Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 261. NOVIEMBRE. Año 1989
0. SUMARIO
PONER a Dios en el universo mental de nuestros pensamientos no basta para vivir de la fe. La fe es muerta si no genera esperanza, y la esperanza surge del desprendimiento y la generosidad. La semilla no se multiplica si no dejamos que caiga en el surco. El que se limita a guardar camina hacia la miseria de la desesperación. El mundo cultiva vanidades para distraerse de esta amenaza. Si cada hombre comprendiera todo lo que Dios le ha dado, y lo convirtiera en semilla, no tendría todavía la plena felicidad en la tierra, pero sentiría, por dentro, la paz de quien camina seguramente hacia ella.
HUMILLACIÓN
MOMENTOS
PARA SER SANTO
CRISTO SATISFACE NUESTROS DESEOS
IGLESIA SANTA
NEWMAN. SOBRIA HUMILDE SOMBRA DE LITTLEMORE
NORMAS PARA ORAR CON SENCILLEZ
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1. HUMILLACIÓN
He sido respetado, obedecido,
también escarnecido, despreciado;
pero mi corazón prefiere, en esta tierra,
la sombra sobria, humilde,
más que la falsa luz de los halagos.
¿Por qué me oprime como algo fatal
el peso del deber, la tentación...?
¿Por qué esta mezquindad,
cuando existe un destino más feliz
participando de la Cruz del Salvador?
Esta es mi oculta suerte,
pues, sin que todavía alcance el cielo,
me llevará adelante
por el camino más derecho.
Señor, te pido que lo purifiques
de falsificaciones terrenales
para que sea solamente tuyo.
John H. Newman, C. O., (Malta, 16. 1. 1833) 2 (142)
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2. Momentos
MOMENTOS, hitos de nuestro tiempo, a partir del primero de los cuales se inició muestra andadura en este mundo, que luego sería señalada, dividida, en toda su duración, por los restantes, aparentemente irrelevantes unos, y verdaderamente trascendentes otros, encargados de imprimir carácter a nuestro ser personal.
Todo comenzó, para cada uno de nosotros, con el don de la vida, nuestro primer momento, por el que accedíamos a la existencia del ser que somos, que sólo pudo sorprender os y admirarnos al alcanzar la edad consciente. Don no solicitado, totalmente gratuito, que nunca agradeceremos bastante. Sin la realidad natural de haber sido llamados a la vida, nada habría sido posible después. De donde la importancia capital de lo que por naturaleza somos. En adelante, Dios tendrá siempre en cuenta nuestro ser natural, porque es desde ahí que se inicia su contacto con nosotros, y lo mantiene para enriquecerlo y espiritualizarlo, sin jamás destruirlo. Será el elemento material en que pueda apoyarse y convertirse en signo de salvación, en sacramento de comunión divina, por medio de la gracia.
Un segundo momento de gran trascendencia, para los que tenemos fe, lo constituye, precisamente, el instante en que descubrimos el contacto sobrenatural de Dios con nosotros, que nos ha tomado por morada suya. El Bautismo cristiano, administrado generalmente en la infancia todavía inconsciente, necesita ser descubierto por la fe personal. Creer es como ver hacia dentro. Ver a Dios en nosotros y reconocerlo como un ser personal, próximo, dulce, infinito, necesario y deseado a medida que se nos hace patente su amor, y por caminos de amor queremos regresar a él. Ése fue el gran descubrimiento de Newman, en su adolescencia —«Myself and my Creator!:—.
E: preciso que el cristiano se detenga ante la evidencia de la inmediatez divina, sin lo cual resultaría imposible convertir la fe en vivencia. La religiosidad sería una {3 (143)} molestia y no una liberación, y la vida misma una lucha de ambiciones y egoísmos, y no un camino hacia Dios y con Dios.
