Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 288. MAYO-JUNIO. Año 1993
0. SUMARIO
LOS SANTOS no perdieron energías cultivando dudas para evitar o retrasar su decisión capital, que debiera coincidir con la actitud del alma en presencia de la última oportunidad, al alcanzar a Dios, después de esta dimensión que llamamos "vida". La tensión del diálogo humano-divino, supuesta la fe, no dejaron que se venciera del lado que busca forzar la voluntad de Dios para que coincida con la nuestra, y la justifique; sino que, con ardiente sinceridad, ansiaban elevarse y coincidir con el designio divino. Y así, enamorados de Dios, fueron libres y felices para siempre. San Felipe preguntaba: «¿Y después, y después?...» Después era siempre.
ORACIÓN A SAN FELIPE NERI
COMUNIDAD
ORATORIO DE ALBACETE: 40 AÑOS
PRELACÍAS Y DIGNIDADES
DISCÍPULOS PRIVILEGIADOS DE SAN FELIPE
UNA CARTA DE SAN FELIPE NERI
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1. Tiempo de oración: ORACIÓN A SAN FELIPE NERI
Oh san Felipe, amadísimo protector nuestro,
a ti acudimos y nos ponemos en tus manos
para pedirte que nos alcances
una verdadera devoción al Espíritu Santo.
Haznos participar de tal manera del amor que tú le tenías,
que, así como él descendió de modo prodigioso en tu corazón,
y lo abrasó en amoroso fuego,
también nosotros seamos favorecidos
con los dones especiales de su gracia.
No permitas que permanezcamos fríos,
ya que somos hijos de un Padre tan fervoroso como tú.
Implora para nosotros la gracia de la oración
y el gusto de contemplar las cosas divinas;
haz que adquiramos la fuerza necesaria
para dirigir nuestros pensamientos a Dios
y alejar las distracciones,
y el don de conversar con él, sin jamás cansarnos.
Vaso del Espíritu Santo,
corazón ardiente,
luz de santa alegría,
ruega al Señor por nosotros.
J. H. Newman, MD, 257 2 (46)
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2. Comunidad
LOS PRIMEROS cristianos hablaban de "las Iglesias" y, cuando se referían a "la Iglesia", la entendían como una comunidad de comunidades. La Iglesia no puede ser la substitución abstracta, elevada a la categoría de organización universal, de las comunidades. Una idea universal que no se hiciera concreta a partir de la humilde y limitada realidad de cada miembro, pero integrado, más allá de la pura teoría o del simbolismo, en una comunidad original e inmediata, no podría formar parte de un organismo vivo: la referencia espiritual seria sentimentalismo o fantasía; el acuerdo de la fe, ideología; la gracia permanecería ignorada y la caridad inexistente o, de puro teórica, demasiado implícita. Podría subsistir la organización, un poder jerarquizado y la disciplina, pero Cristo permanecería en realidad ignorado, por no haber podido aprender a descubrirlo y reconocerlo en los hermanos y entre los hermanos. Los hermanos que forman la comunidad, sin importar los nombres: hermanos en la confesión de la fe, en la oración y alabanza a Dios, en la fracción del Pan, en la caridad y el anuncio generoso del Reino.
En un mundo donde el dinero se utiliza para comprar y vender palabras y silencios, y el hedonismo y ansia de bienestar temporal substituye la esperanza del cielo, puede parecer que una religión solamente se legitima por la función de regular moralmente las apetencias exageradas y adecentar, para hacerlas perdurables, las situaciones afortunadas. Un cristianismo radical, presentado como utopía, pero hacia el que es preciso encauzar sinceramente la vida, no le resulta apetecible. Un mejor reparto de los bienes de la tierra, o una gestión política más justa para la felicidad de los individuos y pueblos, no bastan a colmar la llamada profunda del hombre a la libertad y a la felicidad. Ni bastan las limosnas cuando son sobras para acallar al más pobre o tranquilizar la conciencia del limosnero rico, si el limosnero no es, a la vez, también él limosna, como Cristo, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros. En la utopía, en lo que todavía no se ha realizado del todo, está el continuar a Cristo y el repetir a Cristo. La comunidad cristiana es el modo. La comunidad cristiana no substituye {3 (47)} a Cristo, pero adverbializa el modo de iniciar y crecer en la comunión con él.
El modo puede ser diverso, porque, como decía san Felipe, tomándolo de un salmo, «la Iglesia se adorna con la variedad». La esencia permanece, y se resiste a ser adulterada por la modalidad. Esa es la tensión, proclamada por Cristo —«Mi Reino no es de este mundo»― y mantenida por los santos. Éstos nunca han surgido al margen de la comunidad, partiendo siempre de lo humano concreto, y las circunstancias que depara el Espíritu para que sean secundadas.
El Oratorio surgió de san Felipe como uno de estos modos, y puso el énfasis en la idea de comunidad cristiana, inspirada, como recordaba Baronio, en el libro de los Hechos de los Apóstoles. No existe comunidad concreta sin número; pero, por principio, no es el número lo que cualifica la comunidad, sino la comunión. Newman decía que una comunidad numerosa hace más difícil el conocimiento y el amor en la comunidad estable; y la comunidad no es sólo un "estar en", sino un 'ser con". Los votos no hacen falta; por lo demás, se generalizaron cuando estaba en peligro la vida comunitaria, en el siglo XVI. Anteriormente, la comunidad ya contenía las virtudes que los votos luego expresarían. En el Oratorio un traslado constituye una rareza.
En él se mantiene lo aprendido de la «estabilidad monástica» y el propósito de perseverancia hasta la muerte, sin votos ni promesas. El que no pueda amar no podrá perseverar.
