Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 293. MARZO-ABRIL. Año 1994
0. SUMARIO
CUALQUIER tiempo pasado fue peor, porque ahora ya tenemos a Cristo, el crucificado por el pecado del mundo, escándalo de los que esperaban remedios y milagros, y locura de los previsores que todo lo plantean con sabiduría y astucias de este mundo. Pero el hombre sigue todavía en trance de conversión, porque el pecado no se ha erradicado totalmente. Persisten las grandes injusticias, las mentiras, las hipocresías, los silencios culpables, las maledicencias, el fomento de los odios, las envidias, las codicias, el rescoldo de las venganzas... La cruz de Cristo ha pasado a ellos. Cuando Cristo nos juzgue, con los inocentes a su lado, antes que preguntarnos por nuestra fe, nos pedirá cuenta de cómo hemos tratado a nuestros hermanos... y "suyos".
CONTRA EL MIEDO
NÚMEROS
PENSAMIENTOS DE NEWMAN
CAMINOS, CAMINANTES, CAMINADORES
PRESENCIA DE CRISTO EN LA LITURGIA
SAN FELIPE NERI Y LA PASIÓN DEL SEÑOR
PALABRAS DE SAN FELIPE NERI
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1. Tiempo de oración: CONTRA EL MIEDO
Oh Padre nuestro del cielo, tú eres el Padre de la libertad; el Padre de la libertad de tus misericordias, de la libertad de tu bondad, de la libertad de tu amor.
¡Oh Padre nuestro, cuán poco te conocemos!
Temblamos frente a ti como en presencia de un juez severo; huimos de ti como de un legislador temible. Pero huimos de ti solamente por miedo de tu misericordia; tenemos miedo de tu bondad, de tu amor. Por eso nos refugiamos bajo la protección de la ley, encerrados tras sus murallas.
Te pedimos, oh Padre, que destruyas nuestro miedo, que impidas nuestra huida, que nos libres de nuestra resistencia, Padre del cielo, te rogamos que nos tomes en tus brazos, lo queramos o no, y nos lleves en tu corazón. Y te damos gracias, en este momento, de que nos permitas postrarnos frente a ti sin protección ni seguridad alguna. Oh Padre del cielo, conduce nuestro sentimiento hasta la experiencia de que, mientras todo peligra, no disponemos de otra protección ni seguridad que la libertad de tu misericordia, de tu bondad y de tu amor.
Erich Przywara, sj 2 (26)
{2 (26)}
2. Números
LA TEORÍA de las categorías ontológicas de Aristóteles se encallaría hoy en su discurso, al tropezar con el primer peldaño que sigue a la cantidad. La calidad interesa menos que la cantidad, menos que lo medible en volumen y número.
Nos interesa el grosor, el espacio que invadimos y cuántos somos o cuántos son, e hinchamos lo propio mientras rebajamos lo ajeno, dialécticos entre orgullo y envidia. Cientos, miles, muchos... Pero, ¿miles y cientos de qué? No nos preguntamos ni nos preguntan que somos. No interesa; nos fatiga la reflexión, el pensamiento, la relación gratuita con el orden del bien, aunque Platón hubiese dicho que en él está el origen del ser. El hombre corre peligro de ser computado y despersonalizado como un número. En los cuarteles llaman números a los soldados o a los guardias. Sólo crece rápido lo que se puede reducir a un común denominador y numerar. Así han crecido reinos y aparecido imperios, destruyendo lo que absorbían desde el vértice de la codicia, la violencia y la soberbia que se aplaudía a sí misma.
El bien, la verdad, la belleza, el hombre, Dios... interesan menos que la técnica, el dinero, el placer, la comodidad, el triunfo rápido en esta vida cerrada en el tiempo.
Lo demás son "rollos" filosóficos o religiosos que obligan a pensar y tomarse en serio la trascendencia del propio existir. Por eso nos atascamos en el reino de la cantidad y los números. Es la tentación de nuestros días, en los que se desprecia lo pequeño y se alaba lo grande. Se olvida que los monstruos siempre son grandes. Y, anticipando escatologías, se abulta la cantidad y se ostenta como garantía estadística de calidad.
Tal vez sea éste un mundo en el que nos da miedo la verdad presentida y por eso renunciamos a pensar, para que siga oculta. Esclavos de la duda, renunciamos a la libertad, bajo la dictadura de los números. Técnicas, velocidades, apariencias, ruido de grandezas huecas, ayunos de una luz que nos falta, temida y no deseada.
Hasta los que tenemos fe y creemos en un destino eterno padecemos la presión tentadora del mundo que nos envuelve, y puede hacer que cunda en nosotros la impaciencia {3 (27)} hija de la desesperanza, como si, a cualquier precio, tuviéramos que remediar lo que Dios no hubiera previsto.
El mundo de la cantidad nos tienta, como tentó a las primeras generaciones cristianas, las que vieron cómo los emperadores empadronaban a sus súbditos y median complacidos la dimensión de su dominio, parecido a como quiso hacerlo David, símbolo antiguo de la mesianidad cristiana, echando cuentas sobre sus gentes y fue reprendido por Yahvé. A los primeros cristianos les inmunizó el martirio. Luego vino la paz y la Iglesia fue reconocida y hasta protegida, no sin que el imperio quisiera cobrarse el favor. Entonces, los hijos de los mártires temieron no poder ser fieles al Evangelio a costa de este precio, y se fueron al desierto para no causar problemas a la buena fe de las masas, tal vez bautizadas demasiado deprisa, y de los buenos pastores, que tampoco faltaron, a pesar de la crisis arriana en la que la mayoría habían sido contagiados por la herejía. Estos cristianos no conformes con la mundanización fueron la buena semilla de los siglos que siguieron, y evitaron la politización y general burocratización de la Iglesia. Su libertad evangélica tuvo un alto precio: el de la pobreza, que necesita poco de matemáticas.
