Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 263. ENERO. Año 1990
0. SUMARIO
PEDIMOS el tiempo, como medimos todo lo que no es infinito, principalmente si nos resulta escaso. Decimos que comenzamos y que acabamos el año, un año... Cuando es tan difícil medir y atar el pasado, y aventurar la esperanza del futuro, más allá del esbozo de lo simplemente convencional. Pero los cristianos tenemos la fe, ese punto que roza y se apoya en lo infinito de Dios, y, por ello, superamos las categorías temporales. El tiempo es nuestro camino hacia Dios, y hay que andarlo con sobriedad, justicia y santidad, sin contaminarnos ni ser cómplices de los pecados e idolatrías del mundo.
ORACIÓN A JESUCRISTO SALVADOR
SIGNOS
ACEPTAR EL TIEMPO
DERRIBAR EL MURO
1990: AÑO DE NEWMAN
NEWMAN. EL PELIGRO DE LA RIQUEZA
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1. Tiempo de oración: ORACIÓN A JESUCRISTO SALVADOR
Señor Jesucristo,
a ti, que eres, a la vez, Dios salvador de los hombres
y Hombre todopoderoso ante Dios,
te invocamos,
te alabamos
y acudimos rogando:
que estés junto a nosotros con tu indulgencia
tu compasión
y tu perdón;
que siembres en nuestros corazones
deseos
que tú puedas colmar,
que pongas en nuestros labios
oraciones que puedas complacer
y que nuestras obras y nuestros actos
merezcan ser bendecidos por ti.
No te pedimos, Señor,
que tu antiguo nacimiento según la carne
se reproduzca ahora para nosotros;
pero sí te rogamos que nos hagas nacer a tu Divinidad.
Lo que tu gracia única
ha realizado corporalmente en María
realízalo ahora, en el Espíritu,
dentro de tu Iglesia:
que su fe inquebrantable te conciba,
que su inteligencia sin mancha te dé a luz,
que su alma, cubierta por la virtud del Todopoderoso,
te guarde por siempre jamás.
De la liturgia mozárabe 2
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2. Signos
SIGNOS, reconocer los signos desde la fe. El iconoclasta no deja espacio, en su alma, para un acto de fe. Será un filósofo, tal vez, o un esteta, o un fanático, pero no un creyente. El hombre, cuando ha de ascender por los caminos espirituales, no puede hacerlo sin partir del plano de los signos, que, desde lo visible, lo elevan a lo que es invisible. Por eso Dios se hizo "signo" en Jesucristo, para que quien viera a Cristo y creyera en él viera también al Padre.
El signo no se presenta como evidencia de lo significado, sino que propicia y postula el ejercicio de la fe. La fe no es el resultado de una ecuación de evidencias, sino que se construye desde la limpieza del corazón. Solamente en el corazón limpio pueden reflejarse, como en un espejo espiritual, y sin deformaciones, las verdades divinas.
Dios no se manifiesta u sus criaturas intelectuales a modo de alfilerazo que se clava en sus mentes, sino que deja descubrir que huellas alrededor de todo lo que nos envuelve ya lo largo de todo cuanto sucede. No mediante automatismos y milagrerías, sino a través de signos que tienen lugar en el tiempo, en la vida de cada uno de nosotros, lo mismo que en el acontecer colectivo de la humanidad. Eso que llamamos historia y que entre todos protagoniza unos, mientras subyace dentro la acción de la providencia, tal como recordaba san Agustín, y cuyo sentido sólo puede reconocer la visión de la fe. La fe no es la visión de Dios, sino del camino que conduce a Dios; visión de peregrino, dialéctica si se quiere, pero no vacilante.
Existen dos posiciones extremistas, opuestas entre sí, pero igualmente erróneas:
le de aquellos que borrarían todo signo, creyendo que de este modo salvarían la pureza conceptual, pero que no se dan cuenta que ello les llevaría a la desnudez de un angelismo desencarnado, y a una verdad imposible; y la de los sensuales y avaros, que se pegarían a las satisfacciones y consuelos de la sensibilidad o a las seguridades de las riquezas, convirtiéndolo todo en su dios falso. Ambas posiciones son incompatibles con la fe cristiana.
