Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 254. ENERO. Año 1989
0. SUMARIO
TODO es llamamiento divino, palabra de lo alto, de Dios. ¿Nos acercamos a él, o es el que viene a nosotros? Cuando Dios se hace hombre, es nuestra humanidad que se conmueve, y nos sentimos impulsados a definirnos, mientras camina a nuestro lado. Podemos rechazarlo, pero no podemos evitarlo. Podemos no agradecer sus dones, pero no podemos negarlos; podemos cerrar los ojos, pero no podemos apagar la luz; podemos mentir, pero no podemos destruir la verdad. Por eso, los primeros que lo reconocen son los sencillos de corazón, los que no temen perder nada dándolo todo: pastores, magos y almas que han crecido en la esperanza, y los santos de todos los tiempos.
BLANCO COMO LA NIEVE
RAÍCES
UNA ESTRELLA SOBRE EL CAMINO
LA AMISTAD
LAS VOCACIONES CONVERGENTES
NEWMAN. EL GOZO COMPARTIDO
AMIGOS Y HERMANOS
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1. BLANCO COMO LA NIEVE
Su cabeza y sus cabellos son blancos como la lana blanca y como la nieve.— (Ap 1, 14).
Tu cabellera es blanca, oh Jesús, porque tú eres el Hombre lleno de días, como dice el profeta Daniel.
Eres Dios desde toda la eternidad. Sin duda, has venido a nosotros como un niño; has sido suspendido en la cruz a una edad en la que todavía no aparecen las canas, pero hay en ti algo que te envuelve en el misterio y que impide a los hombres conocer tu edad.
Los fariseos te hablaban como si estuvieras a punto de alcanzar los cincuenta años. En cambio, tú has vivido millones y millones de años, como lo muestra tu mismo rostro. E incluso cuando eras solamente un niño, tus cabellos eran tan brillantes que la gente decía: «Son como la nieve».
Oh Señor, siempre anciano y siempre joven, tú contienes toda la perfección y la vejez, en ti, es infinitamente más hermosa que la más bella juventud.
Tu blanca cabellera es un adorno, no un signo decrépito. Es tan brillante como el sol, tan blanca como la luz, tan deslumbrante como el oro.
Señor Jesús, que yo te pueda amar siempre, no con ojos humanos, sino con los del Espíritu que supera cualquier claridad humana.
John H. Newman, C. O.
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2. Raíces
POR el misterio de la encarnación, confesamos que el Verbo se hizo carne, pero no como si hubiese asumido una naturaleza humana abstracta, para que pudiera, de este modo, elevarse a la misión que el Padre le había encomendado y ser, a la vez, modelo de hombre universal. También en Cristo existe «el hombre y su circunstancia», y la primera de ellas la constituyen sus raíces, es decir, su raza, su familia, su pueblo, su cultura, el lugar y el tiempo en que vivió. La encarnación no fue una ascensión a la inversa, llovida del cielo, como si el Espíritu Santo hubiese intervenido para dotar al Hijo de Dios con una naturaleza humana aséptica, milagrosamente diferente del resto de los seres humanos en la más mínima de las características les son propias, excepto la impecabilidad. Como cada ser humano tiene las suyas, él tuvo sus raíces, propias y concretas, que agradeció y estimó, en lay que apoyó toda su misión, sin orgullo y sin complejos amigos, patria, lengua, religión.
Curiosamente, y habiéndolo podido elegir, Cristo no nace en una ciudad cosmopolita, ni habla la lengua de los sabios o los políticos de su tiempo, ni busca la eficacia de su misión en las estrategias humanas, ni prefiere codearse con los grandes e influyentes, con los ricos, sabios y poderosos del mundo, ni suyo ni ajeno. Roma, en Au época, le habría ofrecido un marco adecuado a estas miras. Cierto que no excluye a nadie, pero sus preferencias son claramente distintas y aun opuestas a los apresurados criterios humanos de todos los tiempos. Cuando con tales criterios se ha pretendido hacer obra de Dios para cambiar el mundo, en realidad se ha comprometido, más que ayudado, a la Iglesia, porque ha sido desnaturalizada su misión original, haciéndola más sectaria que eclesial, incluso cuando se han invocado intenciones universalizadoras. Fue el pecado de la Sinagoga, que pretendió ser fiel, con espíritu de secta, al Dios único y verdadero, y por esto rechazó a Jesús.
