Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 260. OCTUBRE. Año 1989
0. SUMARIO
OTOÑO en los campos, pero primavera en el huerto cerrado de la Iglesia en Albacete, que consagra cinco nuevos sacerdotes, uno de los cuales es hijo de este Oratorio. Todos tenemos razones para el gozo y la acción de gracias, y para la esperanza. Una esperanza cristiana, que nos ha de dar frutos sobrenaturales, siembra nueva y levadura para cambiar las mentes y hacernos a todos mejores cristianos, sin otra ambición que la de revivir a Cristo. Mientras el viento del mundo se lleva las hojas secas y el frío, por fuera, hace viejo el paisaje, en la Iglesia sigue floreciendo la primavera.
EL SACERDOCIO DE CRISTO
FORMAS
MÁS SACERDOTES Y MÁS CRISTIANOS
RESPONDER A DIOS
SINGULARIDAD DEL ORATORIO
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1. Tiempo de oración: EL SACERDOCIO DE CRISTO
Señor, Padre Santo:
Que constituiste a tu único Hijo
Pontífice de la Alianza nueva y eterna
por la unción del Espíritu Santo,
determinaste, en tu designio salvífico,
perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.
Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real
a todo su pueblo santo,
sino también, con amor de hermano,
ha elegido a hombres de este pueblo
para que, por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo
el sacrificio de la redención,
y preparan a tus hijos el banquete pascual,
donde el pueblo santo se reúne en tu amor,
se alimenta con tu palabra
y se fortalece con tus sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al entregar la vida por ti
y por la salvación de los hermanos,
van configurándose a Cristo,
y así dan testimonio constante de fidelidad y amor.
Por eso, Señor, cantamos tu gloria.
(De la liturgia de ordenación) 2 (122)
{2 (122)}
2. Formas
SAN FELIPE profesaba una innata predilección por lo sencillo, y una sensibilidad vivísima por lo que juzgaba esencial. Todo lo que, por devoción a la sencillez, pudiera parecer transigencia era compensado por su exigencia irrenunciable frente a lo esencial y profundo. Por esto sentía una instintiva desconfianza respecto a las formas, o lo que podemos definir como determinación y expresión externa, que moldea y ciñe un contenido. Del mismo modo que era un contemplativo al que gustaban los espacios abiertos, los horizontes sin vallas de la campiña, porque decía que le ayudaban, en la ilimitada anchura, a sentirse más cerca de Dios, sucedía que, cuando descendía a la necesidad o conveniencia de determinar lo institucional ―la fundación del Oratorio fue más iniciativa de Gregorio XIII que de san Felipe―, le repugnaba lo excesivamente moldeado, como si pudiera sofocar, constriñéndolo, el espíritu que necesita de libertad. San Felipe era un ser profundamente espiritual; lo cual tampoco le impedía comprender que pudiera haber temperamentos a los que conviniera una cierta rigidez metódica y formal. Cuando tropezaba con alguna de estas personas, la encaminaba a alguna de las otras buenas obras santas aprobadas por la Iglesia.
San Felipe Neri era una psicología del todo especial, difícil de configurar y comparar con la de otros santos, a los que la providencia de Dios reservó otras fisonomías caracterológicas, porque también así convendría a la diversidad con que actúa el Espíritu en la Iglesia.
En el Renacimiento, cuando el hombre secularizado descubre su autonomía de lo divino (justa, aunque no siempre bien interpretada), y padece la tentación de fortalecer su poder natural con la "razón de estado" en lo político (Macchiavelli), que generará los imperios y absolutismos modernos y posteriormente las dictaduras actuales, cuando la misma Iglesia, diezmada por la escisión protestante, se apresura a reforzar su centralismo, para defenderse; cuando la razón quiere reducir a lógica {3 (123)} casi matemática la interpretación de los fenómenos de la vida y de la historia..., Felipe, sin detenerse en filosofías, con profundo sentido cristiano y lleno del espíritu de Dios, desconfía de la eficacia de lo grandioso, de la bondad sobrenatural de lo excesivamente organizado, que no deja espacio e que Dios también intervenga en el mundo y en la Iglesia, y le basta una referencia directa al Evangelio y a los primeros santos de la Iglesia, y da a su propia vida y a la de sus obras una suerte de plasticidad que no es negación ni disolución de nada, pero si fe abierta y receptividad de la acción espontánea de Dios, que solicita incesantemente la respuesta libre del hombre, porque así lo ha creado.
