Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 270. NOVIEMBRE. Año 1990
0. SUMARIO
TRIUNFAR. ¿Qué es triunfar? Para el mundo es elevarse hasta los primeros puestos, consolidarse en ellos por encima de los demás, impresionar, seducir, y ser reconocido y aplaudido. Ni falta quien pueda pensar, intoxicado por el mundo, que tales triunfos, bien manejados, puedan servir a la causa de Dios. Sin embargo, por elemental que sea la sinceridad en el examen, no cuesta descubrir el error. No valen las astucias y falacias del espíritu del mundo; se derrumban las apariencias de la vanidad, frente al Dios de la Verdad. El verdadero cristiano sabe que su espíritu está en las bienaventuranzas y su victoria en la fe en el Dios personal.
EL ÁNGEL DE LA GUARDA
PARA SER SANTOS
EL EVANGELIO, LOS SANTOS Y NEWMAN
CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990)
CORO DE ÁNGELES
LA SANTIDAD DEL CALENDARIO Y LA OTRA
LOS SUYOS NO LE RECIBIERON
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1. EL ÁNGEL DE LA GUARDA
Oh viejo amigo, compañero fiel
desde el primer aliento de mi vida;
serás mi acompañante permanente
hasta la muerte.
Siempre a mi lado,
porque te ha confiado el Creador
el alma que infundió en el polvo de mi ser
sacado de la nada.
Padrino misterioso en mi bautismo,
desde la fuente de la gracia susurrabas
a mi infantil oído las verdades
fundamentales de la fe, e iba creciendo.
Al llegar el ocaso de mi vida
quisiera que me defendieras, vigilante,
de miedos y de dudas
y de impaciencias y tristezas
con que quiera aturdirme el enemigo
y envidioso de Dios.
Y aún, hermano bueno de mi alma,
llegada la hora de alumbrarla
para nacer al cielo, ven,
acércate, recógeme en tus brazos
y vuela altísimo
hasta llevarme a la mansión eterna.
John H. Newman, C. O., (1853) 2 (142)
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2. Para ser santos
NO HAY recetas para ser mantos, aunque todo cristiano esté destinado a la santidad, pues a ella se ordena la regeneración bautismal, que nos hace hijos de Dios y nos prepara para la felicidad de contemplarle en el cielo. Fácilmente admitimos que el reclamo a la felicidad lo llevamos en lo más hondo y vivo de nuestro ser, como algo imposible de renunciar. Ocurre, sin embargo, que la misma fuerza de esta exigencia no puede hacer impacientes, sin dar tiempo a la reflexión, y engañarnos imaginando que la felicidad la alcanzaremos con añadiduras de este mundo, sin fe verdadera, sin esperanza y, sobre todo, sin amor de Dios. Corremos este peligro cuando nos llamamos cristianos y lo somos simplemente por cultura o sociológicamente; cuando nos hemos encontrado con un Dios al que no nos hemos convertido, porque tampoco lo hemos buscado. Entonces queda, para no acabar de perder el nombre de cristiano, el reduccionismo de la fe a ideología, el de la Iglesia rebajada a secta, y el de la conducta limitada a moral, más convencional que teológica, a pesar de las denominaciones.
No resulta difícil desenmascarar este error o conjunto de errores, porque nos podemos dar cuenta que, en realidad, se trata de un modo de ser cristianos que barniza la vida, pero no la compromete y convierte revistiéndola de Cristo. Nada se deja, por la causa de Cristo o, si parece que se deja, es para cambiar ganando ya en este mundo cosas del mundo: prestigio, ascenso social, poder, dinero... con la falacia añadida de sacramentalizar esa mundanización con pretextos para hacer el bien. Es la equivocación corrida por algunos, incluso de buena fe, de la que puede ser ejemplo aleccionador la historia de la Orden de los Templarios, en el siglo XIV.
Newman, que después de descubrir a Dios se convirtió en buscador incansable de nu Verdad, nos diría que la santidad no consiste en lo extraordinario, a nivel personal, ni en lo espectacular, a nivel apostólico y de Iglesia, en la cual los crecimientos rápidos suelen ser sospechosos y tumorales. Todo cuanto él nos dice de la conciencia, la sinceridad, la nobleza y la auténtica caballerosidad tiene que ver con la {3 (143)} Verdad siempre buscada con exquisita pureza, con celo perseverante, con comprometedora reverencia y fidelidad tal como nos demostró con su vida, desproporcionadamente obscura y combatida en relación con su ciencia y sus virtudes y buenos ejemplos, pero tan grandemente fecunda, cuando la perspectiva del tiempo nos hace que olvidemos los nombres de los que no le comprendieron o le envidiaron, mientras que su vida y sus escritor, y la visión que tenía de la verdadera Iglesia de Cristo han resultado, día tras día, lúcidos y proféticos para la misma Iglesia de Inglaterra y sobre todo, para la Iglesia católica.
