Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 223. JUNIO. Año 1985
0. SUMARIO
EN LO NUCLEAR de la Iglesia está su santidad.
En ella se realiza en la historia de los hombres, la continuidad de la presencia de Cristo dándonos a todos la participación en su vida. Éste es su misterio: Cristo presente, todavía caminando junto a los hombres, y la Iglesia como gran sacramento de esta compañía y lugar donde tiene efecto la gracia haciéndose vida en cada uno de los fieles donde es acogida. Encuentro y compañía. Todavía camino, pero ya un poco fin y anticipación hacia una plenitud más alta, que después del tiempo no va a necesitar de la fe, porque será todo visión y posesión de Dios.
ACCIÓN DE GRACIAS
LA HERENCIA DE LOS SANTOS
LA IGLESIA DE LOS SANTOS
SOBRE LA REFORMA DE LA IGLESIA
AMAR A LA IGLESIA
LAS SECTAS
SOBRE LAS HUELLAS DE NEWMAN
{1 (101)}
1. ACCIÓN DE GRACIAS
Cuando era joven, creía que abandonaba el mundo de todo corazón, por Ti. En lo que se refiere a voluntad, propósito e intención, creo que así lo hice.
Quiero decir, con esto, que deliberadamente di de lado al mundo. Rezaba de todo corazón para que no se me llamase a ocupar ningún alto cargo eclesiástico. Cuando me preparaba para mis grados universitarios, rezaba con fervor, y rezaba y rezaba, para que no se me concediese el "cum laude", si esto podía perjudicarme espiritualmente. Años después, siendo pastor anglicano, rezaba yo sin reservas ni condiciones contra cualquier posible encumbramiento en mi carrera eclesiástica. Este deseo mío lo expresé de un modo general hace más de treinta años en el verso: «Niégame la riqueza, aleja de mí, muy lejos, toda ambición de poder y de fama: la esperanza madura en las dificultades, el amor en la debilidad, y la fe en la vergüenza del mundo». Y esto no era sólo poesía, sino deseo habitual. Así lo pienso, Señor, y Tú lo sabes.
J. H. card. Newman, (15.12.1858).
{2 (102)}
2. La herencia de los santos
CUANDO SAN PABLO se despedía de las iglesias de Asia Menor, porque ya no volvería a verlos (Hechos, 20, 17-38), encarecía a los pastores que no descuidaran el tesoro que les quedaba, adquirido por Dios al precio de la sangre de su Hijo. «Os dejo en manos de Dios y de su palabra», el gran regalo que no se debe desperdiciar, con el que se construye el reino. Dar fe, ser "testigo" del Evangelio de Jesucristo, y llevar adelante esa tarea como una misión que es gracia ―regalo de Dios— lo mismo para el que la cumple que para el que la recibe.
Muchos cristianos, resignados con esforzarse para llevar una vida terrena ajustada a "los mínimos" de la moral cristiana, viven despreocupados de la edificación de ese reino, de esa vida nueva para todos ―creyentes y llamados a creer―, y les basta con alcanzar alguna tranquilidad interior, desvinculada y descomprometida, al margen por lo tanto, del reino de Dios, es decir la Iglesia. De ésta les queda la idea de lo que parece desde fuera, como organización, y si se adhieren a ella, mantienen una relación igualmente externa, fuera de su misterio y realidad sobrenatural, para bastarles lo que como organización les proporciona. Acuden cerrados en sí mismos a los cultos, sin verdadera participación espiritual; piden normas tranquilizantes para sus miedos subjetivos: aplauden ideas y doctrinas que les ayuden a conservar su posición sin trastornos ni conversiones, y aunque alaban a los santos, jamás quisieran ser uno de ellos: los aplauden únicamente porque transfieren en ellos lo que de abnegación jamás quisieran asumir y, además, por lo que pueda haber de cierto en eso de las intercesiones, cerca de Dios, en los negocios o asuntos de la vida humana aquí en la tierra. Quieren, en fin, ir al cielo; pero que tarde. Dios y la Iglesia son buenos por lo que tienen de útiles.
Estas actitudes poco tienen en que diferenciarse de las de los paganos.
Y todavía menos alcanzan el nivel de las de los judíos honestos, antes de {3 (103)} que conocieran a Cristo, aunque se confiesen creyentes y se adornen con el nombre de cristianos.
