Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 224. OCTUBRE. Año 1985
0. SUMARIO
AMÉRICA es una palabra inmensa. Inmensa su historia truncada, inmensa la fuerza de su despertar, después de todas las desgracias, como águila que remonta el vuelo y mira al sol, porque todavía es joven. Pero nunca esta inmensidad, convertida en distancia, nos había parecido tan grande, como en estos días, al pensar en los Oratorios de México. Tan lejos y, a la vez, tan cerca en el sentimiento y la oración, que no habríamos podido escribir sino de ellos, en la esperanza de que, también ahora, como antaño después de otras pruebas, salgan rejuvenecidos, para bien de su pueblo y de la parcela de la Iglesia donde continúan la obra de san Felipe.
EL JADE QUEBRADO
EL "GRITO" DE MÉXICO
UN PUEBLO DE PUJANZA CRISTIANA
CRONOLOGÍA DEL ORATORIO EN MÉXICO
HIMNO AL DADOR DE LA VIDA
TRES SIGLOS DEL ORATORIO EN MÉXICO
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1. EL JADE QUEBRADO
Tú, Dueño del cerca y del junto,
¡Oh Dador de la vida!
Sólo como una flor nos estimas,
y así nos vamos marchitando, tus amigos.
Como una esmeralda, tú nos haces pedazos.
Como una pintura, tú nos borras.
Todos se marchan a la región de los muertos,
al lugar común de perdernos.
¿Qué somos para ti, oh Dios?
Así nos vamos perdiendo.
Por eso lloro, porque tú te cansas,
¡oh Dador de la vida!
Se quiebra el jade,
se desgarra el quetzal...
¿Acaso somos nada para ti?
Pero nos repartes tus dones,
tus alimentos, lo que da abrigo,
¡oh Dador de la vida!
Nadie dice, estando a tu lado,
que vive en indigencia.
Hay un brotar de piedras preciosas,
hay un florecer de plumas de quetzal,
¿son acaso tu corazón, oh Dador de la vida?
Nadie dice, estando a tu lado,
que vive en la indigencia.
Tecayehuatzin, poeta mexicano de la segunda mitad del s. XV, traducido por M. León-Portilla.
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2. El "grito" de México
CADA AÑO, el dieciséis de septiembre, aniversario de la independencia mexicana, se recuerda aquel "grito" que un descendiente de españoles, el cura Hidalgo, profirió desde el púlpito, incitando a los mexicanos a sacudir el yugo español. Sucedió en 1810, cuando estaba a punto de concluirse el tercer centenario de la conquista dirigida por Hernán Cortés. Esta vez, el "grito" patriótico de los mexicanos, ha confundido el eco de su fiesta nacional con el quebrantamiento doloroso y las muertes y ruinas causadas por el mayor terremoto de que se tiene noticia en aquellas tierras, por otra parte intermitentemente amenazadas por los seísmos que la atraviesan, como una espina dorsal que vibra de Norte a Sur, en el puente entre los dos hemisferios, mientras respira fuego por sus volcanes. Un grito de dolor, que ha recorrido el mundo, tal vez porque más que en ocasiones anteriores, disponemos de medios de comunicación y Ahora hemos padecido la frustración de no poder saber ni medir la magnitud de las penas y estragos allí padecidos, porque todo se ha quebrado. Y las noticias se hacían confusas y escasas.
Con todo, al igual que en las grandes pruebas que nos sorprenden por inesperadas, ya hemos podido saber muchas cosas sobre el bien y sobre el mal. No han faltado los buitres y los depredadores, lo mismo que se han descubierto corrupciones fratricidas e injusticias vergonzosas, que claman al cielo. Es el pecado del mundo que se ceba en las víctimas más pobres, mientras los caínes se enriquecen a costa de los desafortunados que ignoran muchas veces la propia desgracia o las soportan como una fatalidad sin remedio. Por otra parte, sin embargo, también nos han llegado las noticias de actos heroicos no aislados, sino encarnados en el pueblo mismo, y en los más jóvenes de sus componentes, de adolescentes de doce y catorce años que, sin esperar a los mayores más responsables, no solamente ayudan {3 (123)} en los trabajos, sino que, de propia iniciativa, los emprenden, organizan y dirigen con heroísmo, lucidez y acierto, sin tiempo para la complacencia o la vanidad, en medio de peligros, pero con la fuerza de la esperanza, porque la vida ha de seguir.