Se trataría, pues, de anteponer a todo, comenzando por nosotros mismos, la honradez de la verdad siempre buscada, perseverante y pacientemente, paso a paso, en tensión hacia Dios, sin ceder a cualquier falsificación inspirada por las componendas egoístas o sugeridas desde fuera, y seguir esa verdad «dondequiera que ella nos condujera», valientemente. Y cierto que, desde la fe, nos llevaría a la santidad, que debe ser el término normal del cristiano.
Santa Cecilia y Newman.
LA CLARA vocación intelectual de Newman no le impidió su afición y cultivo de la música y la poesía. Dos aspectos que bien merecen tratarse aparte, pero que no es ocioso recordar ahora de pasada.
Pero santa Cecilia también fue para Newman una celebración memorable y querida muy especialmente, puesto que su fiesta fue elegida para la inauguración de la iglesia propia del Oratorio de Birmingham, el primero fundado por él, poco antes de hacerlo con el de Londres. La inauguración tuvo lugar un 22 de noviembre, fiesta de santa Cecilia del año 1853, cuando se había cumplido el quinto aniversario de la fundación de la Congregación del Oratorio, cerca de allí mismo. Posteriormente esta iglesia fue remodelada hasta adquirir el aspecto de una basílica de medianas proporciones, pero conservando el estilo que le diera Newman a la antigua forma.
La obra de la edificación emprendida por Newman hubo de llevarse adelante en un período de su vida lleno de dificultades y pobreza, aunque confiaba en la Providencia y esta fe le sostuvo por encima de obstrucciones y escaseces, hasta ver concluida la iglesia con el gozo de haber armonizado la variedad de sus detalles en un conjunto de belleza, tal como decía Newman, con palabras de la liturgia del día era:
"circumamicta varietatibus".
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3. El Evangelio, los santos y Newman
LOS santos los hace el Evangelio, decía Newman. Con el pretexto de su interpretación, los cristianos tenemos el peligro de acomodarlo a situaciones de pre-conversión, rebajando de este modo su exigencia suficientemente clara, con el resultado de profesar un cristianismo de semiconvertidos o, simplemente, de paganoides, con un pie en el pecado del mundo y el otro en el seguimiento, siempre en precario, de Cristo. Nuestra fe, en tales casos, no hace posible la paz interior apenas la conciencia nos inquieta con fosforescencias de verdadera sinceridad espiritual. Pero aplazamos, una vez más, el creer del todo y abandonarnos a Dios. No acabamos de ser felices; no renunciamos del todo a Dios, ni nos fiamos de él, desde nuestra fe vacilante. Quisiéramos un Dios para esta vida, que la complementara multiplicando, en beneficio nuestro, dones que se palpen, que se sientan, que perduren hasta desterrar todo dolor del cuerpo y del alma, y aplazar o borrar para siempre la certeza de la muerte inevitable, que pende como una amenaza de la que pretendemos olvidarnos narcotizando la propia razón y la experiencia que nos la muestra evidente.
Otros ni siquiera se proponen el problema y resuelven despreocuparse de Dios, porque no les sirve para medrar, enriquecerse, dominar y gozar a tope en la vida. Evitan a Dios, como evitan todo lo que les molesta, aislándose en su egoísmo cerrado por la soberbia.
