Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 222. MAYO. Año 1985
0. SUMARIO
LOS SANTOS son la gloria de Dios y la alegría de la Iglesia. Son el milagro de la gracia, como si Cristo andara todavía por los caminos del mundo, porque lo reproducen y lo proyectan con sus propias vidas.
Sensibilizan la eficacia de la presencia del Señor entre nosotros. A veces dolorosamente para ellos, pero siempre como una consolación y un estímulo providencial para nosotros. Por esta razón evocamos su recuerdo y queremos ser fieles a su ejemplo acercándonos, con ellos, al Señor de todos, haciendo camino con la Iglesia.
«MI SANTO»
EL ESPÍRITU
QUÉ ES EL ORATORIO
CUANDO NIEVA EN ROMA
TRES IGLESIAS ROMANAS DE SAN FELIPE
{1 (81)}
1. «MI SANTO»
BIEN MIRADO, es hermoso que haya tantos santos: así cada creyente puede elegir el suyo y dirigirse con plena confianza al que prefiere.
Hoy era la fiesta del mío, y la he celebrado con gozoso fervor, tal como corresponde a su espíritu y enseñanzas. Felipe Neri ha dejado una gran fama y un alegre recuerdo. Es a la vez consolador y edificante oír hablar de él y de su gran piedad; pero también se cuentan muchos detalles que se refieren a su buen humor.
Desde los primeros años de su juventud dirigió lo más profundo de su ser hacia lo alto, lo sublime; y en los subsiguientes períodos de su vida en la tierra, fueron desarrollándose los más nobles rasgos de su religioso entusiasmo.
A muchas extraordinarias y misteriosas energías, que superaban el dominio de lo sensible, él unió un clarísimo conocimiento y el más puro juicio, la más activa buena voluntad, más allá del desprendimiento de las cosas mundanas; una gran habilidad para ayudar a sus discípulos en sus males del alma o del cuerpo. De este modo se empleó en su apostolado con los jóvenes, con la práctica de la música y la literatura, prescribiéndoles tareas no sólo de carácter religioso, sino también intelectuales o bien ocupándoles en animadas conversaciones y coloquios. Y todo se hacía de buena voluntad y por su propia autoridad.
Johann W. Goetheen su Viaje a Italia, nota del 26 de mayo de 1787, en Nápoles 2 (82)
{2 (82)}
2. El Espíritu
NOS ADMIRAMOS de los santos; quisiéramos conocer mejor qué pensaron, qué hicieron, cómo alcanzaron colmar su vida con el pensamiento y el amor de Dios. No faltan los coleccionistas de milagros y hechos prodigiosos, los que indagan lo más extraordinario de sus obras o del heroísmo de sus virtudes, en busca siempre del misterio o secreto de la santidad. En casi todos los santos es posible hallar caudal bastante de datos para satisfacer tales curiosidades y justificar la devoción que se les profesa. También en nuestro Padre san Felipe Neri. Pero en seguida, en él, nos damos cuenta ―por lo que desprecia en sí mismo y lo poco que lo considera en los demás― que lo principal de la santidad no puede estar en los detalles de prácticas, milagros u obras buenas realizadas (que es, por otra parte, lo que más admira la vulgaridad piadosa), sino la intensidad de la propia vida espiritual, de la que el resto puede ser una derivación o medio o elemento a integrar.
Es posible acercarnos a la figura de san Felipe y estudiar sus obras y reflexionar sobre su estilo y modos de actuar y tratar con las personas; es posible hacer un análisis para explicarnos cómo llegó a transformar la entera ciudad de Roma, y podríamos recoger datos de las muchas conversiones obradas por él, a la vez que reflorecía la piedad sincera, la predicación sencilla, la liturgia y las obras de caridad, en el ambiente por él creado y proyectándose en el resto de la Urbe. Pero todo esto no sería lo principal.
Cuando buscamos explicaciones al sentido fundamental de su vida y acudimos a los testimonios de los más cercanos y fieles, nos damos cuenta que en Felipe hubo un momento en que se sintió tomado por Dios y que esta experiencia transformó todo su ser. Esta experiencia mística tuvo lugar en las catacumbas de san Sebastián, en la cumbre de su vida de seglar, a la edad de 29 años, mientras se preparaba fervorosamente para la pascua de Pentecostés de 1544. Se sintió invadido por el Espíritu de Dios, {3 (83)} con una fuerza que superaba en mucho el impulso que ya, en su adolescencia, y en lo que podríamos llamar su «primera conversión» experimento en la capilla de la Santísima Trinidad, o de la «Montagna Spaccata», cerca de Gaeta, a punto de abandonar la protección y la herencia de sus tíos de san Germán, e ir a Roma para permanecer allí hasta la muerte. Este fenómeno pentecostal y arrebatador, señaló toda su vida y tuvo, incluso, huella física en su corazón, desmesuradamente dilatado, sujeto a frecuentes y extraordinarias palpitaciones ―aneurisma―, hasta arquear dos de sus costillas, como comprobaron los médicos en la autopsia, cincuenta años más tarde.
Pero dejemos los detalles y efectos físicos del don recibido, y olvidemos incluso ese cuidado que tenía en distraerse adrede para que no le arrebatara el pensamiento de Dios, con emoción que no podía disimular, y que le confundía y le hacía sufrir. «El que desea éxtasis y visiones no sabe lo que desea», solía decir. Pero también decía: «El que ama o quiere a otra cosa que no sea el mismo Señor, es un loco y no sabe lo que quiere».
