Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 284. SEPTIEMBRE-OCTUBRE. Año 1992
0. SUMARIO
EL que rechaza la verdad o teme y desprecia sus exigencias, espiritualmente es un esclavo y, si tiene poder, hace esclavos a los demás. Al final, la verdad siempre resplandece, aunque pueda ser más allá del tiempo; pero resulta inevitable que, en el camino, hayan sido sacrificados o engañados muchos inocentes. La peor de las violencias que ha padecido y padece el ser humano es la mentira, y luego la persecución de la envidia y la explotación e injusticias de la codicia. Ellas solas explican los mayores males que afligen todavía a la humanidad.
SAN PIETRO IN VATICANO
PRINCIPIOS
PENSAMIENTOS DE J, H. NEWMAN
APOSTOLADO Y DESPRENDIMIENTO
PERMISO PARA SER CRISTIANO
CONVERSIÓN DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS
SOBRE RENGLONES TORCIDOS
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1. SAN PIETRO IN VATICANO
...Aquí has llegado, peregrino,
al sepulcro vacío, con un dulce
olor de lienzos todavía. Pasa,
no pretendas morar, calor no pidas,
cumple tu reverencia entre las púrpuras
cansadas que revisten las pilastras.
Vuelve a tus horas, a tu tierra, Acaso
es un inmenso andén, es una sala
de espera y de festejo, con distintos
cristianos cada día. En el extremo
de los caminos, un vacío, el hueco
más grande de la tierra, resonante
con eco ya no humano. Aquí la pompa
en volutas perfectas se aniquila;
se queman las exactas ceremonias;
es el tapiz por su revés de industria,
con la verdad cayendo al otro lado.
Marcharé. No venía a confortarme,
sino a aprender mejor lo que sospecho;
vine a pedir amor para llevar
mis ropajes de vivo sin romperlos,
a aceptar otra vez mi triste forma
de ser, como de un rey; vine a buscar
algo de la ironía sin escudo
de Cristo, al enredarse en nuestros años.
José M. Valverde 2 (66)
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2. Principios
NEWMAN, antes que las ideas, por encima de los sistemas y más que la fuerza de los valores, estimaba y se guiaba por lo que él llamaba "principios". Gracias a esto, quedó inmunizado frente a cualquier fanatismo mental, no se cerró a explícitos o disimulados universos sectarios, ni se endureció esclavizándose a sí mismo o a los demás enarbolando la hipótesis de una pasión religiosa. Ese peligro que corren las personalidades con don de gentes y pretextos teológicos, cuando no desembocan en la santidad verdadera y evangélica, y llevan a confundir el reino de Dios con los reinos del mundo.
Newman era un hombre de principios, que es más que ser un teórico, aun del bien y de la verdad; los principios no son encasillables en la organización de modos, prácticas y tácticas de "ganarse el cielo", ni de captación o seducción de adeptos como si fueran logros apostólicos; los principios no son energía o conciencia de fuerza monopolizada para imponer a los débiles lo que hoy podríamos llamar un fascismo espiritual. Newman fue acusado de que "no hacía conversiones" porque no tenía éxitos estadísticos, y se atrevía a decir que, a la vez que preparar a los convertidos para la Iglesia, había que preparar y convertir a la Iglesia para que ésta los pudiera recibir.
Y lo decía por amor a las almas y por verdadero amor a la Iglesia, de la que nunca quiso aprovecharse, porque su amor era puro.
Para Newman, "the first principles" eran actitudes previas al discurso del pensamiento, a la decisión de la voluntad, para proteger la pureza del primero y sostener la honestidad de las decisiones del querer humano. Es posible desarrollar toda una teoría sobre Newman y "los principios"; pero el más importante de ellos era seguramente "el principio de la conciencia", entendido no como el acoplamiento, o limitación, del querer o voluntad de Dios a lo que éste deja al arbitrio del hombre, sino como "resonancia de la voz de Dios en el corazón del hombre", de quien Dios espera una respuesta que no puede ser desoída sin traicionar a quien nos habla. Esta respuesta no la puede dar nadie, en substitución del hombre, de cada uno.
{3 (67)} Educar para el cristianismo es enseñar a responder a Dios con la sinceridad requerida; es "desinfantilizar" y preparar para ser verdaderamente personas, que respondan con la vida a la fe en un Dios también personal. No a una idea ni a un sistema, no a la mayor utilidad de un proyecto terreno, para cuyo fin se instrumentaliza a Dios y, en cuyo nombre, podría llegarse al abuso de reducciones sectarias incompatibles con la universalidad y espiritualidad del cristianismo. Universal y, por ello, espiritual; y espiritual para poder ser universal, de todo el hombre y de todos los hombres. El principio de la conciencia no ampara la anarquía, no es la egolatría, no es el capricho o escudo detrás del cual se oculta el egoísta. En la vida del hombre todo es juego y permanece sin sentido ni valor si no nace "del corazón y va dirigido al corazón" de Dios mismo. Dios nos ha dado corazón para establecer con él este puente. Por esto Newman llega a decir que la conciencia no solamente es la voz de Dios en el corazón, sino el vicario de Dios y verdadero vicario de Cristo en el interior de cada uno de nosotros.
Buena noticia:
Cátedra Newman, en Salamanca.
