Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 289. JULIO-AGOSTO. Año 1993
0. SUMARIO
FRENTE al aspecto visible y temporal de las realidades creadas, el hombre verdaderamente cristiano —más que el simple hombre natural— puede y debe añadir la visión trascendente del sentido según Dios, el cual ha tomado al hombre como hijo suyo. El acceso al orden de la gracia refuerza el compromiso para la honestidad, y el respeto y el deber de la justicia se hacen sagrados y se convierten en semilla divina de paz, en este mismo mundo. Paz que todavía echamos de menos mientras, demasiadas veces, confundimos, por ligereza, el jugar a ser cristianos con la decisión de aceptar las consecuencias de serlo del todo.
VERANO
ODIO
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
ORATORIANOS EN EL NEW ENGLISH HYMNAL
AL MARGEN DEL CONGRESO EUCARÍSTICO
HIMNO A JESUCRISTO REDENTOR
SAN FELIPE NERI Y LOS JÓVENES
LA TRADICIÓN MUSICAL EN EL ORATORIO
{1 (69)}
1. Tiempo de oración: VERANO
Dios mío, así tú me quisiste y ahora yo te correspondo...
Los rebaños de estrellas a tus manos dirijo,
y el alba, antes que yo pueda impedirlo,
se los ha llevado en sus redes, muy lejos.
Así tú lo quisiste. Afianzo en el aire
colinas con castillos y mares con frutales;
la campana del crepúsculo, con su copa,
se los bebe lentamente.
Así tú lo quisiste.
Como si gritara con todas mis fuerzas,
arranco la hierba y lanzo manojos al aire
y veo que caen de nuevo
segados por la daga de julio.
Y así tú lo quisiste.
¿Qué más, qué nueva prueba me aguarda?
He aquí que tú me hablas
y descubro el ser que me has dado...
Ahondo en las minas y trabajo los cielos;
persigo a los pájaros y en su peso me pierdo.
Dios mío, así tú me quisiste y yo ahora te correspondo.
Te descubro en los días y las noches,
en los soles y estrellas, en las tormentas y la calma,
y lo pongo todo en contra de mi propia muerte,
porque tú así lo quisiste.
Odysseas Elitis, «Axion esti», 1959 2 (70)
{2 (70)}
2. Odio
LA PALABRA "odio" no solamente es anticristiana, sino también inhumana. Por eso evitamos pronunciarla a la ligera, y casi la tabuizamos. Pero cuando el horror de las guerras nos muestra sin piedad los estragos causados por esta pasión, sobre todo al hacerse colectiva, nos parece imposible que el hombre pueda llegar, en ocasiones, a tal grado de irracionalidad, hasta pretender dirimir sus derechos con el recurso a la violencia y la crueldad. ¿No será porque carece de ellos, y por eso recurre a la razón de la fuerza y no a la fuerza de la razón para definirlos?
Si con la fuerza logra aplastar al adversario, a pesar del atropello de la justicia, inmediatamente se escudará en el valor hipócrita de los hechos consumados tratando de consolidarlos, borrando memorias y razones que todavía quedaran en pie, no sea que algún inocente del propio bando llegara a la ingenuidad de rescatar la verdad de las historias sometidas a falsificación por el vencedor. Se ha llamado "derecho de conquista" a la infamia del usurpador que no duda en matar para convertir en botín para si el honesto bienestar del vecino laborioso y pacífico, que se olvidó de fabricar armas con que disuadir al que ya echaba cuentas sobre lo ajeno, en vez de imitarle trabajando, como sería justo y saludable. Quien se especializa en el arte de la violencia está en condiciones lo mismo de despojar al rico que de convertir en esclavo al pobre, y es muy difícil, desde su ociosidad de ave de rapiña, que se resista a no hacerlo. Después inventará los disimulos.
El odio nunca es puro odio, sino que antes es codicia de querer tomar como propio lo que no nos pertenece; o envidia de considerar como daño un bien que otro goza. Se inventarán razones especiosas para legitimar el falso derecho que se pretende; se mentirá, se desacreditará al contrario, hasta derribar su buena fama para que todos puedan hacer leña del árbol caído... Los hombres pecamos de superficiales y pocos se esforzarán o tendrán medios para comprobar las calumnias, y aun estos {3 (70)} serán tentados de ceder a una complicidad o a un silencio que les pueda beneficiar participando de los despojos, y se puede llegar ―y, de hecho, se llega– a la total impostura, convertida ya en mito maquillado de ideal, que legitima y hace perpetua la injusticia.
Newman se lamenta, en un sermón, sin encontrar excepciones, cuando busca en los reinos del mundo «otros fundamentos que no sean la injusticia, la espada, el latrocinio, la crueldad, la mentira, el fraude». Nos parece muy duro, pero, cuando nos detenemos unte la experiencia de las guerras de este siglo, mundiales o periféricas, en las que nunca faltan caínes que comercian en ellas, hemos de pensar que los cristianos tenemos una misión pacificadora, renunciar a la cual es pecado. Cierto que no podemos ir a interponernos, uno a uno, entre los que luchan, pero sí que es hora de examinar y corregir nuestras conductas al despreciar a los que son diferentes, al no respetar a los demás, al aplaudir o codiciar usurpaciones coloreadas de justicia, al hablar, en serio o en burla, de otras culturas que no entendemos, al alentar la invasión del derecho ajeno. Sobre todo, el no favorecer rivalidades y envidias, que acaban haciéndose seculares porque mantienen recelos, desconfianzas y antipatías incompatibles con el cristianismo que decimos profesar, a pesar de que no falten tristes ocasiones, un entre cristianos y en medios de comunicación, pretendidamente llamados así, en los cuales se recurre a la demagogia facilona de sembrar envidias y rivalidades, como las mismas que desataron la dura experiencia de nuestra última guerra civil.