{3} El signo hace siempre referencia a una realidad que le supera, pero que ya señala ya la que aproxima, y por eso e necesario y debe ser venerado. La santa humanidad de Cristo envuelve y señala su divinidad de Hijo de Dios; los sacramentos pon signos de la gracia que causan eficazmente; la Iglesia en signo del Reino de los cielos: el mundo lleva impresa la huella de Dios creador; el hombre, la semejanza divina en su inteligencia y su libertad... «Todo es gracia», exclamaba san Pablo.
Newman diría que todo es signos. Solamente los superficiales desprecian las señalizaciones que, sobre lo natural, indican el orden superior de la gracia; las que, desde lo temporal, apuntan a lo eterno; las que, desde lo humano, se proyectan a lo divino.
En el orden creado es cierto que ni hay males absolutos ni bienes definitivos, pero sí datos suficientes para que podamos avanzar «desde las sombras y las imágenes hacia la verdad» que desemboca en Dios mismo, frente al cual desaparecerá todo signo, para dar paso a la única realidad de Dios todo en todas las cosas. Mientras esperamos esta hora, hemos de ejercitarnos en la fe, mirando al mundo, con atención sobrenatural y disposición de fe, parecido a cómo debemos asistir al culto que ya tributamos a Dios, y que sería imposible si excluyéramos la riqueza simbólica que lo caracteriza y los signos en que se apoya.
SIGNO Y CONTRASIGNO EN LA IGLESIA.
No tengo inconveniente en aceptar la existencia de mal en la Iglesia visible. ++ Para mí el gran problema no es cuánto mal queda en la Iglesia, sino cuánto bien le ha dado fuerza y ha sido en ella ejercitado de una manera práctica, de tal modo que ha dejado su marca para toda la posteridad. Es tarea suficiente para la Iglesia si positivamente se emplea en hacer el bien, aun cuando no pueda destruir el mal, sino solamente a base de suplantarlo con el bien.
John Henry Newman, C. O., L. D. XXVII, 261
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3. Aceptar el tiempo
LA TEMPORALIDAD es una categoría que le viene impuesta al hombre, como un don que sigue a la vida y la convierte en viable. El ser creado se mueve en el tiempo. Es su medio, y el más importante de los regalos de Dios, después de darnos la vida.
Cantidad y espacio necesitan del tiempo para sostener la fluidez de la vida; pero también le comunican fugacidad, por la que adivinamos que la condición de la temporalidad da a nuestro ser el carácter de contingente, porque se nos hace evidente que nuestra existencia, siempre en precario, puede interrumpirse.
Se dice del tiempo que hace sabios a los humanos. La sabiduría que él crea nos enseña, ante todo, a no malgastar un don que no es infinito, lo cual nos lo convierte en más precioso, como tesoro que no puede desperdiciarse y cuya malversación parcial o total es irreparable. El tiempo pasado no vuelve jamás. Podemos decir, en verdad, que él es nuestra riqueza lo mismo que nuestra pobreza.
Sin embargo, Dios, que está por encima del tiempo porque es eterno, ha aceptado entrar en él. ¿Por qué lo ha hecho? Juan Pablo II ha dicho «que Dios, al nacer en Belén, ha aceptado entrar en el tiempo y penetrar de este modo en la historia, para ser principio de un tiempo nuevo» (1.1.1979). Nosotros, aun desde nuestra pequeñez, podemos vislumbrar la enormidad de tal proyecto, en especial en razón de la época que nos ha correspondido vivir, caracterizada por la amplitud de los cambios que en el mundo se operan, a los que asistimos reconociendo la mano de la providencia, que, sin suprimir la libertad de los hombres, señala nuevos destinos a la humanidad, mientras se derrumban unos materialismos en beneficio de otros {5} que exaltan al dinero como dios único de los hombres, cuya meta parece ser la de abrirse paso en el mundo a base de conseguir las máximas ganancias con el mínimo esfuerzo propio, gastar de acuerdo con los caprichos y consumir arrojando las sobras de lo nuevo, apenas acabado de estrenar, sin que se dé importancia a la miseria ajena, a costa de la cual persiste la cínica injusticia del despilfarro. Los ideales, si por casualidad se proclaman, son referencias abstractas y decoración cultural; las religiones se admiten solamente en la parte útil y domesticada, discreta y más o menos recompensada, para que no estorbe la construcción del siempre añorado paraíso terrenal y amurallado, sin darle apertura a la eternidad como destino último del hombre. Toda referencia a este fin se interpreta como anuncio de desgracias. No esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, sino que condicionamos la aceptación de Dios, en la medida en que complazca nuestras peticiones para esta tierra.
