Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 283. MAYO - JUNIO. Año 1992
0. SUMARIO
SANTOS como los de la primera generación cristiana, que predicaron sufriendo y con frecuencia muriendo por la fe, sin gloriarse de sí mismos. Santos como los que abandonaron los estilos, riquezas y soberbia del mundo y siguieron las Bienaventuranzas. Santos como Francisco de Asís y su "perfecta alegría", o como Juan de la Cruz y su "noche oscura", o como Javier y su "sed de almas", o como Felipe Neri llenando de claridad su alma junto a las tumbas de los mártires у la oscuridad de las catacumbas y repartiendo luego libertad, alegría y paz a sus hijos. Lo que no se parezca a esto ha de ser muy tamizado, para librarnos de la sorpresa de tomar por santos a mitos y fantasmas evanescentes.
SAN FELIPE CADA AÑO
EL ALTAR DE NUESTRA IGLESIA
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
LUCES Y SOMBRAS EN LA IGLESIA
SAINT PHILIP NERI
EL ESPÍRITU DE SAN FELIPE ERI
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1. SAN FELIPE CADA AÑO
Cada año, entre el recuerdo y la esperanza, la recurrencia de la fiesta de N. P. S. Felipe Neri nos invita al agradecimiento que debemos a Dios por su providencia, porque estamos aquí y, todavía más, por el Santo que nos ha dado y porque sentimos, desde el primer día, la bendición de su amparo y de su ejemplo. Las facilidades y consuelos, lo mismo que las pruebas y dificultades, nos han servido siempre de estímulo para hacer práctica de su talante y peculiar estilo espiritual y apostólico, con sabor de novedad porque nos manda continuamente a la originalidad del Evangelio, por gracia, por necesidad interior y por convicción, haciéndonos claro el camino de la perseverancia gozosa.
Cuando vinimos a Albacete, recién entrado su primer Obispo, todo respiraba ingenuidad, pobreza y hasta ilusión ignorante de la enorme escasez de medios y conciencia de Iglesia; pero luego, poco a poco, hemos sido testigos del lento desarrollo y consolidación propios de todo lo que crece sin hinchada precipitación. Y todo ha servido para que sea más limpia la fidelidad a un ideal del espíritu, con el deseo de hacer todo el bien posible, con buena voluntad y dedicación desinteresada, mientras la bendición de la Iglesia, que desde el principio nos daba garantía y serenidad en el camino emprendido, alejaba dudas y hacía felices nuestros pasos.
En otras fiestas de san Felipe, desde la misma inauguración de nuestro establecimiento en Albacete, hemos tenido el consuelo de ver plantados los hitos del Oratorio, por la primera capilla, testigo consolador de tantos recuerdos; por la casa que acoge la comunidad de esta Congregación, y por la iglesia, tan hermosa, que todavía nos sorprende y nos parece nueva, al cumplirse, este año de 1992, su XXV aniversario. Todo lo cual nos recuerda lo que sería una larga lista de bondades anónimas que hicieron bendita la generosidad espontánea de amigos de lejos y de cerca, que ya desde el cielo y otros todavía desde la tierra dan gracias con nosotros por tanta misericordia del Señor, y todavía más por el regalo de sus dones invisibles.
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2. EL ALTAR DE NUESTRA IGLESIA
SAN Pablo llama al altar "mesa del Señor". En el Cenáculo, el Señor instituyó la Eucaristía en la mesa. Por eso, aun cuando el paso del tiempo vaya modificando su origen, siempre, el altar cristiano tendrá la forma de mesa. Pero he aquí que pronto el altar se convirtió en mesa sepulcral, cuando los cristianos comenzaron a celebrar el Santo Sacrificio sobre la tumba de los mártires. Y tan profundamente arraigó en la conciencia cristiana la idea de unir en un mismo sacrificio el de Cristo y el de sus mártires, o sea, de sus santos, de su cuerpo místico, que llegó a establecerse regularmente la celebración de la Santa Misa o sobre los sepulcros de los mártires o sobre sus reliquias. Así, la mesa sacrificadora llegó a ser mesa sepulcral, trocándose en piedra.
San Juan, en el Apocalipsis, contempla debajo del Altar de Dios, en el cielo, las almas de los santificados, a propósito de lo cual san Agustín establece una relación entre las almas de los santos y el Cuerpo de Cristo, que se encuentra en el Altar, y san Pedro Damián dice: «El unir en los altares las reliquias de los mártires al Cuerpo del Señor significa el cuerpo de la santa Iglesia unido a su Redentor; así, en el Altar se encuentra el Esposo con la Esposa».
Por esta razón, y para cumplir con lo preceptuado en el rito de la consagración del Altar, en el de esta iglesia del Oratorio se colocaron reliquias de los santos mártires, a las que se añadieron otras, aunque no necesarias para la validez del rito, pero sí con intencionado significado.
De todos modos, cada una de las reliquias depositadas en la consagración de nuestro altar está cargada de significación espiritual, que alguna vez tendremos que comentar más detalladamente. Por ahora, bástenos enumerar las reliquias, con sólo una breve consideración para cada una.
En primer lugar, se depositó una reliquia de Santiago Apóstol. No podemos ocultar nuestro gozo y nuestro agradecimiento al poder tener en el sepulcro de nuestro altar a este testigo, amigo y Apóstol del Señor, simbolizado en la presencia de su reliquia. El patronazgo que se le reconoce sobre España (aunque, por motivos que no es oportuno aducir aquí, nos parecería mejor fundado el de san Pablo) también nos lo acerca más. Y no digamos por su juventud, por su impetuosidad, mezclada de imprudencia y generosidades, que la gracia de Dios iría purificando, santificando...
{3 (43)} Otra reliquia es del mártir san Sebastián. Un hombre joven también, cuya figura está en todas las mentes que recuerdan la famosa narración de Wiseman, Fabiola. La Providencia ha querido que, en esta "última piedra" —el Altar― se completara una relación iniciada al colocar la primera, cuando junto a la misma depositábamos un poco de tierra de las Catacumbas romanas de San Sebastián, del mismo lugar donde san Felipe Neri, en su juventud, recibiera sensiblemente el Espíritu Santo.
