Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 256. MARZO. Año 1989
0. SUMARIO
SENTIR con Cristo, siguiendo la exhortación paulina, es penetrar en su conciencia humana, asumida por la divinidad. Y, de corazón a corazón, de profundidad a profundidad, ver a Dios y ver el universo, ver a los hombres y ver todas las cosas desde Cristo, en la inmediatez de Dios, para armonizar la vida humana y temporal con la divina y eterna, desde el abismo de nuestra limitación hasta la luz esplendorosa del misterio salvador, libertador, para ser «como espíritus en el cielo», en una dimensión que supera todas las experiencias de la naturaleza, sin destruir lo que somos, sino reforzando el ser, como lo humano de Cristo cuando, resucitado, «vuelve al Padre». Sentir con Cristo es preparar este destino.
EL CIELO NACE DE LA TIERRA
LA ZARZA ARDIENDO
RECETA PARA LA CONVERSIÓN
LA IGLESIA, CONCIENCIA DE
HUMANIDAD Y REALIDAD MÍSTICA
NEWMAN. LA VOZ PROFUNDA
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1. EL CIELO NACE DE LA TIERRA
Resurjo desde el sueño, ya aliviado
por una extraña sensación de ligereza,
de libertad que fluye de mí mismo,
como jamás pude sentir antes de ahora.
¡Cuánto silencio!
Ya no percibo el tiempo que se aleja,
ni angustia, ni latido percutiendo el pulso,
ni diferencia rítmica entre el ahora
y la fugacidad que lo disuelve.
Es un silencio rezumando solitud
en la profundidad del alma,
en la quietud más honda, dulcemente sosegada.
Hay otra maravilla:
la palma de una mano inmensa
sostiene holgadamente
la leve sutileza de mi pequeñez
―no con las fuerzas de la tierra―
y se me lleva...
¡Oh hombre!
Rápidamente el rayo,
que se encendió con luz vuelta a nacer,
despierta a nueva vida al ser mortal,
para que, al fin, recobre lo que fue,
y reflorezca el cielo
de la semilla que sembró en la tierra.
John H. Newman, C. O., «The Dream of Gerontius», 1864 (fragmento) 2 (42)
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2. La zarza ardiendo
LA ELOCUENCIA de Cristo dio a palabras tan bellas como agua, levadura, semilla, árbol, sal, viento, luz..., fuego, un significado que ningún poeta, antes de él, habría sabido transfigurar para envolver lo inefable del pensamiento divino cuando se abre a mostrar verdades de vida eterna y ofrecerlas a los hombres.
En todas las culturas, y también en el Antiguo Testamento, se contienen metáforas e imágenes referida a lo sagrado. Algunas de ellas fueron recogidas por Cristo y las empleó dilatando su significación cuando lo que quería decir, en el lenguaje directo, no le cabía en las palabras. Así sucedió con la idea de "fuego". Tal vez porque, desde la antigüedad, era, el fuego, el elemento físico que primero cautivó la atención de los mortales, por su belleza y poder, hasta llegar a imaginar al sol como astro-rey que presidia el universo, vivificando a todos los demás seres con el calor de los rayos desprendido de su excelsa hoguera, y vistiendo de colores todo el orden creado, con la luz constantemente vuelta a nacer de su espléndida hermosura.
Cristo se presenta como el que lleva el fuego de Dios sobre la tierra, y quiere que ésta arda en él (Lc 12, 19). Anuncio de una pretensión desconcertante por su grandiosidad y energía, que la simple metáfora no disminuye. Para vislumbrar lo que quiere decir, conviene recordar la proclamación del Bautista al referirse al bautismo del Mesías, que sería «en el fuego y en el soplo del Espíritu Santo» (Mt 3, 11), y el milagro de Pentecostés, con el que comienzan los Hechos de los Apóstoles.
Pero el fuego divino posee una cualidad de la que carecen los fuegos creados.