Pero miramos a los santos y comprobamos que ellos tuvieron la valentía de hacer limpia su conciencia frente a la verdad. Esa verdad jamás negada fue su fuerza y también su consuelo. No creyeron que Dios les quitara o empobreciera, sino que comprendieron que a {5 (145)} él le debían todo. No buscaron un Dios para propio provecho, sino que, sencillamente, se entregaron a él, porque creyeron en él de verdad. Y tuvieron esperanza para soportar contradicciones, desprecios y dolores. No creyeron que las pruebas fuesen una "injusticia" de Dios con ellos, sino una purificación que les desprendía de mundanidades, que les hacía humildes, que les empobrecía, según las apariencias del mundo, enemigo de desprendimientos, pero que, a cambio, les hacía ricos en libertad, y agradecieron esa libertad porque les daba mayor agilidad para la entrega amorosa a Dios. Si tuvieron quien les persiguiera u odiara, tales enemigos vencieron "vencidos" y, lo que parecía un mal en un primer momento, acababa siendo una bendición purificadora que la providencia de Dios había dispuesto para mayor bien. Como ocurrió con los que persiguieron y llevaron el Señor a la cruz, como ocurrió con los mártires, cuya entrega maravillaba a la primera pobre y humilde Iglesia, que descubría en ellos una bondad y un destino glorioso insospechado, como el de parecerse y repetir a Cristo, el hacer posible y verdadero el Evangelio, que es más que historia pasada, que recuerdo poético. Yo estaré siempre con vosotros es un estar como él estuvo, en medio de los que todavía le seguían y le siguen en el mundo; es la comunión con él y la participación en contradicciones y en el misterio de la cruz aceptada para poder ser su discípulo.
Newman creyó en el Evangelio.
Se admiró de los primeros cristianos y las primeras generaciones cristianas de santos; meditó en la pureza evangélica de los mártires y descubrió los riesgos y desviaciones de la Iglesia apenas iniciaba su "establecimiento" y admiró la fidelidad de los santos que se esforzaron en reconducirla; finalmente encontró a san Felipe y lo quiso imitar y «no hacer nada que estuviera fuera del estilo de san Felipe». Esto lo decía en los primeros trabajos para la fundación de la Universidad de Dublín. Luego, penas en esta ocasión, y antes y después, no le faltaron. Pero las supo entender referidas al Evangelio y a los santos que más admiraba. «A san Felipe también le pasó esto», escribe en su Diario.
Sin el crisol de las adversidades, no es posible vivir el Evangelio, ni alcanzar la paz y libertad interior del alma, ni crecer acercándose a Dios, ni prepararse para el cielo.
No se trata de resignación y fatalismo, sino de que «el árbol se poda para que de más fruto». Así ha ocurrido siempre en la Iglesia.
Y también ocurrió con John Henry Newman.
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4. CENTENARIO DE NEWMAN (1890-1990): Noticias y conmemoraciones.
• En el «Cardinal Newman College», de Preston, Inglaterra, tuvo lugar, el 31 del pasado mes de octubre, una conferencia pública sobre «La grandeza de John Henry Newman», por Ian Ker, profundo conocedor y estudioso de Newman, el cual, junto con los PP. Dessain y Bouyer, y Meriol Trevor, es el mejor biógrafo del célebre convertido de Oxford.
• El 23 de este mes de noviembre, en la catedral anglicana de San Pablo, de Londres, tendrá lugar una «Celebración Ecuménica de Acción de Gracias», con representantes de las Iglesias anglicana y católica, puesto que a ambas perteneció Newman, y amó y sirvió con sinceridad, en su peregrinar hacia la Verdad total.
• En este año del Centenario también se han puesto los cimientos de un nuevo Oratorio que ya fue un proyecto de Newman: en la ciudad universitaria de Oxford. Intento que se frustró sin culpa suya y que ahora se lleva a cabo con el entusiasmo del Arzobispo de Birmingham (cuya jurisdicción se extiende a la ciudad de Oxford), el cual ha ofrecido la iglesia de Saint Aloysius y la casa adyacente. Son los caminos providenciales que han recogido los oratorianos de Birmingham.
«Crescant, floreant, fructusque afferanti».
• Y otro Oratorio se acaba de fundar en Estados Unidos de América, en la ciudad de Philadelphia. Lo componen sacerdotes que han vivido en comunidad para prepararse a esta fundación, y a través de la oración y el estudio, ayuda y consejo de los Oratorios de habla inglesa, culminaron su resolución el 8 de septiembre pasado.
• El «Newman Centre», de Valencia, ha organizado la celebración de unas vísperas cantadas, en la Capilla universitaria de la Sapiencia, para el día 22 de este mes de noviembre, fiesta de santa Cecilia y aniversario de la inauguración de la iglesia del Oratorio de Birmingham, querida por Newman para esa fecha, por el amor que sentía por la música.
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5. CORO DE ÁNGELES
Praise to the Holiest in the height,
And in the depth be praise:
In all His words most wonderful;
Most sure in all His ways!
O loving wisdom of our God!
When all was sin and shame,
A second Adam to the fight
And to the rescue came.