Ése es el pueblo mexicano. Cree en sí mismo y cree en Dios. Es verdad que desconfía de lo que se le presenta como demasiado organizado. Ni el ejército, ni la burocracia, ni la política tienen allí mucha estimación. Pero son una raza fuerte que anda y mueve las manos como si en ellas llevara los latidos del corazón, impregnado de energía, de bondad, de belleza y de vida todo lo que toca y mueve. Hay como un fondo de tristeza en la luz de sus miradas, lentas como la paz que anidan; pero el corazón les es espejo del cielo, desde que así se lo enseñaron, aun antes que los misioneros cristianos, los sabios que desde sus orígenes les fueron guiando hasta adentrarles en este gran misterio de la vida, amasada con penas y esperanzas, entre el frío de la luna y la claridad del sol, entre noches y días, entre vidas y muertes.
Hay un cántico antiguo en el que se pregunta: «¿Mientras sufrimos, a dónde vamos?» Y se responde: «Que no haya aflicción, porque llegaríamos a enfermar y nos causaría la muerte. Por el contrario, esforcémonos todos porque tenemos que ir al lugar del misterio». Es el propio hombre, portador de este misterio que le lleva a Dios, mientras con todos los hermanos, se hace pueblo-mazorca de corazones para restituirse al «Dador de la vida». Porque Dios es Dios de vivos, por encima de todas las muertes, y es promesa y fuente de felicidad y de paz, por encima de las desgracias. Y, más allá de la justa compasión, hemos de recoger este talante, del que nos han dado ejemplo.
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3. Un pueblo de pujanza cristiana
MÉXICO ES, todavía, un gigante dormido, un magnífico pueblo joven que no ha concluido el proceso definitivo de su entroncamiento con los colonizadores españoles, que confundieron con seres sobrehumanos, caídos del cielo o surgidos del mar, con un vigor tal que iban a truncar, de un tajo, todo el esplendor de la riqueza cultural propia de los asustados indígenas. Demasiado tarde se dieron cuenta éstos de que habrían podido resistir a la invasión, y evitar que fuese troceado su arte, borrada su lengua, despreciadas sus leyes y costumbres. Aquellos hombres blancos, aunque pocos en número, eran para ellos como dioses o demonios extraños, equipados con artilugios que escupían fuego mortal, igual como podríamos pensarlo nosotros si se nos aparecieran extraterrestres asaetándonos con rayos láser.
Los mexicanos que Hernán Cortés encontró, no eran salvajes. En algunos aspectos su civilización superaba a la de los europeos, por ejemplo en la astronomía, en las ciencias matemáticas a principios de la era cristiana, antes que los hindúes (s. VI), inventaron el cero y el principio de posición, que facilita los cálculos aritméticos. Tenían escritura, que de ideográfica (al estilo de los jeroglíficos egipcios) había llegado a formas de tipo fonético, como en la representación convencional de los sonidos elementales del habla, tal como ocurre en los idiomas europeos.
No se trata aquí de hacer una descripción panegírica de su arte, de manifestaciones colosales y multiformes y coloridos aditamentos decorativos de intención más pacífica que la que aparece en los monumentos griegos, romanos o egipcios. Se puede decir que los mexicanos tenían los ojos y el corazón en las manos y los dedos, como todavía nos muestran hoy en las maravillas que, con frescor de obra {5 (125)} recién creada ofrecen en los tejidos, cerámicas y objetos que se pueden encontrar en tiendas, mercados y zócalos.
Pero les faltaba la rueda, como parte y hasta medida del desarrollo técnico. En compensación la industria petrolífera la compensa en la actualidad de aquella carencia, porque han entrado, no sin convulsiones frente al nuevo colonialismo económico, en la era de la técnica, ocupando el quinceavo lugar entre los países más desarrollados del mundo.
