Publicación mensual del Oratorio.
Núm. 295. JULIO-AGOSTO. Año 1994
0. SUMARIO
PARA conocer bien a los hombres hemos de remontarnos a su infancia. «La primera parte de la vida de los hombres, dice Newman, permanece oculta, y es generalmente en la infancia cuando se forman los caracteres para el bien o para el mal; y aun los bienhechores verdaderos у más importantes son desconocidos por el mundo.
También se ha comprobado que algunos de los cristianos más eminentes tuvieron la suerte y la gracia de poseer madres profundamente religiosas y de haber recibido en casa una educación que fue instrumento de sus propias gracias».
AMIGO Y AMADO
VANIDADES
«...Y TODA LA FAMILIA»
LA FAMILIA ESPIRITUAL
PADRES E HIJOS
LA IGLESIA DE SAN FELIPE
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1. Tiempo de oración: AMIGO Y AMADO
El amigo estaba un día en oración, sin alcanzar fervor, y para conseguirlo llevó su mente a pensar en dineros, placeres, hijos, manjares, vanagloria. Y comprobó su entendimiento que hay más gente dispuesta a servir cada una de estas cosas nombradas, que no al Amado. Y entonces sus ojos se abrieron al llanto, y su alma a la tristeza y al dolor.
El amor inflamaba y enardecía al amigo cuando éste recordaba al Amado, y el Amado lo consolaba con lágrimas y dulce llanto, y con el olvido de todos los placeres de este mundo, y de haber renunciado a la vanidad de sus honores.
Y el amor del amigo crecía cuando pensaba en el Amado, por quien sostenía penas, tribulaciones, incomprensión de los mundanos, persecuciones.
―Di, oh loco, ¿qué es este mundo?― Respondió:
―Cárcel de amadores, servidores de mi Amado―. ―¿Y quién los mete en esta cárcel?― Respondió: —La sinceridad de conciencia, el amor, el temor reverente, el desprendimiento, la contrición, el hostigamiento de la maldad; y fatigas purificadoras que no exigen recompensa.
RAMON LLULL, (s. XIII), LLIBRE D'AMIC E AMAT, 355...
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2. Vanidades
TODO es vanidad y feria de vanidades: vanidad ostentosa, vanidad sin pudor, «vanidad de vanidades», como dice la Escritura. Vanidad que tienta al que tenga algo que es posible exhibir y cobrarse el aplauso; vanidad hinchada por la mentira cuando nada se tiene para mostrar y nos recome la envidia; vanidad que no duda en usurpar el mérito, la gloria y hasta el derecho ajeno, amparada en el falso crédito de la simulación y el engaño; oropel que deslumbra como dios falso, a quien el vanidoso se rinde con tal de ascender a un pedestal más alto desde donde poder consolidar el triunfo, creyéndose la propia mentira y sofocando la evidencia que la descubre, Vanidad que es semilla de pecados mayores y directamente del de orgullo, como en los jefes de Israel que rechazaron a Jesús y lo condenaron a muerte, con la terrible ironía de invocar «el bien del pueblo» para legitimar su crimen.
No se puede renunciar a la práctica del bien, pero incluso la virtud está sometida a la tentación de la vanidad y, si cede a ella, queda malograda, reducida a fariseísmo.
Sin embargo, la tentación de la vanidad fue la primera amenaza con la que tuvo que enfrentarse la Iglesia surgida de las primeras persecuciones, en el momento en que el mundo le ofreció protección, sin que éste acabara de entender la verdadera novedad espiritual que representaba el cristianismo y exigía a sus adeptos, en virtud del Bautismo recibido conscientemente. El paganismo transigía con el cristianismo tomado, en principio, como una variante estoica o como una secta del judaísmo teocrático, que era preciso domesticar y reducirlo a un poder menor que no creara dificultades al previo orden civil y político, sino que por el contrario colaborara con él; no se comprendía eso que los más fervorosos de entre los seguidores de Jesús llamaban «conversión» y los mundanos confundían con cierto platonismo. La Iglesia pudo salvarse merced al empeño de sus mejores hijos, que no dudaron, para ello, con pagar su fidelidad al Evangelio a un precio muy alto. No podían dejar de estar en el mundo, pero todavía menos ser del mundo; tuvieron que vencer la repugnancia de {3 (75)} ser despreciados y soportar la incomprensión, abrazados casi siempre a la pobreza y expuestos con frecuencia a nueva persecuciones, desde fuera por tiranos, y también desde dentro por los falsos hermanos. Los dolores no fueron una desgracia sino una saludable purificación de las mentes y de la vida de quienes se esforzaron en comprenderlo buscando constantemente la razón del Evangelio, que no coincidía con las razones que pone el mundo, incluso cuando se atreve a interpretar, a su modo, este Evangelio.
