Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 255. FEBRERO. Año 1989
0. SUMARIO
INICIADOS en la fe cristiana, debemos crecer en ella. Es imposible detenerse en un grado de desarrollo vital; imposible cristalizar en una madurez lograda. La vida es movimiento y crecimiento, y hay que olvidarse de medir para mirar adelante, hacia la meta, que es Dios mismo. Tener en cuenta a los santos nos puede estimular, porque ellos nos muestran que, como luchadores y peregrinos, no estamos solos, y porque lo que ellos hicieron también podemos hacerlo nosotros. La vida, para el hombre de fe, es un movimiento hacia Dios.
SENSIBILIDAD
PRESENTE CONTINUO
CONVERSIÓN, TRADICIÓN Y NOVEDAD
LA DOBLE REALIDAD
LA FUERZA DEL EVANGELIO
NEWMAN. EL COMBATE DE JACOB
LAS SIETE IGLESIAS
DE LA MORTIFICACIÓN
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1. Tiempo de oración: SENSIBILIDAD
Pasó aquel tiempo en que, alejado de lo bueno,
también tenía miedo de lo malo,
huía del combate del espíritu,
temiendo al enemigo amenazante y fuerte.
Ahora, sin embargo, más consciente,
siento el dolor de mi vergüenza,
descubro que aquel miedo era indolencia,
y pretender el cielo casi orgullo.
Mi Salvador me llama, me levanto
para entregarle generosamente
el corazón en paz; le miro a él,
en quien mi amor, por fin, confía.
Prescindo que otros vean mis tropiezos,
y, aunque sigo luchando entre temores,
camino hasta donde él me acepta,
me acerco a él le amo mucho más.
John H. Newman, C. O., (15.1.1833), (Traducción) 2 (22)
{2 (22)}
2. Presente continuo
LITURGIA es la celebración pública del misterio cristiano. Tal celebración no admite particiones, ni puede desligarse de lo que en ella es esencial y constituye su objeto, ya que el misterio cristiano se identifica con la renovada celebración de la única Pascua del Señor Jesus. La repetición sistemática del orden establecido en el llamado "año litúrgico", distribuido en ciclos, no tiene propiamente ni un "antes" ni un "después" pascual. Cuando con lenguaje convencional hablamos de "preparar la Pascua", no repetimos el gesto de los discípulos que obedecieron el mandato del Señor para disponer la del cenáculo, ni podemos limitar su referencia a la que se avecina cada año en sincronía con el tiempo astronómico, y que se refleja en el programa que se establece en el calendario, porque, situados en el tiempo, la que llamamos preparación pascual es ya parte de su misma y propia celebración.
Todo bautizado es, después de su inserción en Cristo, un hombre pascual. Cualquier modificación de la óptica con que contemplemos el único misterio que nos vincula 1 Cristo no puede desplazarnos de nuestra condición radical, originada en el Bautismo. Por este sacramento Cristo nos une a su Pascua, aunque permanecemos, desde esta unión, orientados a su consumación en la eternidad, más allá del tiempo y de esta vida, cuando «siempre estaremos con el Señor» (1 Ts 4, 17).
Pascua futura solamente lo es la del cielo. Cada vez que celebramos lo que constituye el acto central del culto cristiano, recordamos la muerte y resurrección del Señor, hasta que vuelva, cualquiera que sea el tiempo litúrgico en que se enmarque esa celebración, y a la Pascua nos referimos en todo rito o sacramento, en toda convocación fraternal en Cristo, siempre presente en medio de los que se reúnen en su nombre.
Entonces, ¿qué objeto tienen los llamados tiempos litúrgicos por los que discurre la celebración del misterio cristiano? Son actos de la Iglesia ―extensión y desarrollo {3 (23)} del cuerpo místico de Cristo, proyectado en la historia― que reavivan, frente a la presencia del Señor en ella, la fe y la esperanza para el crecimiento de la caridad, y disponernos para una madurez sobrenatural cada vez mayor. La repetición cíclica de estos tiempos no permite que decaiga la presencia dinámica, siempre actual, del misterio único que en ellos se celebra. El tiempo litúrgico no tiene parado ni tiene futuro: es un presente continuo, como debe serlo la afectuosidad del fiel que, por la gracia, vive a Cristo y se esfuerza en amarle. Vida es vivir y estar viviendo, y amor es amar y estar amando. La iniciación cristiana inaugurada con el Bautismo Migue desarrollando el misterio de la incorporación de los fieles a Cristo, muerto y resucitado, en espera de la consumación gloriosa de la Pascua del cielo, en la densidad infinita del presente eterno de Dios, simple, total y perfecto.