Felipe insiste solamente en lo esencial, que escapa a sistema y planificaciones, que no mide eficacias. Le asustan las formas, teme las manipulaciones y habla de libertad. Pero exige la generosidad constante del amor y el olvido de sí mismo para que la libertad pueda enamorarnos de Dios. Y esto lo pide a todos. No es clerical, no es monástico, no cultiva en nadie ningún elitismo para exhibirlo como tipo de bondad. Teme por la humildad de los que ama y convierte a Dios. El Evangelio es vida y no propaganda.
Aventura y riesgo lo suyo, ciertamente. Pero él cree que también es riesgo y dudosa aventura lo contrario, si queda en lo humano y formal. Lo verdaderamente seguro es sólo y siempre lo espiritual, que no tiene forma, o, acaso, para expresarse, necesita solamente un mínimo de forma. O, en palabras de san Pablo, habría dicho otra vez que solamente Cristo es la "forma" u repetir.
Las costumbres litúrgicas de la Iglesia no tienen razón de ser en sí mismas, sino que dependen de una realidad interior, protegen un dogma, representan una idea: predican la buena nueva. Son caminos de la gracia, signos exteriores de una realidad interior que ningún católico pone en duda, y que es reconocida como un principio primero, no como una educación de la razón, sino un objeto para el espíritu.
John H. Newman, C. O., (Diff I, 7)
{4 (124)}
3. Más sacerdotes y más cristianos
ESTE año, en poco espacio de tiempo —apenas semanas—, ha habido tres Oratorios en España (Barcelona, Alcalá de Henares, Albacete) a los que ha cabido el gozo de ver ordenarse de presbítero a alguno de sus hijos.
A otros Oratorios de Europa y América ha correspondido también parecida alegría. Igualmente, en esta diócesis de Albacete contemplamos cómo el Señor la bendice en este otoño que convierte en primavera, y manda más operarios para su viña. Hay que dar gracias a Dios por todo, porque vemos que él no descuida a su Iglesia y le va mandando los medios para que, rejuveneciéndola sin cesar, lleve adelante el encargo de anunciar el Evangelio a todos.
No basta, sin embargo, que nos contentemos con este consuelo, ni sería saludable que forzáramos su significación, como una propaganda más, proclamando que la crisis de vocaciones padecida por la Iglesia, en los últimos años, ya se ha cerrado. Tan malo como el pesimismo sería el optimismo fácil. El primero, porque propaga el complejo de fracaso y lleva a hacernos creer que las realidades espirituales son pura ilusión cuando no se confirman con éxitos estadísticos y tangibles; el falso optimismo ―que viene a ser lo mismo, pero invirtiendo la visión— se afana en construir apariencias de triunfo externo, pero anticipándose, en realidad, a la labor indispensable y más escondida de trabajar desde dentro, que edifica el alma y la convierte.
Cree que Cristo no vino a seducirnos, sino a convertirnos; no a arrastrarnos, sino a enseñarnos a caminar, luego de iniciar, por la gracia, un camino nuevo para cada alma.
{5 (125)} La en principio dolorosa experiencia contemporánea de la crisis de vocaciones hay que tomarla como señal de la crisis de la Iglesia, en cuyo seno se produce. Y la crisis de la Iglesia, señal de la crisis de nuestro mundo, por cuya historia camina. Crisis que, en frase evangélica, podemos decir que «no es para la muerte, sino para que Dios sea glorificado», finalmente, después de lograr la purificación que la providencia impone para un mayor y más auténtico crecimiento, que no se expresa del modo que lo hacen o procuran los reinos de este mundo.
