Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 262. DICIEMBRE. Año 1989
0. SUMARIO
QUE venga otra vez Jesús; que venga al mundo; que venga a la Iglesia; que venga a cada uno de nosotros. Que nos traiga todo el bien divino que deseamos, no como un milagro de su poder, sino como una gracia que esperamos para que nos ayude a ver la verdad, a descubrir y rechazar las mentiras, a sanar las injusticias, a limpiarnos de las envidias, a disolver las hipocresías que todavía son el lodo de los caminos del mundo agitado y cambiante, y también de la Iglesia peregrina y de las ambiciones de la mezquindad humana.
ADVIENTO
PODERES
CRISTO POR QUÉ, PARA QUÉ
CRISTO VUELVE EN SUS MÁRTIRES
CIUDAD GRANDE, CIUDAD PEQUEÑA
PERMISO PARA SER HOMBRE
SAINT-EUSTACHE Y EL P. EMILE MARTIN
ÍNDICE DEL AÑO 1989
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1. Tiempo de oración: ADVIENTO
Señor: el tiempo de adviento
nos obliga
a la gran meditación sobre el hombre,
al descubrimiento de la verdadera condición
de la vida humana
y de nuestra maravillosa suerte
de tenerte por
hermano nuestro,
como Dios hecho hombre
para nuestra salvación
y para que el hombre pudiera verse asociado
a la misma vida de Dios.
Por eso Navidad
es la fiesta más grande del mundo,
mientras éste experimenta su crecimiento
y aspira a la plenitud de la vida.
No permitas, Señor, que apaguemos
la llama que resplandece desde el interior
del misterio de Navidad:
la fe en el Verbo de Dios hecho hombre,
para que la tengamos encendida
y sea tu luz, tu bondad, tu alegría,
derramándose en nuestras almas
y en nuestros hogares.
Y recordemos contigo a María,
la portadora —¡lámpara!— de esta luz.
Pablo VI, (4.12.1977) 2 (182)
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2. Poderes
AMBICIÓN de poder y ansia de dinero —porque el dinero da poder― es lo que mueve el mundo, y es el pecado del mundo. Cuando clamamos demasiado contra otros pecados, es para distraernos del mayor de todos, erigido en dios por los mundanos. Frente a este dios elegido, el verdadero Dios sólo es admitido con facilidad allí donde se le deja ―o parece que se le deja― en compatibilidad con el falso. De ahí viene que el pecado del hombre, y todo pecado, es siempre idolatría, es decir, falsificación de Dios, substitución por los ídolos, o confusión con ellos. Poco importa el credo que el pecador blasone profesar. Por ejemplo: vale más un buen mahometano, un honesto incrédulo, que un mal cristiano.
Si el pecado del mundo es ése, no nos puede sorprender el desconcierto que causa el verdadero Dios cuando desciende a nivel humano y, siendo omnipotente, nace, vive y muere pobre, y renuncia a competir con las aparentes grandezas en las que se apoya la miserabilidad del corazón humano, que servilmente admira cuando no las puede alcanzar o envidia intentando usurparlas. Eso explica muchas tristezas — ahora se llaman "complejos"— y la precariedad y falta de paz entre los hombres y las sociedades.
Afortunadamente para la primera Iglesia, las persecuciones la liberaron de la tentación de presentarse frente al mundo como competidora. Sólo en la Iglesia, entonces y después, la pobreza, la libertad y la persecución tuvieron tanto que ver entre sí, y se convirtieron en fidelidad y amor puro a Dios, y testimonio de Jesús ante el mundo. Esto es lo que entendieron los verdaderos santos.