Desde Cristo todo ha cambiado, en relación con Dios. No recibimos ninguna gracia que sea para nosotros solos. La vida del cristiano ha de testimoniar la fe profesada: lo que cada cristiano recibe no le pertenece, porque es don de Dios. La presencia de Dios acompaña la vida del creyente y la Palabra de Dios es la referencia de donde ha de extraer constantemente el modo de participar en la herencia recibida para compartirla con todos los santos. Log santos son los cristianos de todos los tiempos, aun los que sin haber visto a Cristo, esperaban en él. Eso procesión universal de hijos de Dios caminando hacia el encuentro definitivo con él y edificando, mientras caminan, su santo reino, es la Iglesia, con Cristo en el centro, transfundiendo la vida en todos.
El amor a Dios, el respeto a su obra creada, la gratitud por cuanto nos ha dado en Cristo, exige la respuesta de la fe. Y esta fe proyectándose en la vida de cada uno y junto a los demás, es la cantidad.
RASGOS ESENCIALES DEL ORATORIO.
Prevalencia de la caridad sobre la ley.
• Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el trato espiritual.
• La Eucaristía como centro de toda la vida.
• Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
• Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre voluntad de permanecer siempre en ella hasta la muerte.
Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al máximo con el espíritu del Evangelio.
• Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el verdadero amor a la convivencia familiar, que en la multitud de miembros.
(De las Constituciones)
{4 (104)}
3. La Iglesia de los Santos
SE TRATA de ser santos. No de montar juegos alrededor de la santidad. Y de ser santos, todos, sin apurar demasiado las clasificaciones, porque cuando alguien las acentúa en demasía y establece grados, ocurre siempre que se sitúa él mismo en la preeminencia, para desde allí utilizar y dominar a los demás en provecho propio, como peonaje útil instrumentalizado.
Ello ocurre, por ejemplo, cuando alabamos con exceso una clase determinada de cristianos, por ejemplo el sector clerical de la Iglesia, que los políticos, de signos tan diversos a través de la historia, han querido proteger para poderlo tener dependiente y, así, a través de la jerarquía eclesiástica, obtener docilidades políticas indebidas sobre los pueblos sometidos y cristianos. En el paganismo se había llegado a una total confusión entre religión y política, pero ésta primaba sobre la primera, que era utilizada para completar el dominio total sobre el hombre, incluso desde la conciencia. No han faltado intentos y experiencias de situaciones parecidas en el decurso de veinte siglos de vida de la Iglesia, aunque también es cierto que ella ha reaccionado para vindicar su independencia a costa incluso del martirio y de mil padecimientos de sus mejores hijos, cuando, si no siempre sus palabras por lo menos sus vidas, se erigían en predicación y recuerdo comprometedor de las verdades del Evangelio. Y aun en las mismas grandes crisis históricas de la Iglesia, en las que parecía que los mismos pastores iban a traicionar la fe ―recuérdese la crisis arriana—, no le faltaron voces y vidas de laicos y de clérigos verdaderamente {5 (105)} santos y fieles, nada preocupados por perder la reputación o el puesto de honor, dentro o fuera de la Iglesia, o el ascenso codiciado, y se enfrentaron con la persecución, el destierro, la infamia, y la misma muerte por no ceder. A los ojos del mundo parecían sumidos en el fracaso —Cristo, ante los hombres, también había "fracasado" en la Cruz...—, porque los poderosos contaban con las mayores fuerzas humanas en la mano, pero pasados los años y serenadas las pasiones, la perspectiva serena del tiempo y la bondad y la justicia de la Iglesia, les reconocieron la santidad. Por ejemplo en obispos como Atanasio, Becket, Carranza...; en sacerdotes como Jerónimo, Juan de la Cruz, Savonarola, José de Calasanz, Felipe Neri... Y en tantos hombres y mujeres, hijos fieles de la Iglesia, como los cristianos de las primeras generaciones, pegados a los apóstoles que, juntamente con ellos, en Antioquía, o en Éfeso, o en Corinto, o en Filipos, o en Roma, decidieron llevar a la práctica, en condiciones más difíciles que las nuestras, el mandato de la evangelización de todos los pueblos.
Nosotros a veces imaginamos a la Iglesia demasiado como una gran organización mundial, casi como una internacional del apostolado, y cierto que alguna organización estructural se requiere; sin embargo la esencia de cualquier apostolado y la eficacia de la misión recibida de Cristo está atada a su santidad, que es lo mismo que decir a la pureza del Evangelio, al que los santos han querido siempre volver, como único medio de renovación ante el esclerosamiento que los medios humanos van contrayendo y a veces intentando contagiar a la misma Iglesia.