En los caminos del espíritu, tanto si se trata de un alma como del conjunto de la Iglesia, se dan apariencias de retroceso, que no son otra cosa que rectificaciones providenciales para volver al realismo, a la verdad que la precipitación tal vez hizo olvidar. Y hay apariencias de progreso que no siempre corresponden al resultado de la cosecha evangélica o a su autenticidad. Lo que demasiado rápidamente se hace extenso suele carecer de profundidad. La dilatación del Evangelio en el mundo, el anuncio del plan salvífico de Dios a todos los hombres, no depende tanto de presentárselo por los canales de las técnicas propagandísticas como por la palabra pronunciada humilde y sinceramente, en nombre de Dios, y el testimonio hasta el martirio, si fuese preciso, de la vida del apóstol que anuncia la fe y la salvación.
Sería fácil obtener más adhesiones para la Iglesia si, por una parte, rebajáramos las exigencias evangélicas y ofreciéramos un modelo que compatibilizara triunfos mundanos con certificaciones de salvación eterna; sobre todo, si, por otro lado, presentáramos el mensaje, además de rebajado o fragmentado, con técnicas de seducción y de propaganda, que suprimieran o impidieran el esfuerzo de la reflexión personal. De todos modos, el cristianismo resultante seguiría siendo algo bueno, pero como reducción cultural, o como asociación para un poder desde el que imponer un sistema de ideas o de moral, que sería aprovechado inmediatamente por los mundanos para utilizarlo en su propio beneficio, una vez homologado a la categoría de lo terreno.
Hacen falta más sacerdotes, ciertamente. Pero de seguro que padecemos, todavía, una carencia mayor: hacen falta más cristianos.
Más buenos cristianos. Porque, ¿cuántos de los que según las estadísticas (porque están bautizados) no podemos negar que son cristianos {6 (126)} llevan o se esfuerzan en llevar una vida en total acuerdo con la fe? ¿Qué entienden por ser cristiano? ¿Qué saben del bautismo recibido como una herencia, casi ignorada? Es lo más probable que éstos no se opongan a que hayan sacerdotes. Pero, sacerdotes para qué? ¿Para que mantengan el culto en los templos, a distancia de la comprensión del pueblo, y celebren eucaristías a las que mayoritariamente los cristianos no asisten 0, aun asistiendo, no entienden y no participan? ¿Para que, con su intervención en algunos momentos importantes de la vida, se presten a solemnizar el nacimiento de un hijo y le impongan un nombre, o presidan la celebración de la fiesta de una boda, porque es costumbre que así, para muchos, se legitima la convivencia de la pareja que ha de hacerse familia, o para que esté presente en la hora grave del funeral de un familiar, en cuya ceremonia, tantas veces, la mayoría de los que asisten rezan poco o nada y acuden para cumplir con el deber social de la condolencia y la educación a que compromete la vecindad o la amistad? ¿Piensan tales cristianos que el sacerdote está ordenado a repetir, en medio de ellos, el signo y la presencia de Cristo, para ayudarles, como un hermano mayor, en el camino hacia Dios, o no van más allá, en su apreciación, que a considerarle un burócrata de los ritos, o un santón, cuyos consejos son innecesarios y hasta temibles, {7 (127)} más allá de la infancia o la decrepitud de los solitarios a quien ya nadie consuela?
De entre estos cristianos, ¿cuál de ellos dará un paso a delante para hacerse sacerdote? Aunque Dios le llamara, no comprendería su voz. Sobre todo, no comprendería bien para qué era llamado, y, así, mejor que no se hiciera sacerdote, si primero no revisara su cristianismo, y se convertía.