Hay un tercer momento, para el creyente, en el que interviene, si no rehusamos escucharla, la voz del Espíritu divino. Se hará tanto más perceptible según que hayamos sido más atentos a la inmediatez de Dios que nos acompaña y conmora en nosotros. El Espíritu, «huésped del alma», habla a la conciencia y le ayuda a discernir el modo como debe construir «su regreso al Padre». La mayoría tendrá que seguir el llamamiento divino en orden a construir un hogar, que sea escuela de virtudes, y desde el que se den nuevos adoradores del Adorable, en un ensayo que quisiera ser anticipación del cielo. Para otros —más de los que se deciden a seguir el llamamiento― la voz del Espíritu les invitará a una disposición radical y profunda para asumir la respuesta de fe en una entrega total según el Evangelio, para imitar a log apóstoles y primeras vírgenes y ascetas de la Iglesia. Son modos para un mismo fin:
el Reino de Dios. Pero que no pueden decidirse con ligereza. De la lealtad a la voz del Espíritu dependerá la santidad y la felicidad, incluso en esta vida y, sobre todo, la del cielo.
Un último momento es ese que llamamos muerte. Para el creyente es arribar a Dios, alcanzar la orilla de la eternidad: el gran nacimiento, para estar siempre con Dios y los santos, participando de la actividad bienaventurada del puro amor.
Allí resuena el «¡Siempre, siempre, siempre...!» que ensimismara a una santa. Un siempre que no será, como los momentos de la existencia temporal, un fugaz, indivisible espacio que se esfuma y pierde, sino la posesión definitiva y gozosa de Dios.
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3. PARA SER SANTO
SE recoge de entre los consejos de san Felipe Neri que, para la santidad, era indispensable partir de un corazón sinceramente humilde. Desconfiaba de los recién convertidos, con afán de convertir a otros, cuando ellos mismos se debían consolidar en la virtud. También de los que adoptaban actitudes humildes, sin una verdadera convicción interior. La práctica de la virtud, cuando uno mismo se autocontempla por su efecto externo, genera la peor de las soberbias, porque da lugar a complacencias y a murmuraciones totalmente destructivas por el escándalo que producen en los más débiles. En cierta ocasión, san Felipe alabó el buen comportamiento de un miembro que había entrado en la Congregación, ya mayor, y que no desdeñaba cumplir los servicios más humildes de la casa, con toda naturalidad, a pesar de que era de familia noble. Y dijo a propósito de aquel ejemplo: «Sabed que las personas nobles, como lo es ésta, cuando se entregan a servir a Dios se humillan más de grado que otras que tienen menos de que envanecerse».
Como receta para una perfecta humildad solía decir que hacían falta estas cuatro cosas: despreciar el mundo, no despreciar a nadie, despreciarse a sí mismo y, por último, no hacer caso de que otros nos desprecien.
Es evidente que hay que comenzar por prescindir de los criterios mundanos. El mundo quiere un cielo aquí en la tierra, y deja en segundo lugar el verdadero fin sobrenatural del hombre, cuando se opone o entra en contradicción con las apetencias de riqueza, prestigio, placeres, etcétera, en busca de los cuales dedica la mayor parte de sus afanes terrenos. No opone directamente a Dios, pero le dedica no más que las sobras.
No despreciar a nadie exige humildad porque no todo el mundo, a primera vista, despierta simpatía ni resulta agradable, bien sea por la cortedad de nuestra propia visión y entendimiento como porque realmente los demás tienen defectos {5 (145)} y causan molestias que es difícil soportar y disculpar. Ello entraña la advertencia, por añadidura, de examinarnos para emprender la corrección de nuestros propios defectos advertidos, con objeto de no disgustar a nuestro prójimo, como nos gusta que él no nos moleste a nosotros. Es un modo de practicar la caridad no exigir que los demás nos soporten, tanto como nos esforzamos en soportar a los demás, y apreciarles.
Despreciarse uno a sí mismo. Es difícil, porque el instinto de defensa y nuestros impulsos primarios hacen creernos mejores de lo que realmente somos, sobre todo si recibimos o hemos recibido lisonjas o alabanzas, incluso bien intencionadas, pero casi siempre desproporcionadas si provienen más del sentimiento que de la razón de quienes nos manifiestan su simpatía, o, de algún modo, necesitan de nuestro afecto, como los mismos padres, familiares y amigos.
