Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 266. ABRIL. Año 1990
0. SUMARIO
LA IGLESIA nace de los sufrimientos de Cristo, recibe la vida de sus sacramentos, surge de las aguas del bautismo, y surca los mares del tiempo, conducida por las corrientes de la gracia, empujada por los vientos del Espíritu, arrastrando en pos de sí, hasta la orilla donde amanece la eternidad, el milagro de la pesca de almas. Allí la espera Cristo, vencedor de todas las muertes y corona de los mártires y justos que oyeron su voz, creyeron en su palabra, dieron la vida en testimonio de la verdad, e intentaron amarle con sincero corazón.
Todo lo demás se desvanece, como las brumas de la mañana cuando el sol está en lo alto del día, y las sombras ceden a la plenitud de la luz.
CRISTO ESTÁ EN NOSOTROS
REGRESAR A DIOS
LA MEDITACIÓN CRISTIANA
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990)
LA CRUZ Y LA LUZ
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1. CRISTO ESTÁ EN NOSOTROS
CRISTO misino se complace repitiendo, en cada uno de nosotros, en figura y en misterio, cuanto hizo sufrió en su carne. Se forma en nosotros nace en nosotros, sufre en nosotros, resucita en nosotros; y todo esto sucede no a modo de Acontecimientos encadenados, sino al mismo tiempo, puesto que viene a nosotros como un espíritu que muere, resucita y vive a la vez. Nos alcanza sin cesar el nacimiento, la justificación, la renovación; sin cesar morimos al pecado, sin cesar resucitamos a la justicia. A la vez se encuentran en nosotros todas las partes del plan divino. Esta presencia divina constituye, para cada uno de nosotros, nuestro derecho al cielo. Ésta es la señal que Cristo reconocerá y aceptará como suya el último día: se reconocerá a sí mismo, acogerá su imagen reflejada en nosotros. Mirando en torno suyo, discernirá inmediatamente a quienes le pertenecen, es decir, a los que le devuelven su propia imagen.
Él imprime en nosotros el sello del Espíritu para garantizar que le pertenecemos... y nos separa del mundo y nos designa para el reino de los cielos.
John H. Newman, C. O., PS V, 139-140 2 (82)
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2. Regresar a Dios
DIOS es el único santo. El pecado es la negación de este principio. En esta negación incurrieron los que rechazaron a Cristo. No les valió afirmar que creían en el Dios verdadero. Su fe se había paralizado mirando a Dios solamente de lejos, detenidos en los meros signos y en los solos anuncios de una esperanza que no quería llegar a término. De esta manera, convertían el medio en fin, cubierto por la hipocresía de un rechazo que se oponía al encuentro de Dios con su criatura.
Era pecado porque Dios había hecho al hombre inteligente y podía darse cuenta de la lógica de las exigencias divinas. Por lo demás, exigencias de amor, mostrado en toda la historia de su relación con el hombre, desde la creación.
Dios se acercó otra vez al hombre, para hacerse comprender hasta donde la inteligencia pudiera reconocerle. Se hizo hombre, usó su lenguaje, y resumió en Cristo, Dios y hombre a la vez, todo lo que de sí mismo había revelado y cuanto pudiéramos necesitar saber sobre el amor que no tenía. La ignorancia tendría que desaparecer, la malicia se disolvería, el pecado sería derrotado, y la acción liberadora de Cristo inauguraría una época nueva, la Redención, y de ésta surgirían un cielo nuevo y una tierra nueva, cuyas primicias se resumen en Cristo, ungido de Dios, u quien el Padre todo se lo había dado para retomarlo recuperando el sentido originalmente puro con que la creación entera había salido de las manos divinas. Así se resumía toda la acción liberadora y santificadora de Cristo. Tal es la obra que ha comenzado en él.