Necesitamos más cristianos. Hay que volver a evangelizar a grandes masas de bautizados, que no tienen idea del sacramento que recibieron o que la tienen confusa o incompleta. Así, no hace mucho, lo ha recordado el cardenal Jubany: «Los que deben ser cristianizados son los propios bautizados». Y aun los que a sí mismos se tienen por fervorosos, por instruidos, deben hacer un acto de humildad y revisar las propias ideas, si las consideran demasiado seguras, porque fácilmente se les puede colar el fariseísmo de la fe satisfecha, como lo era la de los creyentes que acusaron a Cristo y lo llevaron a la cruz.
Primeramente, no lo comprendieron, y, en segundo lugar, por orgullo, renunciaron ciegamente a revisar los propios errores. Ellos también querían un reino de Dios, y hasta un mesías; sin embargo, se habían mundanizado, en la manera de entenderlo y de esperarlo.
Habrá que volver a la fe sencilla de los primeros que siguieron al Señor, y purificarnos de grandezas y eficacias engañosas, con las que el mundo edifica el espectáculo de sus triunfos. Dios ha dado al hombre un corazón que es capaz de comprender el estilo con que Jesús habló y actuó, y amó, y puso los cimientos de su Iglesia. El que quiera comprenderlo será un buen cristiano. No un cruzado, no un fanático o sectario, no un acomplejado que cura sus miedos a base de enajenaciones mentales, no un fariseo que se sugestiona con cumplir lo mínimo y salvar las apariencias con tal de ganarse una póliza de salvación eterna, no un cliente de la Iglesia, sino un hijo de Dios, un hermano de Jesucristo, un cristiano. Tal vez, además, un hombre llamado a ser sacerdote de este Jesús, o el padre o la madre de alguien que es o será llamado a la total entrega al Reino de Dios y el amor de los hombres.
UNA EUCARISTÍA, UNA ORACIÓN.
Desde que la tierra, escabel de sus pies, eleva hacia el Señor el perfume de la ofrenda suprema de la Cruz, nosotros, cada día, repetimos su gesto, mientras se convierte en remedio del dolor y de todos los males.
Se ha dado a la Esposa celestial ―la Iglesia— una voz casta y fascinadora, capaz de repetir sin desfallecimiento la plegaria que resuena, convertida en melodía, en lo más alto del cielo.
Ya no podemos llorar con amargura, incluso cuando parezca que un hemisferio separe nuestra oración de nuestro hogar o de nuestros amigos.
La Eucaristía del amado Hijo de Dios, inmortal como Él, recoge y anuda, para siempre jamás, los corazones y los mundos.
JOHN KEBLE (1792-1866), (Amigo de Newman)
Un tal sacrificio no es para ser olvidado… Se renueva y perpetúa hasta más allá de todas las cosas, y arrastra consigo el asentimiento y simpatía de nuestra razón.
John H. Newman, C. O. (M. D.)
Sacerdocio único de Cristo, sacerdocio ministerial y sacerdocio de los fieles.
EN el sentido pleno de la palabra, no hay más que un solo sacerdote para los cristianos, y es Cristo considerado ante todo en su pasión salvadora. Pero a su carácter y a su función sacerdotal, es decir, de realización de funciones propiamente sagradas, están asociados todos los miembros de su cuerpo místico. Así, pues, los laicos, es decir, los miembros del pueblo de Dios, cualesquiera que sean, son todos sacerdotes en Cristo. Los padres de la Iglesia dirán que esto se manifiesta en la celebración eucarística por el hecho de que oran, con una oración integrada en la plegaria propiamente litúrgica, que ofrecen y que comulgan.
De ahí este aspecto sacerdotal que toma la vida entera, del que el pueblo judío tenía ya idea, pero que se encuentra realzado para el cristiano: todo lo que hace «en Cristo» consagra la realidad a Dios.