Estos acaban reduciendo a cenizas todo aquello en que prenden. No así la llama divina, que invade, purifica, transforma, pero no destruye. Como en la maravilla por la que Moisés descubrió la inmediatez de la presencia de Yahvé, en la zarza del Horeb, o en la llamar del Sinaí, o en la nube encendida que iluminaba el camino de los israelitas a través del desierto.
{3 (43)} También Abraham había adivinado la presencia de Dios en el fuego que pasaba entre las víctimas que le ofrecía. Y, más en imagen, fuego divino se llamaban las palabras de los profetas. Y, sobre todo, fuego el amor y la unción del Espíritu en los corazones.
La Iglesia también recurre al símbolo del fuego, para inaugurar la más grande de sus celebraciones, al recordar la Pascua del Señor y la renovación de vida que causa el Bautismo en todos sus hijos, por la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Es la ceremonia de la bendición del «fuego nuevo», símbolo de fuerza y energía sobrenatural, de pureza y claridad, y de vida y resurrección; fuego que prende en los cristianos y se hace luz del mundo. De la oscuridad, de la nada, del silencio, de la muerte de la miseria, de la noche, surgen la vida y la fuerza de Cristo, el fuego y la llama que inauguran el amanecer renovador de la humanidad salvada, convertida en pueblo de Dios. Es la zarza con todas sus ramas, la vid con todos sus sarmientos, prendidos en la llama divina, en la vida nueva que, desde hace siglos, arde sin consumirse en el espacio de este mundo y mientras espera la eternidad. Es el fuego del amor cristiano y la luz de la verdad evangélica, en el rescoldo de cada corazón creyente, es la gran hoguera de la Iglesia toda vía peregrina, la cual, aunque necesitada de mayor purificación, camina en la esperanza, levantando llamas que llegan al cielo. Levantando a Cristo y prendida en él. Pues de él reciben los redimidos hijos de Dios el fervor, el gozo y la gracia de la perseverancia, mientras, por los caminos del tiempo, están pisando ya los umbrales de la Jerusalén celestial.
Es la divina presencia de Cristo entre los suyos, inextinguible.
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3. RECETA PARA LA CONVERSIÓN
NO solemos tener demasiadas dificultades para admitir que todavía no estamos convertidos, o aceptar que nuestro seguimiento de Cristo necesita ser profundizado. La dificultad más bien estriba en que se nos hace cuesta arriba tomar la decisión de salir de la mediocridad en que nos mantenemos, arrastrando un modo de ser o de llamarnos cristianos, sin la valentía de poner todo el corazón todas las fuerzas que nos exige el mandamiento del amor a Dios, para en verdad aspirar a la madurez cristiana de bautizados en el misterio de la muerte y la resurrección ―la transformación, la espiritualización― de Jesucristo.
Un día de nuestra vida descubrimos que fuimos bautizados y aceptamos nuestra condición de cristianos, dando por implícitamente aceptada, por lo menos, la fe en Dios y sin negarle un principio de correspondencia y buena voluntad inicial, pero sin preocuparnos demasiado por dedicarnos al desarrollo positivo de los dones recibidos.
Todavía no nos sorprende que podamos «llamarnos y ser hijos de Dios», y nos sigue bastando el haber logrado una cierta estabilidad que nos mantiene «sin pecados mortales», en la cual se agota todo lo más que podamos esperar como ideal cristiano.
No se trata de suscitar estados de angustia o de sembrar escrúpulos; pero la idea que muchas veces nos hemos formado de lo que solemos llamar «estado de gracia» nos ha llevado a entender la bondad como una situación de mantenimiento paralizante, meramente negativa, consistente en evitar males y pecados ―más exactamente, ciertos pecados―, pues el concepto de pecado se reduce y falsifica cuando la conciencia se enquista en esa mentalidad conservadora, defensiva.
