Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 259. JUNIO. Año 1989
0. SUMARIO
AUNQUE se llamara cristiana, la filosofía sería locura, la moral fariseísmo, la cultura pedantería, la estética vanidad, el culto folclore, y mentira, idolatría, injusticia y opresión cuanto se derivara de la manipulación de la política, de la educación, de las riquezas, si en la teoría y en la práctica, al referirnos a la Iglesia, por más alabanzas que le tributáramos y fiestas que convocáramos, se oscureciera la primacía absoluta de su finalidad principal y de su misión sobrenatural. Ella es, quiere ser, ha de ser, en este mundo, el espacio donde resuena y se anuncia el misterio de Dios para el corazón de los hombres. Es camino que conduce a Dios, que luego perdurará como ciudad iluminada puesta en lo alto, para ser morada eterna de Dios y de los santos. Todo lo demás es secundario.
TE HE BUSCADO, SEÑOR
UTOPÍAS
LA GALAXIA DE DIOS
EL DERECHO SEÑORIAL DE DIOS
CUANDO DIOS LLAMA
NEWMAN. RASGOS DEL MOVIMIENTO DE OXFORD
{1 (101)}
1. Tiempo de oración: TE HE BUSCADO, SEÑOR
Hasta donde he podido,
hasta agotar las fuerzas que me has dado,
yo te he buscado, Señor;
he deseado llegar a ver lo que
he creído,
y me he esforzado y trabajado para alcanzarte.
Señor, Dios mío, mi única esperanza,
concédeme que nunca cese de buscarte,
que todos los días busque ardientemente tu santo rostro.
Dame la fuerza para perseverar en este deseo,
tú que has permitido que te encuentre,
y mantenido en la esperanza creciente
de alcanzarte.
Estoy frente a ti, con mis fuerzas y mis flaquezas,
conserva mis fuerzas, cura mis debilidades;
frente a ti, mi fortaleza es mi ignorancia.
Me has abierto la puerta,
déjame entrar ahora;
muéstrame lo que
todavía me falta;
concédeme que jamás me olvide de ti,
que piense en ti,
que te comprenda,
que te ame.
San Agustín 2 (102)
{2 (102)}
2. Utopías
UTOPÍA e ideología, y fe y esperanza, son conceptos que chocan entre sí. Las dos primeras miran a este mundo y sueñan o proponen la perfección creada para un proyecto igualmente natural, cuya rotundidad es prácticamente inalcanzable. Le sigue o le desplaza un sistema de ideas para legitimar el poder, cuyo ejercicio y presión, física o mental, debe dar forma y creatividad histórica al hombre. El riesgo de las ideologías está en la absolutización de presupuestos teóricos que llevan al fanatismo y paralizan, en realidad, todo verdadero progreso; las ideología: tienden al conservadurismo y a su justificación. La vulnerabilidad de las utopías se funda en la acusación de que carecen de realismo, y en que este fallo se pretende remediar, con frecuencia, por medio de aceleraciones totalitarias.
Aunque Tomás Moro fue el primero en usar el nombre de "utopía", ya había escrito sobre ella, mucho antes, Platón, en su República. Luego, a partir del Renacimiento, se elaborarían las grandes corrientes utópicas, como una reacción humanizadora, frente a un mundo que se organizaba bajo el lema de la razón de estado", de la eficacia económica, del monopolio del poder favorecido por la incipiente industria que minaba el artesanado, hasta las grandes revoluciones y cambios sociales que transformarían el mundo presente. Los estados modernos serían hijos de los diversos movimientos utópicos, posteriormente ideologizados, o reemplazados sucesivamente por nuevas utopías, que les servían de fundamento o divisa. La tensión se seguirá manteniendo entre el realismo conservador y las más reciente proposiciones para un mundo nuevo y un hombre también nuevo.
La Iglesia no ha podido sustraerse a esta tensión, ni la ha contemplado pasivamente; desde Trento hasta nuestros días, con el Vaticano II, también en ella ha repercutido, y no ha vacilado en proclamar que quiere compartir las esperanzas lo {3 (103)} mismo que las tristezas y las angustias del hombre contemporáneo. La principal iniciativa ha correspondido a Juan XXIII, de quien, el día después de su muerte, Mauriac escribía que «permanecerá siempre como el papa de la esperanza».