El último punto puede ser el más difícil de todos, puesto que se trata de no despreciar a nadie, pero, a la vez, no inmutarnos ni cambiar de buenos propósitos, a pesar de que no reconozcan, aun contra la justicia, nuestra buena razón. Es el caso del dolor que causan las envidias, ingratitudes, odios vanos, que tal vez espíritus obcecados o resentidos pueden sentir hacia nosotros, precisamente porque quisieran destruir el bien que no pueden negar. No podemos comportarnos de modo que estemos pendientes del aplauso exterior, lo mismo que de las censuras gratuitas, sino que hay que mantenerse desprendidos de los criterios humanos, y perseverar apoyados en los motivos sobrenaturales.
Después de todo esto, queda limpio el cimiento para edificar la santidad, según la entendía san Felipe Neri.
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4. Cristo satisface nuestros deseos más profundos
CONSEGUIR una relación viva con Cristo representa algo más que lo que solemos entender por "creer" en él; o, en cualquier caso, para tener una fe plena en él hará falta que nuestra relación se haga personal, hasta descubrir que en lo profundo de nosotros mismos se fraguan deseos y aspiraciones que encuentran en Cristo su auténtica realización. El P. Klemens Tilmann, del Oratorio de Múnich, preocupado siempre por temas de pedagogía y de oración, especialmente en el ámbito de la juventud, ha propuesto un modo sencillo para llegar a esa convicción, en uno de sus libros (Übungsbuch zur Meditation), por medio de un ejercicio dividido en tres momentos. Ofrece una lista de deseos y lugares del Nuevo Testamento, como materia de meditación, y recomienda que ésta comience con una toma de conciencia por la cada uno descubra que, dentro de sí mismo, alberga tales deseos, de modo abierto y velado. En un segundo momento, debe reflexionarse comprobando cómo Cristo responde a tales deseos y, finalmente, se convierte en oración dejando que, del modo como las raíces se hunden en la tierra, entren en la contemplación del alma.
La lista de tales deseos y sus correspondencias bíblicas las distribuye del modo siguiente:
I. Deseos que viven en nosotros:
El deseo de ser comprendido (Mc 12, 43),
de ser reconocido (Jn 1, 47; 4, 17-18; Ap 2, 19),
de aprender a vivir auténticamente (Mt 22, 16),
de tener un objetivo por el que merezca la pena vivir (Flp 3, 12-14),
de conocer el propio camino (Jn 14, 6),
de poseer algo seguro y que no se pierda (Mt 6, 195),
de ser amado de un modo desinteresado (Ga 2, 20),
de amar sin necesidad de perderse (Jn 21, 15-17),
de ser protegido y defendido (Mt 23, 37),
de estar seguro (Jn 10, 29),
de ser invencible (Jn 5, 4; 16, 33; Hch 5, 41-42).
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II. El deseo de tener un amigo en quien poder confiar (Jn 5, 15),
que esté siempre dispuesto a escucharme (Mt 11, 28),
que me comprenda siempre (Lc 7, 44-47),
que quiera lo mejor para mí (Rm 8, 28),
que me diga mis defectos (Mt 5, 7),
que me proporcione alegría (Jn 17, 13),
que me sirva de apoyo (Rm 8, 38-39),
que jamás me engañe (Hb 10, 23),
que busque mi amistad (Ap 3, 8),
que se alegre de mi amor (Ap 3, 20).