.
La santidad, propiamente, no es el resultado de una ascesis, o el premio del esfuerzo, o la meta de un camino fielmente seguido, en busca de la suprema bondad. La santidad es Dios mismo, descubierto en mí; es sorprenderse y agradecer ese don del Señor que él mismo se da, y recoger en seguida todas las fuerzas de la vida para responder totalmente con ella & Dios. En esta respuesta agradecida habrá lugar y hasta precisión del propio esfuerzo, porque la donación que responde a la gracia ha de ser generosa y total; pero lo esencial es la gracia, el don de Dios y Dios mismo en mí.
Esto se da en todos los verdaderos santos y, muy manifiestamente, se da en nuestro Padre san Felipe Neri, arrebatado por el Espíritu de Dios, que llenaba su corazón.
Para san Felipe, el director o guía de almas, no se ha de colocar delante de ellas para llevarlas tras de sí; porque el que las lleva es el Espíritu Santo. Su oficio es más bien ir detrás y mirar a Dios que va delante, y tan apartado que apenas se le puede percibir. En él debe fijar los ojos el director para hacer seguir con todo esmero, al dirigido, las sagradas pisadas que tras sí deja el pie divino.
P. Frederick William Faber, C. O.
{4 (84)}
3. Qué es el Oratorio
EL ORATORIO, técnicamente, Es «una sociedad de vida apostólica, de derecho pontificio», que forma, en la iglesia de Dios, una confederación de casas autónomas, cuyos miembros están ligados a ellas sin la profesión de votos. Cada una de estas casas se llama «Congregación», y toma el nombre de la ciudad en que está establecida. Actualmente existen Congregaciones del Oratorio en varias ciudades de Italia, España, Alemania, Polonia, Inglaterra, Austria, Suiza, Canadá, Estados Unidos de América, México, Colombia, Costa Rica, el Salvador y Chile. En Francia el Oratorio forma una organización estructurada a nivel centralizado y nacional, ideada por el cardenal Bérulle, en 1611, distinta del Oratorio de San Felipe, pero relacionada fraternalmente con los demás Oratorios del mundo.
Durante los siglos XVII y XVIII el Oratorio conoció un gran desarrollo, que las revoluciones sucesivas truncaron y, así, en Portugal, fueron suprimidos de cuajo por Pombal; también sufrieron grandes depredaciones los Oratorios italianos durante el Risorgimento (1859- 70), y en España no menos, con las desamortizaciones*. Sin embargo, en compensación, surgió la figura de Newman con la fundación de los Oratorios en Inglaterra, que luego inspirarían otras fundaciones en América y representarían una renovación espiritual de la idea de san Felipe. Por otra parte, la renovación jurídica interna emprendida en 1933 por deseo de la Santa Sede, ha dado medios para una mejor protección legal y ha {5 (85)} representado un verdadero resurgimiento, condensado en la forma confederada establecida entre todos los Oratorios, que no obsta a la autonomía de los mismos, pero que los relaciona en beneficio positivo para todos.
Pueden ser miembros del Oratorio aquellos que reúnan las condiciones requeridas, tengan buena intención, deseen permanecer en él «hasta la muerte» y sean aceptados por la casa que los admite. La ausencia de votos religiosos no puede entenderse como una relajación de la exigencia de practicar las virtudes de la perfección evangélica. La práctica de los consejos evangélicos no exige que ésta se derive de la emisión de votos. En realidad la generalización de los votos religiosos de pobreza, obediencia y castidad, sólo data del siglo XVI, cuando resulta que la vida de perfección evangélica existía en la Iglesia, de forma no sólo espontánea, sino organizada, desde los primeros siglos, aunque no se mentaban los votos. En Occidente, el gran impulsor de la misma sería san Benito, en el siglo V, con la proliferación de monasterios que invadieron Europa y transformaron la barbarie en civilización cristiana.
En nuestras Constituciones se nos exhorta a seguir el modelo de la primera comunidad cristiana, la de los Hechos de los Apóstoles, y a no olvidar que, a pesar de la necesidad de no despreciar la observancia de la propia ordenación jurídica, la Congregación del Oratorio depende más del espíritu de caridad que de la ley, tal como quería san Felipe. «Me basta la caridad», decía cuando le preguntaban por la forma de gobernar a los suyos.
Aquellos cristianos que, al principio de la Iglesia, renunciaban a la vida del mundo y se entregaban por entero a la alabanza de Dios y al servicio del Evangelio, se decía que llevaban «vida apostólica».
Ahora resulta consolador, para nosotros, que el nuevo Código de derecho canónico haya elegido para denominar la forma jurídica de vida de perfección evangélica que nos reúne, precisamente la de «sociedad de vida apostólica», que fue la primera manera de nombrar a quienes se consagraban a la vida de observancia del Evangelio, en la Iglesia.
El Oratorio es una institución de derecho pontificio, desde sus mismos orígenes, por voluntad del papa Gregorio XIII, en 1575, nunca desmentida por sus sucesores.