En la medida que acertamos a tomar el tiempo como una presentidad apoyada en la inminencia de lo eterno, nuestra comunión con Cristo se mantiene en continuo crecimiento, compenetrados, él en nosotros y nosotros en él, nuestro tiempo en la eternidad de Dios y la eternidad de Dios conteniendo nuestra temporalidad. Si bien la participación en el misterio de Cristo no diluirá nuestro ser en el ser de Cristo, sino que la grandiosidad y riqueza divina de este atravesará sin romperla ―como la luz el cristal― nuestra propia identidad, revitalizando con su influjo nuestra personalidad, en la que se repetirán los rasgos de Cristo, y el latir de su vida penetrando en la nuestra, a través de la gracia, en orden a capacitarnos, más allá de todo tiempo, para ser en verdad hijos de Dios y herederos, con Cristo, del Reino que el Padre le tiene reservado.
Seremos los mismos, pero habremos adquirido la fisonomía de hijos; será nuestra propia vida, pero cambiada en su forma, sobrenaturalizada. Mientras estamos en el tiempo, morimos y resucitamos a cada momento, proyectados hacia el destino glorioso de hijos de Dios. Cristo se forma en nosotros y, en la medida que el misterio de su vida y su muerte nos alcanza, nos vamos aproximando a la participación en su gloria, la Pascua eterna. Por eso podemos decir que, de algún modo; para el bautizado, la eternidad ya ha comenzado, y que el tiempo ha sido absorbido en ella, porque somos hombres pascuales.
Dios todopoderoso y eterno ha establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a sus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivan las realidades temporales como primicias de las realidades eternas.
Prefacio II de Cuaresma
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3. Conversión, tradición y novedad
LA conversión supone siempre renovación. Pero, apenas establecemos este binomio, aparece el riesgo de dos problemas:
por una parte, podríamos propender a inaugurar una novedad, prescindiendo en absoluto del pasado, diafragmada, desarraigada de todo precedente, y entonces nos damos cuenta de que deshumanizaríamos nuestro esfuerzo para el bien, de modo que nacería muerto cualquier proyecto virtuoso, salvada solamente la ilusión tal vez sugestiva, pero engañosa, que de lo abstracto pudiera derivarse. Por otra parte, podríamos volver al pasado, para recuperar y conservar su contenido de bondad, limitándonos meramente a repetirlo, lo cual equivaldría espiritualmente a una parálisis. Tampoco se trata de imaginar la posibilidad de un equilibrio pasado-presente, mitad y mitad, que permanecería en la ambigüedad de lo indeterminado, formal hasta cierto punto, pero descomprometido. En realidad sería, también, una vuelta atrás, aunque disimulada, y a un paso del fariseísmo.
Los santos son admirables, entre otras cosas, porque han sabido sortear tales peligros. El padre Giulio Bevilacqua, amigo de Juan XXIII y maestro de Pablo VI, escribía en el prólogo del Diario del alma», del primero, que lo admirable del papa Juan fue que, siendo sin duda un gran renovador, al que se debe el giro que la Iglesia recibió con él, bebió la clarividencia y valentía del impulso con que abrió las ventanas de la Iglesia al mundo actual en las aguas más puras de la tradición cristiana, en las que {5 (25)} apagaba su sed de santidad personal, que todos le reconocieron, y veía la necesidad de dar respuesta a las cuestiones más vivas del hombre y el mundo de hoy. Con lo cual daba una lección todavía válida para todos los iconoclastas apresurados, lo mismo que a los nostálgicos de restauraciones imposibles, porque encerrarían graves contradicciones con el Evangelio ―«Buena Nueva»― de Jesucristo, y aun equivaldrían a un regreso, aunque fuese inconsciente, a la vejez de la sinagoga. Unos y otros se seguirían llamando cristianos, pero serían, a lo sumo, los seguidores o inventores de la nueva o novísima cultura cristiana, o los partidarios de una cultura cristiana anterior, periclitada.
Los santos han sido los cristianos que se han mantenido en un estado de conversión constante, proyectándose hacia adelante, con la inteligencia, con el espíritu, pero sin perder sus raíces, cada vez más profundas, en el Evangelio, y en el ejemplo de otros santos que les han precedido. Así comprendemos que nuestro Padre san Felipe recomendara constantemente que se volviera siempre el pensamiento y la oración a Jesucristo, como está en el Evangelio, y a las vidas de los santos, sin perder el tiempo en otras literaturas o libros pretendidamente espirituales, que hoy llamaríamos de consumo.
