Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 257. ABRIL. Año 1989
0. SUMARIO
PASCUA es pasar de la servidumbre que infunde temor a la libertad del amor, que se erige en orden supremo de la vida, en exigencia pacífica sentida en el fondo del alma, y en felicidad que dilata el corazón. La religión que en el paganismo buscaba explicaciones a las ignorancias humanas o remedio a las carencias del mundo visible ha sido substituida por este gran cambio introducido por Cristo, por el cual podemos ver en Dios al Padre y ser nosotros hijos suyos, hijos de Dios. Es cierto que todavía hay dioses falsos en este mundo, pero hemos descubierto la esperanza en la que nos precede Cristo, hermano mayor de la humanidad, y vencedor de la malicia y de la muerte.
ORACIÓN PASCUAL
UNA PRESENCIA
LA FUERZA DE LA ORACIÓN
LA EFICACIA Y EL PODER
SEGUNDA PRIMAVERA
NEWMAN. ORIGEN DEL MOVIMIENTO DE OXFORD
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1. Tiempo de oración: ORACIÓN PASCUAL
Atiende a nuestra súplica, Señor y Dios nuestro,
luz inextinguible, luz de la única luz.
Luz que ilumina todo lo creado.
Luz de los ángeles y arcángeles,
luz de todos los seres espirituales,
luz de todos los santos.
Que nuestras almas sean como antorchas
que alumbran en tu presencia,
cerca de ti, iluminadas por ti.
Que brillen por la verdad y ardan por la caridad.
Que resplandezcan y no se apaguen.
Que ardan y no se consuman.
Tú, que eres la luz, bendice esta luz,
porque todo cuanto sostienen nuestras manos
fue creado por ti y tú nos lo diste.
Por esta luz,
que disipará las tinieblas de la noche,
se destruirá la oscuridad de nuestro corazón.
Que seamos una morada digna de ti,
iluminada por ti, iluminada en ti.
Que resplandezcamos sin sombra alguna
y siempre te veneremos.
Que nos encendamos en ti con llama que jamás se extinga,
Para que, llenos de la luz de nuestro Señor Jesucristo,
resplandezcamos interiormente,
se disipen las sombras de los pecados
y persevere en nosotros la luz de la fe y de la caridad.
(De la liturgia hispánica) 2 (62)
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2. Una presencia
MUERTO y resucitado, muriendo y resucitando, está todavía vivo el Señor en medio de nosotros. Es una presencia que nos acompaña; misterio invisible, pero real, tangible desde la fe. Acostumbramos a reducir esta fe en la presencia de Cristo, aplicándola casi únicamente a la adoración de la Eucaristía, y no tenemos en cuenta que este mismo sacramento quedaría desvirtuado si no lo relacionáramos con la irradiación presencial de Cristo en cada fiel, en la Iglesia y en el mundo. Porque él vino para esto.
Un recuerdo del pasado histórico de Jesús, y hasta una forma de adoración reducida peligrosamente a la satisfacción del sentimiento piadoso individual, más que descubrirnos a Cristo, nos llevaría a la propia autocontemplación, raíz de tantos egoísmos enmascarados con apariencias de devoción, que se satisface consciente o inconscientemente, como quien se mira en el espejo y se extasía en sí mismo, en vez de salir a los caminos de la vida, para vivirla de acuerdo con el Bautismo, por el que somos incorporados y configurados con Cristo.
El cristiano nace de la Pascua, y la Iglesia ―hermandad de los cristianos― surge del suceso pascual, a la vez como «extensión de Cristo» (Bossuet) y como marco, Ambiente y pueblo que camina hacia la Pascua eterna. Así, la Pascua es un camino en el misterio, y no una caravana de solitarios, porque, en la tarde de la historia de la humanidad, nos acompaña el Señor, camino del Emaús de la manifestación total:
aquella en la que el signo no se limitará al destello fugaz de la realidad divina, huidiza apena, se deja adivinar, sino que será la puerta altísima que se abre al banquete eterno de la visión y la posesión gozosa y definitiva de Dios en el cielo.
Mientras tanto, es preciso atender y entender, con la fe, todo cuanto nos descubre y señala la divina presencia de Cristo en nosotros y en el mundo. Él nos prometió {3 (63)} estar acompañándonos hasta el fin de los tiempos y hemos de descubrir sus huellas en los caminos de ese tiempo suyo y nuestro. Seremos sabios si conseguimos interpretarlo por encima de los cálculos de los mundanos, y si resolvemos sus contradicciones por los criterios de la fe. Todo cuanto acontece es para que esta fe sea ejercitada y se aproxime a la visión con realismo verdaderamente sobrenatural.