El comunismo real, ahora en crisis, intentó recoger esta aspiración de felicidad terrena, con el propósito utópico de extenderla al máximo número de hombres, hasta invadir el mundo entero. Quiso hacerlo con la fuerza porque no creía en la gracia; pero ha fracasado en su intento de establecer una forma igualitaria de hermandad universal, aunque no andara descarriado del todo al partir de los más pobres, como en el Evangelio. Sin confesarlo, de él tomó, usurpándola, esta idea de hermandad universal, y acusó a los cristianos de haberla escondido o traicionado. Su juicio era precipitado y, por ello mismo, injusto. También olvidó que no era posible hermanar a los hombres y negar al Padre de todos ellos, Dios. Y por esto fracasó. Nos dejó, sin embargo, esta lección o advertencia: el ensayo del marxismo no habría sido posible si los cristianos hubiésemos puesto más diligentemente la lógica de la fe en nuestro tiempo y en nuestra historia. Nuestra vida, en el tiempo, ha de organizarse con vistas a la eternidad. En cambio, hemos perdido muchas ocasiones.
Nos hemos complacido recordando el pasado, poniendo los ojos en un Cristo aséptico y lejano, «que pagó por todos», y hemos exaltado el heroísmo de los santos, gastando más energías en proclamar sus méritos que en imitar sus virtudes.
Hemos descuidado el desarrollo en nosotros de la semejanza con Cristo, cuya imagen se nos imprimió en el bautismo; no hemos renunciado a nuestros ídolos, a pesar de las repetidas desgracias padecidas a causa de ellos, especialmente por nuestro apego a las riquezas, si las {6} teníamos, o por tantas envidias, si las codiciábamos.
Puestos a mirar el futuro, no lo hemos hecho pensando en preparar nuestra eternidad, sino que nos hemos limitado a la vanidad de anticipar celebraciones triunfales de aquella gloria, a base de montar festivales apoteósicos y enajenantes que nos sugestionaban y facilitaban el olvido de las miserias presentes. Hemos permanecido ayunos de verdadera esperanza cristiana y nos hemos olvidado del presente, que es el verdadero tiempo de gracia, pero igualmente el más fugaz por excelencia, y se nos ha huido sin atender nosotros a la urgencia de su reclamo, y darle una respuesta de fe y hacerlo fecundo de amor a Dios, a la misma vida y a todos los hombres.
Hemos tenido la suerte de la promesa de Cristo que ha mantenido la fidelidad de su Iglesia, la cual se ha abstenido de borrar ni una sola tilde del mensaje divino de que es portadora; pero nos ha molestado y hemos discutido entre nosotros cuando un santo nos ha comprometido, o un profeta nos ha interpelado, o un mártir se ha convertido en denuncia pacífica de nuestra instalación, "entre los buenos de siempre", como si pudiera bastarnos el intento de reducir la misión de la Iglesia de Jesucristo a ser la depositaria de un sistema de consuelos burocratizados, en vez de mantenerla en la contradicción martirial de ser fiel a la tarea de reunirnos en la comunión de Cristo y construir el Reino de Dios, cuya historia se inauguró con los tiempos nuevos, a partir del nacimiento de Jesús, en Belén.
No podemos despreciar la gracia, no podemos rechazar el tiempo. San Felipe decía a los jóvenes:
«¡Dichosos vosotros, que aún tenéis tiempo para haceros santos!» Su época también fue de grandes cambios, casi como la nuestra. Estemos atentos a la fascinación idolátrica que ejercen los mayores poderes del mundo y no dejemos que nos seduzcan. Desde el tiempo, sabiamente, preparemos la eternidad.
La religión sin una Iglesia es tan antinatural como una vida sin comida y vestido. Cristo nos encuentra en el doble tabernáculo de una casa de carne y una casa de hermanos, y él santifica ambas, no las destruye. Nuestra primera vida está en nosotros mismos; la segunda, en nuestros amigos.
