Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 287. MARZO-ABRIL. Año 1993
0. SUMARIO
RESURRECCIÓN equivale, en Cristo, a recuperación gloriosa de su posición escondida, hasta ese momento, de Hijo de Dios. Su santa humanidad ya no es barrera del espíritu. En el cristiano, resurrección es vida renovada por don de Dios, como morir para nacer de nuevo a otra dimensión, la de la santidad. La santidad no es una asepsia respecto del mal, sino injerto de bien, gracia de Dios mantenida en amor de hijos, que imitan al Primogénito. Lo meramente moral es todavía paganismo y regateo por los mínimos; no entrega total a Dios, es decir, proyección a la santidad. De otro modo, Dios permanecería lejano al hombre, sin que éste llegue a ser verdadero cristiano, porque el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, carecería de sentido para él.
EL SUFRIMIENTO INMERECIDO
PERDONES
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
CONVERTIRSE, ÉSA ES LA CUESTIÓN
LA CONVERSIÓN DE GAUDÍ
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1. EL SUFRIMIENTO INMERECIDO
Siento aprensión a referirme a mis sufrimientos personales.
Pero considero de algún modo justificado hacerlo, en razón del bien que pueda reportar a otros, si confieso que he sufrido realmente los embates de la persecución: he sido encarcelado, agredido, amenazado, despreciado... Y tuve miedo. Pero el Maestro me hizo llevadero su yugo.
Mis angustias personales me han mostrado el valor del sufrimiento inmerecido. Cuando las penas aumentaban, descubría que existen dos maneras de enfrentarse a ellas:
o bien reaccionar con acritud, o tratar de transformar el sufrimiento en fuerza creadora. Así he llegado a reconocer la necesidad del sufrimiento y hacer de él una virtud.
Últimamente me he convencido del valor redentor que se encierra en el sufrimiento inmerecido. Cuando hay gentes que todavía consideran la Cruz como un estorbo o una locura, yo creo, más firmemente que nunca, que la Cruz es el poder de Dios ordenado a la salvación de cada hombre y de toda la humanidad. Con el apóstol Pablo puedo decir humildemente, pero con gozo y dignidad: «Llevo en mi cuerpo los estigmas del Señor Jesús». Las angustias pasadas me han acercado a Dios y, en medio de arideces y temores, he percibido una voz interior que me decía:
«Animo, estaré contigo». Mientras que el poder de Dios transformaba la fatiga en plenitud de esperanza.
Martin Luther King 2 (26)
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2. Perdones
NOS ESCANDALIZA esa representación de amnistías y perdones que se ha tenido en la república de El Salvador. Se hace evidente que lo único que se pretende es blanquear unos crímenes que no se han podido ocultar del todo, cuyo horror permanece en aquellos ambientes que se resistieron a las manipulaciones informativas de los hipócritas de siempre, creadores profesionales de opinión que falsea la realidad cuando compromete intereses más importantes para ellos que la misma verdad. Ahora se intenta usar las palabras perdón y pacificación para confundir a los más sencillos y acallar a todos con la invocación simbólica de sentimientos nobilísimos y aun cristianos ―en los cuales podemos presumir que no creen los que los declaman―, y justificar o borrar con ello la memoria de hechos y verdades incontestables.
Pero el escándalo de lo ajeno no debe hacernos olvidar el de lo propio, aunque las proporciones sean menores por más que la raíz es la misma. Debemos recoger la lección y aplicárnosla, si llega el caso, en los perdones que los humanos debemos concedernos unos a otros y, todavía más, si somos cristianos, en cuyo caso Dios va implicado en ello, puesto que los agravios y las injurias, los odios y resentimientos, las envidias, difamaciones y desprecios padecidos por los más indefensos, el Señor nos dice que «a mí me lo hacéis», y son pecado, aunque la víctima jamás hubiese pensado en vindicar el daño sufrido. El perdón, la misericordia del ofendido no disuelve la culpa del ofensor. Dios nos ha hecho libres y responsables a la vez, nos recordaría Newman. Es la libertad, precisamente, la que más nos obliga a «dar cuenta de lo que hacemos y de lo que somos». No basta «quedar bien», sino que es necesario ser buenos. La reducción o el énfasis que depositáramos en cualquier acción o declamación simbólica resultaría ineficaz en el pecador, si permanece en la salvedad de los mínimos sin verdadero deseo reparador en el corazón. Esto reviste especial importancia en los pecados contra el amor fraterno, el cual, junto y fundido con el amor a Dios, resume y contiene toda la santidad y obra la justificación o salvación del hombre {3 (27)} Solamente el verdadero amor, es decir, el amor hecho verdad, da libertad y paz a la conciencia del hombre.