Pero lo que Cristo es por la unión personal con Dios, en la convergencia de dos naturalezas ―la humana y la divina― en un solo ser personal, lo es el cristiano por la unción bautismal, convertido en hijo de Dios mediante la gracia que se le infunde, capacitándolo para continuar y completar In obra de Cristo, entrando en su misterio de muerte y resurrección. Cristo recibió la gloria del Padre porque cumplió su encargo, y el cristiano será también glorificado en Cristo si prosigue el proceso que el inauguró. La aceptación de esta vida en Cristo y de su dinámica es lo que hace su {3 (83)} santidad, como en Cristo lo era su unión con el Padre. Unión indisoluble, incompatible con cualquier rechazo, puesto que ya poseía inamisiblemente la visión de la divinidad, que orientaba definitivamente a Dios su naturaleza humana. Nuestra orientación n Dios no es tan sólida, aunque el suficiente y abundante por la gracia y la luz de la fe, hasta llevarnos a comprender que no podemos detenernos solamente en los dones recibidos, sino que estamos abiertos al desarrollo de nuestra semejanza con Cristo, ordenada a la plenitud y transformación espiritual de todo nuestro ser, que alcanzará su medida definitiva en la resurrección gloriosa, como participación de la resurrección de Cristo. Queremos decir esto cuando confesamos nuestra fe en la resurrección.
Entonces Dios será como un sol que reverbera en todos los seres, y especialmente en el hombre, hijo suyo, que regresa a él en un eterno aplauso de luz.
¿Por qué amo a la Iglesia?
EN primer lugar, porque ella ce mi madre, el hogar y la patria de mi ser espiritual. Varias veces me he preguntado que sería mi oración o a qué se habría reducido mi fe si ellas hubieran dependido de lo que pudiera valerme yo solo. Pero tengo, afortunadamente, las respuestas: la de la Biblia, que muestra la relación religiosa como una alianza, inaugurada una vez por todas y vivida por un pueblo, formando un solo cuerpo; la de la psicología, que muestra cómo la personalidad se forma por la integración de todo un pasado y todo un presente que recibimos de otros.
En la Iglesia se ha engendrado mi fe y mi plegaria, alimentadas con las de Abraham, de David, de los profetas, y de Pablo, Atanasio, Agustín...
Es preciso ver a la Iglesia en perspectiva, como una historia que es preciso continuar, como una tarea y como una misión.
Yves Congar, O. P., («Vraie et fausse réforme dans l'Église», p. 10-11)
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3. LA MEDITACIÓN CRISTIANA
El catorce de diciembre pasado, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presentó a los periodistas una carta dirigida a los obispos de la Iglesia católica, sobre algunos aspectos de la meditación cristiana. Extraemos de ella los siguientes párrafos.
EN muchos cristianos de nuestro tiempo existe el vivo deseo de aprender a rogar de una manera auténtica y profunda, a pesar de que existan no pocas dificultades que la cultura moderna opone a la evidente necesidad de silencio, de recogimiento y de oración.
La oración cristiana siempre está determinada por la estructura de la fe cristiana, en la cual resplandece la misma verdad de Dios y de la criatura. Por esto se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre у Dios.
La misma Biblia contiene la enseñanza de cómo debe hacer oración el hombre que acoge la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, que ha permanecido viva a lo largo de los siglos también en la Iglesia de Jesucristo, hasta convertirse en la base de su plegaria oficial: el Libro de los salmos o Salterio. Plegarias del tipo de los salmos se encuentran ya en textos más antiguos o resuenan en otros más recientes del Antiguo Testamento (ver, por ejemplo, Ex 15, Dt 32, 1S 2, 2S 22, y algunos proféticos, como 1Cro 16). Las plegarias del Libro de los salmos narran principalmente las grandes obras de Dios en favor del pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace nuevamente presentes las maravillas de Dios a través del recuerdo que hace de ellas por la oración.
En la revelación bíblica, Israel llega al reconocimiento y alabanza {5 (65)} de Dios, presente en toda la creación y en el destino de cada hombre. Así lo invoca, por ejemplo, como auxiliador en el peligro y en la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. En fin, siempre a la luz de sus obras salvíficas, lo alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita majestad.
En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo ―merced a sus palabras, a sus obras, a su pasión y resurrección― la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra encarnada que muestra las profundidades más íntimas de su amor.
Los autores del Nuevo Testamento se manifiestan siempre plenamente conscientes de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos (es decir, Mateo, Marcos y Lucas) narran las obras y las palabras de Jesucristo a partir de la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de aquello que los discípulos habían visto y oído; todo el Evangelio de Juan está impregnado del aliento de la contemplación de aquel que, desde el principio, es el Verbo de Dios encarnado; Pablo, a quien Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, trata de educar a los fieles para que, con todos los santos, puedan «comprender la anchura, la extensión, la altura y la profundidad (del misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para poder ser colmados de toda la plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s). Para Pablo, el «misterio de Dios es Cristo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría de la ciencia» (Col 2, 3), y ―precisa el Apóstol― «Os digo esto para que nadie os engañe con argumentos seductores» (v.4).