Estos cristianos constituyeron la generación de los primeros creyentes crecidos en la paz, críticos con los poderes mundanos y críticos y autocríticos cuando en la Iglesia surgieron imitaciones capaces de desmentir el aserto de Cristo, que disuadió a los Zebedeos de la vanidosa ambición por los primeros puestos y aludió a los poderes de este mundo. «En vosotros no ha de ser asís, concluyó diciéndoles».
La Iglesia sufrió en su cuerpo cuando los más sencillos tropezaron con el escándalo de pecados y errores que mancillaban su imagen o desfiguraban su mensaje.
Pero hubo suficientes testimonios para preservar la fe pura en Cristo, de modo que su Iglesia, que es «sacramento de salvación», es decir, «signo», sea reconocible en sus santos y, por ellos, a través de los tiempos, nuestro Señor Jesucristo. En cada época y en cada crisis a la que los vaivenes del mundo la zarandeen, reaccionará salvada para una mayor pureza, que podrá descubrir quien la contemple con ojos limpios y vea más allá del envoltorio de vanidades con que el mundo quiera tentarla y seducirla, o la ignorancia confundirla. Lo que en ella pueda aparecer de precario será siempre un reto para una mayor pureza de la fe y su contenido divino.
Todo es vanidad, pero mientras crecen y se derrumban mitos nacidos de la emulación de lo sagrado, y las mentiras maquillan la verdad y hasta los buenos modos la hipocresía, no se puede negar que existe una fuerza divina puesta en la conciencia del hombre, a la cual muchos le son fieles mientras caminan hacia la Verdad total, trascendente y purificadora. Estos hombres se esfuerzan en mantener la serenidad que les nace de su honradez profunda, sobre todo cuando se apoya en la aceptación incondicional de la fe en Dios. Una fe entendida más como don divino ―por supuesto, gratuito, inmerecido―, que como privilegio o mérito propio para más vanidades.
Hace un tiempo me vino la fe, y creo en Jesucristo. Toda mi vida ha sufrido un cambio radical. Dejé de desear lo que antes deseaba, y comencé a querer y desear lo que antes había aborrecido; lo que antes me parecía verdadero ahora se volvía erróneo y, al contrario, tenía por aciertos los errores pasados...
Mi vida y todos mis deseos se han transformado totalmente; han cambiado de signo el bien y el mal.
León Tolstoi
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3. «... Y toda la familia»
LA DIMENSIÓN de la familia у de las relaciones entre sus miembros se han reducido notablemente: pocos hijos, separación de generaciones, emancipación precoz de los jóvenes, convivan o no con los padres... La idea que se tenía hasta hace poco en el hogar tradicional se ha volatilizado; queda los restos de lo útil e indispensable, a veces sin que ni siquiera se mantenga la coincidencia en la mesa común, como ocurre en las pensiones o casas dormitorio. Se dice que «para el bien de los hijos», a veces a éstos, todavía adolescentes, se les programa una preparación para un futuro excesivamente ambicioso, que les obliga a permanecer largas temporadas lejos de casa, hasta el momento en que no regresarán a ella para siempre o, si lo hicieran, resultarían recíprocamente irreconocibles desde la mentalidad, ideales, costumbres y educación. Tal vez hayan alcanzado un "status" económico o social más elevado, pero lo más beneficioso del influjo de los padres sobre los hijos quedará para el resto de la vida muy diluido y con graves dudas respecto a su formación espiritual, tal como debiera ser en la hipótesis de una familia que merezca llamarse cristiana, sin falsificaciones. Porque no se es cristiano por la sola costumbre de ir a misa los domingos ―si se va...―, sino por la práctica vivida de un ideal que no se reduce a mera teoría, sino que se inserta en todo el desarrollo y responsabilidad personal que salven al hombre de un ateísmo práctico, o de los restos de beaterías incompatibles con la fe adulta.
A muchos de nuestros jóvenes de hoy les ha faltado la experiencia de la realidad cristiana recibida, compartida y vivida en la {5 (77)} familia. Tal vez se cometió el error de lanzarlos a volar sin alas. Pudo suceder que sobrara dinero y se dedicó a una aventura que les ha alejado de Dios, quién sabe si para siempre ignorado y relegado, salvo para el residuo sociológico de gran número de celebraciones de primeras comuniones, de bodas todavía "por la Iglesia", de funerales de cumplido y pésame simbólico, u otras ceremonias de reencuentros amistosos entre personas educadas, o acontecimientos y fiestas tenidas por religiosas pero en esencia folclóricas nada más.
No es poco que, entre esposos cristianos, exista un sincero acuerdo ante Dios respecto, en primer lugar, a su amor recíproco. Pero, inmediatamente, debe ser completado por un proyecto de familia que tenga a la vista y agradezca la confianza recibida de Dios para poderle dar nuevos adoradores en los hijos que les conceda. Y que mantengan el convencimiento de que es preciso tomar la precaución, no sólo de evitar todo cuanto pudiera estorbar que el hogar sea la primera comunidad y escuela del cielo sino, por el contrario, hacer que padre y madre mantengan el celo sabio y generoso de disponer y emplear todas las fuerzas para construir positivamente, como una obra dedicada a Dios por vocación, la personalidad cristiana de cada uno de estos hijos, por encima de los cálculos de otra naturaleza, propios de una mentalidad pagana.