Quería decirse, seguramente, que las utopías temporales de los hombres pueden redimirse y convertirse en medio y signo de esperanza, cuando enarbolen el anhelo de un crecimiento o transformación social, política, económica o cultural de la humanidad, si se dejan iluminar por la fe y la esperanza cristianas y, además, en el modo y el estilo con que son propuestas como ideal y se quieren llevar a la práctica, no suplantan la trascendencia del ser y del destino humano.
La calidad de la esperanza humana es siempre de orden espiritual; lo sensible y lo temporal también se integra en ella, pero cuando es espiritualizado. Lo que se anhela, sin que trascienda al tiempo y a la historia, es lo utópico. La esperanza cristiana no es directamente enemiga de las utopías humanas, sino que las supera. Pero como quiera que la esperanza cristiana comienza ya en la tierra, sin que por ello se aplacen las exigencias del Evangelio para más allá del tiempo, lejos de este mundo, todos los anhelos de bondad caben y son asumibles en ella. El Evangelio es para esta vida, aunque lleva su culminación más allá de la vida. Cualquier planteamiento que mutilara su realización práctica conduciría a un reduccionismo idolátrico, a la negación del Dios de Jesucristo, suplantado por su caricatura, desligado de la atracción escatológica, que es la fuerza con que la vocación a la fe nos lleva. Por eso decimos que la Iglesia no es un mero proyecto para este mundo, que se agota en él, sino un lugar desde donde, ya en este mundo, se inicia la edificación del Reino de Dios. De ahí que no puedo transigir con las injusticias, los egoísmos, las mentiras, Las hipocresías y todos los pecados que se derivan de las absolutizaciones de lo transitorio. Una excesiva generalización llevaría hacia la utopía el objeto de la esperanza, y un silencio que marginara los grandes problemas de la vida presente oscurecería la fe o la reduciría a ideología. Pero los santos y los mártires se encargan de librar a la Iglesia de estos pecados.
Fe, esperanza y caridad.
Es tiempo de esperanza,
y nosotros tenemos esperanza
porque creemos
en el amor.
{4 (104)}
3. La galaxia de Dios
EN la Biblia, y en muchas religiones, el cielo astronómico ha servido de imagen para hacer referencia al cielo teológico, morada de Dios, de los espíritus puros, de los santos, de la bienaventuranza eterna. Nosotros sabemos que Dios está presente en todas partes; pero vemos que los santos y las almas grandes, para profundizar en esta presencia que percibían en sus corazones, sentían la necesidad de mirar fuera, de levantar los ojos y fundir en la propia conciencia el reflejo de la grandiosidad contemplada con el latido de la invasión divina, dejando que brotara del alma admirada, sin palabras, la plegaria incontenible.
En muchos santos; pero nosotros sabemos bien de nuestro Padre san Felipe, de quien son proverbiales sus largas caminatas nocturnas por la campiña romana, durante su vida de apóstol seglar. Peregrinaciones habituales que iniciaba al atardecer, como cuando tomaba el camino de las Siete Iglesias, dejando luego que le sorprendiera la noche, en pleno campo, o en las catacumbas. Cuando más tarde él se refería a la necesidad de la oración, de vivir el cielo en la tierra, del verdadero deseo de amar Dios, rebosaban en sus consejos las claridades de aquellas experiencias en que cedía al "fascino", a la atracción divina, empujado por el impulso místico de la búsqueda y contemplación de Dios.
En Roma, las noches son claras, no solamente en verano; pero en este tiempo son todavía más amables y el firmamento es espléndido.
En alguna de estas noches ―«más claras que la luz del alborada», diría san Juan de la Cruz―, recogería, como rocío en el corazón, las palabras para componer aquel soneto {5 (105)} de su juventud, que comienza: «Se l'anima ha da Dio l'esser perfetto...» Y termina con el terceto que resume el anhelo de alcanzar a Dios, así: «Qual prigion la ritien, ch'indi partire / Non possa, e alfin calcar le stelle, / E viver sempre in Dio...» Se llega al cielo pisando caminos de estrellas, para ver y vivir con Dios.