En nuestros días, y a pesar de «los profetas del mal agüero» —que diría Juan XXIII—, hay grandes esperanzas de santidad entre los cristianos, y presentimiento de primavera en la Iglesia. El mundo se hace nuevo otra vez y los cristianos más afectados buscan cómo responder a esta exigencia que las nuevas circunstancias plantean a todos y también a la Iglesia. De donde la gran aventura, lúcida e inspirada del Concilio Vaticano II, que representa el punto de partida de un gran esfuerzo comunitario de la Iglesia entera abocándose a ese mundo que la interroga porque la necesita: ella tiene el Evangelio de Jesús, el cual, letra a letra, responde a las necesidades y esperanzas en que nuestro mundo se debate, al paso que compromete a seguir convirtiéndose a la propia Iglesia anunciadora, que no puede olvidar que está en el mundo más para servir que para reinar, como Cristo dijo de sí mismo, hasta que todo converja y se recapitule en {6 (106)} él. La convergencia con Cristo es la santidad.
No debe extrañarnos que, mientras estamos en el proceso de este esfuerzo gigantesco, los mismos que lo protagonizan en el seno de la Iglesia católica, y a pesar de la buena intención que les anime, no siempre concuerdan en todos los detalles. Esto mismo pone en evidencia que el Espíritu está presente y mueve las fuerzas hacia el amanecer de un verdadero renacimiento cristiano. Y mientras el tesón y la sinceridad de este esfuerzo la empuja hacia la novedad providencial de estos caminos, se va haciendo más simple la esencia de la única verdad necesaria, por más que resulte complejo su nuevo planteamiento, que a todos ha de beneficiar.
No faltan riesgos ni peligros; pero todavía son mayores las esperanzas. Se trata de algo más que de una confrontación entre progresistas y conservadores, aunque sean éstas las calificaciones más en boga a la hora de describir este momento de cambio y renovación sin olvidar la fidelidad a los orígenes evangélicos. Desprendido de la Sinagoga, el cristianismo hubo de enfrentarse en seguida con la 80ciedad pagana, intentando lo más posible no ser absorbido por el Estado como una sucesión de la religión pagana dependiente de él.
Hubo entonces de emplearse en {7 (107)} argumentar, por lo menos, su derecho natural a presentarse en el mundo como una sociedad y ser reconocida así ante todos. Eso la obligó a una inflación juridicista de la que siempre los santos procuraron irla redimiendo con su vuelta incesante al Evangelio, para que no se ahogara ni suplantara lo más esencial del misterio escondido de Cristo que ninguna ley puede en vasar. Por esto la Iglesia ha ido reconociendo a sus santos, muchos de los cuales hubieron de sufrir incomprensiones, persecuciones y calumnias, precisamente por amor a la Iglesia, incluso en aquellos mismos casos históricos en que dentro de ella no encontraron comprensión o tal vez pudieran repetir la queja bíblica: «Los hijos de mi madre han peleado contra mí». Pero había que obedecer antes a Dios que a los hombres, en las horas más difíciles, y sin ceder a la tentación de la huida, sino confiados en el Señor que no abandona a su grey, pastor de pastores, y dueño de todos los que juegan, por breve tiempo, a dominar el mundo los hombres.
Hay señales ciertas de esperanza, porque todos podemos y debemos ser santos, hacernos santos. Se trata de esto por encima de todo. En la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium (nn. 39-42) el Concilio Vaticano II nos recuerda este llamamiento universal que a todos obliga a aspirar a la santidad, pues «todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un modo de vida más humano. Para alcanzar esta perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia en la vida de los santos».
La Iglesia, aunque nos pueda parecer lo contrario, es todavía joven y sus crisis son siempre crisis de crecimiento; de crecimiento espiritual de cada uno de nosotros, que la integramos. Dios mismo la lleva y, con su Espíritu, ordena el crecimiento providencial sometido a purificaciones que la van acercando a la configuración con Cristo. En la medida en que seamos dóciles, abnegados y fieles para creer, ver y someternos a la acción de Dios, iremos acercándola al ideal de su Reino, que nada tiene que ver con los imaginados o experimentados para este mundo.
Primero santidad, luego paz.
El cardenal Newman ―que, ciertamente, tenía experiencia de la amargura y la ironía de la cruz―, vivió según esta máxima:
«Antes la cantidad que la paz».
Esta máxima es útil para todo el que quiera recordar la absoluta seriedad de la vida cristiana. Si perseguimos la santidad ya nos ocuparemos, llegado el momento, de la paz. Jesús, que vino «no a traer la paz, sino la espada», prometió, sin embargo, una paz que el mundo no puede dar.
