Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 282. MARZO-ABRIL. Año 1992
0. SUMARIO
DEJARNOS convencer por el amor que Dios nos tiene, y que nos ha demostrado. Dejarnos convencer por el amor para saber amarle, superando fantasías inútiles, sentimentalismos hueros, angustias y miedos que paralizan la acción de la gracia cuando nos empuja a la apertura humilde, agradecida y gozosa a la oferta divina. Es decir, convertirnos al amor, puesto que Dios nos ha amado según la medida del amor de su Hijo, Cristo Señor nuestro.
LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO
EL CORAZÓN
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
RESPONDER A DIOS
SACERDOCIO
DECÁLOGO DE LA NO-VIOLENCIA
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1. LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO
La muerte de la Palabra de Dios hecha carne es nuestra gran lección sobre cómo pensar y cómo hablar de este mundo. Su cruz ha dado su verdadero valor a todas las cosas que vemos, a todas las fortunas, a todas las ventajas, a todos los rangos, a todas las dignidades, a todos los placeres; a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y al orgullo de la vida. Ha puesto precio a las conmociones, a las rivalidades, a las esperanzas, a los temores, a los deseos, a los esfuerzos, a los triunfos de los hombres mortales. Ha dado un sentido al curso variado y oscilante de esta condición terrena, a las pruebas, tentaciones y sufrimientos. Ha unido y dado coherencia a todo lo que parecía discordante y sin objetivo. Nos ha enseñado cómo vivir, como usar de este mundo, con qué contar, qué desear, qué esperar. Es el acorde final en que van a resolverse en definitiva todos los temas y melodías de la música de este mundo... Así, en la cruz, y en aquel que cuelga de ella, convergen todas las cosas; todas están a su servicio y todas lo necesitan. Es su centro y su interpretación. Porque él fue levantado en ella para que pueda atraer a todos los hombres y a todas las cosas hacia sí.
John H. Newman, C. O.
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2. El corazón
LOS PRIMEROS escritores cristianos, cuando se referían al corazón, no lo hacían en el sentido físico de órgano impulsor de la circulación de la sangre. Lo tomaban, generalmente, como asiento de la vida psíquica, tanto en sentido natural como sobrenatural. Vida afectiva, vida de la inteligencia, sede de la voluntad que se decide por el bien o por el mal, donde se acrisola y hace diamantina la fidelidad o donde la obstinación se endurece, donde el amor nace o la sombra del odio y de los egoísmos lo enturbian y destruyen.
Por todo esto, en la Biblia y en los santos, el corazón ha servido para representar el lugar de donde parte el verdadero culto a Dios, el amor a él y al prójimo, la intimidad donde él se encuentra con nosotros y desde la que nos habla. Es decir, el corazón como centro de la vida y templo interior donde se inicia la vida de Dios en nosotros, haciéndose luz de verdad y elocuencia de su amor; allí donde «el corazón habla al corazón» ―«Cor ad cor loquitur»―. En una palabra, allí donde Dios se hace centro en la vida del hombre, donde Dios se hace corazón y habla al nuestro.
Muchos hombres temen auscultar el propio corazón, porque temen que Dios les hable y se muestre exigente con ellos. Temen que Dios les obligue, o les seduzca, y buscan distraerse para evitar oír el aldabonazo divino. Tal vez cubiertos de cosas, ricos de objetos y máquinas, blandos de comodidades y placeres, o solamente codiciosos y envidiosos de todo esto, si les falta, siguen en la miseria de su corazón frío y vacío, aunque se atrevan a pronunciar la palabra "amor" como burbuja hueca que se rompe en el aire, como todos los adornos inútiles. De corazón a corazón. Entender el corazón para entender la vida. Pero entender la vida como ejercicio de amor verdadero. Entender para amar, y también amar para entender. No entenderá jamás nada de Dios el que no sea capaz de amor y, por lo tanto, de amarle. No entenderá el sentido de la vida, los caminos de la humanidad, el que no ame a los hermanos. Siempre, el problema será el corazón: el corazón que ha de entender y que ha de hablar su propio amor, que ése es su lenguaje. El corazón que hable al corazón; el centro {3 (23)} de la vida al centro de la vida. De Dios al hombre y del hombre a Dios y al hombre.
Sólo el corazón será capaz de hablar al corazón.