Pero la comunidad del Oratorio no se concibe cerrada en sí misma. Newman, al iniciar la fundación del Oratorio en Inglaterra, decía a sus hermanos: «Nuestra tarea principal, aquí, es darnos a la oración, aun antes que al ministerio de la Palabra». En el sentido de que nadie de lo que no tienes. Y el Oratorio es para dar y servir a las almas, y ayudarles a formar comunidad cristiana, en la familia, en el trabajo, en el estudio, en esta vida, para disponerse a la comunidad del cielo. La estabilidad de log miembros, su perseverancia, mantiene la disponibilidad de servicio y caridad hacia fuera de sí misma, una vez radicada en un lugar determinado, para difundir el bien espiritual que luego, en Ósmosis de gracia y ejemplo, pasa al cuerpo de la Iglesia, aunque haya tenido su origen en una comunidad modesta.
Para ser más útiles a los demás.
Cuando san Basilio y san Gregorio ya habían decidido consagrarse al servicio de la religión, se preguntaron a sí mismos cómo podrían desarrollar y utilizar mejor los talentos que habían recibido. De todos modos, la idea de casarse y ordenarse, o de ordenarse y casarse, de construir o mejorar sus cualidades y hacer más visible la entrega a la caridad, el sentido humano y la ternura de la vida de familia, no se les ocurrió. Y creyeron que les convenía renunciar a tener esposa, hijos y propiedades, si querían ser perfectos... y ser más útiles a los demás.
J. H. NEWMAN, HS II, 55-56
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3. Pequeña historia del Oratorio de Albacete: cuarenta años
AÑO tras año, la fiesta de san Felipe Neri nos trae, inevitablemente, el recuerdo de la fundación de este Oratorio de Albacete, hace 40 años. En estas fechas la S. Sede procedió a su erección canónica, después de un breve tiempo inicial, inmediato a la creación de esta diócesis, cuyo primer obispo fue el p. Arturo Tabera Araoz, cordimariano, más tarde elevado a la púrpura. Un hermano suyo de Congregación, el cardenal Arcadio Larraona, en Roma, fue quien nos aconsejó lanzarnos a esta aventura apostólica, en un momento en que la relación entre fieles y sacerdotes era aquí la más desproporcionada de España: sólo unos sesenta sacerdotes (entre diocesanos y religiosos) para más de trescientas cincuenta mil almas, esparcidas en una extensión (muy mal comunicada) que triplicaba, por ejemplo, la de la diócesis madrileña, según la dimensión que abarcaba entonces.
No nos faltó la asistencia y el aliento, en aquellos arduos comienzos, del Procurador General del Oratorio, p. Edward Griffith, luego Delegado de la S. Sede para la Confederación Oratoriana, ni la de los que le fueron sucediendo en el oficio.
Ya, transcurridos más de cuarenta años, el panorama eclesial de Albacete ha ido evolucionando para bien, bajo el cayado de sus Pastores. Y lo mismo la ciudad, que ha doblado el número de sus habitantes, se ha modernizado y, en su expansión, ha envuelto y dejado {5 (49)} nuestra casa e iglesia en uno de lo lugares más bellos de la ciudad junto al parque.
Cuatro décadas que encierran la historia, todavía reciente, de este Oratorio, nacido cuando se prepa raba el gran acontecimiento de Concilio Vaticano II, y se celebraba con el talante de los papas Juan XXIII y Pablo VI, lo cual no pudo menos que influir en el propósito de la fundación, que veía confirmado el ideal de renovación espiritual y apostolado según la mente de san Felipe Neri, por lo que nos concernía, y la apertura a la modernidad, tratando de poner al día la esencia atesorada en la mejor tradición oratoriana: la liturgia, atención espiritual de los fieles, formación y dirección espiritual de los jóvenes y el apostolado, convencidos de que éste era nuestro deber el mejor servicio que podemos prestar, desde nuestra modestia, a esta parcela de la santa Iglesia. Pero cuando, pasado este tiempo, contemplamos lo que podría llamarse la dimensión material del Oratorio edificada poco a poco, pasamos inevitablemente de lo sensible que ven los ojos al pensamiento agradecido vuelto a Dios, y hacemos memoria de cada etapa, desde la adquisición del terreno, casi en descampado, a la pequeña casa, luego la capilla, después las ampliaciones de la casa y los locales, por fin la construcción de la iglesia... La Providencia divina pudo bastar, en principio, sin tener que pedir a nadie, hasta bastante más allá de varios años, y también para comenzar la iglesia, aunque, más adelante, cuando ya no habría bastado lo que quedaba, las buenas gentes de aquí, podemos decir que sin tener que pedirlo, vinieron a completar donativos de más lejos, y llegamos al feliz día del 26 de mayo de 1967, en el que, terminada la iglesia, tuvimos, con nuestros amigos, el gozo de estrenar esta iglesia que nos parece todavía nueva y muy hermosa.
Por todo ello, cada día, pero más especialmente cada fiesta de san Felipe, damos gracias a Dios y a los hombres y, entre todos, no podemos olvidarnos de aquellos técnicos y artistas que llevaron a realidad y concreción plástica lo que ahora consuela nuestros ojos y agradece el corazón: la arquitectura de Josep M. Martorell (del equipo MBM), Adolfo Gil y Antonio Escario; esculturas, sagrario esculpido y crucifijo de Jordi Camps; custodia de Josep Mª. Samsó; proyecto de vidriera plomada de Antonio Sánchez; orfebrería y sagrario de cobre de Manuel Capdevila; los ceramistas Jordi Aguadé y Joan Vila Grau. Y cuantos fueron laboriosos artesanos albaceteños cuyo esmero y profesionalidad, aunque resulte anónima, no merece menos gratitud y honran esta ciudad.