Pero en san Felipe no fue solamente contemplación de Dios, sino meditación de la Iglesia. De la Iglesia que tenía al lado, visible, con hombres y prelados ambiciosos, vagando entre vanidades palaciegas, igual que los príncipes mundanos, más preocupados por la gloria y los triunfos terrenos que por la santidad y el reino de los cielos, con excepción de aquellos eclesiásticos sencillos y humildes, como algunos de los sacerdotes de San Jerónimo de la Caridad, uno de los cuales, Persiano Rosa, más tarde le convencería de que también él se hiciera sacerdote. Meditación, además, de la Iglesia presente ―más presente―, pero invisible y oculta en la historia de los mártires de los primeros tiempos, sepultados en las catacumbas, donde Felipe iba a por el espíritu del cristianismo, que no acababa de encontrar en superficie. Y, desde la oscuridad encendida de amor y fidelidad a Cristo, de las primeras generaciones que tomaron seriamente el Evangelio para luz de su vida, ascendía a la luminaria del firmamento tachonado de estrellas, más numerosas que la lista de los mártires y santos conocidos.
El firmamento era como un manto enorme, ceñido por una cinta de luz, por un camino de claridades y galaxia de Dios, imagen de la Iglesia de los creyentes que, igual que él y sus mejores amigos, la creían santa, a pesar de tantas miserias visibles. Visión gloriosa de la Iglesia que se le proyectaba en el espejo limpio del alma, pequeño firmamento interior y espiritual, en el que reflorecía cada noche y cada día la esperanza de que aquella ciudad, que era casi como el corazón de la Iglesia, de pecadora se hiciera santa, a pesar de que, allí mismo, hubiera demasiados que, con pecado o por error, pretendieran servir a Dios y hacer compatible este deseo con el afán de poder, o la envidia de las grandezas que el mundo admira. Felipe, todavía joven, pero ya mayor, sabía bien que no hay nada tan temible como el autoengaño de la soberbia clerical o farisaica, proclive a enmascarar con razones teológicas intereses  humanos, pretextando tal vez que desde el poder y con la riqueza es más fácil influir, convencer, dominar, para anticipar la eficacia visible de la implantación del reino de Dios en la tierra. Por eso, en principio, san Felipe no quiso {6 (106)} ser sacerdote, por temor a no poder ser cristiano.
Pero en la Iglesia de superficie no todo eran miserias ni temporalismos; había otras almas sencillas, como las que compartían con él las tareas de caridad, o a veces le acompañaban en su peregrinar a los sepulcros de los santos, o los amigos sacerdotes que le daban sobrado ejemplo de sinceridad cristiana y de desprendimiento para entregarse al servicio de las almas que deseaban, como él, otro rostro para la desfigurada Iglesia de su época. Finalmente cedió a su radicalismo frente a aquella visión demasiado horizontal del cristianismo tangible, y pensó que el cielo de arriba, y el de los santos de las catacumbas, era él mismo que se reflejaba en otros y en su misma conciencia. Descubrió, encendida en el corazón, la diminuta llama desprendida de una hoguera más alta y divina, como si un punto del firmamento se le hubiera prendido en lo más hondo del alma. Él era también un punto luminoso, en medio de la oscuridad de .la noche temporal de la Iglesia, arrastrada por caminos de estrellas, envuelta· en la galaxia de Dios. Hasta en los pecados caben las esperanzas de vuelta a la luz, como en las noches la vuelta al día.
Nosotros, tan pegados a los intereses de la tierra, como si aquí tuviéramos un quehacer definitivo y un cielo que construirnos, entendemos poco el corazón de los Santos, porque ni nos detenemos a auscultar nuestro propio corazón, ni, colocándonos por encima de las veleidades y vanidades de este mundo (renombre, profesión, riqueza...), nos asomamos al firmamento de Dios, al verdadero cielo. Llegamos a convertir a Dios en complemento o aderezo de nuestra vanidad.
Si un sabio, que supiera de mundos siderales, se nos presentara para guiarnos en un viaje óptico por mares de estrellas, aunque solamente se tratara de maravillas del mundo físico, permaneceríamos extasiados frente a la grandiosidad de lo que, sin poderlo abarcar del todo, despertaría en nosotros una admiración casi infinita. Bien. El mundo de las claridades divinas es superior a todas las maravillas creadas. Comprenderíamos a los santos con sólo atisbar algo del cielo que ellos contemplaron ya en la tierra, y por qué organizaron su vida como un verdadero "regreso" entusiasta y amoroso a Dios.
Nos daríamos cuenta qué significaba el misterio de la Iglesia en la trayectoria de su vida, y hasta sabríamos algo de la felicidad que, de un modo distinto a como el hombre terrenal la entiende, ellos ya gozaron mientras caminaban "por caminos de estrellas" hacia Dios.
{7 (107)} Nos hemos atrevido a decir que la Iglesia es "la galaxia de Dios".
