Publicación
mensual del Oratorio. |
Núm.
262. DICIEMBRE. Año 1989 |
0.
SUMARIO |
QUE
venga otra vez Jesús; que venga al mundo; que venga a la Iglesia; que venga a
cada uno de nosotros. Que nos traiga todo el bien divino que deseamos, no
como un milagro de su poder, sino como una gracia que esperamos para que nos
ayude a ver la verdad, a descubrir y rechazar las mentiras, a sanar las
injusticias, a limpiarnos de las envidias, a disolver las hipocresías que
todavía son el lodo de los caminos del mundo agitado y cambiante, y también
de la Iglesia peregrina y de las ambiciones de la mezquindad humana. |
ADVIENTO |
PODERES |
CRISTO
POR QUÉ, PARA QUÉ |
CRISTO
VUELVE EN SUS MÁRTIRES |
CIUDAD
GRANDE, CIUDAD PEQUEÑA |
PERMISO
PARA SER HOMBRE |
SAINT-EUSTACHE
Y EL P. EMILE MARTIN |
ÍNDICE
DEL AÑO 1989 |
{1
(161)} |
1.
Tiempo de oración: ADVIENTO |
Señor:
el tiempo de adviento |
nos
obliga |
a
la gran meditación sobre el hombre, |
al
descubrimiento de la verdadera condición |
de
la vida humana |
y
de nuestra maravillosa suerte |
de
tenerte por |
hermano
nuestro, |
como
Dios hecho hombre |
para
nuestra salvación |
y
para que el hombre pudiera verse asociado |
a
la misma vida de Dios. |
Por
eso Navidad |
es
la fiesta más grande del mundo, |
mientras
éste experimenta su crecimiento |
y
aspira a la plenitud de la vida. |
No
permitas, Señor, que apaguemos |
la
llama que resplandece desde el interior |
del
misterio de Navidad: |
la
fe en el Verbo de Dios hecho hombre, |
para
que la tengamos encendida |
y
sea tu luz, tu bondad, tu alegría, |
derramándose
en nuestras almas |
y
en nuestros hogares. |
Y
recordemos contigo a María, |
la
portadora —¡lámpara!— de esta luz. |
Pablo
VI, (4.12.1977) 2 (182) |
{2
(182)} |
2.
Poderes |
AMBICIÓN
de poder y ansia de dinero —porque el dinero da poder― es lo que mueve
el mundo, y es el pecado del mundo. Cuando clamamos demasiado contra otros
pecados, es para distraernos del mayor de todos, erigido en dios por los
mundanos. Frente a este dios elegido, el verdadero Dios sólo es admitido con
facilidad allí donde se le deja ―o parece que se le deja― en
compatibilidad con el falso. De ahí viene que el pecado del hombre, y todo
pecado, es siempre idolatría, es decir, falsificación de Dios, substitución
por los ídolos, o confusión con ellos. Poco importa el credo que el pecador
blasone profesar. Por ejemplo: vale más un buen mahometano, un honesto
incrédulo, que un mal cristiano. |
Si
el pecado del mundo es ése, no nos puede sorprender el desconcierto que causa
el verdadero Dios cuando desciende a nivel humano y, siendo omnipotente,
nace, vive y muere pobre, y renuncia a competir con las aparentes grandezas
en las que se apoya la miserabilidad del corazón humano, que servilmente
admira cuando no las puede alcanzar o envidia intentando usurparlas. Eso
explica muchas tristezas — ahora se llaman "complejos"— y la
precariedad y falta de paz entre los hombres y las sociedades. |
Afortunadamente
para la primera Iglesia, las persecuciones la liberaron de la tentación de
presentarse frente al mundo como competidora. Sólo en la Iglesia, entonces y
después, la pobreza, la libertad y la persecución tuvieron tanto que ver
entre sí, y se convirtieron en fidelidad y amor puro a Dios, y testimonio de
Jesús ante el mundo. Esto es lo que entendieron los verdaderos santos. |