El Evangelio también tiene números, pero no son como los del mundo y de las técnicas deshumanizadoras: doce apóstoles, ocho bienaventuranzas, setenta y dos discípulos ligeros de equipaje...
La cantidad, ambigua en sí misma, sólo queda legitimada por la calidad. Tema para revisar nuestros planteamientos y convertirnos, uno a uno, y juntos en nuestras respectivas comunidades.
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3. PENSAMIENTOS DE NEWMAN
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
María es exaltada en atención a Jesús. Convenía que ella, como criatura que era ―aun siendo la primera de las criaturas― realizara una tarea de servicio. Ella, como otros, vino al mundo para llevar a cabo una obra, tenía una misión que cumplir; por ello, su gracia y su gloria no son para ella misma, sino para su Creador. A ella se le encomendó la custodia de la Encarnación... sus glorias y la devoción que se le tiene proclaman y definen la fe verdadera respecto a él, Dios y hombre. (María y la fe en la Encarnación. Mix., 348-349).
¿Quién puede ponderar la santidad y la perfección de la que fue escogida para ser la madre de Cristo? Si a aquel que tiene, más se le da, y si la santidad y el favor de Dios son inseparables (tal como se nos ha dicho expresamente), ¿cuál debe haber sido la pureza extraordinaria de aquella a quien el Espíritu creador se dignó a cubrir con su milagrosa presencia? ¿Qué dones debe de haber recibido la que fue escogida para ser, según la carne, el único pariente próximo del Hijo de Dios?... ¿Cuál pensáis que fue la santificación de aquella naturaleza humana de la que Dios formó a su Hijo sin pecado, sabiendo como sabemos que «lo que nace de la carne es carne» y que «nadie puede sacar una cosa limpia de otra sucia»? (Palabras escritas por Newman años antes de pensar en hacerse católico. P. S. II, 131-132).
¿Qué dignidad puede ser demasiado grande para la que está tan estrecha e íntimamente unida a la Palabra eterna como una madre a su hijo?... ¿Por qué extrañarse, entonces, de que hubiera de ser inmaculada en su Concepción? ¿O de que hubiera de ser honrada con su Asunción y exaltada como reina?
A veces la gente se maravilla de que la llamemos Madre de vida, de misericordia, de salvación; pero {5 (29)} ¿qué son esos títulos comparados con el nombre de Madre de Dios?
(Santa Maria, Madre de Dios. Diff.
II, 62-63).
Resulta sorprendente que aquellos que creen que la Iglesia constituye un Cuerpo inmenso en el cielo y la tierra (en el cual cada criatura santa de Dios ocupa su lugar propio, y cuya vida es la oración), una vez que reconocen la santidad y la dignidad de la Santísima Virgen, no se den cuenta enseguida de que su misión es la de interceder perpetuamente por la Iglesia militante, de que nuestra relación con ella ha de ser como la de los tutelados para con su protector y de que, en la enemistad permanente que hay entre la mujer y la serpiente, la fuerza de ésta radica en la tentación, mientras que el arma de la nueva Eva y Madre de Dios es la oración.
(Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Diff. II, 73).
Dios nos ha mostrado que sus atributos son incomunicables con una exclusividad tal que nos impide rebajarlo al exaltar una criatura suya. Es sólo él quien puede entrar en nuestra alma, leer nuestros pensamientos secretos, hablar a nuestros corazones, comunicarnos su perdón y su fuerza espiritual. Sólo de él dependemos. Sólo él es nuestra vida interior ―él, que no solamente nos regenera, sino que está siempre renovando nuestro nacimiento nuevo y nuestra filiación celestial―... Maria es nuestra madre sólo por decisión divina, nos fue dada desde la Cruz; su presencia está arriba, no en la tierra; su misión es exterior a nosotros. No oímos su nombre en la administración de los sacramentos. Su tarea no consiste en realizar una serie de acciones en favor nuestro; su influjo es indirecto. Son sus oraciones las que nos aprovechan, y éstas son eficaces por el fíat de aquel que para nosotros lo es todo en todas las cosas. Para escucharnos, no necesita poseer un poder innato ni don personal alguno, sino únicamente que le manifestemos nuestras súplicas... Por tanto, es la Presencia divina la que nos permite a nosotros llegar a ella, y a ella llegar a nosotros. (María intercede en nuestro favor. Diff. II, 83-84).
Hay que tener en cuenta, y ello es muy importante, que la devoción tributada por el católico a santa María, aun siendo grande y constante, está limitada a un ámbito particular, y posee mucha más relación con la piedad popular y con la dimensión festiva del cristianismo que con lo estrictamente personal y central en la religión. (María no se interpone entre el alma y su Creador, Dev., 428).