O wisest love! that flesh and blood
Which did in Adam fail,
Should strive afresh against the foe,
Should strive and should prevail.
And that a higher gift than grace
Should flesh and blood refine,
God's presence and His very Self,
And Essence all-divine.
O generous love! that He who smote
In man for man the foe,
The double agony in man
For man should undergo;
And in the garden secretly,
And on the cross on high,
Should teach His brethren and inspire
To suffer and to die.
{8 (148)} ¡Al Dios Santísimo alabanza y gloria
en lo más alto y en lo más profundo:
es admirable en todas sus palabras,
y en todos sus caminos es veraz!
¡Sabiduría amable la de Dios!
Cuando de la vergüenza y del pecado
nos vino a rescatar el nuevo Adán,
en lucha soportada en favor nuestro.
¡Cuán sabio fue su amor! La carne y sangre
que en el Adán primero sucumbió,
de nuevo al enemigo retaría
hasta vencer del todo en la batalla.
Sería el don más alto de la gracia
purificando toda carne y sangre;
sería la presencia de Dios mismo
volcando entera la divinidad.
¡Oh generoso amor que destruyó
al común enemigo de los hombres!,
pues soportó, para salud de todos,
doble agonía de pasión y muerte:
la oculta angustia del sudor de sangre
y la que todos vieron en la Cruz,
para enseñar a sus hermanos cómo
se sufre y muere por amor del mundo.
John H. Newman, C. O., The Dream of Gerontius pag. 365 (y Traducción) 9 (149)
{9 (149)}
6. La santidad del calendario y la otra
LA IGLESIA ha tenido que luchar, a través de los siglos, para corregir las exageraciones y falsificaciones de la devoción y el sentimentalismo colectivo de los fieles, cuando éstos se han precipitado en la creación de aureolas míticas, unas veces espontáneas y consecuencia de la ignorancia, y otras interesadas y favorecidas por el orgullo nacional, la vanidad de las instituciones que las han patrocinado, u otras razones o intereses más humanos y de la tierra que la gloria de Dios repetidamente invocada en vano. Sería posible demostrar el favor que ha ejercido el lugar geográfico, o la política, o el interés de grupos sociales poderosos, en la proclamación de santos que han pasado a engrosar la lista del calendario. Es sospechosa toda presión interesada en empujar hacia los altares ―como se dice― a los "siervos de Dios". Un par de veces la Iglesia ha tenido que borrar nombres de la lista. Otras veces, sin llegar a tanto, ha suprimido "milagros" atribuidos a ellos, por inverosímiles, y, todavía en nuestros días, no es raro que nos llegue a las manos alguno de esos boletines propagandísticos para hacer ambiente a canonizables, con el relato de "gracias" obtenidas {10 (150)} o "milagros" alcanzados, verdaderamente fantasiosos o simplemente ridículos.
No hace mucho, el cardenal Ratzinger se lamentaba del excesivo número de canonizaciones. En realidad, cuando abunda el número de ellas, se favorece el olvido de las mismas a corto plazo. Aunque siempre sea de recomendar volver a los grandes santos de la Iglesia ―como decía san Felipe―, si bien después del estudio de Jesús desde el Evangelio, que es insustituible, puesto que de nada nos sirven los santos si no nos enamoran de la palabra de Dios y del ejemplo de Jesús en la vida concreta, imitando su estilo, sus obras y sus actitudes, que la Iglesia, precisamente en la fiesta de Todos los Santos, nos resume en las Bienaventuranzas. Esa es la otra y la única verdadera santidad, a la que todos debemos aspirar, no como un honor personal o una gloria que legar a nadie de este mundo, sino como lógica de la exigencia regenerativa a la que se orienta el Bautismo que nos hizo cristianos. A esa santidad verdadera estamos llamados todos, y es siempre eficaz para todos mientras no sea impedida.
{11 (161)} A veces se alaba a los santos como si en ellos quisiéramos que resplandeciera, por delegación, lo que no acabamos de ser nosotros. Un poco como los paganos transferían a sus héroes mitológicos la fuerza, la sabiduría o la gloria que cada uno no era capaz de alcanzar, y de este modo construían su Olimpo y lo poblaban de falsas divinidades que daban a la ciudad o al pueblo el prestigio que añoraban y con el que se envanecían frente a otros pueblos. Y la vanidad es tan seductora, que acababan creyéndose el error buscado con su propia complicidad. Por eso nunca la Iglesia ha admitido, para su culto público, oración alguna dirigida a un santo, por grande que lo pudiéramos imaginar, ni a la misma Virgen María, y pocas a Jesucristo, sino siempre a Dios, Padre de todos.