Pero no todos fueron ni somos santos. A partir del reconocimiento público y de la paz constantiniana, la Iglesia que fundó Jesucristo fue y sigue siendo esa maravillosa empresa divina que reúne a los bautizados en Cristo, a pesar de que, en su camino terreno, nunca se ha visto totalmente libre de peligros y de pecados, el mayor de los cuales será siempre el de ceder a la falaz tentación de admitir que, para hacer el bien, hay que apalancar en el poder y en las ambiciones humanas el anuncio {3 (183)} y la esperanza victoriosa del Reino de Dios, compitiendo con los reinos de este mundo y, como ellos, dejar para la sublimación sentimental y poética la literatura bíblica, o el romanticismo demasiado ingenuo, tal como suponen que se tomaron el ejemplo de Cristo y su Evangelio los primeros mártires. Lo importante sería, según tales competidores, convencer para su causa, en primer lugar, a los sabios, ricos, militares y políticos, y formar con ellos una gran sinagoga, la cual, una vez poderosa, sometería y moralizaría el mundo y los hombres para el imperio del bien, según la manera que ellos lo entienden.
La impaciencia del hombre terrenal frisa por el éxito y el triunfo en este mundo, con ninguna o escasa esperanza para más allá del tiempo, y la nueva sinagoga, competidora con los poderes del mundo, le ofrece la sugestión de participar en tales triunfos, por medio de técnicas que se anticipan a la esperanza cristiana. Llamarían espiritualidad propia al hermetismo sectario, y santidad a la moral farisaica. Y todo acabaría en disciplina, sin espacio para el amor. La compensación a esa frialdad sería la vanidad de participar en el éxito estadístico, y la sugestión de seguridad suministrada al hombre miedoso.
Esta hipótesis nunca se ha podido realizar en la Iglesia; pero, a lo largo de su historia, no han faltado intentos de llevarla a cabo, ni tentaciones y pecados de poder. Sin embargo, aun en los pecados, la misma Iglesia nunca ha dejado de predicarnos a Cristo pobre e inerme, con una fidelidad a la que siempre vuelve los ojos, no para encandilar os con el resplandor de su belleza, sino para convertirnos, con la fuerza de su verdad divina, al único modelo infalsificable.
Testigos.
Los cristianos aman a cuantos a su alrededor llevan el nombre de Cristo; pero se sienten en peligro de asfixia por los vapores perturbadores en que viven gran parte de los hombres, y, aunque no pueden descubrir a los verdaderos autores del mal, están seguros de que se trata de un mal que es posible evitar y denunciar y que tiene su origen en algún lugar de la Iglesia.
De este modo, sea alto o bajo el lugar que ocupen, los verdaderos fieles son testigos: testigos de Dios y de Cristo, en sus vidas y en sus afirmaciones, sin que se paren a juzgar a los demás, y menos glorificarse a sí mismos. A semejanza de la luz, dan testimonio por contraste, junto a las tinieblas. Reciben el desprecio, la burla y la oposición del mundo, mezclados, es cierto, con alabanzas y respeto que duran poco y se convierten pronto en molestia y odio. Por eso necesitan ser confortados, cosa que, a primera vista, no parece hacer la Iglesia cuando corren peligro ante la amenaza ascendiente de la impiedad.
J. Henry Newman, C. O., (PPS III, 17)
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3. Cristo por qué, para qué
DIOS, que es omnipotente, podía redimir al hombre, remediar todos sus males, perdonarle los pecados, elevarlo a la vida sobrenatural, reunirlo en Iglesia, darle a ésta los instrumentos santificadores convenientes para aplicarlos a los hombres, y revelarle la doctrina sobre él mismo y sobre el destino último de la humanidad, sin necesidad de descender hasta nosotros y hacer igual en todo, menos en el pecado. En esencia, la fe en el Dios verdadero ya existía sobre la tierra, y habían existido y existían hombres santos, desde Abraham, que le habían sido fieles. Con la venida de Cristo, cambiaron las cosas, mas no se acabarían los pecadores. ¿Vino, acaso, para que nos diéramos cuenta de lo que este pecado de los hombres puede causar a Dios mismo, cuando osa encubrirse con nuestra naturaleza, o a los enviados de Dios, aunque legitimen la autenticidad de su misión con la santidad y los milagros?