39 Sin embargo, esto, lo mismo que la extensión de la Iglesia y su mantenimiento en unión con Cristo, no se realiza más que por el ministerio apostólico, o lo que llamamos apostolado. En tanto que este ministerio o apostolado florece en la reunión de la asamblea eucarística, su presidencia la consagración eucarística operada en nombre de Cristo soberano sacerdote, la función ministerial de los obispos y de los sacerdotes o presbíteros, cooperadores suyos, es, pues, un ministerio sacerdotal o, si se prefiere, un sacerdocio ministerial. Tal ministerio o servicio es esencialmente sacramental, y tiene exactamente por objeto extender, en la unidad, a todos los miembros del cuerpo de Cristo, la virtud o fuerza santificadora del sacerdocio único de Cristo, que sigue siendo el suyo.
P. Louis Bouyer, C. O.
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4. Responder a Dios. San Felipe Neri, sacerdote.
PODEMOS elegir una profesión, pero no podemos elegir una vocación. La vocación se determina por un acto insigne de fe, en forma de respuesta a Dios, que llama. Cierto que Felipe se sintió muy pronto llamado a la santidad, pero tardó más en llegarle la vocación al sacerdocio. Abandonando la expectativa de un porvenir en el mundo, llevaba en Roma una vida santa conforme con el Evangelio, había estudiado teología, estaba totalmente dedicado a la oración y al apostolado, sin que sea preciso suponer que no se le ocurrió hacerse sacerdote a causa de sus sentimientos de humildad. Simplemente le bastaba aquella forma total de entrega a Dios. Al fin y al cabo, en buena lógica espiritual, lo que cuenta es precisamente ese propósito de entrega al Señor. Cuando, casi a la mitad de su vida, accedió al sacerdocio, no tuvo que sobreponer al orden sagrado su entrega a Dios, sino que a esta total dedicación añadió su condición sacerdotal.
Su intensa vida cristiana como seglar no era caprichosa.
Nos consta que, en todos los momentos cruciales de su vida, recurrió al consejo de los más prudentes y lo aceptó, por encima de gustos personales y hasta de arranques aparentemente de buen celo, como cuando creyó, por un momento, {10 (130)} que tenía que ir a misiones y le dijeron que «sus Indias eran Roma», donde, sin más dudas, permaneció hasta la muerte.
Del mismo modo, su sacerdocio fue la respuesta a la voz de Dios, que creyó reconocer en las palabras de su padre espiritual, Persiano Rosa. Este sacerdote piadoso y prudente, además de amigo de san Felipe, vio con seguridad que el sacerdocio tenía que ser, en Felipe, un hito necesario en el desarrollo de aquella vida espiritual que él mismo había acompañado y aconsejado. Y Felipe no espero que se le apareciera un ángel del cielo, sino que obedeció al instante. En el espacio de dos meses, entre marzo y mayo de 1551, recibió todos los grados de la ordenación, hasta el presbiterado, que fue el 23 de este último mes, en la iglesia romana de San Tommaso in Parione.
Ya sacerdote, enseñó a los demás lo que él había practicado. Había aprendido más oración junto a las tumbas de los mártires que en las páginas de los libros, pero de estos prefirió siempre los de los santos. No era amigo de técnicas en la piedad ni de estrategias en el apostolado; pero sabía ir al fondo de la verdad en las cosas del espíritu y fue un gran maestro de oración, despertando el fervor, especialmente en los jóvenes, pero también en los mayores, en seglares y clérigos, {11 (131)} hasta prelados, cardenales y papas. Así cambió, sin propagandas, la Roma paganizada y ostentosa de su tiempo, en una ciudad que volvía a hacerse digna de ser cabeza de la cristiandad.
Todos sus biógrafos describen el fervor extraordinario, incontenible, de sus misas, que, finalmente, no tuvo más remedio que celebrar en privado. Su trato con el Señor en la Eucaristía y la intimidad con las conciencias, llevando a la conversión a pecadores y descuidados, aceleraron su santidad. El bien se multiplicaba y no alcanzaba él solo a atender a todos. Ello dio lugar al nacimiento del Oratorio, como ambiente espiritual y apostólico, en un mundo de vanidades y pecados que tenía el peligro de degenerar en la tristeza, pero en el cual el prodigaba serenidad y gozo espiritual en los corazones, redescubriendo la hermosura y santidad de la liturgia y la alegría de la virtud. Músicos y poetas eran sus hijos espirituales, que luego se desvivían multiplicándose en obras de caridad y misericordia por toda la ciudad. Las reuniones del Oratorio servían para comentar la Palabra de Dios, para orar mental y vocalmente en común, como en una escuela abierta a todos, en la que se aprendía la contemplación y el amor de las cosas divinas.
