Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 225. NOVIEMBRE. Año 1985
0. SUMARIO
CRISTIANISMO, gratuidad de Dios, santidad, son conceptos centrados en Dios, el Dios del Evangelio que, en esencia, nos llama a participar de su vida, por la gracia. Por esto el Cristianismo no puede reducirse a una suerte de fenómeno producido por el acopio o transmisión de simples creaciones o experiencias del espíritu y de las fuerzas humanas. Y por esto se resiste irreductiblemente a las falsificaciones, tanto si proceden de los errores de la ignorancia ingenua, como de las inversiones interesadas del fariseísmo. Para librarnos de estos escollos, el Padre nos ha dado a Cristo, que nos alumbra con la verdad de su palabra y de su vida, seguido por todos los que han dejado que la gracia triunfe  en ellos, los santos, para quienes el cielo era el exceso debido de amor a Dios.
ORACIÓN PARA UNA MUERTE FELIZ
LA VIDA, EL AMOR Y LA MUERTE
EL PELIGRO FARISEO
LIBRES PARA LA SANTIDAD
EL VENERABLE JUAN DE PALAFOX
{1 (141)}
1. ORACIÓN PARA UNA MUERTE FELIZ
Oh Señor y Salvador mío,
sostenme entre los fuertes brazos de Tus Sacramentos,
cuando llegue esta hora,
y envuélveme en el frescor de la fragancia de Tus consuelos.
Que las palabras de la absolución se pronuncien sobre mí,
y la unción santa me signe y selle,
y Tu propio Cuerpo sea mi alimento
y Tu Sangre riegue mi ser;
que perciba, bien cerca, el aliento de mi dulce Madre, María
y mi Angel me diga al oído palabras de paz,
y sonrían mis Santos gloriosos mirándome;
y muera, tal como deseo vivir,
en Tu fe,
en Tu Iglesia,
en Tu servicio,
y en Tu amor.
Amén.
John Henry Newman, C. O., en Discourses Addressed to Mixed Congregations, 123 2 (142)
{2 (142)}
2. La vida, el amor y la muerte
EL AMOR, en esta vida, está encerrado en un paréntesis misterioso.
Misterio de la vida que palpamos y nos entusiasma, y misterio de la muerte que desconocemos, pero sabemos que nos espera como experiencia única y cierta.
La vida, el primer amor de Dios a nosotros, la primera medida del bien que nos da y en el que se apoyarán los demás que nos va dando. No es el menor de los dones la inteligencia y la conciencia de sabernos prendidos como frutos en el árbol de todo lo creado: como frutos puestos en sazón, interiormente bañados por la luz de un sol que nos crece en el alma y nos aproxima al cenit del mayor esplendor de la luz de Dios, ya próxima, que llamamos cielo o bienaventuranza.
Y la muerte, como una disipación en la que se rompen y disuelven los últimos lazos de las amarra, que sujetan corto la libertad del amor, destinado a ser lenguaje definitivo de la convivencia divina, sin tiempo, por encima del tiempo, eternamente, en paz sin ocio, activa, admirada, sabia y feliz.
Aquí «todo es gracia», todo es don de Dios, para ser aceptado y agradecido. En lo que llamamos cielo, todo ―sólo― es Amor de Dios, con Dios, en Dios. Lo que llamamos vida, se nos da como espacio para prepararnos al ejercicio de este amor: es entrenamiento para el entusiasmo del bien, es disponer el corazón para la única gozosa y absorbente actividad que nos espera. A eso le llamamos santidad. Es posible iniciarla ya, aquí en la tierra, si vamos dejando a Dios que nos llene desde dentro de nosotros mismos, dilatando el espacio interior del pensamiento y del afecto para mirar y querer con él, lo que se va haciendo acontecimiento providencial que la fe nos enseñan leer en todo cuando nos envuelve, contemplamos y tratamos. Nada esa Indiferente, nada es puramente casual, sino causado, ordenado por la bondad de Dios que nos circunda y lleva, por el camino, todavía de la fe.
{3 (143)} El cielo no será, al final de la jornada de la vida, un "descanso", sino una transformación superior para capacitarnos en orden a la participación en la misma actividad divina. De otro modo, no podríamos ser felices.
Esas intuiciones de los sabios que hacían converger el ser, su actividad, el bien y el amor, se hace realidad en lo que llamamos cielo o gloria, percibiendo el latido de lo que es la vida de Dios. Tal vez por esto y para que nos sirva de preparación a esto, Dios mismo ha hecho que, en esta vida temporal, nada deseemos tanto como amar y ser amados, a pesar de todas las perversiones, ingratitudes y errores posibles. Antes de haber alcanzado la madurez que ha de definir cuánto Dios espera de cada una de sus criaturas, de cada uno de nosotros que podemos ya comenzar a conocerle.