Ello significa que, en su régimen interno y en la especificidad de su dedicación a las obras que le son propias y le dan razón de ser, nadie puede intervenir para modificar {6 (86)} su naturaleza o alterar sus fines dado que ello se reserva exclusivamente a la Santa Sede.
Cada casa o Congregación se gobierna por sí misma, de acuerdo con las Constituciones recibidas de la Santa Sede para todas ellas, y elige a su superior, que llama Prepósito o, más familiarmente, Padre, el cual permanece en el cargo durante el tiempo fijado en las Constituciones, aunque es reelegible. El Prepósito es el encargado de ejecutar los acuerdos de la Congregación y de dirigirla de acuerdo con las reglas propias del Oratorio.
Cada casa o Congregación tiene sus propios miembros y cuida de sus propias vocaciones. Cada miembro de una casa permanece siempre en la misma, salvo casos excepcionales, como puede ser auxiliar temporalmente a otra Congregación necesitada, o emprender la fundación de una nueva. Pero aun en estos casos, hay que respetar la autonomía de las casas o Congregaciones, unas de otras, y la libertad de los sujetos de cada una de ellas.
Lo que venimos diciendo explica cómo cada Congregación, permaneciendo con idéntica estructura respecto de las demás, posee características propias, por razón del lugar y otras circunstancias que hayan concurrido matizando vida y apostolado y, así, podemos citar el ejemplo de un Oratorio misionero, como el de Chile, al lado de otro dedicado al apostolado entre la juventud universitaria como el de Pittsburgh en USA; o el ejercido en orden al ecumenismo y las conversiones por los Oratorios ingleses, junto al popular y suburbial de algunos mexicanos. Pero en todos ellos comprobaremos cómo es el cultivo de la oración, desprendida de la lectura y trato de la Palabra de Dios, como en una escuela para edificación de los espíritus; cómo la Liturgia que toma como centro la celebración de la Eucaristía, estimulando al amor y a las obras de bien; cómo la predilección por la juventud, en la alegría y el espíritu de servicio, y el buen gusto, y la cultura sin afectación vanidosa, y el arte como luz de la verdad, que hace amable la misma vida y la dispone pacíficamente para el buen orden querido por Dios en el mundo, de alguna manera se ensamblan sin apariencias de rigores sistemáticos, como espontáneamente, creando una atmósfera respetuosa y familiar al mismo tiempo, amparada por la sombra bendita de la figura de san Felipe, al que siempre hay que acudir como referencia necesaria, porque creía más en la vida que en las leyes, más en la buena voluntad que en los sistemas, más en la sinceridad y la humildad de servicio que en las grandes organizaciones {7 (87)} y en los poderes, aun justificados, de este mundo.
Algunos que se han acercado al Oratorio sin alcanzar el espíritu que le dio origen, han creído que se trataba de una fórmula demasiado laxa, útil apenas para dar cabida a sujetos que andaran en busca de una "solución" decorosa y relativamente independiente, dentro de la misma Iglesia. Pero se equivocaron. Para ser un buen oratoriano se precisa verdadera "vocación" y madurez personal, sin lo cual el que se atreviera a imitar la vida oratoriana sin haber sido verdaderamente llamado a ella, se encontraría muy pronto como un extraño, debatiéndose entre las corrientes de las estructuras propias de los "religiosos" o las de la independencia individualista, inasimilable en un equipo de Iglesia. Un ilustre humanista, el doctor Barrera, había dicho que en la Iglesia de Dios se daban dos clases de vocación difícilmente comprensibles para la mayoría y fácilmente trivializables: la de los cartujanos y la de los hijos de san Felipe, los oratorianos, con un denominador común a ambos: la oración.
El Oratorio no es una hospedería para sacerdotes, ni un refugio honorable y decoroso para gozar de la propia independencia, exentos de la de prelados externos. El Oratorio es una casa de oración y apostolado, donde se recuerda y reproduce el ejemplo de la experiencia de san Felipe, y se acomoda a las necesidades del lugar y del tiempo que la Providencia determina, y nadie debe ceder a la tentación de {8 (88)} querer entrar en él sin el propósito de venir para hacerse santo.
La historia de la Iglesia se ha enriquecido con muchas otras experiencias de bien; pero el Oratorio también ha contribuido, en cuatro siglos de existencia, dándole hombres de vida santa, artistas, sabios y favoreciendo obras derivadas de su espíritu que han consolado el corazón de la Esposa de Cristo allí donde los hijos del Santo Padre Felipe han perseverado con fidelidad a su labor, en general sin excesos ruidosos, ni grandes estadísticas, pero influyendo positivamente en las almas y sirviendo a las Iglesias locales desinteresadamente, alegres de contribuir a la edificación de Cristo preparando su reino. Las grandezas o dignidades del mundo, ni se han de querer para uno mismo, ni es lícito procurarlas para otros desde el Oratorio.
Si ha habido obispos y cardenales en nuestra historia, ha sido por intervención directa y mandato de los Papas, que hicieron inexcusable el rehusar la aceptación, aun con lágrimas. San Felipe era tajante con los que esperaban ascensos o buscaban aprovecharse de ventajas para sí o para los demás, y quiso que constara en las primeras Constituciones. Solía decir: «Que me den diez hombres verdaderamente desprendidos y me veo en ánimos de convertir el mundo con ellos».