Se acaba de establecer en la Universidad Pontificia de Salamanca una cátedra de teología para el estudio de John Henry Newman, cuyo objetivo es dar a conocer mejor las obras y el pensamiento del gran convertido de Oxford y eminente oratoriano, en los ambientes culturales de los países de habla hispana. Los rectores del English College, de Valladolid, y del Royal Scots College, de Salamanca, firmaron en junio un contrato con el rector de esta Universidad, para sostener la cátedra y promover, entre otras actividades, encuentros anuales sobre temas newmanianos específicos y simposios cuyos trabajos y relaciones serán publicados. El curso se inaugura el 19 de octubre por el arzobispo Couve de Murville, en representación de los obispos de Inglaterra y Gales.
Monseñor Couve de Murville es el diocesano de Birmingham, sede del Oratorio fundado por Newman, después de su conversión al catolicismo.
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
EL CAMINO HACIA LA FE
Buscad la verdad por el camino de la obediencia y tratad de actuar de acuerdo con vuestra conciencia; que vuestros criterios no sean el resultado de meros razonamientos o suposiciones, sino del perfeccionamiento del corazón. Porque este camino nos manifestará por sí mismo que es el correcto, si es que algún camino lo es; y que hay un camino recto y otro desviado nos lo dice también la conciencia. No hay duda de que Dios escuchará sólo a los que se esfuercen en obedecerle.
(La obediencia conduce a la fe y la preserva. P.S. VIII, 198-199).
Desde el principio hasta el final de la Escritura, la voz única de la inspiración mantiene continuamente no la existencia de discrepancia alguna entre fe y obediencia, sino esta única doctrina: que sólo hay un camino de salvación accesible a nosotros, a saber, la entrega total de nosotros mismos a nuestro Creador, y eso en todas las cosas; lo cual significa fidelidad máxima, sumisión de nuestra voluntad, conversión a Dios con todo el corazón.
En la Escritura esta actitud espiritual se atribuye unas veces al que cree, y otras al que obedece, según el pasaje concreto, sin importar a cuál de las dos actitudes es imputada... Porque no podemos llamar acto de fe sino a aquel que responde a la naturaleza de la obediencia, es decir, que implica la realización de un esfuerzo dirigido a obtener una victoria. (La fe es proporcional a la obediencia. P. S. III, 82-83, 85-86).
Nuestra forma más natural de razonar no es pasando de proposiciones a proposiciones, sino de cosas a cosas, de lo concreto a lo concreto, de un todo a otro todo... Ésta es la manera según la cual razonamos ordinariamente: tratamos las cosas de un modo directo, y tal como en sí mismas son...; de ello podemos encontrar buenos ejemplos, tanto en personas sin cultura como en los grandes genios. (El pastor es capaz de predecir el tiempo y el hombre bueno puede comprender la verdad religiosa. G. A., 330-331).
{5 (69)} He aquí, pues, dos procesos distintos: el proceso inicial de razonamiento y el proceso posterior de profundización en nuestros razonamientos. Todos los hombres razonan, puesto que razonar no es nada más que obtener una verdad a partir de la verdad precedente...; pero no todos reflexionan acerca de sus razonamientos —y mucho menos de una forma sincera y cuidadosa― para hacer justicia a su auténtico significado; lo hacen solamente en proporción a sus aptitudes y conocimientos. Dicho de otra manera: todo hombre está dotado de razón, pero no todos pueden presentar razones. (La razón, si dejamos que actúe según su naturaleza, nos llama a creer. U. S., 258-259).
Un juez no hace honrados a los hombres, sino que los absuelve y los rehabilita; de la misma manera, la razón no tiene por qué estar en el origen de la fe, tal como ésta existe en las personas que creen, aunque la comprueba y la verifica.
(La razón puede ir después de la fe.
U.S., 183) ¿Confía un niño en sus padres porque se ha demostrado a sí mismo que efectivamente son sus padres, y que son capaces y están deseosos de hacerle bien, o porque parte de un afecto instintivo?... La enseñanza del texto («Mis ovejas escuchan mi voz») es, pues, que aquellos que creen en Cristo creen porque lo reconocen como el Buen Pastor; lo conocen por su voz, y reconocen su voz porque son sus ovejas... La mente iluminada por Dios ve en Cristo aquel a quien desea amar y adorar —aquel que sacia sus anhelos―, y confía, cree en él, porque lo ama. (El amor conduce a la fe. U. S., 236).
«Muchas veces se siente uno incapaz de creer, aun deseándolo, porque no posee una evidencia suficiente para convencer a su propia razón. ¿Qué es lo que podrá hacerle creer?» Su compañero de viaje había mostrado inquietud durante algunos momentos; y cuando Charles acabó de hablar, le dijo inmediatamente, aunque con calma:
«¿Qué es lo que podrá hacerle creer? La voluntad, su voluntad...; no es la evidencia lo que falla...; hay evidencias más que suficientes para llegar a la convicción moral de que la Iglesia católica o romana, y ninguna otra, es la voz de Dios»...
