Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 294. MAYO-JUNIO. Año 1994
0. SUMARIO
LO BELLO no es lo bueno, sino viceversa; de no ser así, llamaríamos belleza al envoltorio edulcorado de la mentira, al exhibicionismo vano. Lo bueno es limpio, desprendido, con espacio para Dios, que es incompatible con lo artificioso y se muestra a los sencillos de corazón. La sencillez es difícil, porque no puede suplirla ni la mejor inteligencia, tentada a veces por la astucia y el orgullo. Los santos triunfaron de estas tentaciones y alcanzaron a Dios.
EN UN SALUDO A TI
AUDERE
RASGOS DEL ORATORIO
CONVERSIÓN Y VOCACIÓN DE NEWMAN
ESTÉTICA, ÉTICA, RELIGIÓN, DIOS
INFLUJO DEL EVANGELIO Y DE LOS SANTOS
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1. Tiempo de oración: EN UN SALUDO A TI
Que en un saludo a ti, Dios mío,
se extiendan todos mis sentidos
y toquen este mundo,
peana de tus pies.
Lo mismo que una nube del estío,
cargada de agua no llovida,
permite que mi mente se te acerque
postrada en el umbral de tu presencia,
en un saludo a ti.
Que todas mis canciones se recojan,
trenzadas en un solo acorde,
y fluyan hacia el mar
de tu silencio,
en un saludo para ti.
Como bandada de cigüeñas añoradas
que vuelan sin reposo noche y día,
cuando retornan a la altura de sus nidos,
que así también mi vida emprenda su jornada,
camino del hogar eterno,
sencillamente en un saludo a ti.
Rabindranath Tagore (1861-1941) 2 (50)
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2. Audere
UN REFRÁN antiguo asegura que «la suerte ayuda a los audaces». No nos faltan ejemplos de audacia humana, mezcla de esfuerzo y ambición para lograr triunfos en esta vida, en el mejor de los casos, ambiguos. Pero existe otra audacia que podemos aplicar a lo espiritual. Alguien ha escrito, por ejemplo, que la fe es una audacia proyectada hacia la trascendencia. Sin embargo nos consta que la fe, antes que en la iniciativa del hombre, tiene su comienzo en la semilla de un don que Dios siembra en el alma del creyente; la primera fe es siempre una gracia, un favor inicial de Dios, un contacto divino que ha de ser acogido conscientemente y crecer en forma de oración, es decir, en trato personal con Dios.
¿Qué hemos hecho nosotros de esa primera gracia de la fe? ¿Qué ha sido, que es nuestra oración? Si ya no nos parece que es perder el tiempo dedicarle alabanzas a Dios, ¿qué le pedimos en nuestros ruegos? ¿Acudimos a él dejando de lado todo atolondramiento y limpios de egoísmos, salvo ―si pudiera serlo― el de crecer en su amor? Es muy probable que descubramos, en el examen, la mezquindad de nuestros pensamientos, lo interesadas que fueron nuestras peticiones, el olvido de tantas generosidades por agradecer.
¿Qué podemos hacer para curar nuestra miseria? El verdadero remedio, como la respiración para la vida, está en insistir en la oración; pero no cualquier oración, sino la oración audaz que implore la santidad que nos falta. Sin embargo, esta palabra, santidad, nos da miedo: si queremos ser decentes; santos, no tanto. Nos sobrecoge la nitidez de esta reflexión: que Dios, con el ser, nos ha dado entendimiento y corazón, conciencia y libertad, fe y esperanza, y la promesa de una morada junto a él, en el cielo, para cuando vuelva a recogernos (Jn 14, 3), en esta esquina de la vida que los paganos llaman muerte.
Tenemos miedo de Dios; nos asusta pedirle lo más grande, como si presintiéramos que, a cambio, pudiera exigirnos un precio demasiado alto. Las grandes renuncias, el vivir día a día de la providencia, los desprendimientos radicales, la entrega {3 (51)} sin condiciones, el esfuerzo sin recompensa inmediata, la perseverancia y la bondad escarnecidas, la obediencia hasta la muerte... son para los tiempos del Dios de los patriarcas, para los mártires y algunos santos, para los fanáticos de las bienaventuranzas, para Jesucristo Hijo de Dios. A nosotros nos basta un dios más pequeño. En cuanto a Abraham, Moisés, David, los Apóstoles, Jesucristo, los tomamos poco más que como adorno, e incluso les aplaudimos; pero que no se nos confunda con ellos, porque ya nos hemos confeccionado nuestro propio y tácito credo particular de mínimos morales, que se aviene con las apariencias que mejor nos acomodan. Es verdad que no acabamos de ser felices, pero nos queda todavía el recurso a la infalibilidad mágica de algunos sacramentos para emergencias extremas, en las que imaginamos salvar la eficacia de lo indispensable al margen del amor.
¡Oh si conociéramos el don de Dios! Seríamos audaces para hacerle la petición máxima, nosotros que hasta ahora hemos pedido tan poco, eludiendo el ofrecimiento del Señor (Jn 16, 24), ayunos, todavía, de la verdadera alegría y de la paz que el mundo no puede darnos. Dejaríamos atrás ese empeño por comparar lo que Dios quiere darnos con lo que tememos perder y quisiéramos absurdamente eternizar; seríamos libres, finalmente, para un amor total surgido de la plegaria pura, incondicionada, sin egoísmos. Los santos creyeron en las promesas de Jesús y las convirtieron en substancia de su oración, y por esto fueron santos. En ellos la audacia de la oración siguió a la fe. Los obstinados en pedir menos nunca serán santos. Ni felices.