La tercera reliquia es de una Santa virgen y mártir, santa Victoria. Ella representa a las mujeres santas; es la Marta y María junto a Cristo, con la gracia de su juventud, con el perfume de su pureza, con la generosidad y el sacrificio de su martirio.
Y siguen luego dos reliquias intencionadas, colocadas como un complemento simbólico; la primera es la de nuestro Padre san Felipe Neri, bajo cuya advocación se dedicaba el Templo inaugurado. De esta manera, a sus hijos, cada vez que subimos al Altar para la celebración de la Eucaristía, nos parece estar más cerca de aquel sepulcro de nuestra iglesia romana donde se guarda su cuerpo entero, sobre el cual hemos ofrecido otras veces el Santo Sacrificio, y ante el cual hemos vertido las súplicas más grandes de nuestra vida, también por Albacete y por nuestra labor de oratorianos aquí.
La segunda de estas reliquias complementarias es de un santo barcelonés, san José Oriol, del que nos puede bastar recordar, por ahora, que fue un sacerdote secular muy amigo de los Padres del Oratorio de Barcelona, cuyo amor y fidelidad evitó la extinción de aquella casa, al poco de ser fundada, en una época en que el Señor la quiso probar con dolores y persecuciones tan graves, hasta llegar al encarcelamiento de su benemérito fundador y primer Prepósito, el Padre Oleguer Montserrat, de santa recordación. Por esta razón, san José Oriol ha sido siempre considerado, entre los oratorianos, como un símbolo de la fraternidad con el sacerdocio diocesano.
La rica significación y sublime ejemplaridad de estas cinco reliquias nos revelan que no hacen falta otros "santos" a nuestra iglesia...
La "Piedra", el Altar, significa a Cristo, y ellos, escondidos en la Piedra, «escondidos en Cristo», como diría san Pablo, representan al Cristo total, al cual todos rodeamos y hacia el cual —también con frase paulina― todos aspiramos, y del cual estamos tan cerca, sobre todo si, además de sernos símbolo, es Mesa del Señor que nos alimenta, al comer el Sacrificio que allí se inmola, y al que podemos unir la continua ofrenda de nuestra vida.
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
ESTAMOS HECHOS PARA DIOS, QUE NOS AMA
Comprender que tenemos alma supone percibir nuestra separación de las cosas visibles, nuestra independencia respecto a ellas, nuestra existencia personal e irreductible, nuestra individualidad... Al principio prevalece el mundo exterior:
mirando las cosas que hay a nuestro alrededor, olvidamos nuestro propio ser. Tal es nuestro estado ―un apoyarnos sobre soportes débiles, un olvido de nuestro verdadero fundamento— cuando Dios comienza a llamarnos para que nos demos cuenta de cuál es nuestro lugar dentro del orden inmenso de su Providencia..., y poco a poco empezamos a darnos cuenta de que no hay más que dos seres en todo el universo: nuestra propia alma y el Dios que la creó. (Las realidades últimas. P. S., I, 19-20).
Mirad el hombre instruido, bien provisto de conocimientos, de inteligencia, de iniciativa, pero sin · embargo con un corazón de piedra, con sentimientos tan fríos y duros como los que puede tener cualquier campesino sin educación. Fijaos también en aquellos otros que tienen sentimientos cálidos, quizá, para con sus familiares, o que son bondadosos con sus prójimos, pero que se detienen ahí. Ponen su corazón en lo que ciertamente se malogrará, porque es perecedero.
La vida pasa, las riquezas se pierden, la fama es inestable, las fuerzas fallan, el mundo cambia, los amigos mueren. ¡Sólo uno es siempre constante, sólo uno nos es fiel, sólo uno puede serlo todo para nosotros! (Dios, todo en todas las cosas. P.S., V, 324-326).
En cuanto a la filosofía, se basaba solamente en conjeturas y opiniones, mientras que la verdadera esencia de la religión era así lo sentía ella, un conocimiento de los fieles por parte de aquel mismo {5 (45)} que adoraban. La religión no podía existir sin una esperanza cierta.
Dar culto a un ser que no nos habla, no nos conoce, no nos ama, no sería religión; si acaso, deber o mérito. La religión, tal como ella la concebía espontáneamente, era la respuesta del alma a un Dios que se había fijado en ella. Era una relación de amor, la presencia intima de Dios en el corazón. Era la amistad, el amor mutuo de persona a persona (La religión, una relación interpersonal. Call., 293).
La contemplación de Dios, y ninguna otra cosa, es la felicidad del hombre. Pues, aunque hay otras muchas realidades de las que el hombre se sirve como objeto de conocimiento, motor para la acción o meta de sus deseos, la capacidad afectiva pide algo más grande y más duradero que cualquier cosa creada... Sólo aquel que creó el corazón puede llenarlo. Naturalmente, no estoy diciendo que no haya nada inferior al Creador todopoderoso que sea capaz de suscitar y dar respuesta a nuestro amor, entrega y confianza. El hombre puede hacer esto por el hombre: puede, sin duda, despertar el amor de su hermano y corresponderle en esa misma medida. Más aún, ello constituye una obligación muy importante; tener esa disposición para con nuestro prójimo es uno de los dos deberes principales de nuestra religión. (Dios es el fin último de todas las cosas. P.S., V, 316).
Hay, además, otra razón por la cual sólo Dios es la felicidad de nuestras almas. Únicamente la contemplación de Dios puede dilatar y saciar nuestro espíritu; sólo ella es capaz de liberar, satisfacer y conducir nuestros sentimientos. Es cierto que podemos amar intensamente las cosas creadas, pero este afecto, cuando está desligado del amor al Creador, es como una corriente que discurre por un canal angosto, y no una expansión del hombre entero. Los seres creados no pueden estimular ni absorber las innumerables percepciones mentales que poseemos y a través de las cuales vivimos realmente.