Nosotros, mientras depositamos la confianza en nuestros propios medios engañosos, somos de este mundo, y no podemos llegar a ser capaces de alcanzar esa paz apoyados en nuestros propios esfuerzos. Solamente la alcanzamos cuando, en algún sentido, renunciamos a la paz mundana y nos olvidamos de ella.
Ahora bien, no hay que exagerar la parte que la obscuridad y la prueba tienen en la vida cristiana. Para el cristiano creyente, la obscuridad aparente está henchida de luz espiritual y la fe recobra una nueva dimensión… la dimensión de la comprensión y de la sabiduría, que nos dice:
Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios (Mt 5, 8).
THOMAS MERTON
{8 (108)}
4. Sobre la reforma de la Iglesia
De una entrevista con el p. Yves Congar, O. P., en la revista Il Regno-attualitú, 11.11.84
MUCHAS VECES se encuentra en los documentos conciliares la palabra "reforma". Yo mismo escribí un libro sobre este tema que leyó el papa Juan XXIII, cuando era nuncio en París. Me gustaría saber los pasajes que él subrayó... Cuando he hablado de reforma de la Iglesia he aludido a un episodio de san Mateo.
Un hombre manda a la viña a su hijo mayor. Él le responde que irá, pero luego no va. El otro hijo le dice que no irá, pero después va.
También la Iglesia dice que no quiere la reforma, pero después la hace. Cierto que hay cosas que no pueden ser reformadas: las que son de derecho divino profundo. Pero incluso el derecho divino es histórico. El derecho divino no existe fuera del derecho humano. Por ejemplo: la Eucaristía es de derecho divino, pero existe en la liturgia, que ha experimentado cambios. El papel del Papa: es de derecho divino, pero ha tomado formas históricas muy diversas. San Pedro no estaba rodeado de guardias suizos y tampoco tenía nuncios.
Por eso la Iglesia puede cambiar siempre sus formas históricas, en tanto se refiere a su origen divino que en el Nuevo Testamento es el del testimonio por una parte, y la necesidad de su misión histórica por otra. Por eso la Iglesia, sin cansarse jamás de recordarlo a sí misma, se ha de reformar. En modo alguno pretendo yo ser un revolucionario. Más bien me considero, temperamentalmente, como un ser tímido y conservador. Soy historiador, pero me atrae la vida concreta. Y soy el primero en decir que hay cosas que no pueden cambiar. Sin embargo existen muchas otras que es preciso mejorar y cambiar. Tengo presente una expresión de la madre Teresa de Calcuta. Un periodista le preguntaba qué era aquello que no funcionaba bien en la Iglesia y que era preciso cambiar, y ella le respondió inmediatamente: usted y yo.
Cierto, hay que cambiar muchas cosas. Pero cada uno tiene su propia responsabilidad en esta empresa.
{9 (109)}
5. Amar a la Iglesia
NO LE FALTAN amigos ni enemigos a la Iglesia. Constituye una fuerza moral innegable que repercute a escala mundial, de la que no es posible prescindir. No puede llamarse a esa influencia "poder" a secas; pero cuando algún poder de este mundo pretende algo que entre en pugna con las verdades que la Iglesia predica, es considerada como un estorbo que es preciso remover o acallar, por las buenas o por las malas, directa o indirectamente, persiguiendo a sus fieles o intentando engañar o corromper a sus pastores, con adulaciones, con proteccionismos interesados, con falacias apellidadas incluso de apostólicas.
De donde, en la Iglesia, se da ese celo nunca extinguido por «volver siempre al Evangelio» en los mejores de sus hijos, los santos. Y esa Iglesia, que todos los poderes de este mundo han intentado seducir y que, cuando se ha resistido, ha sufrido persecución, nos ha hecho el gran beneficio, entre virtudes y pecados, de mantener intacto el anuncio del Evangelio, sin censura, entero.
La Iglesia solamente no ha sido perseguida entre los más pobres o, por lo menos, entre los que verdaderamente procuraban serlo en espíritu. Porque sólo ellos estaban inmunes de la codicia y libres del miedo de perder. De donde esa corriente actual, estimulada por el Concilio Vaticano II y bendecida por el papa Juan XXIII, que sus sucesores han procurado secundar y que todavía conmueve fuertemente el cuerpo entero de la Esposa de Cristo.