«Eso significa», dijo Charles, mientras el corazón le latía más deprisa, «que esa persona no tiene el deber de esperar que lo ilumine una luz más clara. Es que no tendrá, no puede esperar más luz antes de convertirse. La certeza, en su sentido más alto, es la recompensa de aquellos que, por un acto de la voluntad, y siguiendo el dictamen de la razón y de la prudencia, abrazan {6 (70)} la verdad precisamente cuando los estímulos naturales se acobardan. Hay que arriesgarse. Para uno que aún no es católico la fe es una aventura; cuando ya lo es, la fe es un don. Te aproximas a la Iglesia por el camino de la razón, y entras en ella a la luz del Espíritu». («Veo que he de creer». L. G., 383-385).
Puedo darme cuenta de que debo creer, y sin embargo ser incapaz de hacerlo... Considerad el caso paralelo de la obediencia. Muchas personas saben que han de obedecer a Dios, pero no lo hacen ni pueden hacerlo por culpa suya, ciertamente, pero no pueden Pues sólo por la gracia de Dios son capaces de esa obediencia. Ahora bien, la fe no es una mera convicción racional; es un asentimiento firme, una certeza más clara que cualquier otra. Y eso no puede ser realizado en el hombre más que por la gracia de Dios, y sólo por ella. Así como los hombres pueden estar convencidos de algo, y sin embargo no actuar de acuerdo con esa convicción, así también pueden no creer a pesar de estar convencidos... Su razón está convencida; sus dudas tienen carácter moral, y tienen su raíz en un defecto de la voluntad. En una palabra, los argumentos en favor de la religión no obligan a nadie a creer, de la misma manera que los argumentos en favor de un comportamiento {7 (71)} correcto no obligan a nadie a obedecer. La obediencia es consecuencia de la voluntad de obedecer; la fe es consecuencia de la voluntad de creer. (La voluntad de creer. Mix., 224-225).
Podríamos decir que la fe verdadera es como el aire o el agua, incolora. No es sino el medio a través del cual el alma ve a Cristo. En realidad, el alma no puede descansar en ella y contemplarla, como tampoco el ojo puede ver el aire.
Por eso, cuando los hombres intentan, por así decirlo, cogerla en sus manos..., la están sustituyendo por una sensación, una idea, un sentimiento, una convicción o un acto de la razón, que pueden manipular y pervertir. Prefieren sentir "experiencias" en ellos mismos que encontrar aquel a quien no tienen.
(La fe unida al amor conduce a Cristo, pero puede ser oscura y sin emociones sensibles. Jfc., 336).
Desde que tenía quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión: no conozco otra. Y no puedo concebir la idea de una religión de otro tipo; la religión como mero sentimiento se me antoja un sueño o una broma.
La religión sin la realidad de un Ser supremo, sería como si se quisiera pretender el amor filial sin la realidad de un padre. (El testimonio personal de Newman. Apo., 49).
EL SENTIDO DE LOS CREDOS Y LOS DOGMAS
Para poder sentir amor, temor, esperanza o confianza en Dios, primero hemos de conocerlo. La devoción ha de tener un objeto, y este objeto, puesto que es de índole sobrenatural, si no está representado ante nuestros sentidos por un símbolo material, ha de ser presentado a la mente en forma de proposiciones. La fórmula que para el teólogo contiene un dogma insinúa espontáneamente un objeto de culto para el fiel. (La fe busca comprender. G. A., 120-121).
La esencia misma del cristianismo, en lo que profesa ser y en su historia..., es un mensaje concreto de Dios al hombre, comunicado inequívocamente por medio de los instrumentos escogidos por él y que debe ser recibido como tal mensaje revelado. Por tanto, ha de ser reconocido, abrazado y mantenido como verdadero de forma categórica, {8 (72)} en razón de su origen divino; no como una verdad relativa, probable o parcial, sino como un conocimiento absolutamente cierto, y ello en un sentido en el que ninguna otra cosa lo puede ser, pues proviene de aquel que no se puede engañar ni engañarnos. (La certeza de la fe. G. A., 386-387).
Dios es uno, y por tanto la huella de sí mismo que él ha dejado impresa es también una. No es una suma de diversas partes; no es un sistema; no es tampoco algo imperfecto que necesitara ser completado. Es la visión de una realidad.
Cuando rezamos, no lo hacemos a un conjunto de nociones, o a un credo, sino a un ser personal. Y cuando hablamos de él, hablamos de una persona, no de una Ley o de una Manifestación. Así, pues, todos nuestros intentos por delimitar esa impresión que de él tenemos han de ir dirigidos a obtener una sola imagen, no dos, tres o cuatro; no una filosofía, sino una realidad concreta en sus diversos aspectos.
(Tenemos un conocimiento parcial del Dios infinito. U. S., 330).
La mente que está habituada al pensamiento de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, se concentra de un modo espontáneo, con un interés devoto, en la contemplación de quien es objeto de su adoración, y comienza a elaborar formulaciones sobre él, sin saber hacia dónde irá ni hasta dónde llegará. Una proposición lleva necesariamente a otra, y ésta a una tercera..., hasta que lo que al principio era una impresión en la imaginación se convierte en un sistema o credo en la razón.
(Vamos clarificando nuestras creencias. U. S., 329).