Newman encontró el camino de la verdadera Iglesia escudriñando las páginas de la mejor tradición cristiana. «Los Padres me bastan», decía.
La misma Iglesia, durante la Cuaresma, evita en lo posible otras conmemoraciones para que, en el orden de su liturgia, prevalezca constantemente la lectura y comentarios de los libros sagrados, casi como si debiéramos comenzar de nuevo nuestra propia conversión. Haremos muy bien en participar en las eucaristías de este santo tiempo, incluso en las de entre semana, si nos es posible, y tanto mejor si, antes de acudir al templo, hemos dedicado unos minutos a leerlas en nuestro misal, para poder entenderlas mejor al oírlas proclamar en la celebración de la santa misa. Luego, cuando volvamos a ellas, encontraremos manantiales de luz para nuestras almas.
La misma luz que iluminó a los santos que nos han precedido en la fe. Y ojalá que, como ellos, descubramos la novedad que en ellas se nos reserva para encarnarla en nuestras propias vidas.
Es certísimo que en la Iglesia Católica ha habido una gran profanación de la verdad, y necesariamente es así, porque la verdad es creída, mas no obedecida.
J. H. NEWMAN, L. D. XXVII. 139.
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4. La doble realidad
DISCERNIR la conexión que debe haber entre las realidades temporales y las eternas constituye un acto insigne de prudencia cristiana. No se trata del regateo casuístico de la moral, para determinar hasta dónde sea lícito detenerse en las primeras y gozarlas, con tal de evitar el abuso que impidiera mantener el mínimo de dignidad exigida para participar en las eternas, como si éstas, a modo de concesión, legitimaran la medida en que aquéllas pudieran gozarse. Hemos construido una moral abusiva en competencia con lo sobrenatural, dejando la respuesta a nuestro destino último y sobrenatural en los mínimos. Hasta puede dar la impresión de que preferiríamos la hipótesis de un Dios que se limitara a asistirnos en lo que le pidiéramos aquí en la tierra, como complemento de nuestra instalación temporal. Y que nos bastaría un Dios meramente útil, caso de que fuese posible renunciar al cielo y eliminar infiernos, ambas cosas a la vez. Hasta aquí se llega cuando la formalidad moral prevalece a la vida de fe.
Realidades temporales y realidades eternas están referidas unas a otras, entre sí, para el cristiano.
No nos podemos desentender de ninguna de las dos, y se trata de alcanzar la libertad frente a todo afecto desordenado, para que sea posible «vivir las realidades temporales como primicias de las realidades eternas», tal como proclama la Liturgia cuaresmal. Hemos de elevarnos por encima de las inmediatas finalidades terrenas, hasta ser capaces de inscribirlas en las eternas, como una primicia, como una anticipación, como un anuncio o testimonio anticipado, espiritualizando esta vida, como si inauguráramos el cielo aquí. Se trata de {7 (27)} eliminar el "después" y empezar a vivir "desde ahora" con perspectiva de cielo.
La fe, para el cristiano, no puede ser solamente adhesión especulativa a la verdad divina, sino anticipación, de alguna manera, de la visión de Dios. Vivir de fe es proyectar esta contemplación sobre las realidades cotidianas. Por esto, la fe «es el fundamento y raíz de toda santidad», dice el concilio de Trento, para el que salvación, justificación y santidad significan lo mismo.
La fe debe crecer con la experiencia de la gracia que le da forma. Este crecimiento es equivalente a una conversión constante, porque resulta de la tensión sobrenatural de «volverse a Dios» sin cesar. Pero la vuelta a Dios necesita de un ámbito, que es la comunidad que congrega a los creyentes. Comunidad de fe a la que accedemos por el Bautismo, o Iglesia, a la vez comunidad de comunidades. La proclamación de la Palabra constituye su primer deber, pues así lo recibió de Cristo.
Seguramente porque, en el seno de la Iglesia, acordándonos de lo que él nos dijo, la fe no se nos reduzca a filosofía, y la comunidad fraternal a mera sociedad. Y fuera de ella, para que sea luz que anuncia la gran novedad del proyecto divino para la salvación y felicidad de todos los hombres.