{10 (110)} Se ha dicho, seguramente no sin fundamento, que en las actuales circunstancias no le han faltado a la Iglesia generosas ofertas para remediar el creciente déficit de las finanzas vaticanas, y que a ello han concurrido, no solamente los cristianos, sino movimientos absolutamente laicos, religiosamente descomprometidos, pero interesados en inspirar las directrices pastorales de la actividad religiosa, desde el Papa hasta los más humildes pastores de la grey cristiana, alabando la labor ya pacificadora o cultural o benéfica que la Iglesia lleva a cabo, pero introduciendo los condicionamientos orientados a favorecer unos bandos políticos enfrente de otros. Es evidente que la Iglesia no puede aceptar semejantes proposiciones, incluso en el caso de aquellos que, llamándose cristianos, rocen la herejía de creer que el Evangelio, para su difusión, necesita de los poderes de este mundo, en aras de una mejor y más rápida eficacia.
Algunos se descorazonan cuando se extienden comentarios o informaciones en este sentido. Pero deberían tener presente que el Señor no abandona jamás a los suyos, y es significativo, desde una reflexión providencialista, darse cuenta que, precisamente cuando ocurren tales proposiciones, se produce la reacción en favor de la pobreza y que los mejores cristianos, cualquiera que sea su posición económica, comprenden y desean la independencia y libertad apostólica y se esfuerzan en defenderla, aun a costa de grandes sacrificios.
Lo que necesita la Iglesia es que sea amada, no utilizada. Amarla porque nos transmite el Evangelio; porque nos ofrece, pura, la verdad de la Palabra de Dios porque nos invita incesantemente a participar en la construcción de su reino; porque nos da a Cristo; porque nos lleva al gozo de la bienaventuranza, que no cabe en este mundo. Amarla como la amaron los santos.
{11 (111)}
6. LAS SECTAS
SE DA el nombre de secta a una comunidad religiosa minoritaria, separada de una confesión establecida. También se ha empleado el nombre para designar diferentes corrientes de filosofía, pero finalmente se ha preferido llamarlas escuelas" del pensamiento, y se ha reservado para aplicar solamente al hecho religioso y a los grupos que, como una disidencia de lo establecido o heredado, buscan con exigencia renovada y procuran extender por el proselitismo, una pureza que creen echar de menos en la religión oficial.
Del mismo modo que en filosofía, los políticos y partidos en que se organizan, han empleado esta palabra para designar las escisiones que a veces se producen entre ellos.
Pero a nosotros nos interesa desde la vertiente religiosa, y creemos que tiene un interés contemporáneo, en las circunstancias actuales, cuando vemos proliferar diversidad de movimientos religiosos o para-religiosos, a veces como reacción o protesta contra el cristianismo y en particular la Iglesia católica, y otras simplemente como el encantamiento por exotismos que la facilidad de comunicaciones y la movilidad despierta, siquiera superficialmente, importando novedades o inventando vueltas a un absoluto más o menos envuelto en fantasías, desembocando en significaciones que podemos llamar religiosas, y otras sólo míticas, tan aptas para impresionar a los jóvenes.
Evangelizar al mundo
Los sociólogos que han estudiado estos fenómenos y los relacionan con el cristianismo, se lo explican haciendo referencia a los conflictos, problemas y dilemas con que {12 (112)} tuvo que enfrentarse la Iglesia naciente al intentar establecer contacto con la civilización pagana clásica, que pretendía evangelizar. Sucederá que, tanto la Iglesia como los que se enfrentan a ella exigiéndole, alternativamente, mayor fidelidad a la tradición o mayor apertura y aceptación de la cultura a evangelizar, cuentan con razones para sus tesis opuestas. Estas tesis giran principalmente sobre cuatro aspectos de la civilización clásica, que son: la vida familiar, la economía, el poder (y la política), y las tareas intelectuales.
Dos tendencias
Frente a estos planteamientos surgen dos tendencias fundamentales: la primera consiste en llegar a un compromiso con la sociedad y la cultura seculares y, en general, con el mundo, por parte de la Iglesia, aunque ésta lo haga con reservas y por ello sea fácilmente acusado de ambigua; la segunda, por parte de una minoría, que rechaza estas tendencias o pactos y que se opone abiertamente a importantes aspectos de la cultura secular y de sus instituciones, y por ello acusada de irresponsable porque critica, pero se desentiende de la urgencia evangelizadora, y se aísla en vez de encarnarse.
Sociológicamente, pues, la denominación de Iglesia se aplica al prototipo de entidad religiosa adaptada al mundo, y la de secta al prototipo de grupo de protesta que se opone tanto a la adaptación de la Iglesia como al mundo con el que ésta haya pactado. No siempre esta protesta reviste la forma explícita y combativa, manteniendo un enfrentamiento militante, sino que otras veces opta por el apartamiento pasivo, acompañado de lácticas proselitistas y de un secretismo que asegura el mantenimiento y desarrollo de una élite cada vez más compacta y mentalmente cerrada.