Los credos y los dogmas existen sólo en virtud de la realidad esencial que se proponen expresar y que es la única que posee consistencia propia. Son necesarios solamente porque la mente humana no puede reflexionar sobre ella si no es por partes; no puede tratarla en toda su unidad e integridad, a no ser que la descomponga en una serie de aspectos y relaciones...; así, los dogmas eclesiásticos son, a fin de cuentas, símbolos de una realidad divina que, lejos de permanecer limitada por tales fórmulas, no quedaría totalmente agotada o explicada por muchísimas más que añadiéramos. (La doctrina se desarrolla cuando ha de ser enseñada o defendida. U. S., 331- 332).
Si el cristianismo es una religión universal, que ha de ser adecuada no sólo a un país o a un tiempo determinado, sino a todo tiempo y lugar, no podrá dejar de cambiar en su relación y trato con el mundo {9 (73)} que lo rodea; es decir, habrá de desarrollarse. (En un mundo superior, las cosas son de otro modo, pero aquí abajo ser perfecto es haber cambiado muchas veces. Dev., 58).
¿Quién ha de ser el contrincante que opondrá resistencia cara a cara y será capaz de contener la energía feroz de las pasiones y el escepticismo que todo lo corroe y disuelve en materia religiosa?... La necesidad de alguna forma de religión en interés de la humanidad ha sido generalmente reconocida. Pero, ¿dónde estaba el representante concreto de las realidades invisibles, con la fuerza y la firmeza necesarias para hacer de dique frente a la inundación? (La Iglesia católica con sus credos es ese "representante concreto". Apo., 243-244).
El mundo es un adversario violento de la verdad espiritual... Lo que dice puede ser verdadero, hasta el límite de su capacidad, pero no es toda la verdad ni la verdad más importante. Las verdades fundamentales son aquellas que el corazón del hombre acepta aunque no las pueda demostrar: la existencia de Dios, la certeza de la retribución futura, las exigencias de la ley moral, la realidad del pecado, la esperanza del auxilio sobrenatural. De estas verdades la Iglesia es la única firme defensora. (La Iglesia defiende tanto la religión natural como la revelada. Idea, 515-516).
El cristianismo es primordialmente una religión objetiva. Nos habla sobre todo de personas y acontecimientos con palabras sencillas, y deja que este anuncio produzca su efecto sobre los corazones que se encuentran preparados para recibirlo. (Cómo actúa la religión revelada. Diff. II, 86-87).
Los artículos del Credo son enunciados y ejemplos breves de algunas de las más importantes gracias que han sido concedidas al hombre en el Evangelio. Son verdades llenas de significado, con consecuencias prácticas y directas para la vida y el comportamiento de los cristianos. Esto lo percibimos inmediatamente cuando decimos, por ejemplo, «un solo Bautismo para el perdón de los pecados» o «la resurrección de la carne». Tal debería ser también nuestra profesión de catolicidad. Consideradas de esta manera, las dos verdades, «la Iglesia católica» y «la comunión de los santos», deben ser explicadas recíprocamente: una nos presenta a nuestros hermanos y protectores en el cielo, la otra nos indica dónde hemos de buscar la verdadera doctrina y los medios para obtener la gracia en la tierra. (Los credos son luz en la oscuridad. Ath. II, 65).
De una carta de san Pedro Claver, jesuita.
Ayer, 30 de mayo de este año de 1627, fiesta de la Santísima Trinidad, desembarcó una grandísima nave de negros de "Los Ríos". Acudimos allí con cestos de frutas, galletas y otras comidas. Nos abrimos paso hasta llegar a los enfermos, que eran muchos, tendidos sobre la tierra húmeda y enlodada, cubierta de basura y otros desechos; ésta era la cama para sus cuerpos totalmente desnudos.
Dejamos los manteos y fuimos a por maderas y entablar el lugar; con nuestros brazos trasladamos allí a los enfermos, dos de ellos ya moribundos; hicimos una lumbre para darles calor y los cubrimos con nuestros manteos, y abrieron los ojos y nos miraban. Nos pusimos a lavar sus caras y sus cuerpos, y mi compañero y yo hacíamos a todos tantas demostraciones de afecto como nuestra naturaleza es capaz para dar alegría a un enfermo. Ellos tenían la idea de que habían sido llevados allí para ser comidos; por eso, intentar hablarles de otro modo no habría servido de nada.
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4. Apostolado y desprendimiento
Los Apóstoles hicieron conversiones, no solamente porque eran Apóstoles, sino porque estaban desprendidos de todo. El Santo Padre Felipe Neri ha pretendido este desprendimiento en sus hijos, no sólo para santificarse más fácilmente ellos mismos, sino para ganar para Dios las almas de los otros. Ha establecido también que cada miembro de la Congregación provea con lo suyo a los propios vestidos necesarios y muebles y ajuar de su aposento, y al sostenimiento de la Casa, y que no solamente no reciba ningún estipendio por el servicio que presta al pueblo, sino que pague de lo suyo, para poder tener el honor de servir a las almas, que son tan preciosas a los ojos de Dios. Prerrogativa en verdad bien singular y muy apreciada, por la cual el que piense bien puede conocer que un filipense trabaja no de modo forzado, sino voluntariamente, sin esperar recompensa, y que incluso paga de lo suyo para poder trabajar en beneficio de los otros; no trabaja por la tierra, sino solamente por el cielo. Por eso san Felipe decía: «Si queréis hacer bien a las almas, no toquéis las bolsas».