III. El deseo de tener un maestro a quien poder mirar (Jn 6, 68),
que no pase por alto el corregirme (Ap 2, 4),
que me interpele con sus exigencias (Lc 9, 57-62),
que no me deje ser bueno a medias (Ap 3, 15-16),
que me ayude a superar mis errores (Flp 4, 13; 2 Co 12,9),
que me garantice la plenitud de la vida (Jn 8, 12),
que me libere del resentimiento y del hastío (1 Co 13, 5-7),
que me libre de la angustia de la vida (Jn 10, 16),
que dé sentido a mi vida (Jn 17, 3),
que me enseñe a comprender el mundo (Mt 6, 26; 13, 24-30),
que me ofrezca un proyecto de vida (Ef 1, 18-23),
que me ayude a realizar mis capacidades (1 Tm 1, 15),
que sepa sacar lo mejor de mí (Mt 5, 48; Flp 1, 6),
que me ayude a ser fiel (1 Tm 1, 12),
que me libre de las preocupaciones (Mt 6, 25-34),
que transforme para mí lo desagradable en hermoso (Hch 5, 41),
que me haga interiormente puro (Ef 3, 8-9),
que me haga fuerte (Rm 8, 37; Flp 4, 13),
que haga de mí un ser amado (Hch 2, 47),
que me haga crecer más allá de mí mismo (Rm 8, 14-29).
IV. El deseo de alguien mayor que yo y del que pueda depender (Mt 10, 37),
a quien yo pueda admirar (Lc 11, 27),
que tenga ascendiente sobre mí (Jn 1, 9; 12, 32),
que me llame a un gran quehacer (Mt 11, 12; Lc 11, 23),
que tenga fuerza (Mt 28, 18),
que sea capaz de cambiar el inundo (Ap 21, 5),
{8 (148)} que tenga muchos seguidores (Ap 5,9),
que posea un proyecto de alcance mundial (Lc 1,33; Ef 1, 10; 1 Co 15, 28),
que traiga la paz a los hombres (Jn 4, 27; Hch 2, 42-47; 4, 32),
que me sitúe en el lugar exacto (Ef 4, 11-13),
que me realice (Jn 11, 25),
que me haga feliz (Ap 19,9).
Ni esta lista de deseos es inagotable, ni los lugares del Nuevo Testamento a que corresponden.
La esperanza del cielo.
EL que tomó la iniciativa de amarte y atraerte a su amor con beneficios y gracias no se detendrá, sino que continuará hasta completar su obra. Incluso las simples causas naturales no se detienen, a mitad de camino, hasta alcanzar la perfección de aquello a lo que se dirigen.
La bondad las impulsa; y es que el bien es difusor de sí mismo.
Pero si eso hacen las criaturas, ¿qué no hará el Creador? Porque él es amor, es bondad infinita. ¿Podría no llevar a conclusión su obra? Da oídas al Señor Jesús, que dice: Mi voluntad «es cumplir la voluntad de quien me ha enviado y llevar a término su obra» (Jn 4, 34). El que comenzó, pues, a amarte y a atraerte con sus beneficios y gracias, a limpiarte de pecados, sin duda que completará su obra. Todo lo cual constituye una preparación para la vida eterna.
No tomes eso por ilusiones o imaginaciones tuyas, sino por inspiraciones divinas. ¡Pero aunque fuesen imaginaciones! ¿Por ventura no serían buenas? ¿No provendrían de la virtud de la fe? Siendo, pues, así, que todo bien proviene de Dios, es cierto que todas estas imaginaciones son iluminaciones divinas. ¡Alégrate, pues, con estas palabras!
Con estas palabras se sintió confortado mi corazón. Y con lágrimas en los ojos caí a los pies del Señor exclamando: «¡Señor, aunque me amenazaran los ejércitos, mi corazón no tendría miedo!».
Jerónimo Savonarola, (Com. al Salmo «In te speravin»)
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5. IGLESIA SANTA
HACEMOS bien siguiendo el criterio de la Iglesia, cuando llama santos a aquellos cristianos que nos han precedido dejándonos el ejemplo de sus virtudes. Ella nos garantiza que éstas merecen la bienaventuranza junto a Dios y que, si las imitamos en orden a reproducir a Cristo en nuestras vidas, también nosotros mereceremos el cielo.