Una de las razones para instituir la fiesta de Todos los Santos fue, precisamente, la de impedir en Roma la persistencia de cultos a los dioses paganos, para hacer memoria, glorificando al único Dios, de todos los hermanos en la fe y "santos" que ya gozan de la visión divina. Entre ellos seguramente encontraremos a algunos todavía mayores que el de muchos de los nombres de santos de que tenemos noticia en la tierra.
Es un secreto y un consuelo que Dios nos reserva, mientras nos espera para tener por hermanos a todos y sólo a él por Padre de misericordia y amor, que nos reconocerá como hijos suyos, en la medida que nos parezcamos y hayamos reproducido a Cristo —el del Evangelio― en nosotros.
El hecho del mal no puede negarse... Si el mal no existiera, la revelación no habría sido necesaria. Los desastres y crisis de la Iglesia se presuponen en la Escritura. Pero está anunciado realmente que llegará un tiempo en que triunfe la Verdad, aunque sólo Dios conoce ese momento.
John H. Newman, C. O., L. D., XXVIII, 215
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7. LOS SUYOS NO LE RECIBIERON
EI P. Juan María Laboa, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad Pontificia de Comillas, ha publicado un documentado trabajo sobre John Henry Newman, en la revista «XX SIGLOS», cuyos últimos párrafos reproducimos.
EN TODA la historia de Newman nos encontramos con un hecho dramático sólo explicable desde la situación anómala de la Iglesia durante la segunda parte del siglo XIX y desde el pre dominio de la mentalidad integrista y, sobre todo, ultramontana.
Los anglicanos quedaron, en su inmensa mayoría, escandalizados y profundamente disgustados por el abandono de una de sus mentes más preclaras, pero no parece que los católicos se sintieran especialmente satisfechos con una conversión que durante toda su vida les siguió pareciendo atípica. De hecho mantuvieron a Newman en un ostracismo que hoy nos resulta escandaloso e inexplicable.
Es verdad que Newman se incorporó a la Iglesia cuando ésta pasaba uno de los momentos más bajos de su historia, incapacitada para descubrir los valores de la diversidad, la necesidad de iniciar nuevos caminos de comprensión, la posibilidad de un diálogo provechoso con otras filosofías, orientaciones y mentalidades. Entre la Iglesia del Syllabus y la mentalidad de Newman los puntos de contacto eran mínimos. Por otra parte, en Inglaterra había sonado la hora de los neoconversos, pero de aquellos que rechazan y aborrecen cuanto antes creyeron, y adoptan las formas más radicales del nuevo credo aceptado. Obviamente, Newman no era de éstos.
Acerca de su conversión, él decía que pasando de una adhesión a otra, por ejemplo, de la del filósofo a la del cristiano, de la del cristiano {13 (153)} a la del anglicano, de la del anglicano a la del católico, nunca tuvo la impresión de cambiar de certeza. No había abandonado a la Iglesia anglicana dando la impresión de dejarla, al contrario, según su espíritu, había seguido hasta sus últimas consecuencias los gérmenes de verdad presentes en la Iglesia anglicana. Y estaba convencido de haber permanecido profundamente fiel al integrarse en la Iglesia romana, porque en ella, la Iglesia anglicana alcanza su plenitud.
Su conversión no era una revolución, sino una evolución hacia la plenitud, es decir, un desarrollo.
Había sido el progreso de una convicción. Newman ofrecía de esta manera una idea nueva de la conversión. No implicaba un abandono, una renuncia, sino un perfeccionamiento continuo, gradual y tranquilo. Tenía un carácter positivo, no negativo. Quien se convierte no pierde lo que tiene sino que gana lo que todavía no posee.
Hoy nos sentimos identificados con esta actitud, pero en aquellos días muchos ―sobre todo neoconversos― la veían con profunda desconfianza. De hecho, Newman abandonó lo que tanto amaba en la Iglesia inglesa sólo para encontrar incomprensión y oposición en la Iglesia que adoptó. ¿Por qué?