La fe, como aceptación ideal del Dios supremo, no es suficiente para la justificación. El culto que se le tribute sin que parta de la superación de este fideísmo se parecerá a los ritos de la magia primitiva, numinosa. A pesar de la fe y la esperanza de los que constituían «el resto de Israel», esa desviación existía al lado de la frialdad escéptica y distante, con poco más del espacio para que constituyera la base de un orgullo nacional con ideas mesiánicas envueltas en resentimientos políticos, y la soberbia teológica de la casta sacerdotal, que no cesaba de proclamar su fidelidad al Dios verdadero, y que había convertido en oficio y categoría social, privilegiada y poderosa, completada con la seguridad de la propia santidad de que hacían ostentación los fariseos, es decir, los que cran tenidos por virtuosos, y ellos mismos se complacían en cultivar esa imagen y ese prestigio.
Aunque le costaría muy caro, alguien tenía que venir a decir a los {5 (165)} sencillos de corazón: «Si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos».
Los ritos, los actos de culto, justos y decorosos, necesarios y aptos para honrar a Dios y proclamar que dependemos de él, tienen siempre el peligro de substituir al actor de la ofrenda, que en ellos quiere ser actor y representado. El signo solamente no es la vida, y el verdadero culto y sacrificio del corazón, ya recordado por los profetas, se había soslayado. La liturgia era, entonces, un juego, un espectáculo, con la elocuencia sublime del arco que, desde el nivel del hombre, aspira a alcanzar a Dios, a quien se dirige. Pero Dios, aun antes que nuestros dones, nos quiere a nosotros mismos. El verdadero culto es el del corazón, y el corazón es el único que puede dar verdadero valor y sentido a todas las ofrendas. Vendría Dios, se haría hombre como nosotros, y se ofrecería a si mismo al Padre. Esa ofrenda luego tendría que repetirse misteriosamente, sacramentalmente, y, convertida al mismo tiempo en signo y realidad, permitiría que nos integráramos en ella consumando nuestra entrega a Dios con la de Jesucristo. El rito, como simple juego, aunque se refiera a Dios, es enajenación; pero cuando no se reduce a pura estética, sino que va del corazón del hombre al corazón de Dios, es comunión. Cuando Dios desciende y es aceptado, se produce este abrazo sublime y transformador La religión de Israel era la verdadera, pero los agentes que velaban por ella y adoctrinaban y ritualizaban sus manifestaciones tomaban, con harta frecuencia, su tarea con el orgullo del que se siente promocionado más elevado y distinto de los demás; les faltaba la idea de servicio, que era substituida {6 (166)} por la de vicariedad divina, que convertía en conciencia de poder la espiritualidad del amor y de la santa esperanza en el Reino, limpia de pretextos para el afianzamiento en las seguridades y honores terrenos. Hacía falta, pues, que viniera el más grande Señor y diera a todos el ejemplo de una humildad que luego se tendría que convertir en lección frente a la asamblea de la Iglesia. «El que quiera ser grande que se haga servidor de todos..., como el Hijo del hombre, que no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida».
Lo difícil era estar en el inundo sin ser del mundo, y con la pretensión de hacer bien a este mundo, preocupado en hacerse un cielo en la tierra, y hasta en utilizar a Dios para este mismo propósito. Un simple mortal, un hombre, aun inspirado por Dios mismo, no habría logrado interpretar este modo y estilo de manera que se pudiera convertir en paradigma a la vez significativo y definitivamente eficaz para transformar los pensamientos, las vidas y los corazones de los capaces de creer en el Dios verdadero, como hijos de Abraham, el primero de los creyentes. Dios mismo tenía que venir a enseñárnoslo, como el que muestra una verdad que es para la vida, que ha de ser verdad y vida.
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4. Cristo vuelve en sus mártires
Salvete flores martyrum, ceu turbo nascentes rosas! (De la Liturgia)
EL que se esté dispuesto a dar la vida por una idea es señal de que sinceramente se cree en ella. El martirio es el testimonio pacífico de aquellos que creen, no ya en una idea —sería poco—, sino en la persona de Jesucristo.