* El primer Oratorio fundado en España fue el de Valencia, en 1645. Relativamente cerca de Albacete [1] también existieron los de Cuenca, Villena y Murcia.
SAN JERÓNIMO DE LA CARIDAD.
El divino Salvador, cuando se encontraba en la ribera del lago de Genesaret o en las calles de Jerusalén, conversaba con la muchedumbre o sus discípulos, atendía a sus preguntas con dulce y paciente caridad, y resolvía sus dudas como un padre que instruye a sus hijos. Lo propio hacia san Felipe en las reuniones de san Jerónimo de la Caridad.
El lugar de estas reuniones tomó el nombre de Oratorio; nombre particularmente amado de san Felipe, que le recordaba las antiguas capillas sin baptisterio en las que, durante los primeros siglos, tenían los cristianos sus reuniones parecidas a las que el presidía. Era pues un paso hacia el ideal de los primeros tiempos del cristianismo, que nunca el Santo perdía de vista.
Alfonso card. Capecelatro, C. O.
{9 (89)}
4. Cuando nieva en Roma
ESTE AÑO, en los umbrales de la primavera, insólitamente, ha nevado en Roma. Raras veces el rigor del frio se abate sobre la ciudad de los papas; casi nunca, en éxtasis de blancura, se atreve la nieve a poner muceta de armiño a las cien cúpulas de las basílicas y templos romanos. Y cuando, extraordinariamente, como esta vez sus calles se convierten en intransitable lodazal helado, y gris el cielo otrora luminoso, los forasteros recién llegados y desprevenidos, se escandalizan como si hubiesen sido víctimas de un fraude, después de que les habían prometido en las agencias de viajes o los organizadores de peregrinaciones, que la gran ciudad santa, crecida a orillas del Tíber, era siempre benigna y en invierno incluso tibia, además de que solía cerrar sus atardeceres con el último resplandor del sol atravesando las nubes de poniente y provocando el incendio fantástico de sus crepúsculos únicos, que no se sabe si resumen apoteósicamente las glorias profanas que allí tuvieron su escenario, o si anuncian ya las claridades eternas, más allá de las puertas del tiempo, donde Dios reina para siempre.
Los biógrafos de san Felipe suelen referirse a uno de estos extraordinarios nevazos romanos, y nos cuentan que se burlaba cariñosamente de los jóvenes frioleros que tiritaban, encogidos y asustados, mientras él soportaba sin molestia el rigor del frío. Dicen sus biógrafos que su resistencia al frío era debida al fuego de su corazón, inflamado de amor a Dios.
Pero a nosotros esta referencia nos sirve para una reflexión más profunda, desde la metáfora, para otro frío y otros barros que Felipe encontró en Roma, cuando puso el pie en ella. La frialdad {10 (90)} calculada de la política entre papas y emperadores había arrugado el manto de la Iglesia de Cristo y afeado su rostro Algún corazón santo quedaba; pero en la apariencia se hacían más de ver los malos ejemplos, las ambiciones hipócritamente disfrazadas de celo, la vanidad manifestada en el poder y la grandeza más bien pagana, en fieles y pastores. Felipe sintió, entonces, un gran frío en el corazón, y tocado por la nostalgia del sentido de Dios, que echaba de menos, pero que tenía que estar allí, decidió quedarse, porque en aquella ciudad maltratada por los mismos que se decían cristianos, estaban las reliquias de los que más habían amado al Señor. Debajo del frío debía estar el rescoldo. Las tumbas de los apóstoles, los sepulcros de los mártires, las calles que habían pisado tantos santos, el recuerdo de las primeras comunidades cristianas.
Se quedó por amor a Dios, por amor a la Iglesia, precisamente porque tenía el rostro feo. Y, después del invierno, volvió la primera.
Todos debiéramos aprender la lección de san Felipe cuando nos quejamos de males, que son como el polvo que el mismo andar levanta en los caminos de la Iglesia y arrastra su manto. No nos escandalicemos ni nos sintamos defraudados. Siempre hay un rescoldo de santidad que ningún frío puede extinguir; los santos, los primeros cristianos, el Evangelio: donde se fragua el amor a Dios y su luz dispone para nuevas claridades.
Felipe, de verdad, tenía un fuego en el corazón que ningún invierno habría podido extinguir. Cuando se burlaba con cariño de los jóvenes, también era una metáfora.
{11 (81)}
5. Las tres iglesias romanas de san Felipe Neri
SI TUVIÉRAMOS que hacer una lista más o menos completa de las iglesias de Roma y de los lugares santos donde san Felipe recibió alguna gracia del cielo, serían más de tres los nombres a recordar, además de las grandes basílicas y las catacumbas; pero queremos que nos baste hacer memoria de las tres principales, imprescindibles en su biografía sacerdotal, dejando de lado todo el denso precedente de su vida de seglar. Las tres iglesias estrechamente relacionadas con Felipe son, en primer lugar, san Jerónimo de la Caridad, luego san Juan de los Florentinos y, en último término, santa Maria di Pozzo Bianco, o in Vallicella.
San Jerónimo de la Caridad
Aunque sea la más pequeña de las tres, san Jerónimo es la más importante, como lo es la cuna para los primeros latidos de la vida del hombre. San Jerónimo es la cuna del Oratorio, aunque luego nos haya sido arrebatada injustamente.