Tras su conversión fue considerado como un trofeo y sus nuevos correligionarios pensaron que había que domar su espíritu y adaptarlo a lo que esperaban de él. Escribía a un amigo en 1851: «Hemos sido tratados como niños, siendo hombres maduros. Esto no es una prueba para nuestro orgullo en el peor sentido de la palabra, pero sí lo es para nuestro deseo de comprensión y nuestras costumbres de cortesía, buenos modales y mutua consideración que la vida universitaria más o menos crea».
Se le achacó con frecuencia no haber conseguido conversiones como lo hacían Manning y Faber, también convertidos famosos, y Newman se dio cuenta de que no habían dado ningún valor a su trabajo, principalmente porque apuntaba, sobre todo, a la educación o a la formación de los católicos y no tanto a lograr conversiones.
Pío IX y buena parte de los obispos hablaban como si el mundo estuviese entregado al mal y a la irreligión. Todas estas formas de lenguaje le parecían a Newman absurdas, falsas y exageradas. Él pensaba, por el contrario, que la Iglesia tenía que temer mucho más por parte de los incrédulos de dentro de sus propias filas, que de los incrédulos de fuera. En este esfuerzo podemos considerar a Newman como el hombre que revisó todo el método apologético entonces existente, y, desde este punto de vista, {14 (154)} podemos afirmar que su evolución como católico fue más importante que la que tuvo como anglicano, a pesar de las apariencias contrarias.
Pero también en este tema, fue incomprendido. No cabe duda de que los primeros años de Newman católico fueron de inesperada y triste soledad, de sorprendente y frustrante marginación, a causa, fundamentalmente, de que se desconfiaba de él. No era como querían, no resultaba dócil.
«No soy nadie, escribía a un amigo. No tengo ningún amigo en Roma. He trabajado en Inglaterra donde no me han comprendido y donde me han atacado y despreciado. He trabajado en Irlanda siempre con las puertas cerradas delante de mí... Oh Dios mío, me parece que he desperdiciado los años que llevo siendo católico. Lo que escribí de protestante ha tenido mucha más fuerza, sentido y éxito que mis obras católicas; y eso me preocupa mucho». Hacia 1860, a excepción de unos pocos amigos íntimos, Newman se daba cuenta de que le habían dejado completamente solo. En enero de 1863 confesaba con desesperanza: «Oh cuán desesperado y triste ha sido el curso de mi vida desde que soy católico. Aquí está el contraste: como protestante sentía que mi religión era triste, pero no mi vida; como {15 (155)} católico encuentro triste mi vida, pero no mi religión».
Se trataba de una inmensa paradoja. Su carácter, su formación y sus capacidades le llevaban a especializarse en una tarea intelectual y universitaria, mientras que en aquella Iglesia católica inglesa formada mayoritariamente por emigrantes irlandeses, «los prelados miran a un intelectual como si estuviese en el camino de la perdición». De hecho, dedicó la mayor parte de su vida a los parroquianos sencillos de su Iglesia de Birmingham, hasta el punto de que allí le consideraban como el adalid de los creyentes sencillos, de los católicos sencillos y corrientes...
Sin embargo, aunque esta labor haya favorecido su santidad personal, el Newman conocido y admirado es el de sus escritos, su capacidad polémica, su fuerza apologética. Lo que queda de él y lo que nos llena de admiración no es tanto su capacidad de entrega y su cercanía a los más pequeños, sino su inteligencia y perspicacia, su idea de Iglesia, su capacidad de integración y su asombrosa intuición de lo que tenía que ser la Iglesia del futuro: pensaba que vendría un día en el que la humanidad se dividiría en dos familias de espíritus: los ateos por una parte, y los católicos por otra; que llegaría al punto en el que hay que elegir entre el sí y el no. Había advertido dentro de la fe lo que él llamaba «la dificultad de creer», y aunque a él la fe le parecía un acto meritorio libre, lo contrario de la fe era siempre una posibilidad. Buena parte de su obra estará orientada a explicar y a facilitar las complejidades de la problemática de la fe.
Newman no podía sentirse a gusto con la Iglesia cerrada e intolerante que le tocó vivir. Por el contrario, él defendió una comunidad abierta en la que pudiesen convivir diferentes talantes y modos de ser, tal como escribió a Ward: «No tengo la impresión de que nuestras diferencias sean unos problemas tan grandes como te parecen, siempre ha habido estas diferencias en la Iglesia: siempre las habrá; los cristianos dejarían de tener una vida espiritual e intelectual, si tales diferencias desaparecieran. Ningún poder humano puede impedirlas; y, si lo pretendiera, no obtendría otro resultado que un desierto que llamarían paz. El ho1nbre no puede y Dios no lo hará. Él quiere que estas diferencias sean un ejercicio de caridad. Desde luego, deseo estar lo más de acuerdo con todos mis amigos; pero si, a pesar de mis mayores esfuerzos, ellos van más allá de mí, o no me alcanzan, no puedo remediarlo y lo tomo con calma».