El mundo monta y, a veces, le bastan los espectáculos y apariencias formales engañosas; pero al hombre justo, sobre todo si es cristiano, la paz sólo puede venirle de la verdad y la justicia reconocida y restablecida en la propia conciencia, sin más testigo que Dios y, por lo tanto, transparente y rigurosa, con hambre y sed de la verdad divina, y no por mucho imaginar que Dios acepta la nuestra, sino porque nosotros queremos sinceramente la suya.
Andamos sobrados de apologías y escasos de conversiones. Tenemos el corazón soberbio. Nos creemos los buenos, convencidos de que sólo les corresponde cambiar a los otros. Hablamos de amor, pero no amamos, como le sucedía al fariseo de la parábola. Ello hace, con frecuencia, que trivialicemos nuestras reconciliaciones sacramentales, convirtiéndolas en una suerte de mecanismo para perdones automáticos, lejos de creer y respetarlo como un encuentro personal con Cristo, por medio del signo que nos lo hace presente:
La conversión, el cambio del hombre creyente que acepta la gracia de Dios y cede a su influjo, actúa desde el alma, es interior, y no presiona desde fuera de nuestra conciencia; no hace adeptos, sino hijos de Dios; no clientes de la Iglesia o de sus asociaciones, sino hermanos en Cristo y familia santa que anticipa el cielo, mientras lo espera y pide la llegada del Reino. Nada valen los modelos del hacer humano para algo que es divino. No valen las apariencias salvadas, ni las estadísticas, ni las cantidades ―Dios no es cantidad―, sino la autenticidad, el ser. El mundo es apariencia y no sirve para modelo de trascendencia; mutante y fugaz, le basta parecer y es engañoso. Lo que en él nos escandaliza es lección que debemos tener en cuenta. Como el contraste de la sombra cuando ayuda a reconocer mejor la luz; y la mentira, la verdad; y la muerte, la vida. No nos duela necesitar ser perdonados y perdonar. El perdón es más que un don, un don doblado, sobre todo cuando nos viene de Dios. La Iglesia no cesa de recordarlo en cada acto de culto y alabanza al Señor para que esperemos el cielo como el lugar definitivo donde cantemos todas sus misericordias.
Pero, en la espera, no cedamos a ningún engaño, no engañemos a nadie y, sobre todo, no creamos jamás que, al modo como es posible engañar a los hombres, también podríamos engañar a Dios.
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
EL DON DEL ESPÍRITU
El Salvador no dejó el mundo en el mismo estado en que se encontraba antes de su venida. Pues él sigue permaneciendo con nosotros, no sólo en una serie de dones particulares, sino en el mismo Espíritu que lo ha reemplazado, tanto en la Iglesia como en las almas de cada uno de los cristianos. (Desde que Cristo fue glorificado, está comunicando su Espíritu. P. S. II, 221).
La acción misericordiosa de Cristo tiene dos momentos fundamentales:
lo que hizo por todos los hombres, y lo que hace continuamente por cada uno de ellos; lo que hizo de una vez por todas, y lo que hace por cada uno continuamente; lo que hizo de una manera exterior a nosotros, y lo que hace dentro de nosotros; lo que hizo en la tierra, y lo que hace en el cielo; lo que hizo en su propia Persona, y lo que hace mediante su Espíritu; su muerte, y después el agua y la sangre; los méritos de sus sufrimientos, y los diversos dones comprados a ese precio: el perdón, la gracia, la reconciliación, la renovación, la santidad, la comunión con Dios. Es decir, la expiación y la aplicación de la misma, o sea, su muerte redentora y nuestra justificación. El nos redime al entregarse a sí mismo en la Cruz y nos justifica enviando su Espíritu. (Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Jfc., 205-206).