Sin embargo, no todo fue negativo en aquella conquista hecha, como todas las conquistas, en beneficio principal de los conquistadores.
Históricamente, las huestes de Hernán Cortés, aunque sin apercibirse de ello, cerraban el círculo humano con los descendientes de los primeros pobladores de América que, 30.000 años antes, habían cruzado el estrecho de Bering, por Siberia, en busca de caza y se hicieron finalmente sedentarios al dedicarse al cultivo del maíz, estableciéndose en aquel cono fogoso, ubérrimo y florido, que abraza un mar de islas como estrellas.
Allí adorarían a Dios, mejor dicho, a muchos dioses, hasta hacer de la muerte y la vida, un misterio que se confunde y, poco a poco, los más sabios de sus jefes y maestros desembocaban en el monoteísmo, como si la Providencia preparara con los poemas que escribían, el anuncio inmediato del Evangelio.
Y así fue. Se ha dicho del pueblo mexicano, que es el pueblo más religioso del mundo, al que ninguna opresión, ninguna persecución, ninguna guerra han podido extirpar esa como natural disponibilidad para el misticismo. No importa que las leyes sean absolutamente laicas. Hace medio siglo, el presidente Cárdenas proclamaba: «Estoy cansado de cerrar iglesias para encontrármelas llenas luego; de ahora en adelante las dejaré abiertas, educaré al pueblo y dentro de diez años las iglesias estarán vacías». Pero se equivocó... porque las iglesias continúan llenándose.
Y no porque hayan cambiado las leyes; éstas siguen, aunque no se cumplen, y hoy nadie se preocupa por ello.
{6 (126)} Hay, no obstante, en los rostros de los mexicanos, y a pesar de la gran facilidad y buen gusto de que disponen para la festividad y la participación en la música y la danza, un sello de tristeza de alma herida, por lo mucho que, sin duda, les ha tocado sufrir.
Queda, en el subconsciente común, la añoranza de una civilización que fue barrida, frente a cuya pérdida, los estudiosos actuales más enamorados por la identidad original que quisieran salvar, se sienten impotentes, aunque recojan como Coyas los restos recuperables de tan magnífica herencia. Afortunadamente la Iglesia llevó allí gentes como fray Bartolomé de las Casas, ardoroso defensor de los indios, o como el venerable Juan Palafox y Mendoza, e incluso, con desigual éxito, algún virrey tomó interés en combatir la esclavitud, como Luis de Velasco, fundador de la primera Universidad de México. Puede bien decirse que no todo fue «sed de oro» en los colonizadores, porque es cierto que también abrieron la puerta a los predicadores del Evangelio, {7 (127)} y esa predicación no fue vana.
Cuando los cristianos de allí recuerdan la historia de sus orígenes, bendicen a los misioneros que les anunciaron a Cristo, sin poder evitar una palabra de nostalgia y resignación todavía no cerrada, por lo que la colonización destruyó y que, de ley natural, todos tenemos derecho a exigir que se nos respete deber de respetar en los demás.
A veces tampoco falta quien afirme que lo que históricamente se compute como "injusticia" fue el "precio" a pegar por el beneficio de la evangelización. Pero todos sabemos que la evangelización no puede jamás ponerse a precio, pues dejaría de ser evangelización, y no pasaría de estrategia de desplazamiento o substitución cultural. El Evangelio, afortunadamente, lleva en sí mismo el vigor divino de una gemilla sobrenatural, de modo que incluso cuando corre el riesgo de ser reducido a instrumento de utilidad humana, no puede conculcarse el fermento interior de su verdadero espíritu, y escapa y vence cualquier manipulación, como semilla que muere pero se convierte luego en espiga, reafirmándose en su fecundidad y convirtiendo en hijos de Dios a los que lo reciben con sencillez, transformándose en gratuidad liberadora. Como el sol que adoraban los aztecas, que si bien moría todas las noches, resucitaba esplendoroso cada mañana, para proclamar y dar más vida. Por eso México transformó en cristalina su pujanza vital, e irá creciendo hasta la medida de la edad de Cristo.