No hay cosa alguna, fuera de la presencia del Creador, que pueda llenarnos, pues a ninguna puede abrirse y sujetarse el corazón entero, con todos sus pensamientos y afectos. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
¡Esta confianza sencilla y total, esta comunión, es lo que da paz y sacia completamente a aquellos a quienes ha sido concedida! (Nos has hecho para ti. P. S., V, 317- 318).
{6 (46)} En cualquier situación, de alegría o de pena, de esperanza o de temor, hemos de saber reconocerlo en lo más íntimo de nuestro corazón, y no tener para el secreto alguno.
Hemos de saber descubrirlo todopoderoso dentro de nosotros, en las fuentes mismas del pensamiento y de los sentimientos. (Un corazón entusiasmado. P. S., V, 236).
Sabemos que ninguna disposición de espíritu es aceptable ante Dios si carece de amor; es el amor lo que hace que el temor de Dios sea distinto del miedo servil, y la fe verdadera distinta de la que tienen los demonios. Sin embargo, en los comienzos de la vida espiritual, la gracia evangélica dominante es el temor, y el amor no está sino latente en el temor; es con el transcurso del tiempo cuando aquél se va formando a partir de lo que parece su opuesto. Entonces, una vez que se ha desarrollado, el amor ocupa el lugar principal ―aunque conservando el temor, sin sustituirlo― (El lugar del temor en la vida cristiana. Dev., 420).
Si nos dejamos arrastrar por la corriente del mundo, viviendo como los demás y elaborando nuestras ideas religiosas con lo que vamos tomando de acá y de allá, nuestra comprensión de la Providencia particular de Dios será escasa o nula. Entendemos que Dios todopoderoso lleva a cabo un plan de alcance universal, pero en cambio no percibimos la maravillosa verdad de que él ve a cada persona y piensa en ella. No acabamos de creer que se encuentra presente en todas partes, que está dondequiera que estamos nosotros, aunque no lo veamos... No llegamos a hacernos a la idea de este hecho trascendental: que Dios ve lo que está sucediendo en torno nuestro en cada momento; que éste cae y aquel otro es exaltado de acuerdo con su designio silencioso e invisible. (La Providencia de Dios no es solamente general, sino también particular. P. S., III, 116).
Aquel que piense que, en conjunto, sirve a Dios de una manera aceptable debe mirar atrás y considerar su vida pasada. Entonces se dará cuenta de lo decisivos que fueron momentos y hechos que parecían completamente indiferentes cuando tuvieron lugar. Por ejemplo, la escuela a la que lo llevaron cuando era niño, la ocasión en que encontró aquellas personas que le han hecho tanto bien, las circunstancias que determinaron su vocación o sus proyectos, sean los que sean. La mano de Dios está siempre sobre los suyos, y los conduce por caminos que son desconocidos para ellos. (Confiad en la protección amorosa de Dios. P. S., IV, 261).
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LA FE, CLARIDAD DE DIOS
El sentido de lo que está bien y lo que está mal, que constituye el primer elemento en materia religiosa, es tan delicado, tan voluble, resulta tan fácilmente alterado, oscurecido, pervertido..., tan sesgado por el orgullo y la pasión, tan inestable, que, en la lucha por la existencia, entre los diversos esfuerzos y logros de la inteligencia humana, este sentido es el más elevado de todos los maestros y a la vez, sin embargo, el menos luminoso. (La Revelación es la respuesta a una petición apremiante. Diff., II, 253-254).
Una de las mayores perplejidades del hombre natural es precisamente ésta: la posibilidad de que el Creador lo haya dejado solo, abandonado a sus propios recursos. Sabéis que hay un Dios, pero al mismo tiempo os dais cuenta de vuestra ignorancia acerca de él y de su voluntad, acerca de vuestros deberes y de vuestro destino. Una revelación sería el don más grande que podríais recibir. Después de todo, no es que conozcáis realmente la existencia de Dios, sólo habéis llegado a esta conclusión. No lo veis, solamente habéis oído hablar de él. Pues el actúa tras un velo; está en disposición de manifestarse a vosotros en todo momento, y sin embargo no lo hace. Ha grabado en vuestros corazones unas señales que anuncian su majestad; en cada rincón de la creación ha dejado huellas de su presencia y ha encendido destellos de su gloria.
(Tenemos la firme persuasión de que nuestro Creador no nos ha dejado solos. Mix., 276-277).
Uno de los efectos más importantes de la religión natural como preparación para la religión revelada es la expectación de la Revelación que despierta en el alma. Este ferviente deseo sitúa a los espíritus religiosos en disposición de espera.
Los que no saben nada de las heridas del alma no llegan a plantearse la cuestión ni a tomar en consideración las circunstancias que la hacen posible; pero, una vez que se ha despertado en nosotros esta inquietud, cuanto más seriamente la tenemos en cuenta, más probable nos parece que hemos sido objeto de una revelación, o que vamos a serlo en el futuro. Este presentimiento se basa en la conciencia que tenemos, por una parte, de la bondad infinita de Dios, y, por otra, de nuestra miseria y necesidad extremas. (Sin duda, Dios se ha dado a conocer. G.
A., 423).
Si la autoridad y la obediencia constituyen la cualidad fundamental {8 (48)} de toda religión, hay que entender que la distinción entre la religión natural y la revelada radica en que, mientras la primera posee una autoridad que se da a conocer al sujeto, la autoridad de la segunda tiene un carácter objetivo. La Revelación consiste en la manifestación del poder divino, invisible en sí mismo; en la substitución de la voz de la conciencia por la voz de quien es el Autor de la ley. La supremacía de la conciencia es la característica esencial de la religión natural; la supremacía del Apóstol, del papa, de la Iglesia o del obispo, lo es de la religión revelada. (La conciencia es iluminada por la verdad revelada. Dev., 86).
¿Por qué transcurrieron miles de años antes de que Cristo viniera y sus dones fueran derramados sobre la humanidad? Si recapacitamos, no debería extrañarnos el hecho de que el Juez de los hombres haya cambiado su relación con ellos en el tiempo, teniendo en cuenta que ha cambiado la historia de los cielos en la eternidad. Si la Creación ha comenzado en un momento concreto, ¿por qué no ha podido suceder lo mismo con la Redención? (El misterio de la larga preparación del mundo para la Revelación definitiva. Mix., 269-270).