Pero la Iglesia es santa, todavía antes que por esta razón, porque tiene esencialmente su origen en Jesucristo, el Santo por excelencia, y porque éste le ha dejado los medios de la santidad, la Palabra, los Sacramentos. En ella, el resto es efecto de esta santidad esencial y de su vertiente activa. El llamado sacerdocio de los fieles brota de la consagración bautismal y se nutre de esta santidad, que el Espíritu distribuye, ordinariamente por la vía sacramental y extraordinariamente por sus dones y gracias. Los procesos de canonización no pueden medir en cada cristiano, y menos en todos los que forman la Iglesia, los grados de santidad; sólo juzgan de la oportunidad de proponer a algunos justos para modelo de imitación de Cristo. La riqueza de la santidad pasiva —es decir, {10 (160)} de sus hijos—, de la Iglesia no cabe en ningún calendario o lista de santos. Es perfectamente posible y muy probable que en la asamblea celestial de los bienaventurados podamos felicitarnos de la compañía de innumerables justos que están junto a Dios y que en la tierra fueron menos conocidos, porque no tuvieron quienes se interesaran en destacar sus virtudes o méritos, y en darlos a conocer, para prestigio del pueblo o nación a que pertenecían, o a la institución que con el honor de un santo propio sería más honrada. Así se comprende que, en ciertas épocas, la oportunidad de proclamar santos a algunos cristianos se venciera más bien por los reyes o personajes encumbrados socialmente, y, sobre todo, por la gran desproporción entre unas naciones y otras o uno u otro continente. Por ejemplo: junto a varios reyes, obispos, papas, fundadores santos, hay un solo párroco santo, el cura de Ars, san Juan María Vianney, canonizado en 1929, hace sólo sesenta años. Seguro que en el cielo encontraremos a más párrocos santos.
En un libro se puede leer: «Los hombres por quienes dijo Jesús las bienaventuranzas no salen en los periódicos. La {11 (51)} Iglesia es una Iglesia de pequeños y de pobres y, por ende, de santos». Por esta razón, en los primeros tiempos de la Iglesia, la santidad se reconocía, casi exclusivamente, en los cristianos mártires por la fe o perseguidos a causa de ella. Por eso, también la Iglesia actual nos in vita incesantemente a volver los ojos hacia las primeras generaciones cristianas, para hacer más evangélica nuestra vida, como lo fue la de los primeros discípulos del Señor, y así purificarnos de vanidades a costa de la misma profesión de fe, y de sueños triunfalistas que reducirían la misión de la Iglesia a otra versión de la arrogancia farisaica y monopolizadora, parecida a la que, con pretexto de ser más fiel a Dios, rechazó a Cristo, su enviado.
La celebración de la festividad de Todos los Santos, al final del ciclo anual de la Liturgia, no es solamente una visión del cielo, a través de la fe, sino que nos recuerda que los santos conocidos son, además, como representantes del mayor número de los que no conocemos, pero que igualmente glorifican a Dios en su gloria.
Los Santos son el ejemplo feliz y completo de la nueva creación, que Nuestro Señor ha hecho desarrollar en el mundo moral, así como «los cielos proclaman la gloria del Señor», su Creador.
De este modo, los Santos son la propia y verdadera evidencia del Dios del Cristianismo, y proclaman en toda la tierra el poder y la gracia de Aquel que los ha hecho.
John H. Newman, C. O., L. D., XII, 399
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6. NEWMAN: SOBRIA HUMILDE SOMBRA DE LITTLEMORE
Littlemore, feligresía aneja
LA PARROQUIA de Santa María de Oxford, además de ser la iglesia universitaria, se extendía a un lugar anejo, llamado Littlemore, que distaba poco menos de cinco kilómetros, al sudeste de la ciudad. Allí, unas cuantas casas rústicas, ordenadas en hilera, formaban una única calle, en un segmento de la carretera que conducía a Sandford; unas pocas más se esparcían entre el verdor de los campos, irregularmente recortados por senderos fangosos. En conjunto, paisaje y personas resultaban harto diferentes de lo que constituía el ambiente oxoniano. A pesar de ello, inmediatamente después de haberse hecho cargo de la parroquia de la Universidad (1828), Newman se interesó por aquella porción de su feligresía compuesta por apenas doscientas personas prácticamente desasistidas hasta que él las toma a su cargo.