Así como en los designios de Dios era necesario para la redención que se diera de una vez por todas el sacrificio del Hijo, localizado en el tiempo y en el espacio, así también ha de haber una comunicación permanente, espiritual y universal, de ese sacrificio. Hubo una sola expiación; hay innumerables justificaciones... Su resurrección era necesaria para aplicar a sus elegidos el poder de la expiación que su muerte consiguió para todos los hombres. Así, pues, él murió para comprar lo que después comunicó gracias a su resurrección. (El Hijo de Dios nos redime, el Espíritu Santo nos santifica. Jfc., 205-206).
11 Ser justificado es justamente esto:
recibir la Presencia divina dentro {5 (29)} de nosotros, y convertirnos en templos del Espíritu Santo. Dios está en cada lugar de una forma tan absoluta y total como si no estuviera en ningún otro sitio. Y así se nos dice, por lo que se refiere a la humanidad, que «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Pues bien: aquel que vive en todas las criaturas de la tierra, para darles una vida mortal, vive en los cristianos de una forma más divina, comunicándoles una vida inmortal. (La Buena Noticia es que tenemos un Dios que habita en nosotros. Jfc., 144).
Cuando esta noción de un Dios que habita en nosotros, tanto de un modo natural como por medio de la gracia, es denigrada como una especie de misticismo, yo preguntaría si, dado que él está presente en todo lugar y habita en todo, no hemos de admitir como una verdad necesaria su presencia junto a nosotros y en nosotros. Y si está presente en todo lugar y habita en todo, no hay ninguna objeción que nos impida tomar la Escritura literalmente, no existe dificultad alguna para admitir que la verdad es tal como dice la Escritura: que así como habita en nosotros de una determinada manera, por naturaleza, así también él está en nosotros de otra manera, por medio de la gracia. El misticismo del Nuevo Testamento. Jfc., 145).
El verdadero cristiano, pues, podría ser definido como aquel que tiene un sentido normativo de la presencia de Dios en su interior.
Ya que únicamente los justificados tienen tal privilegio, sólo ellos pueden percibir esta realidad. Un cristiano verdadero, el que se halla en un estado aceptable a Dios, es el que, en este sentido, tiene fe en él, de tal manera que vive con el pensamiento de que Dios está presente junto a él, aunque no de una manera externa, no meramente en la naturaleza, o en la providencia, sino en lo más íntimo de su corazón, en su conciencia. (Dios habita en el alma, y en ella ha de buscarlo el cristiano. P. S. V, 225-226).
Y nosotros, en la medida en que adquiramos esa visión interior más elevada ―la cual podemos creer con humildad que es la única verdadera―, obremos en consecuencia. Adoremos su sagrada Presencia dentro de nosotros con todo temor, con un «júbilo estremecedor». Ofrezcamos nuestros mejores dones a quien, en vez de aborrecernos, ha venido a habitar en nuestros corazones pecadores... En esto consiste todo nuestro deber: primero, en contemplar a Dios todopoderoso, tanto en el cielo como en nuestros corazones y en nuestras almas, y después, mientras lo contemplamos, en actuar por y para él en las tareas de cada día. (Amor {6 (30)} afectivo y efectivo. P. S. III, 269).
Esta visión, ¿no aumenta nuestra responsabilidad, en vez de disminuirla? ¿No nos hace más vigilantes y más obedientes, a la vez que nos conforta y eleva?... ¿Cuándo es más fácil que seamos sobrios y estemos en vela: cuando poseemos un tesoro que podemos perder, o cuando tenemos una recompensa remota que ganar? (La verdad del Evangelio es premio y exigencia. Jfc., 190-191).
LOS SACRAMENTOS, SIGNOS DE UNA PRESENCIA
Nuestro Señor, al hacerse hombre, instituyó el medio para santificar la naturaleza de la cual su humanidad es el modelo. Él habita personalmente en nosotros, y lo hace mediante los sacramentos... Permaneciendo en nosotros, llega a ser el principio inmediato de la vida espiritual en cada uno de sus elegidos... Es evidente que existe una presencia especial de Dios en quien es miembro del Señor... El alma y el cuerpo, por la permanencia de la Palabra en ellos, superan su estado natural y se convierten en algo tan sagrado que profanarlos sería un sacrilegio. (Los sacramentos son los medios de nuestra unión con el Señor. Ath. II, 193-195).