Casi escondida entre el paralelo de la via Giulia con la via Monserrato, tocando apenas el Palazzo Farnese, se encuentra esta iglesia, entre las más veneradas de Roma, por la tradición que la relaciona con el lugar que, en el siglo VI, ocupaba la casa de santa Paula, matrona romana, discípula del gran exegeta bíblico, san Jerónimo, a quien fue dedicada la iglesia.
Hace un siglo que todavía podía admirarse, presidiendo el muro en que se apoya {12 (92)} su altar mayor, un hermoso cuadro del Domenichino, con la última comunión de san Jerónimo. Ahora ocupa su lugar una buena copia, pues el original está en el Vaticano.
En tiempo de san Felipe existía en la iglesia una confraternidad de sacerdotes, uno de los cuales, era el guía espiritual de nuestro Santo. Se llamaba Persiano Rosa, hombre espiritual, caritativo y lleno de celo que descubrió la vocación sacerdotal de total entrega a Dios, de aquel joven florentino al que pronto llamó, entre los amigos, en medio de bromas ―que luego resultaron profecías― su «san Filippo». Este buen sacerdote y amigo de san Felipe, le hizo ver a su penitente, que no le bastaba el fervor de su apostolado laical, sino que debía abrazar el sacerdocio.
En principio, san Felipe se resistía, pero al fin dejose convencer y se ordenó de presbítero en mayo de 1551, en la iglesia de san Tommaso in Parione. Felipe contaba treinta y seis años, con el precedente de una intensa experiencia espiritual, pues su juventud se había empleado por entero en hacer el bien y en estudiar a Jesucristo.
Felipe inicia su vida sacerdotal en san Jerónimo de la Caridad al lado de Persiano Rosa y teniendo por compañeros a los demás sacerdotes hospedados en la casa adjunta a la iglesia, dependiente, como ésta, de la Confraternidad encargada de la administración, la cual ofrecía habitación para los sacerdotes que oficiaban en la misma iglesia. Allí viviría durante treinta y dos años hasta que, en 1593, apenas dos años antes de morir, iría a la Vallicella, para complacer los deseos del Papa.
Felipe era ya anciano y el ir y venir de san Jerónimo a la Vallicella no parecía prudente, a pesar de que tan a gusto él hacia el itinerario, por otra parte, tan breve, cada día. ¡Se sentía tan bien, en san Jerónimo! Su habitación estaba situada en el lugar alto y le facilitaba el recogimiento; tenía, además, acceso a la pequeña terraza desde donde podía contemplar el cielo. Siempre le gustaron a Felipe los espacios abiertos y los lugares elevados, pues creía que favorecían el acercamiento a Dios y la oración espontánea. Cuando pasó a habitar a la Vallicella, también eligió una habitación bajo leja, en lo alto, que tenía salida a una "loggietta" con posibilidad de posar la mirada sobre las colinas, todavía cubiertas de vegetación, {13 (93)} sobre el vecino Gianicolo, lugar de tantas pequeñas excursiones con los más jóvenes y los amigos, mientras hablaban de Dios.
Pero volvamos a san Jerónimo.
Aquí, escribe el p. Carlo Gasbarri, la Confraternidad que administraba iglesia y convictorio, vino a recoger en muy pocos años, a una larga lista de nombres ilustres por la caridad, en tal grado, que san Jerónimo pasó a ser el centro benéfico más importante de toda la ciudad. Entre ellos san Felipe pudo encontrar a sus mejores colaboradores en su dedicación a la asistencia a los peregrinos que acudían a la ciudad santa y, posteriormente, a casi todos los que participarían en el Oratorio.
Precisamente en estos días, en la ciudad de Roma, y en el Palazzo Venezia, tiene lugar una exposición sobre los «Años Santos» en la que no falta, por supuesto, la destacada referencia a san Felipe, porque las peregrinaciones a Roma con ocasión de los Años Santos no tenían, en aquellos tiempos, ningún parecido a excursiones más o menos turísticas; los peregrinos llegaban a Roma maltrechos del viaje, por lo común depauperados; peregrinar a Roma, a Santiago o a Jerusalén, era hacer, verdaderamente, un camino de penitencia.
La caridad de Felipe y algunos amigos suyos, acudía a remediar tales necesidades. Como dato baste decir que, en el jubileo del año 1550, san Felipe y los suyos dieron asistencia (es decir, alojamiento, comida y atención personal) a una media de 600 personas diarias; en el de 1575, cuando san Felipe ya estaba al frente de la nueva Congregación del Oratorio, los peregrinos acogidos fueron, en total, 118.818, entre hombres y mujeres, y se distribuyeron poco menos de 400.000 comidas. Esta gran obra de caridad llegó a poder ofrecer cobijo diario a cerca de 780 personas, merced a la construcción de locales amplios y decorosos, junto a la iglesia de san Benedetto alla Regola. Todos estos datos los aporta el historiador alemán Pastor en su «Historia de los Papas» (vol IX).