Creer no consiste en la parra aceptación de un ideario simplemente paralelo a lo concreto, sin vinculación explícita con la misma vida en todas sus exigencias. Tampoco le basta a la le cristiana con la adhesión a un código de conducta que se toma como suficiente para resolver problemas morales y tranquilizar la conciencia, nunca dispuesta del todo a renunciar a los egoísmos profundos, a los place res y a las glorias de este mundo.
El mártir es testigo de Cristo y de la Iglesia: allí donde se encuentran los que sinceramente se esfuerzan por repetir en sí mismos la vida de Jesucristo y, fieles al Evangelio, no rechazan correr igual suerte frente al mundo, allí está la Iglesia, viva en la vida, en la suerte y en la muerte de sua testigos pacíficos, como lo fue el Señor.
¿En qué se distingue el mártir cristiano de los demás testigos y defensores de la verdad y de la justicia en el mundo? Porque muchos de éstos también estarían o están dispuestos a dar la vida por lo que creen que es bueno y justo. La diferencia esta en que el testigo cristiano ―el mártir― renuncia a la fuerza y a la violencia para proclamar y defender la verdad de Cristo, en la que se contiene la mayor dignidad con las más hondas exigencias —hijo de Dios hermano de los demás hombres― para la edificación en la verdad, la justicia, la esperanza y el amor del Reino de Dios, que comienza en este mismo mundo, pero que se proyecta hasta la eternidad.
Los demás reinos carecen de esta pureza y de su profunda exigencia, a {8 (168)} la que es imposible aproximarse sin pasar por la conversión del corazón a la gracia que Dios ofrece a todo hombre, cuya causa y modelo es Cristo, que el cristiano tiene que reproducir.
Pero ¿no es pedirle demasiado al hombre cuando se le presenta el modelo de Cristo? Dios cree en el hombre. La Iglesia es la demostración de lo que Dios espera de nosotros. Con todas las flaquezas y pecados que tenemos los cristianos, la Iglesia ha contado siempre con el ejemplo de los que han dado testimonio de la fe, reproduciendo a Cristo en las palabras, en los actos, en la vida y en la muerte. En el hombre hay un fondo de nobleza y de generosidad que le capacita para los grandes ideales.
Ideales que no caben en la propia vida, que valen más que la vida, que los violentos no han sabido descubrir, o que los juzgan como inútil estoicismo; pero que son ideales nacidos de la fe, de la esperanza y del amor. Ideales que son incompatibles con los egoísmos, pues éstos son los que generan las injusticias y todos los pecados del mundo.
Cuando alguien levanta la voz para repetir una palabra de Cristo y recuerda su exigencia, conturba a los instalados en su paraíso terreno, y, no les gusta ni conviene el mensaje del Evangelio que se les proclama, matan al mensajero. Los recientes mártires de El Salvador son un ejemplo más, que llena de consuelo a la Iglesia, porque allí sus mejores hijos, pacíficamente, han caído como semilla en el surco de la enorme injusticia de los más poderosos, para ser esperanza de los más pobres, y se convierten, frente a los ojos de todo el mundo, en torbellino de luz, como si Cristo, el de las bienaventuranzas, hubiese vuelto, hubiese hablado otra vez y hubiese muerto de nuevo.
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5. Ciudad grande ciudad pequeña
LAS informaciones que nos han llegado sobre las ciudades de la antigüedad son escasas para podernos formar una idea exacta de todos sus caracteres y magnitudes. Los restos de la literatura, la arqueología, nos suministran los pocos datos preciosos de que disponemos para aproximarnos a ellas. No ocurrirá lo mismo, aunque transcurran muchos siglos, cuando las generaciones que sigan a la nuestra quieran documentarse de cómo fueron nuestros núcleos de población.
Podemos suponer, con verisimilitud, que la Roma del siglo primero de nuestra era, entre libres y esclavos, sobrepasaba el millón de habitantes. Su crecimiento se había despegado en el siglo anterior, pero alcanzó su esplendor máximo durante el imperio de Augusto. Éste dio la paz al mundo y propició el esplendor de las letras, la oratoria y las artes, con Horacio, Virgilio, Ovidio, Catulo, el español Marcial, y otros.