De la Palabra meditada, como de la brasa la llama, surge la oración. Palabra, fe, oración y amor son la vida de la comunidad, es lo que anticipa su cielo. Toda vida sobrenatural y todo crecimiento y desarrollo de la misma se asienta en esta base, y de esta vida y este crecimiento nacen las acciones de bien, la dinámica apostólica genuina. El apostolado no es otra cosa {8 (28)} que el desbordamiento de la fe y la caridad derramado hacia fuera por la pasión de bien, conducida por la gracia.
Cuaresma tiene la connotación de tiempo penitencial. Es cierto que la Iglesia impone a sus fieles algunas privaciones simbólicas, para que éstos no se olviden de la imposibilidad de hacer compatible todo intento de establecimiento en las seguridades y gustos temporales con la esperanza sincera de los bienes eternos. Pero el cristiano que asume la fe como forma de su existencia no encontrará ninguna dificultad no ya en la observancia de estas mínimas prescripciones, sino que descubrirá el gozo del desprendimiento y la austeridad que la lógica de la fe le demandan.
El cristiano que busca sinceramente a Dios, que cree y se confía a él, no siente que deje nada, porque cree haber encontrado lo mejor; no le parece que se desprende, sino que se enriquece. Crece en la libertad interior, sin que por ello deba despreciar a nadie; espera el cielo, sin que deje de agradecer la vida que ha recibido; quiere a todos y estima el amor que recibe de los hermanos, pero sólo necesita de Dios. «He aquí que no tenemos nada, y parece que lo poseemos todo», decía san Pablo. Pobres y ricos a la vez, servidores y libres, vapuleados y alegres, en la tierra, pero ya en el cielo.
La conversión va realizándose en el ámbito de una comunidad de fe: a través del Bautismo, que nos introduce en la Iglesia, a través de la oración en común y con nuestra acción, junto a otros, por la justicia.
Conferencia Episcopal de EE. UU., 1986
DE LA ORACIÓN.
San Felipe Neri decía que el hombre que no hace oración es como un animal irracional.
También, que para hacer bien la oración era necesario, ante todo, presentarse ante la excelsa majestad de Dios, con profunda humildad, como un necesitado que se reconoce impotente para hacer nada bueno por sí mismo, y, desde esta humilde postración, echarse en brazos de Dios, y Dios le enseñará a hacer oración.
La preparación verdadera para la oración, además de la humildad, consiste en ejercitarse en la mortificación; pues querer darse a la oración sin mortificación es como si un pájaro quisiera ensayar a volar antes de tener plumas.
Tampoco se puede llegar a la vida contemplativa si antes uno no se ha ejercitado en la activa con asiduo trabajo.
Instado el Santo por un penitente suyo a que le enseñara a hacer oración, le contestó: Sé humilde y obediente y te lo enseñará el Espíritu Santo.
(Del libro «Ascética de S. F. N.»)
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5. LA FUERZA DEL EVANGELIO
John H. Newman, C. O., P.S., IV, 10 EL Evangelio ha hecho santos, ha suscitado ejemplos de fe y de santidad que, de otro modo, habrían sido desconocidos e imposibles: durante siglos ha trabajado para los elegidos y ha triunfado en su propósito. Esta ha sido, por decirlo de alguna manera, la señal del Evangelio. Otra especie ordinaria de religión, digna de alabanza y respeto dentro de su género, puede darse bajo muchas formas, pero los santos son obra del Evangelio y de la Iglesia.
No es que un hombre así, durante su vida, se muestre muy diferente de los demás que puedan dar, también, buen ejemplo, toda vez que la gracia, en él, permanece en la profundidad del alma y no puede ser conocida ni comprendida hasta después de su muerte, y, tal vez, ni siquiera en ese momento. Pero puede ocurrir que sea entonces cuando tal hombre «brille como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 43), y se represente en la memoria que ha dejado sobre la tierra lo que ha de realizarse en su alma y en su cuerpo en el cielo. Por esta razón no acostumbramos a dar a los vivientes el título de santo, mientras dura su vida, porque nosotros no podemos conocer cuáles hayan seguido el llamamiento del Evangelio, y cuáles no. Sin embargo, cuando el tiempo ha pasado, después de la muerte, cabe que se ponga de manifiesto su excelencia, y podamos reconocer su testimonio o muestra de aquello que el Evangelio es capaz de realizar, y tengamos así una prueba o prenda de otras creaciones de Dios, de sus santos innumerables, que mueren y no son reconocidos.