A los padres que se quejan de las dificultades para encauzar cristianamente a sus hijos, a pesar del ambiente poco favorable de nuestra sociedad, debe recordárseles que era mucho peor, relativamente, el del paganismo que retaba a las primeras generaciones cristianas, cuando la fe y la vida en Cristo era más resultado de la conversión de cada uno y en grupo de familia o de comunidad que la semejaba, que no herencia cultural recibida; el hombre que por la fe alcanzaba a Cristo se sabía y sentía "nacido de nuevo" y destinado a una vida que superaba la temporal, hacia la cual, sin embargo, tantas veces nosotros invertimos el sentido de nuestras referencias a Dios, como un egoísmo más. ¿No será que los primeros que se han de convertir sean el padre y la madre, o recíprocamente el uno al otro? Porque nadie da lo que no tiene. No es prudente establecer generalizaciones absolutas que incluyan todos los casos, pero al fijarnos en los santos, es muy raro que no debamos reconocer el influjo más o menos poderoso y decisivo de su entorno familiar o de alguno de sus miembros, por lo menos. Donde no ocurrió así es señal que tuvo lugar algún milagro escondido de {6 (78)} la gracia y misericordia de Dios, tal vez para que los hijos convirtieran a los padres, necesitados de conversión.
En el libro de los Hechos de los apóstoles, fuera de las conversiones que contaban con la ventaja precedente de la fe de Israel, cuando se dan las primeras conversiones de paganos, se reitera, junto al protagonismo del propio convertido, el de toda su familia. En este libro del Nuevo Testamento se lee:
«Con toda su familia» (10, 2), «recibió el bautismo y también sus familiares» (16, 15), «tú y tu familia» (16,31-34)...
Nos sirven admirablemente estas palabras del p. Congar, cuando escribe: «El niño recién bautizado recibe la fe con la vida, con el pan y con el calor del hogar. Nuestras catequesis y nuestros sacramentos apenas producen frutos duraderos cuando faltan las raíces de la atmósfera familiar. Los padres cristianos ―mucho más que nosotros, sacerdotes y predicadores― son quienes transmiten realmente la fe, y lo hacen de un modo íntimo y vital, entroncando con la tradición que viene desde los apóstoles hasta nuestros días, que no es sólo instrucción, sino verdadera educación (es decir influyendo desde lo profundo de las ideas y actitudes del hijo que va creciendo a su lado).
El ejemplo dado a lo largo de la {7 (79)} vida hasta el ejemplo supremo de la hora de la muerte; el modo como en casa se habla de las cosas y como se juzgan los acontecimientos, la oración, la liturgia familiar en la medida de lo comprensible y, si llega el caso, también la enseñanza explícita de la religión, son otros tantos medios, humildes pero eficaces, de transmisión del Evangelio».
De otro modo, ¿podría llamarse cristiano un matrimonio, o cristiana una familia?
IGLESIA Y ESTADO.
La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas una de otra en el propio campo de cada una... La Iglesia usa las realidades temporales cuando lo pide su propia misión, pero no pone su esperanza en privilegios ofrecidos por la autoridad civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos allí donde con su uso se ponga en duda la sinceridad de su testimonio.
Concilio Vaticano II, GS, 76
La Iglesia es el hogar de la familia de Dios.
Después de subir al cielo, nuestro Señor no dejó el mundo tal como lo había encontrado; nos dejó, tras de sí, una bendición, algo que antes no existía, un hogar secreto (espiritual), en el cual el amor y la fe se expanden, cualquiera que sea el lugar, a pesar del mundo que nos circunda. Es la Iglesia de Dios nuestro verdadero Hogar divinamente establecido; su misma corte celestial con los Santos у los Ángeles, en la cual Él mismo nos introduce por medio de un nuevo nacimiento, y podemos olvidarnos del mundo externo con todos sus afanes.
Podemos sentir el peso de dolores; podemos sufrir contrariedades de dentro y de fuera; o estar expuestos a recelos, censuras o desprecios de los hombres, o marginados por ellos; 0, pensando en lo menos grave, podremos sentirnos cansados de la inutilidad de todo lo mundano, como seguramente ocurrirá, a causa de la frialdad, la desafección, el distanciamiento, el aburrimiento de la soledad. ¿Qué nos queda como recurso? No esperemos ser consolados por la fuerza o el brazo del hombre, por la carne o la sangre, por la voz amiga tal vez, o por un apoyo placentero, sino en aquella familia y hogar santo que Dios nos ha dado con su Iglesia, la ciudad eterna en la que Él ha fijado su morada. Ella es la Montaña invisible desde la que los Ángeles nos miran con sus penetrantes ojos, y las voces de los que nos han precedido al morir, y nos llaman. «El que tiene su morada con nosotros es mayor que todo cuanto está sobre la tierra».