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LAS DOS CIUDADES
Es preferible vivir en un tiempo en el que la lucha se está librando de día y no al anochecer, recibir la lanzada de un enemigo antes que ser apuñalado por un amigo. Pienso que la incredulidad resulta de alguna manera inevitable en la era de la razón y en un mundo como éste, teniendo en cuenta que la fe requiere un acto de la voluntad. Es la gran ventaja de una época en la cual la incredulidad se manifiesta abiertamente y la fe también puede hacerlo: si la falsedad se enfrenta a la verdad, del mismo modo la verdad puede enfrentarse a la falsedad. (La ventaja de vivir en un mundo pluralista. Idea, 382).
Los dos estaban estudiando —y estudiando de verdad― para graduarse, pero Sheffield tenía puesto el corazón en su trabajo, y para el la religión sólo poseía un interés secundario. No tenía dudas, dificultades, ansiedades ni penas que le afectaran demasiado. Pero no era la certeza de la fe lo que brillaba en su alma, una certeza capaz de disipar las brumas de la debilidad humana; no sentía ninguna necesidad de esa contemplación de lo invisible en que consiste la vida del cristiano. Era irreprensible en su carácter y ejemplar en su conducta, pero se contentaba con lo que este mundo efímero le daba.
En cambio, lo característico de Charles, quizá más que ninguna otra cosa, era su sentido habitual de la presencia de Dios; un sentido que, desde luego, no le aseguraba una coherencia perfecta entre el pensamiento y las obras, pero que, sin embargo, estaba ahí ―la columna de nube que se alzaba delante suyo y lo guiaba―... Tenía un vivo deseo de triunfar en los estudios ―temblaba con sólo pensarlo—, pero la ambición no era su vida; si fracasaba, era capaz de asumirlo en pocos minutos. (Dos amigos cara a la vida. L. G., 230-231).
Malo es comportarse con desgana e indiferencia en nuestros deberes temporales y considerar religiosa esta actitud, pero es mucho peor ser esclavo de este mundo y tener puesto nuestro corazón en las preocupaciones del mundo. No conozco nada más deplorable que la manera de pensar que es quizá característica de nuestro país, y que la prosperidad en que vive fomenta de una forma tan miserable. Me refiero... a esa vil ambición que coloca a todos en la perspectiva de triunfar y ascender en la vida, de amasar dinero, de obtener poder… un deseo intenso, inquieto, incansable y siempre insatisfecho de los {7 (31)} bienes de este mundo, codiciados de uno u otro modo, que conduce a la eliminación de todos los pensamientos profundos, santos, serenos y reverentes. (En el mundo, pero no del mundo. P. S. VIII, 159.
160).
¿De qué nos servirá entonces haber construido sutiles argumentaciones, o dirigido brillantes ataques, o escrutado minuciosamente el curso de la historia, o enumerado y clasificado las armas de controversia, y tener el homenaje de los amigos y el respeto del mundo por nuestros éxitos? ¿De qué nos servirá tener una posición en la vida, haber hecho renacer una idea, haber triunfado en una causa, si no poseemos la luz de la fe que nos guíe de este mundo al mundo futuro? (Los logros humanos no han de ser despreciados, pero pensemos aquello de que «ya han recibido su recompensa». Mix., 190- 191).
Está bien tener una inteligencia cultivada, un gusto delicado, un espíritu sin prejuicios, imparcial, desapasionado, una actitud noble y cortés en la vida; éstas son las cualidades connaturales a la excelencia intelectual... parecen virtudes desde lejos, pero de cerca y a la larga, se ven tal como son; de aquí que popularmente sean consideradas pura pretensión e hipocresía, no ―repito― por un defecto intrínseco, sino porque los que las profesan y admiran insisten en tomarlas por lo que no son, y tributarles una alabanza a la que no tienen derecho. Así como no podemos tallar una roca de granito con una navaja, o amarrar un barco con hilo de seda, así tampoco podemos luchar con esos gigantes que son la pasión y el orgullo con unos instrumentos tan finos y delicados como el saber y la razón humana.
(Una cosa es el conocimiento y otra la virtud; el buen sentido no es la conciencia. Idea, 120-121).
El tiempo es corto, la eternidad es larga. No quieras apartar de ti lo que aquí has encontrado; no lo tomes meramente como un tema de discusión; no te propongas refutarlo, buscando enseguida el modo de hacerlo; no te engañes a ti mismo, queriéndote convencer de que procede de la decepción, del disgusto, de la intranquilidad o del orgullo herido, de una sensibilidad excesiva o de cualquier otra flaqueza de espíritu. Y no te complazcas en recuerdos nostálgicos, ni afirmes como cierto aquello que sólo deseas que lo sea, ni hagas de tus expectativas un ídolo. El tiempo es corto, la eternidad es larga. (Últimas palabras de «El desarrollo de la doctrina cristiana», escritas por Newman al entrar en la Iglesia católica. Dev., 445).
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4. Caminos, caminantes, caminadores
LA LÍNEA de tierra pisada, por donde muchos han pasado, para ir de un lugar a otro, se la llama camino; caminantes son los que siguen pasando por él; caminadores, los que caminan mucho. De éstos podríamos decir, todavía, que son capaces de «hacer camino al andar», abriendo senda nueva. Hay muchos caminantes; hay menos caminadores.