{10 (30)} El Evangelio, pues, ha llegado a nosotros no solamente para convertirnos en buenos individuos, buenos ciudadanos, buenos elementos de la sociedad, sino para hacer de nosotros miembros de la nueva Jerusalén, «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
Ciertamente, nadie puede ser verdaderamente cristiano si no es un buen sujeto y un buen miembro de la sociedad; pero tampoco sería un buen cristiano si no añade algo más a este nivel. Si no aspira a superar la capacidad del hombre natural, no es un buen cristiano, no responde a la elección que Dios ha hecho de él. El Evangelio eleva su exigencia hasta ofrecer un horizonte sobrenatural: «Invócame ―dice el Omnipotente por medio de su profeta—, y yo te responderé, y te mostraré cosas grandes y admirables que todavía ignoras» (Jr 33, 3). Pero, por desgracia, gran número de hombres no captan la fuerza o no sienten la generosidad ni el deseo vivo de corresponder a tal invitación. Se sienten ya satisfechos permaneciendo allí donde naturalmente se encuentran, se resignan a ser lo que el mundo ha hecho de ellos, se forman una idea de las cosas según lo que ven y tocan los sentidos, y, de este modo, reducen y conciben el Evangelio de acuerdo con estos pensamientos y sentimientos primarios que surgen dentro de ellos mismos. En suma, se hacen una religión a su medida.
Quiera Dios concedernos una disposición interior sencilla, reverente y amorosa, para poder ser, sinceramente, hijos de la Iglesia, abiertos a sus enseñanzas. Una vez obtenido esto, lo demás nos lo dará la gracia.
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6. NEWMAN: EL COMBATE DE JACOB
EL Evangelio es un anuncio de verdad y de gozo para una vida y, como la misma vida, «no se puede partir en dos» (1). La respuesta vital a este anuncio no se improvisa con el simple fervor de la adolescencia, sino que requiere un cierto grado de madurez que solamente el tiempo y, sobre todo, la gracia correspondida pueden llevar a buen término. Es cierto que Newman no podrá acusarse de haber traicionado jamás la fidelidad puesta en Dios, a partir de su primera conversión «a los quince años»; pero cuando alcanza la madurez de hombre adulto, se da cuenta de que no basta creer, extasiando el alma en el gran descubrimiento del «tú y yo» de la presencia intima de Dios en el propio ser (2). A esta respuesta admirada debe seguir, porque Dios la espera, la entrega de la voluntad del hombre que ha sido objeto de tal anuncio.
El viaje a Sicilia
Ahora bien, este sometimiento radical y a la vez activo de sí mismo al misterio divino no se produce {12 (32)} sin lucha. Newman vivió esta lucha en su «viaje a Sicilia», del cual disponemos, afortunadamente, de bastantes testimonios en su correspondencia, poesías y memorias autobiográficas. Mientras leemos el relato que él mismo ha dejado, nos damos cuenta de que a esta fase de su peregrinar a Dios le atribuía una significación providencial, y nos la describe como una lucha entre la voluntad propia y la divina (3), a semejanza de como Jacob tuvo que luchar con el ángel.
Era hacia finales del año 1832. Newman podía considerarse todavía joven ―tenía treinta y un años―, y se hallaba bien establecido en la Universidad de Oxford, y había terminado su primer libro, The Arians of the Fourth Century. La ocasión para esta primera salida de Inglaterra se presentó cuando Hurrell Froude lo invitó para que le acompañara con su padre y el amigo Richard Harwell.
Newman se encontraba circunstancialmente más descargado de sus deberes universitarios, disponía de algunos ahorros, y le pareció que un paréntesis de descanso resultaba legitimo (4). De este modo, se decide a aceptar el ofrecimiento, y se embarca el 8 de diciembre de 1832, con sus amigos, en el puerto de Falmouth, para un crucero que los llevaría a Cádiz, Gibraltar, Malta, Corfú, Nápoles y Roma. Pero el viaje, por lo menos en lo que a él se refería no resultaría de descanso. Apenas concluido el periplo previsto, siente que le invade un gran deseo ―que él califica de «capricho»― de soledad, se separa de sus compañeros y vuelve a Sicilia, donde, inesperadamente, cae gravemente enfermo.