Sectas establecidas
Pero algunos de los movimientos nacidos como una secta llegan a alcanzar legitimaciones que les permiten ejercer gran influjo, porque han conseguido introducirse y adaptarse a la sociedad secular tras pactar con ella. Se institucionalizan y pasan a ser sectas "establecidas", cuales se introducen en el cuerpo social común, o mundano, merced a ciertos cambios en su estructura y denominación fundacional, pero sin que substancialmente desaparezca su organización sectaria y su postura de antagonismo {13 (113)} o apartamiento, patente o disimulado, frente al mundo. A este establecimiento ayuda el que se vayan añadiendo a los métodos de captación proselitista, el crecimiento que se produce en ellas por la herencia de la adscripción religiosa que los padres transmiten a los hijos; también la consolidación económica y los beneficios del poder distribuidos entre los propios miembros o clientes, pesar de la envidia de los extraños (que se convierte en propaganda), favorece el prestigio frente a los de fuera; y no faltan ocasiones en que la conducta moral y ascética de los miembros hayan contribuido a ello.
La fuerza de las sectas
Las sectas se hacen fuertes porque tienden a dominar la vida y las ideas de sus miembros, y apoyan esta tendencia con medidas que llevan a limitar, controlar o dirigir las formas de relación con los extraños. En compensación de las renuncias que exigen a sus miembros, ello hace que se crean y sientan "elegidos", no sin cierto orgullo teológico que, al adquirir reconocimiento y producir impacto social, desemboca en soberbia institucional. Respecto de los demás adoptan diferenciaciones y crean un estilo, que les es propio, dirigido muchas veces, no solamente a proteger la imagen, sino a despertar la admiración.
No ha faltado quien observara (Niebuhr) la importancia que el proceso económico tiene en la transformación de la secta: el hecho de que las iglesias de los menesterosos se transformen, antes o después, en iglesias de la clase media. Entonces las clases inferiores encuentran en ellas una válvula de escape para las tensiones y frustraciones causadas por la pobreza o irrelevancia social, y la secta les ofrece un conjunto de valores o de prestigio que les salvan del complejo de inferioridad y les ayudan a descubrir un nuevo sentido a la vida.
El líder
En todo movimiento sectario el líder desempeña un papel fundamental porque, además de la aureola o el mérito fundacional, encarna el prototipo que hay que admirar e imitar, sirve para transferir en él aquellos heroísmos que quisiéramos haber podido encarnar y no hemos alcanzado. De donde la fácil exageración de las virtudes que los miembros de una secta atribuyen a su {14 (114)} fundador, mientras se esfuerzan en enaltecerlo con un tesón no evento de fanatismo.
Cuando decae el vigor fundacional y la secta se instala al precio de renuncias, aplazamientos o transigencias que descalifican la pureza de sus exigencias originales, es posible que aparezcan, desprendidos de ella, como reacción, nuevos movimientos sectarios; otras veces ella misma se constituye en iglesia y da lugar al cisma.
Factores que propician el sectarismo
Los cambios sociales, las alteraciones económicas, el fenómeno de la urbanización, la movilidad social, la industrialización, la irrupción de nuevas formas culturales, influyen en la proliferación de sectarismos, como no es difícil comprobarlo en la época que estamos viviendo.
Frente a tales fenómenos, la secta reviste una forma de reprobación y protesta contra los valores de esta sociedad de la misma iglesia en la medida en que se la juzga cómplice al no denunciar sus vicios, por temor, lal vez, de perder los privilegios que instalada pacíficamente en ella disfruta. Así, a la religión establecida, profesional, jerárquica e impuesta de la iglesia, se opone una religión carismática, generalmente enfatizando su carácter laico, de apariencias igualitarias (a veces la realidad es muy distinta), y voluntarista. No cuesta descubrir en este voluntarismo un encubierto relegamiento práctico de las mismas tesis sobrenaturalistas que dicen defender la mayoría de sectarios, más confiados en sus lácticas que en la intervención de Dios, por ellos ostensiblemente invocado. En su actividad, más parece que consideran que Dios "necesita" de ellos, que al revés; lo cual les lleva a imaginar que son poseedores de un "derecho divino", con el que acaban cometiendo atropellos y abusos, disfrazados de celo apostólico, que la hábil propaganda hace difícil de reconocer. Incluso en la Iglesia católica no han fallado ejemplos de introducción de movimientos sectarios la han comprometido, al ceder a la tentación de monopolizar o secuestrar aspectos de la actividad católica, con daño donde pensaban hacer un bien. Baste el caso complejo pero evidente de la orden de los Templarios, cuya pureza fundacional fue enturbiándose, hasta el punto de convertir las limosnas en ingentes riquezas, con {15 (115)} las que hipotecaban la independencia y libertad de reyes y papas.