Pero
no todos fueron ni somos santos. A partir del reconocimiento público y de la
paz constantiniana, la Iglesia que fundó Jesucristo fue y sigue siendo esa
maravillosa empresa divina que reúne a los bautizados en Cristo, a pesar de
que, en su camino terreno, nunca se ha visto totalmente libre de peligros y
de pecados, el mayor de los cuales será siempre el de ceder a la falaz
tentación de admitir que, para hacer el bien, hay que apalancar en el poder y
en las ambiciones humanas el anuncio {3 (183)} y la esperanza victoriosa del
Reino de Dios, compitiendo con los reinos de este mundo y, como ellos, dejar
para la sublimación sentimental y poética la literatura bíblica, o el
romanticismo demasiado ingenuo, tal como suponen que se tomaron el ejemplo de
Cristo y su Evangelio los primeros mártires. Lo importante sería, según tales
competidores, convencer para su causa, en primer lugar, a los sabios, ricos,
militares y políticos, y formar con ellos una gran sinagoga, la cual, una vez
poderosa, sometería y moralizaría el mundo y los hombres para el imperio del
bien, según la manera que ellos lo entienden. |
La
impaciencia del hombre terrenal frisa por el éxito y el triunfo en este
mundo, con ninguna o escasa esperanza para más allá del tiempo, y la nueva
sinagoga, competidora con los poderes del mundo, le ofrece la sugestión de
participar en tales triunfos, por medio de técnicas que se anticipan a la
esperanza cristiana. Llamarían espiritualidad propia al hermetismo sectario,
y santidad a la moral farisaica. Y todo acabaría en disciplina, sin espacio
para el amor. La compensación a esa frialdad sería la vanidad de participar
en el éxito estadístico, y la sugestión de seguridad suministrada al hombre
miedoso. |
Esta
hipótesis nunca se ha podido realizar en la Iglesia; pero, a lo largo de su
historia, no han faltado intentos de llevarla a cabo, ni tentaciones y
pecados de poder. Sin embargo, aun en los pecados, la misma Iglesia nunca ha
dejado de predicarnos a Cristo pobre e inerme, con una fidelidad a la que
siempre vuelve los ojos, no para encandilar os con el resplandor de su
belleza, sino para convertirnos, con la fuerza de su verdad divina, al único
modelo infalsificable. |
Testigos. |
Los
cristianos aman a cuantos a su alrededor llevan el nombre de Cristo; pero se
sienten en peligro de asfixia por los vapores perturbadores en que viven gran
parte de los hombres, y, aunque no pueden descubrir a los verdaderos autores
del mal, están seguros de que se trata de un mal que es posible evitar y
denunciar y que tiene su origen en algún lugar de la Iglesia. |
De
este modo, sea alto o bajo el lugar que ocupen, los verdaderos fieles son
testigos: testigos de Dios y de Cristo, en sus vidas y en sus afirmaciones,
sin que se paren a juzgar a los demás, y menos glorificarse a sí mismos. A
semejanza de la luz, dan testimonio por contraste, junto a las tinieblas.
Reciben el desprecio, la burla y la oposición del mundo, mezclados, es
cierto, con alabanzas y respeto que duran poco y se convierten pronto en
molestia y odio. Por eso necesitan ser confortados, cosa que, a primera
vista, no parece hacer la Iglesia cuando corren peligro ante la amenaza
ascendiente de la impiedad. |
J.
Henry Newman, C. O., (PPS III, 17) |
{4
(164)} |
3.
