Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 271. DICIEMBRE. Año 1990
0. SUMARIO
TODAVÍA no ha alcanzado su zenit la claridad amanecida, entre esperanzas y dolores, que nos dejó el Concilio Vaticano II, al clausurarse, hace exactamente veinticinco años. Juan XXIII lo había convocado, dejándose empujar por el Espíritu y, con Dios en el corazón, reavivó la esperanza de todos, cuando empezó a chirriar la rueda de los cambios en la historia más reciente, que lo transformaba todo, a paso acelerado. Sorprendió al mundo, que añoraba a un padre, y convulsionó a la Iglesia, guardadora temerosa de tesoros divinos, y quiso salvarla del miedo, dejándole por herencia el reto vivo del Evangelio, creyendo firmemente que es posible que enamore también a los hombres de nuestra generación, como a los primeros cristianos.
"EN TI, SEÑOR, ESPERO"
ESPERANZA
AL TERMINAR EL ANO DE NEWMAN
JESUCRISTO
EL HOMBRE, GLORIA DE DIOS
SAN FELIPE, NEWMAN Y LA MÚSICA
ÍNDICE DEL AÑO 1990
JUAN XXIII Y EL CONCILIO VATICANO II
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1. Tiempo de oración: "EN TI, SEÑOR, ESPERO"
La tristeza me aturdía a grandes gritos diciéndome:
«¡La muerte es tu único refugio, la muerte es tu único refugio!», Yo, al oírlo, me horroricé y, cayendo en tierra, sin alzar los ojos, clamaba: «¡Señor, ayúdame; Señor, no me abandones! ¡Ven, esperanza mía! ¡Ven a mí, esperanza mía!» Y, de repente, bajó del cielo, resplandeciente, la esperanza, y me cogió, me alzó del suelo, me puso en pie y me dijo: «¿Hasta cuándo seguirás siendo niño?
¿Cuánto tiempo querrás comportarte como un novicio? Después de haber empleado tu vida combatiendo y haber andado por caminos de sombras y de muerte, ¿todavía no has aprendido a luchar? ¡No te conturbes, no te asuste la gran justicia de Dios! ¡Ten ánimo y no seas pusilánime! Deja el miedo para los que no se convierten al Señor, para los que prefieren andar por los caminos de su antojo, para los que van tras las vanidades, los que no han querido conocer los caminos de la Paz. Deja que teman los impíos, los que cuando pecan se atreven A decir: "¿Qué mal he hecho?", los que no se convierten de corazón, los que son llamados y rechazan la llamada, los que prescinden de Dios... Levántate y aleja de ti toda tristeza. Abrázate a los pies del Señor y él te hará libre y te dará la salvación».
Dicho esto, subió otra vez al cielo, quedando yo confortado y colmado de consolación.
Jerónimo Savonarola. O. P., (1452-1498) en «Última meditación» 2 (162)
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2. Esperanza
PREGUNTABAN a un hombre, a punto de ser condenado a muerte, si creía en Dios. Él contestó: «La fe, la religión, es sólo para los que tienen esperanza; yo carezco de ella». La respuesta no podía ser más lógica ni más triste. No tienen esperanzas aquellos para los que todo acaba cuando acaba la dimensión temporal en que nos movemos, cuando más allá de esta vida solamente puede haber la nada. Son posibles sólo las expectativas, codicias, ambiciones y el afán para luchar por hacerlas realidad terrena, tomada ésta como un absoluto al que se someten todos los anhelos, todo cuanto podamos proyectar ceñido a las medidas y cálculos de este mundo; pero esto no es esperanza, ni siquiera aunque aceptáramos le existencia de un Dios remoto, que olvidaríamos o despreciaríamos tan pronto nos diéramos cuenta de que no puede ser utilizado para consolidar nuestra instalación temporal y lo que imaginamos que nos ha de proporcionar la felicidad y el bienestar aquí mismo.
La esperanza cristiana tiene por objeto a Dios, ser personal e insustituible por ningún otro bien.
Es claro que la esperanza se muere o ni siquiera nace en el hombre que no se abre a Dios y, movido por su gracia, le trata. En cierto sentido, se puede decir que se espera en la medida en que se alcanza, se busca a Dios en la medida en que se le ha encontrado.