Estad siempre despiertos para una oración que no cese, nos dijo el señor (Me 21, 36), y un refrán latino estimulaba así a los héroes: «Memento audere semperl» ―«Acuérdate de ser siempre audaz»―. Deberíamos concordar la palabra del Señor con esta recomendación humana para la osadía santa de pedirle a Dios lo más grande que quiera darnos, pero que «no puede darnos» si nos resistimos, como piño que cierra la boca y rechaza el alimento que le ofrecen. Decimos que «no puede» porque respeta nuestra libertad, y respeta nuestra libertad para que jamás perdamos la capacidad de amar, de amarle. Imposible si no fuésemos libres, que para eso nos hizo así.
¡Atrévete, atrevámonos!
El Evangelio, música cantada.
El Evangelio escrito no bastó a los santos y lo convirtieron en verdad de su vida. San Francisco de Sales decía que «entre la letra del Evangelio y la vida de los santos no hay más diferencia que entre la música escrita y esta misma música cantada». Dios no es una idea abstracta, ni un tema literario, sino una realidad armoniosa de transparencias que sólo la fe  ilumina y el amor comprende y transforma en sabiduría propia, dando un vuelco al alma que experimente la necesidad de Dios para siempre.
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3. Rasgos del Oratorio
HAY RASGOS en la vida de san Felipe Neri, que desconciertan. Uno de ellos, por ejemplo, es el recelo constante que muestra frente a todo lo que aparece demasiado estructurado. No se puede decir de él que fuese un ser desordenado, pero profesó una constante desconfianza a lo que pareciera demasiado sistematizado, porque podía sofocar la espontaneidad del Espíritu, que sopla donde quiere. No pretendió fundar ninguna obra nueva en la Iglesia de Dios, y fue por la presión del papa Gregorio XIII, de quien se puede decir que "fundó" la "Congregación" ―denominación nueva en aquellos tiempos― del Oratorio. El papa no quería que nadie tildara el apostolado de san Felipe como algo espurio a la Iglesia. Para san Felipe existían ya bastantes "religiones" u "órdenes" para que en ellas se recibiera a los que se sintieran vocacionalmente llamados a ellas; y también por el criterio de san Felipe, de que no son las reglas ni los votos los que hacen la santidad, sino la observancia práctica del Evangelio por verdadero amor a Jesús; cualquier sistema o medio, sin esta observancia, lo consideraba humo, error o vanidad. Sin embargo exhortó siempre a todos sus discípulos a honrar a los religiosos y fue leal amigo de los de su tiempo, especialmente de los franciscanos y dominicos, y también de otros fundadores a los que ayudó y mandó vocaciones.
En un aspecto muy importante de su dedicación a la formación y orientación espiritual de cuantos participaron en su apostolado y se beneficiaron de él, dio una relevancia esencial a la comunidad. Puede decirse que la comunidad como tal, contenía, según él, todo cuanto otros intentaran conseguir con reglas y votos. La comunidad como la entendía san Felipe, observa Newman, no es una pensión sacerdotal, {5 (53)} una convergencia de amigos piadosos con más o menos parecidas aficiones apostólicas, sino una familia, "el nido, el hogar propio", presidido por "el Padre", considerado "primus inter pares" como un hermano mayor, que ha de dar ejemplo y estimular a todos en la tarea común y obras propias de la Congregación. Una visión demasiado superficial del Oratorio podría suponer que, por carecer de otras formalidades, la urgencia de la práctica evangélica es meramente opcional. Como comunidad no es deseable que sea exigua, pero tampoco que la constituya un número demasiado elevado de miembros. En cuyo caso correría el riesgo de convertirse en "organización", más bien que en organismo y núcleo familiar espiritual.
En el Oratorio, como en los monasterios de clausura, el que es admitido debe permanecer en la casa hasta la muerte, sin traslados ni siquiera a otros Oratorios, salvo en ocasiones verdaderamente excepcionales (por ej. para una fundación, o para salvar del peligro de extinción a un Oratorio, carente de vocaciones). Una casa del Oratorio con demasiados miembros no permitiría reproducir fácilmente el ambiente y conocimiento humano y fraterno entre los que lo constituyen. Favorece, en cambio, la práctica de muchas virtudes: la primera, que engloba a varias más, es la perseverancia en la vocación a que un día se fue llamado, una vez por todas; la humildad, la caridad, la pobreza, el espíritu de comprensión y de ayuda fraterna. Y, fuera del ámbito interno, de cara a los fieles, el mejor servicio espiritual de éstos porque, de una a otra generación, tienen asegurado el consejo y asistencia de los hermanos y presbíteros que permanecen de por vida en el concreto Oratorio al que asisten.