Muerte puede dar cualquiera:
vida, sólo puede hacerlo Dios, luego sólo con darla podéis a Dios pareceros.
Sor Juana Inés de la Cruz, (mexicana, 1651-1695)
Por la orilla del agua.
En un cierto tiempo
que ya nadie puede contar,
del que ahora ya nadie puede acordarse...
quienes aquí vinieron a sembrar
a los abuelos, a las abuelas…
por el agua en sus barcas,
vinieron en muchos grupos,
y allá arribaron a la orilla del agua,
a la costa del Norte,
y allí fueron quedando sus barcas...
Enseguida siguieron la orilla del agua,
buscando los montes,
algunos los montes blancos,
y los montes que humean...
Sus sacerdotes los guiaban,
y les iba mostrando el camino su dios.
Después vinieron,
allí llegaron,
al lugar que se llama Tamoanchan,
que quiere decir:
«nosotros buscamos nuestra casa»...
Y allí en Tamoanchan
estaban los sabedores de cosas,
los llamados poseedores de códices,
los dueños de la tinta negra y roja.
Traducida del nahuatl de los Informates indígenes de Sahagún, en el Códice Matritense de la Real Academia, fol. 191 v.
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4. Cronología de las fundaciones del Oratorio en México
CIUDAD | FUNDACIÓN | ERECCIÓN PONTIF. | PAPA
Puebla de los Ángeles | 1651 | 1671 | Clemente X
México | 1659 | 1679 | Inocencio XII
Guadalajara | 1679 | 1702 | Clemente XI
San Miguel de Allende | 1712 | 1727 | Benedicto XIII
Oaxaca | 1661 | 1732 | Clemente XII
Querétaro | 1753 | 1760 | Clemente XIII
Orizaba | 1767 | 1774 | Clemente XIV
» (restauración) | 1965 | 1974 | Pablo VI
Guanajuato | 1770 | 1794 | Pío VI
León | 1838 | 1841 | Gregorio XVI
Tlalnepantla | 1962 | 1966 | Pablo VI
San Pablo Tepetlapa | 1973 | 1974 | Pablo VI
En otras páginas de este mismo número ampliamos esta referencia esquemática con algunas notas históricas sobre el Oratorio en la República Mexicana, y su proyección actual.
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5. HIMNO AL DADOR DE LA VIDA
En el México antiguo se creía que, para encontrar al Dador de la vida, había que buscarlo por los caminos del arte, entre flores y cánticos. Así se desprende de la mayoría de himnos y poesías recogidos de las tradiciones precolombinas, de lo que pueden ser ejemplo los dos fragmentos que reproducimos, traducidos del náhuatl, y llegados hasta los siglos XV y XVI, conservados y transmitidos en los códices usados en los antiguos centros de educación, donde los enseñaban los sabios indígenas; el primer fragmento, traducido por Miguel León-Portilla y, el segundo, por Adrián Recinos.
I
NO en parte alguna puede estar el inventor de sí mismo,
por todas partes es también venerado.
Se busca su gloria, su fama en la tierra.
Él es quien inventa las cosas,
él es quien se inventa a sí mismo: Dios.
Por todas partes es invocado,
por todas partes es también venerado.
Se busca su gloria, su fama en la tierra.
Nadie puede aquí,
nadie puede ser amigo
del Dador de la vida:
sólo ser invocado;
a su lado,
junto a él,
se puede vivir en la tierra.
Nadie en verdad
es tu amigo,
¡oh Dador de la vida!
{10 (130)} Sólo, como si entre flores
buscáramos a alguien,
podemos buscarte nosotros,
que vivimos en la tierra,
mientras estamos a tu lado...
II
¡MÍRANOS, escúchanos!
No nos dejes, no nos desampares.
¡Oh Dios, que estás en el cielo y en la tierra,
corazón del cielo, corazón de la tierra!
Danos nuestra descendencia, nuestra sucesión,
mientras el sol camina y haya claridad.
¡Que amanezca, que llegue la aurora!