Ni egoísmo ni debilidad, ni dureza ni sentimentalismo, sino la vida y la fuerza del amor, del corazón. Entonces habrá idealistas, insobornables ante las codicias terrenas; libres, ágiles y gozosos para oír y hablar de corazón a corazón, a Dios y a los hombres. Ésa fue la divisa de Newman cuando hubo de poner lema a un escudo: «Cor ad cor loquitur».
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
LA EXPERIENCIA DE LA CONCIENCIA
Todo hombre, tenga noticia o no del Salvador del mundo..., posee dentro de sí un mandato que le obliga; no se trata de un mero sentimiento, no es solamente una opinión, una sensación o un determinado punto de vista sobre las cosas, sino una ley, una voz que se impone con autoridad y que le obliga a hacer ciertas cosas y a evitar otras.
No digo que sus mandatos concretos sean siempre claros, o que aparezcan siempre en armonía recíproca; pero insisto en que exige obediencia: aprueba, acusa, promete, amenaza, empuja a una acción futura, presencia lo que los ojos no ven. Es más que el mismo yo del hombre. El hombre no tiene poder sobre ella, a no ser que fuerce la naturaleza; él no la creó, y no puede hacerla desaparecer. (Un fenómeno universal, O. S., 64).
Esto es la conciencia. Es su existencia misma la que, de un modo natural, nos encamina hacia un ser exterior ―de otra manera, ¿de dónde procede?― y también superior a nosotros —de otra manera, ¿de dónde su perentoriedad misteriosa y molesta?― Sin entrar ahora en la cuestión de "qué dice", lo que deseo señalar es cómo su sola existencia nos hace salir de nosotros mismos para ir a indagar, en la altura y en la profundidad, por aquel de quien la voz procede.
(El sentido de la conciencia. O. S., 65).
Digo, pues, que la naturaleza del Ser supremo tiene carácter ético, por decirlo en nuestro lenguaje humano. Posee los atributos de justicia, verdad, sabiduría, santidad, bondad y misericordia como características {5 (25)} eternas de su naturaleza, como ley de su propio ser, idéntica a sí mismo. Cuando dio comienzo a la creación, implantó esta Ley, que es él mismo, en la mente de todas sus criaturas racionales. (La conciencia es la fuente de la ley natural. Diff., II, 246-247).
La conciencia no es un egocentrismo calculador, ni tampoco el deseo de ser consecuente con uno mismo, sino el mensajero de aquel que, tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla a través de un velo, y nos enseña y dirige mediante sus representantes. La conciencia es el primero de los Vicarios de Cristo.
(La supremacía de la conciencia.
Diff., II, 248) La conciencia es un instructor exigente, pero en este siglo ha sido reemplazada por un impostor del que los dieciocho siglos anteriores no tuvieron noticia ―y a los que no habría engañado, si lo hubieran conocido―: el derecho de hacer la propia voluntad. (El enemigo de la conciencia. Diff., II, 250).
Acabo de referirme al menosprecio y aborrecimiento que un espíritu cultivado siente hacia determinados vicios, del enorme disgusto y la profunda humillación que sufriría si sucumbiera de alguna manera a ellos. Ahora bien, este sentimiento puede tener su raíz en la fe y en el amor, pero puede también no tenerla aquí. En realidad, no hay nada de religioso en él, si lo consideramos por sí mismo. Es verdad que la conciencia está implantada en nosotros por naturaleza, y que nos inspira tanto el temor como la vergüenza; ahora bien, cuando el espíritu únicamente se enfada con él mismo, lo que sucede es que ha quedado olvidado el verdadero sentido de la voz de la naturaleza y la seriedad de sus advertencias, y que una filosofía falsa ha malinterpretado las reacciones que deberían conducirnos a Dios. El temor supone la transgresión de una ley, y una ley supone un legislador y un juez; sin embargo, la tendencia de la cultura intelectual es convertir el temor en autorreproche, el cual no puede ir más allá de una percepción primaria sobre lo adecuado y lo conveniente. (Un disfraz de la conciencia. Idea, 191).
Me siento en su presencia. Él me dice: «Haz esto; no hagas aquello».
Puedes asegurarme que este mandato es solamente una ley de mi naturaleza, como lo es alegrarse o estar apenado. No puedo aceptarlo.