Esta revelación se ha llevado a cabo por medio de palabras y de obras que se remiten siempre, recíprocamente, unas a otras; desde el principio y continuamente todo se encuentra en Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo.
Éste es el que capacita al hombre para que dé acogida y contemple las palabras y las obras de Dios, y le dé gracias y lo adore en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia.
Por este motivo, la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios como fuente de la plegaria cristiana, y exhorta a descubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura por medio de la oración, con el fin de que tal como dice el Concilio Vaticano II, DV 25) «se entable el diálogo entre Dios y el hombre, pues «a él hablamos {6 (66)} cuando oramos; a él oímos cuando leemos sus palabras (san Ambrosio).
Los Padres insistieron en la enseñanza de que la unión del alma en oración con Dios se realiza en el misterio; en particular, por los sacramentos de la Iglesia. Unión que puede realizarse, también, por medio de experiencias de aflicción e incluso de desolación.
Toda la oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor al prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de este modo, acerca más a Dios.
Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el bautismo. Iluminación que introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el conocimiento de Cristo, a través de la fe que actúa por la caridad.
Todavía más: algunos escritores eclesiásticos (Justino, Clemente de Alejandría, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo) hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo y hacen de ella el fundamento de aquel sublime conocimiento de Jesucristo (cf. Flp 3, 8), que se define como «theoria» o contemplación.
Los fieles cristianos, con la gracia del bautismo, son llamados a progresar en el conocimiento y en el testimonio de las verdades de la {7 (67)} fe, cuando «comprenden internamente los misterios que viven». Las verdades de la fe no quedan superadas por ninguna iluminación divina, sino que, al contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder están ordenadas a ayudar a hacer más luz sobre la dimensión todavía más profunda de los misterios proclamados y celebrados por la Iglesia, mientras el cristiano vive en la esperanza de llegar a contemplar a Dios en la gloria, tal como es (cf.
1Jn 3,2).
Por último, el cristiano que hace oración puede, si Dios quiere, elevarse a una experiencia particular de unión. Los sacramentos, principalmente el bautismo y la eucaristía ―«fuente y culminación de toda la vida cristiana» (LG 11), que «nos eleva a la comunión con Dios» (LG 7)—, constituyen el comienzo objetivo de la unión del cristiano con Dios. Sobre este fundamento, por una especial gracia del Espíritu, el que ruega puede ser llamado a aquel tipo particular de unión con Dios que, en el ámbito cristiano, es calificado de mística.
Ciertamente, el cristiano tiene necesidad de disponer de algún tiempo de retiro en la soledad para recogerse y encontrar, cerca de Dios, su camino. Sin embargo, dado el carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar segura si no es por medio de la gracia, su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, según el sentido estricto de esta palabra.
Ello estaría en contraposición con el espíritu de infancia que exige el Evangelio. La auténtica mística cristiana no tiene que ver nada con la técnica: es, siempre, un don de Dios, y quien se beneficia de él experimenta la propia indignidad de recibirlo.
Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, la propia manera de hacer oración, dentro de la variedad y riqueza de la plegaria cristiana, tal como la enseña la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, finalmente, en aquel camino que lleva al Padre y que Jesucristo ha dicho que es. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará conducir, pues, no tanto por sus gustos personales como por el Espíritu Santo, que, a través de Cristo, lo guía hacia el Padre.
La justificación nos llega a través de los sacramentos, es recibida por la fe, consiste en la presencia interior de Dios, y vive en la obediencia.
J. H. Newman, C. O. Jfc., p. 278.
ORACIÓN, CIMIENTO DE LA IGLESIA.
El hecho de que la oración ocupara un lugar tan esencial en su organización debió parecer, en un principio, uno de los aspectos más notables del cristianismo, cuando lo observaba un pagano sincero; el hecho de que, a pesar de la dispersión de sus miembros por el mundo, y la dificultad para sus jefes y súbditos de poder obrar en una mutua unión, pudieran, sin embargo, experimentar el consuelo de las relaciones espirituales, y de una unidad verdadera, rogando unos por otros. Rogar por el bien de la Iglesia entera era también rogar por el bien de la humanidad y por todas las clases sociales y todos los individuos. La oración era el cimiento sobre el cual fue edificada la Iglesia J. H. NEWMAN, C. O., Diff. II, p. 68.