Del libro «Pregi della Congr. del' Oratorio» 11 (75)
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5. Permiso para ser cristiano
LA HISTORIA de la humanidad y, en especial, la de la Iglesia, está llena de figuras que, sin pretenderlo, fueron semilla de grandes realizaciones o influyeron decisivamente en lo que otros emprendieron. Así ocurrió, por ejemplo, con nuestro Padre san Felipe Neri, que se encontró con que había fundado el Oratorio, casi como resultado del interés y presión del papa Gregorio XIII, con una determinada base jurídica, luego imitada por otros fundadores, más o menos fieles a la fórmula canónica que prescinde de los votos religiosos públicos o sociales, proclamando que basta con la fidelidad al Evangelio. Este influjo e imitaciones se han extendido, a lo largo de cuatro siglos, después de san Felipe, en un importante número de congregaciones o sociedades de vida apostólica, incluidos, como una última y reciente derivación aprobada por el papa Pío XII, que comprende el amplio fenómeno de los llamados institutos seculares, aunque distantes y diferentes en las finalidades, espíritu y obras propias que caracterizan a cada uno de ellos, cuando se les compara con el "tipo" original, mantenido con bastante fidelidad, que surgió de san Felipe.
Pero nuestro mismo fundador debe rasgos de su originalidad a influencias que le precedieron. Citamos de pasada la de los benedictinos, que en Occidente han influido en todas las formas posteriores surgidas como un regreso corporativo al Evangelio, al impulso del Espíritu, y también a los dominicos («¡Todo lo bueno de mi vida se lo debo a ellos!»), sin olvidar a los hijos de san Francisco, omnipresentes en la Europa {12 (78)} de la baja Edad Media у del Renacimiento. De cada una de estas referencias podría escribirse un extenso capítulo. Si lo hiciéramos de la última, tendríamos que cerrar la memoria con la tristeza de haber perdido hace poco la pequeña iglesia romana de San Jerónimo de la Caridad, cuna del Oratorio. Pero afortunadamente nos queda, además de la amistad de san Felipe con el capuchino san Félix de Cantalicio, algo que debió causar un profundo y decisivo impacto en el joven Felipe, recién llegado a Roma, cuando había abandonado las perspectivas de heredar a sus parientes de San Germán y se decide a entregarse totalmente a Dios.
Era el año 1534. Toda Europa, desde hacía tres lustros, estaba conmocionada, y en la Iglesia, pueblo y jerarquía no cesaban de hablar de "reforma", sin acabar de aclararse. No hacía mucho que un fraile franciscano lego, Matteo da Bascio, había llegado a Roma, y dejado atrás su convento de Umbría porque, según él, allí se había relajado la vida evangélica y olvidado a san Francisco. Este pobre y místico hermano lego no se veía capaz de congregar y regir a otros, y solamente había pedido al papa permiso para no abandonar su condición de fraile, enseñar los mandamientos de la ley de Dios, «más con el ejemplo que con las palabras, y exhortar a todos con sencillez para que los cristianos siguieran los caminos de Dios y las buenas obras».
Sin él proponérselo, su ejemplo cundió y, en poco tiempo, se formó en Roma un crecido número de imitadores у seguidores, a veces a pesar suyo, que el pueblo romano llamó "ermitaños". Algunos de ellos no se recataban en predicar, {13 (77)} denunciar y profetizar, hasta causar inquietud, molestia y rechazo a clérigos y prelados con frecuencia necesitados de reforma. Finalmente se promulgó un edicto de expulsión. El pueblo romano, que les tenía afecto, pudo contemplar la procesión con la cual, precedidos de la cruz, abandonaban la ciudad, cantando himnos espirituales. No faltó quien gritara: «Los los delincuentes vienen a Roma, y los buenos y los virtuosos son expulsados». Un biógrafo de Felipe se imagina a éste emocionado, vibrante, mientras contempla, en medio de la agitación popular, aquel espectáculo, y recordaba, una vez más, al dominico Savonarola, castigado con la hoguera por atreverse a denunciar la corrupción. Los expulsados constituyeron la rama franciscana de los frailes capuchinos.
San Felipe, después de esto, no fue a ningún convento, ni pensó en hacerse sacerdote. Se hizo, pacíficamente, "ermitaño". Vivió varios años en limpia pobreza, aseado en el porte y vestido, austero en el sueño y la comida, y constante en la oración. Fue preceptor de dos niños, con lo que ganaba poco, pero le bastaba para la vida de pobre que había elegido. Era libre para el bien, y al bien del Evangelio consagró esa libertad. Seguramente pensó que, si se hacía clérigo, esa libertad para el bien podía peligrar. Cuando cambiaron los tiempos e incluso se ordenó de sacerdote, siguió creyendo en la libertad para el bien, la verdad y el Evangelio. Y al tener que estructurar la vida común y fraterna entre los primeros discípulos que se le congregaron, insistió en los caminos de sencillez y en la prevalencia del espíritu sobre las formas, los títulos, las posesiones y el poder. Debía bastar el permiso para vivir el Evangelio.
«Se poseen bienes ajenos cuando se poseen bienes superfluos»
(SAN AGUSTÍN Sal 147, 12). Lo que ocurre es que somos muy hábiles en inventar bienes necesarios.
