensión involutivo-progresista, no son los que se curan con separaciones o condenas, porque ya no se trata de que hayan proliferado excrecencias tintadas de herejías o animadas de subversión, sino que es el clamor de la voz de los que invocan el Evangelio en un momento de crisis y de profundas transformaciones que todos reconocen que obligan a {7 (47)} una revisión de los planteamientos mentales y afectivos que se traduzcan en decisiones y obras, aunque permanezcan inalteradas las verdades fundamentales de la dimensión total del hombre, frente a si mismo, frente al mundo y frente a Dios.
El mundo que no nos gusta no puede cambiar si no nos cambiamos también nosotros; si no cambiamos también los cristianos. Desde lo que somos como hombres, y desde nuestra mentalidad iluminada por la fe, en general demasiado replegada en el individualismo, y erróneamente satisfecha con la posesión de la verdad, amparados en seguridades insostenibles frente al mundo que amanece transformando todo el panorama de la historia que necesariamente hemos de vivir, siendo actores de la misma.
Es preciso que comencemos por admitir que es posible el cambio de nosotros mismos. Y, en seguida, que es necesario. Es preciso reconocer que «el hombre es una realidad no hecha de una vez por todas, sino una realidad que tiene que ir realizándose» (Zubiri), pero no de cualquier modo, por supuesto, sino «en un sentido muy preciso».
Cierto, desde las cosas, con ellas ―desde el mundo, en el mundo― y hacia Dios. Pero no hacia Dios como añadido, incrementando con su relación y presencia, nuestro ser y obrar, sino tomándolo, más bien, como fundamento de la existencia en nuestro mismo ser.
Cuando esta fundamentación se hace experiencia en la vida ―experiencia de Dios― equivale a lo que llamamos, en palabra cristiana, conversión.
El hombre, este ser inacabado, en constante crecimiento, abierto y llamado a trascenderse; este ser «salido de Dios para volver a él», no puede emprender este regreso sin la «conversión». Incluso sin la insistencia en un «estado de conversión». Porque la conversión cristiana es la forma más intensa de experiencia de Dios, pues va más allá del reconocimiento y aceptación filosófica ―teórica― de la fundamentación y ultimidad de la vida en Dios. La conversión es la apertura no reticente para asimilar el prototipo de experiencia {8 (48)} divina, dada en Cristo, y extendida, por la gracia, a los creyentes.
Se ha dado nombre a muchas teologías, con más o menos fortuna.
Pero hay una teología que Newman suscribiría sin recelo, amante como era de la totalidad y del radicalismo espiritual, única forma de ser sinceros frente a Dios, y que sí podría disponernos a todos cuantos aceptáramos las actitudes de su planteamiento, para una experiencia vital de Dios, que nos llevara a no absolutizar lo que es relativo, en perjuicio de lo verdaderamente absoluto; a no fanatizarnos con exageraciones institucionalistas, en perjuicio de la primacía del espíritu, ya no entusiasmarnos con lo mundano, en perjuicio de los valores y el estilo del Evangelio. A no tener miedo, en fin, sino esperanza en la bendición de la Providencia, que nos quiere actores ―hacedores― generosos en mundo nuevo que amanece, que tal vez nos sorprende y hasta nos asusta, porque nos resulta difícil de comprender si lo pretendemos compaginar con nuestra actual posición establecida, pero que se nos manifiesta con una carga inmensa de esperanza si, dispuestos a la abnegación y desprendidos, aceptamos que hemos de cambiar, como antaño, para situaciones parecidas, aceptaron cambiar los santos, que nos han precedido.
El cristianismo es una vida, no una demostración. Nadie puede otorgar la fe a otra persona, pero sí puede situar a los demás en la actitud adecuada para que comprendan qué es la fe y cuáles sus exigencias.
Rosemary Haughton
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4. ZUBIRI Y LA EXPRESIÓN TEOLOGAL DE LA REALIDAD
En esta colaboración, el profesor Cruz Hernández nos sintetiza, apoyado en el pensamiento de J. Zubiri y en línea newmaniana, el problema teológico de la configuración-desfiguración de Dios por el hombre.