{6 (26)} No: es el eco de una persona que me habla. Nada me persuadirá de que, en último término, no procede de alguien que no soy yo mismo.
Lleva en él la marca de su origen divino. Mi naturaleza se sitúa ante él como ante una persona. Cuando le obedezco, siento temor; cuando le desobedezco, dolor. Es el mismo sentimiento que tengo cuando complazco u ofendo a un amigo a quien quiero. (Una descripción de la conciencia. Call., 314).
El reflejo del cielo y de las montañas en el lago es una prueba de que el cielo y las montañas lo rodean. Pero el crepúsculo, la niebla o la tormenta repentina hacen desaparecer esta bella imagen, que no deja tras de sí rastro alguno...
¿Puede alguien negar la existencia de la conciencia? ¿Quién no siente la fuerza de sus mandatos? Y, sin embargo, ¡con cuánta facilidad se disipan las evidencias más claras en materia moral! ¡Cómo puede reducirse a la nada un determinado precepto cuando no nos lo tomamos seriamente! Tan pronto como se apaga en nuestro semblante el reflejo de la limpieza del alma, desaparece de nosotros el temor al pecado. Y es entonces cuando nos decimos: «Se trata sólo de supersticiones». (La fragilidad de la conciencia. Idea, 514).
Si no fuera por esta voz que habla tan claramente en mi conciencia y en mi corazón, me convertiría en un ateo, un panteísta o un politeísta al contemplar el mundo. Hablo únicamente por mí mismo, y estoy lejos de negar la fuerza de los argumentos en favor de un Dios único construidos a partir de los hechos generales de la sociedad humana y del curso de la historia. Estos argumentos, sin embargo, no me confortan ni me iluminan. (La fidelidad a la conciencia es el camino hacia la verdad. Apo., 241).
El orden de las causas físicas es mucho más tangible y gratificante que el de las causas últimas. Por ello, a no ser que haya un interés previo e independiente en el investigador que le impulse a considerar los fenómenos que apuntan a un Creador inteligente, indagará sin duda aquellos otros que conducen a la hipótesis de un orden natural fijo y de leyes que se explican por sí mismas. Ciertamente, es una cuestión de gran importancia dilucidar si, desde el punto de vista filosófico, el ateísmo es tan coherente con los fenómenos del mundo físico como la doctrina que afirma la existencia de un poder creador y rector del mundo. Ahora bien, estamos hablando de los fenómenos físicos considerados en {7 (27)} ellos mismos, es decir, haciendo abstracción de los fenómenos psicológicos, las consideraciones morales y los principios que las explican, y también de la idea de Dios que surge en la mente por estimulo del ejercicio intelectual. (Debemos tener disposiciones morales rectas. U. S., 194-195).
La conciencia es, efectivamente, nexo entre la criatura y su Creador; la adhesión más perfecta a las verdades teológicas se adquiere mediante los hábitos de la religión personal... Ese tal se hallará en su presencia como ante una Persona viva, y será capaz de conversar con él, y ello de forma directa y sencilla, con una confianza e intimidad tales... que es difícil decir si nosotros sentimos la compañía de nuestros semejantes con más intensidad que la que hace capaces a estos espíritus privilegiados de contemplar y adorar al Creador invisible e inabarcable. (Se requiere una mente pura y sensible. G. A., 117-118).
Esta Palabra que encontramos en nuestro interior no sólo nos instruye hasta un determinado límite, sino que conduce nuestras mentes más allá, al pensamiento de un Maestro invisible... En la medida en que escuchemos la Palabra y la pongamos por obra, no solamente aprenderemos más de ella, no sólo sus preceptos aparecerán con mayor claridad, sus enseñanzas se nos harán más ricas y sus principios más consistentes, sino que, además, esta voz será cada vez más intensa, y aumentará en autoridad y fuerza.
Es cierto: a quienes usan lo que tienen, se les da más. Han comenzado por la obediencia y continúan hasta llegar a la percepción íntima del Dios único, a creer en él. Esa voz interior que hay que seguir es su testimonio. Y de esta manera el hombre cree en su existencia, no porque otros así lo afirman, no meramente por la palabra humana, sino por una aprehensión personal de la verdad. (La mente del hombre está dotada para reconocer a Dios. O. S., 65-66).