La palabra camino también se emplea con el sentido de guía o método para proceder con orden a la consecución de un fin o propósito. Si la aplicáramos a la vida espiritual, resultaría larga la lista de libros escritos con este significado. No sería el caso de nuestro Padre san Felipe Neri, que no escribió libro alguno, ni quiso encerrar en métodos los modos por los cuales fue reconocido como excelente director espiritual de gran número de personas de toda condición, hasta decirse que, por el influjo ejercido en las conciencias de los fieles que a él acudían en busca de consejo para la virtud, cambió In faz de la Roma paganizada de su tiempo, necesitado de reforma en todos los estamentos, a pesar de ser el centro de la cristiandad. Obtuvo muchas conversiones a una vida fervorosamente cristiana de apostolado, oración y caridad. Le bastó el libro del Evangelio y los de algunos santos. Intuitivo por naturaleza, limpio de corazón, descubría con mirada inteligente y sencilla la huella de Dios en las cosas, el orden de la providencia en los sucesos y la presencia divina en la propia alma y en el corazón de los demás. El resto era una derivación espontánea, serena y diligente a la vez, ungida de reverencia espiritual, porque nada podía separarse del sentido de Dios puesto en todo. «Suben al cielo, solía decir, sólo los que antes, desde la tierra, han subido a él por la oración».
Para él poco o nada servían las técnicas, si faltaba la fe viva en Dios, la humilde gratitud y la oración filial. Todo "camino" de santificación es gracia, puro don de Dios, puesto por Dios, que ha de ser recibido y reconocido por el alma fiel. Dios pone su gracia, sin imponerla y sin imponerse. Deja al alma libre, no por elegancia, sino porque él mismo la ha creado así con el fin de que pueda abrirse al amor. El alma forzada, en virtud de la misma coacción impuesta, quedaría paralizada para el amor.
Sin el amor todo sería vano o fariseísmo {9 (33)} disimulado de moral o esteticismo.
Todo cuanto se pueda llamar camino o método para la vida espiritual, únicamente llegará a merecer confianza en la medida en que más directamente ayude a la fe, fomente el agradecimiento a Dios y despierte generosamente el amor con el deseo de convertir la vida en una ofrenda a él, y el propósito de perseverar hasta el fin: «Me has dado cinco talentos, y te devuelvo otros cinco» (Mt 24, 23).
San Felipe combatía las prisas, aunque en modo alguno era un quietista. «Nadie se hace santa de un día para otro». También: «Hay que pasar del mal al bien enseguida, pero hay que ir despacio para pasar del bien a lo que parece mejor». En este punto las tentaciones y errores se evitan, acudiendo con recta intención a recibir consejo prudente, acompañado de mucha oración. La afición desmedida a métodos puede llevar con facilidad a procedimientos sectarios, o a la preocupación vanidosa para alcanzar metas de autocomplacencia virtuosa y a falsos mesianismos. No existe un camino exactamente igual para todos; no puede industrializarse la santificación. Dios tiene un programa para cada alma y quien ha de dirigirla espiritualmente debe ayudarla a encontrar y perseverar en el sentido concreto y determinado que Dios para cada uno ha dispuesto. No se puede aplicar un molde que uniforme a todos por igual.
Los planes de Dios son más ricos y por eso varios, y revisten la forma de amor concreto para cada uno de sus hijos. No se puede copiar el camino de nadie, salvo en el impulso para la fidelidad en imitar a Cristo y revivirlo en las circunstancias de cada vida propia. Lo cual supone no sólo estar en el camino, sino andarlo sin indolencia y tomarlo como «nuevo para mi», y, según el poeta, «haciendo camino al andar».
Maestro en este sentido fue san Felipe Neri. ¿Métodos?... No tenía métodos; tampoco era un desordenado o un improvisador complaciente. La dirección espiritual para él no consistía en tirar de sus penitentes hacia lo que pareciera la hipótesis de Dios. Para Felipe, el que tiraba del alma era Dios mismo:
Dios que iba delante, el alma siguiéndolo y, en tercer lugar, el padre espiritual que debía corregir y alentar el alma para que no decayera en su fidelidad de seguir derechamente la atracción del Espíritu Santo, que la quería santa. No había molde, rutina, método, sino camino nuevo, propio, personal de fidelidad asistida por la prudencia y visión comprehensiva del padre espiritual. Por eso no trataba a todos igual, porque Dios no pedía a todos lo mismo. Felipe respetaba a Dios y lo mismo a sus hijos espirituales.
Es natural que en una religiosidad {10 (34)} meramente moralista, y con la idea de un sacramentalismo de eficacia mecánica, sobra la figura del director o guía espiritual. Del mismo modo, al margen del discipulado cristiano y la comunidad, resulta impensable desbrozar en solitario caminos espirituales nuevos y propios, a no ser que se llamen así los desvíos individualistas, de derrotero estéril.
Para san Felipe había el Evangelio y el ejemplo de los santos, especialmente los mártires, y la presencia viva y vivificante de Cristo en los sacramentos. Él indujo a la asistencia y participación cotidiana en la santa Misa, cuando ni en Roma era costumbre para muchos clérigos y obispos. Luego el espíritu de comunidad se alargaba en la confraternización de las reuniones del Oratorio, como encuentro gozoso en el Señor, para el apostolado, la caridad y la alabanza a Dios.
La peregrinación cuaresmal a las Siete Iglesias fue uno de los acontecimientos en los que participaban no sólo los asiduos del Oratorio sino muchísimos de los que iban abandonando el desenfreno de los carnavales romanos y tomaban aquella práctica con espíritu penitencial.