Es preciso llenar, pues, la vida de amor, aunque sea imperfecto. Sólo asila vida se nos transforma en dimensión que vuelve a Dios, que se le restituye amándole y amando lo que nos ha dado para él. De este modo, el pensamiento de la muerte, se hace sabiduría que nos estimula en la urgencia de hacer concreto el amor, moviendo la fe por caminos de esperanza, sin relegar ni falsificar el bien evidente que Dios nos propone, y que hemos de ir purificando incesantemente, para crecer, libres de Amarras, en la libertad de hijos de Dios y llegar a serlo.
{4 (144)}
3. El peligro fariseo
EL PELIGRO fariseo acecha siempre a la Iglesia, como una amenaza latente, atisbando, con cautelas humanas, para reducirla a propósitos de utilidad disfrazada de bien.
Si Cristo, en vez de desenmascarar a los fariseos, les hubiese rendido pleitesía, no habría muerto en la Cruz. Le habrían recompensado con recíproco reconocimiento y alabanza, si se hubiese prestado a confirmar el falso prestigio de buenos que habían conseguido con sus exhibiciones piadosas y sus manejos políticos; pero hoy no tendríamos el mensaje salvador del Evangelio.
Durante la primera generación cristiana, el mayor peligro para la Iglesia naciente, no lo constituyeron las persecuciones venidas de fuera, porque éstas, a lo sumo, podían solamente «matar el cuerpo», hacer mártires, purificar la fe por el testimonio generoso de la vida y la aceptación valiente de la muerte.
El verdadero estaba en la obstaculización y esfuerzo corruptor de la oposición "judaizante", es decir, de un sector interno de los creyentes en el Dios verdadero y en Jesucristo, pero que se negaban, por lo menos en la práctica, a la "conversión" cristiana. Eran cristianos a medio convertir, aunque hábiles en aparecer como los mejores. Eran, en realidad, una forma resurgida de fariseísmo, que rebrotaría en épocas posteriores, y del que no estamos libres ni en la nuestra.
Es un gran peligro porque, no solamente obstaculiza el desarrollo de la Iglesia y desfigura su rostro a los que todavía no la conocen, sino que se convierte en tentación para los que quieren combatirlo, proclives a descender a su mismo nivel y copiar su táctica y estilo, falsamente convencidos de que así pueden neutralizar su influjo maligno. Cuando esto ocurre, la tentación se disfraza de medio para el bien, sin caer en la cuenta de que se repiten las mismas tentaciones ―¡las únicas que nos da el Evangelio!― {5 (145)} de Cristo, que se resumen en esta fórmula: «¿Qué me das, y te daré?» El demonio del fariseísmo nos daría complacencia vanidosa, orgullo de poder, dinero, y nos haría caer en la falacia de que poder, dinero y prestigio son "medios" para hacer el bien, y que hay grados de eficacia de este bien, prácticamente inalcanzables si se prescinde de tales medios. La teoría evangélica radical quedaría intacta, pero silenciada o envuelta en interpretaciones acomodaticias que ocultan todo verdadero compromiso, o lo alejan hasta perderse en simples elegancias dialécticas. Si se invoca una proposición evangélica se hace eligiendo fragmentos que saben utilizar para confirmar estrategias, manejos y transigencias para pactos del «¿qué me das, y te daré?» Todo tiene, para el fariseo, precio por lo menos sobreentendido, con el nombre de Dios en vano, puesto encima.
Dinero y todo lo que tiene precio, apariencia honrosa, títulos, cargos en puestos clave del poder (político, económico, cultural) establecido, para ser domesticado. Así las cosas, la figura de Jesús se perdería en la lejanía romántica de un sentimentalismo inofensivo y enajenante. De la Iglesia, quedaría la estructura resecada y clerical, sospechosamente alejada de lo que debiera ser la avanzada de la evangelización: los pobres, los ignorantes, los pecadores, los débiles, las víctimas de la injusticia, los marginados. Cristo podría volver y preguntar a todos: «¿Qué habéis hecho con mi Iglesia?» Como lo preguntaba san Francisco de su Orden, antes de morir...