Danos muchos buenos caminos,
caminos planos.
Que los pueblos tengan paz,
mucha paz
y sean felices,
y danos buena vida y existencia útil...
{11 (131)}
6. Tres siglos del Oratorio en México
DESDE ESTAS mismas páginas nos habíamos ocupado del Oratorio en México, cuando nos dio motivo para ello el viaje del Papa a aquellas tierras (conf. «LAUS», nº 165, de Febrero de 1979). Pero ahora, teniendo allí hermanos tan queridos, no podemos alejarlos de nuestro pensamiento, y el corazón nos lleva a hablar, una vez más, de ellos. Les hemos tenido presentes en nuestras oraciones desde el primer momento, cuando la incomunicación convertía en angustia la demanda de noticias, pues algunas de nuestras casas están en el mismo centro donde los estragos sísmicos han causado mayores desastres. Luego, a los pocos días, hemos podido saber que ninguno de nuestros hermanos había sufrido daño físico alguno y que seguían en pie nuestros templos y casas, lo cual les ha permitido prodigarse generosamente en socorrer a las numerosas víctimas y colaborar en los trabajos de socorro y recuperación, de lo que nos ha dado ejemplo la ciudadanía mexicana.
Tres Oratorios principales
Sin quitar el mérito a ninguno de los Oratorios mexicanos, tres de ellos revisten una particular importancia: el Oratorio de Puebla de los Ángeles, el de la ciudad de México y el de San Miguel de Allende.
La Concordia
Los cimientos del Oratorio de Puebla, se remontan al año 1651, cuando se erigía en aquella diócesis, pastoreada, hacía poco, por el venerable Juan {12 (132)} de Palafox y Mendoza, una Hermandad llamada «Concordia de Caridad Eclesiástica», compuesta de sacerdotes diocesanos que tomaban como modelo a san Felipe Neri. La devoción a nuestro Santo la había sembrado el obispo Juan de Palafox (Fitero, 1600 - Burgo de Osma, 1659) el cual, después de ocupar la sede diocesana de la ciudad de México y remodelado su universidad, regresó a España y contribuyó, secundando a Juan Bautista Feruzo, a la fundación de las «Santas Escuelas de Cristo», de inspiración estrictamente filipense, auténticos rescoldos de vida de perfección cristiana, de oración y de caridad, compatible con la permanencia en el mundo, con frutos de santidad que han llegado hasta nuestros días, en las cuales, a diferencia de la «Concordia» fundada en Puebla, admitían no sólo a eclesiásticos, sino también a seglares. La primera «Escuela de Cristo» se fundó en Madrid en 1653, posteriormente refrendada con aprobaciones pontificias y extendida luego a Italia y también al Nuevo Mundo.
Primer Oratorio de América
Con este precedente y otras incidencias que podemos pasar por alto, se llegó a la formal erección canónica del Oratorio de Puebla de los Ángeles, en Nueva España (así se llamaba entonces el Virreinato de México), en la fecha del día 26 de Mayo, Festividad de san Felipe Neri, del año 1669. Podemos considerar como fundador a su Prepósito, el Padre Juan García de Palacios, que llevó todo el peso de las gestiones necesarias, tanto cerca de las autoridades del Virreinato de Nueva España, como de la corte de la metrópoli, además de las eclesiásticas y, enseguida, emprendió la edificación de la casa e iglesia del Oratorio (1670). En sentido estricto, la Congregación del Oratorio la constituían sacerdotes que llevaban vida común, pero junto a éstos, los demás sacerdotes de la precedente Concordia también laboraban en el común apostolado y ejercicios de oración.
Apostolado con los Indígenas
De este modo el Oratorio recién erigido contribuyó no poco al buen espíritu de los sacerdotes poblanos y llevó a cabo una tarea de apostolado catequístico muy eficaz. Para ello, el P. García de {13 (133)} Palacios dispuso que los miembros del Oratorio aprendieran las lenguas que hablaban los indígenas, puesto que el Oratorio no debía ser de ninguna manera un instrumento de colonización, sino de evangelización cristiana.