Caminador desde joven, cuando atravesaba el Arno, en Florencia, descendiendo de la otra orilla, por la pendiente que baja desde el monasterio de San Miniato, con la vista de la ciudad más bella que se miraba en el espejo del río, san Felipe ya empezó a embeberse de claridades que subían de la tierra al cielo.
Pero muy pronto tuvo que hacer renuncia de lo que más amaba y podía consolarle en la tierra, forzado por la pobreza familiar, y hubo de emprender el largo camino hacia el sur. Camino largo, en austeridad de sólo paisajes y cielos; atravesar Roma, herida todavía por el saqueo de las tropas imperiales; y alcanzar San Germán, donde un pariente sin hijos y rico le ofrecía su herencia. Aquí, peregrinando a Montecassino y a la capilla de la Roca Spaccata, decidió añadir, al desprendimiento de la patria, el de la riqueza, y caminó hasta Roma, de donde nunca saldría. Los largos caminos por la tierra le abrieron nuevas perspectivas para el alma.
Cuando más tarde conducía multitudes por sus bien conocidos itinerarios romanos, resumía, para si mismo, todas las experiencias de sus muchas caminatas en compañía de Dios, con esforzada perseverancia.
Enseñaba lo que había aprendido, a sus discípulos andadores, por caminos sabidos, pero siempre nuevos como una estrena por donde Dios tira de las almas. Eran los discípulos de Felipe, su comunidad dilatada, engrosada por muchos que habían abandonado las vanidades o las tan frecuentes codicias cortesanas, para volver al Evangelio.
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5. Presencia acción de Cristo en la liturgia
DE SOBRA sabido que el fundamento de la reforma litúrgica no es otro que una concepción renovada de la misma liturgia y de su relación con el misterio de la salvación, con la Iglesia y con el mundo.
La Constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II, al hacer referencia al primer aspecto, entiende la liturgia desde la centralidad del misterio de la Pascua de Cristo actualizado en las acciones sacramentales de la Iglesia. Por lo tanto, la liturgia no puede entenderse como un simple medio para dar culto a Dios, sino como la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios que Cristo, por el Espíritu Santo, continúa realizando por medio de la Iglesia.
Acción de Cristo y acción de la Iglesia, por lo tanto; y, sobre todo, presencia de Cristo, múltiple y dinámica, implicada en todos los elementos de la celebración. Éste es el fundamento cristológico de la liturgia; ahí está el sentido cabal de la liturgia cristiana. No haberlo asimilado es la causa de {12 (36)} una liturgia de vitalidad insuficiente. No hay que olvidar que es el mismo Cristo resucitado y viviente, quien habla cuando se leen las Escrituras; y el que nos congrega y está presente en la asamblea, en la persona del ministro que actúa en su nombre, y en los sacramentos que son acciones de Cristo.
El saludo con que se inician las celebraciones, El Señor esté con vosotros, es la gran confesión de nuestra fe, porque en ella expresamos los cristianos que, al reunirnos en oración, Cristo está en medio de nosotros; y tal como dice san Agustín es Él quien ruega en nosotros, ruega por nosotros y ruega para nosotros.
Si nuestro gozo es grande cuando nos reunimos en asamblea, es justamente porque sabemos que estamos frente a Cristo resucitado y, consecuentemente, con el rostro vuelto al amor trinitario de Dios. Puesto que es el acontecimiento de la salvación de Cristo, en el que el misterio de su gloriosa cruz se nos manifiesta, decimos que en él se actualiza el diálogo de amor entre Dios que salva y el hombre salvado.
De este modo la liturgia constituye una asamblea dialogante, abierta al don de Dios; asamblea que responde con la adhesión a la palabra, la acción de gracias, el recuerdo de la salvación, la alabanza y la súplica, y el compromiso de vida.
De esta presencia viva y operante de Cristo, el Señor, nace la dignidad eminente de las celebraciones litúrgicas, cima y fuente de toda la actividad de la Iglesia (SC 10).
Asimismo, es preciso poner de relieve que Cristo está presente en la liturgia como único Mediador entre Dios y los hombres (2 Tm 2, 5), de modo que cuando la Iglesia ruega no expresa otra cosa que la plegaria de Cristo, intercesor nuestro ante el Padre.
Por ser la mediación sacerdotal de Cristo el elemento crucial de la oración de la Iglesia, esta oración siempre se lleva a cabo, {13 (37)} tal como dice la Escritura, en nombre de Jesús; plegaria que es diálogo filial con el Padre; que tiene la garantía de ser acogida, puesto que, tanto si se expresa como súplica, o como alabanza y acción de gracias, la plegaria de Cristo es siempre culto en espíritu y de verdad, puesto que se consuma en una entrega y consagración total a la voluntad del Padre (Mt 26, 28; Jn 17, 17).
La plegaria litúrgica nace, pues, de la fe en la presencia orante de Cristo, que hace que la comunidad reunida en la unidad del Espíritu, sea formalmente Iglesia, es decir, comunión de los santos. El Amén con el cual el pueblo rubrica la plegaria hecha en nombre de Cristo, testifica que también los fieles forman en Cristo una comunión de plegaria.