Las guerras que ahora nos avergüenzan no habrían sido posibles sin el precedente de rivalidades cultivadas, de envidias fomentadas hasta crear un odio que se guarda como fuego escondido, pero que estalla, al fin, sin remedio. Si todos los cristianos fuéramos fieles a nuestro bautismo, las guerras serían imposibles, y habríamos impuesto "huelga de armas" en todo el mundo.
{4 (72)}
3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
MISTERIO DE LA INIQUIDAD, MISTERIO DE LA PIEDAD
Consideremos el mundo en toda su extensión: su variada historia, las numerosas naciones humanas, cada una con sus propios orígenes y su suerte diversa, extrañas unas respecto a otras y en conflicto mutuo..., la grandeza del hombre y su pequeñez, sus elevadas aspiraciones y la corta duración de su existencia…, el predominio e intensidad del pecado, la difusión de la idolatría, las corrupciones, la irreligión triste y sin esperanza... Todo esto constituye una visión desalentadora y terrible, y sugiere al espíritu un misterio profundo que está mucho más allá de cualquier solución humana. ¿Qué podemos decir acerca de esta realidad que traspasa el corazón y confunde a la razón? Sólo puedo contestar que, o bien no hay Creador, o bien la sociedad humana está realmente privada de su presencia... Pero si Dios existe, puesto que existe, entonces es que la humanidad se ha visto afectada desde el principio por alguna terrible calamidad, y se encuentra ahora al margen de los designios de su Creador. Esto es un hecho, un hecho tan verdadero como el de su existencia. Y así, la doctrina de lo que teológicamente se denomina pecado original resulta para mí tan cierta como la existencia del mundo y la existencia de Dios.
(El hombre ha sido llamado muy arriba, pero cae muy abajo. Apo., 241-243).
¿Por qué el modo de vida de la sociedad civilizada es refinado y equilibrado, mientras que en la devoción cristiana hay tanto de emoción, de sentimientos fuertes y opuestos, de elevación y de humillación? La razón está en que el cristiano posee una revelación de Dios... Sabe que sólo uno es santo...
Sabe que hay uno a quien se lo debe todo. (Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. O S, 27-28).
Y, por la misma razón por la que no complacían a Dios, aprendieron {5 (73)} a complacerse a sí mismos. Porque esta lista de deberes, limitada y defectuosa, que queda tan lejos de la ley de Dios, es todo lo que pueden cumplir... De ahí que se vuelvan autosatisfechos y autosuficientes. Piensan que saben exactamente lo que deben hacer, y lo hacen, y por tanto se sienten satisfechos con ellos mismos. (La religión de los fariseos es la religión del mundo. OS, 21).
Ha sido un hombre de mundo; el mundo lo reconoce como hijo suyo, y lo alaba. Pero, ¿qué es en la balanza del cielo? ¿Cuál es el juicio de Dios sobre él? ¿Y su alma? ¿Su alma? ¡Ah! su alma: la tenía olvidada. Ha olvidado que tenía un alma, pero el alma está ahí, desde el principio y hasta que pasen los siglos, ante su Creador... De su alma, ay, el mundo no quiere saber nada, no le preocupa en absoluto. No la reconoce: sólo ve en ella una inteligencia contenida en un cuerpo mortal. Le importa el hombre mientras está aquí, se despreocupa de él cuando marcha hacia allá.
Pero llega un momento en que abandona este aquí para ir a parar allá: desaparece de la vista, envuelto en las sombras de ese mundo invisible acerca del cual el mundo visible es tan escéptico.
(¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?
Mix., 13-14).
Imaginemos una pobre mujer que vive de la mendicidad, y es perezosa, andrajosa y sucia, y no tiene una preocupación especial por la verdad. No digo que llegará a la perfección, pero si es honesta, sobria, alegre y cumple sus deberes religiosos ―y no estoy suponiendo un caso imposible en absoluto—, tiene, a los ojos de la Iglesia, la expectativa del cielo, la cual está completamente cerrada y le es negada al hombre modélico de condición superior, al que es justo, recto, generoso, honrado y responsable, si todo esto le viene no de un influjo sobrenatural, sino de una mera virtud natural. Las damas refinadas y delicadas, con pocas tentaciones a su alrededor y sin abnegación que practicar, a su buen gusto y refinamiento, si no son nada más, tienen menos interés para la Iglesia que muchos pobres miserables que pecan, se arrepienten y se mantienen con dificultad en el ámbito de la gracia. (Por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y maldad. Diff.
I, 249-250).
La santidad es el resultado de pacientes y repetidos esfuerzos, después De obedecer, trabajando poco a poco sobre nosotros mismos, en primer Lugar modificando y finalmente cambiando nuestros corazones.
J. H. Newman. PS, I, 13, 11
{6 (74)}
4. Autores oratorianos en el «New English Hymnal»
HIMNO es, en palabras de san Agustín, todo aquel cántico que contiene la alabanza a Dios (canticum cum laude). Ya en las primeras comunidades cristianas la respuesta agradecida de la fe al anuncio de la Buena Noticia se prolongaba espontáneamente en el gozo del canto: «Que la Palabra, que es Cristo, habite entre vosotros en toda su riqueza... Y cantad la acción de gracias a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos cánticos inspirados por el Espíritu» (Col 3, 16). Esta enumeración no pretende ser completa: más bien muestra cómo a la riqueza de la Palabra de Dios corresponde en los cristianos una gran variedad en las formas de acción de gracias, variedad en principio ilimitada porque es fruto de la libertad en el Espíritu Santo.