Sin embargo, este respeto por la cultura del lugar, tan propio de la tradición filipense, opuesta a los centralismos, no debe entenderse como una resignación o encerramiento provinciano, pues el mismo Oratorio de Puebla nos daría ejemplo de contar con una de las primeras imprentas llevadas al Nuevo Mundo. Se cultivaron las letras, tuvo miembros ilustres y así fueron más capaces para llevar a cabo su misión, tanto entre las gentes sencillas como entre las más ilustradas.
La imprenta
A propósito de la imprenta, es de reseñar que fue en la del Oratorio en que Agustín de Iturbide consiguió imprimir la «Iguala», o plan de las tres garantías (independencia, aceptación del catolicismo, igualdad ciudadana), que luego distribuiría por toda la nación, como todavía consta en una lápida pegada a los muros de la antigua imprenta del Oratorio.
El Padre Sedeño
A principios de este siglo tuvo el Oratorio de Puebla, una figura todavía recordada con imborrable amor por toda la ciudad: el Padre Vicente de Jesús Sedeño, fallecido como un santo el 1932. A él se debe la reparación general de la iglesia, que tenía sobrada necesidad de ser restaurada, después de los daños sufridos en guerras, terremotos y expoliaciones. En particular es notable la joya de la capilla del Sagrario, el más hermoso de la ciudad, con ser muchas las bellezas que la enriquecen. De todos modos, la principal y más querida dedicación del Padre Sedeño la constituyó, además del cuidado de las vocaciones más jóvenes de la casa, el apostolado con los más necesitados, con los niños, con los obreros, perpetuando así los ideales que fueron el alma de los primeros hijos de san Felipe, en Puebla.
Precedentes del Oratorio en la ciudad de México
Todavía en nuestros días, para designar el Oratorio en Puebla, se le llama la «Concordia», en recuerdo de sus orígenes, de hace bien cumplidos tres siglos.
{14 (134)} Sería la ciudad de México que contaría con el segundo de los oratorios fundados allende los mares. Y sucedería de algún modo parecido a como ocurrió en Puebla de los Ángeles. También se daría el precedente de una asociación o hermandad de sacerdotes seculares que luego, sin ser totalmente Transformada o absorbida, daría Lugar a la que fue propiamente la Congregación del Oratorio. El primer nombre que tomó fue de «Unión Confraternidad del Oratorio de san Felipe Neri», y la fecha de su fundación se remonta al año 1657.
Su fundador fue el presbítero Antonio Calderón de Benavides, que reunió a varios amigos suyos, también sacerdotes, en número de treinta y tres, posteriormente aumentado. Obtuvieron la aprobación de sus primeras Reglas o Constituciones en enero de 1658 e iniciaron su reunión el mismo día de san Felipe Neri, 26 de mayo, de aquel año. Su primer domicilio fue la iglesia por lo que de san Bernardo, que a todas luces resultaba incapaz, pasaron al templo de Balvanera, en mayo del 1659 y adquirieron algunas casas en la calle occidental del Arco de san Agustín y allí levantaron una capilla chica.
La fundación
Se dedicaban a la predicación, a los demás ministerios sacerdotales y, en especial, al cuidado espiritual de los enfermos, especialmente sacerdotes. La comunidad creció y edificaron casa en 1684. Hubieron de superar muchas dificultades, especialmente administrativas, pues les faltaba la autorización real que tardaba en llegar de España. Finalmente los Breves Pontificios obtuvieron el necesario (¡entonces!) «pase regio» que se concedía en la corte de Madrid el 28 de julio de 1701, por lo cual se aprobaba la erección y fundación de la Congregación del Oratorio de san Felipe Neri, de México. Así pasaba aquella «Unión» fundada por el Padre Antonio Calderón de Benavides, a ser la «Congregación del Oratorio» de México.