{13 (33)}
"Luchar" con Dios
Esta, que fue la crisis física más grave de toda su vida, hasta el punto de ponerlo en las mismas puertas de la muerte, se interfiere con la no menos dramática de un combate interior, en el cual se sentía visitado por Dios «luchando con él», doblegándole y reclamándole un sometimiento absoluto, sin poder evitar interiormente la presión divina de sentirse «como perteneciendo totalmente a Dios» (5). Sentimiento y convicción de que la voluntad divina le asediaba y que debía ceder entregándose a ella. Crisis espiritual que, sin duda, no podía constituir una absoluta sorpresa, porque se habría insinuado en su espíritu, intermitentemente, en los últimos años; sólo que, por fin, Newman se encara ahora con ella. Para eso quería la soledad. Y Dios lo coge por su cuenta, haciéndole experimentar toda su debilidad, desde cuyo fondo Newman no clama para recuperar la salud, sino que mira a Dios, convencido de que, a pesar de la enfermedad, no moriría, porque «nunca había pecado contra la luz» (6). La convicción de seguir viviendo la relaciona no con la superación de un peligro físico, sino con una misión que la Providencia le reserva. Más tarde, él mismo se debatirá preguntándose qué habría querido decir exactamente con aquellas palabras cuando, entre los delirios de la fiebre, las repetía al fiel criado que le asistió, único apoyo humano con el que pudo contar en aquel duro trance. Y le resonaba una frase que había pronunciado en Roma dirigida a monseñor Wiseman ―futuro primer arzobispo de Westminster y cardenal―, al visitarlo, como un acto de cortesía hecho a un connacional {14 (34)} común, con sus amigos, sin atender entonces al alcance que la Providencia le reservaba: «tenemos una tarea que llevar a cabo en Inglaterra» («a work to do in England»). Esta expresión se fue convirtiendo en un imperativo concluyente en la conciencia, entendido como que tenía que dedicarse al bien de la Iglesia. Más tarde comprendería todo su alcance, una vez que estallara el llamado «Movimiento de Oxford».
Evolución
Dios lo preparaba para esta tarea. Habían pasado años desde aquel otoño de 1816, cuando experimentó «un gran cambio mental, el descubrimiento del Dios personal, que significó para él «el comienzo de una nueva vida» (7), lo cual le había inmunizado, para siempre jamás, de cualquier tentación de escepticismo (8). A partir del Newman de 1816, podríamos caracterizar su evolución observando el camino que va desde el evangelismo de su recordado Walter Mayers a un cierto liberalismo, del cual se desprenderá, a partir de 1828, volviendo a su «devoción por los Padres» (9). Es el momento en que John Keble ejerce sobre él una influencia espiritual manifiesta. Keble era un hombre que podríamos llamar virtualmente católico ―creía en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, en la sucesión apostólica, en el poder de las llaves…―, y poseía, junto con el don de la simplicidad, el inestimable del gusto por la poesía religiosa, como lo {15 (35)} evidencia en el Christian Year, aparecido en 1827, que tanto aumentó su prestigio de sabio y místico. A este influjo hay que añadir el impacto de la muerte de Mary, la menor de las hermanas de Newman, preferida por él, que le conmovió profundamente (10). La muerte es maestra para la vida, y en la correspondencia, especialmente la del año 1828, aparece esta presencia del pensamiento de la muerte, ligada al sentimiento por Mary: y lo mismo es influida la predicación, tan a menudo referida al «más allá» ―«other-worldiness»―, en sus famosos sermones de St. Mary's, en los que encontraríamos, además, muestras de su evolución hacia una serenidad, tensa a la vez de unción profética, que lo hizo célebre entre los estudiantes y los demás colegas de fellowship, los cuales llenaban las naves góticas de la iglesia universitaria de Oxford, sin perder palabra de las que, como hilo de luz, Newman pronunciaba.
La arrogancia del sabio
Pero ahora Dios lo sometía a una crisis de madurez en la fe, que le llevaría a superar la simple harmonía en la que tiende a encerrarse la arrogancia de la inteligencia o la mera actuosidad, producto del prurito de la voluntad. Newman se da cuenta de que el afán por el estudio lo conducía hacia una mentalidad excesivamente cerebral (11).
{16 (36)} Buena parte de sus sentimientos y de su lucha interior, en el decurso de este viajes, los descubrimos en sus poesías, tan abundantes a través de su itinerario. Entre toda su colección, podríamos elegir una en la que nos es fácil adivinar su estado de ánimo, titulada Sensitiveness (12), en la cual se reprocha que, tal vez, su «anhelo del cielo... fuera sólo orgullo». Espanta tan radical sinceridad. Ve, finalmente, que ha de dejar conducirse por Dios, y no solamente mirar a Dios, se trata de entregarle la voluntad y amarlo, porque no basta obedecerlo desde fuera, ni aceptarlo lógicamente. Los sentimientos de Newman, abiertos ahora a la entrega total a Dios, estaban ya contenidos en la más famosa de sus poesías, Lead, kindly Light (13), que figura en todos los himnarios anglosajones, católicos o no, de todo el mundo. La escribió un día de calma en el mar, anclada la nave en el estrecho de Bonifacio, de vuelta a Inglaterra. En verdad, Dios había vencido, la noche había pasado, y los ángeles le sonreían, como a Jacob después del combate (14).