Pronto se compusieron himnos de gran belleza literaria y de contenido teológico preciso, muchos de ellos debidos a los Padres de la Iglesia (san Efrén, en Oriente, y san Ambrosio, en Occidente, destacan entre los himnógrafos de los primeros siglos). Pero, junto a estos cantos, se utilizaban también otros cuya doctrina era errónea o dudosa, y por ello la Iglesia tardó algún tiempo en autorizar el uso de textos no bíblicos para el culto. Entre los himnos litúrgicos más antiguos que han llegado hasta nosotros, encontramos dos compuestos en forma de prosa rítmica: el Gloria in excelsis, que da a la Eucaristía su tono festivo, y el Te Deum, también para la alabanza solemne y la acción de gracias. En la Iglesia latina, la mayor parte de los himnos, escritos en forma versificada, pasaron al Oficio divino o Liturgia de las Horas y componen un hermoso conjunto, de gran valor espiritual y también cultural (recordemos, por ejemplo, cómo las notas de la escala musical reciben su nombre a partir del himno de Vísperas de san Juan Bautista, Ut queant laxis).
{7 (75)} Durante la Edad Media se compusieron numerosos himnos y cánticos en lenguas vernáculas, muchas veces sobre la base de melodías populares, que eran utilizados fuera del culto público de la Iglesia. Al elaborar una nueva liturgia en alemán, Lutero incluyó en ella algunos de estos himnos, y su ejemplo se fue imitando en otras Iglesias reformadas. Durante el s. XVIII, en Inglaterra, los hermanos John y Charles Wesley, fundadores del movimiento metodista, dieron un fuerte impulso a la himnodia, que consideraban parte integral del culto y medio para expresar más bien el sentimiento religioso que los misterios de la fe, a diferencia de la concepción tradicional. El uso de los himnos a la manera metodista, con su insistencia en los aspectos emocionales y subjetivos, penetró en la Iglesia anglicana, donde hubo de enfrentarse a otra tendencia doctrinal de signo opuesto, representada por el Movimiento de Oxford (Keble, Pusey, Newman), que se proponía restaurar los himnos de la Iglesia antigua y medieval para mejor reivindicar la apostolicidad y la catolicidad del anglicanismo.
Cuando una buena parte de los seguidores del Movimiento entraron en la Iglesia católica, continuaron traduciendo himnos tradicionales, o compusieron otros a fin de satisfacer una creciente demanda por parte de los fieles. Los oratorianos Newman y Faber entendieron el recurso de los himnos populares como una aplicación a la circunstancia inglesa de las ideas de san Felipe sobre la música y el apostolado. Estos himnos debían producir en Birmingham y en Londres el mismo efecto que el canto de los Laudi en las reuniones del Oratorio romano: servir de apoyo a la oración y fomentar la alegría cristiana. La liturgia, por otro lado, seguía celebrándose en latín, y la música, en gregoriano o polifónica, debía ceñirse a los textos de la Misa o del Oficio, tradición que se conserva fielmente en los Oratorios ingleses.
Las perspectivas abiertas por el Concilio Vaticano II permiten hoy una utilización más amplia de los himnos en las celebraciones litúrgicas. En la Iglesia anglicana, la legitimidad de este uso había sido reconocida a mediados del siglo pasado, y en 1906 veía la luz el English Hymnal, himnario semioficial que integraba las dos tendencias enfrentadas, la evangélica y la anglocatólica, y que, con sus más de setecientas composiciones, constituye un variado mosaico donde se combinan estilos, épocas y tradiciones diversas. Ochenta años después, en 1986, es publicado el New English Hymnal, una revisión del anterior, que, sin embargo, muestra un celo encomiable por conservar el rico legado himnológico {8 (76)} recibido del pasado (sólo una quinta parte de los himnos que contiene no figuraban en el himnario precedente, y entre éstos son relativamente escasos los de composición reciente: se trata de evitar, tal como se advierte en la introducción, el dar por buenos muchos cánticos «pobres en calidad y efímeros en el uso»). Hay que destacar, de otra parte, como el nuevo himnario anglicano tiene muy en cuenta la evolución de la liturgia católica a partir del Concilio Vaticano II, al mismo tiempo que invita a recuperar para el culto, una vez traducidas al inglés, determinadas piezas del repertorio gregoriano, que sigue siendo considerado el canto eclesial por excelencia.
Como oratorianos, podemos alegrarnos especialmente al encontrar en el New English Hymnal tres himnos escritos por Newman y otros tantos por el P. Faber. El más conocido es sin duda el titulado Lead, Kindly Light («Guíame, luz amable»), un poema compuesto por Newman frente a las costas de Cerdeña, cuando aún no era católico, después de haber superado la crisis anímica y física que le supuso su enfermedad en Sicilia, con la certeza de que Dios le reservaba «una tarea que hacer en Inglaterra».
Newman nunca pensó que este poema pudiera ser cantado ―ni siquiera lo consideraba buena poesía—, pero la sinceridad que revela {9 (77)} y la confianza humilde en la Providencia de Dios que acierta a transmitir encontraron eco de inmediato en muchos corazones sencillos, para los que la himnodia se había convertido en el medio de expresar sus mejores sentimientos.
El himno se hizo muy popular; era, y es todavía, cantado en múltiples ocasiones (también en las exequias), y muchos —Gandhi es el ejemplo más celebrado— lo han tenido como himno favorito.