Cristo por qué, para qué |
DIOS,
que es omnipotente, podía redimir al hombre, remediar todos sus males,
perdonarle los pecados, elevarlo a la vida sobrenatural, reunirlo en Iglesia,
darle a ésta los instrumentos santificadores convenientes para aplicarlos a
los hombres, y revelarle la doctrina sobre él mismo y sobre el destino último
de la humanidad, sin necesidad de descender hasta nosotros y hacer igual en
todo, menos en el pecado. En esencia, la fe en el Dios verdadero ya existía
sobre la tierra, y habían existido y existían hombres santos, desde Abraham,
que le habían sido fieles. Con la venida de Cristo, cambiaron las cosas, mas
no se acabarían los pecadores. ¿Vino, acaso, para que nos diéramos cuenta de
lo que este pecado de los hombres puede causar a Dios mismo, cuando osa
encubrirse con nuestra naturaleza, o a los enviados de Dios, aunque legitimen
la autenticidad de su misión con la santidad y los milagros? |
La
fe, como aceptación ideal del Dios supremo, no es suficiente para la
justificación. El culto que se le tribute sin que parta de la superación de
este fideísmo se parecerá a los ritos de la magia primitiva, numinosa. A
pesar de la fe y la esperanza de los que constituían «el resto de Israel»,
esa desviación existía al lado de la frialdad escéptica y distante, con poco
más del espacio para que constituyera la base de un orgullo nacional con
ideas mesiánicas envueltas en resentimientos políticos, y la soberbia
teológica de la casta sacerdotal, que no cesaba de proclamar su fidelidad al
Dios verdadero, y que había convertido en oficio y categoría social,
privilegiada y poderosa, completada con la seguridad de la propia santidad de
que hacían ostentación los fariseos, es decir, los que cran tenidos por
virtuosos, y ellos mismos se complacían en cultivar esa imagen y ese
prestigio. |
Aunque
le costaría muy caro, alguien tenía que venir a decir a los {5 (165)}
sencillos de corazón: «Si vuestra justicia no supera la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos». |
Los
ritos, los actos de culto, justos y decorosos, necesarios y aptos para honrar
a Dios y proclamar que dependemos de él, tienen siempre el peligro de
substituir al actor de la ofrenda, que en ellos quiere ser actor y
representado. El signo solamente no es la vida, y el verdadero culto y
sacrificio del corazón, ya recordado por los profetas, se había soslayado. La
liturgia era, entonces, un juego, un espectáculo, con la elocuencia sublime
del arco que, desde el nivel del hombre, aspira a alcanzar a Dios, a quien se
dirige. Pero Dios, aun antes que nuestros dones, nos quiere a nosotros
mismos. El verdadero culto es el del corazón, y el corazón es el único que
puede dar verdadero valor y sentido a todas las ofrendas. Vendría Dios, se
haría hombre como nosotros, y se ofrecería a si mismo al Padre. Esa ofrenda
luego tendría que repetirse misteriosamente, sacramentalmente, y, convertida
al mismo tiempo en signo y realidad, permitiría que nos integráramos en ella
consumando nuestra entrega a Dios con la de Jesucristo. El rito, como simple
juego, aunque se refiera a Dios, es enajenación; pero cuando no se reduce a
pura estética, sino que va del corazón del hombre al corazón de Dios, es
comunión. Cuando Dios desciende y es aceptado, se produce este abrazo sublime
y transformador La religión de Israel era la verdadera, pero los agentes que
velaban por ella y adoctrinaban y ritualizaban sus manifestaciones tomaban,
con harta frecuencia, su tarea con el orgullo del que se siente promocionado
más elevado y distinto de los demás; les faltaba la idea de servicio, que era
substituida {6 (166)} por la de vicariedad divina, que convertía en
conciencia de poder la espiritualidad del amor y de la santa esperanza en el
Reino, limpia de pretextos para el afianzamiento en las seguridades y honores
terrenos. Hacía falta, pues, que viniera el más grande Señor y diera a todos
el ejemplo de una humildad que luego se tendría que convertir en lección
frente a la asamblea de la Iglesia. «El que quiera ser grande que se haga servidor
de todos..., como el Hijo del hombre, que no ha venido para que le sirvan,
sino para dar su vida». |
Lo
difícil era estar en el inundo sin ser del mundo, y con la pretensión de
hacer bien a este mundo, preocupado en hacerse un cielo en la tierra, y hasta
en utilizar a Dios para este mismo propósito. Un simple mortal, un hombre,
aun inspirado por Dios mismo, no habría logrado interpretar este modo y
estilo de manera que se pudiera convertir en paradigma a la vez significativo
y definitivamente eficaz para transformar los pensamientos, las vidas y los
corazones de los capaces de creer en el Dios verdadero, como hijos de
Abraham, el primero de los creyentes. Dios mismo tenía que venir a
enseñárnoslo, como el que muestra una verdad que es para la vida, que ha de
ser verdad y vida. |
{7
(167)} |
4.