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4. CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990): Noticias y conmemoraciones
• A las varias ediciones de las obras de Newman, en esta primavera, se añade la edición crítica de VIA MEDIA: THE PROPHETICAL OFFICE OF THE CHURCH, con introducción y notas del P. Halbert Weidner, del Oratorio de Rock Hill (USA), editada por la Oxford University Press. Se trata de una obra escrita por Newman anglicano, reeditada posteriormente con un prefacio y notas de Newman católico, interesante para el ecumenismo. Sigue a las recientes ediciones críticas de la APOLOGÍA, IDEA OF A UNIVERSITY y la GRAMMAR OF ASSENT, con el mismo formato.
• En Roma, el «Centro Internazionale degli Amici di Newman» ha organizado un Simposio Académico, bajo el título de «John Henry Newman, amante de la verdad», para los días 26 al 28 de este mes de abril, con la colaboración del Oratorio romano y el Oratorio Secular de San Felipe Neri. Los actos se desenvuelven en la Sala Borromini, aneja a la Chiesa Nuova, y en este mismo templo de los oratorianos.
Las ponencias a desarrollar serán estas: «Newman y la teología de la revelación», por monseñor Michael Sharrey, de la Universidad Gregoriana, de Roma; «El misterio y la crítica del racionalismo del liberalismo en el pensamiento de J. H. Newman», por John Crosby, de la Academia Internacional de Filosofía, de Liechtenstein; «La autoridad en la Iglesia y la libertad de conciencia, por monseñor Jean Honoré, arzobispo de Tours, en Francia; «Las bases teológicas del Derecho canónico según las obras de J. H. Newman, por Peter Erdo, de la Facultad Teológica de Budapest, en Hungría; «Newman tal como lo vieron sus contemporáneos en el tiempo de su muerte, por Philip Boyce, O. C. D., de la Pontificia Facultad Teológica del Instituto de Espiritualidad Teresianum, de Roma; «John Henry Newman (1801-1890) cien años después, por Vincent F. Blehl, S. I., postulador de la causa de beatificación de J. H. Newman. Participarán en las sesiones los eminentísimos cardenales Paul Poupart, Joseph Ratzinger, y Opilio Rossi, y el arzobispo Edward I. Cassidy. Moderarán las reuniones los profesores Bogdan Dolenc, de la Facultad de Teología de Ljubljana (Yugoslavia); Jean Stern, M. S., de la Pontificia Universidad Urbana de Roma; Miss Lutgart Govaert, de la comunidad The Work (Austria); Howard Root, del Centro Anglicano de Roma, y Paul Chavasse, C. O., del Oratorio de Birmingham. Y terminará con una audiencia especial concedida por el papa Juan Pablo II y una Eucaristía junto al sepulcro de san Felipe Neri, en la basílica de Santa María in Vallicella, del Oratorio de Roma.
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5. NEWMAN LA CRUZ Y LA LUZ
LA CONFESIÓN de Newman según la cual, humanamente hablando, había sido menos feliz en su vida de católico que como anglicano (1) no ha impedido el reconocimiento de la Iglesia, a partir del momento en que el papa León XIII, con evidente intencionalidad, quiso disipar toda sospecha al crearlo cardenal, en 1879, primero en la lista de los de su pontificado.
Reconocimiento que no fue sólo una gran alegría para la gran mayoría de los católicos, sino también para Inglaterra, para la Universidad de Oxford y para sus amigos anglicanos, de los que, poco antes, ya había recibido un homenaje (2), que aceptó con sencillez.