Hemos de descubrir su presencia en los hermanos, ya que él mismo nos prometió que donde se junten dos o más en su nombre estaría con ellos. Cuando decimos «en su nombre es claro que no basta la coincidencia física del encuentro, sino que se trata de abrirnos a su Persona divina, de participar lo más puramente posible en sus ideales, de agradecer su amor y de corresponderle con amor igualmente verdadero, conjuntado y fundido en un mismo aliento, que se hace comunión fraterna y abrazo en y con el Señor. Sin esta sincera aspiración, la Iglesia dejaría de ser la hermandad de los hijos de Dios y pueblo santo, y el proyecto de Jesús se debatiría retardándose y disolviéndose entre sectarismos, en vez de levantar hacia Dios los corazones de todos sus hijos y de ser testimonio de Jesús frente a los demás hombres.
Presencia en los sacramentos y en la plegaria común, donde la fe tiene el estímulo del signo, convertido en alimento y fortaleza divina que sostiene el corazón y la vida del hombre que camina hacia Dios.
Presencia en el alma, templo de Dios y rescoldo del cielo, que la oración aviva.
Presencia inmediata de Dios para con él y a través de él, mirar fuera, el mundo y su historia, y adivinar los planes divinos interpretando correctamente los «signos de los tiempos», reconociendo la mano y el poder, la sabiduría y el amor, la providencia divina que todo lo gobierna, sostiene y transforma en bien y para bien de cuantos le aman, mientras permanecen fieles en el camino hacia el gran «paso» de la eternidad.
La mayoría de los hombres miran a Dios a distancia. En el esfuerzo que ponen para ser religiosos, se guían solamente por una débil luz lejana que les obliga a calcular y a buscar su camino. Pero el cristiano que lleva tiempo en el trato con Dios adquiere el hábito de sentir cerca la presencia divina: tocado de Dios, sabe que el Espíritu bendito mora en él. Y no tiene necesidad de investigar fuera las pruebas de esta presencia: se somete, a los planes de Dios, y le basta dejarse conducir por él. No me atrevo u decir que exista un hombre absolutamente Así, porque sería la perfección del Evangelio; pero en hacia este estado de espiritual que conduce la oración intensa y vigilante.
John H. Newman, C. O., (P. S. 1,75)
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3. La fuerza de la oración
CUANDO el conocimiento que tenemos de la fe (acompañado o no del saber académico) se hace experiencia vivida, la sentimos como una resonancia de la presencia divina en nuestra alma, después que Cristo nos ha sellado, moldeando en nosotros su figura, por medio del Bautismo. Esta presencia divina, enraizada en lo más profundo de nuestro ser, es siempre dinámica, positiva, y actúa con la suavidad y la fuerza evidente de una luz inextinguible. No quita nuestra libertad, no suprime nuestras propias decisiones frente a ella: puede ser admitida o rechazada; en este segundo caso, la negación que le opongamos o la resistencia a admitirla son las tinieblas contra la luz (que siempre es más poderosa que ellas), sin que logren apagarla jamás. Estas tinieblas son el pecado, ese pecado que nosotros, en ocasiones, intentamos objetivar y reducir a una lista más o menos cerrada, que descuida las actitudes profundas del ser, allí donde se dirime la verdadera confusión entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es imposible anestesiar la conciencia, a pesar de todas las tendencias y desviaciones que quisieran llevarla lejos, o cerrarla a la vista de esa luminosidad interior de la fe, reclamando incesantemente la respuesta de nuestra vida. Ni el pecado puede silenciar su voz, ni apagar su llama.
Dios es inevitable, con toda su dulzura y con toda su poderosa energía. El humo del hombre no sofoca el fuego de Dios. Resistirle es, solamente, aplazar el encuentro; abrirse a él es participar del efluvio de su vida, que ni los dolores de fuera, ni persecuciones, ni muertes, pueden otra cosa que no sea purificarla y ponerla a prueba para acreditar su sinceridad. Ser sinceros con Dios, buscar su verdad y a él mismo como fuerza absoluta {5 (65)} de todo lo verdadero, es el secreto de la paz interior y de la libertad de hijos de Dios, y el gozo de esta libertad filial es la fortaleza del creyente. El hijo está siempre con el Padre y se consolida en su amor. Como Cristo, que decía: «El Padre y yo somos una misma cosa».