{3} Contrariamente a lo que pueda parecer, el amor a las propias raíces cura de sectarismos, porque destruye el mito, o el dios falso, de lo grandioso y despersonalizado, como ocurre con aquellos que hablan con exceso de patria precisamente porque carecen de ella, o ya no saben dónde tienen sus raíces, salvo lo que en abstracto les conceda, por sugestión o interés, el mito cultivado.
En nuestra época, en la que tan fácilmente nos dejamos seducir por lo grande y sorprendente, por lo rápidamente exitoso, por lo que la propaganda nos ofrece con halago de nuestra vanidad, es particularmente conveniente ser fieles a las propias raíces, sin despreciar las de nadie, por respeto a la justicia y porque la diversidad es enriquecedora, y por esto mismo querida por Dios, multiforme en todos sus dones.
Sin amor a las propias raíces no seríamos verdaderamente humanos, aunque sí, tal vez, esclavos del número, del éxito económico, del prestigio social, demasiado Ambiguos para ser instrumentos puros al servicio del Evangelio. Es sobre los dones naturales y verdaderamente humanos que se edifica el orden sobrenatural, toda la economía de la gracia divina. Por eso Dios dio, con la naturaleza, verdaderas raíces humanas a su Hijo, cuando se hizo hombre; lo mismo que las había dado a su pueblo elegido y que las ha dado y da a los verdaderos santos.
Y es preciso tener en cuenta que Cristo, propiamente, no es un hombre universal, sino universalizado. Lo mismo que todo cristiano fiel a su bautismo.
"¡Que todos sean uno!»... Ésta es la culminación del milagro de amor, que comenzó en Belén, y del cual los pastores y los Magos fueron los primeros frutos: la salvación de todos los hombres, su unión en la fe y el amor, a través de la visible Iglesia fundada por Cristo.
«¡Que sean uno! Éste es el propósito del divino Redentor, y nosotros hemos de hacer todo lo posible para alcanzarlo, pues constituye una grave responsabilidad que pesa sobre la conciencia de todo hombre.
En el último día de juicio particular y universal, cada voluntad individual deberá dar razón, no del éxito alcanzado en orden a la restauración de la unidad, sino si ha rogado, trabajado y sufrido para ello:
si cada cual se ha impuesto a sí mismo una sabia y prudente disciplina, paciente y perseverante, y si ha dado una total preferencia a los impulsos del amor.
Juan XXIII, 1962, Discorsi V. p. 48
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3. UNA ESTRELLA SOBRE EL CAMINO
NUESTRO camino. El camino de los hombres, la vida. No simplemente estar en este mundo, sino asumir conscientemente la realidad que somos, el ser que hemos recibido, y movernos encauzando el dinamismo que late en nosotros, mediante el cual nos expresamos, nos desenvolvemos, crecemos, en busca de lo óptimo que nos depare la suerte de vivir, dado que la nuestra no es una existencia ciega, sino inteligente y libre, capaz de conocer y de elegir, capaz de responsabilidad, de hacer de nuestra vida una respuesta a un fin conocido, de hacer de él un ideal amado.
Hemos recibido el don de la vida, sin haberlo pedido. Pero apenas alcanzamos el pleno uso de nuestra inteligencia, podemos descubrir que no estamos destinados a la fatalidad, sino abiertos a la esperanza inmensa, que va más allá del tiempo. Sobre todo, cuando sobre nuestro camino resplandece la luz de la fe. Un poco, pensando en los Magos, podemos decir que ella nos lleva a Cristo, y con ella nos llevamos a Cristo para el resto de todo nuestro peregrinar sobre la tierra, con la esperanza gozosa del último gran encuentro, eterno y feliz, en el portal de la gloria.
Pero, entre nuestro nacimiento y este encuentro último en el que definitivamente nos restituimos a Dios, se extiende el camino de nuestra vida, y a lo largo de él ―generalmente poco después de sus principios― existen dos momentos de capital importancia, que nos van a definir de cara a Dios. El primero de ellos es aquel en el que, siendo ya capaces de recibirla, nos llega la primera noticia de Dios.
Para los ya bautizados, este momento {5} de toma de conciencia acaba de definirnos como tales, en los casos en que el bautismo fue recibido en edad inconsciente, como ocurre en las familias de tradición cristiana.