(1) "Ye cannot halve the Gospel of God's grace», V. V. (1868, 1ª edic.), p. 122. Poema fechado en Palermo, el 5 de junio de 1833.
(2) Conf. LAUS n. 248 (abril 1988), pp. 13-19.
(3) «I felt God was fighting against me, and felt at last I knew why, it was for self will», A. W. (28. 12. 1834).
(4) L. D., vol. III, pp. 274-275 y 282.
(5) «At one time I had a most consoling overpowering thought of God's abiding love, and seemed to feel I was His», A. W., ibid.
(6) Lo repite en las cartas a sus amigos, en los escritos autobiográficos y en la APOLOGÍA (vid. CORRESPONDENCE OF JOHN HENRY NEWMAN WITH JOHN KEBLE AND OTHERS, 1839-18-15; 1917, p. 315: APO., final del cap. 1).
(7) A. W., Memoria autobiográfica, cap. I.
(8) «I fell under the influences of a definite God, and received into my intellect impressions of dogma, which, through God's mercy, have never been effaced or obscured», APO. (M. J. Svaglie ed.), p. 17.
(9) «In proportion as I moved out of the shadow of that liberalism which had hung over my course, my early devotion towards the Fathers returned; and in the Long Vacation of 1828 I set about to read them chronologically, beginning with St. Ignatius and St. Justin», APO.. p. 35.
(10) Tenemos un ejemplo en la poesía CONSOLATIONS IN BEREAVEMENT, de abril de 1828 (...Death came unheralded... Deuth wrought in mystery... Death came and went...), y también A PICTURE, de agosto del mismo año («She is not gone; ―still in our sight / That dearest maid shall live....»), V. V., pp. 18 y 21.
(II) «The truth is, I was beginning to prefer intellectual excellence to moral: I was drifting in the direction of the Liberalism, of the day. I was rudely awakened from my dream at the end of 1827 by two great blowy ―illness and bereavement» (APO.
p. 26). Newman entendía por liberalismo el error de someter al juicio humano las doctrina, reveladas, que se encuentran, por su propia naturaleza, por encima de la mente del hombre y, por ello, tienen su fundamento en la autoridad exterior de la Palabra divina.
(12) «Time was, I shrank from what was right / From fear of what was wrong; / I would not brave the sacred fire, /...Such dread of sin was indolence, / Such aim at Hen ven was pride», V. V. p. 94. Aparece traducida en la p. 2 de este mismo número de LAUS.
(13) Véase LAUS n. 252 (nov. 1988), pp. 17-18.
(14) Véase TAORMINI, en V. V., p. 115.
Dios da su gracia a todos los hombres, y a aquellos que al recibirla la aprovechan les da más gracia todavía; y sigue manteniendo su ofrecimiento aun a aquellos que la ahogan...
John H. Newman, C. O., Mix 188
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7. LAS SIETE IGLESIAS
DESDE muy antiguo o en Roma existía la tradición de la peregrinación a las «Siete Iglesias». Era, sin duda, una vuelta a la simbología que usa el evangelista san Juan en el Apocalipsis, y un como volver los ojos a la primera Iglesia, de los apóstoles y de los mártires. Los templos que constituían la meta de las etapas en que se escalonaba el recorrido eran: San Pedro, San Pablo Extramuros, San Sebastián, San Juan de Letrán, Santa Cruz de Jerusalén, San Lorenzo Extramuros y Santa María Mayor.
Los dos primeros, situados uno a cada lado de los márgenes del Tíber, Pedro y Pablo, las dos grandes columnas de la Iglesia, muertos y sepultados en Roma; tocando la vía Appia, camino de los caminos por donde Pedro y todo caminante llegado del mediodía o de oriente alcanzaba la urbe, se iba a la basílica de San Sebastián, a las afueras, donde según la tradición estuvieron, originalmente, los sepulcros de los dos grandes Apóstoles, y las catacumbas donde yacieron los cuerpos de papas y cristianos y cristianas héroes de la fe. Tampoco podía faltar san Lorenzo, que murió mártir, rogando por su ciudad, el joven diácono que, juntamente con el protomártir san Esteban, tuvo siempre la veneración de la Iglesia de los primeros siglos. San Juan de Letrán, iglesia titular del obispo de Roma, iglesia madre de las demás iglesias de la ciudad y del mundo ―«caput urbis et orbis»―, dedica da al Bautista. Santa Cruz de Jerusalén, con la insigne reliquia de la pasión del Señor y el recuerdo del lugar donde nació la Iglesia de Jesús. Finalmente, Santa María Mayor, el primer templo dedicado a la Virgen María.