El cristianismo ―el ser del hombre regenerado en las aguas del Bautismo― es vida y, como ésta, debe crecer y desarrollarse, sin mengua ni ocaso, basta más allá del declinar de la parábola de la vida solamente temporal, porque nos dirigimos a Dios. El cristiano, por esta razón, se mueve en una {5 (45)} mantenida tensión vital hacia Dios, en un continuo «estado de conversión». Comprendemos bien, si es así, por qué san Felipe decía que los perezosos nunca merecerán el cielo, «que no se ha hecho para los potros». Los santos fueron gente diligente, no seres instalados. Pero diligentes en la búsqueda del beneplácito divino, no en construir la propia seguridad o buscar la alabanza o la gloria de este mundo.
Los santos fueron, ante todo, fieles y humildes frente a Dios. Con una humildad ―que se basa esencialmente en el conocimiento propio aprendida en la oración perseverante. «La oración enseña, en la oración se aprende», decía san Felipe. Los grandes errores de los hombres son producto del orgullo, en primer lugar, y luego de los egoísmos. El orgullo nos engaña porque con facilidad cedemos a él y revalorizamos nuestras cualidades y méritos, y, así engañados, cometemos lamentables y a ces irreparables imprudencias que comprometen el desarrollo espiritual que el Bautismo postula. El error respecto de nosotros mismos se convierte en impedimento para conocer a Dios, porque humildad y conocimiento propio se corresponden con la experiencia y conocimiento de Dios. «Señor, que me conozca y que te conozca», suplicaba san Agustin. Sobre la base de esa doble sabiduría crece la santidad.
Hemos de profundizar, pues, en el propio conocimiento, con sinceridad. No somos lo que imaginamos ser, ni lo que otros piensen, tanto si nos halagan como si nos vituperan. Somos lo que somos frente a Dios.
Pero no vivimos solos. Hemos de reconocer, en cuantos nos rodean, dones y circunstancias providenciales ordenadas a nuestro bien y al bien de ellos. Será una gracia especial que Dios nos ponga al lado de los que participan de nuestra fe y del deseo de desarrollarla.
Cristo para esto fundó la Iglesia.
Aunque nadie es perfecto, esa coincidencia de propósitos y participación de la vida de Cristo nos facilita el crecimiento en hermandad de hijos de Dios, y establece una relación beneficiosa para todos. Bastará estar atentos para que el egoísmo no bloquee las posibilidades de generosidad y comunicación, y que la prudencia y el buen {6 (46)} celo cuiden de no echar a perder con prodigalidad superficial los tesoros que a todos Dios confía. La alegría de hacer el bien, sin vanidad y la sencillez sinceramente agradecida de recibirlo convierten en alabanza divina la vida de todos. Porque el bien nos lo hace Dios entre signos y mediaciones, para que sea más fácil la generosidad, la humildad, la gratitud y el amor entre nosotros.
Hay que estar dispuestos a hacer siempre el bien, cuidando de no confundir a nadie, ni engañarnos a nosotros mismos, con simulaciones y ambigüedades a las que nos llevarían las tentaciones mundanas. El bien ha de hacerse puramente, gratuitamente. Dios cuida de que el mundo se olvide, con harta frecuencia, de reconocer el bien que le viene de parte de Dios, para salvar la pureza de alma de los hacedores que han sido generosos en su nombre.
Por todo esto, san Felipe recomendaba la precaución de rebajar la estima natural de nosotros mismos. Y, siguiendo a san Bernardo, exhortaba a reconocer lo bueno que Dios pone en los demás, no fiarse de los criterios mundanos, y no afectarse por los desprecios con que pueda ser recompensada la práctica del bien.
Todo lo cual supone mucho más que «evitar los pecados mortales».
Aunque mi deseo sería que todas las personas que conozco se convirtieran al Catolicismo, desearía que primero orasen pidiendo la fe.
John H. Newman, C. O., L. D. XII, 168
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4. La Iglesia, conciencia de la humanidad y realidad mística
LA IGLESIA ocupa, en el cuerpo de la humanidad entera, peregrinando por los caminos del tiempo, el puesto y el oficio de permanencia que para la vida del individuo tienen la conciencia, la memoria, lo más íntimo de las profundidades del ser, cualquiera que sea el nombre con que se designe. Por esto, no resulta sorprendente que los autores que a la vuelta de décadas у décadas de siglos mejor han hablado de la Iglesia ―san Agustín y Newman― hayan sido también autobiográficos.