Podríamos imaginarnos a san Felipe al pie de los pobres o junto al lecho de los enfermos (un discípulo convertido suyo, san Camilo de Lelli, fundaría luego una congregación para dedicarse por entero a ellos). Pero la fuerza espiritual le venía de la oración, especialmente al celebrar la Eucaristía, que fue siempre el centro de su vida, y quiso que siguiera siéndolo de la comunidad que surgió en torno a él. A la vez, en san Jerónimo reunía a los más adictos en sus «ragionamenti» para iluminar la inteligencia sobre Dios y para reforzar la voluntad de bien. Así surgió el Oratorio.
Así lo explica uno de los primeros participantes, Monte Zazzara: «Cuando yo llegué allí no éramos más que 4, 6 u 8 personas, porque el cuarto era pequeño.
Hablábamos de cosas espirituales... y así duró cerca de más de 3 años, y todos éramos más bien jóvenes», principalmente toscanos. Pero pronto el cuarto resultó pequeño y la Confraternidad reconoció el bien que hacía Felipe y le concedió un local que ocupaba el espacio inmediato al techo de la nave izquierda de la iglesia, destinado antes a granero. Allí siguieron las reuniones en forma más organizada. Las reuniones comenzaban con la lectura de algún libro que era, además del Evangelio, las {14 (94)} «Laude» de Iacopone da Todi y la vida del beato Colombini, libros queridos por san Felipe desde la infancia. Luego invitaba a alguien del auditorio que exponía con sencillez lo que la lectura le había sugerido. Las intervenciones eran improvisadas y breves. Luego se tenían los «ragionamenti», cuatro en cada sesión, en los que se turnaban los intervinientes, y versaban también sobre cuatro materias: ascética, historia, catequesis y hagiografía (o vidas de santos). No se tardó mucho en introducir la música, con el canto polifónico de una «Lauda» como final. De este modo y un tanto «alla buona» ―como explica el p. Gasbarri―, surgieron aquellos ejercicios de piedad, liturgia, cultura, caridad y arte que luego constituirían la vertebración del apostolado tradicional de san Felipe Neri.
Todo esto nació en san Jerónimo, y no es extraño que Felipe amase con preferencia aquella pequeña iglesia, a cuya sombra se cobijó una experiencia que llegó a transformar y convertir espiritualmente aquella Roma que Felipe encontró, destrozada y pagana, cuando decidió establecerse en ella a los diez y nueve años, y que volvía en sí misma, reformada y piadosa, gracias, principalmente a la presencia sacerdotal de Felipe, sin otras armas que la sencilla perseverancia de unos ejercicios, que algunos consideraron poco organizados, pero que lograron cambiar el aspecto ampuloso y desfigurado del cristianismo romano, y hacer del corazón de la Iglesia una ciudad santa, por las buenas costumbres y la piedad sincera y alegre que dimanaba, como de un rescoldo, del Oratorio de san Felipe.
San Juan de los Florentinos
Desde san Jerónimo, siguiendo la via Giulia, al dar casi con el Tíber, está la iglesia de san Juan de los Florentinos, iglesia "nacional" de la Toscana, en tiempos de san Felipe. No es de extrañar que sus conciudadanos pensaran en él. En otros escritos anteriores, desde estas mismas páginas, nos hemos referido a la "florentinidad" de san Felipe, de la que nunca abdicó, aunque amó con tan gran dedicación la ciudad de Roma.
En torno a Felipe encontramos siempre a florentinos y rasgos inconfundibles, en sus actuaciones, que recuerdan su origen de la ciudad del Arno, cuna del Renacimiento. En realidad fue gracias a la florentinidad que Felipe logró injertar en la Roma, menos fecunda en su tiempo, que se produjo el fruto de su transformación para la santidad. Florentinos o, por lo menos, toscanos, eran la mayoría de los artistas que embellecieron Roma, y superando la dureza o grandiosidad secularizada y orgullosa de la Roma papal, en medio de la gran crisis de los tiempos nuevos, que conmovían el mundo entero, sería también un santo florentino, artista de almas, enamorado de lo bello, santo y alegre, el que lograría restaurar la piedad y el amor al Evangelio en prelados y seglares. Los florentinos habían sido poderosos, pero, en su esencia, eran más artistas que políticos, más inteligentes que astutos. Si en vez de haber empleado todo su caudal en arte, poesía y amor a la naturaleza, lo hubiesen dedicado a construir murallas, a organizar ejércitos y a adquirir armas, habrían llegado a convertirse en amos del mundo; pero {15 (95)} eligieron el arte, el estudio, el trabajo y la constancia. Los comerciantes florentinos, cuando se hacían ricos compraban obras a los artistas y los ayudaban y estimulaban en la edificación o plasmación de sus obras; los romanos cobraban tributos, recogían limosnas de doquier y compraban el arte que no sabían hacer, o sometían a los sabios, para que les alabaran. Eso había hecho la Roma clásica, centralista, y algo de eso, transformado en pretexto para servir a la causa de Dios, había hecho la Roma papal. De donde los resquebrajamientos protestantes. El remedio no vendría de la guerra, de la rebelión ni de la protesta; sino del trabajo y la constancia, no simplemente tesonero o endurecido por las amenazas poderosas, sino iluminado por una laboriosidad en algo parecida e hija de aquella atmósfera que era la luz de las «botteghe» florentinas, o las «accademie» literarias y musicales de la ciudad que vio nacer a san Felipe.