Creer en Dios es creer en la existencia y en la presencia de alguien que es todo santidad, todo poder y todo gracia. ¿Cómo puede un hombre creer en él y, sin embargo, no entregarse a su servicio, obedeciéndole? Es casi una contradicción en los términos. De aquí que incluso las religiones paganas hayan considerado siempre que fe y reverencia son una misma cosa.
(Creer en Dios comporta entregarse a él. P. S., VIII, 5).
{8 (28)} Sucede que muchas veces los hombres no pueden discernir hasta qué punto se trata de mandatos de esta Guía interior verídica o bien de insinuaciones procedentes de una fuente meramente terrena. Así, pues, el don de la conciencia suscita el deseo de algo que ella misma no puede proporcionar del todo…, y provoca una sed, un anhelo, por conocer a este Señor invisible, soberano y juez, que habla a los hombres en secreto, susurra en sus corazones y les comunica algunas cosas, pero no de un modo tan cercano como ellos desean y necesitan. De este modo... el hombre religioso que no ha recibido la bendición de la enseñanza infalible de la Revelación es llevado a esperar en ella. (¡Señor, que vea!
O. S., 66).
Cuanto más se esfuerza uno en obedecer su conciencia, más se alarma de sí mismo, porque se da cuenta de lo imperfecta que es su obediencia. Pero, además, mientras progresa en su autoconocimiento, comprende cada vez con más intensidad que la voz de la conciencia no tiene nada de amable ni de misericordioso. Es severa e incluso inflexible y dura. No habla de perdón, sino de castigo; hace pensar en un juicio futuro, pero no dice cómo evitarlo. (Avanzan quienes están insatisfechos con ellos mismos. O. S., 67).
La guía de la vida implantada en nosotros mismos, que discierne el bien y el mal y dota al bien de autoridad y del poder de obligar: he aquí nuestra conciencia, que la Revelación no hace sino iluminar, fortalecer y purificar. Estos dos preceptores, uno interior y otro exterior, provienen del único Autor, y por ello se reconocen y se dan testimonio recíprocamente. (Conciencia y Revelación. H. S., III, 79).
La precedente serie de pensamientos extraídos de las obras de John Henry Newman está recogida en el libro THE MIND OF CARDINAL NEWMAN, preparado por el P. Charles Stephen Dessain, del Oratorio de Birmingham, fundado por el mismo Newman. Con el título EL COR PARLA AL COR y precedido de una introducción escrita por monseñor Jean Honoré, arzobispo de Tours, se hizo una edición catalana, preparada por el «Newman Centre», de Valencia, y publicada por Editorial Claret, de Barcelona, que ha tenido muy buena aceptación.
Ello coincidía con la celebración del Centenario de la muerte de Newman (1801-1890). Mientras preparamos la correspondiente edición castellana, iniciamos aquí la publicación para nuestros lectores.
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4. RESPONDER A DIOS
CRISTO nos llama a lo largo de toda nuestra vida. Nos llamó al principio en el bautismo y también más tarde; obedezcamos o no a su voz, de manera misteriosa, nos sigue todavía llamando. Si faltamos a las promesas del bautismo, nos llama al arrepentimiento; si nos esforzamos por cumplir nuestra vocación, siempre nos impulsa hacia adelante, de gracia en gracia, y de santidad en santidad, mientras nos dure la vida.
A todos se nos llama sin cesar de una cosa a otra, siempre para ir más lejos, «que no tenemos aquí morada permanente» (Hebreos, 13, 14), sino que vamos subiendo hacia lo eterno, amoldándonos a una disposición de Dios sólo para disponernos a recibir otra. Nos llama constantemente a fin de justificarnos sin cesar, y sin cesar hacernos más santos y más capaces de participar de su gloria.
Sería estupendo comprender esto. Pero somos lentos en darnos cuenta de esta gran verdad: que Cristo camina en cierto modo como entre nosotros, y con sus manos, sus ojos y su voz nos impulsa a seguirle...
Sucede que, entre las ideas que son en sí buenas, algunas lo son sólo en parte, otras son imperfectas, otras andan muy mezcladas con el mal; y una sola es la mejor. La verdad es una sola, la verdad perfecta; nadie sabe cuál es, tal vez ni los que la posean. Pero Dios sí la conoce, y nos va conduciendo {10 (30)} hacia esta sola y única verdad. Conduce a los redimidos, impulsa a los elegidos, a cada uno y a todos, hacia el único y perfecto conocimiento y obediencia de Cristo, aunque no sin su cooperación, sino por incitaciones que deben ser secundadas; si no lo son, pierden su rango y se rezagan en su camino.