Cristo vuelve en sus mártires |
Salvete
flores martyrum, ceu turbo nascentes rosas! (De la Liturgia) |
EL
que se esté dispuesto a dar la vida por una idea es señal de que sinceramente
se cree en ella. El martirio es el testimonio pacífico de aquellos que creen,
no ya en una idea —sería poco—, sino en la persona de Jesucristo. |
Creer
no consiste en la parra aceptación de un ideario simplemente paralelo a lo
concreto, sin vinculación explícita con la misma vida en todas sus
exigencias. Tampoco le basta a la le cristiana con la adhesión a un código de
conducta que se toma como suficiente para resolver problemas morales y
tranquilizar la conciencia, nunca dispuesta del todo a renunciar a los
egoísmos profundos, a los place res y a las glorias de este mundo. |
El
mártir es testigo de Cristo y de la Iglesia: allí donde se encuentran los que
sinceramente se esfuerzan por repetir en sí mismos la vida de Jesucristo y,
fieles al Evangelio, no rechazan correr igual suerte frente al mundo, allí
está la Iglesia, viva en la vida, en la suerte y en la muerte de sua testigos
pacíficos, como lo fue el Señor. |
¿En
qué se distingue el mártir cristiano de los demás testigos y defensores de la
verdad y de la justicia en el mundo? Porque muchos de éstos también estarían
o están dispuestos a dar la vida por lo que creen que es bueno y justo. La
diferencia esta en que el testigo cristiano ―el mártir― renuncia
a la fuerza y a la violencia para proclamar y defender la verdad de Cristo,
en la que se contiene la mayor dignidad con las más hondas exigencias —hijo
de Dios hermano de los demás hombres― para la edificación en la verdad,
la justicia, la esperanza y el amor del Reino de Dios, que comienza en este
mismo mundo, pero que se proyecta hasta la eternidad. |
Los
demás reinos carecen de esta pureza y de su profunda exigencia, a {8 (168)}
la que es imposible aproximarse sin pasar por la conversión del corazón a la
gracia que Dios ofrece a todo hombre, cuya causa y modelo es Cristo, que el
cristiano tiene que reproducir. |
Pero
¿no es pedirle demasiado al hombre cuando se le presenta el modelo de Cristo?
Dios cree en el hombre. La Iglesia es la demostración de lo que Dios espera
de nosotros. Con todas las flaquezas y pecados que tenemos los cristianos, la
Iglesia ha contado siempre con el ejemplo de los que han dado testimonio de
la fe, reproduciendo a Cristo en las palabras, en los actos, en la vida y en
la muerte. En el hombre hay un fondo de nobleza y de generosidad que le
capacita para los grandes ideales. |
Ideales
que no caben en la propia vida, que valen más que la vida, que los violentos
no han sabido descubrir, o que los juzgan como inútil estoicismo; pero que
son ideales nacidos de la fe, de la esperanza y del amor. Ideales que son
incompatibles con los egoísmos, pues éstos son los que generan las
injusticias y todos los pecados del mundo. |
Cuando
alguien levanta la voz para repetir una palabra de Cristo y recuerda su
exigencia, conturba a los instalados en su paraíso terreno, y, no les gusta
ni conviene el mensaje del Evangelio que se les proclama, matan al mensajero.
Los recientes mártires de El Salvador son un ejemplo más, que llena de
consuelo a la Iglesia, porque allí sus mejores hijos, pacíficamente, han
caído como semilla en el surco de la enorme injusticia de los más poderosos,
para ser esperanza de los más pobres, y se convierten, frente a los ojos de
todo el mundo, en torbellino de luz, como si Cristo, el de las
bienaventuranzas, hubiese vuelto, hubiese hablado otra vez y hubiese muerto
de nuevo. |
{9
(169)} |
5.