{9 (49)} Si la religión ha de ser verdadera devoción y no mero sentimentalismo, si ha de constituir el principio que gobierne nuestra vida, si todos y cada uno de nuestros actos, y nuestra conducta diaria entera, han de estar siempre orientados hacia un Ser a quien no vemos, necesitamos algo más que sopesar argumentos para ordenar y dirigir nuestras mentes. El sacrificio de las riquezas, de la fama, de la posición social, la fe y la esperanza, el dominio de sí mismo, la comunión con el mundo espiritual, presuponen una aprehensión real y una intuición habitual de los objetos de la Revelación. Dicho con otras palabras, presuponen la certeza. (La religión ha de basarse en certezas. G. A., 238).
El sentido común de la humanidad intuye que la idea misma de revelación implica la presencia de un guía o maestro infalible: no una mera declaración abstracta de verdades antes desconocidas para el hombre, ni un fragmento de historia ya pasada, ni el resultado de una investigación arqueológica, sino un mensaje y una enseñanza que hablan a este hombre y a aquel otro... Hemos oído que Dios ha hablado. ¿Dónde? ¿En un libro? Hemos intentado buscar en el Libro y nos ha decepcionado, no porque contenga defecto alguno, sino porque pretendemos utilizar este don santo y bendito con un propósito para el que no fue otorgado. La respuesta que dio el etíope cuando Felipe le preguntó si entendía lo que estaba leyendo es la voz de la naturaleza humana: «¿Y cómo voy a entenderlo, si alguien no me guía?» (Hch 8, 31). La Iglesia es la encargada de esta tarea. (Necesitamos una orientación más clara. Dev., 87-88).
Los verdaderos Santos.
¡Leed las vidas de los Santos! Ellos han superado y vencido las tentaciones con decisión y vigor, con prontitud y con éxito, mejor que cualquiera. Sus acciones son bellas y ceñidas como una fábula, y no obstante poseen la realidad de los hechos: abren la mente, proporcionándole nuevas ideas de las que carecía antes, y muestran a todos lo que Dios puede hacer y lo que el hombre puede ser. Aunque no siempre podamos repetir los detalles del ejemplo de los Santos, ellos nos presentan siempre un modelo de justicia y de bondad, se elevan ante nosotros como enseñanzas vivientes de monumental grandeza, nos llaman a Dios, nos introducen en los misterios del mundo invisible, nos enseñan a conocer lo que Cristo ama, trazando delante de nosotros el camino que conduce al Cielo.
J. H. Newman, C. O.
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4. Luces y sombras en la historia de la Iglesia
HAY escándalos en la Iglesia, cosas censurables y vergonzosas. Ningún católico podrá negarlo. Ella ha recibido siempre el reproche y ha padecido la vergüenza de ser la madre de hijos indignos. Tiene buenos hijos, pero todavía es mayor el número de los que le han resultado malos. Tal es la voluntad de Dios puesta de manifiesto desde los comienzos.
Él habría podido instituir una Iglesia que hubiese sido pura; pero expresamente predijo que la cizaña, sembrada por el enemigo, permanecería con el trigo, hasta la cosecha, al fin del mundo. Afirmó que su Iglesia se parecería a una red de pescador que recogería toda clase de peces, y que la selección no se llevaría a cabo antes del fin de la jornada. Y no solamente esto, sino que declaró que los malos y los imperfectos superarían a los buenos.
«Muchos son los llamados», dijo él, «pero pocos los elegidos»; y su Apóstol habla de «un resto salvado por elección de gracia».
Se encuentran siempre, pues, en las vidas y en las historias de los católicos, abundantes materiales a disposición de los contradictores, los cuales, partiendo del concepto de que la santa Iglesia es una obra diabólica, desean encontrar la confirmación de esa idea. Sus prerrogativas ofrecen una especial oportunidad para ello, por el mismo hecho de que se extiende a todos los países y se hace presente en todos los tiempos.
¿Qué conclusión podemos sacar si admitimos que en tal o cual época, en un lugar u otro, la acción de la Iglesia o sus relaciones con sus hijos hayan podido parecer determinadas por errores de comportamiento práctico, o medidas inoportunas, o timidez, o vacilación a la hora de actuar, o dejarse llevar por criterios de este mundo, o valerse de un rigor inhumano o de incomprensión y estrechez de espíritu?
Yo solamente sabría decir que, dada la naturaleza del ser humano, sería un milagro que escándalos de este género no se dieran en la historia de la Iglesia. Escándalos que son tanto más importantes cuanto el terreno en que se producen es más amplio, y tanto más chocantes cuanto más disfrazados aparecen bajo el color de una santidad eminente.
John H. Newman, C. O., O. S., 144-145 11 (51)
{11 (51)}
5. SAINT PHILIP NERI
This is the Saint of gentleness and kindness,
Cheerful in penance, and in precept winning;
Patiently healing of their pride and blindness,
Souls that are sinning.
This is the Saint, who, when the world allures us,
Cries her false wares, and opes her magic coffers,
Points to a better city, and secures us
With richer offers.
Love is his bond, he knows no other fetter,
Asks not our all, but takes whate'er we spare him,
Willing to draw us on from good to better,
As we can bear him.
When he comes near to teach us and to bless us,
Prayer is so sweet, that hours are but a minute;
Mirth is so pure, though freely it possess us,
Sin is not in it.
Thus he conducts, by holy paths and pleasant,
Innocent souls, and sinful souls forgiven,
Towards the bright palace, where our God is present,
Throned in high heaven.
{12 (52)} Éste es el Santo de la cortesía у la amabilidad,
alegre al practicar la penitencia,
y nos conquista cuando da preceptos;
paciente sanador de los orgullos y cegueras,
de las almas cogidas en pecado.
Éste el Santo que denuncia el mal del mundo;
si nos atrae con sus falsos bienes,
y abre sus mágicos tesoros,
él nos señala una mejor ciudad con garantías
de riquezas más altas.
