Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 290. SEPTIEMBRE-OCTUBRE. Año 1993
0. SUMARIO
LAS COSECHAS recogidas, las fiestas pasadas, las vacaciones casi para todos más o menos gozadas, y comienza el curso con lo que nos queda de otoño. Se normalizan las actividades que habían alterado su ritmo, se recupera el orden doméstico y también es la hora de desperezarnos y avivar el espíritu. El descanso habría sido una traición a la vida si no le sigue la voluntad decidida de hacer mejor lo de siempre. Todo comienza otra vez, y el tiempo vuelve a ser joven para enmendar lo que pudo ser imperfecto, y proyectar hacia delante, con ilusión, lo que la esperanza nos promete, cuando la pereza no rechaza creer en ella.
LA MEDITACIÓN
CRISIS DE CONCIENCIA
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
LEER UN LIBRO Y TENER HERMANOS
LOS DOS MUNDOS
BASE FUNDAMENTAL DE LA RELIGIÓN
«EXCELENCIAS DEL ORATORIO»
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1. Tiempo de oración: LA MEDITACIÓN
LA MEDITACIÓN es, sobre todo, una búsqueda. En ella, el espíritu trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide. Para ello hace falta una atención difícil, que es preciso disciplinar. Habitualmente se hace con la ayuda de algún libro, que a los cristianos no les falta: las santas Escrituras, singularmente el Evangelio, las imágenes sagradas, los textos litúrgicos del día o del tiempo, los escritos de los Padres espirituales, las obras de espiritualidad, el gran libro de la creación y de la historia, la página del "Hoy" de Dios.
Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí, se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la realidad.
Según sea la medida de la humildad y de la fe, se descubren los movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir. Se trata de poner por obra la verdad para llegar a la Luz: «Señor, ¿qué quieres que haga?».
Los métodos de meditación son tan diversos como diversos son los maestros espirituales. Un cristiano debe proponerse meditar regularmente; de lo contrario, se parece a una de las tres primeras clases de terreno de la parábola del sembrador (cf. Mc 4, 4-7. 15-19). Pero un método no es más que un guía; lo importante es avanzar, con el Espíritu Santo, por el único camino de la oración:
Cristo Jesús.
Cat. Igl. Cat., (nn. 2705-2707) 2 (94)
{2 (94)}
2. Crisis de conciencia
LO que llamamos "crisis de fe" o "crisis religiosa" podría denominarse, tal vez, con mayor exactitud, "crisis de conciencia". Nos hemos esforzado en hacer la apología de la religión con argumentos sobre las ventajas psicológicas que puede proporcionar a los creyentes, o en la utilidad social de la moralidad de la que puede ver fundamento, con el riesgo de que lo primero nos acercaría a la enajenación, a un sentimentalismo consolatorio, o incluso al engaño, y lo segundo acabara en una reducción política, que la historia se ha cuidado de señalar como la gran tentación de todos los poderosos que han pretendido "ayudar a la Iglesia, y de los errores y males más graves que ella ha padecido. La verdadera fe no hipoteca o aplaza las razones que ahora no podemos entender, y tampoco el buen servicio de la moral se agota en la esencia y bondad del fenómeno religioso.
Podríamos suponer que en esta época que llamamos crítica lo más urgente debiera ser sacudir los corazones y despertar y formar las conciencias, porque es ahí, en el fondo del ser humano, en la conciencia, tal como la entendía Newman, donde claudica o se afirma la respuesta libre del hombre a Dios, aun en el orden meramente natural, cuando nos llama al bien ya su justicia divina, al amor y la felicidad, reflejándose en el hombre, que puede auscultarlo dentro de sí mismo, con voz que no puede ser acallada y luz que no se puede sofocar esta perceptible presencia intima de Dios, que es preciso acoger, y modular la propia vida para convertirla en una respuesta digna de él, «que habla lo mismo a buenos que a malos», como dice san Agustín.
La conciencia, antes que nada, es "conocimiento" de la presencia divina, es un saber intimo que obliga ante Dios, de modo ineludible; saber soberano al que ningún poder creado puede sobreponerse. Por eso, el bien y el mal moral son siempre interiores, y quien puede juzgar de su íntima razón sólo es Dios. Pero esa grandeza tiene también su debilidad, porque la ignorancia, unas veces culpable y otras invencible, y, sobre todo, las propias pasiones pueden deformarla y falsificarla. En {3 (95)} muchos curos, existe una astucia que parecería infantil a no fuere pecado, la cual tiende a ocultar lo que compromete demasiado, o a deformar lo que nos acusaría, si la falta de honradez no porfiara, como «el padre de la mentira», en sostener a menudo el engaño interesado o la autosugestión que la vanidad sugiere. La conciencia recta se desarrolla si se protege con el amor a la verdad que esencialmente quiere y debe ser en sí misma transparente, austera y libre. Cuando esto no se da, y aunque desde fuera se pretenda reparar tal ausencia con multiplicidad de preceptivas, éstas acaban mecanizando lo que llamamos bien y mal, la referencia a Dios se torna en fría y abstracta y lo que debiera ser religiosidad sincera no pasa de decencia convencional, ceñida e interesada, y al fin hipócrita y farisaica. Y la fe cultura, la virtud vanidad, y el sucedáneo de la sensiblería se disfraza de amor. El hombre se olvida de que es hijo de Dios, aunque lo repita con los labios.