John H. Newman, PS IV, 12 pássim.
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4. La familia espiritual
ES MUY difícil encontrar el debido equilibrio entre organización y comunicación personal. Lo excesivamente organizado y controlado corre el riesgo de sofocar la libertad de los miembros de la comunidad; por otra parte, el descuido en garantizar el buen orden en las relaciones entre individuos puede amontonar a las personas sin que la comunicación entre ellas quede siempre a salvo.
También aquí la cantidad puede ser obstáculo para la calidad, lo mismo que la extensión para la profundidad.
Cualquier proyecto de organización humana, cuando se propone reunir a muchos sujetos, debe tomar precauciones para salvar la integración de subgrupos que favorezcan la comunicación entre los que los componen y, a la vez, no atenten contra la justa libertad de cada sujeto. Un pueblo, una organización no es grande ni más perfecta porque tenga mayor número de habitantes o miembros, sino, en todo caso, porque la cantidad no prevalece sobre la calidad de las relaciones, no meramente implícitas, de todos ellos. Es verdad que un grupo no demasiado grande favorece el conocimiento recíproco y la comunicación fluida; aunque la menor dimensión, por sí sola, no se basta para ser garantía de este beneficio, si el grupo pequeño no fuera otra cosa que una avenencia entre egoístas. En la sociedad, el ejemplo ideal nos lo ofrece la familia; ella ha salvado a la humanidad para que no fuera una horda.
Si además superamos los niveles meramente naturales y nos referimos a Dios, él es el Padre nuestro y Padre de todos los padres, y la Iglesia familia de familias, y el cielo hogar de todos los hijos de Dios.
Ya vemos que toda coincidencia entre seres humanos, y todavía más si somos creyentes, debe imitar este primer eslabón que es la familia inspirada por Dios, sin la cual habría sido imposible la existencia del hombre sobre la tierra.
Toda construcción social cuantitativamente superior a la familia, debe inspirarse en ésta, a la vez que respetando el modelo. Destruirlo, {9 (81)} sacrificarlo en aras de la eficacia o prisa por obtener resultados más rápidos o más extensos, conduciría al engaño y retrasaría la misma bondad que se pretende:
obligaría a desandar el camino equivocado y a recomenzar con más pena. En política lo demuestran las dictaduras; en economía, los monopolios mundiales y esa grandiosidad hueca que necesita de la propaganda que no da tiempo a pensar, y que solamente busca seducir y no instruye, porque teme al hombre libre y por eso lo robotiza con mensajes que lo adulan, explotando su vanidad y perdiéndose, despersonalizado, en el espejo de la mentira, que frustra la necesidad humana de comunicación desde la verdadera libertad, la cual es condición previa para el amor; del amor que es vocación a la felicidad.
Por esto los cristianos, cuando hablamos de familia, no podemos soslayar la carga espiritual que tiene desde la fe. Hay que defender la familia como primer elemento del orden social, pero es preciso superar, puesto que somos creyentes, el nivel meramente natural.
Este nivel elemental basta para los paganos.
En la actualidad se habla mucho de «comunidades» en la Iglesia, y ello es bueno. Pero con tal que no represente un mero cambio de denominación de otros nombres que nos hemos cansado de repetir y consideramos pasados de moda (círculo de estudios, cofradía, hermandad, acción católica, retiro...), sino que se refiera a aquellas comunidades de cristianos de la primera generación, verdadera Iglesia, en su gran simplicidad, en su hondura fraterna, en su espiritualidad y testimonio que no gustaba exhibirse, pero que no temía el martirio, alegre en la pobreza, sencilla en la caridad, perseverante en la alabanza y oración a Dios, confiada en la providencia, esperanzada con el cielo como un «retorno del Señor». Comunidades que eran verdadera Iglesia y que no imaginaban que debieran confiar en los poderes del mundo, ni mendigarles favores, sino simplemente dar a todos testimonio de su esperanza.
Comunidades que eran como una familia: ni dictadura, ni democracia, sino fraternidad y discipulado; comunidades que no tenían necesidad, para afirmarse o para defenderse, de imitar modos y estilos del mundo. Cuando surgían dudas volvían de nuevo al Evangelio, invocaban el Espíritu del Señor, ayunaban y recordaban a Jesús, Señor, Maestro y Hermano mayor de la nueva humanidad, de los «familiares de Dios y parientes en la fe».
Una comunidad cristiana sería así una escuela de Iglesia, una preparación para la comunión fraternal {10 (82)} y en el Señor, y no una mera coincidencia social que se llama «abierta» porque no es perseverante, o espiritual porque es de elite y distingue sin obligar a nada.