Aunque ahora está sentado a la derecha de Dios, en realidad no abandonó el mundo una vez que hubo venido a él, pues poseemos la donación del Espíritu Santo, que se da siempre a aquellos que lo buscan. Y de la misma forma que sigue permaneciendo con nosotros, aun cuando está en el cielo, así también la hora de su pasión y su cruz está siempre presente místicamente, aunque hayan pasado mil ochocientos años. Tiempo y espacio no forman parte del reino espiritual que él ha fundado, y los ritos de la Iglesia son los misterios maravillosos mediante los cuales supera ambos... Así, Cristo brilla a través de ellos como a través de cuerpos transparentes, sin impedimento alguno. Él los tocó y exhaló su aliento sobre ellos al instituirlos, y desde entonces tienen fuerza en ellos mismos. (Cristo se nos hace próximo por medio de los sacramentos.
P. S. III, 277-278).
Ciertamente, nuestro misericordioso Salvador hizo muchas más cosas por nosotros de lo que revelan las maravillosas doctrinas del Evangelio: nos ha hecho capaces de ponerlas en práctica... Pero, ¿qué hemos de hacer nosotros para obtener su gracia? ¿Cómo tendríamos la certeza consoladora de que nos ama {7 (30)} personalmente y de que cambiará nuestros corazones ―que nosotros sentimos tan mundanos― y nos limpiará de nuestros pecados que reconocemos tan abundantes si no nos hubiera dado los sacramentos, medios y prendas de la gracia, llaves que abren el tesoro de la misericordia? (Nuestros pecados son perdonados mediante los sacramentos. P. S. III, 290-291).
¿Qué diremos de esta nueva creación del alma, por la cual Dios nos hace hijos suyos, nos da una naturaleza celestial, infunde en nosotros su Espíritu Santo y nos limpia de nuestros pecados? He aquí lo que es propio del cristiano, sea cual sea su condición; todas las glorias de este mundo se desvanecen a su lado. El rey y el vasallo están a la misma altura en el reino de Cristo.
(El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. P. S. VIII, 52-53).
¡Cuántas son las almas en tribulación, en angustia o en soledad, cuya única necesidad es encontrar a alguien a quien confiar sus sentimientos, a los que el mundo no quiere atender! Han de expresarlos, pero no pueden hacerlo a quienes ven habitualmente. Quieren contarlos, y al mismo tiempo no quieren; desean exteriorizarlos, y sin embargo quieren permanecer como si no lo hubieran hecho. Desean manifestarlos a alguien lo suficientemente fuerte para poder soportarlo, pero no tan fuerte que los desprecie, expresarlos a alguien que les pueda aconsejar y que a la vez los pueda compadecer. Desean verse aliviados de una carga y alegrarse al ser consolados. (La confesión de los pecados, una realidad celestial en la Iglesia. Prepos., 351).
Voy a referirme a una gran acción, la más grande que puede darse sobre la tierra. No se trata simplemente de la invocación, sino ―si me permitís decirlo así, de la evocación que hace presente lo eterno.
En el altar se hace presente en carne y sangre aquel a quien los ángeles reverencian y ante el cual los demonios se estremecen. (En la Eucaristía ofrecemos la víctima del Calvario glorificada. L. G., 328).
El oficiante avanzaba, se situaba al otro lado del altar, donde ahora se ponen los cirios, de cara al pueblo, y entonces comenzaba el santo sacrificio. Primero incensaba la oblata, es decir, los panes y el cáliz, como reconocimiento del dominio soberano de Dios y signo de la oración que se eleva hacia él. Después le traían el volumen con las oraciones, mientras el diácono iniciaba la llamada plegaria de intercesión, una lista de diversas intenciones por las que se debía orar... La plegaria acababa con una mención {8 (32)} particular de los presentes, para que pudieran perseverar en el Señor hasta el fin. Entonces el sacerdote comenzaba el Sursum corda y recitaba el Sanctus. El canon o Actio parece haberse dicho casi con las mismas palabras que hoy... Se ponía un gran énfasis en la oración del Señor, la cual en cierto modo concluía la celebración y era dicha en voz alta por los fieles, que se golpeaban el pecho a las palabras «Perdona nuestras ofensas». (La liturgia eucarística de finales del s. III, evocada por Newman y en buena parte restaurada hoy. Call., 340-341).
¿No hay en todas las iglesias católicas algo que va más allá de la devoción escrita, cualquiera que sea su fuerza o dramatismo? ¿No creemos en su Presencia en el tabernáculo, no en el sentido de una simple expresión o de una mera idea, sino como un objeto tan real como nosotros mismos?... Y ante esta Presencia no necesitamos la ayuda de una profesión de fe, ni siquiera un manual de devoción. (La presencia de Cristo en la reserva eucarística.