Esa unión le hizo fuerte y vencedor del pecado ―la tenebrosa malicia humana―, y de la muerte ―su máxima debilidad―, vencida por la Resurrección. La fuerza siempre es el amor; la oración es el aliento, el latido y como la respiración y la palabra de este amor.
Podemos comprender, entonces, la expresión de san Felipe Neri, cuando decía «que no te1nía nada, con tal que le quedara un poco de tiempo para poder orar y dirigirse a Dios». La oración era la fuerza de .su vida, la energía de su santidad y la primera fuente de su sabiduría espiritual, aun cuando estimaba en mucho los libros (pero más los de santos y sobre santos).
Abundando ·en estas ideas, queremos traer a continuación un fragmento resumido de un autor anónimo de la Iglesia oriental, sobre la oración y su fuerza. El librito fue escrito hace poco más de un siglo, presentado en forma de relatos de un peregrino, que refería su experiencia y pedía consejo a su guía espiritual. Meditaba la Biblia y textos abreviados de Padres de la Iglesia.
Ama, y haz lo que quieras, dice san Agustín, porque el que ama de verdad nunca podrá hacer nada que sea contrario a la persona amada. Y dado que la oración es la efusión y la actividad del amor de ella se puede afirmar que, para la salvación, solamente es necesario orar sin intermisión: ruega, y haz lo que quieras, y la oración se convertirá para ti en fuente de luz que te iluminará. Y detalla de esta manera:
1) Ruega, y piensa lo que quieras, y tu pensamiento se purificará en la oración. Será la oración luz de tu mente, serenará tus pensamientos y alejará de ellos toda perversidad. Y aduce el testimonio de san Gregorio y san Juan Clímaco.
2) Ruega, y haz lo que quieras, y tus actos serán agradables a Dios y benéficos y salvadores para ti.
La oración frecuente, cualquiera que sea su finalidad, jamás queda sin fruto, porque contiene en sí misma la fuerza de la gracia: «Todo el que invoca el santo nombre del Señor se salvará» (Hch 2, 21).
Y pone ejemplos de pecadores a quienes la oración condujo a penitencia y al gozo de obedecer a Jesucristo.
3) Ruega, y no te angusties en exceso para vencer por tus propias fuerzas las pasiones que te dominan. La oración las destruirá desde dentro de ti mismo: «El que {6 (66)} está dentro de vosotros es mayor que el que está en el mundo» (1 Jn 4, 4). La oración restituye el equilibrio que las pasiones destruyen.
4) Ruega, y no temas nada; no temas las desgracias, no te asusten los fracasos. La oración te defenderá y los alejará de ti. Recuerda a Pedro, a punto de ahogarse; a Pablo, orando desde la cárcel; y otros ejemplos... Todo lo cual confirma la fuerza de la oración, el poder y la universalidad de la oración hecha en nombre de Jesucristo.
5) Ruega, como quiera que sea, pero ruega siempre y que nada te turbe; mantente espiritualmente tranquilo: la oración lo resuelve todo у lo enseña todo. Recuerda lo que dicen de la oración san Juan Crisóstomo y Marco el Asceta. El primero asegura que «la oración, aunque sea ofrecida por nosotros mismos y estemos llenos de pecados, nos purifica inmediatamente».
Y el segundo: «Por nuestra parte, siempre podemos rogar, de la manera que sea, pero la oración pura es solamente un don de Dios». Haz, por lo tanto, con humildad, lo que esté a tu alcance, ofrece lo que puedas, aunque te debas reconocer muy débil; que Dios acudirá para completar tu pobreza con su fortaleza. Tu oración, colmada de imperfecciones, si es constante, se transformará, poco a poco, en una {7 (67)} plegaria pura, luminosa, ardiente, convincente.
6) Por último, acompaña tu tiempo libre con el ejercicio de la oración, y puedes estar seguro de que, como por efecto natural, ni siquiera tendrás tiempo para pecar, ni para pensar en el pecado.
Por todo ello es fácil comprender cuántos pensamientos profundos se contienen concentrados en aquella sabia sentencia de san Agustín:
«Ama, y haz lo que quieras», que es lo mismo que decir: «Ruega, y haz lo que quieras». Lo cual es una gran consolación, cuando nos reconocemos tan débiles, siempre gimiendo bajo el peso de nuestras miserias. Pero tenemos la oración, que se nos ofrece como un medio universal para la salvación y el perfeccionamiento espiritual. Ni más ni menos.