La esperanza cristiana no es solamente la virtud típica del tiempo de Adviento, sino necesaria toda la vida, porque ésta es, para el fiel, el gran Adviento de la eternidad. Es de todo punto necesario que caminemos hacia la Navidad del cielo desde la tierra. Nuestra verdadera Navidad está alli. Nuestra esperanza es el cielo, y el cielo es Dios.
Vivimos esta vida terrena como lo que no es ni puede ser definitivo. La agradecemos a Dios, porque constituye su primer don, pero la sometemos a él y queremos que nos sirva para mejor conocerle y acercarnos a él. La fe y la esperanza nos aseguran {3 (163)} y mueven hacia él, y en esto consiste el único verdadero gozo de la existencia sobre la tierra. Todo lo que Dios pudiera darnos, sin dársenos él mismo, no podría hacernos felices. E, igualmente, todo lo que de él deseáramos, sin desearle a él mismo, serían pérdidas y distracciones del único y verdadero Bien. A lo sumo, las bondades menores pueden servirnos sólo de "mensajeros" que nos hablen o recuerden a Dios, pero jamás pueden sustituirlo. Por eso el santo decía a Dios, su amado: «No mandes ya más mensajero / que no sabe decirme lo que quiero».
Vivimos tiempos de grandes transformaciones y de admirables logros alcanza:
dos por el esfuerzo humano. Pero también vemos cómo el hombre, ilusionado con sus inventos y la rapidez con que se suceden las novedades que se le ofrecen, se olvida con facilidad de referir estas grandezas a Dios y de agradecerle las fuerzas con que ha podido descubrirlas. Los cristianos debiéramos saber dar al mundo «razón de nuestra esperanza» para que, no solamente sean reconocidos los dones divinos que derrama sobre el mundo, sino, por encima de ellos, sea deseado, amado y esperado Dios mismo.
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3. Al terminar el «Año de Newman»
AL finalizar este año de 1990, conmemorativo del primer centenario de John Henry Newman, el balance que se ha de hacer de esta conmemoración resulta altamente positivo y hasta sorprendente por la magnitud alcanzada y la significación que se le reconoce dentro de la Iglesia católica y también la anglicana. En vida de Newman no faltó la sagacidad de quienes intuyeron la repercusión que tendrían en el futuro de la Iglesia las ideas de aquel hombre extraordinario; pero sobre todo fue a partir de su muerte, hace un siglo, cuando fue creciendo este presentimiento, en la actualidad plenamente confirmado con ocasión del Concilio Vaticano II, que algunos no han dudado en llamar "el Concilio de Newman", cuya invisible presencia no impidió que fuera el autor más citado en los debates de la gran asamblea de la Iglesia, por encima de las referencias de todos los teólogos, incluido el mismo santo Tomás de Aquino.
En estas páginas hemos ido dando noticia de los acontecimientos conmemorativos de este año newmaniano, aunque sin la pretensión de abarcarlos todos, que hubiera sido prácticamente imposible siquiera nombrar. Libros, artículos en revistas y periódicos, conferencias, congresos... han representado una gran oportunidad para dar a conocer su figura y su pensamiento en amplios sectores de la Iglesia, lo mismo que para poner en contribución los estudios de profesores y especialistas de todo el mundo, interesados en la profundización de su conocimiento.
Es natural que los oratorianos consideremos a Newman como parte de nuestro patrimonio espiritual y cultural. Él mismo cuidó celosamente de proclamar su filiación filipense y atribuyó a N. P. San Felipe Neri la inspiración de toda su actividad como católico, y se ciñó {5 (165)} sabiamente a su estilo espiritual y a su carácter haciéndolo propio.
Pero también sabemos, y ello nos alegra como hijos de la Iglesia, que su figura y la relevancia de su pensamiento se universaliza para iluminar a muchos, desde los intelectuales hasta el más sencillo de los cristianos, porque a unos y otros sirve admirablemente con el ejemplo de su vida y dedicación. Fue, ciertamente, un hombre de ideas, pero de ideas vivas, extraídas de la reflexión sobre la propia experiencia, por encima de la mera especulación de laboratorio de teorías; fue un hombre de oración, de pensamiento ahondado en Dios, buscador incansable y tenaz de la verdad de Dios, del Dios de Jesucristo, en la Iglesia de Cristo, abriéndose paso por entre las sombras de las contingencias, a veces muy dolorosas, del tiempo y de este mundo, en el cual, también la verdad de Dios necesita ser esclarecida para convertirse a ella y hacerla levadura de la propia conciencia, con honestidad radical y entrega de corazón.