La idea de comunidad de san Felipe no se ceñía solamente a la vida doméstica de cada casa filipense, sino que abarcaba a los fieles que la frecuentan y reciben el servicio de sus ministerios integrados en el apostolado propio del Oratorio. En la Roma de san Felipe Neri era proverbial, para muchos de sus hijos espirituales, acudir al Oratorio cada día, siquiera fuera muy brevemente, considerado por todos como un centro de espiritualidad. Sería inconcebible un Oratorio sin fieles oratorianos. Ello no quiere decir que el Oratorio se atribuyera ninguna supremacía ni pretensión absorbente, sobre otras obras de la Iglesia, porque ésta, según el dicho de san Felipe, sacado de una frase de los salmos, «se adorna con la variedad». No obstante, reprobaba a aquellos que, con pretexto de devoción, gustaban de ir de una iglesia a otra y de uno a otro lugar devoto, de los cuales {6 (54)} decía que llevan su piedad en los tacones de sus zapatos, curiosos de todo, perseverantes en nada. El amor se alimenta con el trato, la relación, la convivencia, la alegría de hacer el bien juntos, emulando en generosidad. Sin amor todas las técnicas son inútiles; todas las grandezas, huecas.
Ni para su obra era san Felipe partidario de propagandas o apologías, temiendo siempre por la vanidad de sus hijos, que quería bien instruidos, piadosos y desprendidos, sin alarde ninguno de títulos ni ambiciones cortesanas, en la Roma donde pululaban los que aspiraban a dignidades eclesiásticas, adulando al poder y rozando, con frecuencia, la simonía. «De los cardenales envidiaría solamente el color rojo... del martirio; no otra cosa».
Y también decía que, para sí mismo, «desearía encontrarse necesitado de unos pocos céntimos y no encontrar a nadie que pudiera socorrerle dándoselos».
El problema de la Iglesia, pensaba, no consistía en que no era pobre, sino en que faltaban santos.
Para cambiar el mundo y convertirlo del pecado, aseguraba que «le bastaría poder contar con sólo diez hombres verdaderamente desprendidos».
«Amad el pasar desapercibidos».
Él mismo amaba la soledad y el recogimiento, {7 (55)} hasta resistirse a abandonar su cuarto de San Jerónimo de la Caridad, donde el Señor le había bendecido con tantas gracias y amaba porque era «la cuna del Oratorio», con las reuniones de sus primeros hijos espirituales. Cuando el Oratorio creció y San Jerónimo quedaba pequeño, Felipe tardó todavía trece años en trasladarse a la Chiesa Nuova, contento de seguir en su rincón original, y haciendo todos los días el camino de ida y vuelta, por las callejuelas que separaban la pequeña iglesia de la nueva y espaciosa de la Vallicella. Felipe tenía setenta y tres años; le quedaban otros siete para bendecir, con su presencia, la ya estabilizada y dinámica comunidad del primer Oratorio. Pero el amor primero de San Jerónimo de la Caridad, nunca se apagó ni en él ni en sus hijos.
Es una reliquia que de corazón nos pertenece a los oratorianos, aunque manos extrañas y poderosas nos la han arrebatado hace poco. A pesar de ello seguimos pensando que san Felipe no se equivocó cuando prefirió que el Oratorio ni pareciera ni fuera grandioso, ni ambicionara poderes mundanos.
La perfección del Oratorio.
La perfección del Oratorio descansa en la vida de comunidad. Una comunidad es más que una pensión de huéspedes, más que un grupo de personas viviendo en una misma casa. Una comunidad es un hogar y una familia. Por esto, en el Oratorio, al Superior se le llama simplemente "Padre", y a los demás por su propio nombre. Una comunidad es una unidad, un todo; es un espíritu, una mente, un punto de vista sobre las cosas, una acción; y la obediencia que se exige a sus miembros, en la cual consiste su perfección, es aquiescencia, concurrencia en un espíritu, en un modo de ver y actuar, como un acto de leal y debida sumisión.
John H. Newman, C. O., (29. 2. 1856)
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4. La conversión y vocación de Newman al Oratorio
NEWMAN, como todo cristiano que quiere llevar la fe a la propia vida, no se convirtió una sola vez, sino que secundó una y otra vez ese proceso de la vida de la gracia, que va acercando el hombre a Dios, desde el bautismo.
Proceso o camino que tiene momentos especialmente densos, a cuya intensidad podemos llamar "conversión". El cristiano que vive su fe tendrá la experiencia de varios de estos momentos o "conversiones". De conversión en conversión, mientras se acerca poco a poco a Dios, hasta alcanzarlo en la gloria.
Newman en su Apología, se refiere a uno de estos momentos, cuando tenía quince años, y descubrió al Dios personal -«myself and my God», que marcaría en adelante toda su vida. Otro de estos momentos culminantes, de encrucijada con Dios, sería sin duda la crisis de su enfermedad en Sicilia, a los treinta y dos años, en la primavera de 1833; otro, cuando en 1845 es recibido en la Iglesia católica... Y se producen, con leves intervalos, más sacudidas de la gracia de Dios: él, que en un principio había pensado permanecer seglar, abandonando el ejercicio de su ordenación anglicana, es convencido para que se prepare al sacerdocio católico (1846) y, sucesivamente (1847), junto con su fiel y gran amigo de conversión, Ambrose Saint John, es orientado hacia el Oratorio.