Motivos de Incomprensión
Pero incluso el mismo cardenalato se vio envuelto de pequeñas miserias de celosos intrigantes. No es extraño que, al enfrentarse con el estudio de Newman, algunos hayan {10 (70)} preferido silenciar o pasar elípticamente por encima de referencias embarazosas, y quedarse sólo en el campo especulativo de las ideas que el paso del tiempo ha forzado a aceptar, porque se ha demostrado que ni era modernista ni liberal en ninguna de sus anticipaciones intuitivas, a las que se resistían o temían, desde posiciones interesadas, los que, menos lúcidos e incapaces de ser creativos, vivían del celo negativo y cultivador de la sospecha, como era el caso de los ultramontanos románticos italianizantes y más bien aduladores que devotos y obedientes de quienes ejercían alguna autoridad en la Iglesia. Otras veces era por temor a causar daño al prestigio del catolicismo; otras, por motivos partidistas o de escuela. Era una época en la que se daba mucha importancia a lo institucional, sin que en todo momento bastara distinguir entre lo que es solamente humano y lo que constituye el elemento divino en la Iglesia, o porque la distinción carecía de serenidad depurada de fanatismos.
Algo que Newman, con rigor mental у sin mengua de su fidelidad y devoción a la Iglesia y su amor sincero a las personas, siempre {11 (71)} tuvo muy claro; pero Newman no era un político frecuentador de curias (3), ni un estratega clerical, ni tampoco un ambicioso. Era «un trabajador» inteligente y generoso (4). Los que recelaban de la sinceridad de su conversión a la Iglesia católica se pudieron dar por tranquilizados después de la publicación de la Apologia pro vita sua, que aparecía tras un largo silencio, al que le habían reducido incomprensiones y envidias.
Reconocimiento de la figura de Newman
Al cabo de un siglo, después de las repetidas ediciones de su treintena de libros, la figura de Newman ha crecido, y se ha podido comprobar que los planteamientos que hacían estremecer a los ultramontanos de entonces eran ahora admitidos y proclamados en los grandes debates del Concilio Vaticano II, donde reiteradamente se le tenía en cuenta, como a un asistente invisible que recobraba actualidad no discutida (5).
No obstante, todavía hoy algunas voces aisladas estiman que es menos importante la biografía de Newman que el legado de sus ideas. Pero éstas, en su conjunto, deben necesariamente ponerse en relación con su historia personal de católico y, como él también insiste en afirmar, de oratoriano. Si bien su vocación oratoriana merece un capítulo aparte.
La grandeza de Newman aparece no sólo a partir de su elevación al cardenalato por León XIII y {12 (72)} la confirmación prácticamente otorgada por el Vaticano II, sino tras la publicación, además de sus libros, ampliamente difundidos, por el tesoro de sus escritos personales, diarios y cartas, mérito del Oratorio de Birmingham, y muy particularmente de los padres Tristam, Dessain y Mr. Tracey.
La verdad entera
Tal vez, respecto de Newman, sea oportuno repetir las palabras de León XIII al historiador Ludwig Pastor (1854-1928), temeroso de trasladar a su gran obra de la Historia de los Papas lo que hasta entonces se guardaba en lo secreto de los archivos vaticanos y de otras fuentes: «No tema la verdad, pero dígala entera». El contexto es otro y más sencillo; pero para entender a Newman hay que descender a su biografía y hasta diríamos que hay que entrar en su corazón, tomado como centro y referencia vital de todo el hombre. Entonces nos damos cuenta que este hombre, por encima de todo, aspiraba a la santidad, pues se había dedicado, desde su adolescencia, a hacer verdadero para si aquel principio que cautivó tempranamente su alma: «Holiness rather than peace» (6), es decir, la santidad antes que la instalación en la mediocridad honrada, que suele ser la propensión de la vanidad y el egoísmo humano, aun entre creyentes a medio convertir, o sólo culturalmente cristianos. Lo que en adelante hiciera o escribiera nada tendría que ver con lo rutinario y la inercia profesionalizada.
Por ello le esperaba la cruz, y se abrazó a ella. No fue por modo de resignación fatalista, sino camino de comunión con el Señor: «Mantén todo mi ser fijo en ti. Que no aparte de ti mis ojos, y haz, Señor, que aumente mi amor a ti, día tras día» (7).