Mecenas, amigo del emperador, protegió ese desarrollo cultural. De Marcial son estos versos: «Oh Roma, diosa de continentes y naciones / por ninguna otra igualada, distinta {10 (170)} a todas» («Terrarum dea gentiumque, Roma / Cui par est nihil et nihil secundum», Ep XII, 9, 1-2). ¡Con razón quiso Augusto censar a la población de todos sus dominios! Roma, para aquella época, era y representaba lo que Nueva York u otra gran ciudad moderna pueda significar para nosotros. Pero el Hijo de Dios, cuando se hizo hombre, no eligió nacer allí.
No tan grande, pero también famosa, sin tanto poder, pero evidentemente más culta, era Atenas. Su esplendor fue anterior al de Roma y superior su influencia intelectual, de la que todavía vivimos. La grandeza del siglo de Pericles es comparable solamente al movimiento cultural del Renacimiento italiano, iniciado en Florencia.
Roma representaría la fuerza, el derecho, y, en arte y letras, sería tributaria de los griegos. Atenas era la ciudad que hoy llamaríamos de los intelectuales, inventores de la democracia, en un sentido más estricto que el sistema político que en nuestros días usa este nombre.
Sus calles eran tortuosas, sus casas endebles y desprovistas de ornato, sin embargo sus edificios públicos magníficos y decorados espléndidamente. Un adorno privado exagerado hubiera parecido una profanación frente a la grandeza admirable de los templos de la Acrópolis y los edificios municipales del Ágora. Lo grande y espiritual, como lo bello y lo sagrado, era común. Más tarde, la razón de la fuerza sometió y en parte mutiló aquel esplendor, pero nunca pudo apagarlo del todo, y pervive convertido en patrimonio de la humanidad. Pablo se admiró de la ciudad, cuando llegó a Atenas. Sin embargo, el Hijo de Dios, cuando se hizo hombre, no prefirió nacer allí, ciudad culta y sabia, de poco más de medio millón de habitantes, la mayor de Grecia.
Otra ciudad que pudiera haber elegido Cristo para aparecer entre los hombres fue Jerusalén, la capital de los judíos. Superaba escasamente los cien mil habitantes cuando nació Jesucristo. Era la ciudad santa, {11 (170)} en la que permanecía vivo el símbolo de todas las esperanzas bíblicas, especialmente por su templo, recuperado y restaurado para el culto solemne, dedicado al Dios verdadero, cima a la que miraban los ojos de todos los patriarcas y profetas. Jesucristo respeto aquel lugar, lo visitó, lo habría deseado purificado del tráfico de mercaderes y limpio de las hipocresías de muchos de sus escribas y sacerdotes. Cuando lo contemplaba emocionado, pensaba en el templo mayor de la Creación con Dios presente en toda su amplitud, y en el templo más profundo de todo hombre que acepta a Dios: el propio corazón. Él venía a universalizar el proyecto de Dios anunciado por los profetas.
En definitiva, Cristo no quiso nacer en la ciudad más grande y poderosa, ni en la más sabia, ni en la más santa. Nació en Belén de Judá, no tan pequeña (apenas mil habitantes) que no pudiera ofrecerle por lo menos un rincón en un establo, a falta de casa o palacio, como un hombre cualquiera, aunque decente y medianamente bueno, hubiera deseado o exigido por poca que fuese su dignidad. Quiso nacer en la Belén humilde: Más tarde, después del exilio, viviría en Nazaret, todavía más insignificante que Belén, de la que hubiera sido raro «que surgiera nada bueno», tal como, además del Evangelio, nos testimonió Flavio Josefo, buen conocedor hasta los pequeños detalles de toda la Palestina del tiempo de Jesús, que ni siquiera hace mención de ese santo lugar donde transcurrió la que llamamos vida oculta de Jesús.
Nosotros, sin ser dioses, seguramente hubiéramos elegido alguna de las ciudades que Jesús desechó, siquiera por esconder complejos.
Los pensamientos solapados alejan de Dios, y el Poder de Dios, sometido a prueba, confunde a los necios que le han provocado.