Por esta razón, entre la suma de lo que se ha dicho, escrito y publicado sobre Newman, nos inclinaríamos, en todo momento, del lado de cuantos lo han tratado teniendo en cuenta su personalidad cristiana y su vida interior, espiritual.
Y dejaríamos más de lado a cuantos, desde los prejuicios de premisas excesivamente reductoras y racionalizadoras, se asomen a él para usarlo de un modo parcial y falsamente objetivo, y apoyar corrientes apologéticas caducas, porque ello sería tanto como querer hacer de Newman un ultramontano, lo contrario de lo que quiso ser. Otros, ―muy pocos― se ruborizan de tener que admitir que Newman tropezó con incomprensiones y padeció por las envidias y sospechas de adversarios dentro de la misma Iglesia católica, y pretenden salvar el honor de todos emborronando la imagen de la víctima para excusar a los causantes de sus penas.
No nos parece honesto esconder la realidad, porque la fe de cristianos nos enseña lo mismo a perdonar a los perseguidores que a reconocer los caminos providenciales por los cuales Dios purifica y santifica a los que más ama, como hizo con Newman.
Gracias a nuestros hermanos del Oratorio de Birmingham, que son evidentemente los que más han trabajado por guardar y dar a conocer la herencia de Newman, disponemos ya de la casi totalidad de la correspondencia de Newman, conservada y recogida en más de treinta volúmenes, que suponen un inmenso tesoro, además de muchos otros libros y trabajos publicados, especialmente a partir de la prepositura del padre Richard Philip Lynch, recientemente fallecido, casi centenario, (1891-1990). A partir {6 (166)} de esta inmensa documentación epistolar, Ian Ker, capellán católico de la Universidad de Oxford ha escrito una documentadísima biografía. La diligencia de Ker, con las casi tres mil notas sacadas escarbando principalmente en las cartas de Newman, será sin duda aprovechada por sucesivos biógrafos a quienes él, con este concienzudo trabajo, ha desbrozado y convertido en fácil el camino y selección de los pasajes de las fuentes y referencias newmanianas.
Junto a esa biografía aparecida con ocasión del centenario, hay que citar otra obra publicada en 1962, por la escritora inglesa Meriol Trevor, en dos gruesos volúmenes, fruto de la búsqueda y la abundancia de consultas a documentos y lugares. Es una obra original, hermosamente escrita, sincera, en la cual, la admiración que Trevor ―también ella convertida― siente por su biografiado, transparenta una penetración psicológica que ayuda a comprender mejor al gran convertido de Oxford. Estas dos biografías y la ya clásica de Ward (1912), son de necesaria referencia para un acercamiento, a la vez objetivo y global, a John Henry Newman.
Afortunadamente, con ocasión de este centenario, disponemos, en España, de la traducción de una obra menor de la Trevor, pero suficiente, {7 (167)} de la que oportunamente dimos cuenta desde estas mismas páginas. Es de alabar la meritoria labor del padre Aureli Boix, del Oratorio de Barcelona, que, además de esta traducción, ha llevado a cabo, en este mismo año, la del libro del p. Stephen Dessain, «Vida y pensamiento de Newman», y la versión catalana de la «Apologia».
También en España, para conmemorar el Centenario de Newman, el «Newman Centre» de Valencia organizó un acto académico en la capilla de La Sapiencia, de la Universidad de Valencia, y otras dos celebraciones, en el mismo lugar, con ocasión de la fiesta de san Atanasio y la reciente de santa Cecilia.
Es de justicia resaltar la labor llevada a cabo, por el «International Centre of Newman Friends», dirigido por un grupo de mujeres consagradas a la causa del ecumenismo, que, al estudiar a Newman, descubrieron en él el talante para ayudar a todos los buscadores de la verdad sobre Dios. A ellas se debe la mejor, sin duda, de las celebraciones centenarias dedicadas a los estudiosos de John Henry Newman, el Simposio Académico que tuvo lugar en el marco de la sala Borromini del Oratorio romano, el pasado mes de abril, y concluyó en la Basílica de Santa María in Vallicella, luego de haber recibido la bendición del papa Juan Pablo II, en una audiencia especial con un magnífico y alentador discurso.