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4. Prelacías y dignidades
LOS AMBICIOSOS sienten una atracción fascinante por los centros de poder. El ideal cristiano de que el poder solamente se legitima por el servicio es difícil hacerlo realidad. Ni siquiera la Iglesia, en el aspecto humano, puede presentarse absolutamente pura en este sentido. San Felipe abandonó su porvenir de comerciante, al renunciar a la herencia de un negocio, y se fue a Roma para estar junto a los santos, sumergiéndose en la oración, entre los sepulcros de los mártires, y dedicándose a obras de caridad. Después de una muy larga vida de seglar, se ordenó sacerdote. El Oratorio surgió como un efecto espontáneo de su espiritualidad y su celo. Felipe se dio cuenta de la Roma humana, viva, que se movía entre templos con altares y sepulcros de santos y catacumbas de mártires, pero, además, observaba a los que uno y otro día llegaban a la ciudad de los papas, no siempre como mendigos huidos del hambre o como refugiados de una persecución, sino con afán de trepadores y con suficientes buenos modales para disimular la ambición de honores y prebendas o simplemente poder. Sería injusto hacer generalizaciones y extenderlas à todos los sectores y épocas del postconstantinismo; pero dada la condición humana y el hecho de que la misma Iglesia, precisada a organizarse visiblemente, no lo ha podido hacer, todavía, a suficiente distancia del modelo que ofrece la organización civil, el peligro de que la ambición y el afán de medro se pueda dar en algunos de sus miembros resulta inevitable. Peligro que no siempre hay que achacarlo a perversión, aunque sí de ser, todavía, hombres de poca fe, sobre todo en aquellas ocasiones en las cuales el concepto del Reino lo mediatizamos con la mundanidad, como sería la creencia de que el bien puede imponerse con el poder, financiarse con el dinero, seducir adeptos con el prestigio, conquistar con el halago, resolver con la ciencia, suprimir dificultades con la astucia (no de la serpiente, sino como la serpiente)..., {7 (51)} y, de semejante modo, lanzarnos a sacramentalizar el cúmulo de ambigüedades, tomando por patente y a cualquier precio el nombre de Dios y de su Iglesia. Por este camino, desde el primitivo Simón Mago hasta las modernas técnicas de propaganda, tal vez sería posible edificar una inmensa sociedad anónima universal a modo de dictadura del espíritu, pero muy alejada de la verdadera Iglesia y de la fidelidad debida a su divino Fundador, aunque erróneamente se confundiera catolicismo con un conglomerado humano que todavía no habría llegado a ser cristiano.
Lo que podía detectarse como gran crisis de la Iglesia en tiempo de san Felipe consistía en la experiencia de esta amenaza, de la cual, como siempre, la salvaría la presencia invisible del Señor y la abnegación de sus santos, que clamaban no sólo por la reforma in capite (de la cabeza), sino todavía más por la del corazón, o conversión, empezando por ellos mismos.
Se trataba de la misma tentación del diablo a Jesús, en el desierto (signos, milagros, poder, espectáculo...), sin discutir directamente el Reino, pero ofreciendo medios más fáciles, como los que dominan y fascinan a la multitud acrítica y voluble, masa sin espíritu, seducida, sin capacidad de respuesta personal, que ofrece medios más fáciles:
los del seductor y padre de la mentira, los falsos.
La reticencia de san Felipe a ordenarse sacerdote no obedecía simplemente a la humildad, sino al temor de entrar en el torbellino clerical de la Roma cortesana y demasiado humana que tenía ante sus ojos; reacción seguramente exagerada, que necesitaba ser matizada, como lo hizo su confesor y amigo Persiano Rosa, al resolver con clarividencia las dudas de Felipe, que recibió el presbiterado el 25 de mayo de 1551.
Como también dirá más tarde Newman, la misión de la Iglesia no es la de ofrecer a los hombres un espectáculo, o de hacerse con el poder del mundo; éstos son los únicos verdaderos peligros, siempre al acecho, que tendrá que ir sorteando la Iglesia para ser fiel a Cristo.
Ello explica que en las primeras Constituciones del Oratorio, definitivamente aprobadas (por un papa que, antes de serlo, ya estaba al servicio de la Iglesia en los últimos años de san Felipe) en 1612, figuren varios artículos consecutivos destinados a atajar la búsqueda de beneficios eclesiásticos, dignidades, prelaturas, oficios, tanto para si mismo como para otros, ni frecuentar curias con parecido fin. Después de casi cuatro siglos, nuestra legislación propia actual, revisada después del último Concilio, dice {8 (52)} escueta, pero no con menor elocuencia: Ninguno de los nuestros puede aceptar dignidad alguna. En otro apartado se refiere a los oficios y beneficios que separan de la vida común y del apostolado propio del Oratorio.
Es cierto, sin embargo, que, entre los primeros hijos de san Felipe, algunos de ellos, entre los más insignes, fueron promovidos al cardenalato o consagrados obispos. Pero se comprenderá enseguida cuánta resistencia opusieron a tales nombramientos y el drama, compartido por todos, que supuso la imposición del papa, por otra parte perfectamente legitima.
En primer lugar, recordemos cómo san Felipe consiguió evitar para él mismo el cardenalato. La primera ocasión se produjo durante el pontificado de Gregorio XIV.