El peligro del fariseísmo no es una fantasía. Seduce en particular a las mentes ignorantes y vanidosas a un mismo tiempo; ofrece preceptivas que dan seguridad a cobardes legitimaciones y a ambiciosos a los que se permite "parecer" buenos haciendo compatible la apariencia sin necesidad de desprendimientos, o compensándolos debidamente. Son hábiles en seleccionar frases, en invocar virtudes que serían ascuas de santidad tomadas {6 (146)} directamente, pero que tienen buen cuidado de enfriarlas a tiempo para que no excedan al puro recurso justificativo, elegante, sofisticado y neutro. Toman en vano el nombre y los preceptos de Dios, y los substituyen por preceptos humanos, aunque se nombre a Dios (en vano), a guisa de grandes moralistas que ponen cargas sobre las espaldas de los demás, pero no arriman un solo dedo para aliviarles el peso, preocupados solamente, siempre, del propio prestigio, engañando a los pobres del Señor e impresionando a los tontos del mundo y, finalmente, autoconvenciéndose a sí mismos por propia conveniencia.
Frente a este peligro de la Iglesia mientras discurre por el tiempo, cabe otra peligrosa tentación: la del desaliento y, por eso, decididos a emplear para combatir tales falsificaciones, los mismos métodos que nos repelen, para enfrentarnos a ellas en su propio terreno, admitiendo la teoría de que «el fin justifica los medios». Lo cual no solamente sería un error, sino otra perversión.
La herejía de la eficacia inmediata que ha infectado a tantas obras que comenzaron siendo buenas y santas, puede hacernos olvidar de cuál fue el estilo de Cristo, y de cuál ha sido el de los verdaderos santos, especialmente los que no han padecido las mitificaciones de las propagandas. Y a Cristo y a estos santos hay que volver siempre, so pena de confundirnos y de confundir a los demás. Hay en el mundo gente y jóvenes con esperanzas que sólo el Evangelio puede satisfacer, porque les hastía la hipocresía, el amaneramiento habilidoso de tácticas que pretenden ser ejercicio de prudencia, pero no pasan de cálculo y manejo retorcido para salvar o satisfacer intereses demasiado alejados del Reino de Dios que irreverentemente se invoca.
Esa esperanza incontaminada es la que ha de salvar nuestra generación de cristianos que suspiran por poder vivir en la Iglesia, en la pureza no sólo de la fe cristiana, sino de los estilos cristianos, libres del pecado, pero libres igualmente de ese otro pecado excluido demasiado fácilmente de los exámenes de conciencia, que falsifica y paraliza a la Iglesia y escandaliza a los más nuevos en la fe: el pecado de fariseísmo: que ofende la dignidad de los pastores adulándolos, y se olvida de adorar a Cristo; que pone el énfasis en las apariencias de bien, pero sin escrúpulos compran prestigios; que colecciona condecoraciones mundanas y relega a los mártires; que busca adhesiones, pero no hace conversiones; que hace beatos, pero no santos.
Yo he visto casi todos los de Europa, como con España, Italia, Alemania, Flandes y Francia, y no hay naturales algunos tan resignados y humildes como los de la Nueva España, más aún que los del Perú.
Y así todo su daño... les viene de las cabezas y ministros.
JUAN DE PALAFOX
{7 (147)}
4. Libres para la santidad
0H Dios, Padre nuestro: apenas nos llamas a la existencia, ya resplandece sobre nosotros el designio de tu voluntad salvadora. Todo cuanto has hecho y sigues haciendo diariamente por nosotros, es una invitación a la salvación y a la santidad. Se manifiesta con claridad creciente tu plan salvífico de que quieres convertirnos en reflejo de tu bondad, de tu magnificencia y de tu sabiduría.
Te pedimos que no permitas que dudemos de que nos has creado y redimido para que seamos capaces de llevar una vida digna de hijos tuyos, que te honre y sea igualmente el honor de toda la gran familia que cree en ti y da testimonio, en el mundo, de la venida de tu reino.
¡Es imposible echar en olvido tu llamada maravillosa!
No nos llamas solamente a trabajar en tu servicio, sino a convertirnos en tu obra maestra, para que sea luz que oriente hacia ti los corazones de muchos más. Nuestra existencia y nuestra vida adquieren plenitud sólo en la medida en que nos adherimos a tu plan magistral, que quiere hacer de nosotros personas en las que ha influido tu gracia, santas, amantes y amables.