Todo lo cual debe afirmarse, de un modo especial, a propósito de la Eucaristía, Misterio de fe por excelencia, centro de toda la historia de la salvación, desde el cual se nos permite comprender todo el designio amoroso de Dios. La Eucaristía, sacramento del sacrificio pascual de Cristo, hecho presente en la Iglesia, no puede reducirse a una simple presencia de Cristo hermano o amigo que se entrega para crear intimidad y unión, sino como una presencia efectiva de su sacrificio, por cuyo ofrecimiento se congrega la Iglesia. Sin el contenido de ofrecimiento y sacrificio, se perdería el sentido de convite fraterno de cena del Señor, y de don del amor, propio de la Eucaristía.
Por otro lado, es preciso no separar Palabra de Eucaristía para una recta comprensión de la liturgia. También en la Palabra Cristo se hace presente. Orígenes habla del alimento eucarístico de las palabras del Verbo leídas en la Escritura.
De hecho, la liturgia de la Palabra no es una simple instrucción; sino que ya adelanta la presencia del misterio que cobra vida en la Eucaristía como momento sucesivo. Estructura ritual, la de la palabra sacramento, que tiene su fundamento {14 (38)} cristológico en la experiencia histórica de Jesús ―predicación del Reino― y en la experiencia de su Pascua.
Es de advertir, además, que el misterio de la Pascua del Señor se actualiza en todos los actos salvíficos de Dios celebrados en la liturgia, particularmente en los sacramentos de la Nueva Alianza, los cuales, por razón de su íntima relación con la Eucaristía, también merecen la aplicación del concepto bíblico de memorial del Señor. Puede decirse con razón que, en la liturgia de los sacramentos, el misterio de Cristo celebrado por la Iglesia, se convierte en experiencia a través de las diversas situaciones de la historia del hombre creyente, cuya existencia aparece injertada en el misterio de Cristo.
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6. San Felipe Neri y la Pasión del Señor
SAN FELIPE, desde niño, había bebido el amor agradecido a Cristo en las imágenes de la Pasión de las grandes iglesias de Florencia y en las poesías que en la escuela leía a los alumnos su maestro, en especial las de Iacopone da Todi, el que escribió el «Stabat Mater», que pasó a la liturgia, y aquella más larga, en italiano medieval, de versos cortos, que hermosamente dramatiza la escena de la crucifixión, en la que la Virgen clama:
«O figlio, figlio.../ amoroso giglio!/ Ioanni, figlio novello,/ morto s'è 'l tuo fratello».
Y en las iglesias de franciscanos y dominicos: Santa Croce, con los frescos azules y rojos, de Giotto; Santa Maria Novella, con el Crucificado, tallado en leño, por Bruneleschi, y la solemne pintura al fresco, de la Trinidad, en la que las balanzas de las manos de Dios sostienen el peso infinito del amor y del dolor del Hijo muerto en la Cruz; pero aún más, en San Marco, donde se mantenía vivo el recuerdo de Savonarola, tenido por mártir de la ciudad y símbolo de las opresiones por ésta padecidas, infligidas por los poderosos, pero menos sabios, menos artistas y aun menos santos que los hijos más preclaros de Florencia. Ese recuerdo estaba envuelto en los colores de cielo y de oro que en sus muros había pincelado Fra Angelico, dedicados especialmente a la Virgen y a Jesús sufriente y enseguida glorioso, dejando el sepulcro vacío.
Casi puede decirse que en el convento no había rincón sin decorar por aquel santo artista que rezaba pintando. «Todo lo bueno que haya habido en mí lo debo a los Padres de San Marco de Florencia», decía con profundo agradecimiento san Felipe, de mayor, pues por aquellos claustros y patios había correteado de niño, casi a diario, al bajar a la ciudad desde la Costa San Giorgio, divisando, iluminada por el sol, la ciudad más bella del mundo, a sus pies, ceñida por el Arno. Recordaría, en particular, las tres cruces de la sala capitular, con los santos del Evangelio que estuvieron más cerca de los sufrimientos de la Pasión, y los santos fundadores de las órdenes {17 (41)} religiosas y santo Tomás, es decir, los que supieron, hablaron y vivieron enamorados de Jesús, que amo a todos hasta la muerte de cruz. Ni olvidaría, tampoco, el tríptico del Descendimiento de la Cruz, doliente y glorioso, entre santos y ángeles, y la Virgen y las buenas mujeres.
En Roma, contemplar con cierta atención un crucifijo le emocionaba hasta echarse a llorar, como ocurría cuando asistía a clase de Teología en la facultad de los agustinos, si levantaba los ojos hasta la imagen de Jesús crucificado que presidía el aula. Los más íntimos recuerdan que a veces decía a Dios:
«Señor, yo todavía no te amo; ¡átame las manos para que no arañe tus llagas y las haga mayores; no te fíes de mí que puedo traicionarte como Judas!» Cerca de su muerte, en una de las últimas crisis, tuvo una hemoptisis y al ver que había echado sangre por la boca, daba gracias a Dios por poder, al fin, de algún modo, «parecerse a Cristo, que había derramado su sangre por nosotros».