¿Cómo fue que se decidiera por el Oratorio? La experiencia comunitaria de Littlemore, desde septiembre de 1841 hasta febrero de 1846, que le condujo al catolicismo, le convencía de que, una vez ordenado sacerdote católico, le costaba imaginar una vida de sacerdote diocesano, dado además su precedente de universitario y hombre de estudios. En un primer momento pensó si tal vez le podía convenir pedir el ingreso en la Compañía de Jesús, o quizás en la Orden Dominicana. De la duda le sacó Nicholas Wiseman, antiguo rector del Colegio Inglés de Roma, {9 (57)} más tarde cardenal y arzobispo de Westminster, que le sugirió el Oratorio. Pareciole una fórmula ideal, aunque, a pesar de la inicial simpatía, pero sin conocerlo apenas, Newman la aceptó con una gran fe en un consejo tomado como venido de la Providencia. Fue algo resuelto en cuestión de meses, y volvió a Inglaterra con el propósito de introducir allí el Oratorio. Su proyecto llevaba como bagaje espiritual sobre san Felipe, la Vida de Bacci, I pregi della Congr. dell'Oratorio y las Constituciones, además de un largo retiro y adoctrinamiento por el p. Rossi, del Oratorio romano. Poco era en comparación con cuanto le aguardaba.
Sin embargo, una vez tomado este camino, nunca jamás dudó de que era el de su vocación. Y es aquí donde podemos añadir, a otras precedentes, ésta de su "conversión" al Oratorio.
Toda verdadera vocación, entendida correctamente, exige una "conversión", sin la cual la perseverancia peligra o se mantiene como una resistencia que se soporta, o se desvía del espíritu que debe animarla, con acomodaciones extrañas. Sin entrar en detalles, y a pesar de que en Newman no siempre pudo traslucirse, le costó, esta necesaria conversión al Oratorio, padecer desde fuera una gran incomprensión y, desde dentro, mucha pobreza. Newman se hizo católico y llegó al puerto de la fe que deseaba; luego se hizo oratoriano y tuvo el medio de labrar su santificación. Basta asomarse a su biografía, a su correspondencia y, especialmente, a sus Autobiographical Writings. Puede decirse muy bien que, después de san Felipe, el pensamiento newmaniano sobre el Oratorio es la aportación más notable para ilustrar la genialidad de la idea nacida, hace cuatro siglos, del corazón de nuestro Santo Padre y Fundador, Felipe Neri.
En una ocasión, al recordar que ni siquiera en su juventud había deseado nunca honores ni éxitos mundanos, se fija en el salmo 130, que dice:
Mi corazón, Señor, no se ensoberbece ni son altaneros mis ojos; no he elegido el camino de las grandezas, ni he buscado las cosas demasiado altas para mí.
En cambio, he reprimido y acallado mi alma, como niño que se abandona al regazo de su madre; como niño pequeño así está mi alma.
Lamentaba que este salmo no se leyera en el rezo del oficio anglicano. Este salmo, escribía, «resume mi vida». Lo mismo habría podido {10 (58)} decir san Felipe de la suya.
Al final de su obra más conocida, la Apología, defendiéndose de la acusación de insinceridad, en la polémica que la suscitó, cita a san Felipe Neri, como el hijo que invoca «la enseñanza del Padre». Con ello «quiero poner término a esta obra». El oratoriano romano (p.
Giaccomo Bacci) que escribió la Vida de san Felipe Neri, dice de él que «aborreció toda clase de afectación tanto en sí mismo como en los demás, en el hablar, en el vestir y en las demás cosas, huyendo muy particularmente de ciertas ceremonias que más bien pertenecen al estilo mundano, y cumplidos cortesanos; se mostró, en cambio, partidario de la sencillez cristiana en todas las cosas; de tal modo que, cuando tenía que tratar con gentes de prudencia mundana, tenía dificultad en ajustarse a ella. Sobre todo le disgustaba verse obligado a tratar con personas de doble rostro, que no son leales en sus obras ni van derechamente al asunto.
Fue especialmente enemigo de las mentiras y no podía soportarlas, y a los suyos recordaba que se guardaran de ellas como de la peste».
Y confiesa Newman que estos principios no solamente los ha tenido en cuenta desde que se hizo católico, sino que habían sido los que, aun antes de abrazar el catolicismo, «habían inspirado toda su vida».
Termina también otro libro, donde recoge sus conferencias en Dublín para la fundación de la Universidad Católica de la que fue el primer Rector: «Si Dios dispone que en años venideros haya de participar en la gran empresa que ha dado materia para estas conferencias, puedo decir que, si he de hacer algo, lo haré siguiendo las huellas de san Felipe y ningunas otras».
Ciertamente, Newman se dejó llevar de la Providencia, fue fiel a su vocación y "se convirtió" al Oratorio, al que consagró toda su vida de católico, cuarenta y dos años, hasta la última conversión que amanece en el Cielo, de Dios y de los Santos.
San Felipe compartió lo que quizá fueran las intuiciones más profundas de los reformadores del s. XVI: la necesidad de ir a fondo en la sencillez del Evangelio y los deseos crecientes de algunos seglares de conocer la Palabra de Jesús y vivirla sabiendo de que se trataba.
Meriol Trevor
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5. Estética, Ética Religión, Dios
SE HA PUESTO de moda aprender inglés, no sólo, ni principalmente, para leer a Shakespeare en su lengua original, o para entenderse mejor en los viajes, o por su utilidad en el comercio u otras profesiones, sino porque se considera elegante, graceful, beautiful...