Por esto, la que llamamos crisis religiosa de nuestro tiempo tiene su remedio en la conversión hacia esa relación filial del creyente con Dios. Una relación filial respetuosa, solicita, amante, personalizada, que en verdad esté en el origen y sea la razón de todas las decisiones y compromisos, sin cicaterías, en paz consigo misma, concreta, y libre para poder ser más generosa. Sólo entonces fe y razón superarían el estadio de la mera religiosidad natural y dejarían expedito el camino de la gracia y la santidad, a la que todos estamos llamados.
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
DESPRENDIMIENTO, ENTREGA Y GOZO
Ser desprendido es estar libre de todos los lazos que atan el alma a la tierra, no depender de nada que sea de este mundo, no apoyarse en cosa temporal alguna; es no preocuparse en absoluto de lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros, ni de lo que nos hagan; es hacer nuestra tarea simplemente porque es nuestro deber..., sin preocuparnos de las consecuencias; es no tener en cuenta la reputación, el honor, la fama, las oportunidades favorables, las comodidades, los afectos humanos, ni ninguna otra cosa, cuando el cumplimiento de una obligación religiosa conlleve el sacrificio de todo ello. (Dispuesto a venderlo todo para comprar la perla de gran valor. H. S.
III, 130).
Ella se dio cuenta de que había una belleza superior a la manifestada por el orden y la armonía del mundo natural, y una paz más serena y profunda que la proporcionada a por el ejercicio intelectual o por el más puro amor humano.
Entonces empezó a entender aquella actitud sobrenatural que tanto le había sorprendido en sus amigos cristianos. Comprendió que estaban desprendidos del mundo, no porque no poseyeran bienes o no sintieran amor natural hacia ellos, sino porque tenían una bendición más alta, que amaban por encima de cualquier otra cosa. (Debemos tener un sentido recto de los valores. Call., 327).
Debo decirlo lisa y llanamente, por poco realista que pueda parecer: las comodidades de la vida son la causa principal de nuestra falta de amor a Dios; y por mucho que nos lamentemos y luchemos, no venceremos hasta que no aprendamos a prescindir de ellas suficientemente... Una vida tranquila y fácil, el disfrute ininterrumpido de los bienes de la Providencia, buena comida, buenos vestidos, hogares bien instalados, los placeres de los sentidos, el sentimiento de seguridad, la satisfacción que proporciona la riqueza: todas estas cosas, y otras parecidas, si no tenemos cuidado, obstaculizarán los senderos del alma. (Necesidad de la abnegación. P.S. V, 337).
¿Qué es, pues, lo que nos falta a los que profesamos la religión? Lo repito: la disposición para ser cambiados, la disposición para consentir que Dios todopoderoso nos cambie {1}.
{5 (97)} No nos gusta desprendernos de nuestro hombre viejo... Pero cuando alguien se presenta ante Dios para pedirle la salvación, entonces, lo esencial para una conversión auténtica es la entrega de sí mismo, una entrega incondicional y sin reservas. (Dios se da a los que lo dejan todo por él. P.S. V, 241).
Un acto pequeño hecho por amor a Dios en contra de nuestras inclinaciones primarias, aunque sólo sea de carácter pasivo o de simple aceptación de la realidad, como aguantar un insulto, afrontar un riesgo, renunciar a una ventaja, tiene un peso frente al cual la profesión verbal no es sino polvo y paja.
(Los hechos hablan con más fuerza que las palabras. U. S., 93).
La tristeza no forma parte del carácter cristiano; el arrepentimiento sin amor no es auténtico; la mortificación que no esté dulcificada por la fe y la alegría no es aceptable.
Debemos vivir a la luz del sol, aun cuando estemos tristes; debemos vivir en la presencia de Dios y no encerrarnos en nuestros corazones, aunque consideremos nuestros pecados pasados. (Nuestra tristeza se convirtió en alegría. P.S. V, 271).
Las profundidades del océano, las vastas masas de agua que circundan la tierra están tan silenciosas y tranquilas en la tempestad como en la calma. Lo mismo sucede con las almas de los santos. Éstos tienen un manantial de paz insondable que brota en su interior; y aunque los contratiempos del momento pueden hacer que parezcan agitados, sin embargo, no lo están en sus corazones. (La serenidad interior, fuente de fortaleza para el verdadero cristiano. P. S. V, 69).
El cristiano posee una paz profunda, silenciosa y escondida, que el mundo no ve... Lo que él es cuando se encuentra solo con Dios: he aquí su verdadera vida. Es capaz de soportarse a sí mismo. Puede alegrarse en el mismo, si podemos hablar así, puesto que la gracia de Dios está en su interior: es la presencia del Consolador eterno lo que le da alegría. Es capaz de estar consigo mismo en todo momento, y ello incluso le resulta agradable —«nunca menos solo que cuando estoy solo»—. Puede recostar la cabeza en la almohada por la noche y reconocer ante la mirada de Dios que no desea nada —lo tiene todo, y en abundancia— que Dios lo es todo para él y que no posee nada que no le haya sido dado por Dios.