LA REALIZACIÓN del hombre en la realidad constituye la experiencia teologal. Es evidente que la disipación de nuestro ser personal, la frivolidad, disuelve esa experiencia marginándola. Individualmente podemos resolverla poniéndola entre paréntesis (agnosticismo), religándonos a ella negativamente (ateísmo), o positivamente (teísmo). Zubiri siempre consideró que nuestra vida era constitutiva y finalmente eso: experiencia de Dios, pero en un sentido tan radical que a ello debió dedicar muchos años de esfuerzo. Aparecía ya en dos de sus primeros trabajos, En torno al problema de Dios (1936) y El ser sobrenatural:
Dios y la deificación en la teología paulina (1937); y fue desarrollada en varios de sus más hermosos cursos: El problema de Dios (1948-1949), El problema filosófico de la historia de las religiones (1965), Reflexiones filosóficas sobre algunos problemas de teología (1967), El problema teologal de Dios (1971-1972) reelaborado en la Gregoriana de Roma (1973). Lo que algunos recogimos entonces en apresurados apuntes, lo hemos leído ahora diáfanamente, lo que no quiere decir que sea sencillo, pues la filosofía no lo es.
{10 (50)} Se trata, conviene decirlo pronto, de un gran problema del hombre, acaso el único radical problema, pues no somos un ser vivo más, sino persona implantada en la realidad en razón de la dimensión fundamental de nuestra inteligencia sentiente. Así, aquello nos configura de un triple modo: como ultimidad a la que nos remitimos, como posibilidad de nuestra apertura y como impelente de nuestra realización. Así, todo hombre resulta religado: a la vaciedad el frívolo, a la suspensión el agnóstico auténtico, a la negación el ateo, y a la afirmación el creyente. Naturalmente, como la permanencia racional en la suspensión es casi imposible, la mayoría de los que se declaran agnósticos son en realidad ateos. Y como pocos quieren recorrer la índole de la estricta negación, el ateo tiende a absolutizar, deificando la materia. Este tipo de ateísmo es el más lógico. Si tomamos a la realidad en los tres momentos fundamentales antes señalados, el poder de lo real no puede ser negado. La hipótesis atea realiza aquí una reducción radical, ya que remite referido poder a la causación material, pero no le concede lo que de hecho le correspondería:
constituir por sí sola la deidad.
{11 (51)} Porque, ¿qué es el tal poder de la realidad?, lo que conceptualmente decimos de Dios. Zubiri lo caracterizará finalmente como una trascendencia. Entonces el nudo de la cuestión es el acceso a la deidad. «Si el encuentro del hombre con Dios... se funda en el hecho de la religación, fundamento de mi ser personal; y si la persona es esencialmente concreta, el encuentro efectivo del hombre con Dios y de Dios con el hombre, la entrega del hombre a Dios como verdad, no puede menos de ser concreta. Ahí radica la concepción de la fe, modulada tanto por la dimensión individual del hombre como por su dimensión social y su dimensión histórica».
La riqueza de esta concepción no permite un cómodo resumen, pero sí una pregunta, ¿cuál es el resultado?: Dios es trascendente en las cosas. El texto paulino, invisibilia per ea quae facta sunt visibilia cognoscuntur, cobra así su sentido leyendo en. En segundo lugar, la experiencia de Dios parte de la raíz de la experiencia de las cosas; el frívolo no las tiene, porque resbala sobre su superficie, porque pasa de la realidad. En tercer lugar, el Dios personal ―no la deidad sino el de cada uno— configura la propia vida del hombre, que al hacerse configura o desfigura a su Dios. Así, es inútil, por carecer de sentido, buscar a Dios desde argumentos físicos o dialécticos. Todas las experiencias religiosas concretas alcanzan la deidad; debe superarse la presunta dicotomía inmanencia-trascendencia. En fin, si Dios tiene hoy tan escasa realidad en algunas sociedades, ¿no será porque en nuestra vida en vez de conformarlo lo hemos desfigurado? Naturalmente, estos no es un tratado de teología edificante, pero sí es el comienzo de la edificación de una teología.