Amar es para él el compromiso único,
pues no conoce sujeción más fuerte;
no nos exige nada, mas se nos lleva todo
lo que de corazón le reservamos,
gustosamente conduciéndonos desde lo bueno a lo mejor,
según consienten nuestras fuerzas.
Cuando él se nos acerca, nos instruye y nos bendice;
rezar con él es tan suave
que el tiempo se hace corto;
tan pura es la alegría que espontáneamente nos invade,
sin contener pecado alguno.
Así, a las almas inocentes
conduce por caminos santos y agradables,
y a las de pecadores perdonados
hacia la luminosa estancia donde Dios está presente,
entronizado en las alturas celestiales.
John H. Newman (1857) 13 (53)
{13 (53)}
6. El espíritu del santo fundador de la Congregación del Oratorio, Felipe Neri
CUANDO nos referimos a la "espiritualidad" de un santo, queremos decir, por supuesto, que lo tomamos sirviéndonos de tipo para mostrarnos cómo él entendió la única espiritualidad cristiana, la del Evangelio, en un tiempo y en unas circunstancias determinadas. Por esto la Iglesia canoniza a algunos cristianos insignes y nos los propone como ejemplo de vida que nos haga más fácil la referencia necesaria y universal a Cristo. Es algo que hay que tener siempre presente para no elevar a mito las devociones y preferencias que los santos puedan despertar. Por eso existen tratadistas eminentes de espiritualidad y de su historia a través de los tiempos que se detienen muy explícitamente en estas reflexiones previas, antes de introducirnos en sus dilatadas investigaciones, en las que, de modo sistemático, nos hablan de la espiritualidad cristiana, de su historia, de las escuelas o manifestaciones más destacadas hasta constituir corrientes principales, y de los santos que las han representado. También, en las vidas de los santos, vemos cómo ellos, de manera constante, se esforzaban para que cualquier alabanza que pudieran recibir fuese enseguida referida a Dios, el único Santo. Lo hacían convencidos y llevaban plenamente razón en sus protestas. Su humildad «era la verdad», como habría dicho castizamente santa Teresa.
Espiritual es todo lo que se refiere al espíritu, por lo tanto a Dios, ser espiritual, a los ángeles, al alma (componente {14 (54)} espiritual del hombre). También llamamos espiritual a la ciencia que estudia los principios y las prácticas de que se compone la piedad o servicio tributado a Dios. Pero nosotros preferimos tomar el concepto de espiritualidad según el matiz o estilo que el seguimiento e imitación de Cristo ha tenido en los santos y, más concretamente, en nuestro Padre san Felipe Neri. En el servicio cristiano a Dios, cada santo acentúa determinadas verdades de la fe, o parece que da preferencia a algunas virtudes en el modo de seguir el ejemplo de Cristo, o se preocupa de un fin secundario específico (además de dedicarse al primario e indispensable de la alabanza divina y la propia unión con Dios), y se sirve de medios y prácticas que impregnan de un estilo particular hasta constituir determinadas notas que le distinguen con características propias.
En el caso de nuestro Padre san Felipe, no es fácil delinear o definir lo que constituye su espíritu, porque parece como si él, intencionadamente, hubiese hecho todo lo posible para no dar pie a ello. Escribió muy poco, descuidó toda sistematización, nos quedan sólo una treintena de cartas y algunas poesías. Aunque sí permaneció el fuerte impacto de su personalidad sobrenatural entre los que le conocieron, trataron y convivieron con él. Uno quisiera tener en mano todo el montón de papeles, escritos y cartas que mandó quemar en cierta ocasión. Hacía escribir y exigía orden en el trabajo literario e intelectual de los suyos, pero él supo ocultar la mayor {15 (55)} parte de cuanto hubiera podido legarnos. A pesar de ello, con su fisonomía espiritual, es el más insigne representante de lo que, en la historia de la espiritualidad cristiana, podríamos denominar la "espiritualidad italiana", que alcanza su momento en el Renacimiento.
Muy brevemente, puede sernos útil una rápida síntesis de esa historia de la espiritualidad cristiana, comenzando por la primera generación de la Iglesia. ¿Qué preocupó especialmente a los primeros cristianos cuando pensaron en tomar aspectos principales del Evangelio y del recordado ejemplo de Cristo, a la hora de imitarle y vivir para sí la vida de Cristo? Porque ésta era la exaltada preocupación de san Pablo: «Vivo, pero no vivo yo, es Cristo quien vive en mi» (Gál 2, 20).
Los primeros cristianos —los primeros santos— pensaron, sobre todo, en el martirio y, enseguida, en la virginidad. Fue una generación de mártires, vírgenes y ascetas, que no necesitó de ninguna estructura para soporte o protección.
Obviamente, no todos los cristianos de los primeros tiempos conocieron las cárceles, las torturas, la misma muerte por la fe, ni se lanzaron a la total generosidad, sin reconocimiento ni compensación social alguna. Hubo también fieles más vulgares, y también pecadores; pero los santos surgieron de ese espíritu, que está en la misma raíz del primer despertar y crecimiento de la Iglesia. Todo cuanto el Señor había dicho v anunciado respecto a padecimientos, incomprensiones, persecuciones, injusticia y odio a causa de su nombre, lo pudieron comprender bien esos seguidores insignes, a los que la Madre Iglesia enseña a volver los ojos siempre, como muestra de la mayor pureza a la hora de vivir sinceramente la espiritualidad del Evangelio.
Pasadas las persecuciones, la Iglesia conoció la paz, ciertamente merecida. Pero esta paz y protección temporal que también obtuvo (cuya legitimidad tampoco se puede condenar sin más) provocó un decaimiento en el fervor, como si ya no le faltara al fiel otra cosa que tocar el cielo con las manos.