En estas páginas de «LAUS» nos seguiremos refiriendo a John Henry Newman, como hemos hecho en toda nuestra trayectoria, pero dedicándole menos espacio que en este año, que se cierra con gozo y esperanza de que todos, oratorianos, amigos del Oratorio, y cristianos en general, estudien, reciban las ideas y sigan los ejemplos de sinceridad cristiana, de este gran convertido y gran hijo de la Iglesia, cuya figura, a pesar del tiempo, crece en actualidad y beneficio de la Iglesia, que también camina, desde las sombras y las imágenes temporales, hacia la posesión del resplandor de la verdad divina.
Seríamos bastante infieles al suponer que la Iglesia es sólo lo que parece ser una miserable institución humana, impotente y despreciada, despreciada por los ricos, saqueada por los violentos, refutada por los sofistas, tolerada con lástima por los grandes, imaginando que no cumple su servicio en presencia del Rey eterno.
Olvidaríamos que todos los esfuerzos de los hijos de los hombres, la descripción exacta de nuestras instituciones, la medida de nuestro territorio visible, el cálculo de nuestra fortuna y el censo de nuestros partidarios, todo esto no sirve como medida o límite de la Ciudad del Dios viviente.
John H. Newman, P. S., IV, 180
Cristo se digna repetir en cada uno de nosotros, en figura y en misterio, cuanto hizo y sufrió en su carne. Se forma en nosotros, nace en nosotros, sufre en nosotros, resucita en nosotros, vive en nosotros. Y todo esto de obra, no por una sucesión de acontecimientos, sino al mismo tiempo, ya que viene a nosotros como un espíritu que muere, resucita y vive a la vez.
John H. Newman, P.S., V, 139
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4. JESUCRISTO
NOSOTROS no conocemos de Dios más que las huellas de sus pasos sobre la arena de los hombres: lo que ellos han dicho o lo que ellos dicen, lo que han amado o lo que aman, en su presencia o bajo su influjo. Mas los hombres, signos de Dios, son indefinidamente diversos, de todas las razas, de todas las culturas, de todas las religiones. Sin embargo, para nosotros, los cristianos, es de hecho en el hombre Jesús donde la presencia de Dios se revela plenamente, puesto que esta presencia lo constituye en su mismo ser.
Tenemos la tendencia a comprender la "doble naturaleza" de Jesús, hombre y Dios, según el modelo de las composiciones químicas: como una adición de cuerpos simples que, al combinarse, dan una substancia de nuevas propiedades, tal como del oxígeno y del hidrógeno se obtiene el agua, por ejemplo. Dios y el hombre, combinados en un solo ser, darían como resultado a Jesús. Pero no es así como se ha de comprender a un hombre, porque no es una molécula, y menos todavía lo es Dios. El hombre es una conciencia abierta, un nudo de relaciones lo que recoge y asimila para hacerlo suyo... Es lo que habita en nosotros lo que nos hace ser y define nuestra identidad.
Imaginemos a un hombre que esté totalmente habitado por la presencia de Dios y tendremos a Cristo: «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre».
Y ahí está lo que es el hijo, es decir, aquel que tiene del Padre su ser y su existencia. La más profunda filiación no es de orden biológico. Por lo demás, cuando se trata de Dios toda investigación biológica haría estallar cualquier límite.
Uo hijo no es llevado a la existencia como tal al margen del amor que le da el ser y camina con él.
Lo más auténtico de la filiación es un asunto espiritual. No es por azar que la Escritura asocia el Espíritu al Mesías, hijo de Dios... Concebido por el Espíritu Santo, Cristo es hijo. Y todavía más, totalmente unido al Padre, y por ello penetrado por su espíritu, es "el" Hijo, se identifica al Hijo.