Conocedor del criterio de Felipe, en una audiencia, inopinadamente, el mismo papa le impuso su propia birreta, diciéndole: Os creamos cardenal. Felipe agradeció al papa la birreta y le dijo que se la llevaba muy contento, pero que le pedía la gracia de aguardar a la imposición solemne y formal del capelo cardenalicio en el mejor momento, que ya le indicaría. El papa anterior, Gregorio XIII, ya le había querido nombrar canónigo de San Pedro, pero Felipe pudo convencer al papa de que él no era una persona adaptable para usar aquellos vestidos y Ornamentación coral. Más difícil le fue, pero también lo consiguió, que Baronio no fuese nombrado obispo, la primera vez, en tiempos de Sixto V, y la segunda, con Gregorio XIV. Además, su breve pontificado (1590-1591) disipó peligros.
Pero al acceder a la silla de Pedro Clemente VIII (1592), tras el fugaz pontificado de Inocencio IX, renacieron los temores por las dignidades. Felipe pudo esquivar el cardenalato para sí mismo cuando este papa quería que fuese el primero en la lista, pero no pudo evitar que Tarugi fuese nombrado arzobispo de Aviñón. No valió ningún argumento. Tarugi se sentía culpable ante sus mismos hermanos y ante Roma entera, como si aquel suceso pudiera destruir, por el mal ejemplo, todo lo que él y el Oratorio entero habían observado y dicho en contra de las ambiciones y búsqueda de dignidades y honores en la Iglesia.
El pensamiento de Felipe queda claro en una anécdota que refieren todos sus biógrafos. El hermano lego Bernardino Corona era de los más antiguos, y había entrado en la Congregación luego de abandonar su puesto de gentilhombre del cardenal Sirleto. Felipe le estimaba mucho porque no solamente era recto y piadoso, sino que, desde un principio, se había avenido con diligencia {9 (53)} y sencillez a los trabajos más humildes de la casa. Y le dijo un día al volver del Vaticano: ¿Sabes que el papa me quiere hacer cardenal? ¿Tú qué piensas? El hermano se paró un poco a reflexionar y al fin le dijo, sin demasiado entusiasmo: Padre, pienso que a lo mejor sería un bien para el Oratorio.
Pero Felipe concluyó: ¡Oh, no! ¡Paraíso, Paraíso! Y lanzó al aire su gorro una y otra vez y lo recogía, como en un juego..., mientras repetía: ¡Paraíso, Paraíso!
En otra parte de estas mismas páginas hacemos referencia a Baronio y a su nombramiento de cardenal, que no repetimos ni detallamos más, por mor de la brevedad.
Sólo baste añadir que Tarugi fue con él también nombrado cardenal.
Es, sin embargo, ilustrativo el caso de Juvenal Ancina, que fue a Roma, desde la casa de Nápoles, en trance de fundación, para suplir el vacío de Baronio. No pasó mucho tiempo sin tener motivos de alarma, cuando alguien, confidencialmente, le dijo saber que iba a ser promovido a la diócesis de Saluzzo. Estaba fuera de casa y ya no quiso entrar ni en la ciudad, para no ser visto, y huyó, con el consentimiento de la comunidad, vagando por la campiña romana, acogido primero por los benedictinos de San Pablo extramuros y luego por los cartujos, y se alejó cuando tuvo confirmación cierta de sus temores, huyendo hacia Sanseverino y luego a Fermo. Sin embargo, su mismo celo en hacer bien por doquier le delató y, al cabo de cinco meses, después de ser localizado, el papa le mandó llamar. En principio él pensó huir más lejos, pero sus hermanos de la Congregación le disuadieron. El padre Ángel Velli, prepósito, aconsejó que volviera a Roma, que se presentara al papa y expusiera todas sus razones y excusas, que rehusara sin rodeos mientras no se le mandara aceptar formalmente, y, si llegaba este caso, no quedaba otro remedio que someterse con paciencia, como antes se había hecho con los otros Padres.
También cabe decir una palabra del padre Tomás Bozzi, uno de los primeros en el Oratorio. Dos veces logró evitar ser obispo, durante el pontificado de Pablo IV. Y supo dejar claro que puede ser una tentación el buscar y hasta el aceptar prelaturas y dignidades en la Iglesia, con el pretexto de hacer más bien. En el Oratorio, decía, nuestro fin es servir a Dios, y trabajar por el bien de las almas, y no pretextar la exaltación o el buen nombre de la Congregación. Lo primero es atender a una humildad profunda, ejercer la caridad entre nosotros, y emplearnos en la salvación del prójimo con las buenas obras y {10 (54)} virtudes interiores, no aparentes, porque el crecimiento no lo dan los hombres, sino Dios. Es decir, que la humildad individual es sospechosa si no va acompañada de la del grupo, institución o comunidad a la que el individuo pertenece, lo cual supone la descalificación de los presupuestos voluntaristas, y de los triunfalismos colectivos previos, porque no sirven como garantía de la verdad y la razón cristiana.
No obstante todos esos buenos ejemplos, se dieron también, en la primera generación de los hijos de san Felipe, un par de casos de individuos que, cualquiera que fuese su intención al ser admitidos en la comunidad filipense, luego procuraron sacar ventaja del favor y prestigio que de ella pudieron obtener y consiguieron medros fuera, al margen del primer buen espíritu, sin excluir los manejos curiales para alcanzar ser nombrados obispos.
De uno de ellos ya había dicho Felipe en vida: Cuando yo muera no lo hagáis Prepósito, porque no puede mandar quien no ha sabido obedecer.
Canción de la vanidad.
Vanita di vanità, ogni cosa è vanita.
Tutto il Mondo e ciò che ha, ogni cosa è vanità...
Dunque a Dio rivolge il cuoredona A Lui tutto il tuo amore.
Questo mai non mancherà, tutto il resto è vanità.
Vanidad de vanidad, todo acaba en vanidad.