Si observamos que estas palabras están escritas dos años después del {16 (156)} Syllabus y cuatro antes del Vaticano 1, comprenderemos que este hombre haya sido mal visto y mal interpretado por quienes entonces dirigían la Iglesia, preocupados, sobre todo, por conseguir una uniformidad tajante alrededor de sus ideas. «No se corre como un ferrocarril en asuntos teológicos, ni siquiera en el siglo XIX. Hemos de ser pacientes por dos razones: la primera para llegar a la verdad; y la segunda, para que los demás puedan ir juntos con nosotros». La Iglesia se mueve como un todo; no consiste en una simple filosofía: es una comunión; no sólo descubre sino que también enseña; está obligada a consultar, por caridad tanto corno por fe», escribía a un amigo jesuita que se encontraba en Roma durante las sesiones conciliares.
No resulta difícil comprobar que en su pensamiento tienen lugar central la idea de la búsqueda de una comunidad plural y, fundamentalmente, la primacía de la conciencia, tal como declaró en la famosa proposición que concluye la primera parte de su carta al duque de Norfolk: «Una palabra más.
Si después de una comida me viera obligado a lanzar un brindis religioso ―lo que evidentemente no se hace― brindaría a la salud del Papa, creedlo bien, pero primeramente por la conciencia y después por el Papa».
Para él «la conciencia es la voz de Dios en la naturaleza y en el corazón del hombre», el «primero de todos los vicarios de Cristo». Su elogio y defensa de la libertad de conciencia, al tiempo que sus equilibradas distinciones hoy forman parte de nuestro patrimonio, pero entonces constituían una novedad no siempre bien comprendida.
Fue libre en la Iglesia y con la Iglesia, la quiso, la obedeció, pero en ningún momento dejó de llamar la atención cuando lo consideró oportuno: «Aquellos que no permitieron razonar a Galileo hace 300 años no lo permitirán a ningún otro ahora. El pasado no constituye ninguna lección para ellos ni en el presente ni en el futuro: y su noción de estabilidad en la fe consiste en repetir errores y después en repetir sus retractaciones».
Conociendo como conocía esta realidad defendió la presencia y la participación responsable de los laicos en todas las facetas de la {17 (157)} vida de la Iglesia. Esta defensa le mereció en su tiempo la censura episcopal y estuvo a punto de ganarle la condenación, pero ahora ha sido adoptada por la Iglesia como una doctrina básica. Y consideró oportuno que los asuntos eclesiales dejasen los aires viciados de los gabinetes secretos para salir a la luz pública: «Nunca esperé ver tal escándalo en la Iglesia. Sé que se han dado semejantes en tiempos anteriores, incluso en concilios, pero creía que la Iglesia estaba expuesta a demasiadas miradas vigilantes y hostiles para permitir que aun los eclesiásticos más temerarios, tiránicos y crueles hiriesen y traspasasen de tal modo a las almas religiosas, y cooperasen así con los que quieren la caída de la Iglesia».
Esta libertad de espíritu, conocida y reconocida, reforzó su enorme autoridad moral, tanto cuando defendió la definición dogmática del Vaticano I, como cuando respaldó otras decisiones eclesiásticas.
Todos están de acuerdo en que su Apología constituye una de las mejores autobiografías espirituales de la historia cristiana, y no cabe duda de que sus intuiciones e ideas abrieron nuevos horizontes a la teología de nuestro tiempo. Por otra parte, la Iglesia católica inglesa se aprovechó del inmenso prestigio que Newman fue consiguiendo a lo largo de su prolongada vida.
En este sentido, el capelo cardenalicio constituyó un colofón casi natural y debido, a pesar de que nada en los años precedentes lo hacía predecible. También en este sentido eran válidas unas palabras escritas por Newman comentando las decisiones conciliares: «Pío IX no es el último Papa. El 4º concilio ha modificado al 3º... La reciente definición no tiene necesidad de ser reexaminada, sino de ser completada. Seamos pacientes. Tengamos fe, y un nuevo Papa y un concilio convocado de nuevo puede orientar la barca».