René Boureau, C. O., en «Dieu a des problèmes» 9 (169)
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5. El hombre, gloria de Dios
EL SER humano, para ser feliz, necesita compartir el gozo; no resiste la soledad. El proselitismo de los malos se debe a esa necesidad, aun en lo perverso. Dios, en cambio, es feliz en sí mismo. Esto pone de manifiesto la exquisita generosidad de Dios al decidir hacerse hombre en Jesucristo. Jesucristo es un don —«Dios ha dado su Hijo al mundo»―, un puro regalo, una "gracia"; más exactamente todavía, Jesucristo es "la gracia", el gran don de Dios, por medio del cual se abre y manifiesta a nosotros, simples criaturas, para darnos participación en su gozo, en su vida, entrando en la nuestra. Esa es la "gran alegría" que anuncian los ángeles, mensajeros de Dios, cuando llaman a los primeros adoradores de Jesús, recién nacido.
Es más que un idilio; es un misterio. Dios no solamente es el autor de la creación entera, sino que viene a establecer un intercambio de vida entre él mismo y la criatura inteligente, elevándola a la capacidad de comprender algo y atisbar en la abismal riqueza de la bondad y sabiduría divina, su amor al hombre. Llevaría razón Tertuliano cuando, en el siglo {10 (170)} segundo, decía que «Dios, al crear al hombre, pensaba en que también él se haría hombre, en Jesucristo», y por eso encontró «buena, muy buena», como dice el Génesis, su obra creada.
Dios se hace hombre y aparece como todos los hombres para darnos la medida de nuestro regreso a Dios. Él se nos ha dado у debemos igualmente darnos a él, restituirnos, nacer al cielo, donde nos recibirá mejor que como los hombres hemos recibido a su Hijo en la tierra. En el Apocalipsis se describe la alegría, el estruendo musical, la cascada de melodías, el canto nuevo de los bienaventurados, el aplauso de Dios en una apoteosis magnífica y luminosa, sin daño ni tristezas, en una fiesta eterna de amor.
Una fiesta de justicia, porque todo y todos recobramos el sentido pleno de lo que somos, elevados desde criaturas a hijos de Dios. Filiación cuyo arquetipo es Cristo, Dios hecho hombre, «que siempre busca la gloria del Padre». En la medida que nuestras actitudes más profundas se asemejan a las de Cristo, seremos, como él, gloria del Padre; glorificación → {11 (170)} que Dios no necesita, pero que si necesitamos nosotros para liberarnos de la absurdidad del egoísmo y del pecado. Se trata de sabernos y querer ser, gozosamente, glorificadores de Dios, tras admirarnos de su generosidad para con nosotros.
Se trata de ser agradecidos, cuando se nos descubre un panorama nuevo, que supera lo que pudiéramos esperar de nuestra sola condición creada. Como cuando el ciego que recobra la vista descubre un inundo totalmente nuevo; como cuando el leproso palpa la limpieza de su cuerpo sanado y se estremece a los pies del Señor; como cuando el pecador, besado por la misericordia divina, se ve y sabe enriquecido gratuitamente por la amistad de Dios, que invalida todos los tesoros de este mundo, que posterga cualquier honor terreno, siempre efímero; como el gozo de resucitar a una vida inmortal.
Y todo este gozo compartido con el gozo de Dios que se derrama sobre la criatura.
Para todo eso Dios ha entrado en nuestra vida de criaturas y se ha hermanado con nosotros. Y así, incluso ya en la tierra, el hombre se hace «gloria de Dios».
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6. San Felipe, Newman y la música
Terrena cessent organa. «Callen los instrumentos terrenos: el corazón de Cecilia va a entonar un cántico celestial». Así reza un himno propio de la liturgia que la Iglesia celebra en conmemoración de esta santa. Como clausura del año centenario de Newman, y para expresar el aprecio que el universitario y oratoriano inglés tuvo siempre por la música y el canto litúrgico, el 22 de noviembre pasado, día de santa Cecilia, tuvo lugar la celebración cantada del oficio de Vísperas en la Capilla de la Sapiencia de la Universidad de Valencia, organizado por el Newman Centre de aquella ciudad. Gracias a las gestiones del Dr. Daniel Benito Goerlich, Conservador del Patrimonio histórico-artístico de la Universidad, y a la amabilidad del Real Colegio-Seminario del Corpus Christi, fue colocada en el presbiterio una bella pintura de la santa, obra de Antonio Ricci (h. 1600). Ello permitió, de acuerdo con la mejor tradición de la Iglesia, integrar visiblemente la música y el arte en la alabanza de Dios, manifestando así que todo lo que existe―la naturaleza, y también la cultura― ha de ser devuelto a Dios junto con la oración de acción de gracias del hombre-sacerdote. Tras la proclamación de la Palabra, un Padre del Oratorio pronunció la homilía cuyo texto reproducimos seguidamente:
POSEEMOS pocas noticias seguras acerca de santa Cecilia. En realidad, sólo tenemos certeza de que fue mártir (probablemente en el siglo II) y una de las santas vírgenes más veneradas por la Iglesia de Roma durante los primeros siglos (su nombre figura en el viejo canon, o anáfora, de la misa romana). Santa Cecilia es conocida sobre todo por ser la patrona de la música, y ello debido seguramente {13 (173)} a la lectura equivocada de una de las antífonas de su oficio en el antiguo Breviario, que comienza con las palabras cantantibus organis.