Florencia no era grandiosa, pero era auténtica y valiosa. Los florentinos tenían conciencia de su valer y conservaban lo mejor de su estilo festivo, laborioso e inteligente. San Felipe aplicó esto a la vida del alma en su relación con Dios y en hacer bien en la Iglesia, y plantó una «bottega» de artista de almas, casi sin darse cuenta, hermanando, a la vez, rigor y espontaneidad libertad y orden, afecto y razón, y, con ello, daba a Roma, lo que precisamente le hacía falta.
Los florentinos eran estimados en Roma, porque eran la gente más laboriosa y la que mejor sabía administrar el poco o mucho dinero que tuvieran, por supuesto como fruto de su trabajo, confiando poco en herencias o prebendas. Los florentinos se juntaban entre ellos, se buscaban, se reunían. En este ambiente estaba Felipe y, así, no debe extrañarnos que fuese solicitado para que se hiciera cargo de la iglesia de la "nación" florentina, en Roma, y aceptó. Pero, él mismo, no pasó a habitar nunca en aquella iglesia. Siguió en su querido 3. Jerónimo. A san Juan de los Florentinos mandó a los primeros discípulos que se le juntaron tomando en serio la obra comenzada del Oratorio. La cosa ocurrió por los años 1563 y 64. En este año se inicia la existencia de una pequeña comunidad de discípulos de Felipe, {16 (96)} compuesta por sus más fieles seguidores, que reciben el sacerdocio y pasan a vivir en san Juan de los Florentinos.
Los primeros que la forman son Baronio, Bordini y Fedeli. «Aquí vivimos seis sacerdotes ―escribe Baronio― en una vida común tranquila, mientras cuidamos de la salud del alma, y Dios permite que seamos queridos por todos, como aparece por la gran reverencia y observancia que todos nos profesan». Uno de ellos funge de superior, por delegación de Felipe, que es, en realidad, el que gobierna todo, a base de unas pocas normas de vida, fielmente tenidas en cuenta. Los sacerdotes sirven la iglesia y ponen todas sus ganancias en común, si bien han de guisar, por turno, la comida de todos. El oficio de cocinero es causa de continuas pequeñas alegrías, por la novedad del aprendizaje. Uno de ellos, Baronio, en un momento de buen humor, y tal vez por alargársele el turno más de lo previsto, escribió sobre el muro de la cocina esta inscripción, todavía reconocible: «Caesar Baronius, Coquus perpetuus». Algunos de los chiquillos que, en el origen, encontramos allí sirviendo de monaguillos, luego serán también miembros del Oratorio, entre los cuales es preciso hacer memoria del sobrino del padre Fedeli, y de Ottavio Paravicino. Baronio cuidaba de ellos especialmente. El primero entrará luego a formar parte del Oratorio y será secretario de san Felipe; Paravicino será, finalmente, cardenal. Pero hay más gente, en san Jerónimo y en san Juan, como si de dos polos se tratara, aunque las reuniones siguen en san Jerónimo, donde cada día acuden más miembros, porque unos llaman a otros, sin demasiado protocolo, sin discriminaciones, pero con el resultado de que los que van buenos se hacen fervorosos y mejores, y los que pasan por allí con fama de pecadores, la mayoría se transforman y convierten.
El éxito de Felipe despierta envidias y contradicciones. Ni faltan los que llevan recados a las autoridades "a fin de bien" y siembran la duda incluso cabe el papa ―¡tremendo Pablo IV, no precisamente suave san Pío V!― Pero el tiempo pasa y los dolores purifican la obra y acrisolan la perseverancia de los mejores, mientras el Padre Felipe sufre y obedece. Pero, al fin, surge Gregorio XIII, papa piadoso y buen jurista, que, podemos decir, "fuerza" la fundación canónica del Oratorio.
Santa Maria in Vallicella
También la llamaban di Pozzo Bianco y, luego, la Chiesa Nuova. Y sigue con este último nombre, popular y conocido de todos, en Roma, aunque más de tres siglos hayan dorado los muros de la obra comenzada. Todos los fieles que van a Roma, pasan por delante de ella, cruzan su plazoleta, antes de pasar el puente y contemplar de frente la magnífica cúpula del Vaticano. Nosotros no vamos a hacer aquí la historia de la construcción: toda una aventura de san Felipe, confiado en la Providencia, sin campañas para pedir limosnas.
Cuando alguien le advertía del peligro de quiebra económica y de tener que suspender las obras por falta de dinero, él amenazaba: No habléis así, porque soy capaz de derribar todo lo construido y comenzar una iglesia todavía mayor.
{17 (97)} Para nosotros, la Chiesa Nuova es el lugar donde se guarda el sepulcro de san Felipe. Aquí fue donde, a su muerte, se hacían procesiones aguardando para acudir, Roma entera, a venerar su cadáver. En las puertas de esta iglesia, fue donde los romanos comenzaron a decir aquello de que «el Papa canoniza hoy a cuatro españoles y a un santo» cuando Pablo V, el 12 de marzo de 1662, lo declaraba santo.
Un siglo más tarde, Benedicto XIII lo proclamaba copatrón de la Urbe, junto a san Pedro y san Pablo.
Gregorio XIII dio seguridad y definición a la obra de san Felipe, y fue a partir de entonces que su influjo se expandió en muchas obras que llevaron a {18 (98)} una auténtica renovación de los fieles, del clero y de los prelados romanos.