Ciudad grande ciudad pequeña |
LAS
informaciones que nos han llegado sobre las ciudades de la antigüedad son
escasas para podernos formar una idea exacta de todos sus caracteres y
magnitudes. Los restos de la literatura, la arqueología, nos suministran los
pocos datos preciosos de que disponemos para aproximarnos a ellas. No
ocurrirá lo mismo, aunque transcurran muchos siglos, cuando las generaciones
que sigan a la nuestra quieran documentarse de cómo fueron nuestros núcleos
de población. |
Podemos
suponer, con verisimilitud, que la Roma del siglo primero de nuestra era,
entre libres y esclavos, sobrepasaba el millón de habitantes. Su crecimiento
se había despegado en el siglo anterior, pero alcanzó su esplendor máximo
durante el imperio de Augusto. Éste dio la paz al mundo y propició el
esplendor de las letras, la oratoria y las artes, con Horacio, Virgilio,
Ovidio, Catulo, el español Marcial, y otros. |
Mecenas,
amigo del emperador, protegió ese desarrollo cultural. De Marcial son estos
versos: «Oh Roma, diosa de continentes y naciones / por ninguna otra
igualada, distinta {10 (170)} a todas» («Terrarum dea gentiumque, Roma / Cui
par est nihil et nihil secundum», Ep XII, 9, 1-2). ¡Con razón quiso Augusto
censar a la población de todos sus dominios! Roma, para aquella época, era y
representaba lo que Nueva York u otra gran ciudad moderna pueda significar
para nosotros. Pero el Hijo de Dios, cuando se hizo hombre, no eligió nacer
allí. |
No
tan grande, pero también famosa, sin tanto poder, pero evidentemente más
culta, era Atenas. Su esplendor fue anterior al de Roma y superior su
influencia intelectual, de la que todavía vivimos. La grandeza del siglo de
Pericles es comparable solamente al movimiento cultural del Renacimiento
italiano, iniciado en Florencia. |
Roma
representaría la fuerza, el derecho, y, en arte y letras, sería tributaria de
los griegos. Atenas era la ciudad que hoy llamaríamos de los intelectuales,
inventores de la democracia, en un sentido más estricto que el sistema
político que en nuestros días usa este nombre. |
Sus
calles eran tortuosas, sus casas endebles y desprovistas de ornato, sin
embargo sus edificios públicos magníficos y decorados espléndidamente. Un
adorno privado exagerado hubiera parecido una profanación frente a la
grandeza admirable de los templos de la Acrópolis y los edificios municipales
del Ágora. Lo grande y espiritual, como lo bello y lo sagrado, era común. Más
tarde, la razón de la fuerza sometió y en parte mutiló aquel esplendor, pero
nunca pudo apagarlo del todo, y pervive convertido en patrimonio de la
humanidad. Pablo se admiró de la ciudad, cuando llegó a Atenas. Sin embargo,
el Hijo de Dios, cuando se hizo hombre, no prefirió nacer allí, ciudad culta
y sabia, de poco más de medio millón de habitantes, la mayor de Grecia. |
Otra
ciudad que pudiera haber elegido Cristo para aparecer entre los hombres fue
Jerusalén, la capital de los judíos. Superaba escasamente los cien mil
habitantes cuando nació Jesucristo. Era la ciudad santa, {11 (170)} en la que
permanecía vivo el símbolo de todas las esperanzas bíblicas, especialmente
por su templo, recuperado y restaurado para el culto solemne, dedicado al
Dios verdadero, cima a la que miraban los ojos de todos los patriarcas y
profetas. Jesucristo respeto aquel lugar, lo visitó, lo habría deseado
purificado del tráfico de mercaderes y limpio de las hipocresías de muchos de
sus escribas y sacerdotes. Cuando lo contemplaba emocionado, pensaba en el
templo mayor de la Creación con Dios presente en toda su amplitud, y en el
templo más profundo de todo hombre que acepta a Dios: el propio corazón. Él
venía a universalizar el proyecto de Dios anunciado por los profetas. |
En
definitiva, Cristo no quiso nacer en la ciudad más grande y poderosa, ni en
la más sabia, ni en la más santa. Nació en Belén de Judá, no tan pequeña
(apenas mil habitantes) que no pudiera ofrecerle por lo menos un rincón en un
establo, a falta de casa o palacio, como un hombre cualquiera, aunque decente
y medianamente bueno, hubiera deseado o exigido por poca que fuese su
dignidad. Quiso nacer en la Belén humilde: Más tarde, después del exilio,
viviría en Nazaret, todavía más insignificante que Belén, de la que hubiera
sido raro «que surgiera nada bueno», tal como, además del Evangelio, nos
testimonió Flavio Josefo, buen conocedor hasta los pequeños detalles de toda
la Palestina del tiempo de Jesús, que ni siquiera hace mención de ese santo
lugar donde transcurrió la que llamamos vida oculta de Jesús. |
Nosotros,
sin ser dioses, seguramente hubiéramos elegido alguna de las ciudades que
Jesús desechó, siquiera por esconder complejos. |
Los
pensamientos solapados alejan de Dios, y el Poder de Dios, sometido a prueba,
confunde a los necios que le han provocado. |
Sb
1,3 |
{12
(172)} |
6.