Cuando decimos «noticia de Dios», no nos referimos a la que acaba con la simple aceptación mental de la existencia, racionalizada o no, de un Ser supremo. A los cristianos no nos basta el Dios de los filósofos, presentado en una definición conceptual, aunque sitúe a este Dios en la cumbre de las perfecciones ontológicas. Nosotros creemos en un Dios que es el Ser supremo único, e infinito, y personal, que, por lo tanto, se nos comunica y reclama la respuesta de nuestra vida, que le encuentra y accede a él a través de la fe sobrenatural. Esta fe es el primer don que de él recibimos y con el que se nos muestra; don que luego hemos de desarrollar sin desvincularnos del influjo divino, que llamamos "gracia". Ésta, correspondiendo a ella, vigorizará nuestra respuesta operativa, especificada en las virtudes esenciales del cristiano, comenzando por las que llamamos teologales ―fe, esperanza y, sobre todo, caridad― y siguiendo por las morales. No nos detenemos a describirlas; bástenos recordar que se trata de potencias sobrenaturales, de hábitos operativos ordenados al bien, que resultan de los done de Dios y del ejercicio y buena voluntad del sujeto, al paso que crece en libertad y en entrega generosa a Dios. Todo cristiano está llama do a dar esta respuesta a Dios. Po demos decir que en ella se contienen las disposiciones esenciales a través de las cuales se desarrolla la consagración bautismal, que inicia la vida divina en nosotros.
Pero es preciso no detenernos en la consideración del bautismo, como si se tratara de la vocación general, del llamamiento genérico dirigido a todos los hombres, para hacerlos radicalmente hijos de Dios en la Iglesia, dejando para grupos más selectos las llamadas vocaciones especiales o, también, "religiosas" con vistas al compromiso de abrazar la vida evangélica de modo más estricto. Todo cristiano, todo fiel, llegado a la madurez mental a que hemos aludido, consciente de su encuentro personal con Dios, ha de saber decidirse por el modo, el talante propio, la manera concreta de vivir en esta tierra, la respuesta que da a Dios con su fe, caminando hacia él. Es lo que podemos llamar vocación personal, en la que se produce la correlación de llamamiento (en el que no suelen faltar los signos providenciales que lo hacen creíble) y correspondencia más o menos generosa e iluminada. Tampoco sería {6} correcto hablar de elección de estado o de vocación. No se trata de elegir, sino de decidir, de asumir la respuesta. Por tanto, es preciso obrar con suma rectitud de intención a la hora de emprender el camino al que nos sentimos llamados. No se trata de resolver la vida, de colocarse, de instalarse, sino de dirigirse a Dios por el camino que prudentemente creemos que él nos dispone. Después de haber nacido, después de haber recibido el bautismo, lo más importante en la vida del cristiano es encontrar este camino y andar decididamente por él. Podemos tener cerca quien nos ayude, pero no quien substituya nuestra responsabilidad. En cualquier caso conviene no olvidar que «un ciego no puede conducir a otro ciego».
Existen matrimonios infelices y familias desgraciadas que sufren, a pesar de creerse cristianos, por haberse lanzado a abrazar un estado sin el planteamiento previo, sobrenatural y prudente, de quien toma un determinado camino que le ha de llevar a Dios. Han seguido el ejemplo de lo que hace la mayoría ―«todos lo hacen»―, sin apenas otros criterios que los humanos o psicológicos, que ciertamente no pueden ser suficientes para acercarse a un sacramento que debe santificar a quienes lo reciben. Se puede decir otro tanto de aquellas vocaciones de vida e evangélica fracasadas, en las que la verdadera piedad y fe sobrenatural fue substituida por un pietismo que se olvidó de profundizar en las virtudes sólidas, deteniéndose en lo más externo y convencional, donde las acciones buenas suelen perderse como formas disimuladas de otra vanidad, que no resiste ni las pruebas del sacrificio y la humildad ni es capaz de perseverancia sencilla y gozosa. En la puerta de un convento había un reclamo para posibles vocaciones, que decía aproximadamente así: «Para entrar aquí se necesitan personas de oración, limpias de entendimiento, desprendidas de sí mismas y determinadas a no quedarse en la mediocridad».
Disposiciones que son útiles para todo cristiano, cualquiera que sea el camino por el que Dios le llame, si quiere llegar a Dios al final de la vida.