Toda la vida de Felipe fue una respuesta a Dios. Su éxito sobrenatural con las almas consistió en ayudarles a reconocer lo que Dios pedía a cada uno y a seguir con docilidad y alegría el llamamiento divino, convencido de que Dios quiere que todos seamos santos y que alcancemos la santidad para ser felices. Para él era feliz el que no se resistía a Dios, cuando Dios le llamaba, cualquiera que fuera el camino que la providencia le señalara. Fue un sacerdote santo, pero igualmente habría alcanzado la santidad si Dios le hubiese llamado por otro camino. En cualquier caso, no le habría negado nunca nada a Dios.
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5. Singularidad del Oratorio
VISTAS desde fuera, las diversas formas de vida evangélica aprobadas por la Iglesia pueden parecer todas lo mismo. A veces, sin embargo, las diferencias son notables, como cuando a nosotros, los oratorianos, se nos identifica con los "religiosos".
No somos "religiosos"
Pero en nosotros, aunque se observan los consejos evangélicos, no existen los votos religiosos ni promesas equivalentes, y nuestra estructura interna dista mucho de la que corresponde a los demás institutos, órdenes o congregaciones.
San Felipe Neri siempre tuvo gran veneración por la vida religiosa, y mandó muchos candidatos a ella, pero no la quiso ni para sí mismo ni para sus discípulos y más adictos hijos espirituales. Admiraba el celo {13 (133)} apostólico de los jesuitas, el esplendor del culto monástico y el espíritu de los benedictinos, la fidelidad concreta a la pobreza evangélica de los franciscanos, y solía repetir que lo mejor de su infancia tenía que agradecerlo a los dominicos de San Marcos, de Florencia.
Autonomía sometida a la S. Sede
Empecemos por notar que, mientras los "religiosos" suelen vertebrarse según una estructura jurídica de tipo centralizado, representada por superiores a nivel general, provincial o regional y local, en el Oratorio no existe la figura de una autoridad central y general para todo el instituto, sino que cada casa o "congregación" (que así se llama cada uno de los Oratorios) mantiene su autonomía jurídica respecto de todas las demás, si bien está sometida a la instancia inmediata y superior de la Santa Sede. Son unidades de derecho pontificio, parecidas, de algún modo, a los monasterios benedictinos. Pero mientras en éstos la figura del Abad aparece como la autoridad máxima y es de suyo vitalicia, en el Oratorio el superior o "Prepósito" (al que familiarmente se le llama sencillamente "Padre") es siempre temporal, para un solo trienio, y elegido por los miembros que forman la casa u Oratorio. Además, las decisiones principales del Prepósito son, en realidad, ejecuciones de los acuerdos que toma la comunidad. De este modo la representa y gobierna y dirige su vida interna y el apostolado propio, en el que participan todos.
Cada Oratorio recibe, cuida y da la debida formación a sus miembros. El tiempo dedicado a esta formación en el espíritu propio suele ser más largo que el que, en general, se da en la vida propiamente "religiosa", en razón de que en el Oratorio no {14 (134)} concluye con la emisión de votos y de que, una vez incorporados, no se efectúan traslados, sino que se permanece para siempre en la misma casa. Cada Oratorio es plenamente responsable de sus miembros, y éstos, recíprocamente, dependen y se deben totalmente a él. Aquí la perseverancia es más necesaria que la de los hijos y hermanos en una familia natural.
Estabilidad doméstica
Para los de fuera, el Oratorio es una "congregación"; para sus miembros es "su casa". A Newman le gustaba repetir: «My home, my nest!».