John Henry Newman, C. O., P. P. S. V, 279
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4. Derribar el muro
La paz esté con vosotros —dice el sacerdote a todos los hijos de la Iglesia―, pues la paz nos ha sido dada en abundancia por Jesús, Señor nuestro, en quien podemos descansar.
La paz esté con vosotros, porque la muerte ha sido abolida la corrupción suprimida por el Hijo del hombre, que murió por nosotros y a todos nos da vida.
La Paz esté con vosotros, pues el pecado es ya cosa pasada y el diablo ha sido condenado gracias al Hijo de Adán, que lo ha vencido y nos ha hecho vencedores a nosotros, los hijos de Adán.
La paz esté con vosotros, porque el Dios Padre de bondad se ha reconciliado con vosotros por la muerte de su Hijo querido, que ha sufrido por nosotros en la cruz.
La paz esté con vosotros, pues habéis sido reconciliados con los ángeles por aquel que reina sobre los Ángeles y sobre todo el universo.
La paz esté con vosotros, porque habéis sido unidos todos, pueblos y naciones; el muro ha sido derribado por Jesús, ha destruido todo obstáculo.
La paz esté con vosotros, pues la vida nueva os ha sido comunicada por aquel que es el primogénito de toda criatura en la nueva creación.
La paz esté con vosotros, ya que habéis sido llamados al reino de los cielos por el que nos precedió allí, y en los cielos ha preparado un lugar para todos nosotros.
(De la liturgia caldea) 8
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5. 1990: AÑO DE NEWMAN
LA CIRCUNSTANCIA de que en el año que acabamos de comenzar se complete la década de los ochenta, de nuestro siglo, ha sido motivo de resúmenes y análisis sobre los más variados temas, pero para nosotros, oratorianos, al margen de la sugerencia de la rotundidad de las cifras, el año 1990 tiene una especial significación, porque se cumple en él el centenario de la muerte de John Henry Newman, un preclaro hijo de N. P. san Felipe Neri, y cuya figura se ha engrandecido a la distancia de un siglo, durante el cual no solamente se han editado y reeditado sus obras y difundido sus ideas, sino que ha sido objeto de numerosos estudios que han puesto más al descubierto, por una parte, la significación que su personalidad tuvo y mantiene con vigencia creciente en la Iglesia, y, por otra, la calidad espiritual de su vida, sus virtudes, su santidad.
Menos conocido en los países latinos, a algunos puede parecerles desproporcionada la dedicación que, de un tiempo a esta parte, se le tributa en latitudes como la nuestra. Atención que puede degenerar en tópica o de referencia repetitiva de frases o anécdotas sin profundización en su biografía y su pensamiento, quedándonos con la sola proclamación de que fue «el gran convertido de Oxford».
Pero hay mucho más. Por ello, modestamente, según la capacidad y dimensión de nuestras fuerzas, desde estas páginas venimos ofreciendo algunas reflexiones y esbozos sobre su persona, y, a la vez, fragmentos de sus escritos con la mínima introducción que los sitúe en su verdadero significado. Pensamos cumplir con un deber como filipenses, por ser él un hermano nuestro, y como cristianos y católicos, porque pertenece a todos y a todos ha hecho mucho bien. La vida, los escritos y la personalidad de Newman tienen la solidez y la validez de lo que no envejece. En este sentido es un clásico de la Iglesia, como Pío XII y Pablo VI habían proclamado.
Seguiremos, pues, especialmente en este año 1990, refiriéndonos a John Henry Newman, convertido a la Iglesia católica y fundador del Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra, en el siglo pasado.
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6. NEWMAN: EL PELIGRO DE LA RIQUEZA
NEWMAN sabía bien lo que era el dinero, pues había nacido en el seno de una familia de banqueros y pudo experimentar, por lo menos hasta la adolescencia, las ventajas de la holgura económica, no sólo en el recinto sereno y confortable del hogar, sino gozando de la distinción social y del acceso privilegiado que proporciona un excelente colegio con las puertas abiertas a una educación de élite y a la cultura. Aun cuando a los quince años hubo de pasar por la experiencia de la quiebra del banco de su padre y los Newman perdieran casa, comodidades y todo su dinero, quedó en él la impronta de una distinción y exquisitez que su inteligencia, sencillez y honestidad hicieron todavía más amable. Honestidad que pudo aprender de Mr. Newman, su padre, quien, ante la bancarrota, no dudó en pagar absolutamente a todos los acreedores y ponerse a trabajar de contable, sin ocurrírsele ninguna maniobra que le asegurara alguna previsión económica. La ruina total fue un golpe durísimo, pero los Newman la asumieron con dignidad, sin dramatismos ni detenerse en nostalgias.