Dios, el Evangelio, esta vida, la diversidad de formas en que puede ser vivida, el ideal de la santidad, el ejemplo de las virtudes que todavía nos alcanzan al recordar las vidas de los santos, la misión de la Iglesia, a la que hay que referir todos los caminos, todas las vocaciones, todas las "respuestas" de la fe a través de la vida de cada uno y de todos, hermanados como "pueblo de Dios"... Todo esto contiene una hermosura capaz de entusiasmar, de despertar proyectos enardecedores. Pero es preciso {7} concretarlos, porque sería triste, al final de la jornada, el haber estado recorriendo, mirando y comparando qué "elegir", sin haber dedicado mucha oración para auscultar y recoger las señales de la Providencia y "decidir" en consecuencia, libres de egoísmo y condicionamientos, para que, lo que tuviéramos que hacer, camino de Dios, no sean las sobras de las energías que con la vida nos ha dado, sino la entrega gozosa a un ideal que comenzamos a edificar mientras vivimos en el mundo, pero que no es sólo para este mundo, ni nos cabe en él: bien sea el matrimonio para formar una familia (y no porque «todos lo hacen»), o para reproducir más de cerca la vida de Cristo tal como se nos muestra en el Evangelio (y no porque un compañero se nos hizo fraile o una amiga ha entrado de monja). No soluciones, ni colocaciones, ni ilusiones, sino ideales, vocaciones.
A Dios le podemos pedir muchas cosas, pero es seguro que cuando nos dirijamos a él con limpieza demente , con desprendimiento, sin ponerle condiciones, ni pretender jugar con dos barajas, no ha de tardar en mostrarnos con su acción providencial la senda que nos abre para que nuestro bautismo no quede en gola iniciación cristiana, sino en reflorecimiento de vida hermosa, capaz de hacernos felices, aquí mismo y aun con penas, y fecunda de bienes para nuestra propia alma y para la Iglesia.
Y decimos "para la Iglesia" con plena intencionalidad. Porque no sería cristiana una "respuesta" a Dios encerrada en lo individual, en la santidad autocontemplada. Todo lo que es bueno, y más lo divino, se proyecta. Decimos "vocación", pero debiéramos decir, más bien, "con-vocación", porque es del estilo de Dios que lo bueno sea convergente, como la amistad y como el amor, y como el gozo, que necesita ser compartido para que se convierta en fiesta.
Especialmente los más jóvenes, ojalá sean valientes, como pedía san Juan, para que no retarden las propias decisiones y caminen fieles al resplandor de la estrella que Dios encienda sobre su camino.
A los mayores resta la perseverancia, o poner humildemente remedio a los errores ya inevitables, hasta la medida que las fuerzas alcancen. Pero, para todos, siempre hay una estrella sobre el camino, y hay que serle fiel, hasta que nos conduzca a Dios.
El esfuerzo por establecer la Justicia y la paz y por afirmar el progreso humano ha de ser tenido como parte integral de la evangelización, Sínodo episcopal sobre los laicos (1987), n. 30
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4. La amistad
ME estrechaban fuertemente a mis amigos cosas como el conversar y reírnos juntos, servirnos unos a otros con buena voluntad, juntarnos a leer libros que nos gustasen, a divertirnos honestamente, a discutir alguna vez en los juicios, pero sin quedar resentimiento y como lo suele ejecutar uno consigo mismo, y con el agridulce de tales disensiones ―que rarísima vez sucedía― dábamos sabor a nuestra dulce conformidad; enseñarnos mutuamente alguna cosa, tener sentimiento de la ausencia de los amigos, y recibirlos con alegría cuando volvían.
Con estas señales y otras semejantes que, naciendo del corazón de los que entre si se aman, y que se manifiesta por el semblante, por las palabras, por los ojos y por mil movimientos, encendíamos nuestros ánimos y de muchos hacíamos uno solo.
Esto es lo que se ama en los amigos, y de tal modo se ama, que se tendrá por culpable el hombre que no amase al que le ama, o no correspondiese con su amor al que le amó primero, sin desear ni pretender de su amigo otra cosa exterior, más que estos indicios muestras de benevolencia. De aquí nace el llanto y lamento cuando muere algún amigo; de aquí los lutos que aumentan nuestro dolor; de aquí el tener afligido nuestro corazón, convirtiéndose en amargura la dulzura que antes gozaba; y de aquí la muerte de los que viven por la vida que han vivido los que murieron.
«Dichoso el que te ama» (Tb 13, 18), y a su amigo ama en ti, y al enemigo por amor tuyo. Porque sólo se está libre de perder a los seres amados cuando se les ama a todos en Aquel que nunca se le puede perder. Y ¿quién es éste sino nuestro Dios, aquel «que hizo el cielo y la tierra» (Gn 1, 1), y que llena la tierra y el cielo, porque llenándolos los hizo?
A ti, Señor, nadie te pierde nunca, sino el que te deja. Y el que te deja, ¿adónde va, o adónde huye, sino de ti, amoroso, a ti mismo enojado? Porque, ¿dónde no hallará tu ley en su castigo? «Pues tu ley es la verdad y tú la verdad misma» (Sal 118, 142).