Es cierto que necesita ser más agradecido, más santo, más celestial, pero pensar que puede tener más no es para él motivo de disgusto, sino de alegría. (El gozo es un fruto del Espíritu Santo. Nadie nos lo podrá arrebatar. P. S. V, 69-70).
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4. Leer un libro y tener hermanos
EXISTE una religiosidad que se podría confundir con la de las gentes sencillas y humildes, pero que se aleja de la pureza y buen sentido de ésta; una religiosidad con ribetes mágicos, que persisten como restos de paganismo, y la preocupación por conseguir, por medio de la religión, ventajas en la tierra y, para más tarde, un seguro de eternidad. Cabe en ella poco amor o ninguno, porque lo impide el miedo a Dios y el cálculo individualista por la propia salvación, que se procura mantener garantizada con la observancia de mínimos morales y mínimas y sólo simbólicas bondades y el recurso repetidísimo a la eficacia sacramental, cuando hay pecados, aunque con la duda de suficiente arrepentimiento. Es una religiosidad individualista, a veces de masas, pero sin comunión fraterna, sin comunidad, o con una concepción de la comunidad tan genérica y diluida, o tan pequeña, cuando se intenta concretarla, que se convierte en otro egoísmo, meramente doméstico o de clan grupal de concentración de intereses. En esta religiosidad se olvida la respuesta del Señor a la pregunta de quiénes eran su madre, sus hermanos y sus hermanas.
En nuestra época de crecimiento rápido y multiplicación de los medios y técnicas de propaganda, de cambios sociales y crisis de ideales, no faltan las tentaciones para hacerse con fórmulas rápidas y eficaces para transformarlo todo de la noche a la mañana. El peligro existe incluso a la hora de anunciar el Evangelio, cuando su presentación se hace depender de esas propagandas, capaces de lograr clientelas, pero no tanto de convertir en hijos de Dios a seres libres. La seducción puede conducir a entusiasmos fanáticos, a fervores pasajeros, sin alcanzar la conversión de las {7 (99)} conciencias. Para evitar estos riesgos, cuando algún nuevo redentor se levanta monopolizando semejantes fórmulas, será preciso contrastar su estilo con el de Jesucristo, todavía vigente. Será necesario acudir a las palabras de Jesús y a su ejemplo, que fue más que palabra.
Meditar sobre sus actitudes frente al mundo de su tiempo, tanto religioso como civil, y trasladar esta contemplación al nuestro, como algo que hay que asumir, porque el ejemplo lo dejó para nosotros, no para simple adorno de la historia.
Los verdaderos santos esto hicieron. Nosotros tenemos las mismas posibilidades y medios para volver a la Palabra y, desde ella, remover obstáculos a la propia conversión y proyectarnos hacia la construcción de la hermandad que permite vivirla en todo su sentido.
San Felipe Neri, en una época también convulsionada por grandes novedades ―la invención de la imprenta, el movimiento renacentista, la conquista del Nuevo Mundo...— y la urgente necesidad de reformar la Iglesia, volvió la vista a los primeros mártires, en la Roma que guardaba sus reliquias. Siendo laico, compaginó una profunda vida de lectura meditada, oración y estudio con la actividad caritativa y catequística, sin aparentes tensiones ni alardes de activismo, pero con orden y constancia. Una vez sacerdote, recibido en plena madurez de su personalidad cristiana, tuvo mejor posibilidad de alentar a otros en la oración que partía, principalmente, de la lectura de la Palabra de Dios y el recuerdo de los santos.
No se sentía atraído por empresas grandiosas, de las que solía desconfiar, sino que insistía en lo cotidiano y la perseverancia. Leer el Evangelio, las cartas de san Pablo, vidas de santos, poesías místicas, cartas de los primeros misioneros...
En ello consistía lo que vino en llamarse il ragionamento sopra il libro. Y eso, todos los días. Por esta razón y fidelidad a los orígenes del Oratorio, se ha dado siempre tanta importancia en nuestra Congregación y apostolado a la Palabra explicada familiarmente, y a la repetición del consejo de san Felipe de leer libros que comiencen con S de santo. La lectura comentada y meditada sosegadamente, en grupo, ayuda a formar comunidad, convoca en la caridad y aviva la convicción de la presencia del Señor en medio de quienes se reúnen en su nombre, en abrazo de fe.
Esto se hacía y recomendaba en un tiempo en que los libros eran escasos y caros, en los albores de la imprenta. En nuestros días, esta escasez no existe, aunque sí, en la relativa abundancia, el peligro de seguir modas o convertir la posibilidad de la lectura en satisfacción vana de la curiosidad o en otra {8 (100)} vertiente del consumo. Siempre nos será útil el consejo de quien nos guíe espiritualmente, para que la lectura espiritual nos sea provechosa. Esta lectura personal, si se hace pausadamente, dejando que la conciencia se detenga en las ideas y sentimientos que suscita, examinándose uno mismo con disposición de sinceridad ―humildemente, decía san Felipe―, ayuda a conocerse mejor y a la conversión progresiva del alma, evitando la autocontemplación y la farisaica complacencia de creerse ya suficientemente instruido y perfecto.