Como arriba las estrellas se agrupan en constelaciones, también los santos en la tierra, como nos lo muestran las primeras generaciones cristianas, se encuentran y hermanan en lazos de fe y de ideales que están por encima de los cálculos meramente naturales. Y esa ley de las constelaciones se va repitiendo a través de todo el caminar de la Iglesia. Así van añadiéndose nuevos resplandores a la galaxia de Dios. El mismo san Felipe, sin haberlo previsto, se encontraría, a no tardar, rodeado y seguido de otros cristianos fervorosos, que le tendrían como centro de un pequeño sistema estelar cristiano: él sería el Padre y los demás hijos, y hermanos, y amigos, al compartir un mismo deseo de verdadera reforma para la faz manchada de la Iglesia temporal, envueltos en la luz que les bajaba del cielo.
San Felipe desconfiaba de las excesivas previsiones humanas. No malgastaba energías, ni era desordenado; pero su fuerza descansaba en el vigor del Espíritu, su única estrategia era la confianza en los signos providenciales con que Dios nos guía. Si a veces se mostraba demasiado radical, para exigir desprendimientos totales, era para que el alma, pura y libre, fuera capaz de anteponer a Dios todas las cosas, y dejarse bañar en su luz. El resto era todo claridad divina, recibida y reflejada: oración, apostolado, caridad, alegría, perseverancia, libertad de corazón, obediencia de hijo, desprendimiento de las vanidades, entusiasmo por la belleza de Dios y de sus obras...
Sin querer, el escudo de los Neri resume su ideal: en campo azul, tres estrellas doradas. Pero lo mismo puede y debe ser el ideal de todo cristiano. Nadie puede vivir solitariamente su cristianismo, y prudencia insigne será la de saber integrarse y mantenerse en la "constelación" en que la providencia nos establece... Dios está cerca, proyectando su luz en nosotros y hermanándonos mientras hacemos camino, añadiendo resplandores a la galaxia de Dios, la Iglesia.
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4. EL DERECHO SEÑORIAL DE DIOS
NADIE puede servir a dos señores. El contraste siempre varía y se llama al discípulo para que tome siempre la misma decisión: tesoros en la tierra o tesoros en el cielo; tinieblas o luz; riqueza o Dios. También aquí entramos en una experiencia natural que afecta al espíritu. Si ha de hacerse con todas las fuerzas del propio ser, cada uno en realidad sólo puede servir a un solo señor. Pero esto, con pleno sentido, solamente puede decirse de Dios, que pide todo el hombre y que no tolera ninguna rebaja.
En todas partes en que se pone en discusión el derecho señorial de Dios, se halla escondido el espíritu del mal. El maligno conoce múltiples formas de oposición y de enemistad y, de una forma un tanto alevosa, se escuda, para ocultarse, detrás del dinero. En él se representa la propiedad terrena, la acumulación de bienes y tesoros, y de toda clase de posesiones. Conocemos por experiencia el disimulado poder del oro, el brillo fascinante y la magnificencia cautivadora de los objetos de gran valor. También sabemos que, para Jesús, la riqueza siempre es «injusta», porque confiere un poder casi demoníaco, que gana el corazón y lo tiene sujeto, encadenado. Por eso, el que es víctima de la riqueza lo es igualmente del diablo, porque solamente se puede servir de veras a uno: a Dios, que es la luz de nuestra vida, y en quien están bien guardados los verdaderos tesoros y nuestro corazón.
Wolfgang Trilling, C. O., (Com. al Ev. de S. Mateo) 9 (109)
{9 (109)}
5. CUANDO DIOS LLAMA
SOLAMENTE la fe puede obedecer a los llamamientos divinos. Todos nosotros hemos sido llamados por Dios, aun antes de alcanzar el uso de razón. La llamada no pertenece a nuestro futuro, sino que precede a este momento de ahora; lo hizo Dios por medio de nuestro Bautismo, a través de la fe de nuestros padres. Ello es verdad por sí mismo, pero podríamos aplicarnos, además, los pasajes de la Escritura que se refieren a otros llamamientos (Samuel, Pablo, Andrés, Pedro, Mateo, los Zebedeos, Felipe, Natanael...), que podrían servirnos de guía en muchos sentidos.