San Agustín, Conf III, 8-9 9
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5. Las vocaciones convergentes
UNA vocación no es solamente una "llamada", sino la empresa de corresponder a ella haciendo camino en el sentido que el reclamo, que nos concierne, nos solicita.
Para los cristianos, el llamamiento a la fe no se comprende nunca como un hecho aislado, que se inicia y se agota en cada sujeto, sino que comporta, junto a la experiencia personal de cada uno, la de los hermanos que caminan cerca de nosotros. Dios no llama a nadie para ser destinado a una tarea individual y exclusiva; no concede don alguno que no haya de ser compartido, participado. No existen, por lo tanto, vocaciones solitarias. La vocación de cada hombre no es solamente concomitante, sino también convergente con la de otros hombres, sin que por ello quede diluida en la colectividad de la humanidad.
Una explicación basada exclusivamente sobre el carácter social de la persona humana no sería suficiente, y un humanismo que se apoyara sobre esta base correría el riesgo de sacrificar al individuo en beneficio de la comunidad, como si precisara aceptar la renuncia a la supervivencia personal y consolarnos con ver realizado al individuo absorbido en la sociedad. Si alabáramos al hombre por este pretendido heroísmo, se trataría de una exaltación que, en realidad, lo limitaría y lo destruiría. También en el campo de la fe: pues ésta no consiente ser instrumentalizada en beneficio de la {10} eficacia temporal sin que, al mismo tiempo, quede desvirtuada su sobrenaturalidad. Ni tampoco bastaría con invocar la coincidencia de todos tras un mismo y único fin; no pasaría de una remisión desencarnada, lejana, fríamente teórica, válida, a lo sumo, para un pretexto enajenador e hipócrita.
La Iglesia es la hermandad de los hombres que caminan bajo el signo de la misma fe cristiana: en ella Dios nos llama, nos convoca a todos. El compromiso de la respuesta comprende dos vertientes indisociables no sólo porque en ella nuestras huellas se hunden en el camino de la fe, sino porque con ella creemos y compartimos la esperanza santa de la vuelta a Dios.
La vida de fe—ni la vida de la Iglesia, ni la vida en la Iglesia― no consiste en "estar aquí". A los que les basta esa sola permanencia, o se aburren meditando en el absurdo, o padecen la angustia de la duda, o se limitan a la voracidad egoísta, esclava del propio gusto, o bien, tras la noble apariencia con que envuelven lo visible de su vida, ocultan, tal vez, un pretexto para la vanidad; no tienen ideales.
La fe, en cualquier caso, es más que un ideal. Más bien podemos afirmar que inspira los ideales, puesto que solamente ella puede legitimar los que son realmente verdaderos, los que no usurpan en vano tan noble nombre, es decir, los que son algo que, para el hombre y ante Dios, valen tanto como la vida y más que la vida.
{11} Ahora bien: un ideal no puede vivirse en soledad; ha de ser vivido respecto a otros y con otros, hermanadamente. Lo mismo que la fidelidad y la perseverancia, un ideal se alimenta de la adhesión, del amor y de la alegría compartida en generosidad, sacrificio, belleza y entusiasmo. Consiste en recibir y en dar: todo es para agradecer y para difundir, y se convierte en motivo espiritual, y a la vez concreto, del gozo y de la esperanza.
Cuando la Iglesia reconoce, por ejemplo, la libertad de asociación, no lo hace para transigir frente a los modelos profanos de las declaraciones de derechos, sino que, superando cualquier oportunismo, tiene en cuenta que sus miembros no caminan aisladamente, mientras avanzan, convocados por la fe, y regresan a la casa del Padre formando grupos fraternales deliberadamente elegidos, a la vez que de este modo configuran el Cuerpo de su Hijo. Somos Iglesia y caminamos con la Iglesia. La profundización en la vida de fe converge con la respuesta concreta de los hermanos.
Por esto, amar a Dios es amar a los hermanos y, en definitiva, amarnos también a nosotros mismos. El amor es único у unifica. Newman pensaba seguramente en todo esto cuando, fundándose en san Pablo (Flp 1, 9: «que vuestro amor se enriquezca más y más con el conocimiento lleno de sensibilidad para todo»), hablaba de la necesidad del «acuerdo mental» («intellectual agreement») entre los que caminan juntos para responder al llamamiento de Dios en cada uno de los rodales o parcelas del campo de la Iglesia, en este mundo.