Sectas y Cristianismo
Aunque dentro del cristianismo no han faltado "movimientos de protesta" que deben calificarse de sectarios, ello ha ocurrido en diferentes grados y en aspectos muy variados. Unas veces se ha llegado a una verdadera separación, constituyendo una iglesia aparte; otras han quedado en una fluctuación entre cisma y herejía; otras han sido un arranque posteriormente encauzado hacia la ortodoxia; otras, en fin, despertaron en un principio recelos a las autoridades eclesiásticas, pero fueron luego comprendidas, aceptadas y legitimadas, y representaron una vuelta a la pureza evangélica, en momentos de grande crisis espiritual. Así ocurrió con los grandes fundadores, que nunca han faltado a la Iglesia católica, precisamente en los momentos más problemáticos de su historia.
En ellos se hizo vida la exigencia de santidad junto con la presencia misteriosa del Señor, que cumple su promesa de acompañarla, invisible pero realmente, en los caminos del tiempo.
Los ascetas y vírgenes
Los primeros ascetas, las primeras vírgenes que intentaron organizar su vida sin oponerse ingratamente a la Iglesia, querían en realidad huir del mundo y encontraban insatisfactorio el establecimiento o instalación que este mismo mundo propiciaba a la Iglesia, con merma {16 (116)} del vigor y la pureza evangélica, que el cese de las persecuciones había originado, y experimentaban, con clarividencia, el riesgo de que el cristianismo pudiera pasar a convertirse en mero sucesor de la religión pagana, confundida con el Estado, cuyas formas y maneras políticas imitaba con mimetismo histórico. La Iglesia jerárquica receló de esta vuelta radical al Evangelio, preocupada por salvaguardar la disciplina católica, pero en definitiva no sólo permitió las experiencias de monjes y eremitas, sino que las protegió y alentó, reconociendo que los imitadores de la vida evangélica (o, como se decía entonces, "apostólica"), pertenecían indiscutiblemente a la santidad de la Iglesia, como ha refrendado el concilio Vaticano II.
Los historiadores han reconocido en los orígenes del monaquismo cristiano, una forma de "protesta" frente a las actitudes transigentes de la Iglesia con el mundo y la política; también era cierto que el mundo se considera un absoluto en sí mismo y que, cuando afirma proteger a la religión, tiende irresistiblemente a domesticarla y utilizarla en provecho propio, aun a costa de relegar las últimas exigencias sobrenaturales. Así se daban situaciones de hecho en las que la unión entre monaquismo e Iglesia sacramental era más bien ambigua, pues los primeros monjes y eremitas eran laicos y tardaron en introducirse los clérigos, e incluso entonces constituían una mínima parte, la indispensable para el culto.
San Benito y san Basilio
La integración del monaquismo en el cuerpo eclesiástico se debió a las grandes "Reglas" clásicas: la de san Basilio en Oriente, y la de san Benito en Occidente. Puede decirse que, en adelante, todas las formas organizadas de consagración a Dios o de vida apostólica y evangélica, son deudoras de estos dos grandes fundadores.
Hay la protesta de los sectarios, pero también la protesta de los santos. San Vicente Pallotti decía que "protestar" es "protestar, dar testimonio" del Evangelio. Incluso antes que exigir de los demás lo hagan. Es una observación para hacer a los supercríticos, con independencia de la razón que puedan tener al formular sus acusaciones o dar consejos para que los demás y la Iglesia hagan esto o aquello. No faltan en nuestros días los que {17 (117)} denuncian y dicen a los demás lo que hay que hacer o habría que hacer. Dentro de la misma Iglesia, no faltan fieles que, de buena fe, no se paran en exigir renovación y conversión a todos los niveles. Y puede ser que lleven razón, y alguna razón llevarán siempre. Pero lo principal, para la Iglesia y sin duda alguna para ellos mismos, es que no sólo no se limiten a denunciar y acusar, sino que comiencen por su propia persona y no exijan a otros lo que ellos no hacen y pueden, todavía, hacer.
Santos y sectarios
Sabemos que la Iglesia de este mundo no es, ni puede ser perfecta. Y hemos de ser honestos para reconocer los fallos suyos porque también son nuestros. Pero lo que necesita, más que críticos dispuestos siempre a denunciar, son santos que, antes de señalar la paja en ojo ajeno, se autoexaminen para remover la viga que cierra los ojos propios. Es así como la Iglesia se irá renovando y "convirtiendo" cada día un poco, hasta converger en el ideal que Cristo le ha propuesto, santa y sin mancha, como la soñaba san Pablo. ¿Quién quiere venir y estar en la Iglesia, como san Pablo? Esta pregunta es un reto para todos los cristianos, y aun para todos los hombres.