Su método consistía siempre en descender dentro de sí mismo, en referirse a su intuición primordial, a su experiencia de vida ¿Cuáles?
La certeza de la identidad viviente entre la Iglesia del siglo XIX y la de los apóstoles y de Cristo. Ciertamente vida, es decir, modificaciones, adaptaciones, coloraciones accidentales diversas, pero en el fondo, permanencia, constancia, identidad. Y siempre el convencimiento de que en medio de la crisis se daba una asistencia divina que no falta nunca, convencimiento que en todo momento le dio fuerza y ánimo. «En lugar de lanzarnos al objetivo de ser una fuerza mundial, nos replegamos en nosotros mismos, cerrando las líneas de comunión, temblando ante la libertad de pensamiento y usando {18 (158)} y usando el lenguaje de la congoja y el desaliento ante la perspectiva que tenemos por delante, en lugar de salir a conquistar y a vencer con la moral elevada del guerrero».
Muchos de los grandes personajes que rodearon a Newman, algunos de los cuales le hicieron la vida más difícil de lo conveniente, han caído en el olvido o han sido redimensionados, pero Newman ha ido adquiriendo una talla y un influjo considerable a medida que ha pasado el tiempo. Su causa de canonización ha sido incoada, su figura es recordada en las historias de la Iglesia, su teología es estudiada en los diversos tratados, pero, sobre todo, es su concepción del cristianismo y de la Iglesia la que va adquiriendo, poco a poco, carta de ciudadanía. Ojalá, la conmemoración del centenario de su muerte incite a más personas a leer su obra, a captar su talante y a esforzarse por conseguir una Iglesia que viviendo de y en la verdad, sea un lugar de comunión, de comprensión y de serena y alegre convivencia, un lugar donde no sólo la religión sino también la vida sea alegre y esperanzadora.
JAMÁS he dudado ni un solo momento, desde 1845, de que era para mí un cluro deber el entrar en la Iglesia católica tal como lo hice entonces, y lo sentía como una convicción que venía de Dios. Personas y lugares, incidentes y circunstancias de la vida, que forman parte de mis primeros cuarenta y cuatro años, permanecen profundamente impresos en mi memoria y en mi corazón; y todavía más, he tenido más pruebas y aflicciones de múltiples maneras cuando soy católico que cuando era anglicano; pero nunca, ni por un momento, he querido volver atrás, jamás he cesado de dar gracias a Dios por su misericordia al permitirme llevar a cabo tan profundo cambio, y jamás me ha permitido el Señor que me sintiera abandonado por él, o angustiado, o que me afligiera cualquier intima perturbación religiosa.
JOHN H. NEWMAN, C. O., (L. D. XXVII, 334)
Los santos son una creación del Evangelio y la Iglesia.
John H. Newman, C. O., (P. S., IV, 157)
Le exhorto encarecidamente a que entre en la Iglesia católica... Me dice usted que deberán sufrir otras personas con las que se relaciona, si usted da este paso. Es lástima, pero ésta es la prueba por la que todos hemos de pasar.
No obstante, piense que difícilmente tendrá usted que causar a otros tantas penas como han tenido que hacerlo algunos de mis amigos convertidos, y ni siquiera, tal vez, como yo mismo he tenido que infligir, para no hacerme atrás de mi deber. Pero le aseguro que Dios le sostendrá en todas las pruebas a que le someta, y usted tendrá a su disposición la fuerza de toda la Iglesia con la de todos los santos que han existido. Usted será miembro de un cuerpo que ha sido sometido a sufrimientos muy superiores a los que ahora nosotros estemos llamados a padecer, y las oraciones y la santidad de estos santos tendrán en usted un efecto tal, que le harán que se supere por encima de lo que sería capaz en solitario. Es claro que no me refiero necesariamente a un confort "sensible", sino a un poder real que estará con usted en la presencia de Dios.
John H. Newman, C. O., (L. D., XI, 71)
Newman, maestro de la Iglesia.
El rasgo característico de este gran maestro, Newman, dentro de la Iglesia, me parece que consiste no sólo en que él enseñó por medio del pensamiento y de la palabra, sino también a través de su vida, de tal modo que pensamiento y vida constituían la interpretación y explanación reciproca de ambas cosas. Si esto es así, resulta que Newman ocupa un lugar entre los doctores de la Iglesia, porque a la vez que penetra nuestro corazón, ilumina nuestro pensamiento.
Card. Joseph Ratzinger, (27. 4. 90)