Cuando John Henry Newman, a los veintiún años, fue elegido fellow del Oriel, asegurose, con ello, su independencia{1} {10} económica, pero muy pronto tendría que ayudar al resto de los suyos, es decir, su madre, dos hermanos y tres hermanas, pues el padre moría tres años después (1825) y él quedaba, como primogénito, sucediendo al jefe de familia, cuya responsabilidad asumió.
La solicitud por su familia fue sólo un capítulo, ya que su vida, tanto en la época anglicana como de católico, estuvo siempre llena de proyectos y obras que tuvieron que financiarse: Movimiento de Oxford y ediciones relativas, publicación de libros, traducciones costosas, a veces no recompensadas (como el caso de la nueva Biblia católica), Universidad de Dublín; finalmente, el Oratorio de Birmingham, con la joya de su iglesia, el Colegio del Oratorio, etcétera. Cuidadoso sin egoísmo, fiado siempre en la providencia divina, viviendo al día, serenamente, sin que jamás diera la impresión de que nada que sea de Dios pudiera depender del dinero.
Los tiempos de Newman eran, en Inglaterra, aquellos en que la nación se rehacía de la crisis causada por las guerras napoleónicas. El liberalismo económico, apenas inventado en Francia, pero sobre todo sistematizado por Adam Smith en Inglaterra, parecía ser la fórmula adecuada, porque decían formas de colonización y dominio impuesto por la fuerza.
{11} que respondía a una ley natural ventajosa para todos. En realidad, las últimas guerras habían servido a Inglaterra para extender su hegemonía en todos los mares del mundo, ocupando posiciones que le permitieron crear el más grande imperio colonial y comercial jamás conocido, y la convirtieron en el árbitro político y económico mundial. Como ocurre en la actualidad, desde la última guerra mundial, con los Estados Unidos de América. No faltaron los que establecían una relación directa entre las condiciones de independencia personal que favorecía el protestantismo y la capacidad creativa del liberalismo económico, constituido en justificación del capitalismo puro, liberado de las trabas del mercantilismo medieval y de la excesiva intervención del estado. Era el laissez-faire, laissezaller de Vincent de Gournay, convertido en el free trade a partir del libro La riqueza de las naciones, de Adam Smith.
El sentido práctico anglosajón aplicado al libre cambio, su expansión colonial hacia la India y Australia, junto con el desarrollo industrial, en tiempo de Disraeli, fueron el motor de la prosperidad y prestigio alcanzado en la era victoriana y de su poder económico, por encima de los demás estados. El contraluz de sus sombras vendría luego, surgido del contraste entre la burguesía rica y los obreros pobres, resultado de la industrialización.
Algo parecido sucede en nuestros días, en que el liberalismo económico sigue presente para la mejor garantía de felicidad y bienestar, por lo menos allí donde el poder controle las fuentes originales de la riqueza, mediante nuevas Ello explica el escándalo de los presupuestos militares, en los que se consume la tercera parte de las riquezas que el hombre consigue con todas sus rentas.
En esta situación de entonces, válida también para nuestros días, el joven Newman, poco después de haber sido ordenado {12} presbítero en su Iglesia anglicana, pronunció uno de sus primeros sermones, con el título que encabezan estas líneas. Tomó como pretexto la figura de san Mateo, que siendo rico se hizo pobre para seguir a Cristo. Pero en realidad se trata de una réplica contra el optimismo de la eficacia económica y la satisfacción imperialista, que estaba en las ideas y en los gestos no solamente de los políticos, sino de las mismas estructuras eclesiásticas del anglicanismo, y que se infiltraba en las mentes de los intelectuales influyendo además en toda la nación. Cuando Newman editó sus sermones lo incluyó en el segundo volumen de «Parochial and Plain Sermons» (1835). Allí llevaba el número XXVIII (pp. 343-357).