No podemos olvidar, sin embargo, que la palabra "oración" está íntimamente unida a una condición, que nos enseñó Jesucristo y nos recuerda san Pablo: «Orad continuamente» (1 Ts 5, 17). En consecuencia, la oración manifiesta su fuerza y obtiene su fruto cuando es frecuente, continua; la frecuencia depende inevitablemente de nuestra voluntad, así como la pureza, el celo y la perfección de la oración son dones de la gracia. Por lo tanto, seamos asiduos en la oración, consagremos a ella nuestra vida, aunque nos parezca imperfecta en los comienzos. El ejercicio frecuente nos educará en la atención que tal vez nos falta, y la cantidad, poco a poco, desembocará en la calidad. Todo lo que se quiera hacer bien ha de hacerse, repetirse, corregirse, muchas veces.
Se pueden proponer muchos medios, pero ninguno mejor que el ejemplo de Jesús y de los santos.
Y aún añadiríamos, por nuestra parte, la Palabra de Dios y la Liturgia de la Iglesia, que siempre la contiene. Y rezar unos por otros para que la caridad florezca.
VINO Y SE FUE.
Aquí vino y se fue.
Vino..., nos marcó nuestra tarea y se fue.
Tal vez detrás de aquella nube hay alguien que trabaja lo mismo que nosotros, y tal vez las estrellas no son más que ventanas encendidas de una fábrica donde Dios tiene que repartir una labor también.
Aquí vino y se fue.
Vino..., llenó nuestra caja de caudales con millones de siglos y de siglos, nos dejó unas herramientas...
y se fue.
Él, que lo sabe todo, sabe que estamos solos; sin dioses que nos miren, trabajamos mejor.
Detrás de ti no hay nadie. Nadie.
Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo.
El tiempo y esa gubia con que Dios comenzó la creación.
León Felipe
La verdad y la justicia han de ser preferidas a la eficacia y al poder, si tenemos presente que nadie puede considerarse fiel, a menos que participe en el misterio de la cruz.
Sínodo episcopal sobre los laicos (1987) n. 28
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4. La eficacia y el poder
EL espíritu del mundo nos intoxica, también a los cristianos, y no estamos libres, en ningún momento de la historia de la Iglesia, de los asaltos y la seducción de sus tentaciones, convertidas en pretexto especioso para un mayor bien, o para acelerar su eficacia. Como la eficacia depende del poder, y el poder se compra con el dinero, hasta hemos padecido la tentación de pensar que hacemos obra de Dios valiéndonos de medios que no son de Dios, sino mundanos... con pretexto de bien.
No podemos negar que el dinero, muy depurado, puede servir al bien. Pero, en sí mismo, para una obra de Dios, tiene una eficacia muy relativa, por el riesgo de perversión que entraña. Se habla del fin bueno, para buscar una justificación, pero se permanece en la perversidad del medio malo, y se desarrolla. Prescindimos del ejemplo y de las palabras de Cristo, y dejamos para historias infantiles las lecciones de los santos, o quedan en poesía para adorno. Así el desposorio de Francisco de Asís con mi señora Pobreza, o las palabras sinceras de san Felipe Neri cuando decía: «Quisiera tener necesidad de dos centavos y que nadie me los diera».
El dinero es la causa principal de la mayoría de pecados y de males, de injusticias y de escándalos, y la peste de toda religiosidad. Sin embargo, el mundo es lo primero que busca, porque por él satisface sus ambiciones, consigue reverencias, silencia denuncias, censura verdades, compra grandezas y consolida poderes. En la religión, es el verdadero secularizador de todo lo espiritual, porque intenta, si le dejan, incluso poner precio a lo santo.
«El poder y la gloria de los reinos de este mundo se me han dado a mí, y te lo daré todo, si me adoras», le dijo el diablo a Jesús. ¡Qué fácil le habría sido todo, si hubiese renunciado a la pureza de los medios! Hoy tendríamos una Iglesia ―¡si es que hubiese perdurado hasta el día de hoy!— no precisamente de fieles, sino de políticos, de generales, de comerciantes, de filósofos y, sobre todo, de banqueros.
Es decir, el poder, la fuerza, la eficacia, la estética, los bienes y el precio de todo lo que codicia el espíritu de este mundo, su pecado.
Cristo, sin embargo, nos llamó a una empresa cuya eficacia no se apoya ni en las fuerzas, ni en los prestigios y vanidades, ni en las astucias y procedimientos mundanos. Cristo pasó por la cruz y padeció la humillación y la muerte bajo la opresión del poder sacralizado. Pero resucita, y nos muestra un ideal absolutamente puro, que le hace decir a Pedro: «No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda». Lo dijo a un paralítico, y todavía lo dice a la Iglesia y a los cristianos y a los hombres de todos los tiempos.