Cristo Jesús, Señor amado, tú invitaste a Pedro, Andrés, Juan, Santiago y a muchos más a vivir junto a ti y perseverar en tu amistad, reconociendo en ti la imagen perfecta del Padre, el modelo de una vida colmada, la encarnación de la santidad en su forma humana. Con bondad y con paciencia los introdujiste en el plan salvador del Padre, y los guiaste hacia el resplandor de su santidad. De la misma manera me llamas también a mí y a otros muchos, cada uno con su propio nombre y a la vez todos juntos, a la más íntima amistad contigo. Tú no viniste para someternos {8 (148)} como esclavos, sino para conducirnos a la libertad y ser amigos tuyos. Me doy cuenta que quisiste que yo fuera uno de tus amigos verdaderos. No tengo motivos para la duda, pues ¿qué otra cosa podría resultar más atractiva para mí y más beatificante, que vivir en tu amistad y dedicarme por entero al reino del Padre que tú has proclamado?
Ven, Espíritu Santo, inflama mi corazón, mi espíritu, mi voluntad.
Lléname de agradecimiento y de amor por esta vocación sublime, que las palabras no pueden explicar. Me lo recuerda la fe y sé por mi experiencia que no puedo dar paso alguno en el camino de la santidad, sin que acuda a mí tu gracia.
Ya es gracia tuya el que, aunque de modo imperfecto, anide en mí el presentimiento feliz de cuánto significa todo esto. Tú eres el gran don del Padre, la promesa de Jesús para introducirnos en este mundo maravilloso. Eres el soplo de amor entre el Padre y el Hijo: inspira, pues, la vida en nosotros, conviértenos, santifícanos, guíanos y protégenos.
Ruego no sólo por mí, sino por todos aquellos que meditan y hacen que llegue a otros, con fe agradecimiento, el mensaje de la vocación a la santidad, y aspiran desde lo más profundo de su ser, a una vida santa. Y pido ayuda para todos los infelices que se preocupan de todo, y dejan de lado este plan salvífico del Padre, el mensaje gozoso del Hijo, y la acción de tu gracia, oh Espíritu de Dios. Y ruego para que, al fin, todos podamos responder a esta invitación, para nuestro bien y para bendición de la humanidad entera.
Ven, Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra. ¡Haznos santos!
Bernhard Häring, Del libro «Llamados a la santidad» 9 (149)
{9 (149)}
5. EL VENERABLE JUAN DE PALAFOX Y MENDOZA
AL DAR la noticia, el mes pasado, de las fundaciones del Oratorio en México, citábamos, en estas mismas páginas, al venerable Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659). A él queremos referirnos de nuevo por la incidencia que tuvo san Felipe Neri, en la que podríamos llamar definitiva conversión espiritual en la historia de su camino hacia Dios. Con ello no pretendemos ni siquiera resumir su biografía ni entrar en el fondo de las controversias que despertaron sus actitudes en las que política y religión se mezclaron de manera inevitable, dada la época: pero sí recoger algunos detalles de su extraordinaria personalidad, que emerge entre la mediocridad de los ambiciosos palaciegos que presagiaban el declive español, después de haber alcanzado la cima de aquella grandeza debida a los descubrimientos geográficos, que convertían en enormes tras la primera gloria, los problemas políticos del vasto imperio colonial y englobaban en los mismos los de la evangelización del Nuevo Mundo, como entonces se decía. Sin olvidar los nunca resueltos de la pretendida unidad peninsular (Portugal, Cataluña) y la porfía en negar la independencia de Flandes, y los del Milanesado y Nápoles y Sicilia y Cerdeña. . . Siglo de Oro en las letras, pero de decadencia en la política y buen gobierno. Reinaba Felipe IV, sólo seis años más joven que Juan de Palafox, al que siempre demostró afecto.
Jurista y sacerdote
Juan de Palafox procedía de la estirpe aragonesa de los Ariza, tal vez oriunda de la más antigua de los Palafolls catalanes. Es la época en que la nobleza a punto de arruinarse, precisa de empleos bien remunerados en la península o un destino para hacerse rico en América. Nuestro Palafox estudia Leyes en Salamanca y pronto pasa a integrar el Consejo de Indias y el de Guerra. Se descubre enseguida su talento y su prudencia, {10 (150)} pero él se sustrae a lo que parecía una magnifica carrera política y se hace sacerdote.
Diez años más tarde es promovido a la sede episcopal de Puebla de los Ángeles. Contaba entonces treinta y nueve años, y aceptó sólo después de mucha oración y de oír prudentes consejos.
El episcopado
De cuáles fueran sus ideas sobre el episcopado, nos lo manifiesta una anécdota ocurrida en la misma antecámara real, en Madrid, {11 (151)} cuando antes de partir para las Indias, iba a despedirse del rey y, mientras aguardaba ser recibido por Felipe IV, un grande de España se le acercó para felicitarle atreviéndose, además, a añadir amablemente este consejo: «Vuestra Señoría... pues que Dios os ha dado un obispado rico, acuda mucho a sus parientes, que no están sobrados». A lo que contestó el Palafox con energía que, como obispo, «no tenía parientes sino acreedores y que éstos son los pobres, cuyas son las rentas, no los parientes de quien solamente tengo la sangre».