Los otros dos himnos de Newman incluidos en el nuevo himnario anglicano son los que comienzan con las palabras Firmly I believe and truly («Creo firmemente y de corazón») y Praise to the Holiest in the height («Alabanza al Dios santísimo en las alturas»). Ambos están tomados del poema The Dream of Gerontius (que, como es sabido, fue musicado en forma de oratorio por E. Elgar): se trata, respectivamente, de la confesión de fe de Geroncio antes de expirar, y del cántico con el que los ángeles alaban a Dios por la redención de la humanidad.
En cuanto al P. Faber, ocupa un lugar propio en la literatura espiritual moderna por sus escritos devocionales y también, precisamente, por su abundante producción himnódica. Los tres textos seleccionados por el New English Hymnal, en los que se refleja su tono fervoroso característico, son bien conocidos por los cristianos de habla inglesa, católicos o no: se trata de los himnos Most ancient of all mysteries («Oh misterio eterno, el primero de todos»), para el domingo de la Santísima Trinidad; My God, how wonderful thou art («Cuántas son tus maravillas, Dios mío»), y There's a wideness in God's mercy («La misericordia de Dios supera toda inmensidad»).
A los himnos escritos por Newman y Faber hay que añadir, como contribución oratoriana, las versiones al inglés —ocho en total, principalmente de textos latinos― debidas al P. Edward Caswall (1814-78), un clérigo anglicano de notables dotes literarias que se había convertido al catolicismo por influjo de Newman, junto con su esposa, y que a la muerte de esta entró en el Oratorio de Birmingham. Cuando en 1864 Newman dedica la Apología a sus hermanos de comunidad, el P. Caswall es uno de los seis «hijos de san Felipe» que habían permanecido fieles a la Casa y leales a Newman, a pesar de todas las dificultades. Su actividad como traductor, aunque no podía adornarse con la brillantez de la creación poética original ―que practicó en menor grado—, formaba parte de la labor pastoral ordinaria del Oratorio: hacer accesibles a los fieles las riquezas espirituales de la Iglesia, para que la alabanza de Dios se haga himno en muchos corazones.
EI Oratorio de Oxford.
Con alegría recogemos la noticia de la erección de un nuevo Oratorio, precisamente en coincidencia con las fechas de la festividad de N. P. S.
Felipe Neri. La reciente fundación ha tenido lugar en la ciudad de Oxford y su primer Prepósito es el p. Robert Byrne, el cual, junto con otros cuatro miembros, forma la más joven comunidad de San Felipe Neri.
Esta nueva Congregación del Oratorio cumple lo que fue un sueño de John Henry Newman, cuyos esfuerzos se vieron frustrados hace más de un siglo, después de haber sido el fundador de las de Birmingham y Londres. Nos unimos al gozo de nuestros hermanos ingleses con el sincero deseo de que el pensamiento y el espíritu de Newman, cuya herencia recogen, les haga fácil el compromiso de imitarle, para bien de aquella ciudad universitaria y de la Iglesia, con una fidelidad parecida a la de Newman, que es ejemplo para todos y, en especial, para los oratorianos.
{10 (70)}
5. Al margen del Congreso Eucarístico de Sevilla
ADEMÁS de las celebraciones multitudinarias y el aspecto bullicioso, de lo que nos han dado cuenta, incluso con generosidad, los medios de comunicación, para satisfacer lo que suele interesar, de inmediato, a la generalidad del público, ha habido otra vertiente, menos clamorosa, que es preciso no echar en olvido, porque contiene, seguramente, lo que más puede durar como buen fruto del acontecimiento del Congreso. Nos referimos a las intervenciones y ponencias de los sabios relativas a la Eucaristía que han tenido lugar, sin apenas interés periodístico, que forman una colección de lecciones y estudios, que sólo más tarde aparecerán editados y que podrán leer, además del reducido número de asistentes a las sesiones de Sevilla, quienes estén verdaderamente interesadas en sintonizar con el pulso de los eminentes teólogos y pastoralistas que allí ofrecieron sus reflexiones, las cuales están destinadas a influir en la profundización y mejor celebración de este sacramento. Aquí queremos notar solamente unas palabras del cardenal Carlo M. Martini, jesuita, arzobispo de Milán y hasta hace poco presidente de las Conferencias Episcopales de Europa y, antes de ocupar esta sede rector de la Universidad Gregoriana de Roma. El cardenal Martini llamó la atención sobre dos aspectos que amenazan o problematizan la celebración actual de la Eucaristía: las prisas y la superficialidad, es decir, la creencia de que nos falta tiempo para lo mejor y, como consecuencia, pasar rápidamente por encima sin profundizar en lo bueno. Algo, hacía notar, que es una característica muy de nuestro tiempo, en el que el hombre, casi sin darse cuenta, devora sin degustar, y se agita sin vivir. Y, en cuanto a las celebraciones eucarísticas, el mismo creyente, con harta frecuencia, va a cumplir un precepto, desentendiéndose de la dimensión comunitaria esencial del espíritu auténticamente cristiano.
También el papa ha pronunciado palabras que es preciso tener en cuenta. Bastaría destacar un par de ellas, porque, ya en la primera jornada, recordó la necesidad de establecer una verdadera coherencia entre la fe y el pensamiento cristiano con la propia vida de creyente.
Y otras palabras, relativas a la religiosidad popular, que dijo a los "rocieros": «Buena es la alegría para festejar a la Virgen; pero sin catecismo, sin la Biblia, dejando al margen la liturgia, y olvidados de la caridad, queda en simple folclore».