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6. LA CONVERSIÓN DE BARTOLOMÉ DE LAS CASAS
Responder sinceramente a Dios
LA CONVERSIÓN es un milagro de la gracia que se produce cuando el hombre se abre al aldabonazo espiritual de Dios en el alma; es como atreverse a caminar sobre las aguas del mar, fiados sólo en la voz de Dios que nos llama, a la vez que nos tiende la mano para salvarnos de nuestros miedos. Le cuesta responder sinceramente a Dios a quien cree en él solamente por miedo, sin darse cuenta, o sin querer ver, que esa fe esconde y surge de una falsificación del verdadero Dios; por otra parte, más exigente de como él se lo imagina. A veces ampliamos el nombre de cristianos a los meramente adheridos, a los partidarios, o a los que pagan por no darse a sí mismos, y calman de este modo sus escrúpulos, manteniendo indefinido cualquier compromiso y posponiendo una y otra vez la conversión, el pasar de vida a muerte y de muerte a vida. Querrían un cristianismo {15 (79)} condicionado por cuotas de mundanidad, y hasta alaban a Dios y a los santos, pero como los que se quedan en la orilla, viendo el mar, y sin nadar dentro. Puede ser que todavía sigan en ayunas, sin mensajero que les haya anunciado el Dios cristiano, o puede ser que el anuncio les haya rebotado al oír que «es imposible servir a dos señores a la vez».
Descubrir la verdad limpia
Pero Dios llama a veces tan fuertemente al corazón del hombre, que éste descubre el tesoro de la verdad limpia y se consagra a ella sin remilgos, ni más demoras, que la vanidad, o el prestigio de la riqueza y la sabiduría, o la tentación corruptora del poder hubieran podido echar por tierra. Esa clase de conversión se obró en Bartolomé de las Casas, nombre interesadamente oscurecido porque empañaba la leyenda del descubrimiento de América y del trato dado a sus pobladores por los colonos que allá corrieron a establecerse, llevados de la pasión del oro. Bartolomé de Las Casas comenzó siendo uno de estos colonos.
Las grandes pasiones del s. XVI
Aquel siglo se caracterizó por las pasiones que agitaron el mundo europeo: la pasión política plasmada en la "razón de estado" que Maquiavelo teoriza y se hace práctica en los Reyes Católicos, el mayor poder del momento, hasta conseguir de un papa español una bula que «les dé, de parte de Dios», el dominio de las tierras por ellos conquistadas en el Nuevo Mundo; la Inquisición, de {16 (80)} origen secular, para que el estado pueda someter a unidad no solamente los cuerpos, sino también las almas de sus súbditos; en la práctica eran los reyes los "jefes" de las Iglesias, pues ellos nombraban obispos y seleccionaban misioneros colaboradores, si bien no siempre resultaron serlo en la medida de las pretensiones reales.
La pasión del oro y las "encomiendas"
La pasión del oro. Colón llegó a escribir: Del oro vienen las demás riquezas; el que tiene oro puede hacer cuanto le place en este mundo, y con oro incluso puede hacer entrar las almas en el cielo. La suerte de ir a América y alcanzar una "encomienda" era un privilegio para hacerse rico y adornarse con títulos nobiliarios. La organización de las "encomiendas" por los colonos se basaba en estructuras de esclavitud. Se decían cristianos, pero, para justificar la explotación de los indígenas, buscaban argumentos en Aristóteles, el cual se refiere a categorías de hombres "naturalmente esclavos". Es así como, víctimas de las batallas (de flechas contra pólvora), infectados por contagios de enfermedades europeas, sucumbiendo en el trabajo forzado de las minas, disminuyó y a veces desapareció completamente la población indígena, como ocurrió con los naturales de las Antillas a mediados del s. XVI.
Entonces comenzó la caza de negros en África y las deportaciones a América, hacinados y a veces asfixiados y muertos en las bodegas de los barcos; eran el relevo de la diezmada mano de obra necesaria para seguir la explotación de riqueza, en beneficio de los colonos, y asegurar la parte que había que mandar a la metrópoli. Hasta la descolonización, en el s. XIX, se calcula que unos 20 millones de esclavos negros fueron llevados desde África hasta América. El colono o "encomendero" tenía a su disposición tierras y minas y un número de esclavos sometidos a los que exigía trabajo, pero dándoles a cambio la posibilidad de ser bautizados y así "salvados". {17 (81)} En Europa no faltaron los que pensaban que era éste un modo de compensar a la Iglesia por la pérdida estadística que había causado la Reforma de Lutero.
Pasión por el saber. La recuperación de los saberes clásicos y el humanismo; las universidades, nacidas de la Iglesia y comenzando a abrirse a los seglares, y el acceso de los simples laicos a la cultura; facilitado todo con la invención de la imprenta, si bien inmediatamente controlada por el poder y sometida a censura; el crecimiento de las ciudades, los caminos abiertos al conocimiento entre pueblos diversos; la nueva dimensión del mundo.
Pasión religiosa. Crisis protestante, aunque en algunos aspectos es posible que Lutero hoy nos pareciera conservador. Crítica del abuso del poder religioso. Grandes santos. Misiones. Una Iglesia que resurge en las órdenes y nuevas congregaciones, deseosa de purificarse a sí misma, a la que no faltarán retos futuros, pero que demuestra, una vez más, que es desde la base y más allá de las leyes, aun buenas, desde donde, como ya hicieron los verdaderos y grandes santos de todas las edades, se vuelve siempre al Evangelio.