Con la mirada interior dirigida sobre su trágica y sublime historia, y la inquietud para discernir la permanencia de su ser intimo a través de las vicisitudes, cambiando profundamente para salvar «el permanecer ellos mismos», san Agustín y Newman fueron capaces de comprender a esta sólida Iglesia católica, a la que abordaron en lo más florido de su edad, y que fue para ellos una Madre según el espíritu, un medio favorable para el incesante progreso en la seguridad.
La historia universal, con la Iglesia ocupando el centro, constituyó para ellos, en realidad, como los dos aspectos de un mismo problema siempre resuelto: la permanencia dentro de la diversidad. Es decir, el cambio y, como se dice en nuestros {8 (48)} días, el devenir. Pero en lo interior de una más profunda unidad que anticipa y recapitula, y que puede decirse que resulta todavía más presente que el mismo presente.
Yo propondría una definición de la Iglesia, que superara el plano visible y temporal y nos llevara a penetrar en el secreto de la vida divina sobre esta tierra: que el catolicismo, o Iglesia católica, es el nombre que se da en la historia humana al cuerpo místico de Cristo, es decir, a esta comunión de conciencias unidas a Cristo por el lazo del amor, según su capacidad siempre creciente, en la cual fluye la gracia de una participación en la vida divina. El catolicismo es el misterio de la Eternidad, que se ha hecho presente en sus gérmenes.
Esta definición exige, todavía, un progreso en la fe.
A diferencia de la sociedad que, según la lógica del ateísmo, se cree capaz de organizar solamente el tiempo, tratando de detenerlo al alcanzar el momento de la felicidad, la Iglesia visible se considera transitoria. Ella declara que se encuentra en un estado de lucha, mientras se prepara para el triunfo; y se ve fuera del tiempo. En este sentido, el catolicismo militante representa un paréntesis, un régimen de paso, en relación {9 (49)} con la existencia temporal, de la que nos despedimos al morir, según dice Bossuet. Y Newman observa cómo el Vidente del Apocalipsis no ve que haya templo en el cielo.
La fe consiste en ver a Jesús existiendo en este momento de ahora, aunque invisible, pero con una densidad de presencia superior a la que nosotros llamamos aquí "presencia", que se reduce a una ocupación de lugar. Pero, ¿qué es el lugar?
La presencia del Jesús histórico no rebasó los límites de un pequeño grupo de compañeros dentro de una parcela de espacio-tiempo. Pero luego esta presencia se extiende al universo de las conciencias que creen en él. Por medio de la Iglesia visible, que es una especie de «cuerpo de Cristo», esta presencia penetra casi todos los elementos de la comunidad humana que, consciente o inconscientemente, están afectadas por la inquietud y, en cierto sentido, son evangelizados. Es verdad que muchos de estos elementos son extranjeros, ignorantes, hostiles; pero, ¿qué ocurre en la conciencia profunda, allí donde se sitúa la libertad radical del hombre?
Situándonos en la experiencia que nos ofrece la historia, y comparando las diversas civilizaciones, se puede constatar que Jesús es el único conocido que presenta una tal prolongación. En virtud de un efecto retrospectivo, que hizo posible la existencia de los profetas, Jesús ha obtenido el "ser" antes que la "existencia". Ser anunciado de antemano, previsto por un pueblo y por algunos privilegiados. Se trata de un fenómeno único en su género y que solamente puede explicarse de dos maneras: por una ilusión mística o por el carácter de Jesús, de ser un Existente supremo, «el mayor de la tierra», si se mide la existencia de un ser por su habitación en el interior de las conciencias y en los amores que suscita. Esta superexistencia es lo que constituye la realidad mística de la Iglesia.