Esa falta de fervor paganizó las costumbres de muchos cristianos, en cuanto a las riquezas y privilegios, y a los honores terrenos y la moral. Es la hora en que algunos, tocados por el Espíritu de Dios, intentan "huir" de ese mundo paganizante y relajado. La "fuga mundi", que habría podido parecer una deserción apostólica, y hasta "una protesta" contra la excesiva institucionalización de la Iglesia, que se mundanizaba (constantinismo), fue una espiritualidad que encontró, en el desprendimiento, en la castidad, en la humildad, en la pobreza y en la oración practicadas en el desierto, un nuevo {16 (56)} "testimonio" (una especie de martirio continuado) que despertó de nuevo los fervores de la vida evangélica, no sólo en los que habían "dejado el mundo", sino en los que seguían en él. En este sentido fue ejemplar la relación entre san Atanasio y san Antonio, el primero activo —"comprometido", diríamos hoy― y Antonio, desde la soledad del desierto, ayudándole con la plegaria y el consejo, para salvar de peligros a una Iglesia fuertemente amenazada por disfrazados poderes "protectores" de este mundo, que, en realidad, la corrompían.
Poco más adelante, en Occidente, surge san Benito, que reúne a solitarios al fundar los primeros monasterios. La soledad no es el ideal de la Iglesia, familia de Dios. El monasterio combina la soledad para la contemplación, pero convoca, sobre todo, para el trabajo y la plegaria común, en alabanza de Dios.
Con razón san Benito ha sido proclamado patrón de Europa, porque de sus monasterios surgió la salvación del cristianismo y la civilización medieval, en una época dura de transformaciones, guerras y calamidades. La comunidad ideada por san Benito será el tipo luego repetidamente imitado y adaptado a sucesivas circunstancias y tiempos históricos, conservando unas veces la denominación benedictina, y otras dando lugar a derivaciones formalmente nuevas, piro que no podrían prescindir totalmente de aquel primero y genial modelo.
Siete siglos más tarde surgen las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, mercedarios...). Sus fundadores comprenden que no basta esperar a que vengan al monasterio y aun a las catedrales e iglesias los que necesitan ser evangelizados, sino que es preciso salir a la calle, por los caminos y plazas, y anunciar a Cristo. Es también el momento que nacen las universidades, amparadas ciertamente por la Iglesia, pero debidas al interés y esfuerzo de estudiantes y maestros que las administran. En los monasterios se esperaba a que los fieles fueran a ellos, y era proverbial la hospitalidad con que eran acogidos los huéspedes, «como al Señor»; pero cuando esto no basta, hay que ir a las gentes, y de ello se encargan los mendicantes.
Un par de siglos más tarde, en el mundo se opera una grandiosa transformación, con el descubrimiento de América, en cuya evangelización tanta importancia tendrían estas nuevas órdenes. Seguramente que en nuestra época ellas mismas habrían entendido no exactamente igual esa misión evangelizadora, pero, en todo caso, mitigó la rudeza de los colonizadores y no faltaron numerosos ejemplos de caridad y de esfuerzo positivo {17 (57)} por evitar atropellos y defender a los nativos de la codicia y depredación de los conquistadores, que no respetaron las culturas ni los derechos de los sometidos, preocupados en enriquecerse y llevar oro a la metrópoli. Por lo demás, como ocurre en todas las conquistas, cualquiera que sea el poder que las impulse.
La idea de "Cristiandad" alcanza su cota más alta, pero enseguida se va a resquebrajar. Se alza la primera gran teoría sobre el poder político (Machiavelli), y encuentra, en la grandeza de España, la primera adecuación. La "razón de estado" pasará a ser la filosofía de todos los que acumulen poder. La Iglesia misma será zarandeada y, en ocasiones, casi asaltada, considerándola como una instancia poderosa de la que hay que ser dueño o hay que tener dominada (los Medici), en provecho propio. Pero aun así, habrá santos, y grandes santos.
En el mismo momento en que se inicia la decadencia española, surgen los grandes místicos Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Parece como si ya no quedara nada "por conquistar", y se alzaran para conquistar, las moradas más altas de Dios. Se agotan los caminos de la tierra, pero entonces ellos suben en alas de la contemplación al cielo más alto. Tienen, a pesar de lo sublime de su vuelo, la sencillez directa del amor y el trato con el Señor Jesús. Es un reflejo derivado de la llamada "devotio moderna" que, en Centroeuropa ha enseñado a volver a la figura de Jesucristo, en su santa Humanidad, descendiendo un poco de aquellas por lo demás espléndidas majestades románicas y el dramatismo de las figuras góticas, para inaugurar el trato de la oración de amigo y esposo con Dios, Padre, pero además amigo y hermano en Jesucristo. Nadie como santa Teresa nos lo ha sabido expresar con más verdad, más sencillez y más fuerza.
Teresa de Jesús y Juan de la Cruz tendrán un gran influjo en toda la historia de la espiritualidad; pero, aunque a ella la llamaran "fémina inquieta e andariega", son almas de convento, de clausura. La misma epopeya de América y la ya sangrante escisión protestante demuestran que hay que volver otra vez a la calle, a las plazas. El Espíritu de Dios suscitará a más santos para que, entre todos, cubran esa misión. Destacará, en especial, san Ignacio de Loyola, que transformará, a lo divino, todo el bagaje de su naturaleza de vasco y su condición de militar, desarrolladas en el marco de la España imperial.
En Italia las cosas son de otro modo. Italia no existe como estado.
Es más bien un mosaico de estados, de estados-ciudad, enclaves, concurrencias {18 (58)} y competencias, en aquel momento bajo las tensiones de Francia (rival de España) y el Imperio Español, por una parte, y el poder político del Papado, que, por otra parte, había ejercido una cierta moderación equilibrante en Europa, gracias a su influjo moral, en el círculo de la unidad cristiana, que había logrado tener a raya la presión musulmana.