San Felipe tenía un gran apego a su cuarto y a su querido San Jerónimo, y el mismo afecto y sentido de la estabilidad doméstica nos ofrecen, pasados cuatro siglos, los ejemplos de los mejores oratorianos. En otras obras de vida evangélica, los traslados forman parte, a veces, del modo como cumplen con sus finalidades apostólicas específicas; en nosotros, en cambio, es necesaria la estabilidad doméstica y el afecto fraternal perseverante. También es cierto que ello explica por qué los rasgos internos se rigen por criterios que podemos llamar más democráticos, y que es preciso que estén basados en el sincero acuerdo de las mentes, la unión de las voluntades, el amor reciproco y la fidelidad en el servicio de la Iglesia y de las almas, cumpliendo los fines del Oratorio.
Ausencia de votos
Digamos algo respecto a la ausencia de votos en el Oratorio.
Sabemos que, históricamente, la generalización de los tres votos clásicos de obediencia, pobreza y castidad tuvo lugar en el siglo XVI, por el papa Pío V (1568). Inmediatamente después, el papa Gregorio XIII, que era un gran canonista, toma la iniciativa de dar existencia jurídica a la obra de san Felipe, y establece la «Congregación del Oratorio» (1575), en la que sus miembros no abrazarían los votos, «pero sí las virtudes», como recordaría con insistencia el Santo.
{15 (135)} El hecho de que en el Oratorio no se emitan los votos de los "religiosos" podría hacer creer que reina una cierta anarquía o discrecionalidad pasiva respecto a la obediencia, y una permisividad cómoda y egoísta en cuanto a la pobreza, si bien la castidad permanezca como la que deben observar los célibes en el mundo y los que abrazan el orden sagrado. Pero se equivocarían los que así juzgaran.
Los biógrafos del Santo nos recuerdan cuán exigente se mostró y cómo probó la obediencia de los discípulos más queridos. Decía: «En el cielo no nos preguntarán por los votos, pero sí nos exigirán las virtudes». Por razón del orden sacerdotal o por la total entrega a la comunidad, no cabía duda en cuanto a la observancia de la castidad, confirmada por la ascética tradicional del Oratorio, iluminada por el gozo y la alegría de poder dedicarse totalmente al servicio de las cosas divinas. En cuanto a la pobreza, nos dejó su ejemplo personal y exigió el pronto y generoso desprendimiento, como en la obediencia, de aquellos que más amaba. No le gustaba la ostentación ni siquiera de la pobreza, y nos la suciedad, lo mismo que a san Bernardo, cuyas palabras citaba al respecto.
Virtudes
Pobreza y obediencia debían ser encarnación de la humildad y del amor del corazón, el fruto de las virtudes interiores, y pernio sobre el que giraba toda la vida familiar y de apostolado. Para Felipe poco o nada valían las aparentes penitencias u obras extraordinarias. La piedra de toque para la virtud era la prontitud en la obediencia, aun en lo pequeño, y el rendimiento del propio juicio ―la "razionale"— Pero rechazaba lo mismo la obediencia servil que la cumplida "por fuerza", y creía que, si alguien no podía obedecer sin murmurar, más le valía que abandonara el Oratorio, porque era señal de que había equivocado su vocación. De {16 (138)} la pobreza y desasimiento decía que, con sólo diez hombres verdaderamente desprendidos, se vería con ánimo para cambiar el mundo y convertirlo a Dios.