Construcción de la Iglesia
Comenzó por organizar el catecismo y la visita sistemática de los enfermos, y no tardó en emprender la construcción de una pequeña iglesia y una escuela. Su madre, ya viuda, y sus hermanas, venidas a vivir cerca de Oxford, pudieron ayudarle en esa tarea. La iglesia, todavía en pie, contiene el {13 (153)} sepulcro de la madre de Newman, muerta en 1836:
fue un destino merecido, porque ella había contribuido a la edificación con una cantidad importante de dinero, que permitió empezar las obras, reservándosele el honor de colocar la primera piedra (1).
Después, Newman recogió el dinero que faltaba con limosnas de sus amigos universitarios de otros bienhechores. El obispo de Oxford, que siempre trató a Newman con especial consideración, fue a consagrarla en el año 1836. Resultaba simpático presenciar la dignidad, y a la vez la sencillez, de aquella ceremonia, en la cual los clérigos y prohombres universitarios compartían un mismo gozo con los rústicos campesinos que nunca habían participado en una fiesta, para ellos, de tanta solemnidad.
Con el fin de proporcionar una mejor atención pastoral a aquella vecindad, Newman pensaba que era preciso constituirla en parroquia, segregándola de la de Santa María (2). En realidad, la clase de fieles que frecuentaba Santa María era menos apta para el ejercicio de un apostolado tal como era costumbre organizar en las parroquias. Newman, al principio, sintió la soledad y fue mirado con extrañeza cuando se propuso restablecer ciertos cultos tradicionales, raramente mantenidos en otras partes, donde las iglesias permanecían cerradas y sin {14 (164)} culto ni predicación la mayor parte de los días. La notabilidad le fue viniendo a medida que a la gente sencilla —principalmente tenderos, criadas o trabajadores con horas libres― se unieron compañeros y discípulos de la Universidad, incluso críticos y curiosos, a la vista de un celo que resultaba inusual.
El culto y sermones en Santa María
Sus sermones semanales llegaron a crear una verdadera expectación. Incluso los colegios modificaron el horario de los comedores para facilitar la asistencia a aquella predicación. Pero el propio Newman consideraba todo aquello como circunstancial, «del Movimiento», y no una actividad estrictamente parroquial. Desde su punto de vista eran mejores parroquianos los feligreses de Littlemore que el público que llenaba el templo de Santa María.
Newman amaba Littlemore. Hacía de aquel lugar la meta frecuente de sus largas caminatas, y el camino andado en soledad le servía para pensar en sus sermones, para meditar sus escritos en proyecto, en los tracts a redactar, mientras profundizaba en las reflexiones que, entre temores y esperanzas, la plegaria llenaba de transparencias. Era en esta oración donde, día tras día, se acrisolaba y crecía en exigencia y pureza su amor por la «verdadera» Iglesia de Cristo. Llegó a un punto en el que le pareció que ya no le quedaba nada por decir, y que se acercaba, en todo caso, la hora de sacar las consecuencias, tanto él como los que le oyeran, que la recta conciencia exigiera. No era que se sintiera cansado, pero sí que estaba convencido de que, como anglicano, había hecho de su parte todo lo posible para acercarse y acercar a otros a la noción original de la Iglesia, a la par que auscultaba los latidos de esta misma Iglesia contemplándola en su historia. No le quedaba ya nada por decir; quedaba solamente, toda vía, la necesidad de rogar por sí mismo y de exhortar a que hicieran lo {15 (155)} propio los demás. Fue así como comenzó a considerar la posibilidad de retirarse a Littlemore.