Sb 1,3
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6. PERMISO PARA SER HOMBRE
La fuerza de la verdad
LA MENTIRA es la fuerza del que no lleva razón, y a ella acude el maligno cuando no está seguro de la capacidad de su poder, para imponer su dominio. La verdadera fuerza es la verdad; pero ésta solamente se manifiesta y permanece en los limpios de corazón, en los sinceros, a quienes horrorizaría «pecar contra la luz», como diría Newman. Toda aproximación a la verdad y al bien que contiene y anuncia es imposible sin la sinceridad del que la dice y representa, y del que la recibe y asume. Aún antes del orden de la gracia y la participación en la vida divina, es necesaria la apertura sincera, a nivel natural, para que sea receptivo de dones más altos. Primero fue el orden natural, inteligente y hambriento de verdad. La Biblia introduce la metáfora del drama original del hombre recién creado por Dios, que se debate y cede a la lisonja de la mentira que le seduce engañándole con la promesa y ofrecimiento de falsas grandezas.
Esa tentación se repetirá a través de la historia de la humanidad. La imagen literaria de la serpiente del Génesis se convierte en dragón que amenaza con devorar al Hombre nuevo del Apocalipsis. El que vino «para dar testimonio de la verdad», y que tendrá que enfrentarse a los falsos creyentes en el {13 (173)} Dios verdadero, para decirles: «¿Quién de vosotros puede acusarme de falsedad y pecado?» Miedo {t} à la verdad {t} La verdad es la única fuerza incontaminada, pero intolerable para los ojos turbios e hipócritas de los idólatras. No importa que a veces se tropiecen con el Dios verdadero, porque lo tratan no más que como un ídolo, y lo consienten sólo hasta donde no molesta o altera lo que realmente prefieren y defienden por encima de todo, incluso por encima de la verdad y la justicia. Cuando contemplan al resto de los mortales, si los juzgan superiores, los envidian; si los miran por debajo de ellos mismos, los desprecian. Nunca aman a los demás como ellos quisieran ser amados o tratados en la hipótesis de hallarse en aquel lugar o estado.
El estilo de Cristo
Cristo vino a este mundo y minó su seguridad artificial, violenta y egoísta. Tropezó, de inmediato, con Herodes, después con los fariseos, con Judas, con Pilatos... No exhibió su condición divina; no reclamó privilegio alguno; renunció a las dignidades y a cualquier altura social que pudiera haberle encumbrado y granjeado mayor respeto, tal vez como otros hubieran podido pensar o nosotros mismos pensaríamos, a fin de bien para influir sobre los demás. No asumió ningún oficio en el Templo, no eligió para apóstol a ningún sacerdote ni ministro del culto, no se revistió de ninguna divisa. Fue, simplemente, su apariencia la de «un hombre igual a nosotros en todo, menos en el pecado».
Pecado de todos
A pesar de la modestia de su entrada en el mundo, convulsionó inmediatamente «a toda Jerusalén ya Herodes», que sospechó tener en el recién nacido a un rival, y trató de eliminarlo recurriendo al crimen. La matanza de los inocentes no solamente fue un crimen sugerido por la ambición política de Herodes, sino que otros colaboraron sin {14 (174)} oponer resistencia: unos por no perder el empleo, otros porque la decisión del más fuerte les absolvía de la apariencia de culpa, otros porque si ofrecían la complicidad del silencio no corrían el riesgo de ser excluidos de las ventajas del favor real. Estas y otras excusas parecidas serán, y habían sido en la historia de la humanidad, las razones de la complicidad enmascarada de obediencia, escondida tras la actitud hipócrita, o la venta de la propia dignidad a cambio de honores, riquezas y seguridades para este mundo. Cristo quiso experimentar las consecuencias de este pecado. Todavía no había pronunciado una sola palabra y se convirtió en blanco de la grandeza mentirosa de un rey inicuo.
Si Cristo hubiese entrado en el mundo revestido de majestad, Herodes le habría reconocido y hubiera tratado de aprovecharse de él, aun a costa del sometimiento humillante, como el que mantenía a la sazón respecto al poder romano.