No es raro comprobar demasiado a menudo, entre personas que pasan por cultas, incluso universitarios, el desnivel que existe entre los conocimientos que han adquirido en otros campos y la ignorancia que siguen arrastrando en materia de religión. Quienes a tiempo lo reconozcan podrán decidirse a remediarlo, si son humildes. Pero cuando el lustre del saber humano les barnice de apariencia de cultos, tratarán de librarse de complejos despreciando la religión, cuyo desconocimiento querrían disimular.
Otros, todavía con la idea de que la religión es sólo un complemento de la vida, como elemento moralizador, conveniente para ciertos actos de sociedad, prescindirán en la práctica de ella si no les sirve de promoción. Por sentimentalismo o creer.
y limpios ideales, y que más bien escrúpulo admitirán o cumplirán pequeñas concesiones simbólicas, las cuales les autocomplacen o decoran frente a los demás, acostumbrados a pasar siempre por alto cuanto les parece poco rentable. A pesar de lo cual puede que insistan en que tienen fe en Dios, pero habría que preguntarles en qué dios Leer libros y tener hermanos, decíamos al comenzar estas líneas.
Para un cristiano, la hermandad es la comunidad de fe. Es posible que hoy no sea tan fácil integrarse en una verdadera comunidad que pueda llamarse cristiana sin falsificación de este nombre. El mundo, como siempre, pero de modo muy particular en nuestro tiempo, no ayuda precisamente a la integración de muchos para un fin e ideales que no coincidan con intereses realizables en el tiempo, y deprisa.
El hombre moderno está siempre a punto de padecer la masificación que le despersonaliza. Y aunque se hable continuamente de cantidades y se presuma construyendo y comparando estadísticas que confunden el número con la bondad, dejan al hombre en su soledad, a no ser que el engaño de la seducción le mantenga en vilo de fanatismos que no tienen que ver con los verdaderos desvían de ellos, enajenando las conciencias y atrofiando y desvirtuando {9 (101)} la capacidad para el bien, que Dios puso en todos. Los hombres nunca han sido tantos ni nunca han estado tan solos. Puede suceder que la reacción ante esta realidad sea, para algunos, el encerramiento en el propio egoísmo, o el reducir a tan pequeña dimensión el ideal de comunidad cristiana que ésta no llegue a superar el concierto miserable de unos cuantos egoísmos blindados que respondan al interés de sólo unos pocos, encerrados en el mismo clan doméstico o grupal.
Se trata de formar parte de una comunidad que ayude a descubrir y vivir de la presencia de Cristo, en medio de ella, por una fe compartida; una comunidad que no sea una sociedad anónima, ni una colectividad organizada al estilo de las multinacionales, que existen para finalidades e intereses económicos, políticos o de clase y casta.
Una comunidad, para que pueda llamarse cristiana, ha de preferir las realidades espirituales y eternas a las temporales e interesadas.
Una tal suerte de comunidad, es cierto, no puede partir de un supuesto ya plenamente logrado; pero sería un grave error pretender construirla desde la renuncia previa a la plenitud ideal, sinceramente anhelada y perseguida con buena voluntad y constancia. Tampoco bastaría la mera reducción a una disciplina moral desvinculada de la fe precedente, de la cual la vida entera debe ser respuesta. Fe que ha de superar las categorías humanas, los valores meramente temporales, aunque no los destruya ni elimine, pero sin que este matiz suponga ninguna rebaja a las exigencias del bautismo cristiano, o discipulado de Cristo. Hay un par de frases en la Biblia que los cristianos debiéramos llevar prendidas en nuestro pensamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Dt 6, 5). Y estas otras palabras del Evangelio, cuando el Señor, mirando a los que tenía cerca, dijo: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8, 21). En la vida eterna sólo serán relevantes, entre las relaciones humanas de este mundo (familia, vecinos, amigos, patrias y culturas), aquellas en las que se cumplan estas dos sentencias.
Descendiendo a lo práctico, es evidente que, dada la limitación del hombre, una comunidad cristiana debe comenzar a partir de lo concreto, y lo concreto, cuando es auténtico, siempre parte desde la humildad. Lo concreto no quiere decir cerrado, sino opuesto a las generalizaciones y abstracciones engañosas que remiten constantemente a la teoría y distraen de la verdad {10 (102)} y constancia en los propósitos de bondad. La Iglesia, la comunión de los fieles con Dios, por medio de Jesucristo, en su Espíritu, no es un sol, sino una constelación de constelaciones. Una comunidad debe ser una constelación de fieles, que se conocen, se tratan, se quieren y se ayudan a crecer como hijos de Dios, abiertos a todo el bien que, con su testimonio de fe y de generosa entrega de caridad, quieren llevar nuevos hermanos al Padre común, no desde la seducción, ni de la imposición, ni de la propaganda masificadora y destructora de la libertad, sino desde la fe formada, Seguramente que a todos nos falta mucho para poder alcanzar esa capacidad de integración comunitaria cristiana. Se trata de querer ser hermanos, de merecerlo, y de ver en los demás ―aquellos que la providencia nos pone cerca― también a hermanos; se trata de ser respetuosos y sencillos, y generosos para olvidarnos de buscar el propio consuelo, y de agradecer el bien espiritual, la ocasión de practicar las virtudes, el recibir y el darnos, caminando juntos con el Señor, y tratar de descubrir los signos de su beneplácito en todo cuanto sucede y nos sucede, sin decaer en nuestra esperanza de bien y en el deseo de hacerlo a los demás, limpios de sectarismos. Tener presente a Dios, pero hablar más a Dios de nuestros hermanos que a nuestros hermanos de Dios. No hay que pontificar.