Cuanto el mundo puede dar solamente es vanidad.
Y el hablar todas las lenguas y saber todas las ciencias, tras la muerte, ¿qué será?, porque todo es vanidad.
Aun colmado de favores y los más altos honores, tras la muerte, ¿qué será?, porque todo es vanidad.
Y las fiestas, y los juegos, los ocios palaciegos, a la muerte, ¿qué serán, cuando todo es vanidad?
Si tuvieras los poderes de los césares y reyes, tras la muerte, ¿qué será?, porque todo es vanidad.
Vuelve, pues, a Dios tu vida, dale tu amor sin medida, que esto nunca acabará, porque el resto es vanidad.
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5. Discípulos privilegiados de san Felipe Neri
AL CABO de un tiempo de la muerte de san Felipe, uno de sus discípulos más queridos escribía al cardenal Borromeo, también amigo del Santo, tomando unas palabras de san Pedro, al referirse al Resucitado: Nosotros, que hemos comido y bebido con el Señor... (Hechos, 10, 41). El apóstol quería explicar la familiaridad en compañía del Señor, esa nostalgia pascual que tan bien expresó el poeta, iniciando dulcemente la elegía de la presencia añorada: «...Y dejas, Pastor santo, tu grey, en este valle hondo, oscuro, y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro...» Sí, es interesante recordar los nombres de los que tuvieron la suerte de convivir con san Felipe. Los autores de la que puede considerarse mejor biografía moderna de san Felipe, caracterizada por el rigor crítico de las investigaciones que la documentan, exclaman: «¡Cuánto nos hubiera gustado vivir junto a él, y que nos comunicara su fervor y nos hiciera de maestro espiritual, a sabiendas de que sería inexorable para atajar los egoísmos, y, sin embargo, lleno de alegría, inspirando confianza y derramando amor!» Citamos, en primer lugar, a uno de los últimos y más joven de todos, Pedro Consolino. Felipe ya era un anciano de {12 (56)} 75 años, con los achaques propios de la edad, pero conservando todavía su característica viveza. Apenas vio a Consolino, le dijo que su lugar era el Oratorio y lo tomó bajo su dirección.
La primera sorpresa del joven se convirtió en verdadero amor y fidelidad al Santo. Este no solamente tomó muy en serio la tarea de moldear su espíritu en orden a las virtudes, sino que le exigió una sólida instrucción, no sólo en las ciencias sagradas, sino que también le hizo estudiar medicina (aunque luego no debiera ejercerla). Felipe combinó perfectamente la dulzura con la exigencia y el empeño que puso en su formación. Es posible que Felipe viera en él al que tenía que sucederle como prefecto de los jóvenes, o formador de los aspirantes o novicios para el Oratorio, como así fue por acuerdo de la Congregación cuando lo propuso san Felipe.
De buen discípulo pasaba a ser excelente maestro. Durante la vida del Santo fue como su sombra, discípulo predilecto y consuelo y ayuda de su vejez. A él debemos las noticias de gracias especiales concedidas a Felipe en la oración. Éste, más bien reservado en las cosas personales del espíritu, se descuidaba al hablar con Consolino, dada su juventud y candor filial que le profesaba. Consolino era muy sencillo humilde, {13 (57)} exacto en la obediencia, piadoso y de no común inteligencia. Como maestro espiritual de los jóvenes supo heredar de Felipe el ser exigente en las cosas esenciales y antes consigo mismo que con los demás, pero también con benignidad y discernimiento ante los diversos caracteres. Puede decirse que él preparó la que podríamos llamar segunda generación de oratorianos, formada por los primeros que habían alcanzado a ver y convivir con el Santo.
Consolino: el heredero más joven del espíritu de San Felipe
Otro gran servicio al Oratorio que la Providencia reservó a Consolino fue su intervención en la redacción definitiva de las Constituciones, cuando se hizo la primera revisión de éstas, en 1612.
Los demás padres o habían muerto o eran muy ancianos, mientras que él había alcanzado la plena madurez y mantenía no solamente la fidelidad y devoción al fundador del Oratorio, sino que su recuerdo y sus consejos pudieron servir para preservar la esencia del ideal de Felipe, de cuyo pensamiento y confidencias había sido un privilegiado depositario.
Los biógrafos cuentan un ejemplo de su reconocida franqueza y buen espíritu. Corría el año 1612 y Europa andaba envuelta en guerras, cuando un obispo miedoso fue a consultarle, fiado en la prudencia y santidad del padre, que no olvidó de alabar: «Padre, estoy convencido de que Dios os ha dado alguna luz acerca de lo por venir; os suplico me digáis en confianza algo de lo que sabéis. —¿Por qué deseáis conocer el futuro? ―Pues para tomar precauciones y asegurar mi vida y mis bienes.
―Monseñor, se equivoca Vuestra Excelencia; no soy hombre que tenga revelaciones; pero, si lo fuese, me guardaría mucho de decir una sola palabra de cuanto supiese. En realidad, es vergonzoso que, olvidándose de su condición, Vuestra Excelencia piense en huir cuando la Iglesia se encuentra frente a las más duras pruebas».