Sinceridad turbadora
Cuando Cristo comenzó a hablar, la conmoción de su verdad no alarmó a los sencillos de corazón, ni, puede decirse, a los pecadores desacreditados frente a la sociedad, sino a los israelitas tenidos por justos, celosos de su dignidad y su poder, cuidadosos de observar ritos inútiles y recitar largas oraciones, pero manteniendo el corazón lejos de Dios. Cristo vino a buscar adoradores «en espíritu y de verdad», y se granjeó la enemistad de los fariseos, aparentemente religiosos y observantes. Proclamó incompatible la santidad que Dios quiere con la que aparentaban los fariseos y escribas. Y esto es lo que le llevó a la muerte. Que no fue sólo de ellos la culpa, sino también de Judas, que se prestó a propiciar la ocasión de detenerle —«Qué me dais y os lo entrego?»—, y lo fue además el silencio asustado de los que le habían seguido y recibido el beneficio de sus milagros, la paz de sus perdones, la luz de sus palabras. Cierto que, en muchos, pudo más la debilidad {15 (175)} que la conciencia de pecado, aunque también hubo pecados, ingratitudes, despecho, envidia y odio. No hay que generalizar ligeramente ni los pecados ni las excusas de pecado; pero éste existe cuando se olvida, contradice o sepulta la verdad ofrecida limpiamente. Por eso puede decirse que el pecado mató a Cristo, y matará lo mismo a los mártires, que son los verdaderos testigos de Cristo, el cual vive en los que le confiesan.
La medida del amor
Los mártires son los hombres más sinceros: dicen la verdad con la entrega de la vida. Podemos creer siempre en la sinceridad de los que defienden sus ideales y su fe con la vida. La entrega de la vida por un ideal es la medida suprema del amor a este ideal, tal como pueden entenderlo los hombres. Por esto Dios se hizo hombre, para que, muriendo, pudiéramos entender los mortales la fuerza y generosidad de su amor, que llegaba al límite de lo que humanamente se puede expresar. No hay amor más grande que el de dar la vida. Dios se hizo hombre para de esta manera decirnos cómo nos amaba, de modo que pudiéramos comprender su amor, y que fuese posible imitarlo.
La Iglesia lucha y sufre en proporción a lo bien que representa el papel que le corresponde. Y si no sufre, es que está adormilonada. Sus doctrinas y sus preceptos jamás serán del gusto de los mundanos; y si el mundo no la persigue, es señal de que ella no cumple su misión de predicar.
J. Henry Newman, C. O., (PPS V, 297)
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7. SAINT-EUSTACHE Y EL P. EMILE MARTIN
A QUIEN visita París por primera vez no le puede pasar desapercibido el templo de Saint-Eustache. Si desde Notre-Dame buscamos la cima de Montmartre, o si desde el atrio del Sacré-Coeur, emplazado en esta colina, miramos hacia abajo, la grandiosa mole de Saint-Eustache (106 m. de largo por 35 de altura) emerge en la parte llana que discurre hasta l'Île de la Cité. Esta iglesia magnífica es uno de los centros de culto y de apostolado de los oratorianos franceses. Hace sólo una veintena de años que su entorno conservaba todavía el bullicio del tradicional mercado de Les Halles. En la actualidad se integra serenamente en el ambiente de las reformas que a partir de la creación del Centre Pompidou han dado nuevo carácter y modernidad a aquel barrio tradicional. Lo cual no ha impedido que los Padres del Oratorio aumenten su influencia, no sólo entre la vecindad que les envuelve, sino en grandes sectores de la población parisina. Sua cursos de formación para el laicado y el esplendor con que celebran la liturgia constituyen una presencia ejemplar y dinámica del mejor servicio espiritual.