Hasta el punto que este adjetivo ha servido para definir a una nueva clase social, en exceso cuidadosa de las apariencias y exhibicionismo de triunfo mundano, amoral, el cual lo mismo suscita envidia que sorprende como espectáculo. Una encuesta poco matizada podría llevarnos a la conclusión de que este afán de cuidar las apariencias y maquillar la propia realidad, cuando ésta no se corresponde con lo que quisiéramos ser y no somos, es general en amplios sectores de la sociedad, en la que sólo algunos individuos de la misma logran el triunfo o, por lo menos, la apariencia simbólica de haberlo alcanzado.
Hay que ser muy sincero y muy limpio de vanidades para no incurrir en estas falsificaciones, porque la mentira está siempre al acecho.
La Estética sin Ética es pura mentira; el resto de males y muchos de los mayores dolores de la vida derivan de falsificaciones y vanidades no corregidas a tiempo. La Estética es falsedad cuando carece de contenido ético verdadero. Por esta razón, cuando en el pasado régimen fue destituido el profesor de Ética de la Universidad Central de Madrid, José Luis L.
{12 (60)} Aranguren, el catedrático de Estética de la Universidad de Barcelona, José M. Valverde, dimitió de su cátedra declarando que donde no hay Ética, no puede haber Estética. Toda una lección, más que de filosofía.
Muchos toman los términos Ética y Moral como idénticos en significado. Pero creemos que el primero designa mejor la actitud íntima del hombre, mientras que el segundo, que deriva del latín en su significado de costumbre, parece que influye en el hombre desde fuera, sociológicamente, por vía de la imitación que se hace hábito. Ética como la actitud profunda del ser racional, consciente, frente a los valores del bien, al ethos frente a la vida, a la respuesta que tiende al ideal de bondad y de verdad. Existen varias clasificaciones de la Ética, pero el profesor Aranguren no duda en afirmar que no se puede hablar de verdadera Ética sin referencia a lo trascendente, al absoluto, al Dios sumo Bien. Otra cosa son hábitos o costumbres culturales, mejores o peores, pero no pertenecerían en rigor a la Ética.
Si ha de haber una relación con Dios, entramos en el campo de la Religión, o relación con Dios, del hombre con Dios. No relación con una idea sublimada, sino con un Ser personal, absoluto y único del cual dependemos y al que debemos dar cuenta. Cuando entendemos por Dios a ese Ser supremo, sobrepasamos el concepto de un mero fenómeno {13 (61)} social; también vamos más allá de la reducción a símbolos y ritos como lenguaje de la comunidad de creyentes, o expresión colectiva de una fe compartida. Y también la tendencia, nunca acabada de eliminar, de una fragmentación de la Divinidad, que la despersonaliza. El Dios cristiano es un Dios único y personal, al que se trata de corazón a corazón. Un Dios de gracia y gratuito, que no puede ser domesticado ni traducido en utilidad temporal, económica o política. Esa idea del Dios verdadero, puro, espiritual y espiritualizador, que excede a la utilidad moralizadora o al automatismo de una sacramentalidad talismánica, para dejar paso y desarrollo a la relación personal (oración y gracia). Un concepto de Dios que es más que el religiosismo, y hasta más que una mera religión aunque esta denominación genérica nos pueda servir para describirla como un sistema, en el que se incluya la fe, la vida de la gracia y la esperanza de un amor total, resumido en la posesión de Dios, más allá del tiempo. En definitiva, el Dios de Jesucristo y de los santos.
Los males del mundo se resumen en el rechazo o, por lo menos, en el desconocimiento de este Dios en el que han creído y al que han amado los santos. Los males del mundo desaparecerían cuando Dios se nos hiciera transparente, por nuestra fe, y felices por nuestro amor. Ésa debiera ser la perspectiva de toda labor educadora, y debieran tenerlo presente todos los que han de educar a las futuras generaciones.
Entonces seríamos santos; y la tierra, imagen del cielo. Y todo sería hermoso, no por la apariencia de la ficción, sino por la verdad del espíritu, no por la fe a nivel de las idolatrías temporales, sino referirnos a Dios purificados del lastre de vanidades, mentiras, envidias y egoísmos, y abrirnos al reino del Espíritu, que supera toda belleza, y es fuente de toda bondad y vínculo excelso de unción divina.
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6. El influjo del Evangelio y de los santos
UNA de las cosas que más puede escandalizar, en el mundo secularizado en que nos movemos, no es ya la duda de que pueda ser oportuno insistir en la predicación del cristianismo, sino el constatar que países hasta hace poco tenidos por los más católicos ofrecen el triste ejemplo de profundas contradicciones con la religión que, por lo menos sociológicamente, todavía profesan: corrupción política y mafia en Italia, crecimiento de los abortos en Polonia, la más baja natalidad del mundo en España... Efectos de causas y concausas que será preciso analizar, incluso a nivel más amplio y que, en conjunto, suponen un reto para la Iglesia, esa Iglesia que somos todos. Se habla de una nueva evangelización, y también de una evangelización nueva, que corrija los errores de la primera, donde la hubo, porque es muy posible que, en amplios sectores, todavía estemos por convertir, o se perpetúen deformaciones del Evangelio que pretendemos anunciar.