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Baronio: tal vez el más amado
Si de algún modo podría decirse que lo que fue el apóstol Juan para Jesús, Consolino lo fue para Felipe, también cabría la comparación del apóstol Pedro con el hijo espiritual de Felipe, César Baronio. Como en todos los que se aproximaron o conquistó para Dios nuestro Santo, en Baronio se operó una verdadera conversión. Había dejado Nápoles, donde estudiaba derecho, ante la inseguridad creada por la guerra entre españoles y franceses. A su llegada a Roma (1556), con sólo dieciocho años de edad, se proponía proseguir sus estudios. Su temperamento era fogoso, noble, con un tesón que rayaba con frecuencia en la terquedad. Menos mal que su inteligencia le advertía. Conoció a san Felipe y le entusiasmó. San Felipe tuvo por él un amor grande, pero hubo de dedicarse a fondo para pulirlo y moderar sus ímpetus, a la vez que iluminar su ingenuidad. Pudo comprender que Roma era una ciudad de santos de muchos sepulcros de mártires, pero también una corte de vanidades y pecadores, en particular para los que llegaban con ánimo de medrar a costa de prebendas y dignidades eclesiásticas. Más tarde escribiría: «Para muchos, Roma resulta ser una ciudad peligrosa para el alma; para mí, sin embargo, ha sido mi bien y mi felicidad. En ella empecé siendo un vagabundo, pero me convertí luego en discípulo de Cristo».
Felipe fue reduciéndole poco a poco, corrigiéndole del síndrome de hijo único, acostumbrado a una excesiva independencia. Le indujo sin cesar a la humildad y puso a prueba su obediencia, aun después de haberlo hecho ordenar sacerdote, y haber adquirido gran fama como historiador de la Iglesia, premiado por el mismo papa Gregorio XIII.
Con nadie usó Felipe de tanta energía como con Baronio. Fue un verdadero padre para él, pero con un amor sabio, que Baronio acababa por reconocer siempre, a pesar de haberle costado sacrificio y lágrimas {15 (59)} en más de una ocasión. Por otra parte, de ningún otro discípulo de Felipe como de Baronio se ha dicho tantas veces que merecía ser proclamado santo. Recientemente lo repitió el papa Pablo VI, poco antes de morir.
Probado en la humildad y la obediencia
Felipe tenía un gran conocimiento de las almas, y las trataba como mejor convenía para su bien.
Así, mientras que a Consolino lo admitió en seguida en la Congregación, antes incluso de que el propio interesado lo solicitara, a Baronio le hizo esperar diez años, si bien quiso que predicara en el Oratorio cuando era seglar. Pero todavía aquí hubo de corregirle, porque tenía la costumbre de referirse de manera apasionada y trágica al infierno, al juicio final, a la muerte... Baronio se disgustó cuando Felipe le prohibió hablar más de estos temas y le impuso que lo hiciera exclusivamente sobre la historia de la Iglesia. Solamente el amor que tenía a Felipe le contuvo la tentación de rebelarse.
Cuando terminó la serie, Felipe le hizo comenzar de nuevo, y así más veces, ampliando y profundizando los capítulos. De este modo llegó a ser, obedeciendo a Felipe, el gran historiador eclesiástico surgido en el Renacimiento. Felipe, sin embargo, no le relevó nunca de otros trabajos y deberes comunes, además del estudio y los sermones en el Oratorio: el culto en la iglesia, el horario de la comunidad, los enfermos y el hospital, los recados y administración de la casa, la misma cocina... Extremado como era, en cierta ocasión emprendió una serie de ayunos y penitencias que le pusieron enfermo. Felipe le riñó severamente porque se había salido de la obediencia, pero, por otra parte, rezaba a la Virgen que lo restableciera a la salud, y «se lo devolviera para el Oratorio.
Al fin, sin que Baronio perdiera el candor original, pero dominando su rudeza, Felipe consiguió que su discípulo entrara en la comprensión del valor {16 (60)} especial de la mortificación de la "razionale", es decir, de la mente y el propio juicio, e hizo de él un hijo espiritual entregado y obediente, olvidado del propio honor. Cuando años más tarde la Iglesia y su jerarquía romana, de grandilocuente y disipada se había transformado en piadosa y moralmente reformada, gracias, en gran parte, al apostolado de Felipe, y éste era el confesor del papa Clemente VIII, que veneraba a Felipe como a un padre, Baronio sucedió a Felipe en este servicio espiritual; poco después, dos años antes de la muerte del Santo, también le sucedió como Prepósito del Oratorio romano. Mientras, el p. Consolino, como hemos dicho, tomaba a su cargo la formación de los jóvenes candidatos al Oratorio.
Baronio, historiador
Pero a Baronio le quedaba otra gran prueba, tras la muerte de Felipe. Varias veces se había rumoreado su nombre para hacerle obispo, pero se pudo librar siempre con el pretexto de sus trabajos históricos, los Anales Eclesiásticos, por los que se interesaba Europa entera; otra razón era la asistencia espiritual prestada al pontífice, además de la prepositura del Oratorio. Sin embargo, no transcurriría más de un año de la muerte de san Felipe cuando el papa Clemente VIII le dijo que quería disponer de él como prelado para servicio de la Iglesia, y que su decisión era irrevocable. Baronio volvió al Oratorio desolado. Escribía al p. Talpa: «No me atrevo a tomar la pluma, abrumado por la vergüenza...
Al volver a casa he corrido a postrarme junto al sepulcro del Padre y pedirle de todo corazón que me ayude sin falta en esta necesidad, como tantas veces me había ayudado mientras vivía... Temo lo peor...» Y no iba errado. Al poco, con amenaza de excomulgarle si se resistía, el papa le obligaba a aceptar el cardenalato. Pero el rechazo de títulos y dignidades en el Oratorio necesita un capítulo más largo, que apenas podría resumirse en estas páginas.