Jean Guilton, Vers l'Unité dans l'Amours 10 (50)
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5. NEWMAN: LA VOZ PROFUNDA
CUANDO queremos adentrarnos en el estudio de algún hombre extraordinario, lo primero que nos interesa es penetrar en su pensamiento y saber qué ideas lo informan. En el caso de Newman, Jean Guitton (1) ha hecho notar no solamente lo delicado que resulta, en cualquier lengua, dar una definición de la palabra idea, y más particularmente en la lengua inglesa, en la que se aproxima más bien al significado de imagen, esencia o forma.
Las ideas, según Newman, son una esencia, una estructura, una forma que se manifiesta en una conciencia individual a manera de intuición, o más bien de proyecto; no son modelos intemporales, sino que se encarnan en existencias históricas, como forma que determina una materia, o sintetiza, armonizándolas, un conjunto de experiencias históricas. La vertiente newmaniana a la que nos conducirían estas reflexiones de Guitton sería el tiempo, la filosofía y la historia, tal como lo analiza el gran convertido de Oxford, tanto por haber estudiado el arrianismo del siglo IV, como por haber sido él mismo uno de los agentes de tales «ideas» a propósito del Movimiento de Oxford y en la campaña de los «Tracts».
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Ideas y principios
No obstante, en nuestros días, un buen conocedor de Newman, Maurice Nédoncelle, hace notar que, en los personajes excepcionales como Newman, todavía son más importantes que las ideas los «principios» por que se rigen, porque «los principios reúnen y dirigen las ideas, y son la encarnación de lo que les caracteriza: son el vínculo entre la teoría y la práctica»; en el caso de Newman, afirma, existe un «principio fundamental», que sobresale por encima de todo: es la conciencia (2).
Los primeros principios
No sería difícil recoger textos de Newman en los que llama la atención sobre los «primeros principios» (3) y, más concretamente, por lo que a nosotros interesa, cuando subraya el de la conciencia (1). Además, y sin que lo haga de modo explícito y sistemático, el principio de la conciencia está latiendo en cada una de las páginas del más conocido de los libros de Newman, la Apología. Esa limpieza de la mirada interior del alma, sin retorcimiento, ni reserva, ni complejo alguno, se nos hace evidente desde el comienzo de este libro cuando, tomando una frase de Thomas Scott, asume el principio radical de preferir siempre «la santidad a la paz» (5). Para él y para cada uno de nosotros, en todo el mundo, no existen más que dos seres aluminosamente evidentes: yo mismo y Dios» — «God and myself»-(6).
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El principio de la Providencia
Por nuestra parte, nos atreveríamos a añadir que junto a este «principio de la conciencia», nexo entre teoría y praxis, debería tenerse en cuenta, en Newman, el «principio de la Providencia», que conjuga la fe y la vida. Aunque ahora no nos ocupamos de él, pensamos que, por lo menos, es oportuno citarlo, porque es sobre este principio sobre el que se proyecta el de la conciencia. «Todo es triste hasta que nosotros creemos, lo que dice a nuestros corazones que nosotros estamos sujetos a su voluntad; nada es triste, todo inspira esperanza y confianza cuando comprendemos directamente que nosotros estamos bajo su mano, que todo lo que nos sucede viene de Él, como un método de disciplina y de guía» (7). La conciencia es «el eco de la voz de Dios» (8) en el alma, mientras que la Providencia actúa como la mano de Dios que conduce al hombre y mueve todos los acontecimientos que le afectan. En una de sus Meditaciones dice Newman:
«Señor, yo no te pido fe, pues tengo una larga experiencia de tu Providencia para conmigo. Año tras año me has ido conduciendo» (9).
El principio de la conciencia
Pero volvamos al principio de la conciencia.
Otro estudioso del gran convertido de Oxford, Dupuy, dice que, por sí mismo, todo el itinerario personal de Newman constituye una invocación a la conciencia. El Movimiento de Oxford fue, a fin de cuentas, un esfuerzo para reconducir la Iglesia anglicana a la conciencia de sí misma; la obra Desarrollo de la Doctrina Cristiana (18-45) tuvo por finalidad mostrar el papel de la Tradición, es decir, de la conciencia de la Iglesia, transmitida de una generación a otra; en la Apología (1864), Newman {13 (63)} se propone dar razón de la propia conciencia religiosa mientras estuvo en el anglicanismo (10).