Y ser constantes, sin transfuguismos caprichosos, pasando de un lugar a otro, en busca de consuelos o admiraciones, o, peor, para eludir el compromiso de la perseverancia y la dependencia cada uno de todos.
Una comunidad fundada solamente sobre la simpatía, el interés o la conveniencia no sería cristiana. Como tampoco sería cristiana una idea de Iglesia entendida como sociedad de servicios para el alma y los sacerdotes unos empleados o burócratas espirituales.
Ya se ve que, para formar una verdadera comunidad cristiana, no se puede prescindir de la fe y de la oración. La Iglesia, por medio de la liturgia, nos ayuda a conseguirlo, porque, como ha dicho el Concilio, «ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santa Eucaristía, por la que debe comenzarse, consiguientemente, toda educación en el espíritu de comunidad» (PO, 6).
Tan noble es la virtud de la caridad que no constriñe:
es lazo de libertad que se hace fiel en el amor.
R. Llull
{11 (103)}
5. LOS DOS MUNDOS («THE TWO WORLDS»)
J. H. Newman Unveil, O Lord, and on us shine | Señor, aparta el velo que te oculta
In glory and in grace; | y resplandece en gloria y gracia;
This gaudy world grows pale before | harás palidecer el bello mundo que tenemos
The beauty of Thy face. | cuando aparezca la hermosura de tu rostro.
 |
Till Thou art seen, it seems to be | Mientras no te veamos, en la tierra
A sort of fairy ground, | persisten hechizados
Where suns unsetting light the sky, | los soles sin ocaso iluminando el cielo
And flowers and fruits abound. | y el exceso de flores y de frutos.
 |
But when Thy keener, purer beam | Mas cuando un solo rayo puro de tu luz
Is pour'd upon our sight, | irrumpe en nuestros ojos,
It loses all its power to charm, | desaparece toda seducción mundana
And what was day is night. | y la apariencia diurna se hace noche.
{12 (104)}
Its noblest toils are then the scourge | Aquí nos quedan los azotes, las fatigas nobles
Which made Thy blood to flow; | que hicieron derramar tu sangre;
Its joys are but the treacherous thorns | sus alegrías convertidas en espinas traicioneras
Which circled round Thy brow. | que coronaron de dolor tu frente.
 |
And thus, when we renounce for Thee | Y así, cuando por ti nos desprendemos
Its restless aims and fears, | de los afanes y temores de esta vida,
The tender memories of the past, | de las nostalgias del pasado
The hopes of coming years, | y la inquietud del tiempo que nos viene,
Poor is our sacrifice, whose eyes | bien pobres nos parecen las renuncias,
Are lighted from above; | iluminados desde lo alto:
We offer what we cannot keep, | tan sólo hemos podido hacer ofrenda
What we have ceased to love. | de lo que era imposible retener,
{13 (105)}
6. Base fundamental de la religión
HAY que leer libros que nos instruyan sobre Dios y las cosas santas, pero sin olvidar el aserto de san Felipe Neri de que «se aprende más sobre Dios en la oración que en los libros de teología». Conocemos, no obstante, el amor que él mismo tenía para los libros, hasta el punto de que, cuando joven y estudiante, creyó que el afecto era inmoderado, y se quiso desprender de ellos vendiéndolos y dando su importe a los pobres. Más tarde, su apostolado tenía siempre «el libro» por base de instrucción y de tema para la oración en común con el grupo que reunía, el Oratorio. También nos consta el celo con que insistió en hacer estudiar a sus discípulos que eran capaces de adquirir una instrucción para luego dedicarse mejor al apostolado.
Felipe quería decir que la ciencia, aunque sea sobre Dios, sin oración, acaba en pedantería que conduce al fariseísmo. Pero la oración ayudada por la ciencia profundiza mejor en los misterios divinos. Sin embargo, será siempre verdad que una persona sin grandes estudios, o incluso analfabeta, si no se halla en ese estado por negligencia, y es humilde de corazón, llegará a tener un conocimiento y experiencia de Dios y amistad con él, por medio de la oración bien hecha, que superará la de los teólogos tibios y, sobre todo, a los satisfechos y meramente teóricos de Dios.
Todo lo cual nos dice con qué espíritu hemos de dedicarnos a leer libros de cosas santas y a estudiar a Dios, ojalá lo hagamos con orden y sistemáticamente, sin olvidar jamás que él aborrece la soberbia e ilumina y se comunica con los humildes de corazón.
La oración es fundamental en todo acto de religión. Desde Abraham hasta Jesucristo, la historia de la salvación es una cadena de plegarias de profetas y santos que tratan con Dios. Con razón podríamos llamar al cristianismo «la religión de la oración». Nada tendría sentido sin ella: nos relaciona personalmente con Dios, nos abre a {14 (106)} los hermanos, se convierte en respiración de la comunidad y, en ella, converge el latido de todos en el culto de alabanza y acción de gracias al Señor de las misericordias.