Origen y estudios de Bartolomé de Las Casas
Pero volvamos a Bartolomé de Las Casas.
El padre del futuro fray Bartolomé de Las Casas había acompañado a Cristóbal Colón en el segundo viaje de éste a América, y obtuvo una "encomienda". Nueve años más tarde (1502), quiso que le sucediera como "encomendero" su hijo Bartolomé (1474-1566), a la sazón brillante joven de 28 años, natural de Sevilla, en cuya universidad había estudiado, lo cual le permitió alcanzar una vasta cultura humanística, que le fue muy útil en las polémicas futuras, como defensor de la causa de los indios. Estas polémicas se airearon entre los estudiosos de la historia, a raíz de la publicación póstuma, {18 (82)} en 1875, de una obra de Bartolomé de Las Casas, que había permanecido silenciada, hasta el siglo pasado, su Historia de las Indias. En su narración descubrimos y completamos noticias que, según Pedro Henríquez Ureña, natural de Santo Domingo, gran pensador y padre de la historiografía americana, constituyen uno de los más extraordinarios acontecimientos de la historia espiritual de la humanidad.
Denuncia de los dominicos
En 1510, los frailes predicadores llegaron a Santo Domingo, y se encontraron con la contradicción que, a los ojos de la fe y la moral cristiana, se podía constatar allí, ante el trato que los "encomenderos" daban a los indígenas tenidos jurídicamente como siervos explotados inhumanamente. La reacción de los religiosos dominicos no se hizo esperar, si bien fue preparada con reflexión, prudencia y largas oraciones en el interior de la comunidad. Finalmente el superior mandó al que juzgaba mejor predicador entre los presentes, fray Antón de Montesinos, para que el domingo de Adviento inmediato a la Navidad condenara desde el púlpito aquella situación injusta, de real sistema de esclavitud: ...Todos vosotros estáis en pecado mortal; vivís y moriréis en ese estado por la crueldad y tiranía que demostráis con estos pueblos inocentes. Decid, ¿con qué derecho y en virtud de qué justicia tenéis a esos indios en una tan cruel y horrible servidumbre? ¿Quién podía autorizaros a hacer todas estas guerras detestables contra unas gentes que vivían tranquila y pacíficamente en su país, y a exterminarlas en número que no acaba, con matanzas y crueldades inauditas? ¿Cómo podéis oprimirlos y ahogarlos así, sin darles de comer, y sin cuidarles cuando enferman al exponerlos mortalmente a las tareas excesivas que exigís de ellos, y aun debiera {19 (83)} decirse más exactamente que vosotros mismos los matáis por sacar y amontonar vuestro oro día tras día? ¿Y qué cuidado os tomáis para asegurar su conversión? ¿Acaso esa gente no son hombres y no tienen un alma, una razón? ¿Y no estáis obligados a amarles como a vosotros mismos?
Es comprensible que los "encomenderos" reaccionaran contra los religiosos; igualmente, que los reyes de España y Portugal se tomaran el derecho de seleccionar a los misioneros mandados a América. De todos modos, aunque la esclavitud no se abolió hasta el siglo pasado, es verdad que se promulgaron leyes y disposiciones, que en teoría debían mitigar aquella situación, si bien en la práctica no se observaban. El fin principal era sacar riqueza de la conquista.
La conversión de Bartolomé de Las Casas
Un día le llegó el turno al "encomendero" Bartolomé de Las Casas, y fue en Santo Domingo, cuando se acercó a confesar, y el confesor le negó la absolución porque no le era lícito, en conciencia, tener esclavos. El golpe fue fulminante. Al fin la voz de la conciencia se impuso y, a diferencia de la ira de otros colonos, o al abandono de los sacramentos, Bartolomé de Las Casas se convirtió y más tarde entró en la orden de los dominicos dispuesto a hacer de su vida una reparación de aquellos males. Bartolomé de Las Casas era ya un hombre maduro, todavía fuerte, que se acercaba a los 50 años.
Primero como simple fraile y luego como obispo de Chiapa, en el sur de México (nombrado por el regente cardenal Cisneros), no cesó en su lucha, aunque le valiera el haber tenido que cruzar una docena de veces el océano en ida y vuelta de las Indias Occidentales a España. Aquí tuvo sus fuertes oponentes que, al servicio de las ideas imperialistas del momento, le acusaban de discriminar (?) a los colonos españoles, de raza "superior" a la "inferior" {20 (84)} de los indios, defendidos por Las Casas. Su contradictor más importante fue el humanista vallisoletano Juan Ginés de Sepúlveda, que pretendía con esta tesis obtener la promulgación de leyes tutelares de esos imaginados derechos de los españoles sobre los indígenas, y Sepúlveda llegó a acusar formalmente de racista a Bartolomé de Las Casas. Difícil lo tuvo éste, pero consiguió al fin que se salvaran los principios, aunque claudicaban en la práctica, entorpeciéndose con múltiples conflictos de jurisdicción que los hacían inoperantes, o simplemente se silenciaba al denunciante, o se le procesaba o desacreditaba, para hacer inútil su reclamación.