Pero el fin principal de la Congregación es el querido por san Felipe, por encima de todo: sus adeptos, los que llevaron la vida común según el estilo surgido de aquella experiencia, tendrían por justificación el mantener perpetuar el Oratorio, surgido de aquellas pequeñas reuniones iniciadas en san Jerónimo, y ahora engrandecidas, al disponer de más espacio y más medios personales, sin amenazas ni sospechas. Es la hora del esplendor de la música en las reuniones del Oratorio (Animuccia, Palestrina, Soto), de los estudios de historia de la Iglesia (Baronio, Bozzio, Gallonio), de la devoción popular en su mejor forma no trivializada (la Visita de las Siete Iglesias), la predicación diaria (Tarugi, Bordini)...
Y, sobre todo, y sobre todos, siempre, es la hora de san Felipe, cercano y distante, con la proximidad del padre que piensa siempre en sus hijos y guía a todos, sin que ellos perciban el peso de su gobierno, a veces muy exigente, cuando se trata de cosas esenciales (desprendimiento, obediencia), y distante porque, sin que se den demasiado cuenta, "huye" a su soledad de san Jerónimo, para tener tiempo para Dios, sin que lo ahorre de los que quieren y necesitan verle, incluso en el día de su muerte, que sabe segura y se aproxima a ella sin aparentar angustia por el poco tiempo que le queda, y lo dedica, con naturalidad, a los que le buscan y se le acercan.
San Jerónimo, es la cuna del Oratorio; san Juan de los Florentinos, el primer ensayo de comunidad oratoriana, aunque sin pretender fundación alguna, y la Vallicella a Chiesa Nuova, el esplendor consolador, el apostolado reconocido, pero con san Felipe distanciándose, como si lo hubiese hecho todo para que sus hijos lo llevaran, conduciéndolo él a distancia.
Cerca de los hombres, pero más cerca de Dios. Todos estos lugares son testigos de aquel "saber hacer" evangélico, transparente, asistemático, proyectado hacia Dios, influyendo en las almas de sus hijos, a los que adivinaba los pecados, pero llevaba en el corazón, y recordaba en todas las misas. Si bien ya no podía celebrarlas delante de todo el mundo, porque su afectividad traslucía y se emocionaba hasta avergonzarse de que le vieran conmovido. Todo esto que le ocurría, especialmente en los últimos tiempos, en las últimas misas, aunque para él siempre eran la última y la primera. Y todo pendía de ellas, como quiso que todo pendiera de la Eucaristía, en su Oratorio. Por esto la oración y la Palabra de Dios, la Liturgia y cantar rezando y rezando al cantar, y el respeto por lo que es de Dios, antes que nada. Y siempre, la alegría de estar en paz con el Señor y llevar el cielo en el alma, porque el Espíritu de Dios mora en ella. Y la Virgen como modelo de esta presencia y de esta unión con Dios.
Felipe suavizó la dureza de la grandiosidad romana, y plantó en la ciudad las flores de las virtudes cristianas y el perfume de Cristo, con el estilo de su Florencia natal, para darle un renacimiento que no estaría en las piedras, sino en los corazones, «piedras vivas» de la construcción de Cristo, la Iglesia.
El profundo conocimiento que tenía san Felipe del corazón humano, le hacía tener más la tristeza de los jóvenes que la demasiada alegría. El inconsiderado regocijo de algunos no le daba que temer con tal de no ser excesivo. Sentía una cierta inclinación por aquellos que manifestaban genio más vivo y alegre.
Si alguno se mostraba triste o melancólico, acudía en seguida a consolarle o le reprendía con ternura golpeándole cariñosamente la mejilla: «Y pues, ¿qué tienes tú?, le decía. ¿Qué te pasa?
Ven a conversar con tu padre».
P. Louis Bussereau, C. O.
La alegría.
De la alegría surge un espíritu de optimismo, que se desprende de la observación serena aunque realista de cuanto sucede.
No se trata de ceder a lo fácil por ser así, sino de una observación inteligente, unida a un sano optimismo y a un profundo sentido común. Bastaría considerar aquella célebre frase de san Felipe, que tantas veces dirigía a los muchachos, ante sus algazaras: «Sed buenos, portaos bien... si podéis». Una invitación dulce, pero también comprometedora para autoeducarse, valorizando las propias energías, confiando en sí mismo.
Y, de otro lado, una comprensión amplia de las fuerzas naturales.
Sin necesidad de demasiadas teorías psicológicas, san Felipe alcanzó a penetrar el espíritu del hombre y dedujo de ello la no imputabilidad, total o parcial, de muchas actitudes, que le inducían a una amplia tolerancia, con un solo límite imposible de transgredir: el pecado, el desorden. Y he aquí la también célebre norma: «Estad alegres, pero no cometáis pecados».
Impulso libre, incluso desgarbado, ruidoso, pero no desordenado, no peligroso, no perjudicial.
La alegría sana es purificadora, y por lo tanto constructiva y por ello se recomienda. Por contraste hay que luchar contra la tristeza, el aislamiento, el mutismo. He aquí pues la actitud humana, comprensiva, dulce, acercándose al prójimo, procurando convencerlo, y atraerlo hacia el ideal, dándole fuerza para que ascienda interiormente.
P. Antonio Cistellini, C. O.