Cuando se bautiza a un catecúmeno, se le presenta la fe, en el Credo, y se le enseña la oración del Padrenuestro. Es más que un símbolo, y los mayores ―padres y padrinos— tienen el deber inexcusable de ir enseñando a sus hijos o ahijados espirituales a rezar, a tratar con Dios, desde la sencillez que conviene a la primera edad hasta el progreso, día tras día, que alcance el nivel que para otros aspectos de la vida procuramos a los que queremos bien. Hay que rezar en la familia, ante todo, sin despachar irreverentemente unas fórmulas rutinarias, para después pasar a la comunidad eclesial a la que se pertenece, la liturgia, y participar no como meros asistentes o espectadores, de cumplimiento —"cumplo" y "miento", decía un obispo—, sino con los corazones abiertos a la fraternidad a la que Cristo nos convoca y que él mismo preside, como en un ensayo del cielo que nos espera.
Newman decía que un «cristiano valía, como tal, según lo que valiera su oración». Y lo mismo podemos decir de una familia que se quiera llamar cristiana, y de una asamblea o comunidad.
NEWMAN Y LA CONCIENCIA.
Hay dos modos de entender la conciencia:
uno, como una especie de propiedad, como un gusto propio por hacer esto o aquello; otro, como el eco de la voz de Dios en nosotros. Y todo depende de esta distinción: el primero de ellos es ajeno a la fe; el segundo, la confiesa.
S. N., 327.
Cuando uso la palabra «conciencia», no le doy el sentido de una fantasía o de una opinión, sino como la obediencia responsable a la voz divina que habla dentro de nosotros.
Diff. II, 255.
La conciencia es el primer Vicario de Cristo.
Diff. II, 248.
{15 (107)}
7. "EXCELENCIAS DEL ORATORIO DE SAN FELIPE NERI"
CON el título de I Pregi della Congregazione dell'Oratorio di San Filippo Neri, un presbítero del Oratorio de Savigliano (probablemente el padre Giovan Agnelli, amigo del beato Sebastiano Valfrè) compuso, a principios del siglo XVII, un tratado sistemático de la espiritualidad oratoriana, pensado seguramente para una lectura espaciada y en común, cuyo libro ha pasado a ser un clásico de la tradición filipense. El autor oculta su nombre, pero declara que se decidió a desarrollar un pequeño resumen precedente, instado por la obediencia. Circuló como manuscrito hasta que el Oratorio italiano de Chioggia lo dio a la imprenta en 1825. A esa edición tuvo acceso John Henry Newman, recién convertido al catolicismo, cuando se preparaba en Roma para la fundación del Oratorio en Inglaterra.
La "Idea" del Oratorio en Newman
La "idea" de la obra de san Felipe que él debía adaptar al contexto inglés la extraería del estudio de las Constituciones originales (aprobadas por Pablo V, en 1612) y del libro de las "Excelencias" o Pregi, como se desprende por el número de veces que recurría a esta obra, en pláticas y escritos dirigidos a sus hermanos de comunidad. Se alegraría mucho cuando, en 1881, pudo hacerse una edición inglesa, de gran utilidad para oratorianos y devotos de aquel país:
The Excellences of the Congregation of the Oratory of St Philip Neri.
{16 (108)} Aunque merecería más dilatado comentario, ahora nos ceñiremos a poco más que a la visión resumida de los doce capítulos que forman el contenido de este libro, cada uno de los cuales constituye la apología de otras tantas "excelencias".
Oratorio y oración
I. LA PRIMERA de estas excelencias, como no podía ser de otro modo, consiste en el fin de nuestra vocación: oración, administración de los sacramentos, predicación de la Palabra. La oración o trato afectivo con el Señor, de lo que nos dio ejemplo extraordinario san Felipe, tanto en su vida de seglar como cuando ya era sacerdote. Recurre al testimonio de Consolino, discípulo predilecto de Felipe, para hacer hincapié en la fidelidad del trato con Dios, con una libertad interior que supera la estrechez de cualquier método, para expresar más amor a Dios. Oración vocal, meditación, jaculatorias, el oficio divino y, por encima de todo, «la obediencia y la caridad, que siempre deben tener en el Oratorio el primer lugar». En este contexto es donde viene una frase a la que Newman recurre más de una vez: «El que quiere vivir a su modo no es bueno para la Congregación».
Sacramentos
En cuanto a la administración de los sacramentos, se refiere a dos de ellos solamente: la Eucaristía y la Penitencia o reconciliación. Los demás sacramentos se omiten porque son más propios del ministerio sacerdotal en parroquias, que están fuera de la finalidad principal y la naturaleza del Oratorio. Sería incompleto lo que se dice del oficio divino, todo él convergiendo en la Acción eucarística, si se prescindiera de ésta, que es «el centro y quicio de toda comunidad cristiana», como ha dicho el Concilio, y como lo fue en el Oratorio original, que introdujo la costumbre de la celebración diaria e igualmente de la participación de los fieles. En cuanto al sacramento de la Confesión, no {17 (109)} solamente debe ser entendido con las conversiones que Felipe y los suyos obraron en Roma, rescatando de la vida pagana y de pecado a muchos alejados de Dios, sino al cuidado de las almas para ser conducidas al progreso en la virtud por la dirección espiritual: contactos personales, a conciencia abierta, para devolver a la vida de cada fiel no ya la mera y egoísta asepsia de pecado, próxima al fariseísmo, sino el crecimiento en el sentido evangélico de la santidad, tanto de laicos como de los que el Señor llamara a una entrega total y apostólica.