PERMISO PARA SER HOMBRE |
La
fuerza de la verdad |
LA
MENTIRA es la fuerza del que no lleva razón, y a ella acude el maligno cuando
no está seguro de la capacidad de su poder, para imponer su dominio. La
verdadera fuerza es la verdad; pero ésta solamente se manifiesta y permanece
en los limpios de corazón, en los sinceros, a quienes horrorizaría «pecar
contra la luz», como diría Newman. Toda aproximación a la verdad y al bien
que contiene y anuncia es imposible sin la sinceridad del que la dice y
representa, y del que la recibe y asume. Aún antes del orden de la gracia y
la participación en la vida divina, es necesaria la apertura sincera, a nivel
natural, para que sea receptivo de dones más altos. Primero fue el orden
natural, inteligente y hambriento de verdad. La Biblia introduce la metáfora
del drama original del hombre recién creado por Dios, que se debate y cede a
la lisonja de la mentira que le seduce engañándole con la promesa y
ofrecimiento de falsas grandezas. |
Esa
tentación se repetirá a través de la historia de la humanidad. La imagen
literaria de la serpiente del Génesis se convierte en dragón que amenaza con
devorar al Hombre nuevo del Apocalipsis. El que vino «para dar testimonio de
la verdad», y que tendrá que enfrentarse a los falsos creyentes en el {13
(173)} Dios verdadero, para decirles: «¿Quién de vosotros puede acusarme de
falsedad y pecado?» Miedo {t} à la verdad {t} La verdad es la única fuerza
incontaminada, pero intolerable para los ojos turbios e hipócritas de los
idólatras. No importa que a veces se tropiecen con el Dios verdadero, porque
lo tratan no más que como un ídolo, y lo consienten sólo hasta donde no
molesta o altera lo que realmente prefieren y defienden por encima de todo,
incluso por encima de la verdad y la justicia. Cuando contemplan al resto de
los mortales, si los juzgan superiores, los envidian; si los miran por debajo
de ellos mismos, los desprecian. Nunca aman a los demás como ellos quisieran
ser amados o tratados en la hipótesis de hallarse en aquel lugar o estado. |
El
estilo de Cristo |
Cristo
vino a este mundo y minó su seguridad artificial, violenta y egoísta.
Tropezó, de inmediato, con Herodes, después con los fariseos, con Judas, con
Pilatos... No exhibió su condición divina; no reclamó privilegio alguno;
renunció a las dignidades y a cualquier altura social que pudiera haberle
encumbrado y granjeado mayor respeto, tal vez como otros hubieran podido
pensar o nosotros mismos pensaríamos, a fin de bien para influir sobre los
demás. No asumió ningún oficio en el Templo, no eligió para apóstol a ningún
sacerdote ni ministro del culto, no se revistió de ninguna divisa. Fue,
simplemente, su apariencia la de «un hombre igual a nosotros en todo, menos
en el pecado». |
Pecado
de todos |
A
pesar de la modestia de su entrada en el mundo, convulsionó inmediatamente «a
toda Jerusalén ya Herodes», que sospechó tener en el recién nacido a un
rival, y trató de eliminarlo recurriendo al crimen. La matanza de los
inocentes no solamente fue un crimen sugerido por la ambición política de
Herodes, sino que otros colaboraron sin {14 (174)} oponer resistencia: unos
por no perder el empleo, otros porque la decisión del más fuerte les absolvía
de la apariencia de culpa, otros porque si ofrecían la complicidad del
silencio no corrían el riesgo de ser excluidos de las ventajas del favor
real. Estas y otras excusas parecidas serán, y habían sido en la historia de
la humanidad, las razones de la complicidad enmascarada de obediencia,
escondida tras la actitud hipócrita, o la venta de la propia dignidad a
cambio de honores, riquezas y seguridades para este mundo. Cristo quiso
experimentar las consecuencias de este pecado. Todavía no había pronunciado
una sola palabra y se convirtió en blanco de la grandeza mentirosa de un rey
inicuo. |
Si
Cristo hubiese entrado en el mundo revestido de majestad, Herodes le habría