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Tarugi, vencedor contra la ambición
Es preciso nombrar, también, al exquisito Tarugi, hijo de un senador y conde romano, que era hombre de leyes y de vasta cultura, lo cual deparó, junto al completo entorno familiar, noble y rico, un ambiente propicio para que el joven Francisco María Tarugi, apuesto y de brillantes cualidades, pareciera destinado a ocupar puestos relevantes en el mundo de la nobleza, de la política o de las armas. La familia era de Montepulciano, cerca de Siena, y él, gallardo y valiente, pensó, en principio, alistarse al ejército de Carlos V, «para hacer carrera», ya que ambición no le faltaba. A su padre no le gustó la elección del estado militar y lo llevó a Roma convencido de que allí encontraría seguramente perspectivas mejores. Podía comenzar formando parte de la casa de su tío, el cardenal Del Monte, luego papa Julio III, al que siguió en el Vaticano. El papa le ofreció el obispado de Amberes, pero no lo quiso admitir, «acaso porque esperaba mayores medros», hace notar un biógrafo. Muerto el papa Julio III, es elegido Marcelo II, también pariente de los Tarugi, pero muere enseguida y el nuevo papa, Pablo IV, resulta extraño a Tarugi, que pasa al servicio del cardenal Farnese, cuyo palacio estaba muy cerca de San Jerónimo de la Caridad, y en San Jerónimo estaba Felipe. Alguien le llevó allí.
Era el año 1555 y el cortesano Tarugi frisaba con los treinta: una edad espléndida para la vida mundana, aunque el guardó siempre la compostura, alejándose de escándalos, seguramente para que no perjudicaran las ambiciones que bullían en su corazón. Esa era su gran pasión. Un día quiso pacificar su conciencia y le pidió a Felipe que le oyera en confesión. Felipe, después de absolverlo, le rogó que se quedara con él durante una hora para hacer juntos oración, algo que representaba una absoluta novedad para él, pero que le impactó profundamente, de tal modo que, a partir de entonces, se fue derrumbando su soberbia y mundanidad, incompatibles {18 (62)} con el amor a Dios y el sincero deseo de llevar una vida virtuosa de buen cristiano. El cambio radical llegó al fin, y Tarugi se dedicaba intensamente a la lectura de la Biblia, a la oración, a las obras de caridad y hasta a predicar, como seglar, en el Oratorio. Felipe quiso que, por algún tiempo, siguiera viviendo en el palacio del cardenal Farnese, y éste se maravillaba del cambio obrado en el otrora ambicioso de fama y honores, protegido suyo.
Los buenos ejemplos
La conversión operada en Tarugi atrajo a otros cortesanos a cambiar de vida, venciendo respetos humanos y uniéndose al grupo de gentes más sencillas, con el cual iba tomando forma el «Oratorio» filipense, verdadera escuela espiritual llamada a la transformación del ambiente mundanizado de la corte romana. Tarugi tenía apenas diez años menos que san Felipe, pero siempre se consideró «su novicio», con inquebrantable fidelidad, dado enteramente al Oratorio y tal vez el mejor de los predicadores —«Dux verbi» le llamaba Baronio― con que contaba, dentro del estilo impuesto por Felipe.
Puede decirse que Tarugi y Baronio fueron los dos brazos de Felipe en la obra del Oratorio y en el primer experimento de vida común sacerdotal, bajo el diseño de Felipe, en San Juan de los Florentinos. Intervino en la fundación del Oratorio de Nápoles, sin contar extraordinarios servicios prestados a la Iglesia... Y, como una calamidad no deseada, no pudo evitar ser nombrado arzobispo de Aviñón y luego cardenal.
Los hermanos Ancina
Atraído por la ciudad de los papas, seguramente sin propósito demasiado determinado, Juvenal Ancina había llegado a Roma, acompañando como médico al embajador de Saboya, en 1572, después de abandonar su cátedra de medicina, en la universidad de Turín. Tenía fama, además, de buen filósofo y de poeta. Probablemente se iba incubando en su {19 (63)} espíritu una crisis religiosa que desembocó en el propósito de entregarse enteramente a Dios. Conoció a Felipe después de un par de años de haber llegado a Roma, y creyó ver en él a un ángel del cielo que le mandaba Dios y entró en el Oratorio.
Llegaba al Oratorio no sólo con un excelente bagaje cultural, sino con la suerte de haber recibido el ejemplo y educación piadosa, en su niñez y juventud, de una madre profundamente cristiana. Antes de ser ordenado sacerdote vivió activa vida de seglar por un espacio de treinta y cinco años. Pero el parecido con el Santo estuvo basado principalmente en las virtudes. Tuvo una parte importante en la fundación del Oratorio de Nápoles. Llamó al Oratorio a su hermano Mateo, de parecidas virtudes, pero menos brillante que Juvenal. Este no pudo evitar ser promovido al episcopado de Saluzzo, a pesar de huir de Roma apenas corrió el rumor de su promoción, contra la cual no valieron ni esconderse, ni súplicas, ni recomendaciones, ni lágrimas.
Fue amigo de san Francisco de Sales. León XIII le nombró beato. Baronio había dicho a Felipe cuando entró Juvenal: «Padre, hemos de dar muchas gracias a Dios, porque hoy hemos adquirido un san Basilio».
Tomás y Francisco Bozzi
Otro par de hermanos merecen ser recordados entre los primeros que se unieron a san Felipe, en el Oratorio: Tomás y Francisco Bozzi. Tomás tiraba a sabio, como Baronio, pero en el derecho, si bien Felipe quiere que ayude a Baronio en la colosal obra de los Anales. Había sido admitido en la comunidad en 1571. Cuando se enteró su padre, indignado, le retiró la pensión que le mandaba para sus estudios y, con la aprobación de Felipe, tuvo que vender sus libros para proveer a la propia manutención y entregarse enteramente a Dios. San Felipe sabía bien lo que hacía obligándole a ser pobre, desprendido y humilde. Cuando el importe de {20 (84)} sus libros no bastó, le mandó enseñar gramática a unos muchachos, a cambio de una miserable remuneración, a él, que, acreditado como jurista, soñaba con ampliar estudios superiores antes de entrar en el Oratorio. Además, en cierta ocasión, para probarle en la humildad, Felipe le mandó unirse al grupo de mendigos que, por una limosna, debían acompañar al muerto en un entierro. El Santo amaba y fomentaba la ciencia, pero no la quería sin la humildad, porque «la ciencia orgullosa es maldición y tinieblas, mientras que el saber humilde y respetuoso con Dios es paz, luz y bendición».