En Italia también existen grandezas, pero no son políticas, ni siquiera hegemónicas. También aquí hay una vuelta al hombre, al hombre de este mundo, y a la cultura de este hombre terreno. Una vuelta a la humanidad clásica que ya no toma, como en la Edad Media, a Dios como centro del mundo, sino precisamente al hombre, sin por ello despreciar a Dios. El milenarismo se ha olvidado, el mundo no acaba; comienza otra vez. Se deja el éxtasis de un triunfo milagroso, de la apoteosis escatológica, y se camina de nuevo. Se vuelve a Grecia. Tal vez el Emperador de entonces deseara, para él, la grandeza de Roma, pero en Italia se piensa más en Atenas, y Florencia, en concreto, reflorece en sus estilos y produce artistas, poetas, músicos, pintores, arquitectos, políticos, comerciantes... y santos.
Felipe será uno de estos santos, que llevará siempre a Florencia en su corazón —«natione florentinus», declarará al manifestar su origen―, y amará siempre. No vamos a repetir su vida, pero en Roma el primer apostolado lo ejercerá, de seglar, entre los de su misma "nación", que son comerciantes y banqueros, por lo demás servidores del papa y de la nobleza eclesiástica de la corte pontificia. Felipe es un hombre del Renacimiento, nacido en la ciudad en que el Renacimiento tiene su cuna y desde la cual se irradiará, primero sobre Roma, y luego a toda Europa. El Renacimiento también es una secularización. San Felipe no piensa hacerse sacerdote, porque, de momento, le basta con ser cristiano, no como una disminución, sino como usando, hasta agotarla, una libertad que le facilita la entrega a Dios, tal como él la va entendiendo. Es florentino, y lleva muy dentro la idea de la libertad, por la que siempre se batieron los florentinos, cuando las codicias extrañas envidiosas de su pujanza la hostigaban y la asediaban y, finalmente, «la compraban y vendían». Mientras los dos grandes de Europa pensaban en guerras y conquistas, en dominios y grandezas, Florencia se había empleado en la honesta laboriosidad del mejor comercio europeo, y de la riqueza alcanzada con ese trabajo surgían los mecenazgos a los artistas y poetas, las maravillas del arte con que vestían la entera ciudad, menos grande, pero más armoniosa y más bella {19 (39)} que la Roma orgullosa que pudo, a lo sumo, comprar artistas florentinos para embellecerse con lo que, por sí misma, jamás habría sido capaz de crear. Porque florentinos fueron especialmente los artistas, pintores y arquitectos que embellecieron Roma.
Y también lo fue el Santo que la curó de su paganismo, Felipe Neri, que en Roma siguió siendo florentino, aunque sin ánimo ni gesto alguno de prepotencia, ni de desprecio o resentimiento. Felipe amó Roma, la ciudad de los mártires y los santos, el corazón de la Iglesia, la capital del mundo de entonces, y le injertó el amor que llevaba de la Florencia que nunca había olvidado, envuelta en el recuerdo del Angélico, de Savonarola, del Dante, de Miguel Ángel, del Donatello, de los de la Robbia, de Brunelleschi, del Giotto...
Felipe era de mentalidad abierta. Ése era su componente florentino. Porque Florencia se había preocupado más de la cultura, de las actividades del espíritu, del arte, que de perderse en sueños de codicia y de grandezas políticas. Cierto que, finalmente, sucumbió al dominio de los extraños, pero nunca jamás lograron apagar su esplendor cultural. Tal vez se lo apropiaron y se aprovecharon de su acervo, pero el valor de sus creaciones era tan grande y tan puro que, aun falsificado, recordaría para siempre el origen de donde fue extraído.
Esa apertura de espíritu, ajena del todo a mojigaterías, a estrecheces y a raquitismos provincianos, estaba completada, en Felipe, por un espíritu profundo, por una visión radical, desde Dios, que ya se manifiesta en algunos rasgos de su infancia, y luego aparece en su adolescencia o primera juventud, en el momento en que abandona una perspectiva halagüeña, de porvenir honesto, pero de lustre solamente humana, cuando se despide de sus tíos, que le ofrecían hacerlo heredero suyo, en San Germán.
Esta profundidad espiritual se irá desarrollando a medida que progresa en la vida su experiencia de Dios. Esa experiencia de Dios es la oración. Dios le resulta inmediato al alma, y por eso no piensa, ni para hacerse más santo, hacerse sacerdote o ingresar en alguna de las órdenes existentes. En realidad, durante su etapa de vida seglar, está continuamente ocupado en obras de bien, para las almas y para servir a la Iglesia. Y lo lleva a cabo con intensidad y sin vanidad alguna.
Fue en su época de seglar cuando creció en él el gusto y la práctica de la oración. Espíritu de oración y sentido de la libertad son las primeras notas que encontramos en él, destacándose, en los años de su juventud, y que luego se mantendrán y pasarán a sus obras. No es {20 (60)} extraño que, como experiencia extraordinaria, el Espíritu Santo tenga un puesto en sus años jóvenes, de seglar. Si la oración es la respiración del alma v la libertad la condición para el amor, aunque externamente llevara una actividad verdaderamente sorprendente, no nos puede resultar demasiado extraño que necesitara cinco y hasta ocho horas diarias para "pensar en Dios", porque esto era, ya en la tierra, su cielo, y su gozo. Y tenemos, con la alegría, esa otra nota de su espiritualidad. No se trata de estar alegres porque hay que hacer el esfuerzo de ponerse alegre, o de parecerlo, sino que el gozo también es del Espíritu de Dios, porque nace de esta presencia mantenida, en trato que no cesa con el dulce huésped del alma, Dios mismo. Y la austeridad tampoco es el resultado de una programación ascética, sino de haber elegido lo mejor. «Sólo Dios basta», diría santa Teresa, contemporánea suya, y él mismo aseguraría, más tarde, que «quien busca y ansía otra cosa que no sea Jesús, está loco y no sabe lo que busca».
Pero la libertad, la oración, el gozo, típicamente filipenses, nos podrían hacer creer que todo se contiene y agota en esa interiorización de aspiraciones y actitudes muy íntimas del alma, abstraída de todo lo demás. Felipe fue un santo activo, emprendedor, imaginativo, abierto en el trato, comunicativo. Hacer el bien, dedicarse a obras de caridad, de instrucción en la fe, de formación. Fue muy exigente con los que dependían de él, procurando que adquirieran una verdadera cultura, aunque humillándoles y "premiando" sus éxitos, con verdaderas penitencias, porque temía sobremanera la soberbia, especialmente de sus hijos espirituales. Ante un sermón que le parecía demasiado fervoroso en la alabanza del martirio cristiano, interrumpió al predicador increpándole y recordando que, en el Oratorio, nadie había dado todavía ni una sola gota de sangre por defender la fe, ni tampoco había tenido especiales sufrimientos a causa de ella.