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5. Segunda primavera
Primera parte del sermón predicado por J. H. Newman, el 13 de julio de 1852, en la iglesia de Santa María, de Oscott, con ocasión del Sínodo celebrado allí, después de la restauración de la Jerarquía católica en Inglaterra. Omitimos el grueso del discurso dedicado a la historia del catolicismo en aquel país, hasta el momento esperanzado que el sermón evoca, con el final referido a los primeros mártires ingleses, como consecuencia de la ruptura que consumo Enrique VIII.
«Levántate, date prisa, y mira:
ha pasado el invierno, las lluvias han cesado,
y aparecen las flores en la tierra».
Cant. 2. 10-12
NOSOTROS, en cotidiana familiaridad, experimentamos el orden, la constancia, la renovación perpetua del mundo material que nos circunda. Por frágil y fugaz que se nos muestre en cada una de sus partes, por turbulentos e inestables que sean sus elementos, por incesantes que parezcan sus mutaciones, este mundo resiste. Está trabado en sí mismo por una ley de estabilidad, que lo mantiene siempre en unidad; siempre a punto de morir, y siempre volviendo a nueva vida. La disolución no sirve para otra cosa que para desembocar en formas nuevas de organización, y una sola muerte es madre de mil vidas.
{10 (70)} Cada hora, tal como viene, da testimonio de cuán fugaz y cuán seguro es el gran todo. Como una imagen sobre el espejo de las aguas: que permanece siempre la misma, mientras corren las aguas. Cambios sobre cambios; pero en los cuales un cambio reclama al siguiente, al modo como se alternan los serafines en la alabanza que dedican al Creador. El sol se oculta a poniente y luego aparece de nuevo; las tinieblas se tragan la luz diurna y luego vuelve la claridad otra vez amanecida, resplandeciente, como si nunca hubiese sido alterada. La primavera pasa por el verano y, a través del verano y el otoño, cruza el invierno, para mostrar su triunfo, con mayor fuerza, venciendo la oscuridad de la tumba en que se había precipitado en su primera hora. Nosotros sentimos tristeza al ver las flores de mayo, y pasamos por el luto de saber que van a desaparecer en seguida; pero sabemos, por otra parte, que mayo tendrá su día de revancha al llegar a noviembre, en virtud de aquel solemne círculo que jamás se detiene, y que nos enseña, en el colmo de la esperanza, que debemos mantenernos sobrios, en lo profundo de la desolación, sin jamás desesperar.
Por intensa que sea para nosotros la impresión que nos cause este hecho, no resulta menos intenso el contraste que se produce entre este mundo material, tan vigoroso, tan reproductivo, a pesar de todos sus cambios, y el mundo moral, tan débil, tan movedizo, tan incapaz para reaccionar, a pesar de todas sus aspiraciones. Lo que debería acabar en la nada resiste; {11 (71)} lo que debería prometer el futuro desilusiona y fenece.
El mismo sol resplandece en los cielos desde el principio al fin, y el firmamento se mantiene azul, y los montes eternos se bañan en su luz, pero quien sobre la tierra es campeón, o héroe, o legislador, o jefe político, la raza soberana, que fue grande (...) siglos atrás, ¿es grande ahora? Los moralistas y poetas han escrito tantas variaciones sobre esta vitalidad innata de la materia, lo mismo que sobre la innata caducidad de la mente humana. El hombre surge para caer; es conducido hacia la disolución desde el mismo momento en que comienza a existir; es cierto que sobrevive en sus hijos, que su nombre perdura, pero nada permanece en su propia persona. En lo que se refiere a las manifestaciones de su ser natural sobre la tierra, es como una burbuja de jabón que se rompe, es como agua derramada en tierra. El que era joven ahora es viejo, y nunca más volverá a ser joven de nuevo. Éste es el lamento repetido, en verso o en prosa, por cristianos y paganos. Es la obra mayor salida de las manos de Dios bajo el sol; mas, en todas las manifestaciones de su complejo ser, él ha nacido para morir.