El retiro en Littlemore
Por otra parte, durante el verano de 1839, comenzó a sentirse desautorizado para aconsejar y hacer de guía a seguidores y simpatizantes. Necesita el silencio para él mismo. Si los amigos insistían en que no debía renunciar a Santa María, buscaría a alguien que por lo menos le substituyera temporalmente y, mientras, él se instalaría en Littlemore, en donde, desde hacía algún tiempo, ya había tomado la costumbre de permanecer algún pequeño lapso de tiempo, cada vez menos espaciado; por otro lado, ello redundaría en beneficio de aquella feligresía. Se repetían las acusaciones de «romanista» con insistencia, a pesar de que él se esforzaba, todavía, frenando los impulsos de algunos que, según su criterio, se precipitaban al aproximarse al catolicismo. De nada le valió publicar en el British Critic, en enero de 1840, un largo artículo en el que abundaban las críticas a la Iglesia de Roma (3). El desencadenante de la decisión final fue la publicación del Tract 90, en enero de 1841, que despertó las mayores controversias y, finalmente, la condenación, por parte de los miembros de la jerarquía anglicana, uno tras otro. No supieron ver que, en realidad, aquel escrito representaba el último y máximo esfuerzo de Newman para contener las simpatías de los que miraban hacia Roma. En realidad, como él mismo haría notar, «no se produjeron conversiones hasta después de la condenación del Tract 90» (4).
Sobriedad, plegaria, estudio
En una carta a su hermana, de febrero de 1812 (5), le recuerda que su determinación no es otra {16 (156)} cosa que el resultado de unos pensamientos que lo acompañaban desde hacía mucho tiempo, tal como veía reflejados en unos versos de Horacio: «Ya has jugado bastante, y comido, y bebido, y es hora de que te retires, no sea que, bebiendo demasiado, hagan burla de ti y te echen fuera los jóvenes, a quienes sientan mejor las locuras» (6). Con elegancia clásica, pide prestados los versos de Horacio, y así se ahorra de decir más cosas. Podía haber copiado más arriba, en la epístola del poeta, porque también en aquellos versos se refleja la sabiduría que exhorta a evitar el ejemplo del hombre imprudente o avaro, y seguir el del sereno, sencillo y sobrio —como tal vez Newman recordaba en una poesía escrita años antes, con ocasión de su viaje por el Mediterráneo— (7). También recordaría al clásico cuando éste propugna el desasimiento, frente a las ambiciones humanas: «Lejos de mi casa la miseria humana: poco me importa que la barca que me lleve sea chica o grande, con tal que me lleve; porque a la postre el pasajero es el mismo. Si el aquilón propicio no hincha las velas, tampoco tendré que pasar la vida luchando contra la violencia del furioso austro. En fuerzas, en ingenio, en figura, en valor, en linaje, en bienes, soy el último de los primeros y el primero de los últimos».
Es la sobriedad de la virtud, la «fuerza del silencio» (8), de la plegaria y del estudio. Sin perder la paz interior, no había descuidado prepararse un refugio a la sombra de aquel modesto lugar, que se le antojaba pacífico como Belén, en contraste {17 (157)} con la Jerusalén poderosa y sabia, próxima y distante a la vez, representada por Oxford y la Universidad.
La única riqueza
Había comprado en Littlemore un terreno y unos establos abandonados. Por lo menos hacía falta proceder a una gran limpieza, que se emprendió, hasta obtener un espacio habitable, en medio de una gran sencillez. Y allí fue llevando Newman sus libros —su única riqueza―, convirtiendo aquel rincón en un oasis de paz, desde donde emprendería luego mayores batallas para su propio espíritu, abnegadamente, austeramente, hasta alcanzar la luz. Difícilmente podían comprenderle los que, mirando siempre hacia fuera de sí mismos, andaban preocupados por alcanzar el triunfo dialéctico.
Newman, en cambio, miraba hacia dentro, ahondando en la propia conciencia, dolorosamente, mientras esperaba el gran amanecer en el cielo de su propio espíritu.
(1) July, Tuesday, 21st. A gratifying day. I laid the first stone of the church at Littlemore.