Aspectos de la conciencia
Así, pues, ¿cuáles son sus reflexiones sobre la conciencia? Podríamos seleccionar muchos pasajes de su predicación: ya en uno de sus primeros sermones universitarios (1830), veríamos que para el resultaba obvio que la conciencia es el principio y la sanción esencial de la religión en la mente (11).
Más tarde (18.39), en otro sermón, al relacionarla con la razón, y sin admitir que le sea contraria, establece que, en orden a la fe, la razón constituye un análisis, pero no un motivo por sí misma (12). No obstante, será en la plena madures, sedimentada por la propia experiencia personal, cuando trate ampliamente de la conciencia, como hemos indicado más arriba, en la Gramática del Asentimiento (1870) y en la Carta al Duque de Norfolk (1874).
La conciencia, dirá también en la Idea de una Universidad (1873), «ha sido implantada, en el hombre, en lo más profundo de su ser» (13). Si nos dejamos conducir por Newman, podemos considerarla bajo tres aspectos: como una fuente de conocimiento, como sentido del propio deber y, en tercer lugar, como resonancia de la voz de Dios en el alma.
Este último sentido domina por encima de los demás y reviste una importancia capital para el alma religiosa, puesto que la verdadera religión es una vida intima del corazón, según él, que da valor a todo el resto (14). Newman insiste en la intencionalidad {14 (64)} religiosa de la conciencia y también en la voluntad divina de la cual ella nos revela infaliblemente la presencia (15).
Conciencia y conocimiento
En primer lugar, como fuente de conocimiento, la conciencia equivale a la palpable detección de nosotros mismos. Citando a Terencio, dice «Proximus sum egomet mihi» (16), y prosigue: «La conciencia de uno mismo precede a cualquier cuestión de confianza o de asentimiento»; «La conciencia aun es superior a la luz de la razón» (17). Llega a decir que, del mismo modo a como el simple animal obtiene el conocimiento inicial del universo por medio del instinto, el hombre comienza a conocer a Dios desde la conciencia (18). Para el biógrafo Sencourt, Newman, más que limitar simplemente al hombre en la definición de "animal racional", lo considera como un animal en acto de ver, de sentir, de contemplar, y que se orienta por lo que le atrae o necesita (19). En el hombre, la vida es para la acción: si nosotros insistimos en probarlo todo, exagerando el espíritu crítico, cultivando la duda, manteniendo actitudes de desconfianza, jamás podríamos actuar, y permaneceríamos en la miseria envidiosa y triste de las frustraciones; la necesidad de asumir esta realidad y de evitar este riesgo nos conduce a la fe. Incluso en las relaciones simplemente humanas es necesaria una cierta fe, que podemos llamar menor, o confianza. Pero, sobre todo en relación con Dios. Es entonces cuando la conciencia se manifiesta como un principio de conexión entre la criatura y su Creador; ella nos enseña, dice Newman, «no {15 (55)} solamente que Dios existe, sino cómo es; proporciona a la mente una imagen real de Dios que nos sirve de medio para darle culto; nos proporciona la regla, recibida de Dios, para saber lo que está bien y lo que está mal, y un código de deberes morales» (20). Este «instinto sobre el bien y el mal es anterior al acto de razonar» (21).
El bien y el mal
El conocimiento del bien y del mal genera un deber ineludible que no permite la indiferencia. A menudo, el don de la conciencia despierta un deseo que sobrepasa lo que ella puede ofrecer, y crea una sed, una impaciencia, para conocer al Señor invisible que nos gobierna y nos juzga haciendo que sintamos su voz en lo más secreto de nosotros mismos. Es así que las disposiciones morales conducen a la fe, es decir, a la total sumisión a Dios, de lo cual resulta que el mejor maestro interior, en materia de religión, es nuestra conciencia (22), que impone un deber: cuando lo acepto y «obedezco, siento satisfacción; cuando hago lo contrario, me entristezco, como cuando complazco o cuando ofendo a un amigo hacia el que profeso veneración» (23).