«El interés de Newman por la música en general, y por la propiamente litúrgica o sacra, recibió un impulso especial a partir de su encuentro con san Felipe Neri».
El caso es que desde el s. XV aparece representada con diversos instrumentos, y a partir del s. XVI se celebran en toda Europa occidental festivales en su honor (éste es el origen de la célebre Oda a santa Cecilia, de Purcell) y comienzan a fundarse sociedades musicales bajo su patrocinio, como la establecida por Palestrina en Roma.
A finales del siglo pasado surgió el llamado "movimiento ceciliano" en pro de la reforma de la música eclesiástica, que propugnaba, frente a las composiciones sin calidad y frecuentemente concertísticas que se utilizaban en las iglesias, la vuelta al gregoriano ya la "polifonía clásica" de la época de Palestrina, y que culminó, a principios de siglo, en el Motu proprio de san Pío X sobre la música sacra.
Newman eligió el día de santa Cecilia de 1853 para inaugurar la iglesia del Oratorio de Birmingham. Y no lo hizo por una simple conveniencia cronológica. Sabemos que amaba la música. Desde los diez años tocaba el violín, y lo siguió haciendo a lo largo de su vida, incluso durante sus años de Oxford, donde la afición a la música solía ser considerada signo de frivolidad, o de un espíritu ingenuo o infantil.
De hecho, Newman dedica hermosas páginas a la música tanto en sus Sermones universitarios del período de Oxford como también en la Idea de una Universidad. Le gustaba particularmente Beethoven: alguien ha sugerido que el famoso lema que compuso cuando fue creado cardenal, cor ad cor loquitur, podría estar inspirado en las palabras con que Beethoven encabeza su Misa solemne: «lo que ha salido del corazón, llegue también al corazón».
«Todavía hoy, en los Oratorios de Birmingham y Londres, establecidos por Newman, se mantiene viva una magnífica tradición de música coral y de órgano».
Newman comprendía perfectamente, sin duda, aquellas otras palabras de Beethoven: {14 (174)} «daría todas mis sinfonías por la melodía gregoriana de un Pater noster o de un Prefacio».
El interés de Newman por la música en general, y por la música propiamente litúrgica o sacra, recibió un impulso especial a partir de su encuentro con san Felipe Neri, cuando acababa de entrar en la Iglesia católica (la mejor prueba de ello la encontramos, todavía hoy, en los Oratorios de Birmingham y Londres, establecidos por él, donde se mantiene viva una magnífica tradición de música coral y de órgano).
«Tanto en san Felipe como en Newman se unían "un alma excepcionalmente interior y una mentalidad excepcionalmente abierta", en palabras de L. Bouyer».
Como en muchos otros aspectos, también en cuanto a la música Newman halló en san Felipe la conjunción entre el ideal de la Iglesia primitiva y el mundo moderno. Y ello porque, tanto en san Felipe como en Newman se unían «un alma excepcionalmente interior y una mentalidad excepcionalmente abierta», en palabras de L.
Bouyer.
«En las reuniones del Oratorio romano no faltaba nunca la buena música, ni músicos que acudieran a ellas desinteresadamente».