Llevados de la mano de Newman, especialmente con referencia a dos de sus sermones (IV PS, 10; US, 5), intentaremos dar respuesta, por lo menos, a la cuestión que aquí nos sirve de título.
En primer lugar convendrá aclarar cuál es el objeto de la predicación cristiana y cuál el oficio o deber de la Iglesia como dispensadora de la palabra de Dios. Newman cree que todos daríamos una respuesta parecida:
«que el objeto de la Revelación era iluminar y dilatar la mente, movernos a actuar conforme a la razón, desarrollar y fortificar nuestras facultades; o bien infundirnos el conocimiento de la verdad relativa a la religión, puesto que {15 (63)} este conocimiento constituye un verdadero poder desde que nos fue concedido, y mediante el cual estamos capacitados para pensar, juzgar y obrar por nosotros mismos; o hacer de nosotros buenos miembros de la comunidad, sujetos leales, que saben mantener de modo ordenado y útil su propia posición social cualquiera que sea; o también asegurar un progreso religioso que, de otro modo, carecería de esperanza; la razón por la cual hay personas que se extravían y se lanzan por caminos que malogran el carácter de su ser, porque carecieron de educación, porque eran ignorantes. Pueden darse éstas u otras respuestas, poco más o menos. Por esto puede ser útil considerar con qué finalidad, y qué enseñamos al predicar, enseñar, instruir, discutir, dar testimonio, alabar, reprender; qué fruto tiene derecho a obtener la Iglesia como anticipación del resultado de sus trabajos ministeriales».
Newman es categórico al responder, apoyado en un texto de san Pablo en el que nos da una razón totalmente diferente de las mencionadas.
El apóstol que más trabajó en la expansión del Evangelio dice: «Todo lo soporto por amor de los elegidos, para que éstos alcancen la salud en Cristo Jesús y la gloria eterna» (2 Tm 2, 10). San Pablo, en quien se personaliza tan fielmente el fin que se propone la Iglesia con la predicación cristiana, se fatigó «no para civilizar al mundo, no para quitar dureza a la sociedad, ni para facilitar los movimientos que ayudan a la política de este mundo, ni para que aumentasen los progresos científicos, o el cultivo de la razón o para cualquier otro objetivo por grande que fuera en este mundo, sino por amor de los elegidos. Todo lo soportó por causa de ellos».
Es oportuno que lo recordemos en esta época nuestra, propensos a imaginar que hemos heredado el derecho a resultados de una evangelización pasada y que para el resto, si surgen dificultades, habrá que recurrir a los medios y estilos de este mundo, confiando que la política ha de ayudar a la religión o la religión, para asegurarse, ha de recurrir a la política; o que el Evangelio se puede confundir con la propaganda, para obtener adhesiones de no evangelizados, y salvar, de este modo, la apariencia de grandezas espiritualmente engañosas, en la que lo grandioso {16 (64)} no pasa de una dimensión humana y temporal, de reino, dominio o prestigio de este mundo, como una vanidad más, sin que obre la conversión a Dios.
«El conocimiento del Evangelio sólo ha cambiado, en realidad, la superficie de las cosas, ha limpiado lo de fuera, pero, en lo que cabe juzgar, no ha obrado ampliamente en las mentes, en lo interior del corazón, de donde proviene todo el mal y lo que hace al hombre impuro (Mt 15, 11)».
No sería justo «negar que el cristianismo ha elevado el nivel de las normas morales, ha refrenado las pasiones, ha presionado el cumplimiento externo de las buenas costumbres; y que ha facilitado el progreso en la virtud a ciertas personas o favorecido los hábitos religiosos, cuando de otro modo no habrían superado los rudimentos de la verdad y la santidad; que también ha dado firmeza y consistencia a las convicciones religiosas de muchas personas, y que tal vez ha extendido el alcance real de la práctica de la religión. Pero, concedido esto, la gran multitud de los hombres han permanecido del todo, en apariencia, no mejores que antes, desde el punto de vista espiritual. El estado de las grandes ciudades no es muy diferente de antaño, o por lo menos no permite pensar que la obra del cristianismo haya tenido un efecto real sobre el aspecto de la sociedad, o lo que se llama mundo. Tanto las clases altas como las bajas no difieren mucho de lo que hubieran sido sin el conocimiento del Evangelio, ni que pueda decirse que el cristianismo haya conquistado el mundo, tal como es, en sus diversas clases y estratos sociales. Lo mismo ocurre con los fines que se persiguen y las profesiones que se ejercen, puesto que permanecen en sus características, atenuadas tal vez y atemperadas en sus peores consecuencias y excesos, pero conduciendo siempre a los mismos resultados substanciales.
El comercio sigue dominado por la avaricia, no sólo en sus tendencias, sino también en sus actos, a pesar de que se haya oído el Evangelio; las ciencias físicas continúan en el escepticismo, igual que en el mundo pagano. Abogados, {17 (65)} agricultores, políticos e incluso, aunque de vergüenza decirlo, los ministros del Señor se resienten todos de las consecuencias del viejo Adán».