{11 (79)}
6. HIMNO A JESUCRISTO REDENTOR
J. H. Newman. PS, I, 13, 11.
PRAISE to the Holiest in the height, And in the depth be praise, In all his words most wonderful, Most sure in all his ways.
2 O loving wisdom of our God!
When all was sin and shame, A second Adam to the fight And to the rescue came.
3 O wisest love! that flesh and blood Which did in Adam fail, Should strive afresh against their foe, Should strive and should prevail; 4 And that a higher gift than grace Should flesh and blood refine, God's presence and his very self, And essence all-divine.
5 O generous love! that he who smote In Man for man the foe, The double agony in Man For man should undergo; 6 And in the garden secretly, And on the cross on high, Should teach his brethren, and inspire To suffer and to die.
7 Praise to the Holiest in the height...
{12 (80)} 1 Que suba al cielo nuestra Toz, felices al cantar las maravillas del Señor perfecto en su bondad.
2 Sabiduría que bajó fue el segundo Adán que la vergüenza y maldición del viejo Adán sano.
3 Dios humanado, al asumir nuestra fragilidad, del enemigo vencedor, resurgirá inmortal.
4 La gracia triunfa sobre el mal y se derrama en bien:
es suavidad espiritual en cada corazón.
5 Oh amor ilimitado y fiel, dos veces vencedor:
pecado y muerte perderán por siempre su aguijón.
6 Pasión del huerto en soledad, y al abrazar la cruz, Jesús nos deja la lección suprema del amor.
7 Que suba al cielo nuestra voz...
{13 (81)}
7. La predilección de san Felipe Neri por los jóvenes
CUANDO san Felipe recordaba las gracias que había recibido del Señor, volvía el pensamiento a sus años jóvenes; así se desprende de las confidencias que hacía a Consolino, uno de los últimos jóvenes aspirantes al Oratorio, admitido por san Felipe cuando éste era ya anciano. Sin duda que, al encontrarse con jóvenes abiertos a la generosidad de dar una respuesta positiva al llamamiento de Dios, se veía de algún modo reflejado en ellos.
Recordaba su infancia en la escuela florentina del Maestro Chimenti, cuando en clase leía a sus alumnos poesías de Iacopone da Todi o les contaba algunas de las más inocentes y chispeantes facezie, o agudezas, del Pievano Arlotto; recordaba a ese buen maestro cristiano y, con particular gratitud, «todo lo bueno que había recibido de los dominicos del convento de San Marcos». Felipe, hijo de una familia venida a menos y forzado a la emigración, no se dejó seducir por la prosperidad mundana que le ofrecieron unos parientes que querían prohijarlo y hacerlo heredero de una posición ventajosa. Dejar Florencia no fue encontrarse desarraigado y solo y ceder a los espejismos de ambiciones fáciles. Fue a Roma y allí vivió sus años jóvenes, de los diecinueve en adelante, no con el ansia de medrar, sino para estar cerca de los primeros {14 (82)} santos, de sus sepulcros, de los mártires cuyas virtudes le entusiasmaban, cuando para otros jóvenes Roma era una ciudad para trepadores, para hacer carrera, incluso a costa de la misma Iglesia. El selfmade man, tan admirado en nuestros días, en Felipe no tuvo más sentido que el de hacerse santo, pero limpio de programaciones narcisistas, que le hubieran llevado a la autocomplacencia y al fariseísmo más sutil. Amaba a los jóvenes porque hubiera querido salvarles de los peligros que él conocía у sorteó merced a la oración, a la reflexión aplicada a la palabra de Dios y al ejemplo de las vidas de los santos. Todo el resto le parecía hojarasca. En comparación, entonces como ahora, ¡cuántos jóvenes lanzados a una perspectiva ambiciosa de triunfos mundanos, mientras parece que crecen y se aproximan a sus proyectos, los alcanzan en perjuicio de la fidelidad a sus raíces cristianas y aun simplemente culturales, que poco o nada estiman cuando no están en función del éxito temporal que buscan! El bien, para éstos, es el éxito económico, la satisfacción de placeres, la irresponsabilidad y holgura cómoda frente a los deberes con los prójimos, si no ofrecen perspectivas de provecho propio.
Sin ideales, y sólo con intereses; y acaso un pensamiento mortecino sobre Dios abstracto y distante; egoístas... y al fin infelices у tristes.
PRI Amaba a los jóvenes y les hubiera querido salvar de estos riesgos, más difíciles de evitar cuando se llega a la edad adulta, o se consolidan las instalaciones inspiradas en el egoísmo. Por eso les decía: «Bienaventurados vosotros, los jóvenes porque tenéis tiempo para hacer el bien». Pero estad atentos, porque, sin perseverancia, «el entusiasmo de los jóvenes es como fuego de paja», que arde al primer impulso, pero se extingue en seguida. Conocía la natural impaciencia del corazón juvenil, propenso a exigir resultados inmediatos, que dispensan de trabajo y fatiga: «No penséis que os haréis santos en {15 (83)} cuatro días; la perfección se adquiere con fatiga y poco a poco». También: «No os carguéis con exceso de prácticas devotas; pero sed perseverantes en las prudentemente asignadas».