Es bien sabido que san Felipe introdujo la costumbre florentina de cantar laudi spirituali, en las reuniones del Oratorio romano, en las cuales —como cuenta Tarugi, discípulo del santo― «no faltaba nunca la buena música, ni músicos que acudieran a ellas desinteresadamente». La música como instrumento de apostolado, sí, pero más radicalmente, como expresión del amor y la alegría cristianos, según la frase de san Agustin: «cantar es propio del que ama».
«Algunos de los más grandes músicos de la Roma de aquel tiempo fueron penitentes de san Felipe, o recibieron su influjo».
A partir de aquí se desarrollaría la forma musical conocida precisamente con el nombre de "Oratorio", contemporáneamente a la denominada "ópera", la primera de las cuales se {15 (175)} estrenó en la Vallicella, en la sala del Oratorio de Roma, el año 1600 (aproximadamente cuando A. Ricci pintó el cuadro de santa Cecilia que nos preside).
Algunos de los más grandes músicos de la Roma de aquel tiempo fueron penitentes de san Felipe o recibieron su influjo: Animuccia, compositor de laudi, amigo de Felipe, obtuvo de él los últimos auxilios; Palestrina, animado por san Felipe, acertó a demostrar frente a los rigorismos de la Contrarreforma, con su música serena y armoniosa, que también la polifonía podía ocupar un lugar en la liturgia; Victoria reunió en su música la naturalidad y el fervor de un modo característicamente filipense; Soto, conocido como autor de oratorios, había acudido a las reuniones de san Felipe atraído por la música, y se convirtió después en miembro de la Congregación.
«San Felipe en su época, como Newman en la suya, no dejaron marchitar el espíritu de las Bienaventuranzas y, con paciencia y humildad, suscitaron la esperanza».
San Felipe en su época, como después Newman en la suya, no maldijeron los tiempos que, providencialmente, hubieron de vivir. No se situaron a la defensiva, no cayeron en la tentación más peligrosa, en la perversión del Evangelio:
«La Tradición apostólica, se conserva siempre nueva en la comunión de la Iglesia gracias a la presencia viva de los grandes santos».
enfrentarse al mundo en nombre de Dios y utilizar, sin embargo, los medios mundanos ―poder, dinero, prestigio social―, renegando del estilo de vida del Señor y dejando marchitar el espíritu de las Bienaventuranzas: la autenticidad, el desprendimiento, la sencillez, la misericordia... Los dos supieron acoger a sus contemporáneos de un modo propiamente cristiano: con paciencia y humildad, paternalmente, suscitando esperanza, purificando y elevando el arte, la música, la cultura toda que el humanismo moderno estaba dando a Luz.
Supieron integrar la novedad de su tiempo en la tradición apostólica, conservada siempre nueva en la comunión de la Iglesia gracias a la presencia viva de los grandes santos. Para ello, dirigieron la mirada hacia las primeras generaciones {16 (176)} creyentes. Se enamoraron de los Santos Padres, verdaderos pedagogos guías y maestros del pueblo cristiano durante siglos, cuando el culto era celebrado con entusiasmo por las asambleas de los fieles, en las que la música sostenía la meditación amorosa y comunitaria del Misterio de Cristo y, como poniéndole alas, la convertía espontáneamente en una alabanza gozosa que nacía del corazón y hacia vibrar todo el ser («glorificad a Dios con vuestro cuerpo», había dicho s. Pablo). Se enamoraron también, y sobre todo, de los mártires, como santa Cecilia, cuyo «sacrificio de alabanza» fue justamente lo que la liturgia no pretende sino expresar y actualizar: la ofrenda de la propia vida, a ejemplo del Señor.
La música y el arte, la cultura, la civilización y todo cuanto constituye la obra de la libertad y del esfuerzo humano son preservadas de la tendencia mundana que hace de ellas ídolos por sí mismas, al recibir la sal del Evangelio: cuando son vivificadas por la cruz del Señor, por el testimonio de los mártires, por la entrega amorosa de los santos. Newman así nos lo muestra, en su pensamiento y en el ejemplo de su propia vida. Quiera Dios, en su gran bondad, concedérnoslo también a nosotros y a la Iglesia de nuestro tiempo, para alabanza de su nombre y salvación del mundo. Laus Deo.