Pues, en verdad, hemos sido llamados no de una vez por todas, sino muchas veces; a lo largo de toda nuestra vida, Cristo nos ha ido llamando. Nos llamó al principio en el Bautismo, y también más tarde; y, le obedezcamos o no, él sigue todavía llamándonos misericordiosamente. Si se derrumban nuestras promesas bautismales, nos llama al arrepentimiento; si nos esforzamos por ser fieles a nuestra vocación, nos impulsa siempre hacia adelante, de gracia en gracia, y de santidad en santidad, mientras nos dure la vida. Abraham fue llamado a abandonar su patria, Pedro sus redes, Mateo su oficio, Elías sus campos, Natanael su retiro. A todos se nos llama sin cesar de una cosa a otra, siempre más lejos, porque «no tenemos aquí una morada permanente» (Hb 13, 14), sino que vamos subiendo hacia el reposo eterno, obedeciendo un mandamiento sólo para ser capaces de atender у obedecer otro más elevado. Nos llama constantemente a fin de justificarnos sin cesar, y sin cesar y cada vez más santificarnos y glorificarnos.
{10 (110)} Sería maravilloso que llegáramos a comprender esto, pero somos lentos para penetrar esta gran verdad: que Cristo camina como si estuviese a nuestro lado, entre nosotros, y con sus manos, sus ojos y su voz nos invita a seguirle. Pero no tenemos ojos para ver al Señor, a diferencia del apóstol amado, que reconoció a Cristo, incluso cuando los demás discípulos no lo reconocían (cf. In 21, 7).
Ahora bien, lo que quiero decir es esto: que a los que viven religiosamente se les presentan verdades que antes no conocían, o de las que no sentían necesidad de tener en cuenta; verdades que ahora ven que implican deberes, deberes que son preceptos, preceptos que reclaman obediencia. Así y de este modo nos llama Cristo ahora, sin que haya nada de milagroso o extraordinario en el modo como él nos trata. Él obra en nosotros a través de nuestras facultades naturales y de las circunstancias de nuestra vida. La suavidad con que procede la providencia respecto de nosotros es en todo esencial para reconocer su voz en aquellos que él conduce mientras están en la tierra; en todas partes nos guía con su invisible presencia, o nos manda con una voz, o por medio de nuestra conciencia, no importa cómo, pero sentimos que es un mandato. Un mandato que puede ser obedecido o puede ser rechazado.
{11 (111)} Contamos con lo necesario para obrar como Dios querría vernos obrar, aunque lo hacemos sumidos en el temor y perplejidad. No vemos claro nuestro camino, no adivinamos el resultado de cuanto ya hemos hecho, ni que influencia tendrá sobre el conjunto de nuestras ideas y de nuestra conducta; y sin embargo, las consecuencias pueden ser muy importantes.
Una leve acción que se nos pide como por sorpresa, que decidimos y ejecutamos casi súbitamente, puede abrirnos a un ascenso espiritual, al paso a un estado de santidad más elevado, a una visión de las cosas más verdadera y segura que la que teníamos antes.
Hay una cosa cierta: algunos hombres se sienten llamados a cumplir deberes importantes y a realizar grandes obras, mientras que a otros, en cambio, no se les exige en absoluto.
No sabemos la razón; quizá porque los no llamados traicionaron la llamada por haber sucumbido en pruebas anteriores; quizá porque fueron llamados y no obedecieron; quizá porque Dios no llama a todos a lo mismo. Es cierto que nadie tiene derecho a tomar como ideal de santidad el ideal inferior de otro. Lo que sean los demás, en nuestra decisión, no importa. Si Dios nos llama a renunciar completamente al mundo, si nos pide el sacrificio de nuestras esperanzas y de nuestros temores, he ahí nuestra ganancia, porque ello significa y es señal de su amor a nosotros, una cosa de la cual debemos alegrarnos.
No tengamos miedo de pecar de orgullo espiritual si hemos de seguir la llamada de Cristo, y hagámoslo con verdadero celo. El buen celo no deja tiempo para perderlo en comparaciones con el prójimo, sino que busca simplemente hacer la voluntad de Dios. Y dice con sencillez: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3, 9); «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9, 6).
John Henry Newman, C. O., PPS, VIII, 2 12 (112)
{12 (112)}
6. NEWMAN: RASGOS DEL MOVIMIENTO DE OXFORD
LA ETAPA más intensa y entusiasta de la vida de Newman se identifica con lo que históricamente se ha venido en designar como el Movimiento de Oxford. Fueron diez años largos de una crisis que Newman vivió con lucidez y sinceridad, en una Ósmosis entre la propia historia y la del grupo universitario del cual él se acababa de convertir en el centro.