El paso a la "Profesa"
Ello daba ánimos a los oratorianos finalmente reconocidos se pusieron a edificar otra iglesia, que se conocería como «San Felipe Nuevo», en referencia al «San Felipe Viejo» anterior. Pero un terremoto (1768) vino a dañar gravemente la nueva construcción al tiempo que dejaba prácticamente en ruinas San Felipe Viejo. No lejos {15 (135)} de allí había una iglesia cerrada: era la de la Casa Profesa de los jesuitas, que hacía un año habían sido expulsados por Carlos III, y el gobierno permutó la propiedad dañada de los oratorianos, por la iglesia y casa llamada todavía ahora «La Profesa».
La expulsión de los jesuitas repercutió en el apostolado de los oratorianos quienes, además de sus actividades propias, de alguna manera substituyeron los «ejercicios espirituales» ignacianos por tandas de retiros, tanto en Puebla como en México ciudad.
Dos historias
La profesa cuenta con una rica pinacoteca, en la que se enlazan las dos historias de los hijos de san Felipe y san Ignacio, en México. En cuanto a la iglesia, hubo de ser interiormente restaurada por el arquitecto y escultor valenciano Manuel Tolsá (Enguera, 1757―México, 1816), remodelada con gusto neoclásico y barroquismo italianizante. Son de destacar el san Felipe del altar mayor, y la Inmaculada, situada debajo del coro, en un lateral, obra del mismo Tolsá, que también dejó huellas de su arle en Puebla y en la catedral de la ciudad de México.
Cultura y expansión misionera
A partir de la Edad Moderna, las inquietudes por el progreso, casi siempre han ido acompañadas por el arte de la imprenta, y así es fuerza recordar que el fundador del Oratorio de México era maestro impresor y miembro de una familia de tipógrafos, muy apreciados. Ello tal vez indique por qué el Oratorio de México se ha señalado siempre por contar, entre sus miembros, a elementos preocupados por la cultura. Y ahora mismo simultanea su trabajo apostólico ejercido magníficamente en el centro de la ciudad, como base en la frecuentadísima iglesia de la Profesa, con el parroquial en un barrio más modesto, como es el de la colonia Jardín Balbuena, en la iglesia del Sagrado Corazón y san Felipe Neri, situada al oriente de la ciudad, muy cerca del aeropuerto, y el que mantiene en Prado Vallejo, donde además tiene la propia casa de formación para sus candidatos, y el trabajo en la Universidad.
Puede decirse, sin exagerar, que el Oratorio de México es floreciente. En estos mismos años ha dado lugar a dos nuevas fundaciones en la misma ciudad, con lo que ha {16 (136)} expansionado su celo hacia la periferia, necesitada de una pastoral verdaderamente misionera, frente al incesante flujo de inmigrantes que se suman caóticamente a esta ciudad, que constituye actualmente el mayor aglomerado humano del mundo, con dieciocho millones de habitantes.
Oratorio en los suburbios
La primera de estas fundaciones se debe al Padre Jesús Castillo, que tuvo lugar en 1962. Está situada al Norte de la ciudad, en Tlalnepantla, un pueblo absorbido y sometido a un brutal proceso de proletarización debido a la rápida industrialización. Allí los Padres tienen tres iglesias o «capillas» (como allí las llaman), además de una hermosa iglesia recién construida, junto a la casa.
Se les conoce como el Oratorio de san Felipe de la colonia de Viveros de La Loma.
En el polo opuesto, en san Pablo Tepetlapa, junto a la calzada de Tlalpan, hacia el Sur, hay la otra fundación, que emprendió el Padre Miguel Herrera, en 1973, y tiene a su cargo toda una constelación de «capillas»: en conjunto doce templos, algunos magníficos y funcionales en su modernidad. Pero lo más hermoso es la gente que a ellos acude, preponderantemente joven, receptores entusiastas del apostolado de los Padres, colaboradores fieles en las obras y en el culto, hasta el punto que, en alguna de estas iglesias, los laicos recitan, todos los días, una parte del oficio divino, pueda o no pueda acudir el sacerdote que lo preside. Además, cerca de Cuernavaca, los Padres tienen una casa para retiros y cursillos formativos, especialmente para jóvenes.
En conjunto, los Padres de los tres Oratorios de la ciudad de México, atienden a una población de cerca de 300.000 almas.