Toda comunidad cristiana debería tener por centro la Eucaristía compartida con sencillez y espíritu fraterno y, de la Palabra, de la oración, del abrazo frecuente y hasta diario con el Señor, se derivaría toda la fuerza y transformación de los espíritus, más allá de lo meramente estructural, para que, poco a poco, la Iglesia fuese verdaderamente Madre de una familia de familias y Dios verdadero Padre de todos, y todos hermanos en el Señor. Algo que está por hacer, pero para lo cual tenemos elementos y esperanza.
Cuando las familias cristianas lo pusieran por obra, no sólo labrarían su felicidad, sino que se convertiría y cambiaría el mundo, desde dentro, de pagano en cristiano.
CIUDADANOS DE DOS MUNDOS.
El verdadero cristiano es ciudadano de dos mundos, el mundo del tiempo y el mundo de la eternidad, la paradoja consiste en que estamos en el mundo, pero no somos del mundo.
Pablo escribía a los ciudadanos de Filipos: Somos una colonia del cielo (Flp 3, 10). Ellos comprendían perfectamente lo que quería decirles, porque su ciudad de Filipos era una colonia romana. Cuando Roma quería romanizar una provincia ―es decir, una tierra vencida, dominada—, establecía en ella una pequeña colonia de gente y guarnición, que vivían según la ley romana y las costumbres romanas y que, a pesar de tratarse de otro país, aseguraban la dependencia de Roma. Esta minoría, destinada a crecer en poder e influencia, debía transformar aquella sociedad. La analogía usada por Pablo no es perfecta, porque en el caso de los colonos romanos, éstos eran producto de una injusticia y explotaban a los ocupados, era colonialismo, como ahora lo entendemos; pero el Apóstol apunta a la responsabilidad de los cristianos que, en el mundo en que se encuentran, deben influir para comunicarle los ideales más elevados y nobles, el Evangelio.
MARTIN LUTHER KING, Strength to love
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5. Padres e hijos
(Catecismo de la Iglesia Católica, 214, 2215, 2221-2225, 2230-2233).
LA PATERNIDAD divina es la fuente de la paternidad humana (cf. Ef 3, 14-15); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (cf. Pr 1, 8; Tb 4, 3-4) se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une. Es exigido por el precepto divino (cf. Ex 20, 12).
El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. «Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre.
Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que han hecho contigo?» (Si 7, 27-28).
La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y a su formación espiritual. El papel de los padres en la educación «tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse» (GE 3). El derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e inalienables (cf. FC 36).
Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas. Han de educar a sus {12 (84)} hijos en el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre de los cielos.
Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las virtudes.
Ésta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera.
Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones «materiales e instintivas a las interiores y espirituales» (CA 36). Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:
El que ama a su hijo lo corrige sin cesar... el que enseña a su hijo sacará provecho de él (Si 30, 1-2).
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino más bien formadlos mediante la instrucción y la corrección según el Señor (Ef 6, 4).
El hogar constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la solidaridad y en las responsabilidades {13 (85)} comunitarias. Los padres deben enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan a las sociedades humanas.
Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe de los que ellos son para sus hijos los «primeros heraldos de la fe» (LG 11). Desde su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.
Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida.
Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben cuidar de no presionar a sus hijos ni en la elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Esta indispensable prudencia no impide, sino al contrario, ayudar a los hijos con consejos juiciosos, particularmente cuando éstos se proponen fundar un hogar.
Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas, para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos dignos. Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de la familia humana.
Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la {en el original los siguiente se sitúa al final de la pág. 23} vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cf. Mt 16, 24):
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10, 37).
Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: «El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 49).
Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.
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6. LA IGLESIA DE SAN FELIPE
Florencia, segunda Atenas
SE HA DICHO de la Florencia renacentista que constituyó un milagro cultural que repetía el esplendor, jamás visto otra vez, de la Atenas de Pericles. No lo evocaban solamente la arquitectura y el tesoro de las artes plásticas, ni la leve orografía que abraza la ciudad, sino las ideas, las costumbres la conciencia de la propia dignidad de la ciudadanía, desde la esmerada laboriosidad de sus artesanos hasta el genio de sus grandes artistas, y también de sus literatos, desde la sublimidad perfectamente ordenada en los versos de Dante hasta el realismo descaradamente concreto de Maquiavelo, que todavía inspira a los políticos y es tentación de cuantos ambicionan cualquier poder en este mundo. Esta Florencia era la ciudad de san Felipe; en ella nació y en su famoso Baptisterio recibió el primer sacramento que le introducía en la Iglesia de Jesucristo, en la {15 (87)} que fue educado, hasta que, aún adolescente, hubo de abandonar, no sin nostalgia, su amada ciudad.