O también sucede algo que nos fuerza a tomar partido por Dios o contra Dios, porque el mundo nos hace una oferta tentadora, o porque se nos amenaza con algún reproche o descrédito, o porque se nos piden sacrificios, o bien tenemos que decidir у confesar dónde está el error y dónde está la vanidad. Lo cierto es que, aunque contamos con lo necesario para obrar como Dios querría vernos obrar, lo hacemos sumidos en el temor y perplejidad. No vemos claro nuestro camino, no adivinamos el resultado de cuanto hemos hecho, ni qué influencia tendrá sobre el conjunto de nuestras ideas y de nuestra conducta; y, sin embargo, las consecuencias pueden ser muy importantes. Una leve acción que se nos pide repentinamente, que decidimos y ejecutamos casi al instante, puede ser la puerta de entrada al segundo o tercer cielo, el paso a un estado de santidad más elevado, a una visión de las cosas más conforme con la verdad que la que hasta entonces teníamos.
Hay una cosa cierta: algunos hombres se sienten llamados a cumplir deberes graves y a realizar grandes obras, mientras que a otros no parece que se les exigen. Ignoramos la razón:
{11 (39)} quizá porque los no llamados traicionan la llamada por haber sucumbido en pruebas anteriores, porque fueron llamados y no obedecieron; quizá porque Dios, aunque a todos da su gracia, no elige a todos para lo mismo. Lo cierto es que ocurre así: uno ve cosas aparatosas que permanecen ocultas a otro, o tiene una fe más grande, un amor más ardiente, una inteligencia espiritual más desarrollada. Pero, sea como sea, nadie tiene derecho a tomar como ideal de su santidad el ideal inferior de otro.
No temamos, por lo tanto, al orgullo espiritual cuando seguimos la llamada de Cristo, si le seguimos con verdadero celo. Si nuestro celo es auténtico, nos faltará tiempo para entretenernos en comparaciones con el prójimo: la inquietud sobrenatural que suscita es incompatible con el orgullo. El celo busca, simplemente, hacer la voluntad de Dios. Y dice con sencillez: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (I Samuel, 3, 9); «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hechos, 9, 6).
ORACIÓN, AYUNO, LIMOSNA.
ORACIÓN.— Hay cristianos que nunca o apenas hablan con Dios.
O lo hacen sólo para pedirle, no para entregarse a él, para conocerle mejor, para amarle de corazón.
AYUNO.— Cristianos que no comen para vivir, sino que viven pendientes del gusto, hasta hartarse, de cabeza al pesebre, esclavos de la gula. Nunca levantarán su corazón al cielo, nunca serán espirituales, dice san Felipe.
LIMOSNA.— También cristianos que no dan ni se dan, a quienes el nombre del Señor les sirve de adorno, o les trae provecho:
cristianos para quienes Dios es otro egoísmo.
¿Cuándo nos convertiremos, hasta cambiar de pensamiento y de corazón?
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5. SACERDOCIO
NO se puede negar el interés o curiosidad que despiertan los hechos religiosos y, en particular, la figura del sacerdote cristiano. Los equívocos con que se tropieza al juzgarlo dependen, en buena parte, de que los que miran al sacerdote no siempre saben ponerse en el punto de vista exacto para juzgar su realidad y, en general, la realidad religiosa.
Con independencia de la fundamentación evangélica del sacerdocio cristiano ―que es a la que habría que referirse en todo momento―, existen imágenes históricas, no solamente eclesiásticas, sino paganas y judías, de las que no se está totalmente purificado y a través de las cuales se mira y confunde la verdadera realidad cristiana. Puede seguirse, a través de la historia de la Iglesia, todos los esfuerzos que, a partir del Evangelio, se han realizado para acercarse a esta realidad: el celo de los pastores, la vida de los santos, las órdenes religiosas y los movimientos que despertaron nos lo atestiguarían. A pesar de todo, el sacerdocio cristiano se mueve en medio de una realidad humana, que le condiciona e influye, a la vez que también él influye y penetra en esta misma realidad en evolución, marcada ya inevitablemente por el cristianismo.