Lo mismo ocurre con nuestro ser moral. Florece en el joven, parecido a la riqueza de la mejor flor, delicada, fragante y encantadora. La generosidad y agilidad de corazón, la amabilidad, el ingenio, la confianza, el carácter amable, el afecto puro, la aspiración noble, la resolución heroica, el compromiso romántico, el amor que se olvida de sí mismo..., la ruina y la destrucción, son la consecuencia de esta virtud solamente natural, con tal que se abandone, con el tiempo, a su propio curso. Morosidad, misantropía, egoísmo, son el invierno ordinario de aquella primavera.
Tal es el hombre en su propia naturaleza, y tal en sus obras. Los esfuerzos más nobles de su genio, las conquistas alcanzadas, las doctrinas que enseñó, las naciones que civilizó, {12 (72)} los Estados que creó, sobrevivirán, a través de los siglos, pero tenderán a una finitud, y este final es la disolución. Poderes del mundo, soberanías, dinastías, antes o después, caen en la nada; les aguarda una hora fatal...
De este modo, el hombre y todas sus obras son mortales; mueren y no tienen el poder de renovarse...
Hace tres siglos que la Iglesia Católica, esta gran creación del poder de Dios, tenía en nuestra tierra un puesto de supremacía... Pero la voluntad del cielo fue que la majestad de aquella presencia se desvaneciera...
Cuando el Colegio Inglés se edificó en Roma, por la solicitud de un gran pontífice (Gregorio XIII) en la época en que comenzaron los dolores de Inglaterra, y los misioneros allí se adiestraban para disponerse a confesar la fe y sufrir eventualmente el martirio en la patria..., quisieron recibir antes la bendición de un santo; y fueron a pedirla a un plácido anciano que nunca había visto correr la sangre, a no ser la de la penitencia, a pesar de haber deseado ardientemente derramarla por Cristo... y uno tras otro perseveraron y merecieron ganar la palma del martirio...
Padres míos, Hermanos míos, aquel anciano era mi san Felipe. Tened paciencia conmigo, soportadme por amor a él.
Si he hablado demasiado seriamente, que su dulce sonrisa mitigue esta seriedad mía. Como él estuvo con vosotros hace tres siglos, en Roma, cuando se derrumbó nuestro templo, así de cierto, ahora que está resurgiendo, constituye un indicio agradable saber que él emprendería gustoso el viaje para ponerse junto a vosotros; y que, al recordar su intercesión por vosotros, mientras estaba en casa, y reconociendo la relación entonces formada con vosotros, desea ahora tener un nombre entre vosotros, ser amado por vosotros y, si es posible, haceros algún servicio, aquí, en vuestra propia patria.
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6. NEWMAN: ORIGEN DEL MOVIMIENTO DE OXFORD
A PARTIR de principios del siglo XIX, se emplea la palabra "movimiento" para designar, más que las formas del pensamiento en evolución, los fenómenos sociales que se producen como expresión o se convierten en camino para implantar un nuevo orden, o bien para recuperar una identidad colectiva perdida u olvidada que rebrota con pujanza nuera, como ocurrió con el despertar de los nacionalismos, o con ciertas corrientes estéticas, con el redescubrimiento del derecho clásico, con las nuevas ideas filosóficas, con el declinar de los absolutismos, etcétera. En el caso del llamado «Movimiento de Oxford» nos encontramos no frente a una rebelión social ni intelectual, sino ante un esfuerzo de aproximación y un aliento de sinceridad nacidos de una fe comprometida en la búsqueda v recuperación de lo que, para el anglicanismo, debía ser el cristianismo auténtico. La inquietud de sus buscadores pretendía superar las mortificaciones causadas por las desdichadas docilidades seculares, o intromisiones políticas, las cuales desvirtuaban la genuinidad evangélica del cristianismo tal como fue legada a la Iglesia de los primeros tiempos.
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Origen del anglicanismo
Para su mejor comprensión, es útil hacer memoria de algunos datos históricos, a partir de la misma escisión que separó a Inglaterra del catolicismo, cuando Enrique VIII se proclamó jefe de la Iglesia de Inglaterra, luego que el papa Clemente VII no le permitió repudiar a Catalina de Aragón (1), aunque mantuvo, no obstante, la jerarquía establecida y la integridad del dogma católico. Por lo tanto, originalmente, se trata más bien de un cisma que de una separación motivada por controversias doctrinales. La protestantización comenzó a iniciarse cuando Eduardo VI sucedió a Enrique VIII (1547). Luego surgió un paréntesis de reconciliación con Roma, propiciado por la reina María Tudor (1553); pero no tardó en producirse un cambio con Isabel I (1558-1603), la cual consolidó definitivamente el anglicanismo (2), convertido ya en un calvinismo mitigado; organizó su liturgia por medio del Common Prayer Book, sin casi alterar el orden católico de sacramentos, sacerdocio ministerial, fiestas de los santos, ayunos y abstinencias. El conjunto respondía a la imagen medieval de la Iglesia de Occidente.