La entrega total a Dios compromete n un nivel de tal profundidad, que los cambios de estructuras, las actividades, aun teniendo verdadera importancia, ésta es sólo relativa. Lo esencial es conservar una conciencia viva de la llamada de Cristo, que elige a sus amigos.
Pablo VI, 3.10.1973
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6. NEWMAN: EL GOZO COMPARTIDO
EL GOZO, la alegría, la felicidad, no son virtudes, pero sí vibración del ánimo frente a lo bueno, o tenido por tal. En la transparencia del gozo existe un elemento, la gratuidad, sin la cual no existe gozo auténtico ni justo. Por esta razón, para que el gozo sea gratuito, debe ser compartido, indivisible, más que una fraternidad, como Newman señala en una poesía referida a los hermanos apóstoles Santiago y Juan (1); es decir, más que la sangre y el corazón: también el pensamiento, la vida y los ideales.
Soledad y amistad
Cuando en esta misma serie nos hemos referido a la soledad interior de Newman (2), no la entendíamos como si se tratara de un aislamiento. No tiene por qué existir contradicción entre esa soledad y la amistad verdadera. A él mismo no le pasó inadvertido el contraste entre el deseo de soledad y el impulso de la amistad; contraste que fue una parte del drama interior de su vida (3). Gozo y dolor {13} le reportaron cada una de estas tendencias, pues la soledad es unas veces paz y reposo, y ambiente para la oración el estudio, pero también se torna dolorosa cuando no es posible hallar con quien poder compartir el beneficio de un gozo que aflora, por más que, mientras se gesta en la esperanza, tal gozo presentido ya constituye un principio de felicidad. Para el creyente, esta esperanza es la que nutre la oración, la que se abre a la búsqueda y a la oportunidad del amor, la que impulsa las buenas obras, los proyectos inspirados, los grandes ideales.
Por esto, en Newman, de la soledad que purifica y profundiza la conciencia de sí mismo, nace la amistad con Dios el afecto más puro, no condicionado, con los hermanos de camino. De esta doble experiencia nosotros señalamos el relieve de la amistad.
La palabra "amigo"
A quien deseara una incursión en el tema de Newman y la amistad, le bastaría abrir las páginas de la Apología, o recoger en la abundante correspondencia la palabra "amigo» ―«friend»―, tan repetida, además, en sus poesías. Por si fuera poco, el P. Tristram ha reunido en un libro una preciosa colección de dedicatorias a los amigos —«gemas literarias perfectas»―, harto elocuentes, en las cuales «el corazón habla al corazón», serenamente, con inafectada sencillez, dignidad y sinceridad (4).
De las páginas de la primera fuente aquí citada, sacamos unas palabras que resumen todo el agradecimiento, todo el gozo y todo el dolor que la amistad labró en la vida entera de Newman:
«Nadie ha tenido jamás amigos más amables y más indulgentes que los que tuve yo; pero, en cuanto {14} al modo de ganármelos, he expresado mi sentimiento (...) en algunos versos. Al referirme a las bendiciones referidas, decía: "Bendiciones de amigos, llegados a mi puerta sin que hubiesen sido llamados ni esperados". Ellos vinieron y ellos se fueron. Vinieron trayéndome una gran alegría; se fueron con un gran dolor para mí. El que me los dio me los quitó» (5).
En Ealing, luego en la universidad, y en el resto de los proyectos ―Movimiento de Oxford, fundación del Oratorio en Inglaterra, actuación en The Rambler, la Universidad de Dublín...― en que participó, son siempre empresas en las que se congregan, amigos y hermanados, sujetos que parten de un previo «acuerdo mental» (6) y una comunión afectiva, en el centro de la cual emerge en todos los casos y se mantiene el liderato de Newman. Sin embargo, no podría afirmarse que él se imponga o exija tal preeminencia, ni que el suyo fuera un proselitismo invadiente. Esta misma actitud, profundamente respetuosa para con los amigos, le acarreará la acusación de falta de celo para hacer «conversiones». Él, en cambio, desconfía de la actividad llamada apostólica cuando ésta cede a la tentación del ejercicio de presiones o estrategias humanas, o se mide por la apariencia de éxitos inmediatos o demasiado brillantes (7).
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Amigos para un ideal
Los amigos, para Newman, no son ante todo un solaz en el que descansa el afecto y la comprensión, o incluso el consentimiento de los halagos, en buena compañía, desde la cual se conjugan las disposiciones para acometer empresas nobles, sino que se pretende una nobleza más alta, desde la cual, lejos de deshumanizar la relación cordial, ésta se fortalece, se purifica y se eleva. El primer amigo es Dios mismo, desde el momento en que se descubrió su presencia intima, ya para siempre sentida como una evidencia consciente (8).