Este año celebrarán la Navidad con la acostumbrada solemnidad, y la música será, como siempre, uno de los elementos que realzarán la magnificencia del culto. Pero echarán de menos, los más de cien cantores que forman la "schola" de Saint-Eustache, la dirección de su maestro de capilla, el P. Emile Martin, fallecido el siete de noviembre pasado. Hombre estudioso, investigador y de gran talento musical, igualmente célebre como director y compositor, creó los Chanteurs de Saint-Eustache, organizó numerosos festivales de música religiosa, y coros y orquestra llenaron con más de cuatro mil entusiastas asistentes el espacio enorme del templo, repitiéndose en Notre-Dame y otras partes.
Buen conocedor de la música antigua, a partir de la griega ―que constituyó el tema de su tesis doctoral―, hasta la más reciente, era especialmente admirador de Bach y muy crítico frente a la vulgarización degenerativa de muchas de las recientes invenciones musicales, hijas de la improvisación, la incompetencia y la falta de un elemental buen gusto.
San Felipe le habrá recibido en el cielo, en la apoteosis gloriosa de los santos y de los músicos que han querido, con el arte de la voz, alabar a Dios en la tierra para participar luego en la eterna bienaventuranza.
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8. ÍNDICE DEL AÑO 1989
TIEMPO DE ORACIÓN |
Adviento (Pablo VI) | 162 Blanco como la nieve (J. H. Newman) | 2 El cielo nace de la tierra (J. H. Newman) | 42 El sacerdocio de Cristo (Ritual de Órdenes) | 122 Humillación (J. H. Newman) | 142 Oración pascual (Lit. hispánica) | 63 Plegaria por la Congregación del Oratorio | 82 Sensibilidad (J. H. Newman) | 22 Te he buscado, Señor (san Agustín) | 102 TEMAS | {t} Amigos y hermano | 20 Ciudad grande, ciudad pequeña | 170 Conversión, tradición y novedad | 25 Cristo por qué, para que | 165 Cristo vuelve en sus mártires | 168 Formas | 123 Iglesia santa | 150 La doble realidad | 27 La eficacia y el poder | 69 La fuerza de la oración | 65 La zarza ardiendo | 43 Las vocaciones convergentes | 10 Más sacerdotes y más cristianos | 125 Momentos | 143 Permiso para ser hombre | 173 Poderes | 163 Prevente continuo | 23 Raíces | 3 Receta para la conversión | 45 Una estrella sobre el camino | 5 Una presencia | 63
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SAN FELIPE NERI Y EL ORATORIO |
Arlotto Mainardi y san Felipe Neri | 92 De la mortificación | 39 De la oración | 29 Frases de san Felipe Neri a los jóvenes | 89 La galaxia de Dios | 105 La nueva vidriera del Oratorio de Albacete | 90 Las siete iglesias | 38 Para ser santo | 145 Qué es el Oratorio | 87 Responder a Dios. San Felipe Neri, sacerdote | 130 Saint-Eustache y el P. Emile Martin | 177 Singularidad del Oratorio | 133 Y ustedes, ¿qué hacen? | 85 TEXTOS | {t} Cielo (Concilio Vaticano II) | 160 Cristo satisface nuestros deseos más profundos (K. Tilmann) | 147 Cuando Dios llama (J. H. Newman) | 110 Discusión y reflexión (J. Balmes) | 40 El derecho señorial de Dios (W. Trilling) | 109 El misterio de Cristo en nosotros (J. H. Newman) | 80 La amistad (dan Agustín) | 9 La esperanza del cielo (G. Savonarola) | 149 La fuerza del Evangelio (J. H. Newman) | 30 La Iglesia, conciencia de la humanidad y realidad mística (J. Guitton) | 48 Normas para orar con sencillez (Th. Bobet) | 159 Sacerdocio único de Cristo, sacerdocio ministerial y sacerdocio | de los fieles (L. Bouyer) | 129 Segunda primavera (J. H. Newman) | 70 Testigos (J. H. Newman) | 164 Una Eucaristía, una oración (J. Keble) | 127 Vino y se fue (León Felipe) | 67 NEWMAN | {t} El gozo compartido | 13 El combate de Jacob | 32 La voz profunda | 51 Origen del movimiento de Oxford | 74 Rasgos del movimiento de Oxford | 113