Su vida de protestante no había estado libre de pruebas. Cuando habla de ellas en sus sermones, se trasluce su experiencia personal. En su adolescencia, {13 (73)} en la misma Universidad, luego en la crisis de su viaje a Italia y Mediterráneo, fue sometido a prueba, y él así lo entendió, con espíritu sobrenatural. La entrada en la Iglesia católica supuso un gran desarraigo, un nacer de nuevo. Poseía la serenidad interior de «haber alcanzado el puerto, pero se hacía de nuevo a la mar sin haber concebido previamente plan alguno; presumiblemente, imaginaba que permanecería laico (8). Sin embargo, en seguida se le encaminó al sacerdocio, lo cual fue un consejo prudente, si bien, tal como dedujo más tarde (9), fue exhibido como presa capturada ―«as if some wild incomprehensible beast, caught by the hunter»― por su primer obispo.
No tardó en darse cuenta de que se le quería inactivo y, hasta donde fuese posible, en silencio.
Pruebas
Un autor (10) intenta explicarse la razón de los repetidos fracasos de Newman en las tareas que asumió en la Iglesia. Parecía como si no se pudiera prescindir de él, pero al mismo tiempo se desconfiaba y se le condenaba a la inactividad. Él hablaba de incomprensión (11); sin embargo, había algo más, que se acumulaba en esa nube que eclipsaba todo resplandor: «Yo no puedo ya imaginar continuar viviendo sin alguna cruz. Estaría como fuera de mi elemento si me encontrara fuera de la sombra fría de la autoridad eclesiástica, bajo la cual me he mantenido casi toda la vida» (12). Se le encargaban tareas absurdas o se le ponían condiciones que desembocaban en el fracaso. ¡Menos mal que tenía el cobijo de san Felipe, «su nido», en el Oratorio amado! Aunque también aquí tuvo su ración de penas, venidas, por lo común, desde fuera, {14 (74)} Estaba Newman en Roma, preparándose para ser ordenado sacerdote, cuando ocurrió un hecho que podría ser tenido como símbolo de futuros dolores. Había muerto una nieta de Lady Shrewsbury, emparentada con el príncipe Borghese, y éste tuvo gusto en que Newman hablara a la colonia inglesa reunida, protestantes y católicos. Newman preparo su sermón y lo dio a leer a un sacerdote inglés establecido en Roma, que conocía a través de Wiseman.
Dicho sacerdote, George Talbot, le aprobó sin reparos el discurso. Y así lo pronunció, al estilo de como lo hacía en Oxford. Pero el sermón no fue del agrado de los oyentes, no se sabe si porque no era del estilo florido, según la elocuencia de los romanos, o porque había dicho «que todos tenemos necesidad de conversión». Lo sorprendente para Newman fue que a las voces de quienes lo desaprobaron se unió la del sacerdote George Talbot..., que previamente lo había leído y animado a pronunciarlo. Newman nunca hubiera podido imaginarse que iba a ser víctima de tal duplicidad.
Por desgracia, este personaje, relacionado con Wiseman y Manning y amigo de Pío IX, aparecería en más de una de las estaciones del calvario de Newman.
Las conversiones
Wiseman y todavía más Manning (ambos cardenales y, sucesivamente, arzobispos de Westminster) hubieran querido de Newman que les sirviera de cebo para más conversiones. Para Newman, sin embargo, las conversiones no era lo más importante, sino la formación de los católicos. «De tal modo he puesto en lo segundo mi objetivo, que todavía persisten en decir que yo recomiendo a los protestantes que no se conviertan al catolicismo...» (13).
Él creía que tanto debía prepararse a la Iglesia para recibir a los convertidos como a éstos para llevarlos {15 (75)} a la Iglesia. «Hay algunos que sólo querrían hacer conversiones, para luego abandonar a sí mismos a los pobres convertidos, respecto al conocimiento de su religión. Si debemos convertir a las almas de manera segura, deberán tener la debida preparación de corazón» (14). Todo esto chocaba con las miras triunfalistas, dirigidas a la caza de personas encumbradas e influyentes, tal como pretendía Manning para agradar a Roma. Era la falsa teología del poder y de la propaganda, más que la de la gracia y la evangelización. Newman creía menos en la presión social y en los efectos de la habilidad política, y sí, en cambio, en la conversión desde las conciencias, sin olvidar la formación de la inteligencia. Mientras le acusaban de poco fervoroso, él se entretenía o robaba de su sueño esa lista piadosa de pequeñas joyas constituida por plegarias, himnos traducidos del Breviario o poesías para ser musicadas, con el fin de dar alimento seguro a la piedad y a la inteligencia de la liturgia a las gentes sencillas que acudían al Oratorio, mayormente obreros. Después formarían el volumen póstumo de Meditaciones y Devociones.