Aunque se erijan con críticas o atacando a la Iglesia, cada vez que al hacerlo defiendan ideas {13 (33)} de libertad, igualdad, fraternidad, paz, justicia, unión, patria universal, hermandad de todos los hombres, y otras, no pueden hacerlo sin reproducir ideas cristianas, bien que no explicitadas. Al final, inevitablemente, los caminos volverán a encontrarse. Lo dijo Cristo: Otros vendrán de Oriente y Occidente...
Sacerdocio pagano
Primitivamente, las funciones cultuales y proféticas eran realizadas por los jefes de los clanes o tribus, o por carismáticos esporádicos. En la civilización agrícola, al tener que dividirse el trabajo, surgió la clase sacerdotal. Era competencia de la misma ocuparse de los mitos, del derecho y de la organización de la vida social. Función muy relacionada con el ejercicio del poder; y como el poder va unido a la riqueza, el sacerdocio pagano constituía una clase rica. Presidía; pero estaba separado del pueblo, no sólo por esta diferencia social ―el pueblo siempre ha sido pobre―, sino también por la tendencia a la separación acusada entre lo considerado sacro y lo profano: el mundo era considerado cada vez más impuro y dependiente de fuerzas misteriosas y fatales. En medio de esta visión pesimista, la clase sacerdotal, y solamente ella, tenía acceso a lo sagrado y desde allí ejercía su poder mágico. En realidad era el reflejo de la situación del mundo anterior a Jesucristo; un mundo roto, separado de Dios.
Sacerdocio judío
El sacerdocio judío, frente al pagano, supone un cambio trascendental: en él existe un poder personal de Dios, de modo que el hombre no puede disponer de sí mismo de manera mágica: es él el que está a disposición de Dios y abierto totalmente a su poder. Ciertamente que el sacerdocio judío no estará libre de las tentaciones paganas; pero la profecía lo advierte, y salva de caer, una y otra vez, en el sacerdocio mágico-ritualista del paganismo.
{14 (34)} Existe una visión optimista de lo sagrado; todo el pueblo de Israel es el pueblo santo de Yahvé.
Ello no obstante, existen limitaciones, como la de una casta sacerdotal vinculada a la tribu de Leví, al linaje de Aarón y a la familia de Sadoc (el sumo pontífice); existe, todavía, la separación entre sagrado y profano; el ejercicio del poder no es ajeno u la institución sacerdotal, de modo que, cuando desaparece la monarquía, es la clase sacerdotal la que toma el poder total sobre el pueblo y da lugar al régimen teocrático.
Sacerdocio de Cristo
En el Nuevo Testamento se nos presenta una figura de Cristo radicalmente diferente de la del sacerdote judío: Jesús no pertenece a la casta sacerdotal ni a la tribu de Leví; aparece independiente del poder sacro tanto como del político; se opone a una interpretación abusiva de la Ley; posee una dimensión profética inaudita y habla con el poder de Dios; rompe la anquilosis farisaica y es rechazado como un cuerpo extraño por los que habían organizado la predilección divina de su pueblo.
Se trata de un sacerdocio único y eterno; es Él este único sacerdote. No ofrece en sacrificio cosas materiales ni externas: se ofrece a sí mismo y se da por amor. Este amor causa la reconciliación del mundo con Dios. El mundo ya está salvado, el pueblo ya puede penetrar en el santuario, y desaparece así la separación entre sagrado y profano, porque todo queda ya santificado, porque toda la vida, como dirá san Pablo (Romanos, 12, 1), entera, se hace materia de sacrificio, y todo el pueblo se hace pueblo sacerdotal, profético y señor.
Pero para el servicio de este pueblo sacerdotal ha de existir un ministerio visible, desde el mismo inicio de la vida de la Iglesia. El Nuevo Testamento, singularmente el libro de los Hechos de los Apóstoles, nos habla de este ministerio, que fue la primera {15 (35)} {16 (38)} figura histórica del sacerdocio cristiano. Esta figura sacerdotal, administradora de los beneficios inmutables obtenidos por Cristo, irá evolucionando en matices importantes, aunque no esenciales a su carácter radical; evolución arriesgada, pero benéfica, asociada a la extensión del reino de Cristo, que no es como los reinos de este mundo.