Pensamos que puede ser interesante y oportuno reproducir, ahora, algunos de sus párrafos, como sigue.
Si no estuviéramos acostumbrados a leer el Nuevo Testamento desde la infancia, yo pienso que nos impresionarían más vivamente las amonestaciones que en él se contienen, no solamente contra el amor a las riquezas, sino contra la simple posesión de las mismas; experimentaríamos parte de la sorpresa que los apóstoles sintieron al principio, educados como estaban según el criterio de que la riqueza fuera la recompensa más alta concedida por Dios a los que él ama.
Si no fuera porque rebajamos cada vez más la ya escasa importancia que damos a las denuncias de la Escritura contra la riqueza y el amor a la misma, el solo temor debiera de haber sido razón suficiente para evitar todo descuido, del mismo modo que cualquier cristiano se detiene con solemne atención cuando piensa en el Diluvio o en el juicio de Sodoma y Gomorra.
Miedo a la verdad
Tal consideración puede llevarnos a sospechar que la negligencia en cuestión no sea solamente descuido, sino debida a que se trata de un tema que {13} no resiste ser discutido sin peligro o incomodidad para el mundo llamado actualmente cristiano; es decir, sin hacer patente la visible oposición y embarazo entre la ley de Dios y el «orgullo de la vida» (1).
Veamos lo que dice la letra de la Escritura al respecto. «¡Ay de vosotros, los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo!» (2). No se podrá negar que las palabras son suficientemente claras, y que se dirigen a los contemporáneos del Salvador. Observemos, además, en toda su fuerza, la palabra «consolación». Está usada para que destaque el contraste frente a la confortación prometida a los cristianos en la lista de las Bienaventuranzas. Confortación en el pleno sentido de la palabra, que incluye ayuda, guía, aliento, apoyo, como promesa peculiar del Evangelio. El Espíritu prometido, que tomó el puesto de Cristo, fue llamado por él «el Consolador» (3).
Recibieron su parte
Se contiene, pues, algo muy terrible en el aviso que expresa el texto: los que poseen riquezas ya han recibido su parte y todo con ellas, y no les cabe el opuesto don celestial del Evangelio. Idéntica doctrina resulta de las palabras de nuestro Señor en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro: «Hijo, recuerda que tú recibiste bienes durante tu vida, y Lázaro, al contrario, males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado» (4). En otra ocasión dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que es rico entre en el Reino de Dios» (5).
Tener y confiar
Ahora bien, se suele rebajar el significado de estos textos, comentándolos en el sentido que están dirigidos no contra los que tienen dinero, sino contra {14} los que confían en él: casi como si no existiera ninguna conexión entre el tener y el confiar, como si las palabras del Evangelio no nos pusieran en guardia ante el peligro de que la posesión de las riquezas conduce a la confianza idolátrica en las mismas, como si los ricos pudieran considerarse libres de temor y ansiedad ante el riesgo de su reprobación. La condenación de las riquezas, tal como se pronuncia en el Evangelio, es válida lo mismo en el siglo primero que en el decimonono; tal condena pende como una amenaza sobre el mundo actual lo mismo que sobre los saduceos y fariseos del tiempo de nuestro Señor.
Pero, en verdad, que el Señor pretendiera referirse a las riquezas como a una calamidad, en cierto sentido, para los cristianos resulta claro no sólo de los textos que se han citado, sino también de su alabanza y exaltación de la pobreza. Por ejemplo, «vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se deterioren, un tesoro que no os fallará en los cielos» (6). «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos» (7). «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (8).
La pobreza
«Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos..., sino... llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos» (9). Y de la misma manera Santiago: «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?» (10)...