Fue a raíz de este descubrimiento espiritual que se abrió a la amistad con su maestro, el reverendo Walter Mayers, en el Ealing School, a quien Newman bendice como el camino o «medio humano para el despertar de su fe divina» (9). En él desahogará su alma cuando, al llegar a la universidad, tropiece inesperadamente con los contrastes entre fe y vida (10), y de él hará memoria, con gratitud inmarcesible, en 1828, con ocasión de los funerales de este providencial primer amigo espiritual, con palabras que recoge Ward, en las cuales, sin que Newman se dé cuenta, se trasluce a sí mismo en la imagen admirada del maestro, como hombre de oración y de una religiosidad directa en toda su conversación, que discurría con naturalidad, sin {16} afectación alguna (11).
Ya hemos visto que, en Oxford, su primer inseparable compañero universitario fue John William Bowden, siempre fiel, aunque fallecido demasiado joven, cuando faltaba seguramente muy poco para acompañarle en la conversión al catolicismo.
"El vino añejo" Verdaderos amigos, guiados por un ideal superior a cualquier interés personal, lo serán Newman y Bowden, con Pusey, Keble y Froude. El Movimiento de Oxford se apoyará en esta fidelidad de corazón y de pensamiento. Se influirán recíprocamente. Newman, aun siendo más joven que ellos, superará las huellas emocionales del calvinismo y se convertirá, finalmente, y de modo espontáneo, en el centro del grupo. El rescoldo de esta amistad universitaria Newman lo encontró en el Oriel, donde fue decisivo el trato con Whately y Hawkins, si bien estas relaciones amistosas necesitarían un capítulo especial. La más fuerte fue seguramente la de Keble, de la cual Newman refiere el primer encuentro, provocado por Froude, «el ladrón que hizo una buena acción» (12). Serían éstos los amigos cuya fidelidad dejaría intacta el paso de los tiempos:
«old friends» ―el vino viejo, que sigue siendo siempre el mejor (13)—, a pesar de que no acabaran siguiéndole en las etapas del camino de la fe hacia el catolicismo, lo cual no fue un gran dolor 59-60.
{17} por el desprendimiento interior que el amor hacia todavía más sensible: «La separación de los amigos fue algo que pesó sobre mí durante un par de años antes de hacerme católico, y afectó seriamente sobre mi salud. Es el precio que hube de pagar a cambio de un gran bien. Cada uno ha de dar lo mejor de sí mismo» (14).
Liderato y amistad
Después de Oxford, en el retiro de Littlemore y, enseguida, en Birmingham, seguirá amando y siendo querido por los demás, si bien desde una posición en la que, a pesar de sí mismo, se diferencia mucho de los demás, a los que sobrepasa por su gran personalidad. El P. Tristram lo resume bien cuando escribe: «Era preeminentemente un hombre {18} que no seguía a los demás, sino que eran los otros quienes le seguían a él; en el Oriel, en Littlemore, en Edgbaston, fue el centro de un grupo de jóvenes, en general más jóvenes que él, que lo admiraban y lo tomaban por guía, y cuantos más tarde fueron participes de su intimidad lo reverenciaron sobremanera. En su propia comunidad fue siempre el protagonista, una persona al margen de las demás, un ser que pertenecía a un orden distinto, pero que, a la vez, permanecía atractiva y atrayente» (15).
Fidelidad y soledades
Pero hubo una gran amistad que es preciso poner de relieve, parecida a la evangélica de Jesús con el discípulo preferido, entre Newman y el fidelísimo y siempre dispuesto a ayudarle Ambrose St.
John. Fue un confortante regalo de la Providencia a lo largo de pruebas y soledades, de silencios y desafecciones, y de abandonos e ingratitudes de algunos de los más obligados. Esas purificaciones del alma que no pueden ser descritas en breves palabras. Tal vez, el sepulcro compartido en Rednal puede explicarlo en parte, y puede ayudar a comprender el ideal del Oratorio inglés, que fue concebido como algo más que una mera solución comunitaria para recoger a convertidos o hacer posible la satisfacción de un cierto romanticismo espiritual de huella cristiana.