D. A., 388) Nuestro Señor... está presente en el sacramento únicamente en sustancia, y la sustancia no requiere ni implica tener que ocupar un espacio... Nuestro Señor, pues no desciende del cielo a nuestros altares, ni se mueve cuando se le lleva en procesión. Las especies visibles cambian de posición, pero él no se mueve, está en la Sagrada Eucaristía de una forma espiritual. No sabemos cómo, ni encontramos parangón en nuestra experiencia para explicar ese cómo. Únicamente podemos decir que está presente, aunque no según la forma natural de los cuerpos, sino de un modo sacramental. (Cristo está presente real y verdaderamente bajo las especies de pan y vino. V. M. II, 228).
A veces nos parece entrever en figura al que un día veremos cara a cara. Nos acercamos, y a pesar de la oscuridad, las manos, la cabeza, la frente y los labios se nos vuelven sensibles al contacto con algo superior a lo terreno. No sabemos dónde estamos, pero hemos sido bañados en agua, y una voz nos dice que es sangre. O tenemos una señal en la frente que nos habla del Calvario. O recordamos una mano extendida sobre nuestra cabeza, y ciertamente tenía en ella la marca de los clavos y era como la de aquel que, sólo con tocar, daba la vista a los ciegos y resucitaba a los muertos. O hemos estado comiendo y bebiendo, y en verdad no era un sueño que alguien nos alimentaba de su costado herido, y renovaba nuestra naturaleza mediante la carne celestial que nos daba. (Podemos experimentar el encuentro con Cristo en sus sacramentos. P. S. V, 10-11).
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4. Convertirse, ésa es la cuestión
EL CRISTIANISMO, heredado meramente como tradición, no cambia la conciencia del hombre; puede afectarle solamente, a lo sumo, como un fenómeno cultural, como una filosofía moralizante con filacterias estoicas, aun como una ideología para justificar poderes, al estilo de los mitos que inventan y cultivan los políticos en sus propagandas; puede ofrecerse a los más débiles como enajenación sentimental y consoladora, para desplazar indefinidamente las exigencias concretas de la justicia y las transparencias de la verdad en los sencillos de corazón, en los más pobres del mundo... Por esto no basta una religiosidad que no vaya más allá de la cultura o de un sistema de ideas o de referencias que hipotecan el presente, sin inscribirlo en la eternidad. No construimos la eternidad desde el tiempo, sino que en éste descubrimos la semilla de la gracia que nos impone un tránsito a otra forma vital, a la conversión. Y esta gracia es Jesucristo, que se nos da generosamente, en la vida y en la muerte, para ser incorporado, como un injerto al árbol, con savia nueva. Por eso los verdaderos santos, antes que ideas, que proyectos, que obras y sistemas, han buscado, encontrado, tenido y creído en un Ser personal. La Verdad es el Ser. Como en el ciego de nacimiento: «Señor, ¿quién es, para {10 (24)} que crea en él?» El resto es una consecuencia de dejarse llevar por Dios, admirados por dónde nos conduce, en los consuelos tanto como en las penas, que nunca lo son del todo, porque preparan para claridades mayores, para el crecimiento de la fe, de modo que no parece que "se va a Dios», sino que Dios ha venido y viene todo de él, con él». Santo Tomás pensaba que todo lo que había escrito de Dios no valía nada, como la paja; san Felipe desconfiaba del exceso de proyectos; san Juan de la Cruz, cuando esperaba la muerte, elegía el camino del desprecio; san Pablo lo tenía todo por pérdida y sólo le importaba Cristo; Newman prefería un barrio pobre de Birmingham y dejaba a otros el Londres de lores y ladies... Y todo esto no como quien se somete a un ejercicio ascético, sino para "estar" con el Señor y para "ser" con el Señor. A ellos les importaba más el ser que el tener, el poder, el saber, y no digamos el parecer. Eran positivos y la brevedad de la vida no la despreciaban, aunque tampoco la medían: «Me da lo mismo vivir que morir», exclamaba san Pablo, que experimentaba a «Cristo viviendo en él» y sólo él le bastaba, como a santa Teresa.