La defensa de los indios
Bartolomé de Las Casas no estuvo solo en su lucha, ni ésta acabó con él. Recientemente, los obispos latinoamericanos, reunidos en Puebla, unieron a su nombre los de Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Archieta, Manuel Nóbrega y tantos otros que defendieron a los indios ante conquistadores y encomenderos, incluso hasta la muerte. También el papa Juan Pablo II se ha sumado al reconocimiento de Bartolomé de Las Casas, de quien dijo en México, hace dos años, que estuvo siempre dispuesto a elevar su voz en defensa de los más débiles y necesitados, en quienes veía el rostro de Cristo. Tampoco puede pasarse por alto, en España, la figura del teólogo dominico Francisco de Vitoria, de fama universal, quien puso en entredicho el "derecho de conquista" en la colonización de América; pero su voz, si bien consiguió inquietar la conciencia del ya anciano Carlos V, en Yuste, no logró cambiar el sentido de aquellas expediciones. Vitoria, en 1539, resumió en sus Lecciones sobre los indios y sobre el derecho de guerra lo que había explicado a sus alumnos en la universidad de Salamanca; es un clásico del derecho de gentes y de derecho internacional.
{21 (85)} Como se ve, no faltaron mentes lúcidas y corazones verdaderamente cristianos que descubrieran las contradicciones de la aventura americana, resueltos a no permanecer mudos y traicionar el Evangelio. Pero tampoco puede extrañarnos demasiado que los europeos (en este caso, españoles), con un cristianismo madurado a lo largo de quince siglos en el campo de la cultura europea, que habían cruzado el océano por intereses de "un reino de este mundo", hicieran tabla rasa de otras culturas, lenguas, leyes y costumbres, y calificaran de diabólicas las religiones de los indios, sin haberse antes purificado de los propios demonios o de los que habían dejado en Europa. No es ahora el momento de denunciar los excesos del culto azteca, por ejemplo, y compararlos con el sentido mágico con que a veces se administraban los sacramentos cristianos. Sería otro discurso.
Los reinos terrenos
A mediados del siglo pasado, John Henry Newman, en plena época victoriana, aunque todavía anglicano, decía en un sermón:
Los reinos terrenos no están fundados en la justicia, sino en la injusticia. Están establecidos por la espada, por el latrocinio, la crueldad, el perjurio, la astucia y el fraude. Nunca se ha visto un reino, aparte del de Cristo, que no haya sido concebido y dado a luz, alimentado y educado en el pecado...; o que no se haya establecido, en su inicio, merced a una invasión o una usurpación... Pero el reino de Cristo es diferente. La Iglesia de Cristo perdería su gracia si buscara el poder, la riqueza y los honores. Satán ofreció a nuestro Señor la gloria de todos los reinos del mundo, y nuestro Señor la rechazó.
Sólo la conversión permite entender cómo es el reino de Cristo.
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7. Sobre renglones torcidos
DEJEMOS de lado el trato que árabes y judíos recibieron de los blancos, y, por un momento, hagamos una rápida alusión a la conquista de América. Es verdad, desde la perspectiva cristiana, que, una vez más, «Dios escribió derecho sobre renglones torcidos» y allí se anunció la fe en Jesucristo; pero el precio fue muy caro e injusto, y no lo había puesto Dios.
Lo mismo que antes se llamaba a los árabes infieles y a los judíos deicidas, se decía que los indígenas americanos eran salvajes, ignorantes e inferiores. Pasemos por alto las grandes y atroces guerras que hemos sabido montar los blancos. Pero tal vez sea la hora de preguntarnos si las deficiencias y atrasos que allí arrastran no sean acaso el resultado de mestizajes que no han podido serenarse ni suceder a la excelencia de las culturas que los blancos arrasaron, con el pretexto de llevarles la "civilización". Los blancos, hasta donde han podido, han practicado la política imperialista de "tabla rasa" e imposición sucesiva de su cultura, como si aquellos indígenas estuvieran entonces todavía en el Neolítico, cuando el pueblo maya había inventado el cero antes que los europeos, y calculado la duración del año solar con mayor precisión que nosotros, y habían construido grandiosos monumentos religiosos y escrito poemas bellísimos, y el vigor de sus cuerpos permanecía todavía incontaminado de las enfermedades que les contagiamos.
En la ciudad de Bogotá, capital de Colombia, donde san Pedro Claver tuvo con los esclavos negros la misma misericordia que Bartolomé de Las Casas con los indígenas de las Antillas y México, existen dos lugares, como ahora se dice, emblemáticos. Uno de ellos es el Museo del Oro, único en el mundo por los tesoros que alberga. A otro lado de la ciudad, en un cerro que la domina, el Monserrate, hay un templo con la imagen de "Cristo caído". Allí suben, en procesión interminable, fieles humildes de la ciudad y de más lejos, mientras los simples turistas se limitan a admirar la excepcional suntuosidad del museo dedicado al rey de los metales.
Un sacerdote colombiano decía que esta imagen de Cristo caído es símbolo de la historia y las tristezas de todos los indios; el Museo de allá abajo, símbolo de la pasión de cuantos habían cruzado el mar, en busca de El Dorado, ambiciosos de la riqueza, a cualquier precio.