Resulta claro que, según el Evangelio, la ausencia de riquezas es, en sí misma, un estado más cristiano y más bendecido que la posesión de ellas. El peligro más evidente que la posesión de bienes terrenos {15} presenta contra nuestro bien espiritual es que prácticamente actúan como sustituto, en nuestros corazones, del único objeto —Dios— al cual debemos nuestra suprema dedicación. Mientras están presentes los bienes terrenos, Dios se nos hace invisible... De tal modo las riquezas satisfacen las inclinaciones corrompidas de nuestra naturaleza, que nos sirven de hecho como deidades hacia las cuales no es preciso rendir homenaje alguno, como ídolos mudos, que exaltan al adorador, al que le inculcan la noción de poder y de seguridad, hasta el abuso. En esto consiste el primero y más agudo de los males... El peligro de poseer riquezas nace de la seguridad carnal a la cual encaminan; el de desearlas y buscarlas viene de que un objeto de este mundo se nos presenta como ideal y fin de esta vida. Siempre que nos movemos en relación a un objeto de este mundo, por más puro que sea, nos exponemos a la tentación ―no irresistible, gracias a Dios, pero siempre verdadera tentación— de dar nuestro corazón a cambio, con tal de alcanzarlo.
Por esto llamamos a estos objetos excitaciones, por que nos estimulan incoherentemente precipitándonos hacia fuera de la serenidad y de la firmeza de la fe en Dios.
La firmeza de la fe
Por consiguiente, aunque debamos soportarlas cuando las padecemos, es claramente anticristiano, una manifiesta locura y pecado, meternos en ellas, tanto si se trata de motivos seculares como religiosos. Hombres hay de mente enérgica y de talento dispuesto para la acción, que son llamados a una vida de preocupaciones; constituyen la compensación y son los antagonistas de los males del mundo, si bien no deben olvidar su puesto: son hombres para el combate, fieles a permanecer en el lugar para el cual Dios los ha elegido, y dispuestos a soportar todas las dificultades momentáneas, manteniendo en lo profundo del corazón la visión verdadera de {16} la fe cristiana; aunque, después de todo, no son más que soldados en campo abierto, pero no constructores del Templo ni habitantes de los «amables» y particularmente benditos «Tabernáculos» en los que el adorador vive en la alabanza y la intercesión (11), mientras su existencia discurre por la sencillez de la vida ordinaria. «Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o, mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (12).
Confiar en Dios
Forma parte de la prudencia cristiana darse cuenta de que nuestros empeños no se conviertan en búsqueda (13). Oiréis a los hombres que hablan de la riqueza, como si fuese lo que importa en la vida. Y tal vez lleguen a sostener que es el deber del hombre, después de la caída de Adán, que «coma el pan> con esfuerzo y ansiedad, «con el sudor de su frente» (14). ¡Cuán extraño que no recuerden la dulce promesa de Cristo aboliendo la maldición original y, de este modo, poniendo fin a la necesidad de cualquier búsqueda «del alimento perecedero»! (15). Para liberarnos de las ataduras de la corrupción nos ha dicho expresamente que no faltará lo necesario para la vida a quien le siga fielmente, como no faltó la comida y el aceite a la viuda de Sarepta (16). «No andéis preocupados diciendo:
¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué nos vamos a vestir? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; y ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo esto. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (17). De acuerdo con el {17} divino Maestro, las palabras del Apóstol: «Nosotros no hemos traído dada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso» (18). «El tiempo es corto... La apariencia de este mundo pasa» (19). «No os inquietéis por cosa alguna; antes bien presentad, en toda ocasión, vuestras peticiones a Dios, con oraciones y súplicas, acompañadas de la acción de gracias» (20). Y san Pedro: «Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (21).
Falso dios
He dado la razón principal de por qué la búsqueda de ganancias, tanto en lo pequeño como en lo grande, es perjudicial para nuestros intereses espirituales, porque fija la mente sobre una finalidad de este mundo, mientras descuida otros. El dinero es una especie de creación, que proporciona al que está pendiente de adquirirlo, incluso más que a quien ya lo posee, una imaginación del propio poder, y tiende a hacer de él su propio ídolo. Y además, deseamos no separarnos de lo que hemos adquirido con esfuerzo, de tal modo, que el hombre que ha conseguido crearse una riqueza será por lo común avaro y no se separará de ella, a menos que sea a cambio de que aumente su crédito o el reconocimiento de su importancia. Aun cuando su conducta se muestre más desinteresada y cordial, como cuando gaste para la comodidad de los que dependen de él, se insinuará siempre la indulgencia para sí mismo, y el orgullo y la mundanidad.
2. Y si tal es el efecto de la avidez de ganancias en los individuos, otro tanto será para las naciones; y si el peligro es tan grande en un caso, ¿por qué ha de ser menor en el otro?