Tanto realismo parece delatar a un Newman pesimista, cuando en verdad es resultado del contacto con el celo por la verdad. Newman tiene treinta y cinco años cuando en pleno fervor predica este sermón y hace tres que ha estallado el Movimiento de Oxford, de renovación religiosa. Sus meditaciones sobre la Iglesia le llevan a formular este dilema:
«Salvo que no hubiese cumplido su deber en donde se hubiera establecido, deberá reconocerse que no estaba garantizado el éxito en muchos corazones». Este resultado dependerá de cómo se recibiera su predicación. Ésta, en todo caso, produciría santos. Las fatigas de los apóstoles estuvieron bien empleadas por «amor de los elegidos», por los que tomaron en serio el cristianismo. La acción de la Iglesia no obtiene un resultado automático y universal, sino que forma parte de un proceso proyectado hasta el fin de los tiempos, en el que la gracia actúa en los corazones y debe ser correspondida por la libertad del hombre. El que la reciba sin poner condiciones a Dios, será santo. Por eso los santos «son creación del Evangelio y la Iglesia». Cualquier adhesión a Cristo no basta para la santidad y dice también Newman: «La fe puede hacer héroes, pero sólo el amor hace santos». Los esfuerzos "inmensos" de la predicación apostólica se llevan a cabo en este sentido, aun cuando las esperanzas de los resultados sean "restringidas". En todo caso, «...también en nuestra época, tan ocupada y tan confiada en el éxito de sus empresas, conviene insistir que en cada edad de la historia hay, esparcidas por el mundo, un cierto número de almas, conocidas por Dios y desconocidas por nosotros, que quieren conocer la Verdad desde el mismo momento en que se les propone, cualquiera que sea la razón que las lleva a obedecerla a unas y a otras a no hacerlo. Estas almas hemos de contemplar, por éstas hay que trabajar, de ellas cuida especialmente Dios, para ellas debe ser todo; y debemos pedir al Señor que nosotros y nuestros amigos seamos de este número en el día del Juicio. Estas son las que forman la verdadera Iglesia, creciendo siempre en número, congregándose sin cesar por todas partes, con el paso del tiempo; con ellas se edifica la Comunión de los {18 (66)} Santos... Dios no está sin testigos ni sin frutos, ni siquiera en países paganos... En todo pueblo, entre muchos malos, hay algunos buenos».
La función de estos buenos consistirá en darse y gastar sus fuerzas para que no falten nunca testigos y maestros del Evangelio que hagan de entre el gran número de llamados, algunos elegidos, o verdaderos santos, porque «el Evangelio ha llegado a nosotros no meramente para convertirnos en buenas personas, buenos ciudadanos o buenos miembros de la sociedad, sino para hacernos miembros de la Jerusalén celestial, "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19)».
Este es el influjo del Evangelio en la Iglesia y, aunque «un sincero cristiano debe ser un buen miembro de la sociedad», esto no agota lo que la fe le exige, porque «nadie puede ser un buen cristiano si solamente es eso», es decir, reduciendo a sus propios pensamientos el Evangelio y con una religiosidad al arbitrio de su medida.
Estas afirmaciones de Newman se apoyan en numerosas citas del nuevo testamento. Y habla así en un momento de gran fervor, ante universitarios de Oxford, pero también a los fieles de Littlemore, donde acaba de edificar una iglesia en la que comparte su actividad apostólica entre gente sencilla. Cuando, con sus cincuenta y cinco años a cuestas, lleva once de católico, y además de los dos Oratorios ingleses (Birmingham y Londres), acaba de fundar la Universidad de Dublín, y se ocupa en muchas tareas sin que jamás decrezca su celo, mantiene los mismos planteamientos: «Al decir que Cristo ama a la Iglesia, no es de naturaleza terrena lo que ama, sino la obra de su propia gracia», invisible a los ojos que miran (OS 4).
Pero volvamos al Newman joven, todavía anglicano, al quinto de sus sermones universitarios, en el que anticipa algunas de las ideas que hemos resumido más arriba. En él Newman se refiere explícitamente al "influjo personal", al testimonio de cada uno: «De ordinario, la Palabra inspirada no será más que letra muerta, excepto si se transmite de persona a persona». Años más tarde escribiría también: «Quien se esfuerza por establecer el Reino de Dios en su corazón, lo propaga también al mundo» (SD, 134).
Newman habla de «la hora de la verdad» para muchas almas que {19 (67)} precisamente las penas y el dolor hacen sonar, y que las dificultades de la vida no pueden sofocar; un realismo espiritual que no puede detener la oposición y dificultades del mundo, y que el mundo tampoco comprende.
«Aunque el mundo desconoce al "testigo de la Verdad" dentro del ámbito de los que le ven suscitará sentimientos muy distintos de los que despierta la mera superioridad intelectual. Generalmente los hombres que gozan de popularidad aparecen como grandes figuras vistos a distancia, pero disminuye su apariencia cuando los tenemos cerca; en cambio, el atractivo de la santidad que se ignora a sí misma, posee una urgencia que la hace irresistiblemente atractiva; convence a los débiles, a los tímidos, a los vacilantes y a los que buscan; hace aflorar el afecto y la lealtad de todos los que en alguna medida tienen un espíritu parecido; y sobre la multitud irreflexiva o indócil ejerce un dominio... que les mueve al respeto y al silencio... aunque sin entender los principios y criterios de aquel espíritu que "no ha nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1, 13)».