La primera formación cristiana
Todo lo que se cree y ama en la adolescencia se cree y ama por siempre jamás. Y así sería también en nuestro Santo cuando, aproximadamente a los diecisiete años, quebrantada económicamente su familia, es mandado a San Germán, cerca de Montecassino, donde un pariente sin hijos y dueño de un negocio, quiere prohijarlo. Junto al amor de su ciudad lleva consigo el de Dios, recibido en el mismo hogar, y en la escuela de un buen maestro cristiano y, principalmente, de los dominicos de San Marcos, cuyas paredes mantenían todavía viva la humedad luminosa de los frescos de Fra Angélico, casi como un contraste del imborrable y vigoroso testimonio de Jerónimo Savonarola, tenido dentro y fuera de su convento, como mártir de la corrupción del poder y de buena parte de la Iglesia de entonces. El padre de Felipe pudo ser testigo de la ejecución del fraile dominico en la plaza de la Señoría y contárselo con todo detalle en múltiples conversaciones familiares, y lo mismo los buenos frailes de San Marcos, de quienes, diría Felipe más tarde, había recibido todo lo bueno en el espíritu. Cuando, años más tarde, no faltaron los que cuestionaban la ortodoxia de Savonarola para justificar al papa que mandó esparcir sus cenizas por el {16 (88)} Arno, san Felipe dibujó una aureola de santo sobre una estampa con la imagen de aquel profeta desarmado que conmovió Florencia y toda Italia.
Tal vez de ese recuerdo le viniera a Felipe su predilección por los santos, especialmente los mártires.
La predilección por los mártires
Entre nosotros todavía no hay ningún mártir, gritaba interrumpiendo un sermón demasiado retórico pronunciado en el Oratorio sobre el martirio; o cuando tuvo la idea de ir a misiones y dar la vida por Cristo; o en una enfermedad a causa de la cual padeció una hemoptisis, y se sintió consolado de que, siquiera simbólicamente, tuviese un pequeño parecido con los que derramaron la sangre por la confesión de la fe...
A punto de dejar la casa paterna, o poco después, tendría noticia de un suceso que significaba la total humillación de Florencia, a merced de la política del Emperador y del papa Clemente VII, que le coronó en Bolonia, en cuya ceremonia ambos ponían precio a atropellos consumados. Tampoco faltaba el recuerdo del abandono de Francia, la cual, después de sanear sus finanzas a costa de la economía florentina, olvidó favores porque ya se creía superior en fuerza, ya que no en razón.
Tanto los franceses, como los españoles, como el papado, habían sido nefastos para los florentinos.
Savonarola
Pero la ejecución de Savonarola no sólo pudo verla el padre de Felipe y contársela con todo de talle dramático, sino otro joven, Maquiavelo, que sacaría conclusiones menos espirituales, y más propias de un funcionario que de un patriota. Él construirá su gran teoría del Poder, fríamente ―¿cínicamente?―  desde el polo opuesto a como la había visto Savonarola. Éste quiere que el pueblo sea cristiano, que reforme sus costumbres, que la Biblia inspire su constitución, para que las ansias de libertad y la democracia no sean un fin en sí mismas, sino que se legitimen como ejemplo y medio ordenado {17 (89)} a la reforma total de Florencia, de Italia y del mundo; en lo civil, en la economía, en el arte, en la laboriosidad, en la Iglesia. Ésta anda demasiado mezclada y hasta eclipsada por la política, tanto cuando ejerce por sí misma un poder que no distingue entre lo humano y lo divino, como cuando pide prestado el poder ajeno y convierte el propio ―¡oh ironía!― en cómplice y sometido a la política de otros poderes, más que sospechosamente ambiguos. Es verdad que muchos de los seguidores de Savonarola no iban tan lejos, y les habría bastado alcanzar y detenerse en el disfrute de la justicia, la libertad y la democracia de su ciudad, dejando lejos, si fuera posible, a reyes, emperadores y papas.
Maquiavelo
Maquiavelo, en cambio, era más universal que estos ciudadanos conformistas. No podía dejar de lado la religión. Decía: Conviene que el príncipe sea religioso... o lo parezca ante el pueblo. Maquiavelo despreciaba al pueblo; el pueblo, el hombre, se mueve sólo por el hambre y la pobreza; el que tiene talento se separa de la masa y se mueve y lucha por la ambición... y utiliza al pueblo, lo domina.
En esto consiste el arte de la política, el gobernar.
La idea del Poder substituye a la idea de Dios; Dios ya no puede ser el fin, porque proponérselo debilita al hombre. El hombre común se queja de las desgracias, pero también se cansa de la felicidad; en cambio adora fácilmente la fuerza y aplaude al poderoso, en el que transfiere la compensación de la propia mezquindad. Mezclar en todos los asuntos un poco de religión es conveniente porque ello hace a los hombres más obedientes, dice Maquiavelo, pero con tal que la religión se mantengo sometida como ayudante de quien gobierna; éste ha de ampararla, sin concesiones, sólo en la medida que le es útil para la consolidación o conquista del Poder.