El ejemplo de san Felipe
San Felipe Neri nos puede ser buen ejemplo de lo que aquí decimos, en especial cuando nos damos cuenta, en su biografía, de la inicial resistencia que ofrecía a querer hacerse sacerdote, a pesar de llevar, varios años ―los más floridos de su juventud— consagrado totalmente a la vida de oración y apostolado, y haber estudiado {18 (118)} filosofía escolástica y teología. Pero él, al poco de llegar a Roma, desde san Germán, donde se despidió de sus tíos que le querían por heredero, pudo contemplar un insólito espectáculo que lleno de asombro a la gente sencilla de la ciudad santa. Pudo ver, como tantos romanos, en abril de 1534 (Felipe rozaba los 19 años), como consecuencia de un edicto papal, la expulsión fulminante de una larga procesión de "ermitaños", probablemente convertidos en indeseables porque su vida de pobreza y vuelta rigurosa al Evangelio, constituía una denuncia demasiado ostensible frente a las pompas señoriales de los prelados romanos.
Lo que había ocurrido es que, años atrás, un hombre sencillo quiso volver a la observancia franciscana en sus mismos orígenes. El tal era Matteo de Bascio, a quien el papa le dio licencia para ello. Pero sucedió que su ejemplo fue sucesivamente imitado por muchos más y llegaron a constituir una pequeña invasión con la novedad de sus vestidos estilo de "ermitaños" (que san Felipe imitaría luego en su vida laical)., Eran pacíficos, pero contrastaban con las costumbres señoriales de la curia romana. Uno o unos pocos no presentaban problema, pero la gran proliferación de tal estilo de vida, llenando pórticos de iglesias y calles, y alguna que otra imprudencia de la que fueron protagonistas, irritaron a los que se sentían denunciados con la vida y ejemplos de esos "ermitaños", ocupados en actividades muy simples, en la oración y en predicar, como iluminados, un Evangelio del que daban testimonio con su pobreza.
San Felipe sintió el impacto de ese ejemplo y, sin duda, el escándalo de la expulsión de que eran objeto.
Calló. Pero imitó, en líneas generales, aquella vida hasta los 36 años. Podía recordar, seguramente, como por aquellos días, mientras desfilaban forzados a salir a toda prisa, alguien se atrevió a decir: «Dejáis que vengan a Roma los malhechores e indeseables, y expulsáis a los buenos y virtuosos». La misma Iglesia jerárquica corrigió más tarde estos errores; pero quedaba el hecho, para no ser olvidado. San Felipe lo recogió, y le sirvió para confirmar su total entrega a Dios y amar todavía más a la Iglesia, precisamente allí, donde hacía más falta ser amada, y ser corregida desde el amor.
El estado cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no forma parte de la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad.
Const. sobre la Iglesia, 44
{19 (119)}
7. Sobre las huellas de Newman
EN EL SERVICIO religioso celebrado el domingo día 19 de mayo pasado, en la iglesia de Santa María, de la Universidad de Oxford, el rector de la misma, Peter Cornwell, de cincuenta años, que llevaba diez en este oficio, anunciaba la renuncia de su cargo a la feligresía de esta parroquia universitaria.
La razón era que había pedido ser admitido en la Iglesia Católica.
Dijo que no se trataba de una decisión súbita, sino la culminación de catorce años de estudio y oración. Entre otros motivos espirituales, aducía que el Concilio Vaticano II le había ayudado decisivamente a descubrir el rostro del catolicismo, en especial gracias a la renovación de su liturgia. Otras motivaciones estaban en el precedente, imposible de olvidar, de John Henry Newman, cuyo gesto repetía él ahora en el mismo lugar.
Lo notorio es que el paso de Cornwell al catolicismo no se produce como un hecho aislado, pues son varios los clérigos anglicanos de Oxford que se proponen, como él, pasar a la Iglesia Católica.
No faltan los comentarios que hablan, con este motivo, de otro «Movimiento de Oxford».
Sin triunfalismo, pero con gozo, no podemos menos que consignarlo. Sin olvidar, empero, que es preciso rogar mucho, como nos diría Newman, tanto para que sepamos recibir las conversiones, como para respetar las conciencias de todos, y sea la fuerza de la gracia que las mueva y acompañe.