Roma y los italianizantes ingleses esperaban la conversión en masa de Inglaterra, la hija rebelde de la Iglesia. Newman cree que en Roma no comprenden a los ingleses, a pesar de los entusiasmos del ultramontanismo que la quiere representar. Para Roma, «Manning y otros que viven en Londres son grandes porque convierten a Lores y Ladis debido a su posición e influencia. Y esto es lo que esperan de mí... Ellos quieren conversiones espléndidas ―"immediate show"― de grandes personajes, de nobles, de sabios, no de gente sencilla y pobre...
Pero yo soy diferente. Yo no persigo a los hombres; son ellos los que vienen a mí» (15).
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"Fracasos" de Newman
Nos referimos al problema de las conversiones, en la imposibilidad de fijarnos en otros. Pero éste denota ya la diferencia de miras entre Newman y quienes «no le comprendían». No podían acusarle de ostracismo; porque siempre que le llamaban para algún proyecto, él acudía, aunque suponía, a la postre, otro fracaso. Así sucedió con la frustrada fundación de un Oratorio en Oxford. Querían un Oratorio en aquella Universidad, con el prestigio de Newman, pero... sin Newman; le llaman para la fundación de la Universidad católica de Dublín, pero los obispos pretendían que tuviera la apariencia de universidad, si bien imponiendo criterios seminarísticos; querían prensa para los laicos, pero que éstos fueran la mano invisible del clericalismo disfrazado; le encargan la versión moderna de la Biblia, y luego le desasisten y dejan que se muera el proyecto comenzado... Y otras penas e incomprensiones, y otros malentendidos que sería prolijo desmenuzar. La cuestión de la infalibilidad, la consulta a los laicos en materia de fe, etc.
La "Apología"
Cuando publica la Apología (1864), defiende la sinceridad de sus ideas religiosas para defenderse de la acusación de falsedad e hipocresía descargada contra el conjunto de todos los sacerdotes católicos. Manning la lee y dice que el libro de Newman «es una voz de ultratumba». Talbot, en Roma, sigue {17 (77)} pensando y diciendo que Newman «es el sujeto más peligroso de Inglaterra»..., pero quiere aprovecharse del renombre que despierta el libro, invitándole a unas conferencias frente a un auditorio selecto, de lo cual, naturalmente, Newman se excusa, porque es cuaresma y debe atender a sus propios fieles, «que también tienen un alma» (16).
La vida de Newman fue larga y necesitaría de muchos capítulos. Es posible elegir algunos aspectos y relegar otros. Creemos, sin embargo, que hay que acudir a su biografía y a sus escritos personales. Ellos nos revelan al verdadero Newman, santo y fiel a la verdad, sincero consigo mismo y humilde y perseverante en su camino hacia la luz.
León XIII
Al final de su vida, no obstante, hubo un papa, León XIII, que quiso acabar con los malentendidos y sospechas provenientes de la ignorancia disfrazada de pompa, o, simplemente, de la mezquindad y la envidia, y le nombró cardenal. Aun en esta ocasión, se pretendió tergiversar su protesta de humildad, hasta hacer llegar al papa la especie de que «rechazaba» el cardenalato. Afortunadamente, un laico católico, el Duque de Norfolk, corrió a deshacer el equívoco, y ya nadie más se atrevió a propagar sospechas. Por lo demás, muchos de sus detractores habían desaparecido, y los últimos que quedaban se olvidaron de los tiempos pasados y se sumaron al reconocimiento universal de aquel anciano venerable, humilde y sabio, que solamente buscaba la luz de Dios.
Tiempo atrás, cuando le faltaba poco para cumplir los sesenta años, había escrito en su Diario:
«Cuando era joven creía que abandonaba el mundo de todo corazón, por ti, Señor. En lo que se refiere a la voluntad, al propósito e intención, creo {18 (78)} que lo hice. Rezaba de todo corazón para que no se me diera ningún cargo eclesiástico.