No busca ni fama ni poder
Aquel joven tímido que, sin haber cumplido todavía los diecisiete años, había llegado a la Universidad, y al que miraban todos poco más que como a un niño, se había transformado. Ahora, apenas superada la edad de los treinta años, era un personaje que, mientras resultaba discutido por algunos y obtenía adhesiones de otros, lo respetaban jóvenes y mayores, sin dejar a nadie indiferente. Resultaba claro que, de haberse dejado llevar por la ambición, habría podido alcanzar, en la misma Universidad o en el mundo eclesiástico, cualquier promoción envidiable. Pero, como recordaría más tarde, «cuando yo era todavía pastor anglicano, pedía a Dios, sin reservas ni condiciones, que {13 (113)} me librara de cualquier posible ascenso en mi carrera eclesiástica» (1), y hace memoria de cómo ya lo había expresado en una poesía años atrás (2).
Por nuestra parte, no pretendemos hacer aquí la historia del Movimiento de Oxford, a pesar del indudable interés que supondría detenernos en su seguimiento específico: nos limitaremos a señalar algunas características del protagonismo de Newman y los rasgos de su espíritu.
Un "movimiento" no surge ni se desarrolla como un fenómeno ordenado; la espontaneidad le es propia, y si, por un lado, ella facilita la fluidez de las intuiciones que se reconocen y sienten integradas en el mismo, de otra parte, no todas las adhesiones son igualmente reflexivas y desinteresadas; junto a los más fieles y bien intencionados, están los llevados por la ligereza de lo superficial, los ansiosos de novelerías, los críticos resentidos, los oportunistas, los curiosos, los aprovechados: y no digamos los imprudentes, mayormente cuando los debates suscitados no parten de una base doctrinal precisa y gira todo en torno a la búsqueda de un cimiento no totalmente descubierto o de ideas no del todo aclaradas.
Las conciencias alertadas
Después del sermón de Keble sobre la «apostasía nacional», al que hay que hacer siempre referencia en los orígenes del Movimiento, no faltaron reacciones orientadas a secundar la invitación a tomar conciencia del peligro que amenazaba a la Iglesia de Inglaterra. Ello no impidió que sólo quince días más tarde, el 30 de julio de 1833, fuese {14 (104)} aprobada en la Cámara de los Lores, por 135 votos contra 81, una ley que suprimía determinadas sedes episcopales irlandesas; esta decisión política fue considerada como un agravio a la independencia de la Iglesia anglicana. Sin embargo, se olvidaría muy pronto la anécdota, a pesar de que, a causa de ella, se suscitó la alerta en las conciencias más religiosas e ilustradas.
No faltaron las reuniones de los descontentos, ni protestas y peticiones de revisión de tan desdichada ley. Posiblemente, las iniciativas más generosas correspondieron, en los primeros momentos, al pastor Hugh James Rose, de la Universidad de Cambridge, que contaba con amigos y estaba bien relacionado con el ambiente universitario de Oxford, y era el fundador del British Magazine, en el que colaboraría Newman. Pero muy pronto se demostró ―o, por lo menos, así lo entendió Newman (3)— que se obtendrían pocos resultados con sólo cartas, reuniones y comités, y que era necesario, ante todo, crear un ambiente mental a base de alimentar con ideas las inteligencias de cuantos mostraban interés en aquel despertar de las conciencias. De este modo nacieron los Tracts for the Times.
Los "Tracts"
El primero en aparecer lleva la fecha de 9 de septiembre de 1833, evidentemente escrito por el mismo Newman, aunque sin ir firmado. El título era «Thoughs on the Ministerial Comission, respectully adressed to the Clergy». Y comenzaba diciendo: «Yo no soy más que uno de vosotros: un presbítero, y por este motivo no firmo con mi nombre, porque no es en mi nombre propio que os hablo.
No obstante, hablo, y siento que debo hacerlo, porque los tiempos son infaustos, y nadie alza la voz {15 (115)} para combatirlos» (4). Era una empresa que asumía como un deber. Llegaron a publicarse hasta noventa «Tracts»; el último llevaba la fecha de 27 de febrero de 1841, y también lo escribió Newman (5). Los «Tracts» constituyeron su tarea: él buscaba información, colaboradores que escribieran o procurasen documentación; cuidaba de la edición y difusión ―profusa, prácticamente gratuita― entre universitarios, antiguos discípulos suyos, clérigos de todas las tendencias (High Churchmen, Low Churchmen, Evangelicals); iba personalmente, cabalgando de presbiterio en presbiterio, en las zonas rurales no demasiado distantes de la Universidad. En poco tiempo, los temas expuestos en los «Tracts» estaban en las conversaciones de los Common Rooms de los Colleges de Oxford, lo mismo que en las reuniones de los pastores de las iglesias de campaña.