Palabra de Dios
Queda la predicación de la Palabra, que en el Oratorio se ejercita cotidianamente, lo cual no solamente instruye y sirve de alimento a la oración, y hace conversiones, sino que evita la reducción a un cierto sentido mágico en las celebraciones sacramentales, «por la palabra espiritual que sale del corazón y en el corazón es recibida», con sencillez y humildad.
Renuncia a dignidades
II. LA SEGUNDA de las "excelencias" del Oratorio es la separación y renuncia no sólo a cualesquiera dignidades seculares, sino también dentro de la estructura de la Iglesia, «nisi Pontifex iubeat», pues nadie, en el Oratorio, debe pretender ni procurar para sí o para otros dignidad alguna.
Por otra parte, deben aceptarse los oficios internos de la Congregación, para servicio de la misma y de los hermanos, con humildad y obediencia a la comunidad.
Otras veces, desde estas mismas páginas, nos hemos referido a este tema, por lo demás reiteradamente confirmado en la historia del Oratorio y de sus miembros. Podríamos tomar un ejemplo reciente ―que, por lo tanto, no está en el libro que comentamos―, del pontificado de Pablo VI, al hacer cardenal al último de los filipenses que han vestido la púrpura, el bresciano p. Giulio Bevilacqua {1}.
{18 (110)} Es sabido que el papa Montini, cuando era joven, frecuentaba el Oratorio de Brescia y que agradeció siempre el bien espiritual que allí pudo recoger. El p. Bevilacqua era uno de sus grandes amigos y mentores. Una vez, el papa lo llamó y le comunicó su intención. A lo que el buen padre replicó: «¡Pero si yo puedo hacer lo mismo sin necesidad de todo esto y servir igualmente a la Iglesia!» Pero el papa le contestó decidido del todo: «No, yo quiero que usted venga a verme siempre que le llame, porque le necesito. La gente que viera o supiera que me visita de continuo, que se sienta a mi mesa y que me trata con franqueza, murmuraría:
pero nadie se sorprenderá demasiado si quien viene a verme a menudo es un cardenal. Y no me trate de Santidad" más que en público; en privado, tráteme de "tú" y dígame Gianbattista, como siempre».
Y hubo de aceptar.
Supremacía de la caridad
III. LA CARIDAD. Es la reina de todas las virtudes, «que todo lo unifica". Caridad, gozo, paz, paciencia. En una comunidad donde se permanece hasta la muerte, sin cambios a destinos nuevos, se multiplican, más incluso que en las familias naturales, las ocasiones para la comprensión, el perdón, el auxilio, la discreción, la comunión para las obras comunes de apostolado, el gozo y el dolor compartido. Sobre todo, si se atiende antes al bien interno, y no se va a las obras exteriores, huyendo, bajo pretexto de celo, de las propias y · domésticas. Si se logra este ideal, dentro de casa parece el paraíso, y fuera todo es resultado del trabajo y la entrega de todos.
La "racional"
IV. «LA SANTIDAD del hombre está en el espacio de tres dedos), repetía el Santo, llevando la mano a la frente. «La importancia de {19 (111)} la vida cristiana estriba en mortificar la racional».
Entendía por racional todo vano discurso del entendimiento y porfía en querer hacer la propia voluntad. De donde la excelencia de preferir la mortificación interior a las formas exteriores de penitencias corporales, siempre sospechosas cuando se emprenden al margen de la obediencia. Lo cual no excluye la moderación y la austeridad en las cosas materiales, alimentos, comodidades, gustos.
Obediencia
V. LA OBEDIENCIA no es una peculiaridad del Oratorio, sino común a todas las órdenes y congregaciones religiosas. Lo propio del Oratorio está en que en él, «tanto los padres como los hermanos, si bien no hacen ningún voto como los religiosos, no ceden nada en este punto, en la perfección de la virtud, a los que la profesan en los claustros, prometida con la solemnidad de los votos, supliendo la falta del voto con el amor y la voluntaria prontitud y perfección en obedecer, sin que sean necesarias las amenazas de pecado... Todos saben que la intención del Santo Fundador era que cada uno de los suyos obedeciera exactamente o saliera de la Congregación». Lo demostró con el más querido de sus hijos espirituales, Baronio. «La obediencia, además de ser la guarda de todas las demás virtudes (s. Bernardo), es el camino más corto del paraíso» (sta. Teresa). Sin esta virtud «sería imposible la subsistencia de una Congregación de hombres siempre libres hasta la muerte». San Felipe decía que «para ser verdadero obediente no basta cumplir lo mandado, sino que es necesario hacerlo sin andar buscando razones contrarias».