Quería a los jóvenes, con una predilección dispuesta a perdonarles todas las molestias de sus inoportunidades. Pero, profundamente realista, también reconocía que sus fervores necesitaban ser moderados, purificados y corregidos muchas veces: «I giovani, fuoco di paglia!» El entusiasmo de los jóvenes es fuego de paja. Pero eran la esperanza de mucho bien. Él podía recordarlo de sus fervores de juventud. «Dichosos vosotros, los jóvenes, porque tenéis tiempo y fuerzas para haceros santos». Tal vez, la tristeza fuera que, a veces, se ven tan desperdiciadas esas fuerzas que Dios da a los jóvenes, precisamente {21 (61)} cuando debieran servir para el bien.
En el fervor, en los ejemplos y doctrinas de bien, era estricto. Había que aprender de los santos. No es que se fijara, precisamente, en las listas de canonizados, sino en las personas acreditadas, porque él se había atrevido a circundar con una aureola de santo una estampa con el grabado de Savonarola, santo según él. Y los libros que leía con frecuencia —Iacopone da Todi, Bto. Colombini—, curiosamente habían sido de personajes que tuvieron conflictos con las autoridades de la Iglesia, en épocas difíciles, ciertamente, en las que no siempre el buen ejemplo resplandecía en los puestos de responsabilidad.
Tenía un horror a la avaricia.
«El avaro nunca será santo». Y a las mentiras.
Para ser buenos y santos, según él, uno había de estar dispuesto a despreciarse a sí mismo, a no despreciar a nadie y a no preocuparse de que le despreciaran. Es posible que esto último fuese lo más difícil. Y que él, afectuoso como era, lo hubiese experimentado en buena medida. Por otra parte, esa frase, que es de san Bernardo y que se la tenía bien sabida, resume todo lo más importante sobre el verdadero desprendimiento cristiano, que aconsejaba a todos.
Sin desprendimiento, sin humildad, solía decir, es imposible la oración, la amistad con Dios.
En verdad fue un santo de oración. Cuando su obra se llamó «el Oratorio», no fue porque hubiese elegido ese nombre, sino por la costumbre de que las reuniones primeras, una vez comenzaron a ser organizadas, se hacían en un espacio que tenía este nombre. Pero le gustó. «Si tengo un pequeño espacio de tiempo para rezar, no tengo miedo de nada». La oración también explica sus misas, que tenía que celebrar en privado, porque se le hacían demasiado largas y llamaba la atención, y nada le hacía sufrir tanto como convertirse en espectáculo de curiosos. Hombre activísimo, pero tan amante de la soledad, de subir a lugares altos, de contemplar espacios abiertos, de contemplar la naturaleza, porque {22 (62)} así más fácilmente pensaba en Dios.
Hay en san Felipe un aspecto que no se puede pasar por alto. Es el pensamiento de la muerte. No el de las calamidades teatralizadas en el medioevo, con amenazas terribles —«Dies irae, dies illa / calamitatis et miseriae...»—, sino de la muerte como encuentro con el Señor. Él supo así curar los temores de muchos escrupulosos, y hacerlos confiados en el amor a Dios, todo misericordia. Pero enseñaba que este encuentro debe prepararse, por el respetuoso amor que merece Dios. Así a aquel joven ambiciosillo y superficial que le hablaba contento de sus esperanzas y perspectivas mundanas, a las que Felipe iba preguntándole «¿Y después?», hasta que se agotaron las respuestas a todo lo que podía parecer un porvenir espléndido en la profesión, la riqueza, el honor, el amor... «¿Y después?» Le respondió el joven, finalmente: «¿Después?...
Me moriré». Todavía añadió san Felipe: «¿Y después?»... Esta última pregunta fue terrible. El joven la pensó, estalló en lágrimas, se convirtió, dejó el mundo, y se consagró enteramente a Dios.
Después.
Nos atrevemos a pensar que, para san Felipe, casi no existía el "después". A los santos se les comprimen las cronologías, las sucesiones y las esperas, en las cosas que son de Dios. La oración ya es, para ellos, un comienzo del cielo, porque el cielo se inicia y contiene en el alma. El tiempo, bien entendido, ya está inscrito en la eternidad.
«El reino ya está entre vosotros, y hasta dentro de vosotros. Los biógrafos que se refieren a fenómenos místicos o a arrobamientos de san Felipe, en la oración, en la celebración de la misa, en la lectura de libros santos..., tal vez nos expresan, implícitamente, que Felipe ya tocaba el cielo, ya lo tenía, por lo menos comenzado, en el alma.
Todos explican lo que sucedió con su muerte, y el momento de su muerte. Cuando decían los médicos que iba a morir, no murió.
* Vosotros no entendéis». Y, un día, se puso a decir que se moriría, y dijo la hora, y fue anunciando el momento, trasteando pacíficamente por su cuarto, confesando a algunos, recibiendo visitas, rezando el Breviario, y, al paso, iba contando y señalando cuándo iba a morir, y ocurrió todo como había ido prediciendo, en paz, con cara bañada de cielo, o con cara y rostro que, más que nunca, verdaderamente, era el espejo del alma.
Porque, el cielo, ¿qué otra cosa puede ser, para quien ha hecho oración, que la gran contemplación serena y total de Dios embebiendo el alma?
La verdadera religiosidad so guarda en el corazón, y, aunque no puede existir sin que se manifieste en hechos, éstos, sin embargo, son ocultos en su mayoría, como la caridad que no ama el hacerse visible, la oración secreta, la negación de sí mismo que no se muestra, las luchas que nadie sospecho, y también las secretas victorias.
J. H. Newman, P.S. IV, 243