Evolución
Hacia el final del siglo XVI, sin embargo, el anglicanismo experimenta la tensión de dos corrientes opuestas, designadas, más tarde, con los nombres de Iglesia alta, la High Church, conservadora, defensora de la jerarquía episcopal y de la liturgia, catolizante, que no duda en autocalificarse de «católica», y la Iglesia baja, la Low Church, de alma calvinista, protestante, que se complace en llamarse «evangélica», aferrada a la Biblia, con la obsesión ―al menos en sus orígenes, de ver a Roma como la Babilonia de Occidente y al papa como la personificación {15 (75)} del Anticristo. A través de la historia del anglicanismo, estas dos corrientes se contraponen y contrastan, pero también es verdad que, de algún modo, se complementan, como si la implícita ley de un bipartidismo eclesial tácito diera lugar al milagro político del equilibrio religioso nacional.
Sería posible, todavía, hacer referencia a una tercera corriente, que se manifiesta a partir del siglo XVIII, reveladora de la incomodidad espiritual que acompaña a las crisis producidas fuera del catolicismo: es la llamada Iglesia amplia, o Broad Church, que abrigaba la pretensión de alcanzar la unidad protestante y, para disponer a ella, acentuaba todo lo que podía favorecer la reducción de la moral al juicio individual, y simplificaba al máximo las cuestiones doctrinales. El peligro evidente era que tantas concesiones desembocaban en el liberalismo, y éste, insensiblemente, conducía a la negación de la trascendencia (3). Este es, a grandes rasgos, el marco que precede al Movimiento de Oxford. Eran tiempos de crisis espiritual, que contrastaba con la solidez política de la época, es decir, la sociedad victoriana.
Los tiempos nuevos
En una carta mandada a su madre, Newman, antes de su viaje a Italia, ya se mostraba preocupado por el estado de la Iglesia de Inglaterra: «Vivimos tiempos nuevos», le decía, y se lamenta por una Iglesia que depende «del prejuicio y de la beatería», pero no pierde la esperanza, porque está {16 (76)} convencido de que se están viviendo grandes tiempos, y los grandes tiempos «engendran grandes hombres» (4).
Es evidente que estas preocupaciones habían sido el tema de muchas conversaciones con Froude, en el decurso de su viaje por el Mediterráneo; hay poesías, escritas entonces, que nos lo muestran claramente (5). Newman sabe bien que el liberalismo se fragua en el corazón de los hombres presuntuosos, los cuales, aunque posean la verdad, se complacen cultivando la duda. Y sucede, curiosamente, que estas gentes que dudan son las que tienen en su mano el poder, también en la Iglesia, reducida su jerarquía a una burocracia apendicular del Estado. En la última estrofa del poema Sacrilege, dice a esos instalados: «Hermanos queridos: en adelante, mientras vosotros os preparáis para la desgracia, el triunfo todavía nos pertenece; / la Iglesia peregrina es bendita. Volveos atrás, pues, antes que la maldición caiga sobre vosotros. / Así, nosotros lucharemos manteniéndonos en el lugar de siempre, mientras esperamos sin temor la mano del expoliador».
Sueño sin gloria
El expoliador es el Estado. Jean Honoré ha descrito la situación en que se encontraba la Iglesia anglicana, cuyos pastores, en su inmensa mayoría, se mostraban incapaces de defenderse de la tutela humillante que los esclavizaba. «La mayoría de obispos deben sus dignidades a influencias seculares, y están más preocupados por sus prerrogativas en el Parlamento que por su misión apostólica. Los párrocos, en sus presbiterios rurales, si mantienen, en casos excepcionales, una meritoria aplicación al {17 (77)} estudio, no se dejan devorar, sin embargo, por el celo por la casa de Dios. Además, su teología es poco consistente, de tal modo que no puede servirles de base doctrinal para llevarles a vivir en las auténticas profundidades de la fe, y afrontar de este modo lúcidamente las angustias y las grandezas del ministerio pastoral» (6). Es, resumiendo, la imagen de una Iglesia que se duerme en un sueño sin gloria.