Se dirá que el listón se pone demasiado alto. Pero es que la santidad no admite rebajas y es indispensable para la contemplación y comunión con Dios en el Cielo. Por eso podemos {11 (35)} decir que es sabio quien se entregue a responder a la gracia que se recibió en el bautismo para ser secundada con buena voluntad, «buscando el rostro de Dios» con amor y perseverancia, por encima de cualquier otro amor. Es decir, lo necesario es convertirse y mantenerse en estado de conversión hasta el encuentro definitivo con Dios, cuando nos reciba en su regazo. Todo lo demás es lo de menos.
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5. LA CONVERSIÓN DE GAUDÍ
EN la ceremonia inaugural de los pasados Juegos Olímpicos de Barcelona pareció que, por un momento, el mar había subido ruidosamente por la ladera de la montaña hasta convertir en lago el estadio de Montjuic, anegándolo en el azul y blanco espumoso de las olas del Mediterráneo, deteniendo aquí su fogosa carrera, a saltos desde la Grecia clásica, para fingir que volvía a nacer el mundo con el estruendo de su fuerza derramada en belleza para sumarse al gozo de la ciudad en fiesta.
Presencia que perdura
O, si se prefiere, que había resucitado a la vida la extensa hilera ondulante, resplandeciente, de miles de azulejos troceados y polícromos, que por una noche dejaban de ser diadema que ceñía el éxtasis del Parque Güell, diseñado por Gaudí, y se deshilvanaba en olas de júbilo, de fuegos y de luces más arriba, aplaudían las estrellas.
Gaudí estaba presente aquella noche, en La que todo parecía joven; pero esa juventud de ahora tenía más de un siglo, aunque la acabaran de descubrir extranjeros llegados de muy lejos, de donde las estrellas guían los caminos de los peregrinos, muchos de los cuales no sólo acababan de venir para aplaudir {13 (37)} a los campeones del deporte, sino atraídos por el renombre de la poesía en piedra de un arquitecto ciertamente singular, que apenas había salido de su país, que pretendió extraer de la tradición de sus propias raíces y hacer realidad plástica y concreta su identidad, que siempre entendió como profundamente cristiana.
La generación de La Renaixença
Él pertenecía a la generación de artistas, industriales, literatos, eclesiásticos y políticos del último tercio del siglo pasado catalán, conocido culturalmente como La Renaixença; un movimiento de recuperación histórica y de expresión de la conciencia colectiva que reaccionaba afirmándose a sí misma, segura de su derecho (leyes, lengua, instituciones), negado desde la implantación en España del modelo político francés (1714).
El no haber participado Cataluña en la conquista de América le benefició en el sentido que hubo de buscar su prosperidad en su propia y proverbial laboriosidad, de la que fue una muestra la Exposición universal de Barcelona de 1888, emplazada precisamente en el espacio de la poco afortunada y amenazante Ciudadela, una vez derribadas las murallas que atenazaban el crecimiento de la ciudad, ya próspera, que se extendía hacia arriba en la zona conocida por L'Eixample. En ella crecerían la mayor parte de edificios del período modernista, característico de la arquitectura y el arte barcelonés, y la figura más destacada sería nuestro personaje, Antoni Gaudí.
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Los orígenes de Gaudí
Gaudí había nacido en Reus (Tarragona), en 1852. Allí fue alumno del Colegio de los Escolapios.
Sus primeras aficiones artísticas pudo ejercerlas, todavía adolescente, planeando y pintando decorados para las representaciones infantiles escolares. Era buen dibujante, fantástico, partiendo siempre de lo natural, dominándolo, como los hierros casados con la piedra de la casa Milá (Pedrera), que nos descubren el oficio de su padre, herrero y forjador, en su taller doméstico reusense. Tenía diecisiete años cuando fue a Barcelona con el propósito de estudiar arquitectura. Combinó el estudio con el trabajo y conoció a varios arquitectos, alguno de los cuales le daba trabajo de delineante, como en el caso de Francesc de Paula Villar, autor de un primer proyecto de lo que luego sería, con grandes transformaciones, el templo de la Sagrada Familia, en cuyo encargo le sucedería Gaudí. Se puede discutir si esta colosal obra expresa mejor que otras el genio de Gaudí, pero es cierto que influiría enormemente en su religiosidad personal, y fue como una vocación a la que se consagra todo.