Miguel Cruz Hernández.
Ser feliz es sufrir creando.
Luis Felipe Vivanco
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5. Cuaresma para "buenos" cristianos
ESTE AÑO, los carnavales resucitados como para refrendar que en nuestra sociedad se han inaugurado tiempos nuevos, no habrán servido, para muchos, para otra cosa que de pretexto que justifique la renovada ocasión de divertirse, sin preocuparse por entrar luego ―como antiguamente se entendía― en los rigores de las observancias cuaresmales. Para otros, sin embargo, puede que les haya recordado que, en efecto, la cuaresma está ahí y los cristianos lo tienen en cuenta: es tiempo de renovación, de revisar la conciencia cristiana, de recordar nuestro Bautismo y ver qué hacemos por él.
Cierto que para ello, no haría falta establecer un tiempo determinado del año, ni de la vida, y si en el calendario de la Iglesia comenzó a señalarse ese tiempo privilegiado para intensificar aquellos objetivos ello se debió a la conveniencia de organizar el proceso de las conversiones, pues tomando como referencia la Pascua, se pensó que una preparación intensiva para la comprensión y participación en este misterio, podía ser el mejor medio para disponer a la recepción del Bautismo a los catecúmenos que lo esperaban y ofrecer, a la vez, mejor ocasión para restaurar la vida cristiana de los bautizados que hubiesen quebrado su perseverancia y tuvieran necesidad de reconciliarse con la Iglesia. De donde la importancia de los dos grandes sacramentos de la conversión y de la reconciliación: Bautismo y Penitencia.
Pero los cristianos (los ya bautizados) que se mantienen en la vida de Gracia, para quienes, en apariencia, no se da la situación dramática de permanencia en el pecado, ¿cómo han de vivir la cuaresma o qué puede significar ahora para ellos?
No se trata de turbar conciencias asustándolas con miedos y remordimientos que fomenten las clientelas de confesonarios, para que en ellos vuelquen sus escrúpulos y {13 (53)} persistan en una permanente infantilidad o subdesarrollo espiritual, esclavos de temores e incapaces de asumir responsabilidades y cayendo en el vicio de transferirlas devota y cómodamente en "el padre espiritual". Tampoco sería prudente instalarse en la seguridad anárquica e individualista, tan opuesta al sentido de Iglesia, que es comunidad en torno a Cristo y marco donde estamos para que vivamos la participación en su misterio. Esta participación misteriosa se inicia con el Bautismo y se desarrolla a través de la vida mediante la colaboración responsable de cada uno con la Gracia que se nos ha dado y que incesantemente se nos ofrece.
Ya nos damos cuenta que es preciso avivar la conciencia y dirigirla, bien despiertos, a Dios. Es la oración, es el trato con Dios: la fe, la vida cristiana no puede prescindir de ella. Todo lo que nos rodea ―«el cielo y la tierra», diría el salmista― nos llevan a pensar en Dios y a tratarlo. Pero la Iglesia, siempre, aunque más en cuaresma, nos exhorta a ello. Buena prueba está en las lecturas de las misas.
Ojalá tuviésemos tiempo y voluntad para ir directamente a participar en la Eucaristía sin perdernos el atender solícitamente a la Palabra que en ella se nos anuncia. Pero si ello no es posible, acudamos, por lo menos, diariamente y ordenadamente, a la lectura continua {14 (54)} del Evangelio, completada con la recitación pausada de algún salmo Es posible que, si lo pensamos bien podamos hacer una cosa o la otra o ambas. Tendremos, a buen seguro, mucho que oír y que decirle a Dios.