En una ocasión, en plena iglesia, interrumpió un enfervorizado sermón de Tarugi sobre el martirio, para decir en voz alta que «ningún miembro del Oratorio había derramado todavía una sola gota de sangre por Cristo, por lo que nadie se tenía que envanecer del bien que creyera haber hecho». El pensamiento del martirio era frecuente en él, como cuando pensó en ir a misiones, pero le aconsejaron diciendo que «sus Indias eran Roma»; y cuando al encontrar a un grupo de estudiantes ingleses, frente a San Jerónimo de la Caridad, les saludó diciéndoles «Salvete, flores martyrum!», y fue efectivamente una profecía, porque casi todos padecieron el martirio al volver a Inglaterra. Y su devoción a las Catacumbas.
Seguramente que la grandiosa composición musical de Palestrina, su hijo espiritual, para la letra del «Stabat Mater», tiene que ver con san Felipe, pues allí se glorifica, en la pureza de la música, el martirio del Hijo, y el del dolor del corazón de la Madre.
En recuerdo de la devoción de san Felipe a la Pasión del Señor, los Padres del Oratorio romano guardaban, como reliquia singular, el Crucifijo que Felipe tenía en las manos al expirar, y que besó repetidamente. Este Crucifijo fue regalado, después, a la primera Congregación del Oratorio que se fundó fuera de Italia, que fue la de la ciudad de Valencia (1645). Por desgracia esta preciosa reliquia se ha extraviado, pero nos queda el recuerdo de san Felipe y la constancia del sentir de sus primeros discípulos.
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7. Palabras de san Felipe Neri (continuación*)
―No aprobaba el espíritu de los que, sobradamente confiados en sus fuerzas, pedían tribulaciones, sino que quería que, con humildad, le pidiesen paciencia a Dios para lo que quisiera enviarles.
―No le gustaba que los principiantes hiciesen de maestros espirituales y quisieran dirigir y convertir a otros, sino que tratasen primero de convertirse a sí mismos.
―En cuanto a devociones particulares, decía que se hiciesen en secreto, y que los gustos y consuelos del espíritu no se han de buscar en lugar público, y por ello exhortaba a huir de toda singularidad, la cual tiene de ordinario su origen en la soberbia; si bien no por ello quería que se dejasen de hacer las buenas obras.
―En cuanto a la vanidad, de acuerdo con la doctrina de los santos más antiguos, distinguía tres clases o modos. La primera de ellas precede a las obras y se toma como fin al hacer algo bueno, y la llamaba vanidad "Señora". La segunda, a la que llamaba "Compañera", es la vanidad que no se pretende como fin, pero aparece y se siente como complacencia, mientras se hace el bien.
A la tercera la llamaba "Esclava", y aparece por la obra buena ya hecha y es menester reprimirla al instante. Decía que, por lo menos, había que tener cuidado de que la vanidad no fuese jamás "Señora".
―Con frecuencia insistía en que es preciso mortificarse en las cosas pequeñas para después, más fácilmente, poder mortificarse en las grandes.
{19 (43)} ―En cuanto a la mortificación decía que la principal consiste en dominar el discurso y dictamen propios. Y se ponía los tres dedos en la frente, y sentenciaba que la santidad del hombre está en el espacio de estos tres dedos. Toda la importancia consiste en mortificar la "racional"; pues la perfección depende en dominar la propia voluntad y obrar según el parecer de quien legítimamente nos manda. Buenas son las mortificaciones exteriores y aprovechan grandemente para alcanzar la mortificación interior; pero no haría ningún caso de ellas si eran fruto de la voluntad propia.
―El que no estuviese dispuesto a perder la honra que pudiera recibir de los hombres, y a sufrir ser despreciado por ellos, no podría hacer provecho en las cosas del espíritu. Para corroborarlo traía la sentencia de san Bernardo, de que es preciso despreciar al mundo, no despreciar a nadie, despreciarse a sí mismo y despreciar ser despreciado. Añadía humildemente que éstos eran dones celestiales que todavía él no había alcanzado, aunque los deseaba.
―Las mortificaciones externas tienen más peligro de inducir a la soberbia que las mortificaciones interiores.
―No hay argumento más cierto ni más evidente del amor a Dios que soportar adversidades. La grandeza del amor de Dios se conoce por la grandeza del deseo de padecer por su amor persecuciones injustas. También decía que nada ayudaba mejor al desprecio del mundo, como el verse atribulado y afligido; y debían tenerse por infelices los que no hubiesen pasado por esta escuela del espíritu; porque en esta vida no hay Purgatorio, sino sólo Infierno o Cielo: en éste están los que padecen con paciencia y en el Infierno los que padecen sin ella.
―Cuando Dios envía al alma gustos extraordinarios hay que prepararse para alguna gran tribulación, porque de ordinario el consuelo espiritual es mensajero de la prueba. Y es menester no perder el ánimo, porque es costumbre de Dios ir tejiendo la vida humana con un trabajo, y luego un consuelo, y así rítmicamente.
Es imprudente huir de la cruz que Dios manda, porque quien → {20 (44)} huye de ella da en otra mayor. Lo mejor es hacer de la necesidad virtud: si bien es cierto que la mayoría de los hombres se labran la cruz ellos mismos.
―En la oración no había que pedir tribulaciones, ni pruebas; pero era saludable que a aquellos que llevasen tiempo en el servicio de Dios les podía ser bueno que, en la oración, imaginasen que padecían desprecios parecidos a los que sufrió el Señor, y que se acostumbrasen a perdonar de corazón a sus ofensores, por amor de Jesucristo. Pero este ejercicio no era bueno para todos, y disuadía a algunos.