Newman usa la palabra «conciencia» no en el sentido de una fantasía o de una opinión, sino como la obediencia responsable a lo que considera una voz divina que se hace audible dentro de nosotros (24). Existe el abuso de quien invoca la propia conciencia y pretende eludir la obediencia que ella impone, «obediencia que, igual que la autoridad, es esencial a la religión» (25).
Newman concreta bastante: «La norma y medida del deber no es la utilidad, ni la facilidad, ni la felicidad de la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni la adaptabilidad, ni el orden, ni lo bello. La conciencia no es egoísmo permisivo, ni un deseo de ser consecuente consigo mismo; sino que es el mensajero de Aquel que, tanto por naturaleza como por gracia, nos habla a través del {16 (56)} velo, y nos enseña y guía por sus representantes».
Abusos
Recuerda que «la conciencia tiene derechos porque tiene obligaciones, a pesar de que, en nuestra época, para una gran parte personas, el derecho la libertad de conciencia consiste en destruirla e ignorar al Legislador y Juez, con el fin de sentirse independientes de cualquier obligación» (26). No es, por lo tanto, dice en una carta, el derecho de la propia voluntad, sino un monitor severo, y solamente cuando somos fieles a ella se desprende y coincide con ella la ley natural (27). Se equivocan, consiguientemente, aquellos que consideran la conciencia como una propiedad, como un gusto que nos determina a hacer tal o cual cosa; de otra manera, puede considerarse como la voz de Dios. Todo depende de esta distinción: la primera manera no es compatible con la fe, la segunda sí (28). Constata que «la mayoría de los humanos no han formado sus ideas religiosas según esta sinceridad de espíritu» (29). Pero «en la medida en que el hombre se esfuerza en obedecer la propia conciencia, descubre la imperfección con que lo hace, y el sentido del deber se torna más agudo, y la percepción de la transgresión es más delicada» (30). Es de este modo que «la obediencia a la conciencia conduce a la obediencia del Evangelio» (31).
La primera Iglesia
Nos equivocaríamos si, con todo lo dicho, pensáramos que la fidelidad al principio de la conciencia se reduce a efectos, aunque profundos, meramente individuales, en cada sujeto. Él, conocedor y apasionado por la Iglesia de los primeros siglos, cree que ésta «estuvo formada principalmente por los que se habían ejercitado largamente en el hábito de obedecer esmeradamente sus propias conciencias» (32). En uno de sus sermones nos deja el mejor consejo para que podamos crecer en el conocimiento de Dios, en el de nuestros deberes y en el descubrimiento y distinción de la voz de Dios en lo más profundo de {17 (67)} nuestro ser, cuando dice: «El camino para obtener más luz es obedecer a la luz que ya poseemos» (33).
Estos tres aspectos de la conciencia a los que hemos aludido se sobreponen y se manifiestan concentrados en una experiencia difícil de deshilvanar. Conocer y sentirse empujado a obrar, obrar y decidirse a amar y, todavía, amar para conocer más, porque el corazón, en el que se refleja Dios, siempre vuelve a hablar al corazón. Tú, Señor, estás en lo más hondo de mi corazón. Eres la vida de mi vida. En el mundo material solamente te percibo obscuramente, pero reconozco tu voz en mi conciencia, y me vuelvo a ti y te llamo: ¡Rabboni!, Maestro» (34), escribe en una de sus Meditaciones. ¡Dios mío, tú me estás viendo!» Ésta es la razón de por qué hemos de rogar a Dios: «para que nos en serie el misterio de su presencia en nosotros (35).
Podríamos alargar más estas líneas, disponiendo una prolongada antología de textos que nos mostrarían el secreto de la fidelidad de Newman a la voz de Dios, a la vez que nos servirían de lección a nosotros mismos.