De la oración serena, bien hecha, del rescoldo de nuestro trato con Dios, de buen sentido y "espíritu" con que a él acudamos, se nos mostrará que nos quedan muchas cosas por hacer, por reformar ―dar otra "forma", rehacer― en nosotros mismos. Tal vez no siempre se trate de "quitar" pecados, sino más veces de "poner" virtudes, de no negar el desarrollo que la fe nos exige en el crecimiento del bien, no para autocontemplarnos en el espejo de nuestra vanidad ―no hemos de tener tiempo para ello―, sino para mirar a Cristo, para ser como él.
Sentiremos vergüenza, seguramente, de tardar tanto en decidirnos a ser generosos y sencillos. Pero podemos, debemos hacerlo, ya, ahora. Porque no estamos convertidos todavía del todo, sino convirtiéndonos. No "estamos" en la Iglesia, sino que "caminamos" con ella, hacia Cristo, hacia el ideal que marcó en nosotros el Bautismo, inicio de vida nueva en nosotros. Cuando la Iglesia nos habla de "ayuno", nos recuerda que es imposible que crezcamos sin podar el ramaje inútil que nos pesa y gasta en vano energías dignas de mejor causa. Hemos de privarnos de lo que es malo, para el cuerpo y para el alma.
Pero hemos de saber prescindir, con frecuencia, aun de lo aparentemente bueno para que alcancemos lo mejor. Nosotros vivimos en una sociedad consumista y poseedora, que esclaviza y debilita a los hombres en su voluntad, y los deja sin fuerzas para lo mejor. El que no entrene en el necesario ejercicio de prescindir de lo que no es necesario, logrará en el mejor de los casos, principiar muchas cosas, pero difícilmente podrá acabar ninguna que valga la pena y, sobre todo, se incapacitará para atender a la principal, su vida cristiana: pasará por la Iglesia como un pagano barnizado de cristiano.
Y, además, hay que hacer el bien.
La Iglesia, en cuaresma, junto con la oración y el ayuno, nos insiste en la necesidad de la limosna, en dar "de lo nuestro" para el bien de los demás. No es que deba tratarse precisamente de dinero. A veces hay otras cosas tan útiles o más que el dinero. Todos nosotros somos ricos de algo. Y hemos de dar, no por sentimentalismo, sino por amor cristiano. Cristo, precisamente, nunca dio dinero; pero «pasó haciendo el bien». Y si damos dinero, que sea bien dado. No para acallar peticiones impertinentes, ni para premiar la mendicidad callejera {15 (155)} sospechosamente profesional, sino para ayudar positivamente a las obras de bien, sean de la Iglesia o sean civiles. Es condición, en el bien que hagamos, que no hemos de buscar nuestra propia satisfacción o vanidad, sino poner los ojos sólo en Dios, «que ve en lo escondido». Podemos dar cariño, comprensión, verdad, tiempo, que no es poco cuando tanta avaricia y egoísmo, tanta envidia y rivalidad, tanta ingratitud y tantas uñas aprovechadas rasgan la vida de miles de seres que, con muy poco de lo que les falta o se les niega, serían más felices y, a, veces, también mejores.
Y Cristo. Cuaresma es camino a la Pascua, y Pascua es Cristo resucitado: meta y modelo de nuestra gran transformación, de ese cambio no concluido que, como levadura en la masa, está fermentando en cada uno de nosotros desde que recibimos el Bautismo; si no lo hemos despreciado, si, al descubrir que estamos marcados por Cristo, nos hemos abierto a él con gratitud, con gozo, con esperanza, con deseo inmarcesible de bien.
Hay muchas cosas que seguramente no nos gustan, y que tampoco las podemos cambiar. Sí, en cambio, que podemos cambiar nosotros.
EN EL TIEMPO Y MÁS ALLÁ DEL TIEMPO.