reconocido y hubiera tratado de aprovecharse de él, aun a costa del
sometimiento humillante, como el que mantenía a la sazón respecto al poder
romano. |
Sinceridad
turbadora |
Cuando
Cristo comenzó a hablar, la conmoción de su verdad no alarmó a los sencillos
de corazón, ni, puede decirse, a los pecadores desacreditados frente a la
sociedad, sino a los israelitas tenidos por justos, celosos de su dignidad y
su poder, cuidadosos de observar ritos inútiles y recitar largas oraciones,
pero manteniendo el corazón lejos de Dios. Cristo vino a buscar adoradores
«en espíritu y de verdad», y se granjeó la enemistad de los fariseos,
aparentemente religiosos y observantes. Proclamó incompatible la santidad que
Dios quiere con la que aparentaban los fariseos y escribas. Y esto es lo que
le llevó a la muerte. Que no fue sólo de ellos la culpa, sino también de
Judas, que se prestó a propiciar la ocasión de detenerle —«Qué me dais y os
lo entrego?»—, y lo fue además el silencio asustado de los que le habían
seguido y recibido el beneficio de sus milagros, la paz de sus perdones, la
luz de sus palabras. Cierto que, en muchos, pudo más la debilidad {15 (175)}
que la conciencia de pecado, aunque también hubo pecados, ingratitudes,
despecho, envidia y odio. No hay que generalizar ligeramente ni los pecados
ni las excusas de pecado; pero éste existe cuando se olvida, contradice o
sepulta la verdad ofrecida limpiamente. Por eso puede decirse que el pecado
mató a Cristo, y matará lo mismo a los mártires, que son los verdaderos
testigos de Cristo, el cual vive en los que le confiesan. |
La
medida del amor |
Los
mártires son los hombres más sinceros: dicen la verdad con la entrega de la
vida. Podemos creer siempre en la sinceridad de los que defienden sus ideales
y su fe con la vida. La entrega de la vida por un ideal es la medida suprema
del amor a este ideal, tal como pueden entenderlo los hombres. Por esto Dios
se hizo hombre, para que, muriendo, pudiéramos entender los mortales la
fuerza y generosidad de su amor, que llegaba al límite de lo que humanamente
se puede expresar. No hay amor más grande que el de dar la vida. Dios se hizo
hombre para de esta manera decirnos cómo nos amaba, de modo que pudiéramos
comprender su amor, y que fuese posible imitarlo. |
La
Iglesia lucha y sufre en proporción a lo bien que representa el papel que le
corresponde. Y si no sufre, es que está adormilonada. Sus doctrinas y sus
preceptos jamás serán del gusto de los mundanos; y si el mundo no la
persigue, es señal de que ella no cumple su misión de predicar. |
J.
Henry Newman, C. O., (PPS V, 297) |
{16
(176)} |
7.
SAINT-EUSTACHE Y EL P. EMILE MARTIN |
A
QUIEN visita París por primera vez no le puede pasar desapercibido el templo
de Saint-Eustache. Si desde Notre-Dame buscamos la cima de Montmartre, o si
desde el atrio del Sacré-Coeur, emplazado en esta colina, miramos hacia
abajo, la grandiosa mole de Saint-Eustache (106 m. de largo por 35 de altura)
emerge en la parte llana que discurre hasta l'Île de la Cité. Esta iglesia
magnífica es uno de los centros de culto y de apostolado de los oratorianos
franceses. Hace sólo una veintena de años que su entorno conservaba todavía
el bullicio del tradicional mercado de Les Halles. En la actualidad se
integra serenamente en el ambiente de las reformas que a partir de la
creación del Centre Pompidou han dado nuevo carácter y modernidad a aquel
barrio tradicional. Lo cual no ha impedido que los Padres del Oratorio
aumenten su influencia, no sólo entre la vecindad que les envuelve, sino en
grandes sectores de la población parisina. Sua cursos de formación para el
laicado y el esplendor con que celebran la liturgia constituyen una presencia
ejemplar y dinámica del mejor servicio espiritual. |
Este
año celebrarán la Navidad con la acostumbrada solemnidad, y la música será,
como siempre, uno de los elementos que realzarán la magnificencia del culto.