No obstante, hay que contar con la abnegación, y no despreciar lo pequeño: «Hijos míos, comenzad sin despreciar las pequeñas mortificaciones, y así podréis luego mortificaros más fácilmente en las cosas grandes». Sin duda que, en la vida, nos vamos a encontrar con dificultades que exigirán desprendimientos y abnegaciones aparejadas con la práctica de las virtudes. «Sed obedientes y someteos a vuestros superiores, porque la obediencia es el camino en el que se resume cualquier método que deba llevarnos a la perfección». Tiene mucha importancia el papel del confesor o director espiritual. Si acudimos a él leal y sinceramente, será más expedito el camino que nos lleva a conocernos y a conocer a Dios, y a poder definir el camino de vida que el Señor quiere para nosotros. San Felipe decía que al director hay que verlo con frecuencia y abrirle el corazón comenzando por lo más importante, no para buscar consuelos, sino para encontrar luz; cualquier estrategia o reticencia que vulnerase la sinceridad, sería como «ceder a un engaño del demonio». El temerario que «se fía de sí mismo está muy cerca de su ruina; sed humildes; no os burléis de los demás y menos de sus defectos; ni se os ocurra, tras las primeras experiencias espirituales, haceros maestros de los demás en las cosas del alma; antes que pretender la conversión de otros, pensad en la conversión de vosotros mismos».
Hay que estudiar y estudiar a Dios, como él hizo, llevado del puro deseo de santidad, sin que se le ocurriera que sus estudios de teología, pobre como era, le pudieran servir para medro alguno, y cuando ni pensaba ser sacerdote. Pero también decía que «se aprende más ciencia de Dios en la oración que en el estudio». La oración es indispensable: «Un hombre sin oración es como un animal sin razón», porque sólo los irracionales {en el original pasó al final de la página 4} son incapaces de tratar a Dios. La oración lleva al gozo y da fortaleza al espíritu. «No tengo miedo de nada si se me concede un pequeño momento para pensar en Dios antes de padecer cualquier prueba».
Oración y alegría: «Estad siempre alegres. Escrúpulos y melancolías no los quiero en mi casa». Con esta advertencia: «Evitad la disipación que viene de los jolgorios, porque éstos destruyen lo poco bueno que acabáis de adquirir. Todo el que busque felicidad y gozo fuera de Dios sufrirá la desilusión de no encontrar en las criaturas lo que sólo puede darle el Creador».
Y estos últimos consejos: «El Paraíso no se ha hecho para darlo a los perezosos»; «El que dice mentiras nunca será santo»; «Pedid incesantemente al Señor que os conceda el don de la perseverancia; comenzar es de muchos; perseverar, de santos».
{16 (84)}
8. LA TRADICIÓN MUSICAL EN EL ORATORIO
EL NACIMIENTO del Oratorio se produce en el siglo XVI, momento histórico caracterizado por la plena efervescencia del movimiento cultural conocido con el nombre de Renacimiento, cuyo origen es italiano y, desde Italia, se extiende en seguida por toda Europa. Consistía en una renovación que se inspiraba en la recuperación de las formas e ideales de la antigüedad clásica, y que iba a influir en el arte, en la política, en la cultura, con la pretensión totalizadora y vitalista de abrir el mundo a una nueva era. En realidad, no solamente significó el fin de la Edad Media, sino la culminación de sus inquietudes más positivas, según la imagen del «hombre universal». Humanismo que se introduce también en la religiosidad, que desciende más a lo concreto de la vida del hombre y a su sentimiento, descubriendo más de cerca al Dios humanado, Jesucristo, lejos todavía de la posterior (y más reciente para nosotros) revolución romántica del s. XIX.
El Renacimiento, más que arquitectura
Pero, cuando nos referimos al Renacimiento, solemos ceñirnos a los testimonios plásticos más evidentes, a la bien ordenada arquitectura de palacios e iglesias, todavía ofrecidos a nuestra admiración. Incluso los templos y casas de los oratorianos no sólo los de la época fundacional, sino muchos de los posteriores, y aun recientes, quisieron o han {17 (65)} querido mantener, como una veneración a distancia del tiempo, el estilo arquitectónico renacentista, modelo contemporáneo de san Felipe. Sólo en nuestros días, los más recientes de los Oratorios fundados han prescindido de tal imitación, basados, a la vez, en motivos tanto de funcionalidad como de actualización estética. Y lo mismo hay que decir de la decoración y artes complementarias de la arquitectura.
Existe, sin embargo, un aspecto del arte renacentista que no solamente en volvió la realidad del origen del Oratorio, sino que este influye decisivamente en él: nos referimos a la música en su expresión religiosa.
La música en Occidente
Muy rápidamente podríamos resumir la historia de la música en Occidente diciendo que resultaría verdaderamente arduo recoger vestigios que no fueran casi exclusivamente religiosos y concretamente cristianos, cualquiera que fuera la servidumbre debida a la música judía y a la bizantina. Las formas musicales profanas surgieron de la imitación de las religiosas. A lo largo del tiempo esto llevó a una degeneración incluso artística. De ahí se pasó al uso de estilos profanos, carentes de unción religiosa, en los que se substituía la letra vulgar por la religiosa, sin devoción alguna, derivando en espectáculo. Fue en este momento (ya en el s.
XVI) que la Iglesia se propuso una reforma radical, de recuperación del sentido sagrado. Y en ese momento fue decisiva la influencia de san Felipe Neri, es decir, de un discípulo suyo, Palestrina, que él alentó.