América
Aunque joven, su paso por el Consejo de Indias, en la época en que se elaboró la famosa compilación de sus Leyes (1630), le había dado conocimiento del marco en que iba a ejercer su ministerio: una sociedad compuesta por cuatro clases, la de la aristocracia oficial española, que monopolizaba los empleos, honores y preeminencias; la nobleza criolla, descendiente de los conquistadores, rica y emprendedora, pero excluida de empleos y prebendas; el pueblo llano, mezcolanza de españoles vagabundos y negros libres a los que apenas se les concedía sueldo suficiente para el alimento, y finalmente los esclavos negros de África, objeto de inhumana explotación o de adorno doméstico de los pudientes. Costumbres corrompidas, compraventa de cargos públicos, leyes que no se cumplían, inmoralidad escandalosa en los encumbrados, ignorancia y superstición en las clases bajas... El rey Felipe IV, indolente, conocía sin embargo la valía de Palafox y, según el privilegio de que gozaba en España la Corona, para designar a los altos cargos eclesiásticos, quiso mandar a América a aquel joven cuyo saber, honestidad y energía había podido comprobar en más de {12 (152)} uno de los informes que habla elaborado para el Consejo de Indias.
Las sedes de Puebla y México. El Virreinato
Activa iba a ser su vida de obispo, en que tendría que juntar al celo de su trabajo pastoral la compleja tarea de ordenar la diócesis, puesto que en América primero fue la evangelización espontánea iniciada por misioneros franciscanos, dominicos y jesuitas, sin claras delimitaciones de cometidos, y luego la estructuración jurisdiccional diocesana que imponía el último Concilio, el de Trento. Pero el Palafox tuvo además otras complicaciones, nunca deseadas: el rey, sabiéndole leal, le invistió del máximo poder eclesiástico y civil, nombrándole virrey, gobernador y capitán general. Olivares le escribía:
«Su Majestad ha resuelto... con tanta confianza de lo que V.S. ha de obrar en esta ocasión, (que) se le fían dos jurisdicciones, eclesiástica y secular... ¡Gracias a Dios que se sirvió de que V.S. fuera ahí para reparo de tantos daños!» Acumulando a todo ello el tomar posesión de la archidiócesis de la ciudad de México, sin dejar la sede de Puebla, su primera y predilecta diócesis. No entramos en el detalle de los «males» a remediar, ciertamente graves. Se lamentaba escribiendo a un amigo suyo:
Corazón de obispo
«No me consuela el ver que en estas Provincias influye mucho la jurisdicción secular para gobernar bien la eclesiástica, porque al fin soy eclesiástico y gobierno lo secular, y ni los efectos santos justifican la causa imperfecta, ni con tan extraños medios debemos los Prelados disponer útiles fines... ¡Oh Señor mío! ¡Volvedme a mi ocupación, viva y muera a los pies de los pobres de Puebla y en mayor dignidad, pues más es besarlos que tener aquí a los más poderosos y ricos a los míos propios!» También escribiría al rey: «...Pues he acabado tantas y tan graves materias, y es mi profesión, siendo prelado, tan diversa y aun totalmente contraria al empleo y manejo de las temporales... en las cuales se van criando emulaciones muy ajenas a la pureza y quietud interior con que el eclesiástico debe ponerse en el altar... tenga V.M. por bien de que no se me remitan comisiones que no miren a mi profesión, y si la visita (inspección) fuese V.M. servido de que otro la acabe, dejándome sólo que acuda al bien de estas almas, será para mí de particular favor...» 13 (153)
Las envidias
Tampoco concebía que un obispo pasara de una diócesis a otra, como por ascenso burocrático; para él, el episcopado, no sólo en teoría, era semejante a un desposorio al que repugna la separación o la disolución:
Me parece que no gusta a Dios que andemos los obispos mudando Iglesias, sino que cada uno viva y muera con aquella que le tocó en suerte. Además de que yo amo con grandísima ternura aquellas almas... las primeras... (y) es corta la vida). Para su diócesis de Puebla hizo voto solemne, ante notario, «de servirla y asistirla toda la vida sin dejarla por otra, por grande que sea, hasta la muerte». Pero los envidiosos, incapaces de aquella grandeza de alma que jamás tuvieron ni pudieron comprender, le acusarían de ambicioso y, por tortuosos caminos, prepararían su ruina, carcomidos de celos, corrompidos ellos mismos por la ambición y humillados por la evidencia de la virtud y honradez de quien, aun juzgándoles, siempre fue benigno con ellos.