San Miguel de Allende
Pero en un resumen sobre el Oratorio en México, no se puede olvidar el de San Miguel de Allende, en el Estado de Guanajuato, ciudad de apenas 40.000 habitantes, que conserva todo su encanto colonial. La del Oratorio de san Felipe Neri, es la más notable iglesia de la ciudad. La fundación se remonta al año 1712 y fue emprendida por el Venerable Padre Juan Antonio Pérez de Espinosa, sacerdote de Querétaro, que fue llamado a predicar la {17 (137)} Cuaresma a la entonces denominada Villa de San Miguel el Grande, y por el mucho fruto alcanzado fue rogado a quedarse allí, y comenzó a llevar vida común con otros sacerdotes, tomando a san Felipe por modelo.
Semillero de vocaciones
Se preocupó sobremanera por dar instrucción y formación cristiana a jóvenes y adultos. Hubo de pasar por muchas dificultades e incomprensiones, que no sirvió para otra cosa que para acrisolar su virtud, pues no cesó en su perseverancia, aunque tuvo que venir a Europa para obviar las dificultades y dudas que la lejanía creaba entre colonia y metrópoli, incluso en lo religioso. En España visito los Oratorios y en especial ayudó a los Padres de Córdoba, con tiempo, todavía, para fundar el Oratorio de Málaga, sin perder ocasión para hacer el bien en todas partes. La vida de este Padre constituye un capítulo glorioso del Oratorio de San Miguel de Allende, que seguramente Dios bendijo convirtiéndolo en semillero de vocaciones oratorianas que luego se repartían por los restantes Oratorios mexicanos.
El filósofo Gamarra
Gloria del Oratorio de San Miguel de Allende también fue el Padre Benito Díaz de Gamarra y Dávalos, de corta vida (1745-1783) pero llena de virtudes, de inquietudes intelectuales y de amor al Oratorio. Filósofo, educador, inti luce Filosofía Moderna en América y elabora el {18 (138)} primer texto del siglo XVIII usado en la Real y Pontificia Universidad de México. Comisionado por su Congregación, vino a Europa, conoció probablemente al Padre Vicente Tosca, del Oratorio de Valencia, con inquietudes parecidas a las del joven Gamarra, estuvo en Portugal e Italia y regresó a América cargado de libros, experiencias y conocimientos. Elevó el nivel intelectual del colegio del Oratorio, puesto bajo la advocación de san Francisco de Sales.
Guanajuato
En la ciudad de Guanajuato, ciudad cabeza del Estado del mismo nombre, se había fundado poco antes (1770), por el Padre Nicolás Pérez de Arquitigui, un Oratorio, que tiene su sede precisamente junto a la Universidad, lo cual determina uno de los aspectos más destacados de su apostolado. Ciudad de tradición culta y rica, a lo que no le es ajena la famosa Universidad y las minas de plata próximas, aunque actualmente agotadas.
León
La ciudad de León, que es la mayor y más industrializada de la zona conocida como El Bajío, cuenta también con un floreciente Oratorio, fundado en 1838 por el P. José Manuel Somera. Tienen dos iglesias y una preferente dedicación a la juventud. Como los dos anteriores pertenece al Estado de Guanajuato.
Orizaba
El Oratorio de Orizaba, en el Estado de Veracruz, fue iniciativa del virtuoso sacerdote Manuel José Ancermo, en {1774. Este Oratorio sufrió mucho con las guerras (paso de} las tropas francesas para entronizar a Maximiliano) y finalmente por un fuerte temblor de tierra (1865) que determinó su ruina. En 1965, el Padre Miguel Angel Rodríguez de la Vega emprendió la restauración y lleva ahora una fructífera labor en la ciudad, famosa por contar con la mayor fábrica de cerveza del país y por encontrarse al pie del pico más alto (5.700 m.), siempre cubierto de nieve.
En Orizaba nuestros hermanos desenvuelven sus actividades en tres iglesias, una de ellas recientemente construida, lo mismo que la casa, apenas inaugurada. Dedican especial esmero a la Liturgia y al apostolado de los jóvenes.