Pero bástenos, para colofón, este fragmento epistolar:
*La conciencia es el Vicario original de Cristo, un profeta en sus informaciones, un monarca en sus exigencias, un sacerdote en sus bendiciones y anatemas, y, aun cuando cesase de existir el sacerdocio eterno por mediación de la Iglesia, aún en ella el principio sacerdotal permanecería y mantendría su dominio, encarnado en la conciencia» (36).
Misterio de la presencia de Dios
(1) Jean Guitton, LA PHILOSOPHIE DE NEWMAN, p. XVI.
...
(2) Maurice Nédoncelle: LAS DIVERSIDADES DE NEWMAN, «Orbis Catholicus» III (1960) T. pp. 212-215. Añade un segundo principio, el de desarrollos o crecimiento, ya que vivir es cambiar, bien que manteniendo siempre la fidelidad a los dos componentes, a saber, la tradición y la libertad. Y, aún, un tercer principio, que Newman recoge de Aristóteles, la «phronesis» (sabiduría práctica) o capacidad para juzgar y deducir conclusiones concretas.
(3) UNIVERSITY SERMONS, pp. 187-190, 211, 297; P. S., vol. VIII, pp. 121-122: DEV., pp. 178-185, 325-326. También en otras partes, especialmente en su abundante correspondencia (K. C.; MOZ.: L. D.).
(4) GRAMMAR OF ASSENT (I.T. Ker ed.), p. 73.
(5) APO. (M. J. Svaglie ed.), p. 73.
(6) APO., p. 18, donde Newman lo refiere a sí mismo. La idea ya se encuentra en P.
S., vol. I, p. 20.
(7) Véase, p. e., P.S., vol. IV, Pp. 20-21.
(8) CALL., p. 313: «The echo of a person speaking to me».
(9) Cf. MEDITATIONS ON CHRISTIAN DOCTRINE, XIX: « require no faith, for I have had a long experience, as to thy providence towards me. Year after Thou hast carried me on» (M. D., p. 334).
(10) LETTRE AU DUC DE NORFOLK (1874) ET CORRESPONDANCE RELATIVE A L'INFALIBILITÉ (1865-1875), B. D. Dupuy ed. (Desclée, 1970), p. 256.
(11) U.S., p. 18.
(12) U. S., p. 183: «No one will say that Conscience is against Reason... Reason analyzes the grounds and motives of action: a reason is an analysis, but is not the motive itself».
(13) IDEA, p. 191: «Conscience indeed is implanted in the breast by natures.
(14) P.S., vol. IV, p. 213.
(15) Lo destaca M. Nédoncelle, «Simples réflexions sur l'autorité de la conscience», en PROBLÉMES DE L'AUTORITÉ (Paris, 1962), p. 229. Cit. por Dupuy, o. cit., p. 257.
(16) Terencio, ANDRIA. 1, 635. Newman comenta en G. A, p. 16: Our counsciousness of self is prior to all questions of trust or assent».
(17) P.S., vol. I, p. 216.
(18) G. A., P. 47.
(19) Robert Sencourt, THE LIFE OF NEWMAN (Glasgow, 1918), p. 244.
(20) G. A., p. 251.
(21) Carta a su madre, 13 de marzo de 1829 (L. D., vol. II, p. 130).
(22) G. A., pp. 105 y ss. y 251.
(23) CALL., p. 314.
(21) CE. A LETTER TO THE DUKE OF NORFOLK: DIFF., vol. II, pp. 245 y 58.
(25) DEV., p. 86.
(26) A LETTER... (DIFF., vol. II, p. 250).
(27) A LETTER... pássim.
(28) S.N., p. 327.
(29) Carta a su hermano Charles, 12 de diciembre de 1823 (L. D., vol. I, p. 170).
(30) O. S., p. 67.
(31) P. S., vol. VIII, p. 202.
(32) Íd, p. 207.
(33) P. S., vol. IV, 131.
(3-1) M. D., p. 276.
(35) P. S., vol. V, p. 235.
(36) A LETTER... (DIFF., vol. II, pp. 248-249).