Primera noticia de San Felipe
Pudo al fin deshacerse de aquellos cargos no deseados y volver a Puebla, su preferida, «su Raquel». Ya se barruntaba la fundación de aquella «Concordia» o asociación de sacerdotes seculares puesta bajo la advocación de san Felipe Neri, que más tarde daría lugar a la propiamente llamada «Congregación del Oratorio». Ahí puede haber la primera noticia o interés de Palafox por san Felipe Neri. La vuelta a Puebla le sirvió de inicial consuelo. Había escrito: «El buen prelado, cuando le impiden por una calle en el servicio de Nuestro Señor, ha de intentar andar por otra y no parar. No le dejan reformar con la jurisdicción y religión, informe con la voz. No puede escribir, ore; no puede conseguir, llore. Siempre ha de estar velando y obrando en el servicio de Dios, bien de las almas a su cargo y lucimiento del culto divino de su iglesia hasta la última respiración». Estas palabras bien nos lo definen. En otros papeles leemos: «Llegué tan empeñado a estas provincias y comencé a dar con entrambas manos de suerte que me hallo hoy empeñado en 130.000 pesos; está el mundo que es menester comprar las virtudes con el dinero. Y añadía: «He escrito algunos tratados espirituales, porque ya no me ha quedado que dar limosna otra cosa sino la palabra de Dios».
Ideas políticas
De España, de la política de su tiempo, ¿qué ideas tenía? Sus convicciones cristianas, ¿hasta dónde podían {14 (154)} llevarle? Algo hemos podido entrever en las líneas que preceden, pero, afortunadamente, en escritos, obras y correspondencia suya, abundan muestras de su personalidad humana y cristiana, que nos pueden ayudar a comprender que debían de chocar cuando no se redujeran sólo a principios teóricos.
Cuando era miembro del Consejo de Indias ya se daba a la oración y caridad. Hospitales de Madrid, conventos pobres, sacerdotes necesitados, se beneficiaban pródigamente de sus larguezas. En sus Confesiones relata cómo, en una ocasión Dios le hizo ver, mientras rogaba, «que todo lo que estaba hacia este pecador, tenía un poco de estiércol... que el estiércol era el mundo y que no había otra cosa que desear sino Dios... Desde este día se fue mitigando la ambición ». Cuando fue nombrado obispo «diole Dios al recibir esta nueva y puesto y dignidad, gran templanza en el ánimo y tan grande indiferencia que cualquier cosa que fuese en bien de su alma la abrazaría igualmente». Quería «servir con perfección el oficio pastoral», porque «¿qué otra cosa son los prelados sino maestros públicos de perfección cristiana?» Llenaría su ministerio «con la voz, con la pluma y con el ejemplos. Ya en Puebla: «Siendo el amor y la obligación que yo tengo a esta Iglesia tan grande, no me deja tiempo para otra cosa que para vivir y morir promoviendo y procurando el bien espiritual de sus almas».
Su patria
Y de aquella España, ¿qué pensaba? «No es Dios aceptador de personas; una patria tenemos y esa es Cristo, y no hay más que una nación y esa es cristianos. Como la fe es cabeza de todas las virtudes teologales, es la lealtad en lo político madre de todas las virtudes del vasallo».
Los males de los reinos
Toma la privanza por una suerte de «idolatría política» y dice: «El privado, cuando es sin límite poderoso, es rey sin corona y a su príncipe le hace corona sin rey y aun, tal vez, sin reino». Los representantes y ministros deben ser del rey y de lo público, huyendo siempre de serlo de su propia conveniencia. Mucho pesan los cados de los reyes», pero preferibles a «los vasallos poderosos que suelen embarazar tanto los reinos y torcer la justicia. El príncipe que escarmienta al leal, alienta y anima al traidor. Los reinos que se gobiernan por remedios y no por prevenciones, van perdidos. Desdichada la {15 (155)} republica en la cual el celo se tiene por inquietud y por quietud el dormir profundamente al ruido de los públicos escándalos». El pueblo es «gente sencilla, que discurre como re... y lo más frecuente es ponerse de parle de la inocencia», pero «pocas cabezas malas» pueden arrastrarle.
Las leyes
Y sobre leyes y trato de pueblo y reinos. «La primera regla de los aciertos humanos para atinar con los divinos consiste en guardar las leyes humanas con las divinas...