Compartir la alegría y el gozo de la fe y de la renovación de la Iglesia, con el doble latido formado por el propio corazón y el de los amigos, como en las últimas palabras con las que Newman cierra su Apología, en la cual, con la paz y la esperanza purificadas en el crisol de la vida, recuerda a Oxford desde el Oratorio presente, por el gozo indivisible y desbordante, para que se convierta en fiesta para todos en el cielo.
(1) «Brothers in heart, they hope to gain / an undivided joy», V. V. (1868, 1a ed.), p.
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(2) LAUS, oct. 1988, p. 13.
(3) «I have ofteen been puzzled at myself, that I should be both particularly fond of being with Friends». De una carta a un crítico, al que agradece la recensión de VERSES IN VARIOUS OCCASIONS, en 1868.
(4) H. Tristram, en NEWMAN AND HIS FRIENDS, p. 26.
...
(5) APO. p. 27.
(6) «Intellectual agreement.. Newman se refiere a él e propósito del Oratorio, como ideal de comunidad. Glosa A san Pablo (Flp 1, 9 y 1Co 1, 10), y enfatiza la necesidad de este acuerdo previo, sin el cual la invocación de la ciertamente excelente caridad podría convertirse en mera retórica (ef. L. D., vol. XIII, p. 426).
(7) #At Propaganda, conversions, and nothing else, are the proof of doing any thing.
Everywhere with Catholics, to make converts, is doing something and not to make them, in doing nothing (...) they must be splendid conversions of great men, noblemen, learned men, not simply of the poor; (...) their notion of the instrumentally of this conversion in masse, is the conversion of persons of rang (...) I never have courted men, but they have come to me.. A. W. (ed. 1956), pp. 393 y 395.
(8) I feel it is impossible to believe in my own existence (and of that fact I am quite sure) without believing in the existence of Him, who lives as a Personal, All-seeing, All-judging Being in my consciences. APO., p. 180: véase también (9) The conversations and sermons of the excellent man, long dead, the Rev. Walter Mayers, of Pembroke College, Oxford, who was the human means of this beginning of divine faith in me». APO., p. 17.
(10) «It is sickening to see what I might call the apostasies of many», L. D., vol. I, p. 66.
En una de sus primeras cartas desde el Trinity, en 1817, ya le había escrito: «I was deceived in my expectations of being in Town a few weeks after I left Ealing (...) I hope I shall continue firm in the principles, in which you, Sir, have instructed me» y le promete convertir en práctica las buenas resoluciones, hasta la hora de la muerte (0.e., p. 31).
(11) Cit. por W. Ward, THE LIFE OF JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN (1912) vol. II, p. 512.
(12) Newman lo reporta: «Hurrell Froude brought us about 1828: it in one of the sayings preserved in his REMAINS, ―"Do you know the story of the murdered who had done one good thing in his life? Well; if I was asked what good deed I had over done, I should say I had brought Keble And Newman to understand each other"».
APO., p. 29.
(13) En una carta a Isaac Williams, el 21 de oct. 1861: «There is no pleasure of this world which to me would be so great in itself, as to see you and other of my old friends (...) Or friendship, our Lord's words seem to hold, Nemo bibens vetus statim vult novum; dicit enim, Vetus melius est (Le 5,39)», L. D., Vol. XX, Pp,
(14) En una carta a Robert Wilberforce, el primero de sept. 1854 (L. D., vol. XVI, p.
242).
(15) O. c., p. vii.
...
Os llamo amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé.
Esto os mando: que os améis a otros.
Juan 15, 15-17
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7. Amigos y hermanos
Hay una historia que lleva los nombres de Juan y Andrés, de Pedro y Santiago, de Natanael, de Felipe... Comenzó con los dos primeros, a la orilla del Jordán, cuando Jesús estuvo allí.
Es una historia de amigos y hermanos, y Jesús como Amigo común y Hermano mayor, porque era el Hijo en quien el Padre del cielo se complacía. En poco tiempo llegaron a formar una comunidad de afecto santo, comprometida con el proyecto de Dios, un Reino totalmente nuevo, que ya se vislumbraba.
Amistad y hermandad que sería más que un ideal; significaba adherirse a la Persona de Jesús: abrirse a su pensamiento, darle el corazón, mantenerse conscientemente fieles, seguirle con libertad, hasta siempre. Sería una vida que la gracia, o miste rio del tacto de Dios en el alma, penetra, traba y entusiasma.
En adelante, allí donde esto no se quebrara, se reconocería que los hombres, sin mentir, serían hijos de Dios y formarían la Iglesia. Amigos y hermanos de Cristo, hijos todos del Padre del cielo, «Padre mío —dirá Jesús, al final― y Padre vuestro».