―Entendía la perseverancia como la permanencia laboriosa en la propia vocación, evitando las dispersiones que la dificultan o pongan en peligro. Y para que los suyos se confirmasen más en la suya, no quiso que hubiera en la Congregación más que estas tres cosas: la oración, la administración de sacramentos y la Palabra de Dios. Con frecuencia repetía aquella sentencia, de que no se salva el que comienza sino el que persevera y se mantiene hasta el final.
―No puede haber perseverancia sin discreción: es menester no querer hacerlo todo en un día para ser santo de repente. Cuesta más moderar a los que pretenden hacer demasiado, que incitar a los que hacen poco. Tampoco conviene apegarse tanto a los medios que se olvide el fin. Y, en cuanto a devociones, es mejor aplicarse a pocas, pero manteniéndolas sin intermisión. Quien por hacer demasiado ha de dejar algo, luego es tentado de dejar más hasta dejarlo todo. La ruina del alma viene de dejar poco a poco lo bueno, relajando la conciencia y acabando en lo peor.
―Conviene renovar los buenos propósitos y no dejarlos, por más tentaciones que hubiera en contra de ellos, porque Dios suele permitir que sea uno tentado primero del vicio contrario a la virtud que quiere conceder. También decía que el espíritu suele ser en los principios grande, pero luego suele venir la sequedad, como si el Señor se apartara del alma y la dejara sola, al modo como hizo con los discípulos de Emaús, que "fingió dejarlos", pero luego se detuvo; así, aunque parezca que el Señor se va y → {21 (45)} deja sola al alma, luego vuelve, si la criatura no desmaya en su propósito.
―Para la perseverancia de los jóvenes recomendaba que huyesen de las malas compañías y se juntasen con los buenos, y frecuentasen los sacramentos. No confiaba fácilmente en ellos, aunque diesen en principio muestra de espíritu. Cuando le alababan a un joven, respondía que, para ver qué vuelo tomaría, había que esperar a que le nacieran las plumas. Exhortaba a los jóvenes a la devoción a María y a que participasen en la Misa cada día.
―Tenía por sospechosas las mudanzas y novelerías. Para pasar del mal al bien, hay que hacerlo enseguida; para pasar de lo bueno a lo mejor, no debe hacerse sin gran consejo. La razón es que, de lo contrario, el demonio se disfraza de ángel de luz y, con pretexto de buscar lo mejor, hace dejar lo bueno. Ni siquiera admitía que quien viviera en comunidad de vida evangélica, la abandonara a causa de la no observancia de las reglas o de ser una comunidad relajada, porque era más seguro que Dios quería, por su medio, renovar el espíritu en ella.
―De ordinario no debe darse crédito a las visiones. Los gustos y dulzuras del espíritu se deben tener en el aposento, escondidos del público todo lo posible. Nadie se asegurará con sólo decir que no desea consuelos espirituales. Es menester gran humildad, gran resignación y gran desapego para no llegar a dejar a Dios por sus consuelos, y es difícil no creerse digno de ellos y más difícil todavía no preferir la suavidad del consuelo a la paciencia, la obediencia y la humildad.
―No es bueno pensar que viviremos muchos años, para evitar la tentación de que la muerte nos coja desprevenidos. Pero Dios no suele sorprender a quien tiene espíritu, y le hace saber cuándo va a morir.
―Quien desee ir al cielo, ha de ser hombre de bien, y buen cristiano, y no creer en sueños. Es menos peligroso no creer en hechos extraordinarios y visiones verdaderas, que dar crédito → {22 (46)} a las falsas. A veces es preciso tirar de los pies a los que quieren volar sin alas, y echarles a tierra para evitar que luego caigan, significando que siempre se ha de caminar por la mortificación de los sentidos y pasiones, y por el camino de la humildad.
Donde no hay mortificación no hay santidad.
―Sin grave motivo no se debe cambiar de Confesor o director espiritual. Los penitentes o dirigidos no deben violentar jamás al confesor para que les permita lo que ya ven que no le agrada aprobar. Cuando no pudieran consultarlos, deben interpretar su mente y decidirse por lo que sinceramente creen que les aconsejaría. En cualquier caso, para pasar del mal al bien no es preciso tomar consejo alguno; pero sí se necesita tomar consejo, tiempo y mucha oración para pasar de bueno a mejor estado, porque no siempre lo que es mejor en sí, es mejor con respecto a un sujeto en concreto.
―Quería que, cuando se pusieran en oración, era preferible que la dejaran con gusto y deseo de volver a ella, que alargarla por fuerza como quien la soporta. En la dificultad de no lograr tener tiempo largo de oración, aconsejaba que se elevara con frecuencia el corazón a Dios por medio de breves jaculatorias, y decía que la dificultad para tener oración está principalmente en la falta de humildad.
―Decía que había que recurrir a los santos como mendigo que busca ser recomendado a su Señor y, en particular, a la Virgen María: ¡Virgen y Madre, ruega a Jesús por mí!
―Cuando recibió el Santísimo Sacramento por viático dijo: Ven, Señor. Ahora viene a mí el verdadero médico de mi alma. El resto todo es vanidad y vanidad de vanidades. Quien ame a otro que a Cristo, no sabe lo que quiere.
* Viene de la pág. 23 del LAUS n° 292.
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Camino con las manos vacías, pero el corazón lleno de esperanza.
Rabindranath Tagore