Las leyes que no se guardan son cuerpos muertos, atravesados en las calles, donde los magistrados tropiezan y los vasallos caen».
La paz
Defensor de la paz, dice: «¿Qué corona ha valido conquistada lo que costó al conquistarse?» «Las guerras de Flandes han sido las que más han influido en la ruina de nuestra monarquía».
Desde México contempla el decaer de España. Las leyes, como están, no bastan. «Las leyes son vestidos de los reinos; cuando crecen o se mudan, los reinos necesitan nuevas leyes y, si hay desproporción, ésta no se remedia «por el axioma común de no hacer novedades».
España es diversa
España es diversa; el centralismo es malo. Es «arte grande de los grandes reyes, cuando dominan diversas naciones, gentes y condiciones, hablar a cada uno en su lengua». Seria equivocación «intentar que estas naciones, que entre sí son tan diversas, se hiciesen una en la forma de gobierno, leyes y obediencia. De donde resulta, que queriendo a Aragón gobernarlo con las leyes de Castilla, o a Castilla con las de Aragón, o a Cataluña con las de Valencia, o a Valencia con los usajes y constituciones de Castilla... todo se aventura. Dios, que pudo criar las tierras de una misma manera, las crio diferentes».
«En la Corte se hace tan poco caso de los ausentes y están tan divertidos en las ocupaciones ordinarias y extraordinarias que pocos discurrirán...» decía, mientras dejaba el arzobispado de México «que es el que da más disposición para ser Virrey», que en nada deseaba continuar siendo, y pedía a Madrid: «Envíennos un Virrey limpio de manos y hombre de verdad, que no tenga toda su ansia en enriquecerse... y un Arzobispo que ame a Dios y tenga prudencia y buen celo».
Mientras, los resentidos que hubo necesariamente de corregir, por mandato real, no cesaban de mandar gruesas {16 (156)} murmuraciones a Madrid. Palafox escribía al rey: «Forzoso es que todos se sientan de mí y yo mismo sienta el ser instrumento de penas ajenas y propias. Yo bien me atrevería a remediar todo esto, si no temiera la cuenta final, porque con comer, pasar y holgarme, juntar dinero, alabarlo y bendecirlo todo... irían al Consejo relaciones del obispo de la Puebla que es un ángel... Pero nunca tendré por buena humildad el dejar de defender lo justo y si desta manera no contento despídame Su Majestad de su servicio, que ya nunca sabré servirle de otra. Sé que V.E.
el Consejo me guardará justicia y me oirán... Cuando no me oigan y me condenen sin culpa, me iré tan contento a mi iglesia azotado como pudiera aplaudido, que sólo a Dios busco y eso no me lo puede nadie quitar si yo no lo pierdo».
Vuelta a España
Sin ser depuesto de su sede de Puebla, hubo de regresar a España, donde, en realidad, y a pesar de ciertas amabilidades formales, no sabía ni la Corte ni el Consejo qué hacer con él, salvo la insinuación de darle un obispado mejor acá. Pero el poder humano más alto, que evita lo más que puede comprometerse, no fue sincero con él, a pesar de que no podían dejar de reconocerse los méritos, el buen celo y la fidelidad con que cumplió allí sus cometidos. Finalmente se le ofreció el obispado de Osma, como culminación de intrigas cortesanas a toda costa empeñados en evitar concederle una destinación mayor en una Iglesia de España «proporcionada a vuestras prendas», según le había prometido el mismo rey. Y él contestaba a un amigo que «deseo ya hallarme en esa corte, no a pretender iglesias... sino a encomendar la mía...escribir tratados espirituales... y, desde lo alto de la consideración, ver cómo pasan y corren las humanas felicidades, rogando a Dios por la salud y prosperidad del Rey nuestro señor y su corona».
Árbol caído
Árbol caído del que los envidiosos hicieron ramas fue la presencia de Juan de Palafox en Madrid, muy diferente del que había dejado hacía diez años. Sentía que debía callar antes que defenderse de todas las injurias personales, pero que no podía hacerlo en lo tocante a su condición de obispo de Puebla. Aquí omitimos todas las incidencias, acusaciones y defensas. «Juzgo que un sacerdote y ministro de mi obligación, cuando hace lo que debe el {17 (167)} cristiano buen vasallo y hombre de bien, todo lo demás es menos».
Así terminaba una etapa cierta de su vida, con un gran combate espiritual. «Todo lo demás es menos». Pero no basta aceptarlo como principio, sino que ha de obrar la mutación del sentir del alma y cambiar incluso la vida.