Base del patrimonio musical europeo
Pero no está de más recordar algunos datos que pueden ayudar a la estima de la música religiosa cristiana. El más antiguo de los tratadistas eclesiásticos es san Agustín (354-430), en una enciclopedia que no logró terminar, y se refiere especialmente al ritmo y sucesivamente al canto melódico, el cual {18 (86)} estaba al servicio de la belleza y de la proclamación de la Palabra e inteligencia y participación por todos en la oración. También trató de la música san Isidoro de Sevilla (560-636). Pero el verdadero iniciador de la música de la Iglesia fue san Ambrosio de Milán (333-397), cuya labor completaría dos siglos más tarde el papa san Gregorio Magno (540- 604), honra de los benedictinos, uno de los doctores de Occidente, junto a san Ambrosio, san Agustín y san Jerónimo. La herencia musical de estos santos constituye la base del patrimonio del canto religioso occidental, que alcanzó la cima de su belleza en el siglo XIII, por su sencillez, inspiración, espiritualidad, que ponían alas a las palabras para elevarlas en alabanza a Dios, y engarzaban las plegarias de la liturgia en la transparente limpieza de melodías, como si cantar fuera equivalente a «rezar dos veces», según el aserto de san Agustín. No había ―no hacían falta― instrumentos. El órgano se introdujo en Occidente en el s. VII, pero no pasó a las iglesias hasta el s. X, inspirándose ciertamente en las melodías gregorianas, pero sin acompañar su canto. En las catedrales o colegiatas donde el clero llevaba vida común, y sobre todo en los monasterios, habían verdaderos músicos, creadores de melodías que ellos mismos interpretaban o entonaban y dirigían.
Uno de estos cantores insignes fue, en el s. IX, el erudito y al mismo tiempo excelente cantor Aureliano, cuyo conocimiento y arte musical se hizo patente en la catedral y corte de Aquisgrán.
Guido d'Arezzo
Y, sobre todo, el benedictino italiano Guido d'Arezzo, al que se debió la invención de la notación musical, que permitía el registro gráfico de las tonalidades del canto llano, a una sola voz, es decir, monódico. Pero no se tardó en tomar una melodía dominante, como base, y envolverla o acompañarla con otra concordante. Así empieza sus pasos la polifonía, y sus creaciones musicales, pensadas para las fiestas o reuniones profanas, más bien palaciegas que populares. {19 (87)} Sólo más tarde, en el s. XIV, comienza a componerse música polifónica para el culto. De modo parecido, el órgano, el instrumento más antiguo de teclado, de origen bizantino, que pasa a Europa a principios del s. IX, es adorno para conciertos y fiestas de palacio y tarda más de un siglo en introducirse en las iglesias, y alcanzaría su máximo esplendor en los ss. XVI-XVIII, especialmente en el barroco.
Secularización
A partir del s. XIV el desarrollo del arte musical ya no es exclusivamente eclesiástico; se seculariza, y la independencia que adquiere al prescindir de su sentido espiritual llega a profanar, por imitación, la misma música religiosa. Ese es el momento, en el s. XVI, en el que el Oratorio ejercerá un influjo decisivo para salvar, a la vez, arte y devoción, cuando parecían contradictorios: o porque se miraba más al efectismo estético (o pretendido como tal), en perjuicio del espiritual, o porque se buscaba un virtuosismo sonoro para recreación del oído, sin que importaran las palabras cantadas, o ya porque el estruendo de los acompañamientos ahogaba la pobreza de las voces, o porque se caía en la exhibición del cantor singular o del conductor del coro, y se teatralizaba la celebración del culto, tomado más como acontecimiento artístico y social que como asamblea y comunión de fe. Es un discípulo de san Felipe y a la vez buen músico, Animuccia, quien señalaba esos defectos de exhibicionismo y profanación en la música religiosa de entonces.
San Felipe y la música
Pero en el Oratorio había otros músicos y, además, las personas medianamente cultivadas eran capaces de leer música, como ocurría con aquellos jóvenes que comenzaron a frecuentar las reuniones con san Felipe. San Felipe venía de Florencia, tenía corazón de artista y, desde joven en la escuela, le quedaba el sedimento del «Trivium» y «Quadrivium», además del ejemplo recibido en San Marcos, {20 (88)} con los dominicos. La música, desde un principio, formó parte del Oratorio.
Animuccia, Palestrina, Soto...
Sabemos que Juvenal Ancina, cuando descubrió el Oratorio, escribió entusiasmado a su hermano Mateo: «Voy al Oratorio todos los días, donde se dan hermosas charlas sobre el Evangelio, sobre las virtudes, sobre la Historia de la Iglesia y la vida de los santos... Y al fin hay música para el espíritu».
El "Oratorio Musical"
Uno de los músicos, además del citado Animuccia, coetáneo de san Felipe, era el célebre y devotísimo Giovanni Pierluigi da Palestrina, diez años más joven. Ayudaban al Padre en las reuniones y componían Laudi («cantos espirituales») o musicaban poesías de lacopone da Todi, o las escribían, como hiciera Animuccia con la célebre canción de la «Vanità di vanità», tan conocida. Más adelante, de los primeros Laudi, se pasó a composiciones dramatizadas, con recitados, arias, coros, sobre temas bíblicos, para ocasiones especiales, más concurridas, complementarias de la ordinaria formación cristiana impartida. A estas composiciones se les llamó «Oratorio musical», y fueron una invención por demás exitosa, que luego se ha convertido en una forma musical cultivada por otros grandes músicos (Bach, Haendel, Mendelssohn, Elgar, Falla, Casals, Massana, Halffter...) Y, en esta reciprocidad, de influjo entre lo religioso y lo profano, dio lugar a la «Opera», cuando, a principios del s. XVII, además de temas religiosos, con parecida forma, se trataron musicalmente temas profanos, dándoles por lo general mayor extensión y, en seguida, destinados a ser representados en el teatro. La «Opera» salió del Oratorio, pero se cultivó fuera.