Espiritualmente no se puede decir que Gaudí, en sus primeros años de profesión, se mostrara excesivamente fervoroso. Fue siempre creyente, aunque algo crítico con la Iglesia, si bien se sintió comprometido en una arquitectura proyectada para los más humildes, de la cual queda como testimonio muy relevante el diseño y construcción de la colonia Güell, que echaba por tierra el desacreditado diseño de casas baratas, para dar lugar a espacios habitables, sencillos, hermosos y cómodos, que tenían por corazón una iglesia, cuya parte edificada contiene en germen cuanto posteriormente desarrollaría su fantasía creadora.
Güell, el mecenas
La realización de este proyecto fue posible por la iniciativa de Eusebio Güell, prendado de Gaudí después de descubrirlo al contemplar el escaparate de una tienda de Barcelona que Gaudí había diseñado. {15 (39)} Güell se convirtió para Gaudí más que en un cliente: sus negocios le obligaban a viajar al extranjero y regresaba siempre con libros y revistas que ofrecía y comentaba con el amigo arquitecto, que actualizaba su conocimiento sobre las corrientes artísticas en boga. Güell era uno de aquellos burgueses entusiasmados con el progreso económico, social y cultural de Cataluña. En el aspecto religioso sobresalía y concitaba a todos el obispo Torres a Bages. En política Prat de la Riba, muy buen cristiano, que en una ocasión quiso hacer diputado a Antoni Gaudí, y éste le dijo: No. Yo os haré una catedral nueva.
Constructor de "bosques de piedra"
Gaudí tenía treinta y un años cuando en 1883 acepta hacerse cargo del proyecto de la Sagrada Familia. No había tenido apenas encargos ni premios o reconocimientos oficiales —tal vez porque su fantasía desconcertaba y su juventud asustaba—, pero enseguida se le ofrecieron diversos proyectos de particulares, si bien procuró concentrarse en Barcelona. El dibujaba planos y hacía pruebas y cálculos con maquetas, pero sobre todo estaba presente en las obras y discutía y enseñaba a los artesanos y albañiles. Para él un arquitecto es un artista que domina ordenadamente el espacio y la luz, e imita y respeta la espontaneidad de lo natural: En la naturaleza no hay líneas rectas, repite, pero sí un orden interior de fuerzas que hay que respetar. A él jamás se le cayó ninguna columna torcida, y casi construyó bosques de piedra con ellas ―arquitecto de bosques le llamó Pla―; en cambio, los que le imitaron o quisieron corregirlo fracasaban cuando salían de la verticalidad. Es bueno tener en cuenta los estilos, pero no pueden repetirse, sino que hay que construir en concordancia con la diversidad del entorno o marco de la obra a realizar. Muchas veces se desechan materiales y piedras rotas que, ordenándolas, resultarían bellas. La elegancia es la pobreza limpia.
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Gaudí, arquitecto religioso
El primer Gaudí que gustaba de frecuentar salones elegantes, asistir a la ópera del Liceo, y no perderse los mejores conciertos a los que acudía lo más selecto de la sociedad barcelonesa, fue haciéndose más retirado y laborioso. La Sagrada Familia tenía que representar el sentido cristiano de una sociedad que la prosperidad podía hacer materialista, y la nobleza del trabajo redentor de la condición humana sería allí ensalzada no sólo con el homenaje explícito a san José obrero, sino con el ejemplo de la familia santa: Jesús, María y José. Y no solamente en esa nueva catedral, sino en los edificios civiles que construía, figuraban ostensiblemente estos nombres, o la cima esmaltada de la cruz vuelta a inventar, o palabras del Evangelio... Su oficio de arquitecto formaba parte de su religiosidad, y ésta llegó a impregnar la totalidad de su vida. La Sagrada Familia, en sentido general y más espiritual, completaba las primeras preocupaciones sociales, que inspiraron el encargo de la colonia Güell, en la que mecenas y artista andaron perfectamente de acuerdo. Trabajo, religión, familia: he aquí tres pilares para dar sentido al crecimiento de una ciudad que, en cincuenta años, había multiplicado por cuatro su población, en gran parte, de recién llegados de zonas más pobres, con el resabio de injusticias padecidas y el dolor del desarraigo que agita los ánimos y propicias rebeldías. Fenómeno que se repetiría en vísperas de la Guerra Civil del 36, después de la Exposición del 29.