Cuando Newman se refiere al testimonio e influjo de los santos, piensa, en primer lugar, en el testimonio y ejemplo de Jesucristo, sobre todo en aquellos que esperaban su Reino. De modo parecido, reflejando a Cristo, los santos lo ejercen sobre los demás.
«Éstos son los que el Señor denomina especialmente "elegidos", los que vino a "congregar en la unidad", pues son dignos de ello. Y éstos son los designados por la Providencia de Dios para ser la sal de la tierra; para continuar a la vez la sucesión de sus testigos, de modo que nunca falten herederos en el linaje real, aunque la muerte mande una generación tras otra a su descanso y al gozo de su recompensa. Quizá se encontraron casualmente con quien estaba destinado a ser su padre en la Verdad, sin descubrir inmediatamente su verdadera grandeza... Hasta que al fin (por medio de esos testigos), se dieran cuenta con asombro y temor, que la presencia de Cristo estaba ante ellos y, con {20 (68)} palabras de la Escritura, glorificarían a Dios en su siervo (Gal 1, 24), mientras ellos mismos se iban transformando en la misma gloriosa Imagen que contemplaban (2Co 3, 18), y se preparaban para sucederle en la misión de comunicarla a otros».
Como observa el p. Boix, Newman tenía por santos, cuando escribía estas palabras, en particular a un par de amigos suyos que le influyeron espiritualmente: Hurrell Froude y John Keble; más principalmente este último a quien el Newman católico no dudaría en comparar con san Felipe.
«Un hombre irreligioso no puede saber nada sobre estos santos escondidos. Además, nadie, sea o no religioso, puede descubrirlos sin un estudio atento a los mismos. Y aunque se diga que son pocos, lo cierto es que bastan para llevar adelante la obra silenciosa de Dios. Los Apóstoles fueron hombres de esta clase; podrían nombrarse a otros en cada generación, que les sucedieron en la santidad. Éstos comunican su iluminación a luminarias menores, por medio de las cuales, a su vez, la difunden por el mundo. Las primeras fuentes de iluminación permanecen inadvertidas, incluso para la mayoría de cristianos sinceros; invisibles como el supremo Autor de la Luz y de la Verdad, del cual procede el origen de todo bien. En los siglos venideros, pocos hombres llenos de gracia bastarán para rescatar el mundo».
Newman exhorta a vivir con serenidad y paciencia, cualquiera que sea la situación en que nos encontremos o la fuerza de los errores que amenacen nuestro tiempo. No todo lo que aquí parecen grandezas lo serán tanto cuando sean juzgadas por el triunfo de la Verdad divina. Mientras tanto «...todos aquellos que reconocen la voz de Dios que les habla y les llama para el cielo, deben aguardar el Final pacientemente, ejercitándose ellos mismos y trabajando con diligencia, con la vista puesta en el día en que se abrirán los libros de las cuentas divinas, y se revisará y pondrá en orden todo el desbarajuste de las cosas humanas; cuando "los últimos serán los primeros; y los primeros, los últimos"; cuando "todos los que han dado escándalo y todos {21 (69)} los inicuos" serán echados fuera; cuando "los justos resplandecerán como el sol" y los que han creído con Fe verán a su Dios; cuando "los prudentes ―los verdaderos sabios― resplandecerán como resplandece el firmamento, y los que han convertido a muchos a la justicia brillarán como estrellas por siempre jamás" (Mt 13, 41 y 43; 20, 16; Dn 12, 3)».
Espíritu y fuerza del Oratorio.
• Prevalencia de la caridad sobre la ley.
• Espíritu de fe y oración, y de caridad y servicio, estimulado y alimentado por el estudio familiar de la Palabra de Dios y el trato espiritual.
• La Eucaristía como centro de toda la vida.
• Dedicación al bien y al progreso de la Iglesia, por la peculiar vinculación del Espíritu a su misterio.
• Entrega a la Congregación, de sus miembros, por la libre voluntad de permanecer siempre en ella hasta su muerte. Sin votos, juramentos o promesas. Libertad que concuerde al máximo con el espíritu del Evangelio.
• Su fuerza, como en las primeras comunidades cristianas, debe consistir más en el mutuo conocimiento, en el respeto y en el verdadero amor de la convivencia familiar, que en la multitud de sus miembros.
(DE LAS CONSTITUCIONES)
ANIVERSARIO EN EL ORATORIO DE GRACIA.
Están de enhorabuena nuestros hermanos del Oratorio de Gracia, al poder celebrar, en este año, el primer centenario de la inauguración de su templo, muy frecuentado por los fieles de aquella ex-villa, en la actualidad ya incorporada a la ciudad de Barcelona. A esta iglesia y Oratorio nos habíamos referido, hace algún tiempo, cuando publicábamos en estas páginas un artículo, todavía profético, del poeta catalán Joan Maragall, impresionado al asistir a la celebración de una misa, después del incendio que padeció esta iglesia en la revuelta de la Semana Trágica de 1909. Corresponde a la Congregación del Oratorio de Gracia el justo honor de haber dado cinco sacerdotes mártires, cuyo recuerdo permanece como ejemplo de fidelidad a Cristo y a la vocación filipense. Ad multos annos!