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La Iglesia Institucional
El panorama que ofrecía la Iglesia institucional no era demasiado consolador. Además de la tristeza por la Florencia humillada, comprada y vendida por los poderosos, llegaban de más lejos noticias no menos desalentadoras: la rebelión de Lutero y otros protestantes, y la separación de Inglaterra. Sólo las noticias de los descubrimientos geográficos y de los misioneros que llevaban el Evangelio a América o la India, ofrecían una compensación al desastre del catolicismo en Europa.
También, como clamor de esperanza que crecía día a día, la invocación de una verdadera reforma al interior de la Iglesia, con altibajos por parte de la jerarquía, que tardaba en el acierto, y en elevar a puestos de responsabilidad a los más dignos y en alejar a los logreros del poder eclesiástico. En la Iglesia podía flaquear la moral, pero quedaba la fe y la esperanza en gran parte del pueblo. Felipe albergaría, en su corazón, todos estos sentimientos.
Podía faltarle madurez, pero tenía ya suficiente criterio para juzgar esa crisis que a otros escandalizaba, pero en él produciría una cadena de reacciones para mayor virtud y amor más puro a la Iglesia, ahora desfigurada por los pecados de los hombres.
El adiós a Florencia
Desde Florencia a San Germán, hubo de cruzar Roma, la capital y centro de la cristiandad.
Ocuparía la silla de Pedro todavía Clemente VII ―el papa de la convinazione a trueque de la cual coronó emperador a Carlos V en Bolonia―, de mal recuerdo para los florentinos, casi como de Alejandro VI. Tal vez el papa ya era Pablo III, a quien correspondería el mérito, entre otros aciertos, de convocar el concilio de Trento, arranque del esfuerzo reformador esperado.
Al atravesar Roma era inevitable que la comparase con su Florencia: había más Iglesias, pero no eran tan hermosas. En vano vería algo que recordara {19 (91)} el baptisterio de San Juan, sus puertas o el campanario de Brunelleschi, el más bello del mundo... Pero guardaba más sepulcros de santos. Aunque él no se olvidaba de san Antonino de Florencia, o de lacopone da Todi, cuyas poesías se sabia de memoria, o del piovano Arlotto, santo popolano sin canonizar, pero desprendido y bueno con todos, siempre alegre y ejemplar, representante de una Iglesia a pie de calle, querida por todos porque comprendía a todos en los detalles mínimos de lo cotidiano. Un efecto ensombrecedor, al atravesar la ciudad de los papas, fue el comprobar los restos del saco de Roma llevado a cabo por las tropas del emperador, cuya caballería había tomado como establo la basílica de San Pedro, junto a otros desmanes. En Florencia se abominaba de los sacrilegios.
Los biógrafos de san Felipe refieren que su padre, apenas oía hablar de excomuniones, herejías o procesos eclesiásticos, se desconcertaba aterrorizado.
Sin duda recordaría a Savonarola, cuya suerte le marcó para siempre.
San Germán
Felipe no hacía un viaje de placer, y no pudo entretenerse en Roma; le quedaba todavía un buen trecho hasta San Germán. Sus parientes eran buenos cristianos y Felipe pudo disponer de tiempo, además de trabajar en el negocio, para dedicarse a la piedad. Nos quedan rasgos de su inclinación eremítica, por sus demoras en la capilla de la Santísima Trinidad (La Montagna spaccata), cerca de Gaeta, a cuyo puerto debía ir, con frecuencia, para recoger mercancías, por encargo de sus tíos. Pero principalmente hemos de mencionar el monasterio benedictino de Montecassino, que le evocaría, superándolo, el esplendor de la liturgia del de San Miniato sul Monte, de Florencia. Se conserva la tradición del trato espiritual con los monjes de san Benito, tras cuyo consejo decidió desprenderse de la perspectiva de la prometida herencia del negocio {20 (92)} de sus parientes, y fue a Roma, para emprender una vida de asceta seglar, cerca de los mártires, que siempre fascinaron su alma y junto a cuyos sepulcros dedicaría largas horas de oración. Las catacumbas, en particular las de San Sebastián, junto a la Via Apia, serían testigo de su intensa vida de contemplativo durante casi veinte años.
Felipe en Roma
En Roma parecía que, finalmente, se emprendía la verdadera reforma interior de la Iglesia; pero él no militó en ninguna de las obras o fundaciones surgidas a raíz del estímulo reformador, ni pensó hacerse sacerdote, ni entrar en ningún convento.