Se trataba de un itinerario completo, para una meditación de la más fiel inspiración cristiana. San Felipe Neri había recorrido con harta frecuencia ese camino de las Siete Iglesias, que de modo completo o fragmentario formaba parte de sus habituales caminatas en busca de la necesaria soledad para dedicarse a la oración. Más tarde le acompañaron los más adictos de sus amigos y seguidores. Finalmente se convirtió en un acontecimiento casi de multitudes, especialmente al comienzo de la cuaresma.
Siempre hay que volver al Evangelio, y a los primeros mártires, a los mismos orígenes de la Iglesia, para recuperar su pureza original, y hacer sincera en la vida la fe recibida en el Bautismo.
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8. DE LA MORTIFICACIÓN
NO se puede despreciar el valor de las mortificaciones externas. San Felipe Neri, sin embargo, daba la mayor importancia a las interiores. Así, solía repetir que quien no se hallase dispuesto a soportar la pérdida del propio honor no podía adelantar en las cosas del espíritu. Y por esta razón insistía muchísimo en que los deseos de santidad debían ir acompañados del empeño decidido a mortificar principalmente el entendimiento. Repetía: «La santidad del hombre está en ese espacio de tres dedos»; y se llevaba la mano a la frente, y luego añadía: «Toda la importancia está en mortificar el juicio propio».
Un autor del s. XVIII, que se dedicó a coleccionar las máximas y enseñanzas de san Felipe, sobre la vida espiritual, dice que, para el Santo, la perfección consistía en someter la propia voluntad y en depender de quien legítimamente tiene autoridad sobre nosotros: por eso decía a los suyos que no tenía en mucha estima las abstinencias ayunos y obras semejantes, si existe la propia voluntad; y que era preciso esforzarse en dominar el propio juicio, aun en las cosas pequeñas, si querían las grandes y adelantar en el camino de la virtud.
Era por esta razón que, cuando se le presentaba alguna persona que tuviese fama de santidad, trataba de comprobar qué grado de mortificación poseía, y, según fuese de verdaderamente mortificada y desprendida, así la estimaba. De otra suerte, la consideraba sospechosa, cualesquiera que fueran las apariencias, porque, para san Felipe, «donde no hay mortificación no podrá haber santidad».
Sin embargo, aunque desconfiaba de la preferencia por las mortificaciones exteriores, decía que, cuando se hacen por amor a Cristo, y para someterse a su voluntad, ayudan poderosamente para alcanzar facilidad en la práctica de la mortificación interior y de las demás virtudes.
Un discípulo suyo, el padre Pedro Consolino, daba el concepto que san Felipe tenía sobre la mortificación, cuando aseguraba que solía repetir que aprovecha mucho más mortificar una pasión propia, por pequeña que sea, que someterse a innumerables abstinencias, ayunos y disciplinas. Y tenía a estas mortificaciones por tentación del demonio, cuando se hacían por propia voluntad y al margen de la obediencia.
Discusión y reflexión.
Se repite con frecuencia que «de la discusión nace la luz», frase que, como otras muchas, ha hecho fortuna; pero respetando nosotros la parte de verdad que en ella se funda, creemos que no es enteramente exacta y que lo sería del todo si se dijese: «de la reflexión nace la luz».
Nos fundamos, para sostener nuestro modo de pensar sobre este punto, en que la discusión concluye casi siempre por agitar el ánimo de los que a ella se entregan; no así la reflexión, que, aunque penosa, es tranquila y requiere el más profundo silencio.
Además, el que discute (siendo el hombre un ser sujeto a limitaciones) está expuesto a defender una tesis errónea convencido, tal vez, de que es verdadera y, por no declararse vencido, a obstinarse en sostener los mayores absurdos, porque el amor propio, el espíritu de escuela y otros móviles menos nobles son malísimos consejeros. La reflexión, exenta de tales inconvenientes, aunque requiere cierto esfuerzo, evita muchos escollos, contra los cuales la inteligencia humana se puede estrellar.
Jaime Balmes