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7. ÍNDICE DEL AÑO 1990
TIEMPO DE ORACIÓN |
Cristo está en nosotros (J. H. Newman) | 62 El ángel de la guarda (J. H. Newman) | 142 El poder de la oración (J. H. Newman) | 122 En ti, Señor, espero (G. Savonarola) | 162 La gracia (Ch. Péguy) | 42 Oración a Jesucristo salvador (Lit. hispánica) | 2 Oración a N. P. Han Felipe Neri (J. H. Newman) | 82 Para obtener los dones del Espíritu Santo (J. H. Newman) | 102 Para pedir la luz de la verdad (J. H. Newman) | 22 TEMAS | {t} Aceptar el tiempo | 5 Dios | 123 Dos mártires cada mes | 3 Edificación de la vida cristiana | 105 Educadores | 83 El hombre, gloria de Dios | 170 El pecado del mundo | 47 Esperanza | 163 Jesucristo | 169 Justicia y Paz | 20 La santidad del calendario y la otra | 150 Para ser santos | 143 Plan de vida | 124 Reducciones | 43 Regresar a Dios | 63 Sabiduría | 103 Signos | 3 Verdades | 23 SAN FELIPE NERI Y EL ORATORIO | {t} El Evangelio, los santos y Newman | 145
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Newman es recibido en la Iglesia católica (D. Barbieri) | 28 Santa Cecilia y Newman | 144 San Felipe Neri, precedente de Newman | 87 Ser del Oratorio (J. H. Newman) | 99 TEXTOS | {t} Coro de Ángeles (J. H. Newman) | 148 De la antigua a la nueva Pascua (J. M. Lustiger) | 44 Derribar el muro (Lit. caldea) | 8 Dios llama muchas veces (J. H. Newman) | 111 Hombre de oración (J. H. Newman) | 130 La meditación cristiana (Congregación para la Doctrina de la Fe) | 65 Lo divino y lo humano en la Iglesia (J. H. Newman) | 40 Oración, cimiento de la Iglesia (J. H. Newman) | 67 ¿Por qué amo a la Iglesia? (Y. Congar) | 64 ¡Resucitad! (Anónimo griego antiguo) | 80 Signo y contrasigno en la Iglesia (J. H. Newman) | 4 Síntesis (J. H. Newman) | 107 NEWMAN | {t} El peligro de la riqueza | 10 La Iglesia de los santos | 31 Newman, una presencia viva | 51 La cruz y la luz | 70 Newman y la oración (Ph. Boyce) | 92 La vocación oratoriana de Newman | 113 Rezar con Newman | 133 CENTENARIO DE JOHN HENRY NEWMAN (1890-1990) | {t} 1990: año de Newman | 165 Al terminar el «Año de Newman» | 27 Conmemoraciones del Centenario de Newman | 25; 45; 69; 85; 109; 132: 147 Ideal de santidad (Juan Pablo II) | 119 Log suyos no le recibieron (J. M. Laboa) | 153 Newman, maestro de la Iglesia (J. Ratzinger) | 159 San Atanasio, Newman y nosotros | 125
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8. Juan XXIII, el papa místico que convocó el Concilio
EL DÍA 8 de diciembre se cumplen veinticinco años de la clausura de aquel concilio. Fue Juan XXIII quien lo convocó inesperadamente. La iniciativa causó sorpresa y levantó un sinfín de esperanzas en la Iglesia. Como hombre intuitivo que era, advirtió que ésta debía hablar adecuadamente al mundo moderno. Más místico que político, vio lejos con aquella mirada simple que no repara en dificultades y desconoce complicaciones... El Vaticano II inauguró una etapa irreversible en la historia de la Iglesia. Hoy sigue siendo un punto de referencia necesario e imprescindible, dada su enorme importancia. Allí, en el aula conciliar, se trabajó duro y fuerte...
¿Fue un ingenuo Juan XXIII al afirmar que el Concilio «era como un alba naciente de un día luminoso que se levanta en la Iglesia»? Porque al correr de estos veinticinco años, ha aparecido un cierto sentido de frustración y desencanto. Todos los cristianos jugaron la carta de la ilusión. Sin embargo, pocos entendieron y son muchos los que todavía no lo acaban de entender que las innovaciones en la Iglesia sólo tienen lugar "a flor de verdad"; es decir, en su superficie no en la profundidad de su esencia.
NARCÍS JUBANY, cardenal, Ex-arzobispo de Barcelona, (7.12.90).