Movimiento "espiritual"
El deán Church no duda cuando afirma que Oxford, en medio de aquella mediocridad intelectual, tenía, de todos modos, algo que la asemejaba a la Grecia de la antigüedad o a la Florencia del Renacimiento: del pensamiento griego y del redescubrimiento de los clásicos todavía participamos (7). Después de la Revolución francesa y del movimiento del Romanticismo, también el Continente se había conmovido y, en Francia, Lamennais (1782- 1854) había reclamado la separación de la Iglesia y el Estado, como remedio indispensable para un retorno a la pureza religiosa. Pero él establecía el debate a nivel político; en cambio, el Movimiento de Oxford actuaría a distinto nivel, a pesar de que, casi anecdóticamente, fuesen algunas decisiones político-administrativas del Estado sobre la Iglesia las que desencadenasen la exteriorización enardecida que caracterizó la polémica nacida en la Universidad de Oxford y propagada en seguida a toda Inglaterra. La preocupación de los líderes del Movimiento de Oxford, y, singularmente y sin vacilación alguna, la preocupación de Newman, fue la de llegar al fondo del problema, que era de carácter espiritual. Se trataba de profundizar en la propia conciencia de la Iglesia, hasta alcanzar los principios divinos de los cuales ella recibió la existencia {18 (78)} y su misión en el mundo. El peligro no estaba en los poderes terrenales, sino en la pérdida de la propia vocación sobrenatural. No hacía falta combatir ni despreciar a nadie, sino simplemente recuperar la originalidad evangélica y apostólica, con rigurosa y leal dedicación.
La anécdota que despertó aquel Movimiento fue la supresión, por el Parlamento británico, de unas demarcaciones diocesanas; el hito lo marcó el sermón que pronunció Keble el 14 de julio de 1833, con el título National Apostasy, distribuido rápidamente y notorio a todos. En aquel momento, Newman estaba volviendo a Inglaterra, desde Italia, restablecido de su enfermedad. El acontecimiento venía a ser como una respuesta a la esperanza con que se había cerrado su crisis espiritual:
aquélla era, seguramente, «la tarea» presentida que la Providencia le mostraba. Siempre he considerado y he tomado aquel día (del sermón de Keble) como el del inicio del movimiento religioso de 1822 (8).
(1) ACT OF SUPREMACY (1534).
(2) THE THIRTY-NINE ARTICLES OF RELIGION (1563).
(3) Al justificar su posición en el Movimiento de Oxford, Newman escribe en la APOLOGÍA:
«First was the principle of dogma: my battle was with liberalism (...) From the of fifteen, dogma was been the fundamental principle of my religion; I know no other religion; I cannot enter into the idea of any other sort of religion; religion as a more sentiment, is to me a dream and a mockery». (M. J. Svaglie ed., p. 54).
Cuando fue creado cardenal, en 1879, también se refirió a lo mismo en su discurso de agradecimiento: «For thirty, forty, fifty years I have resisted to me to the beat of my powers the spirit of liberalism in religion». (BIGLIETTO SPEECH, Roma, P. 6).
(4) 13 de marzo de 1829 (L. D., vol. II, pp. 129-130).
(5) Véase SACRILEGE y LIBERALISM, fechadas en Palermo, respectivamente, el 4 y el 5 de junio de 1833 (V. V., 1868, pp. 121-123).
(6) Jean Honoré, ITINERAIRE SPIRITUAL DE NEWMAN (1964), p. 108.
(7) R. W. Church, OXFORD MOVEMENT (1892), p. 139.
(8) APO., p. 43.
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El misterio de Cristo en nosotros.
El mismo Cristo garantiza la repetición en figura y misterio de todo lo que hizo y sufrió en su carne. Se ha formado en nosotros, nace en nosotros, sufre en nosotros, resurge de nuevo en nosotros. Vive en nosotros: y ello, no por medio de una sucesión de acontecimientos, sino todo a la vez: porque él viene a nosotros como Espíritu, muriendo del todo, resucitando del todo otra vez, viviendo del todo.
Nosotros estamos siempre recibiendo nuestro nacimiento, nuestra justificación, nuestra renovación, muriendo continuamente al pecado, renaciendo continuamente a la justificación. Toda su economía, en todas sus partes, se realiza continuamente en nosotros y toda al mismo tiempo.
Y su divina presencia constituye el título de cada uno de nosotros para el cielo: título que él reconocerá y Aceptará en el último día. Él se reconocerá a sí mismo, es decir, reconocerá su imagen en nosotros.
Él nos ha marcado con el sello del Espíritu para reconocernos como suyos.
John H. Newman, C. O., P. S. V, 10