La reconciliación cristiana exige, en primer lugar, el anuncio sereno e íntegro de la grande y suprema "novedad" que Cristo nos trajo acerca de la perspectiva eterna de la existencia humana, que va más allá del tiempo y de la historia; y que incluye el llamamiento a todos los hombres para que conozcan la Verdad y se sientan comprometidos en la caridad y en la santidad. Pues «ésta es en efecto la vida terrena ―dice Jesús (Jn 17, 3)— que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien has enviado, Jesucristo».
Juan Pablo II, (19.1.1985)
No tenemos una palabra o saber de Dios, en los que Él sería algo así como la piedra que cogemos levantándola del suelo, para mirarla, apropiárnosla, labrarla y convertirla en adorno de nuestra mesa para gozo de nuestros ojos. Un Dios así sería una realidad inferior al hombre, construida por el hombre y sometida al hombre; tal Dios, efectivamente, es un ídolo, un ser que es forjado por manos humanas y que, por consiguiente, no puede salvar al hombre... Se tiene verdadero saber de Dios, no cuando nosotros lo inferimos como causa u origen sino sobre todo cuando Él se deja sentir y se da a conocer. Se tiene palabra verdadera sobre Él, cuando podemos tener palabras de Él.
Olegario González de Cardenal
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6. LA RECONCILIACIÓN
LAS PALABRAS se nos hacen viejas en seguida y hasta nacen ya viejas cuando se pronuncian con mente distraída o como evasión nominalista, que generaliza tanto, hasta diluirse en vaguedades en las que se pierde la energía de su significación primigenia. No costaría demasiado desenmascarar el fariseísmo que puede esconderse tras expresiones utilizadas con ligereza o decididamente para ampararse en ellas y mantenerse en la apariencia de lo que precisamente carecemos. Así podría entenderse la misma palabra "reconciliación", como si el cambio espiritual que en todos se ha de operar, tuviera que comenzar ―y dependiera, principalmente― del otro antes que de sí mismo, y no digamos cuando se pronunciara sin atender a significación concreta alguna, como simple adorno léxico, o por seguir una moda.
Lo mismo ocurre, con la palabra "paz" o "justicia", cuando denunciamos con facilidad las situaciones lejanas, pero somos "prudentes" antes de pronunciarnos (o simplemente nos inhibimos y callamos como muertos) frente a las que rozan nuestra situación y comprometen nuestra conciencia, por si el no callar pudiera dañar alguna mínima zona de nuestros egoísmos o de la vanidad que hubiéramos creado en torno a nuestro buen nombre.
Por todo eso, seguramente, además de otros motivos, el papa Juan Pablo II, en uno de los documentos más extensos de su pontificado, que trata de la Reconciliación y penitencia, ha querido ir directamente a lo que significa la palabra esencial «reconciliación». Es cierto que ha vuelto a recordar la distinción tradicional entre pecado «venial» y pecado «mortal», pero está bien claro lo que distingue entre pecado «personal» (que solía ser el que únicamente preocupaba a tantos cristianos) y pecado «social». Y, frente a uno y otro, el medio que ofrece la Iglesia para remediar el mal del pecado, es «la conversión del corazón» por la «fiel y amorosa atención puesta en la Palabra de Dios, la plegaria personal y comunitaria, y los sacramentos».
Concretamente, en cuanto a los pecados sociales, precisa que el pecado se puede llamar «social» por analogía, porque el pecado se da, en todo caso, en los seres responsables: «se trata de personalísimos pecados cometidos por quien genera o favorece la iniquidad y saca fruto de ella; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o limitar los males sociales, deja de hacerlo por pereza, por miedo o mudez culpable, {17 (57)} por enmascarada complicidad o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende sacudirse la fatiga y ahorrarse el sacrificio, alegando rebuscadas razones de orden superior».
Por inspiración pontificia se ha tenido, en Roma, un congreso sobre «Reconciliación cristiana y tensiones sociales», y nos queremos referir, resumiéndolo, el discurso que en él ha pronunciado Mons. Alessandro Plotti, uno de los obispos auxiliares de la diócesis romana.