Pero echarán de menos, los más de cien cantores que forman la
"schola" de Saint-Eustache, la dirección de su maestro de capilla,
el P. Emile Martin, fallecido el siete de noviembre pasado. Hombre estudioso,
investigador y de gran talento musical, igualmente célebre como director y
compositor, creó los Chanteurs de Saint-Eustache, organizó numerosos
festivales de música religiosa, y coros y orquestra llenaron con más de
cuatro mil entusiastas asistentes el espacio enorme del templo, repitiéndose
en Notre-Dame y otras partes. |
Buen
conocedor de la música antigua, a partir de la griega ―que constituyó
el tema de su tesis doctoral―, hasta la más reciente, era especialmente
admirador de Bach y muy crítico frente a la vulgarización degenerativa de
muchas de las recientes invenciones musicales, hijas de la improvisación, la
incompetencia y la falta de un elemental buen gusto. |
San
Felipe le habrá recibido en el cielo, en la apoteosis gloriosa de los santos
y de los músicos que han querido, con el arte de la voz, alabar a Dios en la
tierra para participar luego en la eterna bienaventuranza. |
{17
(177)} |
8.
ÍNDICE DEL AÑO 1989 |
TIEMPO
DE ORACIÓN | |
Adviento
(Pablo VI) | 162 Blanco como la nieve (J. H. Newman) | 2 El cielo nace de la
tierra (J. H. Newman) | 42 El sacerdocio de Cristo (Ritual de Órdenes) | 122
Humillación (J. H. Newman) | 142 Oración pascual (Lit. hispánica) | 63
Plegaria por la Congregación del Oratorio | 82 Sensibilidad (J. H. Newman) |
22 Te he buscado, Señor (san Agustín) | 102 TEMAS | {t} Amigos y hermano | 20
Ciudad grande, ciudad pequeña | 170 Conversión, tradición y novedad | 25
Cristo por qué, para que | 165 Cristo vuelve en sus mártires | 168 Formas |
123 Iglesia santa | 150 La doble realidad | 27 La eficacia y el poder | 69 La
fuerza de la oración | 65 La zarza ardiendo | 43 Las vocaciones convergentes
| 10 Más sacerdotes y más cristianos | 125 Momentos | 143 Permiso para ser
hombre | 173 Poderes | 163 Prevente continuo | 23 Raíces | 3 Receta para la
conversión | 45 Una estrella sobre el camino | 5 Una presencia | 63 |
{18
(178)} |
SAN
FELIPE NERI Y EL ORATORIO | |
Arlotto
Mainardi y san Felipe Neri | 92 De la mortificación | 39 De la oración | 29
Frases de san Felipe Neri a los jóvenes | 89 La galaxia de Dios | 105 La
nueva vidriera del Oratorio de Albacete | 90 Las siete iglesias | 38 Para ser
santo | 145 Qué es el Oratorio | 87 Responder a Dios. San Felipe Neri,
sacerdote | 130 Saint-Eustache y el P. Emile Martin | 177 Singularidad del
Oratorio | 133 Y ustedes, ¿qué hacen? | 85 TEXTOS | {t} Cielo (Concilio
Vaticano II) | 160 Cristo satisface nuestros deseos más profundos (K.
Tilmann) | 147 Cuando Dios llama (J. H. Newman) | 110 Discusión y reflexión
(J. Balmes) | 40 El derecho señorial de Dios (W. Trilling) | 109 El misterio
de Cristo en nosotros (J. H. Newman) | 80 La amistad (dan Agustín) | 9 La
esperanza del cielo (G. Savonarola) | 149 La fuerza del Evangelio (J. H.
Newman) | 30 La Iglesia, conciencia de la humanidad y realidad mística (J.
Guitton) | 48 Normas para orar con sencillez (Th. Bobet) | 159 Sacerdocio
único de Cristo, sacerdocio ministerial y sacerdocio | de los fieles (L.
Bouyer) | 129 Segunda primavera (J. H. Newman) | 70 Testigos (J. H. Newman) |
164 Una Eucaristía, una oración (J. Keble) | 127 Vino y se fue (León Felipe)
| 67 NEWMAN | {t} El gozo compartido | 13 El combate de Jacob | 32 La voz
profunda | 51 Origen del movimiento de Oxford | 74 Rasgos del movimiento de
Oxford | 113 |
|