Discreción y suavidad en el mando
VI. COMO para compensar lo que pudiera parecer demasiada exigencia en lo que se dice en el precedente capítulo, en éste se habla de la discreción, suavidad y prudencia en el ejercicio {20 (112)} de la autoridad dentro de la Congregación. El superior ha de mandar, vigilar, amonestar y corregir, considerando su propia fragilidad, para conseguir que todo se haga por amor y no por la fuerza. Se cuenta del venerable p. Fabricio de Asté, fundador del Oratorio de Forli, que logró corregir, sin palabras, a un padre de la misma Congregación, al cual, por falta de hermanos, se le destinó a cuidar de la puerta de la casa y, como encontró pesado el oficio de portero, al poco, arrebatado de impaciencia, arrojó las llaves al suelo y abandonó el puesto. El p. Fabricio fue a recoger las llaves y ejerció puntualmente aquel oficio varios días, aunque era el Prepósito y fundador de aquella Congregación; confuso, finalmente, el primero reconoció su falta, pidió perdón y volvió al oficio sin enojo. San Gregorio decía: «Han de ver y respetar nuestra autoridad y, la vez, reconocer e imitar nuestra humildad».
Estima de la virtud
VII. EN NUESTRA Congregación ha de hacerse estima de la virtud y no de otra cosa que no esté unida a ella. En el mundo se aprecian los dones naturales, la erudición, la ciencia, que son las cosas que atienden más a la apariencia, que tanto estiman los seculares; pero estas cosas por sí solas no son tan apreciadas de la Congregación, sino sobre todo «la virtud y con particularidad la humildad, la simplicidad, la mortificación interior, que es lo que hace a los hombres santos y amados de Dios». Nuestra Congregación, iluminada por el Santo Padre, al aceptar a los sujetos, no tiene en cuenta que sean nobles, o ricos, o muy doctos, o muy prudentes, sino si son hombres de virtud, deseosos y dispuestos a crecer en ella, y «si su cabeza, juicio y opinión se uniforman con los de la casa y sean "como nacidos para formar parte de ella"».
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Desprendimiento de la hacienda
VIII. PENSANDO en nuestro Señor, «que se hizo pobre para enriquecernos con su gracia», san Felipe decía: «Quien quiera hacienda no tendrá jamás espíritu». Además: «Que nunca aprovecharía el que de alguna manera estuviera poseído de la avaricia; y que tenía probado por experiencia que más fácilmente se convertían los hombres entregados a la sensualidad que los avaros», y por esto llamaba a la avaricia «peste del alma», san Pablo la llama «idolatría». Así, en el Oratorio todos deben trabajar para proveer al propio sustento y al apostolado, y «querer el Paraíso, y no la hacienda; almas para dar a Cristo, y no riquezas».
Desasimiento del corazón
IX. EL DESASIMIENTO del corazón, para formar parte de una familia que no surge de la carne y de la sangre, sino del amor y seguimiento de Cristo, el cual, a aquel que le dijo que su madre y sus hermanos le estaban esperando fuera de la puerta de la casa en que entonces se hallaba, le respondió: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano y mi hermana y mi madre». Los familiares verdaderamente espirituales lo comprenderán perfectamente; porque «el que puede entender, entiende».
La castidad
X. COMPLEMENTA el capítulo anterior. Es el gesto de la entrega total a Dios, para imitar a Cristo, con la máxima libertad, y entrar en comunión con él, aunque imperfectamente todavía, pero de algún modo comenzando el cielo, mientras la vida se va gastando por el Reino y el bien de las almas. Es una opción pascual. También aquí, «el que pueda entender, entienda».
Amor a la Congregación
XI. LA MISMA sencillez del Oratorio llama a que sea apreciado en sumo grado por los que lo componen. La Congregación es como {22 (114)} una madre, que ha de ser amada. «Si faltara este amor, se despreciarían sus reglas, se perdería la estimación por los hermanos, se llegaría a acabar malamente, como Judas, que llegó a vender a su Maestro por un precio vilísimo». Pero también, sin ser una empresa grande, es amada por los externos, lo cual debe engendrar en todos sus súbditos sumo respeto, una gran veneración y singularísimo amor.
Y «hay que pedir a Dios que el buen nombre de la Congregación se conserve para gloria del Señor, no para la nuestra».
Libertad y perseverancia
XII. NO PODRÍA ser admitido lícitamente en la Congregación quien fuera a ella para pasar una temporada o incluso unos años y luego ausentarse por la razón de que en ella no se hace profesión de votos religiosos. Solamente pueden ser miembros los que, junto a las demás condiciones, «tienen el ánimo de permanecer en el Oratorio hasta la muerte». Visto desde fuera, algunos podrían juzgar con ligereza sobre la seriedad de nuestra vocación. Estadísticamente no se da menos perseverancia en nuestras casas que en las de los religiosos; pero cuando por graves delitos o por otras razones poderosas, un sujeto no conviene o no se ve con ánimos de perseverar en nuestras casas, existe la posibilidad de salir de la Congregación, por propia voluntad, o de ser expulsado para defender de mayores males a la misma Congregación.
Este es el sentido de la última de las "excelencias" que se exponen en el libro. No obstante, los verdaderos hijos de san Felipe, se dice desde los primeros tiempos, «se conocen por la sepultura», es decir, si perseveraron en su vocación hasta el fin.
Estos doce puntos resumen el contenido del libro. Al proceder a su edición, el benemérito Oratorio de Chioggia añadió unas "reflexiones" del p.
Nicolás Fabri, que añaden valor a la obra.