La Iglesia al servicio de Dios
Al indicar los puntos claves de la reconciliación, ha colocado, en primer lugar, la «fidelidad al Señor», pues «la Iglesia debe reconfirmar que su principal cometido es mantener esa fidelidad, custodiar su promesa, vaciarse de egoísmo, abandonar la lógica mundana». En esto consiste la fuerza de la Iglesia. «Lo cual no significa sentirse cobijados en la seguridad... como si Dios estuviese a nuestro servicio, es decir, al servicio de la Iglesia, y no viceversa, en una falsa y en el fondo pagana mentalidad de poder; significa, por el contrario, que es preciso redescubrir aquella carga de optimismo y de energía vital que se convierte en fuerza de la esperanza y compromiso para la reconciliación». Más claro todavía: «La Iglesia debe recuperar la inquietud de su ser y debe liberarse de la inquietud de tener: ella no es la poseedora de Dios, ni del hombre, ni del mundo, sino que está en el mundo y, en este sentido, debe sentirse libre sin nada que perder».
Entonces el espíritu de reconciliación está en ciernes de construir la comunión. Respecto a lo cual, y citando un párrafo de un documento de la Conf. Ep. Italiana sobre «Comunión y comunidad», dice: «Dondequiera que se actúa con ánimo sincero con miras a construir un mundo más justo, más respetuoso de la persona humana, abierto a la realización de la libertad y de la paz, se prepara la materia para la construcción del Reino de los cielos. Todos cuantos, con independencia de las propias convicciones {18 (58)} religiosas o de sus ideologías, se dedican con sacrificio y perseverancia al bien del hombre, han de poder contar con la comprensión y la solidaridad de las comunidades cristianas.
Convertirse al espíritu de Cristo
Luego Mons. Plotti se refiere a la reconciliación que ha de sacarnos del pecado y llevarnos a la conversión al Espíritu de Cristo. «Esto, dice, engendra peligros, porque el pasar de la sola letra (que es muerte) al verdadero espíritu (que es vida), puede acarrearnos problemas, como le ocurrió a Cristo, y puede desencadenar la venganza de todos aquellos que tienen demasiado interés por conservar una situación que podemos llamar de muerte. Pero éste es el testimonio que los demás esperan de los cristianos, y es así como se convierten, sin necesidad de abrir la boca, en sal y levadura de vida».
De donde, el compromiso personal. Si cedemos a la tentación de descargarnos de todas las responsabilidades sociales y pasarlas a las organizaciones políticas o a las estructuras civiles, dejamos de ser levadura y no influimos en la transformación de la masa, pues no pasamos de ser, en medio de ella, grumos de egoísmo, cerrados y extraños al proceso transformador que necesita. Lo cual significa que las transformaciones políticas y estructurales que se han de realizar, pueden convertirse en un verdadero infierno cuando no van acompañadas, paralelamente, y precedidas por la transformación del hombre en términos de conversión en el Espíritu».
Presencia cristiana en el mundo
Y he aquí el papel que hemos de representar los cristianos. «No podemos pensar que la comunidad cristiana ha de ser considerada como «un sujeto político», que haga de célula en una determinada y precisa tarea política, sino que debe reconocerse que ocupa un lugar privilegiado desde donde los problemas políticos y sociales puedan ser debatidos, libre de una aséptica neutralidad, y donde se puedan educar singularmente a los cristianos para que si adquieren una presencia cualificada en las estructuras de la participación civil, puedan trabajar para la promoción humana, para la educación en los derechos de la libertad, para la democratización de la sociedad, para la paz y por la lucha contra la monopolización ideológica, y donde se libra la batalla para la defensa de la vida, del trabajo y de la humanización de la vida urbana».
Decía san Felipe, que no nos dejásemos tentar de pereza y abandonar la asistencia a la mina diaria, si solíamos hacerlo, y que no despreciásemos el corregirnos de los pequeños defectos, porque cuando no comienza a descuidar lo que parece pequeño, poco a poco la conciencia se precipita en la propia ruina.
(de los escritos del p. Pompeo Pateri)