Tanto Animuccia como Palestrina eran hombres profundamente espirituales y entusiastas seguidores de san Felipe. El primero se distinguió por componer cantos, o Laudi, en los que la belleza ayudara a la expresividad de la letra, cantada de modo inteligible, sin que la belleza formal de la {21 (89)} música desmereciera del sentido espiritual al que estaba destinada, como alabanza y oración a Dios.
Palestrina, dirigido por san Felipe, tuvo una intervención decisiva en las reformas tridentinas que apuntaban a la corrección de los abusos.
C. de Trento y la polifonía
Parecía que el papa Pablo IV, aconsejado por san Carlos Borromeo, estaba decidido a suprimir de tajo la música polifónica en los templos, vista la profanación y mal gusto en que había caído. San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán (quién sabe si también por fidelidad a su antiguo antecesor, san Ambrosio), propugnaba que se admitiera solamente el canto llano o gregoriano en la liturgia. San Felipe tenía sus preferencias por el gregoriano y bien lo demostraba al acudir, acompañado de sus más adictos seguidores, al canto de vísperas en la iglesia romana de los dominicos, la Minerva, o a los benedictinos de san Pablo, pero le dolía que no se reconociera la belleza y espiritualidad, cuando existe realmente, del canto coral. Tenía a Palestrina y quiso que él demostrara que la polifonía puede ser un trenzado bellísimo de melodías que eleven parecidamente el corazón a Dios en alas de la buena música, sin más instrumentos que la voz humana.
Felipe, amigo de los cardenales Borromeo y Vitellozzi, delegados por el papa, para zanjar la cuestión, instó, de acuerdo con ellos, a Palestrina, para que compusiera tres misas que sirvieran de muestra y experimento. Éste culminó con éxito, después de haber oído la mejor de todas, que en adelante se llamaría «del papa Marcelo», título que le puso Palestrina por la devoción que tenía a este papa, predecesor de Pablo IV. Aun cuando el órgano ya se había perfeccionado y entrado en la iglesia, Palestrina prescindía de él; le bastaba el mejor instrumento, la voz humana. De donde cantar sin acompañamiento instrumental se llamó, desde entonces, cantar «a la Palestrina».
Como antes había asistido Felipe a la muerte de {22 (90)} Animuccia (1571), también, anciano ya, pudo confortar a Palestrina en su hora, acaecida en una fecha particularmente grata para ambos, el dos de febrero de 1594, cuando hacía muy poco que el músico había compuesto una obra dedicada a la Virgen. A la pregunta de Felipe si pensaba en Dios, le respondió fervoroso su querido discípulo: «Sí, Padre, cuanto antes deseo ir al cielo, y que ahora María me lo alcance de su Hijo».
La muerte de Palestrina no supuso ninguna interrupción de la música en el Oratorio. Según el testimonio de Tarugi, «nunca faltaban cantores que desinteresadamente participaban en los cantos, sin necesidad de ser convocados». Uno de estos músicos era el español Francisco Soto, originario de Landa (Soria). Este había acudido a Roma y formaba parte de la capilla pontificia y frecuentaba el Oratorio, atraído por la música, y no tardó mucho en pedir ser admitido (1571) en la comunidad y Felipe quiso que se ordenara sacerdote. Su buena fe y sencillez de carácter hizo que Bordini le llamara «doctor en simplicidad». Era un músico excelente, que no solamente recibió y mantuvo la tradición musical de Animuccia y Palestrina, sino que hizo discípulos en el mismo Oratorio, que pudieron secundarle y luego sucederle en la dirección de la música y los cantos. En los archivos del Oratorio de Roma se conservan varias composiciones de todos estos músicos, con frecuencia sin llevar firma, pero cuyos autores se pueden identificar por los estilos.
La tradición musical del Oratorio
Las primeras Constituciones del Oratorio consagran la estima de la música cuando, en el mismo principio, establecen que, «en las fiestas, no sólo se ha de estimular a la contemplación de las cosas divinas con la oración y la predicación sencilla, sino también con la música». La tradición del gregoriano y de la buena música figurada, como parte de la liturgia y el propio apostolado, ha acompañado los mejores momentos del Oratorio, a lo largo {23 (91)} de sus cuatro siglos de existencia. Para acreditarlo, en España, bastarían, entre colaboradores seculares y miembros del Oratorio, los nombres recientes de Valls, Mas Folch, Garcia Estragués, Millet, Soler Llobera, Penina, Colomer...
Para san Felipe, la música y el canto en la iglesia no podía ser pretexto para exhibiciones o simple recreo de los oyentes. Como explicaba su discípulo Animuccia, y se hizo lema con Palestrina, Soto y la primera generación de músicos en el Oratorio, porque allí, decían, «no se cantaba por el gusto de cantar, sino para alabar a Dios», elevar la mente y rezar mejor, en comunión de voces, expresivas de una verdadera unción espiritual, tanto por medio de melodías sencillas y bellas a la vez como en la polifonía más depurada, capaz de sublimar el lenguaje del alma en contemplación de lo divino, con un arte que a sí mismo se ignoraba, cuya mejor muestra fuera tal vez Palestrina, y la escuela de cuantos le siguieron, sin olvidar entre éstos al abulense Luis de Victoria (1548-1611), que estuvo en Roma unos veinte años, frecuentó el Oratorio y fue discípulo de Palestrina. De él se dice que nunca escribió ninguna composición musical profana. Italia, inferior musicalmente a Francia y Centroeuropa hasta llegar el Renacimiento, se recupera y alcanza en éste su mejor momento, en Florencia, Mantua, Venecia y, principalmente, Roma, donde, en el Oratorio, retoma y eleva su sentido religioso, conservando el gregoriano y dignificando hasta lo sublime la polifonía.