La historia
La última figura histórica que ha llegado hasta nosotros de este ministerio o sacerdocio cristiano es, en conjunto, la que salió del Concilio de Trento, portadora ciertamente de muchos valores contingentes estimables, positivos, pero que, a medida que ha prosperado la gran crisis de secularización del mundo, también ella ha entrado en la necesidad de evolucionar, a pesar de los cuatro siglos de actitudes defensivas, hasta desembocar en el Concilio Vaticano II, el cual, por un lado, habla de la función profética del ministerio sacerdotal y, por otro, del sacerdocio de los fieles.
La figura tridentina, barroca, del sacerdote como persona relevante en la sociedad, como personaje, desaparece; desaparecen igualmente ciertas funciones sociales, con los honores y privilegios que las acompañaban; desaparece la apariencia de casta comprometida con el poder político, desaparece el altar que sostiene al trono. Se va, en cambio, hacia una presencia o inserción en la vida: se trata de una opción de la Iglesia (basta repasar la Gaudium et Spes), que está más de acuerdo con el fundamento evangélico. Se camina hacia una figura de sacerdocio cristiano que vive más cerca de los hombres, no para mundanizarse, sino para ser sal de la tierra.
Después de la Pascua de Cristo ya no hay razón para separaciones, excepto el pecado. Y se vislumbra un pluralismo de figuras que, lejos de reducir {17 (37)} la eficacia del ministerio sacerdotal cristiano, la enriquecerán notablemente.
Basta leer despacio el sermón de la montaña, o meditar en las tentaciones del desierto, que venció el primer Sacerdote, Cristo, para darse cuenta de lo que ha de ser el sacerdocio de hoy. Caen conceptos paganos, anacronismos judíos y polvo de los siglos; pero cada vez es más nítida, si la referimos al Evangelio, la figura del sacerdote.
Antes de Juzgar
Los que se atreven a juzgar y a exigir a los sacerdotes de hoy, que miren cerca, en su misma casa, en su familia; que revisen su conducta, sus ideas, sus palabras, y deduzcan si, como consecuencia de la rectitud que las inspira, puede allí despertarse una auténtica vocación entre los que todavía no han elegido camino en la vida.
Consagrarse a Dios es todavía más hermoso hoy que siglos atrás, cuando lo hicieron san Benito, o san Francisco, o santo Domingo, o san Felipe, o san Bernardo, o santa Teresa, y tantos otros. Éstos, dígase lo que se diga, no huyeron del mundo, sino que lo santificaron. Y eran épocas parecidas a la nuestra, que llamamos de crisis.
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6. Decálogo de la no-violencia
«Sé cómo predicar la no-violencia a aquellos que saben morir; a los que temen la muerte no puedo» (Gandhi). La comisión de Paz y Reconciliación de la diócesis de Bilbao ha divulgado un decálogo, inspirado en los diez mandamientos del no-violento escritos por el obispo brasileño Hélder Câmara, con aportaciones de Dominique Barbé y de Gandhi. Su texto es el siguiente:
1. Meditar todos los días en la predicación y en la vida de Cristo.
2. Tener presente que la acción no violenta tiene por fin la reconciliación y la justicia, no la victoria.
3. Conservar en mi comportamiento y en mis palabras una actitud de amor, porque Dios es Amor.
4. Orar todos los días y pedirle a Dios la gracia de ser un instrumento para que todas las personas puedan ser libres y hermanas. Orar, especialmente, por los enemigos. «La oración es la llave de la mañana y el cerrojo de la noche» (Gandhi).
5. Sacrificar mis intereses personales para que todas las personas puedan ser hermanas.
6. Desobedecer órdenes, leyes y consignas que lleven al enfrentamiento y alimenten el odio en mi corazón.
7. Pedir perdón por toda palabra cruel o rencorosa que hayamos podido pronunciar o por todo acto malévolo que hayamos podido cometer.
8. Nunca matar ni desear la muerte, ni herir a través de pensamientos, palabras o actos.
9. Saber arriesgar la vida. Dominar el miedo a la muerte. No huir.
Dar la cara.
10. No disimular ni engañar ni actuar con malevolencia ni "por la espalda" (la no-violencia no puede ser clandestina, se negaría a sí misma, pues toda su fuerza procede de la verdad. Esto forma parte de la estrategia no-violenta).