San Felipe
Es entonces cuando, permaneciendo en Madrid, a la espera de incertidumbres que no se disipaban, entra decisivamente bajo el influjo de san Felipe Neri. En Madrid conoció al filipense Padre Juan Bautista Ferruzo, que ideó una asociación, aunque desvinculada de la Congregación del Oratorio existente en la Corte, totalmente inspirada y puesta bajo la protección de san Felipe Neri, cuyos miembros reproducían en sus normas de oración y de obras de misericordia, no sin cierto rigor, lo que los primeros hijos seglares de san Felipe comenzaron a hacer en la Roma del siglo anterior.
Esta institución se llamaba ―y sigue llamándose― la «Santa Escuela de Cristo». No nos detenemos ahora a describirla, que otra ocasión no nos ha de faltar para dedicarle espacio mayor. Nos basta con saber que entre «aquellas gentes espirituales» verdaderos «discípulos del Divino Maestro», encontró «grandísima devoción y ternura». En la Santa Escuela ingresó en 1653 y tuvo tal intervención en el arreglo ―él era buen jurista― de las Constituciones, que se le consideró, en adelante, como cofundador junto al P. Ferruzo.
Conversión definitiva
Esa es la época en que comienza la segunda etapa de su vida, derecha a la santidad. Comenzó a darse cuenta que la familia y hasta los consejeros a quienes acudía, «ordinariamente le daban la sentencia conforme a su propio amor, con que cobraba más fuerza su dictamen y con él su perdición, porque es cierto que si porfiaba en {18 (158)} esto, se ponía en embarazos y disgustos e inquietudes muy ajenas de caminos espirituales. Con estos cuidados se entró un día en el oratorio a orar... y mirando a aquel Señor, le dio instantáneamente un rayo de luz al entendimiento... y, al instante, se le ofrecieron muchos discursos de verdad y de humildad y los abrazó con sumo gusto su corazón... Las iglesias, ¿son premios o ministerios o cruces? ¿Qué méritos, que servicios son los míos que merecen premio alguno?...» El Señor, después de esta decisión, le inundó de paz.
Prohibió que, en adelante, nadie le hablara de rechazar la diócesis de Burgo de Osma, tan distinta de Madrid, México o Puebla. Allí hizo «de la pluma lanza», además de cuidar de su rebaño espiritual, en alegría de pobreza, en plegaria continua, en sencillez de penitencia y misericordia, en el sosiego sereno de aquel rincón que amó porque el Señor le hizo allí tantas gracias.
Sencillez y gloria
Allí, próximo a los sesenta años, al fin se decidió a escribir algo sobre «la misericordia de Dios y las miserias propias». Y de aquel tiempo es esa reveladora y festiva anécdota, cuando con ocasión de hospedarse en un convento de carmelitas, le preguntó el hermano cocinero que comería su Ilustrísima.
―¿Qué tiene la comunidad?, contestó el prelado.
―Migas, señor obispo.
―Pues eso mismo.
―¿Migas va a comer un obispo?
―Tráigalas, hijo, tráigalas, que es comida de pastores.
Sus escritos, divulgados ya a finales del s. XVII en diversos idiomas por casi toda Europa y América, son todavía una mina de ejemplar doctrina espiritual, que ponen al descubierto la grandeza y santidad de su alma.
El profesor Sánchez Castañer, profundo conocedor de su vida, no duda en asegurar el interés que tendría «publicar una colección antológica con los dichos encomiásticos de sabios varones que le admiraron». Pero con el pasó lo que estos versos profetizan:
«Cosa bien sabida es
que a los santos y a los justos
los matamos a disgustos
para ensalzarlos después»
Verdaderamente en los mundanos puede haber cosas menudas, en nosotros sólo es menudo lo que ellos tienen por grande: el poder, la riqueza el valimiento, la estimación...
Juan de Palafox
En las India, tanto debe ser mayor el cuidado de amar la pobreza, cuanto es el concepto común de todos que al venir a estas provincias es por buscar y conseguir este embarazo de la vida que llaman plata y riquezas. Nosotros, eclesiásticos, sacerdotes, separados del siglo, tanto mayor cuidado debemos tener de desviarnos en este escollo, cuanto es más común el incurrir en él.
JUAN DE PALAFOX
Los fieles deben conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios, y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de forma que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz.
Para que este deber pueda cumplirse en el ámbito universal, corresponde a los laicos el puesto principal.
Procuren pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen al servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil: y que a su manera estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz a toda la sociedad humana.
Const. sobre la Iglesia, 36