Cuando años más tarde (1575) Tomás obtuvo que su hermano Francisco también fuese admitido en el Oratorio, el padre de ambos ya había entrado en razón y no se opuso a la vocación de sus hijos, ambos virtuosos y sabios, si bien en este segundo aspecto Tomás se destacaba sobre Francisco.
Gallonio, biógrafo de san Felipe
Merece ser recordado, también, Antonio Gallonio, admitido en 1577, a la edad de veinte años, que desde niño conocía a Felipe y a los demás padres. Era romano, vecino de San Jerónimo, y se puede decir que solamente se había esperado que fuese un poco mayor para poder integrarse en la comunidad. De niño se había hecho amigo de Felipe porque éste le llamó una vez que se sintió observado con curiosidad por el muchacho, al pasar por la calle rodeado de un grupo de devotos.
Gallonio continuará cumpliendo con Felipe esos pequeños servicios que desde niño, avispado, inteligente y bueno, ya le había prestado. Su familia era de condición humilde; él, diligente y ordenado en el cumplimiento de los deberes que asumía. Hizo bien los estudios. Tomó muy en serio el consejo de Felipe de «leer libros que comiencen con S», es decir, de santos, y, cuando fue destinado a predicar seriadamente vidas de santos en el Oratorio, a semejanza de como Baronio tenía los sermones de {21 (65)} historia de la Iglesia, no imaginaba que un día él sería el primero en escribir la biografía de su querido y venerado Padre espiritual. Siempre cerca de Felipe, especialmente en su enfermedad y últimos días, fue el primero en apercibirse que estaba próxima la hora de su muerte, y corrió a avisar a todos y fue uno más en la corona de hijos alrededor del Padre, mientras levantaba dulcemente la mano y les bendecía al punto de entregar plácidamente su alma al Señor. Después pareció que el pensamiento de Felipe le acompañaba como una presencia imposible de olvidar. Escribía en el libro de la vida del Santo: «Yo fui, en vida del Padre, el más ínfimo de los que le sirvieron día y noche, y el Señor me había hecho la extraordinaria merced de ser admitido por él». Y en otra parte: «Mantengo viva, en lo más hondo del corazón, la memoria de nuestro santo padre Felipe».
La fidelidad de los más humildes
Otros miembros de la primera comunidad filipense merecerían ser citados. Ni deberían olvidarse los que, sin relieve de ciencia o cualidades brillantes, fueron encarnación de virtudes escondidas y fidelidad inquebrantable al Oratorio. Silenciosos, activos y atentos a ese cúmulo de pequeñas responsabilidades y trabajos diversos, que alguien ha de hacer o tener en cuenta, sin descuido y sin esperar aplauso porque parecen irrelevantes y no llaman la atención. Un ejemplo por todos podría resumirse en el hermano Germánico Fedeli, esmerado sacristán y perfecto maestro de ceremonias, que mantenía asegurado, además de otros pormenores domésticos, el buen orden de la iglesia y la celebración ejemplar del culto.
El conjunto de hijos espirituales más allegados a san Felipe no siempre resultaba homogéneo, como sucede en las familias, pero reflejaba el espíritu del Santo y convergía en un ideal de santidad puesto en común.
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6. Una carta de san Felipe Neri
Corría el año 1556 y, después de haber invadido gran parte de Italia, el ejército español se dirigía a Roma, y el recuerdo del saqueo de 1517 causó pánico en muchos. Un penitente distinguido, cuyo nombre omitimos, quiso ponerse a salvo de peligros, huyendo hacia donde encontrara seguridad, y escribió a Felipe gozoso de haberla hallado, según él. A lo cual Felipe respondió por una carta, algunos de cuyos párrafos reproducimos a continuación.
«No sé si puedo llamaros todavía amadísimo, como suele hacerse al encabezar las cartas, viendo que, por temor a la guerra y por salvar el pellejo ―la "pelle", en italiano—, os resignáis a vivir lejos de nosotros, de vuestro padre, de vuestros amigos, de vuestros hermanos. Eso no es propio de un buen hijo, que, aun arriesgando la propia vida, debe ayudar a los suyos... Teméis por vos, cuando deberíais pagar en dinero contante una suerte como la presente, que tal vez os deparaba el martirio. Se ve que todavía no habéis comenzado a entender que el miedo a morir es propio de los que viven en pecado y no de los que desean "estar con Cristo"... Cualquiera desearía subir al Tabor y ver a Cristo transfigurado; pero pocos los que quieren acompañar a Jesús en el Calvario. Con el fuego de las tribulaciones se reconoce a quien es verdadero cristiano. Los consuelos de ahí... y que, como decís, hayáis gozado más vivamente de lecturas piadosas, derramado alguna lágrima y sentido un poco más de fervor que el acostumbrado, valen poco si no veis que... por ese llamamiento el Señor os invita a llevar la cruz con mayor generosidad... Quitaos la máscara; llevad la cruz, y no que la cruz os haya de llevar a vos; fuera tanta tibieza... Y rogad a Dios por mí».