The whole village there. The Hackers, Thomsons, Keble, Eden, Copelend, J. H. a nice address. Prayers, Creed, and Old Hundreth Psalms, del diario de Mrs.
Newman, cit. en L.D., Yol. V, p. 106. En la conclusión del discurso al cual se refiere la madre de Newman, éste decía: «Todo cuanto es nuevo es como la hierba...
―Every thing is new like grass, withering ere it is grown up; but the Word, and the Church, came of old from the everlasting God, and abide for ever». (ibíd.). Una visión de esperanza que resurgirá en él otras veces, especialmente en sus poesías.
(2) «My plan is this - ultimately to make Littlemore and St Mary's practically separate parishes, and at present to provide a person who... Would take Littlemore entirely or almost entirely to himself, en una carta a Robert Isaac Wilberforee, y lo mismo a Richard Hurrell Froude, L. D., vol. II, pp. 162-163.
(3) Cf APOLOGIA (M. J. Svaglie, ed.), p. 119.
(4) APO., p. 131.
(5) LETTERS OF JOHN HENRY NEWMAN (D. Stanford, ed.). p. 88.
(6) «Lusisti satis, edisti satis atque bibisti; / tempus abire tibi est, ne potum largius aequo / rideat et pulset lasciva decentius aetas». Hor. EP. II, vv. 214-216 y, los citados a continuación, vv. 199-204.
(7) VERSES ON VARIOUS OCCASIONS (1868), p. 98, que reproducimos en la traducción de la p. 2 de este mismo número de LAUS.
(8) CF IS 30, 15.
El hombre, en su profundidad más honda, de lo que tiene una conciencia más clara es del hecho de que todo su saber —lo que él llama así en su vida cotidiana— no es más que una pequeña isla perdida en el océano infinito de lo que queda por explorar:
una isla flotante, que nos es quizá más familiar que aquel océano, pero que en definitiva sabemos que está sustentada por él y que sólo así nos sustenta.
Por tanto, la pregunta existencial que se presenta al que conoce os si puede preferir la pequeña isla de lo que él llama saber al mar del Misterio infinito.
Karl Rahner, S. I.
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7. Normas para orar con sencillez
1. Tómate cada día dos minutos para permanecer solo y en paz.
Relaja tu cuerpo, tu cabeza y tu corazón.
2. Habla a Dios con sencillez y naturalidad, y cuéntale lo que te preocupa. No hace falta que uses fórmulas extrañas. Háblale con tus propias palabras. Él te entiende perfectamente.
3. Entra en diálogo con Dios cuando te encuentres en tu trabajo diario. Cierra los ojos, aunque sea sólo por unos segundos, dondequiera que estés: en medio de tus negocios, en el autobús, en la mesa de trabajo.
4. Convéncete de esta verdad: Dios está contigo y quiere ayudarte. No es que tú has de perseguirle para alcanzar que te bendiga: es totalmente a la inversa, porque es el que quiere bendecirte.
5. Ruega con la seguridad de que tu plegaria se convierte inmediatamente en eficaz, más allá de tierras y mares, y protege a tus seres queridos dondequiera que se encuentren, y hace que llegue a ellos el amor de Dios.
6. Cuando hagas oración, has de tener ideas positivas, no negativas.
7. Apenas te dispongas a rogar, reafirma siempre la actitud de estar dispuesto a aceptar, sea la que sea, la voluntad de Dios.
8. Cuando ruegues, déjalo todo en manos de Dios. Pídele fuerzas para hacer todo lo que esté de tu mano; que el resto queda en las suyas, que son las mejores.
9. Pronuncia una buena palabra de intercesión en favor de aquellos que no te quieren o que no te han tratado bien. Con ello obtendrás un vigor y una fortaleza extraordinarios.
10. Cada día deberías hacer una oración por tu país y por paz.
Cielo.
La figura de este mundo, afeado por el pecado, pasa; pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano.
Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre.
Vaticano II, IM 39