La palabra viva
Pero a pesar de que el Movimiento se haya calificado, en más de una ocasión, de "tractarista", su espíritu no se agotaba en las manifestaciones contenidas en aquellas hojas impresas. Tuvo más importancia la palabra viva que la escritura. Cuando afirmamos esto nos referimos sobre todo a la predicación de Newman como «Vicar» (6) de Santa María, {16 (116)} la iglesia universitaria de Oxford. A excepción del primero de sus Universitary Sermons, predicado en 1826, el resto fueron pronunciados a lo largo del progreso del Movimiento. Nos cabe la suerte de que Newman escribía y luego leía a los fieles toda esta predicación, ajustándose, de este modo, a la mejor costumbre anglicana (heredada, seguramente, de la tradición monástica medieval).
En los sermones, Newman se colocaba por encima del estilo polémico y se adentraba en el espíritu del Evangelio, en busca de la conversión del alma, pero sin ceder al sentimentalismo wesleyano, del "new birth", sino hilando muy fino y concretando las exigencias de la más auténtica espiritualidad cristiana: la conciencia, la irrenunciable relación del hombre con Dios, la exigencia del progreso espiritual, el deber de la lucidez personal por la trascendencia, el misterio sorprendente e inevitable de la condición humana, la necesidad de abrir sinceramente el corazón al Evangelio, el deseo eficaz de la propia conversión, el llamamiento a someterse a la voluntad divina y a aceptar las renuncias que este sometimiento comporta. Todo lo cual sugiere volver a la oración, a la dirección de las conciencias y, germinalmente, en algunos de los más fervorosos, a la idea de una vida comunitaria, a pesar de no referirse explícitamente a ello.
Pero al volumen de los quince Universitary Sermons, predicados entre 1826 y 1843, hay que añadir el tesoro de los Parochial and Plain Sermons, {17 (117)} dirigidos a los parroquianos de Santa María de Oxford, bajo el cuidado pastoral de Newman.
El auditorio era reducido, constituido por gente sencilla, tenderos, trabajadores, mujeres piadosas; pero, poco a poco, acudieron algunos estudiantes, incluso profesores, hasta que aquellos sermones se convirtieron en un auténtico acontecimiento. Como observa Bremond (7), Newman no era un orador al estilo continental, italiano o francés; no podía compararse a un Bossuet o Lacordaire, a un Bourdaloue o Massillon.
Sermones universitarios
Tal como escribió más tarde el poeta Mattew Arnold, aquello era como una «aparición espiritual» que domingo tras domingo, con una voz sutil, dulce, musical, quebraba el silencio del templo mientras iba derramando pensamientos sobre lo que más amaba: la Iglesia de Inglaterra.
Newman se dirigía a los fieles en general, su tono era espiritual, sin alusiones a polémicas, ni siquiera en los momentos más críticos, en los que hubiera sido comprensible que se reflejaran, siquiera de paso, en sus palabras. Pero a partir de la primavera de 1834 organiza unas conferencias con un enfoque más intelectual y especializado, que hubiera querido pronunciar en la misma Universidad, pero que, finalmente, no pudo disponer de lugar más adecuado que la Adam de Brome's Chapel, aneja a Santa María (8). Estas conferencias se recogieron en dos volúmenes: Lectures on the Prophetical Office of the Church (1837), y Lectures on Justification (1838).
La tradición apostólica
No iríamos descaminados si tomáramos como precedente de estas conferencias el estudio The Arians of the Fourth Century (1832), que concluyó {18 (118)} justamente antes de emprender el viaje por el Mediterráneo. Newman buscaba en los Padres Las raíces de la Iglesia y, en ellas, la tradición apostólica (9) todavía íntegra: las divisiones vendrían más tarde. Newman adopta la teoría de las tres ramas: la de la Iglesia anglicana, que mantenía el principio fundamental del primer cristianismo, aunque desvirtuado; la Iglesia griega, fiel al principio apostólico, pero rebelde a la unión: finalmente, la Iglesia romana, también fiel a la sucesión apostólica, pero corrompida, y por eso abandonada por el protestantismo, el cual degeneraría luego hacia el liberalismo, multiplicando, de este modo, la división e intoxicando el anglicanismo.