Nada ambicioso, pero incomprendido
Este deseo mío lo expresaba, treinta años antes, en una poesía, así:
Niégame la riqueza, aleja de mí, muy lejos, toda ambición de poder y de fama, porque la esperanza madura en las dificultades, el amor en la debilidad, y la fe en avergonzarnos del mundo. Y esto no era sólo poesía, sino mi deseo habitual. Así lo pienso, Señor, y tú lo sabes» (17). «No he sido comprendido, he aquí el problema. He visto que entre los católicos hay grandes necesidades a las que había que intentar poner remedio, en particular por lo que respecta a la educación. Y, por supuesto, los que más necesidad tenían de ello eran los que menos se daban cuenta de su situación; y como no veían o no comprendían en absoluto su necesidad, ni la causa de tal deficiencia, no tenían el menor agradecimiento o consideración hacia un hombre que estaba tratando de poner remedio a dicha situación, sino que más bien le juzgaban inquieto, desequilibrado o inconveniente. Esto me ha llevado a encerrarme más en mí mismo, o, mejor, me ha hecho pensar en volverme más hacia Dios» (18).
(1) «As a Protestant, I felt my religion dreary, but not my life; but, as a Catholic, my life is dreary, not my religion. Of course one's earlier years as (humanly speaking) best ―and again, events are softened by distance― and I look back on my years at Oxford and Littlemore with tenderness, AW, p. 384.
(2) En diciembre de 1877 recibió la invitación para ser investido primer fellow honorario del Trinity College, de Oxford, que recuerda como uno, si no el mayor de sus afectos. LD XXVIII, 284.
(3) «I have not pushed myself forward, because I have not dreamed of saying "See what I am doing and have done". I have no friend at Rome» AW, 374.
(4) Como recordaba en una carta a Catherine Ward, el catolicismo no debe entenderse cono cuna vaga generalización o una idear, sino, prácticamente, como «a working religion». LD XII, 336.
(5) Ahora, a propósito de Newman, «it is not merely a question of restoring a portrait.
It is to some extent rather a matter of recognising that a situation is come into existence which Newman foresaw and which few others of his day were able to foresee». Christopher Hollis. NEWMAN AND THE MODERN WORLD, P. 8. El mismo autor se refiere a Pablo VI, cuando, a propósito de la beatificación de Domenico Barbieri (oct. 1963), unió este nombre al de Newman para decir que constituían «dos santas figuras».
(6) APO, p. 5.
(7) MD, p. 218.
(8) APO, pp. 235-236.
(9) AW, 386.
(10) Louis Cognet, NEWMAN OU LA RECHERCHE DE LA VÉRITÉ, Paris, 1967.
(11) AW, 374.
(12) AW, 408.
(13) AW, 394.
...
(14) LD, XXV, 3.
(15) AW, 392.
(16) Ward 1,358.
...
(17) AW, 368-370.
(18) AW, 374-378.
«La Providencia de Dios ha sido maravillosa conmigo a lo largo de toda mi vida. Esta mañana me he sentido de golpe impresionado por una antítesis en relación con algo cuyas circunstancias y detalles he pensado con frecuencia, sin haber observado los contraste, que presenta. A saber: que mis penas me han venido de parte de persona, a los que he favorecido y ayudado, y que mis éxitos me los han causado mis contrarios».
John H. Newman, C. O., AW, 420
¡Resucitad!
A TI te lo digo: levántate, tú que duermes, porque yo no te creé para que te retuvieran, atado, en los abismos.
Levántate de entre los muertos, que yo soy la vida para todos. Levántate, plasmación mía; levántate, figura mía, creada según mi imagen. Despierta y salgamos de aquí, porque tú estás en mí y yo en ti, indisolublemente unidos.
Por ti, yo, tu Dios, me hice hijo tuyo; por ti, yo, el Señor, tomé la forma de siervo; por ti, yo, que resido en lo más alto del cielo, he bajado a la tierra, y aun a lo más profundo; por ti, oh hombre, he agotado mis fuerzas y he sido abandonado entre los muertos; por ti, que saliste de un paraíso, he sido entregado y crucificado en un huerto...
Levántate y partamos de aquí. El enemigo te sacó de la tierra del paraíso, pero yo te reintegraré, ya no en aquel paraíso, sino sentándote en un trono celestial. Te privó del árbol de la vida, pero he aquí que yo mismo, la vida, te he unido a mi destino. He ordenado a los ángeles que te sirvan y custodien. En una palabra: tienes el Reino de los cielos preparado desde toda la eternidad.
Anónimo griego antiguo, (PG 43, 462-463)