Más bien, considerando que todo alcanzará el fin hacia el cual se dirige, en el desarrollo natural de las circunstancias, ¿no es cierto que cualquier {18} colectividad, cualquier sociedad que tenga como fin las ganancias, tomará la forma de estos sentimientos, y modelada según este carácter que acabamos de describir?
Peligro nacional
Con este pensamiento, debería preocupar y asustar el hecho de pertenecer a una nación que, en gran parte, subsiste apoyada en el afán de hacer dinero. No quiero seguir, ni apurar el argumento de si los actuales males políticos tienen su raíz en aquel principio que san Pablo llama «raíz de todo mal» (22), es decir, el amor al dinero.
Consideremos solamente el hecho de que verdaderamente somos un pueblo ávido de hacer dinero, mientras tenemos delante la declaración de nuestro Salvador contra las riquezas y contra la confianza en las riquezas, y tendremos sobrada materia para una seria meditación.
Finalmente, con esta sombría idea frente a nosotros sobre nuestra condición y prospectiva como nación, el ejemplo de san Mateo nos consuela, puesto que nos sugiere que nosotros, ministros de Cristo, podemos hacer uso de una gran libertad de palabra y exponer sin reserva alguna el peligro de las riquezas y el afán de ganancias, sin acritudes ni faltas de caridad hacia todos los que están expuestos a tales males. Pues a ellos les es posible convertirse en hermanos del Evangelista que lo dejó todo por amor a Cristo. Además, otros como ellos —¡Dios sea bendito!— lo han hecho en todas las edades.
La conversión necesaria
Y, en proporción a la violencia de la tentación que les envuelve, es su bendición y su gloria si ellos son capaces, en medio de «los tesoros del mar» (23) y la «gran sagacidad de su comercio», de oír la voz de Cristo y cargar con la propia cruz y seguirle.
(1) 1 Jn 2, 16.
(2) Le 6, 24.
(3) Ju 14, 16.
(4) Lc 16, 25.
(5) Le 18, 24-25.
(6) Lc 12, 33. (7) Mt 19, 21. (8) Lc 6, 20. (9) Lc 16, 12-13. (10) St 2, 5.
...
(11) Sal 83. (12) Le 10, 41-42.
(13) Newman se refiere al poder político, en el que se infiltra el egoísmo con descuido de servir al bien de los demás y no tomarlo como disfrute de derechos privilegiados, dado que este poder no puede ser un bien en sí mismo. De manera parecida en los negocios terrenos. También las modas. Todo esto que el mundo codicia y alaba, pero que dispersa la mente y miserabiliza al hombre.
(14) Gn 3, 17. (15) Jn 6, 27. (16) 1 R 17, 7...; Le 4, 26. (17) Mt 6, 31-33.
(18) 1Tm 6, 7-8. (19) 1Co 7, 29... (20) Flp 4,7. (21) IP 5, 7; Sal 55, 23.
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(22) 1Tm 6, 10.
(23) Is 60,5. Newman piensa, sin duda, en la lamentación por la caída de Tiro, descrita en Ez (cap. 27), y lugares paralelos en ls 23, 28, y Ap 18, 23. Recuerda, igualmente, estas palabras del PRAYER BOOK 107, 23, (ed. 1662): «They that go down to the sea in ships and occupy their business in great waters; these men see the works of the Lord: and his wonders in the deep*. Los imperios del mundo no duran para siempre.
Justicia y Paz.
La paz sin justicia es la paz de la muerte o de la represión, generadora de nuevas violencias o de mártires. Mientras tanto, los hombres y las naciones gastan casi la mitad de sus ganancias en medidas de seguridad y armas para defender lo que han adquirido o adquieren injustamente. Llaman alianzas para la paz a lo que son complicidades para perpetuar las injusticias. Se impone silencio a quien clama por la justicia, aunque lo haga sin violencia. La no violencia es más temida por los inicuos que la violencia manifiesta, porque no puede ser tan fácilmente denigrada.
Impera la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón.
Se silencia hipócritamente o se huye de la razón, que se enmascara con tópicos irracionales para engañar a inocentes.
Por eso no hay o está en peligro la paz. Pero quien la desee de corazón la encontrará a partir de las bienaventuranzas del Evangelio.