Generosidad y madurez personal
Como buen florentino, amaba la libertad, pero era maestro en el buen uso para una mayor generosidad ordenada al bien; la ausencia constrictiva de los votos no la consideraba como la facultad para disminuir la intensidad de las virtudes, sino para que la observancia de las mismas fuese más personal, más responsable. El que necesitara un excesivo reclamo exterior a la propia conciencia para integrarse en la comunidad, o para participar hermanadamente en sus obras, no tendría vocación para el Oratorio, lo mismo que si entendiera la holgura de tal libertad para encerrarse en la propia instalación personal. El Oratorio no es un mero domicilio o pensión de buenos sacerdotes y piadosos laicos, más o menos coincidentes en la observancia de un horario doméstico, sino una familia espiritual, una comunidad evangélica. Existen otras que, con diferentes características, responden a las necesidades de la Iglesia y que se adecuan a otras psicologías. «Ecclesia ornatur varietate», repetía, con el salmista, san Felipe.
No hay duda de que esta virtud en libertad, querida y exigida por san Felipe, requiere una madurez personal y un equilibrio y sinceridad interior que se hacen menos evidentes en otras formas de vida evangélica, en las que parece como si se esperara menos de la espontaneidad fluyente, sometida en el Oratorio, más que en otras partes, a la prueba de la perseverancia, puesto que, en apariencia, mirando superficialmente, aquí se echan de menos detalles y reglamentaciones que tal vez sirvan de gran soporte para otros temperamentos psicológicos. De nosotros se dice, y hasta se escribe en nuestras {17 (137)} Constituciones, que los que pueden ser admitidos, han de ser «como nacidos para el Oratorio».
Como en otras formas de consagración a la vida del Evangelio, también en el Oratorio, el que se sienta llamado a esta vocación, ha de venir para entregarse enteramente y de por vida; pero en nuestro caso queda la apariencia de que esa entrega, decidida de una vez por todas, exige, sin embargo, la continua vigilancia sobre lo que generosamente hay que hacer en cada momento, con el riesgo de equivocarse convirtiendo el uso de la libertad en abuso, al que conduce el orgullo no refrenado y el egoísmo de la vida, según el espíritu del mundo, con todas sus vanidades y falsos criterios, aun cuando se atreve a juzgar sobre cosas santas. En todo caso, es siempre problema del corazón, entendido como centro de la vida del hombre y laboratorio de sus pensamientos más profundos. Por esta razón san Felipe solía llevarse, con frecuencia, la mano a la frente para decir que toda la santidad del hombre está en sus tres dedos de frente, es decir, {18 (138)} que dependía de su realismo y de su enamoramiento de Dios.
Una gran familia de casas hermanas
A lo largo de cuatro siglos de existencia del Oratorio, la obra de san Felipe se ha esparcido por muchas partes del mundo. Cada Oratorio ha mantenido su autonomía, pero ello no ha sido obstáculo para una relación fraterna entre las distintas casas, que ha servido de estímulo recíproco para la fidelidad al ideal con que fue concebido, y, por otro lado, ha sido posible la adaptación de este ideal a los diferentes lugares en que el Oratorio se estableció. Y allí donde la verdadera libertad, el amor a la virtud y la fidelidad al Evangelio han sabido hermanarse, sus miembros han podido encontrar un válido medio de acercamiento a Dios y un modo de servir a la Iglesia y a las almas, complementando la labor ordinaria de la Iglesia. La caridad, la obediencia, la pobreza, la libertad verdaderamente evangélica, han servido para emprender generosamente fundaciones, para ampliar obras de apostolado, para sufragar estudios, e incluso para auxiliar obras cristianas ajenas, con sencillez y alegría, como se decía de nuestro santo Padre Felipe.
Diferentes, para servir a la Iglesia
Lo que acabamos de escribir no agota, como es obvio, lo que podría ser una descripción de las peculiaridades del Oratorio, pero indica, por lo menos, algunos de sus aspectos más notables, que pueden pasar desapercibidos, si se tomara como una mera fórmula de vida en comunidad. El Oratorio, respecto a otras comunidades de la Iglesia, no se considera ni mejor ni peor, pero ama su singularidad, no con el prurito de conservar a ultranza determinados privilegios, sino con el agradecimiento a la Iglesia por haber recibido de ella un reconocimiento que, a la vez, le permite servirla mejor, en el camino de la observancia de las virtudes evangélicas.