La Sagrada Familia
Gaudí ya no abandonaría el proyecto durante el resto de su vida y, después de algunos años en los que simultaneaba su dedicación a la Sagrada Familia con otras obras, fue poco a poco deshaciéndose de más compromisos (una misión franciscana en Tánger, un hotel en Nueva York...), hasta consagrarse exclusivamente a la Sagrada Familia. Célibe, puede decirse que se desposó con ella.
{17 (41)} Tenía su morada en una vivienda accesoria del parque Güell y todas las mañanas bajaba andando a Gracia, para oír misa y comulgar, y luego seguía su camino hacia la Sagrada Familia, donde permanecía hasta promediada la tarde, dirigiendo los trabajos y resolviendo problemas con los obreros y artesanos; luego, gran andador, cruzaba oblicuamente la ciudad hasta la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, sumergiéndose una hora larga en su penumbra, a solas con Dios. Allí tenía un buen amigo y mentor espiritual, el padre Agustín Mas Folch, por tantos motivos de venerable memoria, el cual, como otros filipenses, murió mártir en la pasada contienda. Este sabio maestro supo guiarle por los caminos del trabajo ofrecido a Dios, por la pobreza y austeridad de vida, por el amor a la Virgen y liturgia. Un hombre sin religión, decía Gaudí, es un hombre mutilado, un hombre en ruinas. Este plan de vida le iba acercando cada día más a Dios, y llegó la ocasión en que renunció a todo otro trabajo que no fuese la edificación de su templo: a él consagraría todo su tiempo, todo su dinero y lo pediría como limosna cuando ya no le quedaba nada que dar de lo propio. Ya había muerto su amigo y protector, el conde de Güell. Desde la pobreza podía decir con franqueza evangélica: Para conocer y valorar a los hombres es preciso ver y fijarse en qué hacen con el poco o mucho dinero que tienen.
Los últimos años y la muerte entre los pobres
En julio de 1909 estalla en Barcelona el brote anarquista de la Semana Trágica, y se incendian varias iglesias. Algunos de los que habitan en casas que ostentan símbolos religiosos se asustan, y no falta quien reproche a Gaudí su imprudencia (?) al coronar todas sus obras civiles con signos cristianos.
Gaudí se siente dolido y decide no aceptar ninguna otra construcción y consagrarse en cuerpo y alma a la Sagrada Familia, y se traslada a vivir allí. La obra es grande y, cuando le recuerdan que se tardará {18 (42)} demasiado en verla terminada, contesta siempre que su cliente no tiene prisa, porque es Dios.
Doce años más tarde de esta total dedicación, el 7 de junio de 1926, al atardecer, cuando iba camino de San Felipe Neri, para su meditación vespertina, fue atropellado por un tranvía. De momento nadie le reconoció y le tomaron por un mendigo. Ya en el hospital, cuando descubrieron su identidad y lo querían mudar a una habitación más confortable, replicó: No, ya estoy bien aquí, como los pobres, con los pobres. Y expiró repitiendo el nombre de Jesús. Su entierro constituyó un acontecimiento popular de veneración por un hombre justo, de cuyo amor a la ciudad todos estaban agradecidos.
Un templo que contemplan los ángeles
Un día, un obispo que visitaba la obra le objeto a Gaudí, que, francamente, le parecía excesivo su afán por llevar tan arriba las primeras cuatro torres que ya tomaban altura. Los hombres no las mirarán, dijo el obispo. Pero los ángeles sí, Excelencia, replicó. Torres, del gótico mediterráneo, decía Gaudí. Torres para un remate altísimo florecido en luz rozando el cielo, convertidas en manos —cuatro y cuatro dedos—, para bendecir la ciudad y elevar las súplicas de los hombres a Dios, recogidas en el cuenco de las manos de piedra viva que entre todos levantan. Templo rematado por cruces policromas:
blandones alados con llamas perpetuas y anhelos de paz. Más alta todavía y mayor, una cruz invisible, pero siempre presente, de sacrificios y generosidades espontáneas y anónimas, según el deseo de Gaudí, para que mejor expresaran la comunión y el abrazo de todos y la bendición de Dios sobre la ciudad. Un donante ufano y rico le dijo: Para mí no es un sacrificio ayudarle en este hermoso proyecto. A lo cual respondió sinceramente Gaudí: Este templo se hace con grandes sacrificios. Dé usted más y aumente su limosna hasta que represente un verdadero sacrificio. Sólo así se lo agradecerá Dios.