Había una amplia colonia de florentinos, pudo trabajar como preceptor de los hijos de uno de ellos, con poco sueldo que le bastaba para poder estudiar y tener tiempo para la oración, el apostolado y las obras de caridad, especialmente en los hospitales y la acogida de peregrinos. Eligió una libertad pobre y aseada pero llena de espíritu. Siguió considerándose natione florentinus, frecuentó a los dominicos de la Minerva, alguno de los cuales pudo conocer, de niño, en San Marcos de Florencia, y también se hizo amigo de un buen sacerdote, compañero de aventuras de misericordia y mentor espiritual, que al cabo de algunos años le convenció para que también él recibiera el orden sagrado. San Felipe había visto cómo los Médici de Florencia, primero señores seculares, prepararon los peldaños para subirse al papado, como antes habían hecho los españoles, como tiempo atrás hicieron los franceses, o los alemanes... Y no siempre para bien de la Iglesia, sino sumiendo a ésta en la confusión de poderes, esgrimidos como divinos, pero viciados de humanas ambiciones temporales o de familia. Florencia había padecido por todo ello.
El ideal de santidad
Lo único que le importaba a Felipe era Dios, la santidad, con el radicalismo interior de Savonarola, con la sencillez de los místicos italianos, aunque perseguidos, del siglo {21 (93)} XIII, con la libre y honesta alegría del piovano Arloto; sobre todo, con una vida austera, limpia, pero moderada por la verdadera pobreza, en la comida, en el vestido, en el uso del tiempo para la caridad y la oración... Así llegó a los treinta y seis años, en Roma, la ciudad con más sepulcros de mártires cristianos. Detestaba la herencia de la pompa del imperio romano sofocando y deformando lo que hubiera debido ser la sencillez y testimonio evangélico, mientras veía llegar a la corte pontificia a los ansiosos de beneficios, dignidades y prelacías, con miras muchas veces idénticas a los que, en otras partes, frecuentaban los palacios de los reyes en busca de promociones mundanas.
Convertirse y convertir
Años más tarde, cuando un papa ―Gregorio XIII― decide legitimar y bendecir el apostolado romano de Felipe, éste reclutará entre sus primeros discípulos a algunos de los jóvenes ambiciosos per far carriera, y, una vez convertidos y desprendidos, podrán ayudarle en hacer el bien y convertir Roma, otra vez, de pagana en cristiana. En las primeras reglas de vida para la naciente comunidad del Oratorio, se dirá explícitamente que nadie en casa, ni para sí ni para otros, puede frecuentar la curia para obtener empleos o promociones eclesiásticas.
Ni bajo pretexto de hacer más bien. Los primeros discípulos de Felipe, como Baronio, Ancina, Tarugi, darían buen ejemplo de haber entendido lo que su maestro les imbuyó, respecto de la intriga y la convinazione, bajo pretexto de bien. La necesidad del Poder es una pasión impuesta por el pecado, que no puede resolver los males de raíz. Dios, la santidad y no otra cosa; quien no lo reconozca, dice Felipe, comete una locura. No basta que Dios sea preferido, sino que ha de ser amado, y esto no lo consiguen ni las leyes ni la soberanía, ni autoridad alguna de la tierra, sino solamente el mismo Dios, buscado en la oración, encontrado en las obras de {22 (94)} misericordia, comulgado en la cruz. Los mártires, los santos son la Iglesia de Cristo y sólo la nostalgia de esta Iglesia del cielo aumentará en grados la santidad de la Iglesia de la tierra. No sube al cielo después de muerto el que no sube muchas veces por la oración mientras vive en la tierra. Es preciso desprenderse de toda vanidad para poder vivir el Evangelio y emular a los santos. Es una cuestión de amor a la verdad y de sinceridad con Dios.
La Iglesia de san Felipe
Felipe vivió lo suficiente para recibir el consuelo esperanzado de una Iglesia que recobraba, poco a poco, la fidelidad a sus orígenes; pero nunca perdió la desconfianza en los medios mundanos en los que otros creían que se tenían que apoyar las perspectivas de bien y los éxitos demasiado inmediatos.
Aunque con distinto temperamento, Felipe coincidía con el ideal de Savonarola, y lo completaba con el ideal de los primeros cristianos. Ésta era su Iglesia, aunque tuvo que padecer otra.
DICEN que el Papa va a pedir perdón, ante el mundo, por los pecados y errores cometidos en el pasado, en contra del Evangelio y de los derechos de los hombres. Ello tendrá el valor simbólico de reconocer, una vez más, que no todos los hijos de la Iglesia son santos, y que si se la llama «santa» es porque Jesucristo la sigue acompañando por los caminos de la historia y santificando, por su medio, a los que creen sinceramente en él. Pero no puede descartarse que, dentro de algún tiempo, otro Papa vuelva a pedir perdón por los pecados y errores de hoy, que le vendrán principalmente, como antaño, de los políticos de fuera o de dentro de ella misma, que la utilizan o someten. Si a veces descubrimos evidentes restos escandalosos de esta corrupción, no olvidemos que hace menos de un siglo que la elección de un Papa estaba sometida al veto de los reyes, y no digamos la de los obispos. Pero se camina hacia la libertad.