Frente a este panorama, Newman establece la teoría de la «vía media», consistente en la transformación de la Iglesia de Inglaterra, que se había separado del influjo protestante aunque aceptando la verdad que éste pueda contener, admitiendo, una vez purificadas de idolatría y corrupción, las creencias romanas. Fue un gran esfuerzo mental, impregnado de espíritu ecuménico, en el cual se debatía tanto el alma de Newman como la suerte de la Iglesia anglicana. Esta lucha constituyó un drama interior que merecería un estudio aparte.
Otro aspecto del Movimiento de Oxford es el que podríamos denominar la preocupación por la liturgia, por la importancia que adquirió en orden a la recuperación del culto. También éste es un capítulo para añadir.
(1) A. W. (15. 12. 1859).
(2) En V. V. (1968), la última estrofa de la poesía titulada A THANKSGIVING (datada en Oxford en octubre de 1829): «Deny me wealth: far, far remove / the lure of power or name: /hope thrives in straits, in weakness love, / and faith in this world's share».
(3) Así lo manifiesta a Keble, en carta del 5 de agosto de 1833 (L. D., vol. IV, p. 20).
...
(4) «I am but one of yourselves, a Presbyter; and therefore I should take too much on myself by speaking in my own person. Yet speak I must; for the times are very evil, yet no one speaks against them».
(5) Newman alcanzaría a escribir veintinueve de ellos (1, 2, 3, 6, 7, 8, 10, 11, 15, 19, 20, 21, 31, 33, 31, 38, 11, 15, 17, 71, 73, 75, 76, 79, 82, 83, 85, 88 y 90): John Keble, ocho:
Edward Bouverie Pusey, siete: Benjamin Harrison, cuatro; Thomas Keble (hermano de John), cuatro; Richard Hurrell Froude, tren: Arthur Philip Perceval, tres; Isaac Williams, tres: Anthony Butler, uno; Charles Page Eden con Robert F. William Palmer, uno: George Prevost, uno; un laico, John William Bowden, muy amigo de Newman, escribió cinco.
(6) «Vicar» es un término que sirve para designar a un presbítero que ejerce cura de almas y tiene el oficio de regir una parroquia en otro tiempo dependiente de una abadía; cuando no es así, recibe el nombre de «Rector». Es oportuno señalar que el celo de Newman como pastor era algo que aparecía como extraordinario, si se relacionaba con el descuido con que el resto del clero entendía que bastaba para cumplir los propios deberes. Las vetustas prescripciones del Prayer Book más o menos se habían olvidado, las iglesias solían permanecer cerradas durante toda la semana, excepto en la hora de la celebración del oficio de cada domingo, la Eucaristía se celebraba no más de cuatro veces cada año, y todo se cumplía con un aire de formalidad carente de unción, la mayor parte de las veces. Ni que decir que la predicación corría esta misma suerte.
(7) THE MYSTERY OF NEWMAN, trad. del orig. francés, Londres, 1907, pp. 144 y ss.
(8) Se le da este nombre porque, en el centro, se emplaza el sepulcro de Adam de Brome, fundador del Oriel College. Actualmente es posible pasar a la capilla desde la arcada de la nave; pero en tiempo de Newman era necesario hacerlo desde el pórtico del norte, para lo cual no era necesario entrar en Santa María.
(9) La Patrística era el fuerte de Newman. Tal como lo ha estudiado muy bien Joseph Ratzinger (actualmente cardenal) en la colección de artículos traducidos al castellano bajo el título de TEOLOGÍA E HISTORIA, Salamanca, 1972, a los Padres de la Iglesia no se les llama así por su antigüedad, sino porque tenemos en ellos a los maestros de la Iglesia todavía indivisa. Newman no volvió hacia atrás empujado por nostalgias románticas, cediendo a la moda de la estética o el sentimentalismo de la época, sino que fue a buscar la autenticidad de la Iglesia «de Cristo», haciendo abstracción no solamente de lo que llamó «romanismo» y «protestantismo», sino incluso de su propia y amada CHURCH OF ENGLAND.
COMO Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, existiendo en forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Flp 2, 6), y por nosotros se hizo pobre, siendo rico (2Co 8, 9); así la Iglesia, aunque para el cumplimiento de su misión necesita recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con el ejemplo... Santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (San Agustín), anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que el venga (1Co 11, 26).
Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.
Vat. II, LG 8